20 de abril de 2010

ARPAS ETERNAS Nº 4 – Parte 1

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO I

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NOTA: Gracias al trabajo de Teresa Tobon estoy en condiciones de hacerles llegar este libro en capítulos ya que muchos no disponen de la posibilidad de bajar un libro entero. Los distintos capítulos serán publicados en http://wayran.blogspot.com. Alexiis

1.- PORTADA

De nuevo me coloco a tu lado lector amigo para deshojar silenciosamente las páginas vivas de un pasado radiante que la Eterna Luz conserva en sus Archivos Eternos y que ninguna fuerza humana puede destruir ni adulterar.

Has hojeado hoja tras hoja, "Arpas Eternas”; has bebido hasta la saciedad el néctar divino de la vida más pura y excelsa que ha pasado por ésta Tierra como un astro sereno derramando claridad, tibieza de amor, calor de ternuras inefables...

La Eterna Ley permite hoy a éste hermano tuyo invisible, ser narrador de otras vidas que al igual que la tuya, estuvieron tejidas de grandes anhelos de superación para acercarme al Divino Ungido, al Cristo, amador eterno de esta Humanidad. Son las vidas de los Amigos de Jeshua que has conocido en Arpas Eternas, que has intimado con ellos hasta llegar a amarlos y a sentir, pensar y querer como ellos sentían, pensaban y querían...

La rosa bermeja del amor al Cristo vive sin marchitarse en tu corazón, y deseas, lo sé bien, conocer que hicieron sus amigos y discípulos después de su partida a los Reinos de la Eterna Luz y del Amor Eterno. Por múltiples causas que sería pesado y harto doloroso detallar, los amantes del Maestro Nazareno ignoran en absoluto la historia de los continuadores de su magna obra de redención y de amor en medio de esta humanidad. Sabes lector amigo que el Cristo llegó hasta entregar voluntariamente su vida por sostener en alto su divino ideal; y preguntas con justa razón ¿qué hicieron sus amigos y seguidores cuando El partió de este plano terrestre?

Algo te dirán los viejos pergaminos que van entregando al mundo idealista las cavernas-santuarios de los solitarios Esenios que en su inquebrantable silencio, fueron los más fieles cronistas del Cristo encarnado. Acaso pensaron que las rocas amigas que les salvaron la vida, y les cobijaron con amor durante tantos siglos, serían más fieles guardianes que los hombres y a ellas confiaron los amados recuerdos, los poemas sublimes de amar y de fe de la epopeya cristiana en su glorioso y a la vez doliente amanecer.

¡Oh desconocidos Esenios!... ¡No pensasteis en que los siglos destruyen, y desmenuzan en polvillo y ceniza lo que os costó largas meditaciones recordar, adivinar y vivir de nuevo todo cuanto vaciabais a los pergaminos silenciosos!... ¡Oh benditas rocas y montañas amigas de los Esenios! Monte Quarantana, Monte Tobar, Monte Carmelo, Monte Hermán, cerros inmensos de Moab, guardianes también de los grandes secretos de Moisés ¡Vosotros sabéis lo que la Humanidad ignora porque la Ley Divina la sabe infiel, mudable, incomprensiva!...¡Lástima grande que los siglos no sepan respetar lo que vosotros guardáis con escrupulosa fidelidad! Más, la Ley Divina con su infinito poderío, conserva en sus alcázares eternos inaccesibles a toda destrucción, a todo engaño, a toda deficiencia, lo que en nuestros planos físicos está obligado a dejar de ser por las muchas causas a que está sujeta la materia corruptible y perecedera.

Alégrate pues conmigo lector amigo, idealista buscador de la Verdad y canta un glorioso aleluya. La

La Luz Eterna, es la grabadora infatigable de todo cuanto es pensado y realizado en todos los mundos del Vasto Universo. Y es Ella delicada amiga del que busca, pide y espera con sencillo corazón y noble desinterés

ver descorridos los velos que le impiden la posesión de la Verdad.

¿No será Ella la que puso un día en los labios del Cristo encarnado en Nazareth aquellas sugestivas palabras que nos ha transmitido la tradición?: "Pedid y recibiréis. Buscad y encontraréis. Dios da su luz a los humildes y la niega a los soberbios" Viste pues la túnica blanca, de los festines sagrados de los Esenios montañeses, y recibe con amor lo que con amor te brinda este hermoso invisible que ha buscado y encontrado para ti en los Archivos de la Luz Eterna, esta perla escondida que poseyeron los solitarios de la Palestina y que ahora poseerás tú: La real sesión del pensamiento del Cristo en el amanecer del Cristianismo.

EL AUTOR

2.- DESHOJANDO RECUERDOS

Las penumbras del anochecer caían sobre el Mar de Galilea y los amigos de Jeshua continuaban mirando en silencio aquel retazo de cielo azul, donde su visión había desaparecido. La voz del Servidor del Santuario del Tabor que los invitaba a seguir los caminos trazados por El, se esfumaba también en las sombras y ellos no podían decidirse a abandonar aquel sitio amado, lleno aún con Su presencia, con la vibración poderosa de su amor que los envolvía como una eterna caricia...

La primera estrella vespertina encendió su fanal color de amatista y tras ella, otras y otras salpicaron de luz el manto oscuro de la noche. Después de breve deliberación entre Pedro, Zebedeo y Hananí, ofrecieron sus viviendas para hospedaje de todos los amigos del Maestro, hasta el siguiente día en que cada cual resolvería sobre su persona y sobre su vida.

-Los que queráis seguirnos al Tabor —dijo el anciano Servidor del Santuario— podéis venir con nosotros. Y los discípulos de Jhoanán se les unieron de inmediato pues ya tenían resuelto unir su vida a los ancianos entre los cuales había crecido y vivido su inolvidable Maestro.—No olvidéis mi casa tan cercana— añadió la castellana de Mágdalo que ya no era apellidada la pagana, sino simplemente María. Tomó del brazo a Myriam y a Nebai, diciendo a los demás: Podéis venir cuantos queráis que para todos habrá lugar. Boanerges debe estar llegando con el velero que le mandé buscar. Y los amigos de Jeshua aceptaron el hospedaje que se les ofrecían en las cercanías de aquel lago que El tanto había amado y en cuyas olas rumorosas aún creían escuchar la resonancia suavísima de su voz. Los más íntimos discípulos con los más ancianos quedaron en las casas de Pedro y Zebedeo; otros siguieron a Hanani cuya morada estaba situada en un suburbio de Tiberias; y Myriam con Nebai, las hijas de Lía y las demás mujeres con sus niñas se agruparon en los rústicos muelles a la espera de los botes que habían de llevarles hasta el Castillo de Mágdalo.

La luna creciente rompió de pronto el velo gris de las nubes que interceptaban su luz, y la tristeza del cuadro se hacía más y más pesada. Judá y Faqui se multiplicaban para atender a todos y Vercia la Druidesa Gala con una serenidad admirable, indicaba a sus compañeros una piedra cuya forma se asemejaba a un libro cerrado, y sobre ella colocaba ella misma una pequeña pira de leña. ¿Qué haces Vercia? la interrogó Nebai acercándosele. — Encenderé aquí el fuego sagrado por última vez antes de abandonar para siempre la tierra bendita que holló con sus pies el hijo del Gran Horus, —Pero si vamos a irnos de aquí en seguida. Mañana lo harás— insistió Nebai. — Está bien. Iré con vosotros— le contestó en el preciso momento en que se oía la voz dulcísima de Boanerges flotando como una caricia en el vientecillo fresco que soplaba del norte:

¡Como una roca inamovible! Serán Señor para Ti

Los amigos que quisieron Tu misma senda seguir.

Son almas que comprendieron A la tuya que era amor

Para todos los que lloran En una oscura prisión.

Amores que no comprenden Las almas de poca fe

Amar como aman las flores Que se dan sin interés.

Amar como las estrellas Que nos ofrendan su luz

Y abren rutas al viajero Desde el infinito azul.

Heraldos de tus ideales Firmes sitien para ti

¡Sin que ninguna borrasca Los pueda nunca abatir!

Las mujeres lloraban silenciosamente, y Vercia saltó la primera a la pequeña plancha que los remeros tendieron sobre la costa.

— ¡Niño del lago!— le dijo— ¿quién puso tanta armonía en tu boca y tanto fuego en tu corazón?

— ¿Quién? El amor de Él, señora, que aunque se fue para no volver seguirá viviendo del amor de todos los que le hemos amado.

—Eres casi un niño y hablas como un anciano.

María y Nebai se acercaron a Vercia.

—Déjale —insinuó María— que si él continúa hablando, nosotras seguiremos llorando. Y tomando a Myriam de la mano, la hizo embarcar la primera.

Mientras sucedía ésta breve escena, Judá, Faqui, el Scheiff Ilderín, Eliacín y Sipro hacían acercar los demás botes a los muelles y subir a bordo a todos los que esperaban en la playa. Después, un silencio profundo que solo era interrumpido por el acompasado movimiento de los remos que encrespaban las olas del lago, sobre el cual se desviaba aquella caravana de botes siguiendo al velero blanco y azul hacia el Castillo de Mágdalo, sumergido en las penumbras de la noche entre los rumorosos platanares que lo cercaban.

Boanerges y Fatmé fueron los primeros en llamar al castillo para hacerse conocer de los guardianes; después de llamar repetidas veces: ¡Edipo! ¡Edipo!.. Tal era el nombre del viejo guardián griego que apareció con los dos grandes perrazos, que eran sus habituales compañeros. —Estoy solo en la casa— dijo abriendo la gran verja de entrada. El Mayordomo duerme arriba, y los asilados se marcharon todos.

María, sin cuidarse de lo que el portero decía, solo pensaba en conducir a Myriam, a Nebai con sus niños, a Noemí, Thirsa, Martha y la pequeña María, Elena, Ana, Sabad, las hijas de Lía y demás mujeres que desde Jerusalén vinieron a Galilea para recibir el postrer adiós y la bendición del Maestro que acaso, ¡quién sabe! acaso les llevaría a todos con El a su Reino eterno que les venía anunciando desde hacía tanto tiempo.

No hay más que decir, que los bateleros del lago espléndidamente remunerados por Judá y Faqui, tornaron alegres cantando a la luz de la luna, pensando que era más conveniente conducir a los amigos del Profeta Nazareno, que pasar las noches tendiendo las redes que más de una vez salían vacías.

—Todos sois dueños en esta casa —díjoles la castellana, no bien estuvieron en el gran pórtico de entrada. Boanerges había subido a la torre y bajaba casi a rastras al mayordomo para que abriera las puertas.

— ¡Señora! ¡Vuestros huéspedes se fueron todos! —decía el buen hombre azorado. —No importa— ya vienen otros, le contestaba María, haciendo pasar o todos. —Príncipe Judá, Hach-Ben-Faqui y vos Othoniel que conocéis la casa, haced el favor de arreglar a los hombres en las habitaciones de la torre, que mis compañeras y yo iremos al primer piso… Y María abrió la marcha escaleras arriba llevando siempre a Myriam apoyada en su brazo.

¡ Noche memorable, estupendamente grande desde cualquier punto que se la mire ¡

- Grande en el dolor, heroicamente soportado. Grande en el desaliento, en la desorientación, en la incertidumbre y la duda que surgía a intervalos, como siniestros relámpagos de una tempestad que se levantaba por momentos más y más amenazadora.

¿Adónde irían sin El… que había partido definitivamente para no volver?

Recordaban haberle oído decir: "Cuando yo sea levantado en alto, todo lo atraeré hacia mí". Y esas palabras, reflejos de la dolorosa visión premonitoria de su espíritu, que veía de lejos la forma de su inmolación, fueron tomadas como alusión a su ascensión al Reino de su Padre, que acababan de presenciar ésa misma tarde a orillas del mar de Galilea. Y la ilusión florecía de nuevo en las almas dolientes y atormentadas.

¿No enviaría su Maestro, Ángeles de sus cielos de amor y de luz que les llevaran a todos ellos por quién sabe qué misteriosos medios, por qué desconocidas fuerzas, a ése Reino suyo que tanto les había anunciado?

Pero estas reacciones eran momentáneas y desaparecían rápidas y fugaces como frágiles mariposas arrastradas por el vendaval. Y tornaba la pesadilla... y el mago del recuerdo diseñaba sombras y más sombras como si un interminable otoño continuara deshojando los negros pétalos de un rosal misterioso. La

desaparición de aquel Ser extraordinario, cuya benéfica irradiación les había mantenido a todos como en un éxtasis de interna felicidad y dentro de esa aura se habían sentido seguros, fuertes, optimistas, plenos de esperanza y de fe; forzoso es llegar a la conclusión de que, al faltarles aquel astro plácido y sereno que les había alumbrado, fue para todos ellos un hundimiento profundo; una desolación que no tiene igual; una desazón y espanto como la que experimenta el que siente hacerse el vacío en torno suyo, o hundirse la tierra bajo sus pies o acabarse el aire que le anima la vida.

El silencio era tan hondo que hubiera podido sentirse el latir de los corazones…

El diálogo sublime de las almas que se amaban más aún en esas cumbres de dolor sin consuelo posible; ha quedado grabado por la Luz Eterna en el éter azul del Infinito. Y no hay poema que pueda compararse a la explosión de aquellos pensamientos, al desborde incontenible de aquel hondo sentir, que ante lo imposible, lo irrevocable, lo ya consumado, se desbordaba como un torrente y en oleadas se vaciaba de alma en alma como marejada inmensa que arrastraba todo, sin dejar por momentos ni una tímida florecilla de esperanza y de fe.

Y… para sentir a la par de ellos el choque brusco y penoso de ese complejo mundo de pensamientos y de sentimientos, de incertidumbres y de dudas, de hondos interrogantes que quedaban sin respuesta, tratemos lector amigo de escuchar los diálogos que en la gran sala de la torre sostenían los hombres, y en el primer piso las mujeres, alojadas en las distintas alcobas y salas de que estaba compuesto. Solo así podremos darnos una idea de lo que fue el triste epílogo de la jornada gloriosamente cumplida por el Cristo Divino, pero doloroso comienzo para, quienes quedaban en la tierra sin Él y con el inmenso legado de los campos de su Padre que faltaban por cultivar.

Myriam con Lía, Sara, Noemí, Sabad y otras ancianas fueron albergadas en la alcoba más retirada y silenciosa, en cuyos grandes divanes pudieron reposar con relativa tranquilidad en tan inquieta y azarosa circunstancia. María, con Vercia, Nebai y las tres hijas de Lía y demás mujeres jóvenes se instalaron en los hermosos y alegres pabelloncitos que antes fueran habitaciones llenas de los encantos del arte y la poesía, ocupados por las doncellas griegas y hebreas que habían llenado siempre el viejo Castillo con sus músicas, sus cantares y sus risas. Entre el grupo de las griegas se encontraban aquellas dos mujeres salvadas por Melkisedek y Jeshua en la columnata de Damasco, Polinia y Heraclea, madre e hija que tan dichosas habían sido desde que llegaron a Mágdalo años hacía y cuya felicidad se veía de nuevo azotada por la tremenda borrasca. Y todas ellas pensaban en la patria lejana donde aún tenían parientes que seguramente las acogerían con amor. El virus de odios y rencores que había hecho de Jerusalén un nidal de víboras iba extendiéndose a gran parte de la Palestina, y el terror mismo de la terrible tragedia que habían presenciado las llenaba de espanto, sugiriéndoles la idea de la huida de aquel desventurado país, cuya horrible ingratitud y felonía para su más grande bienhechor debería atraer seguramente los más terribles castigos.

Pronto… en la gran alcoba de las ancianas reinó el más absoluto silencio. A su edad, el cansancio, el agotamiento, la misma desolación interior había caído sobre sus nervios como mole aplastadora y se habían dormido. Solo Myriam velaba envuelta en la más densa oscuridad… y con esa heroica resignación de los santos pensaba: "Oscuridad en el alma y oscuridad a mi alrededor. ¡Dios mío!... ¡Dame fuerzas para que yo pueda vivir la vida que me dais entre tan profundas tinieblas!".—Aún no se había extinguido entre las sombras la vibración de su intenso pensamiento, cuando un disco de luz dorada se abrió ante ella como un recorte de oro en las tinieblas y el Hijo amado estaba ante ella sonriéndole amorosamente…Ella le tendió los brazos... El se deslizó hasta su lado mismo y poniendo su diestra luminosa y transparente sobre su cabeza le decía con su voz sin ruido… porque era solo la vibración intensa de su amor: "¡Hemos triunfado madre en nuestra alianza postrera y tan grande es la gloria conquistada por mis torturas del cuerpo, como la tuya por las angustias del alma heroicamente sufridas!... Duerme y descansa que para ti han terminado las tinieblas un nuevo día de luz y de amor amanecerá para ti"…Éxtasis, ensueño o transporte, la dulce madre se quedó dormida como al influjo de un misterioso arrullo...

* * *

En la alcoba-inmediata se encontraban Nebai con sus dos niños, Vercia, Martha, María de Bethania y María de Mágdalo. El sueño, ese suave consolador y lenitivo de los grandes dolores, fue invadiendo lentamente, primero a los dos niños Clemente e Ithamar, luego a la pequeña María de Bethania que se había recostado en el diván de Martha; y por fin ésta quedó también sumergida en el sueño. En esta alcoba encortinada de un pálido azul plateado que fue siempre la alcoba de María, penetraba un resplandor suave y tibio de la luna creciente a través de las enredaderas perfumadas y de los nogales rumorosos, haciendo más y más intensa la nostalgia suprema de la ausencia...Vercia concentrada en lo más profundo de sí misma, con sus manos cruzadas sobre el pecho, no estaba más su alma en el plano físico. Nebai oraba en silencio y los amados nombres del esposo y de los hijitos fulguraban como movibles puntos de luz en su mente atormentada. Pedía paz, amor y bien para ellos.

María… sin ningún amor grande en la tierra sino solo Aquel que ya no estaba en la tierra, dejaba correr en

silencio sus lágrimas en cada una de las cuales se iba un jirón de su propia vida, que ella veía destrozada para siempre!... Y clamaba a media voz: ¡Señor!...¡Cuán grande es la soledad del alma que vio caer destrozado y deshecho el árbol que le daba sombra!... ¡Cuán inmensa es la desolación del alma, cuando la voz helada sobre todas las cosas enmudeció para siempre!... ¡Qué fría oscuridad rodeó el alma cuando vio apagarse la divina claridad de los ojos amorosos en que se reflejaba su imagen!... ¡Señor!... ¿Qué árbol me dará sombra?... ¿Qué voz escucharé que me aliente en el camino?... ¿Qué mirada de santidad y de amor alumbrará mi senda solitaria y helada?...Y cuando un hondo sollozo cortaba su palabra en la garganta, sintió

una suave mano que se apoyaba en su cabeza enloquecida: "¡María!... ¡El árbol sigue dándote sombra!... ¡Mi voz continúa deshojando consuelo y esperanza desde el Reino eterno del Padre!... ¡Y la luz de los ojos humanos que amabas siguen mirándote desde lo infinito!"...

Las tres mujeres habían caído de rodillas, ante la amada aparición que otra vez las unía a las tres en un abrazo de eternidad que nadie podía romper. ¡Era el abrazo del Cristo glorioso y triunfante en su Reino de luz y de amor! ¡Era el pacto eterno, nuevamente sentido entre aquella explosión de amor y de dolor en que las tres estaban sumergidas! ¡Era la estrofa mística que los cielos de Jeshua desgranaban, como una sarta de

perlas luminosas sobre aquellas almas que en las edades futuras habían de aceptar, muchas veces, las inmolaciones del cuerpo y las inmolaciones del alma en seguimiento del amor soberano por el cual lloraban en aquel instante!...

* * *

Calmada la ola intensa de emociones que había pasado por ellas, comenzaron las confidencias a media voz en la suave penumbra de la gran alcoba, azulada a la vez por los cortinados y por el rayo tibio de luna que penetraba a hurtadillas por el ventanal. —Antes de que se esconda la luna —dijo Vercia— saldré a la terraza a encender el fuego sagrado, que ya está el ara dispuesta. Y cuando el sol se levante en el cenit emprenderé el viaje de regreso a mis montañas nativas… ¡No lloremos más por Él que vive!... ¿No habéis visto que vive? -¡Vive, sí vive!... Contestaba Nebai —pero ya no como antes. ¿Sabes tú que El y yo nos hemos seguido uno al otro desde la adolescencia? ¿Comprendes cómo reviven en mí los recuerdos lejanos que hoy se clavan como crueles espinas en mi corazón? ¡A veces... a veces!... ¡perdón Señor!... hasta creo que se eclipsará en mi horizonte el amor al esposo y a los hijos, detrás de este otro amor que lo absorbe todo como una inmensa luz donde se refundieran todas las luces de la vida!...Paréceme que me faltaran las fuerzas para seguir cumpliendo mi deber de esposa y de madre.

-¡No!...¡no y mil veces no! exclamó Vercia con su natural vehemencia. Él es el Ideal, el Divino ensueño... la Luz que alumbra el camino, la Esperanza que renueva continuamente las flores de nuestro altar!... No debemos morir en la inacción para la vida real, sino vivirla con toda energía y la fuerza que Él nos ha dado y nos dará eternamente… ¡Amar es vivir!... ¡Amar es sufrir!... ¡Amar es esperar y esperar indefinidamente, hasta que hayamos logrado extinguir el odio sobre la tierra y la hayamos inundado con ese mismo amor que nos absorbe la vida a nosotros, hasta el punto de no saber por momentos si vivimos sobre ella con cuerpo de carne o flotamos como una esencia entre la llama viva del amor soberano de Cristo!... ¡No debe quedar un solo tirano que esclavice, ni un solo esclavo que sienta el golpe del látigo en su carne desnuda!... No deben quedar calabozos de tortura, ni presidios con rejas y cadenas, ni mendigos que tiendan la mano escuálida al poderoso que cruza las calles con deslumbrantes carrozas... Ni huérfanos hambrientos deambulando por las calles y plazas, ni fantasmas vivos de crimen y de vicio incitando a otros al vicio y al crimen... ¿No es el amor redención? ¿No es el amor purificación? ¿No es agua de manantial que lava todas las iniquidades, todas las impurezas... todos los odios, todas las tinieblas ?...

El rostro de Vercia parecía una llama viva y sus grandes ojos azules como el cielo y como el mar irradiaban tan poderosa corriente, que María y Nebai se estrecharon a ella en un abrazo mudo mientras los pensamientos fuertemente unidos hablaban sin voz y sin ruido: "¡Amar es vivir!... ¡Vivamos para Él y para su ideal divino de redención de las almas! ¡Vivamos siempre sufriendo, llorando y amando!"

El programa de las tres jóvenes mujeres quedaba pues esbozado para los siglos que vendrían en pos de aquella hora solemne y dolorosa.

Acompáñame lector amigo a la vetusta torre del Castillo donde estaban los pabellones ocupados por los hombres. El príncipe Judá, el Hach-ben Faqui, el Scheiff Ilderín y Marcos, ocupaban una de aquellas alcobas. Y al igual que las tres mujeres que acabamos de dejar, dialogaban y pensaban a la tibia luz de la luna creciente… Desde la altura en que estaban, veían la bruñida plata del lago donde se reflejaban la luna y las estrellas. El velero blanco y azul parecía dormir mecido por las olas que el viento agitaba suavemente. Ni

el más leve sonido interrumpía el austero silencio de la noche. Los cuatro se habían tirado sobre los divanes

como abrumados por un cansancio inmenso.

De pronto se incorporó Judá y habló. —Sé que todos deseamos descansar con el sueño, pero ninguno duerme… — ¿Quién podría dormir después de todo lo acaecido y de lo que hemos presenciado esta tarde? — interrogó Faqui, sentándose también en su diván. Un momento después los cuatro hombres como movidos por un mismo impulso se encontraban sentados en el diván ocupado por el Scheiff Ilderín, el de más edad de

los cuatro. —Propongo —dijo el vehemente caudillo árabe— que cada uno de nosotros exponga sus puntos de vista, a fin de que nuestros senderos no se estorben ni golpeemos todos sobre el mismo yunque, ni hachemos una misma encina. Muchos oasis tiene el desierto y muchas encinas el bosque. Muchas sendas caben en los valles terrestres y muchas rocas donde nuestros pedernales puedan encender la chispa. -¿Qué queréis decir con todas esas bellas figuras? ¿Qué es la hora de Separarnos cada uno por su camino? —interrogó Faqui que hasta entonces no había hablado. — ¡Justamente! —contestó Ilderín. —Y eso es precisamente lo que causa nuestra desazón interior —añadió Marcos: La separación. Y ahora sin el fuerte lazo de seda y flores, o mejor, de oro y diamantes que nos tenía enlazados a El cómo tórtolos en torno del nido…Y muy disimuladamente cada uno secó alguna lágrima furtiva que temblaba en las pestañas. Si el pensamiento de los cuatro hubiera podido reflejarse en un espejo, habrías visto como esculpida con luz de las estrellas la radiante imagen del Cristo que los contemplaba desde lejos.

—Es verdad -—dijo por fin Judá—. Cada uno de nosotros debe esbozar su plan de acción, como el que va a construir un edificio, o cultivar un campo, o realizar un viaje. —O preparar una batalla —añadió Ilderín—, pues presiento que tendremos dura guerra con los que rechazaron al Ungido de Dios.

—Lo presiento igualmente —añadió Faqui— porque si hubo malvados e ingratos para Él, que sólo derramaba dones divinos sobre cuantos se le acercaban, ¿qué no será para nosotros que nada tenemos para dar sino el reflejo lejano de sus bondades, de su palabra, del fuego santo de su amor que prendía hasta en las piedras de los caminos?...

—Yo pienso —dijo Marcos— que con El todo lo podremos realizar, y sin El nada haremos que nos merezca el nombre de discípulos suyos. Con su enseñanza en los labios y el fuego de su amor en el corazón, ¿no seremos capaces de conmover el mundo? Desde mi adolescencia fui aprendiz de Escriba del Gran Colegio, después lo fui Titular. Creo que no sería mucha presunción de mi parte si dijera que estoy dispuesto a ser Escriba del Cristo y de su obra de redención humana.

—Muy bien Marcos —dijeron los tres que le escuchaban. Marcos ha decidido ya su camino.

—Y yo el mío —añadió Faqui— y lo decido basándome en las mismas palabras que Jeshua me dijo una vez: Sembrarás mi doctrina en el África Norte entre las palmeras y las acacias de la Matriarca Solania, hasta que al final de los tiempos seas conducido sin el concurso de tu voluntad hacia los hielos eternos".

—Y ¿qué final de tiempos es ése? —interrogó Ilderín.

—Eso es lo que falta por averiguar —contestó el africano— pues muchas de las palabras enigmáticas que le oímos decir, han quedado sin una explícita aclaración. Pero yo tengo medio de saberlo por el príncipe Melchor de Horeb y el Maestro Filón que por hoy son las lumbreras del África Norte.

—Bien, ya son dos los que han marcado su rumbo —dijo después de un breve silencio el príncipe Judá. Me toca el turno ahora y creo que Jeshua mismo, desde su Reino de Luz me lo está diseñando. Mi situación de príncipe judío y ciudadano romano me ofrece dos grandes campos de trabajo. En la tierra nativa tengo la mayor parte de mis bienes materiales. Y en Roma cuento con las grandes vinculaciones que conquistó la gloria de mi padre adoptivo Quintus Arrius, y tengo mi Villa del Lacio cuyos bosques y praderas se acercan hasta Nápoles. ¿No serán estos dos grandes escenarios donde yo debo actuar en nombre y en memoria de Jeshua?

-¡Ciertamente! —contestaron sus tres interlocutores. Aparecen bien delineados tus caminos.

—Y por fin sólo falto yo —dijo Ilderín. Mi campo es la Arabia donde nací y donde estoy inmensamente querido por los grandes y los pequeños. El Rey Hareth me cuenta entre los treinta caudillos que le ayudan a llevar el peso de su cetro y su corona, y el peso de todo el país. El Desierto ha quedado sin Patriarca a la muerte de Jeshua, y sin yo comprender por qué, él me entregó la cinta de oro de Setenta rubíes en los días anteriores a la Pascua, y estando en tu palacio, Príncipe Judá. Recuerdo que me dijo en un aparte conmigo: "Guárdame esto en lugar muy secreto donde tú solo lo sepas, que más adelante sabrás lo que es". Después

de su muerte y cuando ya íbamos a emprender viaje a Galilea donde El nos esperaba, abrí los paños de lino de su legado y me encontré con la cinta sagrada, símbolo de la suprema autoridad moral de Patriarca del Desierto. Yo iré a mi país, congregaré a todos los Jefes de Tribus y sabrán que fui fiel al sagrado depósito.

— ¡Y te harán Patriarca del Desierto! —dijo Judá de inmediato— y ya está marcado también tu camino.

— ¡Sea o no el elegido para serlo, sé muy bien que mi camino está allá donde el sol arde como fuego en las arenas y corre el simún como un caballo desbocado!... También entre las dunas amarillas y resecas, florecerán los rosales de Cristo que soñamos proclamar Soberano Rey del Oriente.

Sin saber qué fuerza oculta les impulsaba, los brazos se cruzaron unos encima de los otros y las manos se enlazaron como ligadas por una invisible cadena. Una intensa vibración de amor les estremeció a los cuatro como si una ola de fresca brisa aromatizada de jazmines y de rosas hubiera penetrado por la ventana abierta hacia el bosque y hacia el lago. Y los cuatro repitieron a media voz y con toda la intensidad de una plegaria del alma: "Donde tres o cuatro están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". Y en hondos sollozos fuertemente contenidos en lo profundo del pecho, pareció esfumarse la íntima confidencia. Los cuatro amigos se encontraron de pie en el centro de la alcoba y con las manos fuertemente enlazadas. Como un soplo divino, el amor del Cristo había cruzado en medio de ellos con un desbordamiento de inspiración y de fe en el supremo ideal y en la voluntaria ofrenda de sí mismos hecha a la humanidad por amor a Él. Cada uno se sumergió en su mundo interno en ese suave y dulce silencio, evocador de recuerdos de días y horas que ya pertenecían al pasado y que el supremo amor al ausente hacía revivir con fulgores de llamarada viva que se encendía de nuevo!...

Cuando la ola de emoción se hubo atenuado, el Scheiff Ilderín habló el primero. —Puesto que cada uno hemos decidido esta noche el camino, es justo que lo comencemos a andar desde mañana. Algunos de mis hombres de armas me esperan en Jericó. Todo el cuerpo de ejército de lanceros se volvió al desierto tres días después de la muerte del Profeta de Dios.

—También mis lanceros Tuaregs volvieron a Cirene —añadió Faqui— y yo necesito con urgencia entrevistarme con mi padre que debe estar desolado por el fracaso, aunque tengo esperanza de que el Príncipe Melchor le haya calmado. Dejaré a Thirza y la niña con tu madre si aún habéis de permanecer en vuestra casa de Jerusalén… Estas últimas palabras iban dirigidas al Príncipe Judá.

—Yo volveré a mis tareas en Joppe, que aunque tengo allí excelentes auxiliares no puedo retardar por más tiempo mi regreso. Pero me es duro quitar a Ana del lado de su madre —dijo Marcos.

Y como parecía esperar, intervino Judá:

—Llévate a las dos, o si no me llevo a Myriam a mi casa.

—Si es que ella acepta dejar su vieja casa de Nazareth —añadió Marcos nuevamente.

—Yo permaneceré aún por un poco de tiempo más en Jerusalén, lo bastante para ver el camino que eligen todos los demás. "Tú eres el árbol fuerte a cuya sombra se cobijarán los míos que dejo en la tierra" me dijo Jeshua cuando me volvió a la vida aquel día fatal de su muerte… Esas palabras encierran un encargo, un legado al cual no puedo ni debo faltar:

—Quiere decir que estamos en perfecto acuerdo —dijo el Scheiff— y creo que podemos descansar hasta que venga el día...

Al mismo tiempo de las escenas anteriores, otros pensamientos, anhelos y programas se esbozaban en las demás alcobas de la torre y del piso primero del viejo Castillo, pues solamente los ancianos permanecían en esa resignada quietud de los que creen no tener ya tiempo para diseñar programas a realizar. Entre el cansancio de los años y el tremendo dolor sufrido recientemente, no veían otra cosa que sus últimos días llegando apacibles, como mansas olas coronadas de espuma que vienen a besar los pies...

Boanerges había llevado a su pabellón de la torre a algunos jóvenes galileos amigos, de las orillas del Lago y de los pueblos cercanos para quienes el viejo Mar de Galilea era el paseo favorito de los días festivos, en que Antipas y su corte deshojaba como flores sobre las aguas el esplendor de sus balsas flotando donde cortesanas abrillantadas de perlas y de oro y cortesanos adulones, lo embriagaban de placeres, de música, de cantares y de danzas… Con él estaba aquel esclavo Sipro que Jeshua había curado de su sombría tristeza en el Valle de las Pirámides, en una noche de luna, bajo el cobertizo de los camellos, en pleno desierto... Con él estaban aquellos dos jovencitos tuberculosos que sus padres llevaban a morir en la cabaña del cerro, y a quienes Jeshua volvió a la vida cuando ya la muerte los seguía de cerca... Y con Boanerges estaba también aquel joven de Arquetáis que a rastras le sacaban de la ciudad para lapidarlo por acusado de blasfemia y que Jeshua lo compró como esclavo para salvarle la vida, y cuyo nombre era Jehiel. Y aunque otros había alojados allí, menciono sólo estos por ser conocidos por los lectores de "Arpas Eternas". Algunos apenas si llegaban a los 30 años, y los había de vehemente temperamento que habían sufrido lo indecible con el espantoso sacrificio de Jeshua, cuya inefable bondad para todos hacía más horrible e infame la injusticia que se había cometido con El.

En la alcoba de Boanerges, el dulce ruiseñor de los bosques de Mágdalo, llameaba ardiente la rebeldía como una hoguera en noche de vendaval. Si aquellos pensamientos vivos como rayos de fuego hubieran podido materializarse, se habría visto el Castillo de Mágdalo aquella noche envuelto en llamas desde los cimientos hasta el último desván de la torre. Boanerges les dejaba desgranar sus quejas amargas como una cascada de perlas negras que salían atropelladamente de aquellos corazones de hombres jóvenes lastimados hasta lo más profundo por aquella muerte injusta, cruel y bárbara con que los malvados hombres del Templo de Jehová habían terminado la vida más noble, la vida más pura y más buena que vieron los siglos!...

¡¿Cómo había sido posible?!... ¡¿Cómo el justo Jehová lo había permitido?!... ¿Qué estaban haciendo los ángeles de Dios cuando martirizaban al Justo, que no se precipitaron desde los cielos infinitos como una legión de espadas flamígeras para aniquilar a los malvados y libertar al Santo, al Justo, al hombre del amor que de amor había inundado a la tierra?... ¿Sería acaso que no existían los cielos, ni los ángeles de Jehová, ni Jehová mismo, y que todo era un espantoso vacío donde no había más que la fuerza bruta de los malvados y el dolor y la impotencia de los débiles?...

Cuando el gran dolor llegó al paroxismo y el caos convertido en vorágine amenazaba arrastrar en su torbellino las almas, Boanerges salió de su quietud, se levantó de su diván de reposo, cerró puertas y ventanas, corrió las gruesas cortinas que aislaban su pabellón del exterior y tomando su laúd comenzó a preludiar la más dulce de sus melodías que había titulado: "Por ti creo en Dios" y la había dedicado a Jeshua dos días después de su muerte:

¡Señor te has ido a tu Reino

Y en la tierra quedé yo

Como un pajarito implume

Que del nido se cayó!

¡Señor!... ¿En qué pecho amigo

Mi frente descansará

Si no estás Tú que sabías

Todas las penas curar?

¿Quién hizo tu alma tan buena

Y entretejida de luz

Como si en ella estuvieran

Los astros del cielo azul?

¿Por qué tu alma estaba llena

De aquel infinito amor

Que desbordaba a tus ojos

Y se irradiaba en tu voz?

¡Jeshua!... ¡Excelso Jeshua!

Porque te he visto Señor

Viviendo toda una vida

Como un poema de amor.

He comprendido que vive

El Bien Supremo y Eterno...

¡He comprendido Jeshua

Que en los cielos vive Dios!

* * *

El silencio se había mantenido acaso con inauditos esfuerzos de los que escuchaban el cantar de Boanerges; pero cuando sonaron sus últimas palabras y el laúd continuó vibrando suavísimamente en la oscuridad, un coro de sollozos, hondos, profundos, estremecidos, susurró en la alcoba como el murmullo ronco de un río embravecido cuyas aguas chocan en las rocas de la orilla.

Y el laúd de Boanerges seguía llorando, gimiendo como el gorjeo doliente de un ruiseñor cautivo entre rejas que llama a su compañera.

¡Y la tempestad se diluyó por fin como un vendaval momentáneo en una mansa quietud!...

- Hemos pecado contra el Altísimo y contra el Profeta de Dios – dijo Sipro secando sus lágrimas…

¿Cómo hemos podido dar cabida a la serpiente de la duda después de haber oído y amado al Profeta de Nazareth?...

—Es cierto —afirmó Jehiel. Porque estaba Dios en Él, pudo salvarme de morir apedreado como un criminal.

—Y también porque Dios estaba en Él, nos salvó de la muerte cuando habíamos arrojado a pedazos nuestros pulmones deshechos —añadió el mayor de los dos hermanos salvados de la tuberculosis por el poder extraordinario del Cristo Divino.

— ¿Qué haremos ahora?... —interrogó el que hasta entonces no había hablado.

—Trabajar para que El siga haciendo desde sus cielos de amor lo que hizo todo el tiempo que vivió en la tierra —contestó Boanerges secando también sus últimas lágrimas. Yo continuaré en este Castillo mientras su dueña necesite de mi laúd, de mi voz y de los nidos de ruiseñores que voy aclimatando a los bosques que le rodean. Si ella me despide, ingresaré al Santuario del Tabor donde puedo ser útil para cantar los salmos en la oración de los Ancianos

—Y yo —dijo Sipro—, seguiré como hasta hoy al Príncipe Judá, que, a su lado pasé la infancia y a su lado estoy en la actualidad. Junto a él estoy cierto de seguir sirviendo y amando al hombre santo que curó la tristeza de mi alma atormentada.

—Nosotros ya enterramos nuestros padres hace diez lunas, y el Profeta de Dios nos dio hogar en la Tapicería de Hernani en el suburbio de Tiberias. Allí seguiremos, que también era gran amigo del Profeta y por amor a Él nos retendrá a su lado —añadió el mayor de los mozos de Arqueais.

Jehiel callaba y un hondo dolor se adivinaba en él. Como el silencio continuara, Boanerges le preguntó: —Y tú: ¿adónde vas? —El dobló sobre el pecho la cabeza y con sorda voz contestó: A mi cabaña solitaria y helada, porque enterré a mi madre hace cincuenta días.

— ¡No! —Gritó Boanerges y de un paso ligero se puso a su lado—. Yo compartiré contigo esta alcoba y me ayudarás a cuidar las garzas y las palomas y a poblar de alondras y ruiseñores los bosques de Mágdalo. Apenas claree el día hablaré a la señora por ti: Y si ella deja el Castillo, iremos ambos al Santuario del Tabor.

¿Aceptas mi ofrecimiento?...Jehiel continuaba mudo... Dirías que la palabra se había quebrado como un cristal en su garganta, hasta que por fin se abrazó de Boanerges y lloró a grandes sollozos. Lloraba por su madre muerta y por el Profeta Nazareno, muerto también dejándole más profundamente solo en su vida. —Yo te enseñaré a cantar salmos —continuaba diciéndole Boanerges como si arrullara a un niño pequeño — y seremos dos ruiseñores más en los bosques de Mágdalo...

***

¡También en esta alcoba de la Torre, estaba diseñado el camino de las golondrinas errantes que habían seguido al Profeta...que posadas en los brazos de la Cruz le habían visto morir en ella, como una hostia blanca de propiciación sobre el ara de piedra de la humanidad delincuente!

3.- EL ÚLTIMO BOTE

En toda aquella silenciosa caravana de botes que detrás del velero azul y blanco habían atracado a los muelles de piedra del viejo Castillo, seguramente no había más que una indescriptible angustia, una sensación dolorosa de desilusión de algo que se escapa y que ya no puede ser más. Y en el último bote remaba el tío Jaime, Felipe el joven y Judas de Saba, uno de aquellos Terapeutas salvados por el Maestro de morir de hambre, amarrados con cadenas en una gruta del devastado santuario de Samaria. Iban también allí varias mujeres, entre ellas Dina de Sebaste, hermana menor de Judas, Harima de Sidón y Simi, una de las niñas ciegas salvadas de la muerte por Judas y curadas por el Maestro. Esta niña, ya mujer se había cambiado el nombre por el de Rebeca, por su entrañable cariño y admiración hacia la esposa del Patriarca Isaac.

El hecho al parecer inexplicable de ir el tío Jaime remando en el último bote parece explicarse así. Esperó el embarque de todos los que buscaban refugio en una u otra casa de las orillas del Lago, y viendo que Myriam, su hermana era conducida al Castillo de Mágdalo, se decidió por ir él también allí. Había sido como la sombra del Hijo en sus andanzas de apóstol, y continuaría siendo la sombra de La madre mientras alentara la vida en su ser. Uno de los vigorosos remeros del último bote era el hijo segundo del Scheiff Ilderin Abul-Krid y como hermano mayor que estaba casado con la hija de Harima, quiso acompañar la soledad de esta desolada mujer para quien la vida era fría como un sepulcro, después de todas las crueles separaciones que había sufrido. Separada de su primero y único marido el Rey Hareth de Arabia, separada de la sociedad de los hombres civilizados por aquella terrible venganza de fuego que realizó contra su ex-marido, pero que afectó á todo el país de un extremo al otro; separada asimismo de su país natal y de toda su parentela de Sidón, era una soledad de tumba abandonada que le consumía la vida en lenta agonía. Y Judas de Saba remaba también en el último bote por que buscaba una confidencia íntima con el tío Jaime, el tío Providencia como le llamaba Jeshua por sus hermosas y discretas combinaciones en cada una de las cuales dejaba arreglados y resueltos varios problemas. Se trataba de solucionar otra soledad de sepulcro abandonado como la de Harima, y era la soledad de Dina de Sebaste, su hermana, una joven y bella mujer que apenas llegaba a los 29 años de edad. Y Judas de Saba se creía culpable hasta cierto punto de aquella soledad.

Cuando él ingresó a los Terapeutas del Santuario del Monte Ebath, Dina era una niña de 10 años y vivía al lado de su madre ayudándola en el laborioso cuidado del gusano de seda, pues tenían en su huerto un hermoso plantel de moreras. Un pequeño olivar plantado por sus antepasados, un viñedo y un castaño y con frescas hortalizas cultivadas con esmero y amor, era más que suficiente para la vida de ambas. Y aún podían darse la satisfacción de que Judas, el hijo Terapeuta socorriera a los protegidos del Santuario con parte de los productos del huerto familiar. Pero cuando vino la devastación de aquel Santuario que se transformó en cueva de bandidos y malhechores, el huerto familiar tan inmediato a él fue también arrasado y robado. Más aún, fue maltratada su dueña que intentó defender lo suyo, y poco tiempo después murió, dejando a su hija de 13 años sola en el mundo, pues nadie daba razón del paradero de Judas.

Tú, lector y yo, sabemos que los bandidos le tenían amarrado en el fondo de una bodega para que no denunciara los crímenes de que era testigo -Dina tenía 13 años y el menos feroz de los bandidos y el más joven, se apiadó de ella y compartió el hogar solitario donde ella lloraba aún la muerte de su madre. Pero no le reveló el secreto de su hermano por temor sin duda a las represalias de sus compañeros. Y fue este el origen de los extravíos morales de Dina de Sebaste que la tradición ha recogido, y sólo ha dado conocimiento del breve pasaje del Divino Maestro ofreciendo agua de Vida Fraterna a una mujer samaritana que iba por agua al llamado Pozo de Jacob, donde El estaba sentado esperando a sus discípulos.

Conocido este episodio, se comprende bien el dolor interno de Judas, su hermano, que se sabía culpable del abandono de su madre y de su hermana, muerta antes de hora la una y deshecha en su vida íntima la otra, porque él se salió del camino marcado por la ley, que es quien protege a toda criatura que se acoge a su amoroso regazo.

Dina, envejecida en el alma y en el cuerpo a los 29 años, engañada miserablemente por los hombres que buscaron su amor, sólo había encontrado un hombre en su senda de cardales silvestres que nada le había pedido y que la había incendiado de amor y de ternura diciéndole:

"A cambio de esta agua que me das de tu cántaro, yo te daré Agua de Vida Eterna que apagará para siempre tu sed". Y enterado de su vida desordenada por la maldad de los hombres y las injusticias inconscientes de las sociedades humanas, la envió a la Cabaña de las -Unidas del Santuario del Carmelo hasta que fuera posible orientar su vida de acuerdo con sus propias inclinaciones. Y en esa Pascua última adonde había concurrido para ver el triunfo de aquel hombre único que junto al pozo de Jacob le brindó amor compasivo y tierno sin pedirle nada, tuvo el inmenso dolor de verle condenado como un malhechor y morir entre dos ajusticiados con la muerte de los esclavos delincuentes y rebeldes!...

¡Pobre Dina!... Los cardales silvestres que desde su niñez le brindaron espinas, se habían convertido en puñales cuyas puntas la cercaban por todas partes. En las tremendas encrucijadas de la vida se habían perdido de vista con su hermano Judas, y volvieron a encontrarse en esa última Pascua en los atrios del Templo de Jerusalén cuando el Maestro realizaba su última entrada gloriosa el día de las palmas. El encuentro fue un abrazo mudo y un sollozo contenido fuertemente por ambos. No podía haber recriminaciones ni quejas, porque uno y otro habían errado el camino y las duras consecuencias de ese error les habían estrujado y exprimido la vida como una fruta madura.

—Desde hoy velaré por ti —se había limitado a decirle Judas. ¿Tienes marido?

—No.

— ¿Tienes hijos?

—No. Sólo tengo el amor de un hombre que no es como los demás... Es como el azul del cielo, como el agua de la fuente, como el perfume de mi huerto en flor..., como la luz del sol que todo lo anima... Lo llaman el Profeta Nazareno.

¡Jeshua… el Divino Maestro!, el Cristo que Israel se propone coronar rey en esta Pascua, exclamó Judas

asombrado de lo que oía.

—Para verle he venido —añadió Dina— juntamente con dos de las ancianas del Monte Carmelo.

— ¿Y dónde te hospedas? —volvió a preguntarle su hermano.

—En el palacio Henadad donde se albergan los galileos —le contestó ella.

—Yo estoy en el Refugio del Monte de los Olivos ayudando a los leprosos y huérfanos refugiados allí. He aquí el motivo por qué Judas de Saba remaba en el último bote al lado del tío Jaime que encontraría seguramente el medio de solucionar el problema de la soledad de Dina que aún no tenía 30 años de vida. Y lo resolvió!... ¿Cómo no había de resolverlo el tío Providencia tan amado y tan amante de Jeshua?

Después de algunas conversaciones de él con Judas y con su hermana, la dulce Madre del hombre santo que todos lloraban, Jaime dijo a Dina en presencia de Myriam y de Judas:

—Por el amor de la Santa memoria de Jeshua, haré como El hizo en su vida de Krishna y de Moisés: Tomaré por esposa a la infeliz ultrajada y abandonada, si ella acepta unir su vida a la mía; aún no soy viejo a mis 45 años y puedo servir de amparo a una mujer abandonada. Judas exhaló casi un gemido de asombro. Myriam en silencio secó dos gruesas lágrimas que brotaren de sus ojos entornados y Dina rompió a llorar a grandes sollozos. Jaime la miraba sereno, reflejándose en su rostro la tierna compasión que sentía por ella... Aquel silencio de expectativa y espera parecía demasiado largo. Judas sensitivo en extremo temblaba de interna emoción. Myriam continuaba llorando en silencio.

Por fin la dolorida Samaritana habló con apagada voz que parecía venir de lejos:

—Si tú así lo quieres, yo te serviré como una esclava que nada tiene para ofrecerte sino este harapo de humanidad que hicieron de mí los hombres pérfidos y malvados. Y cayó de rodillas y su cuerpo se dobló sobre la tierra. Entonces terminó la serenidad de Jaime y doblándose también hacia la llorosa mujer la levantó de su humillante postración.

— ¡Esclava no! gritó con una emoción que hubiera parecido ajena a él cuya dulce tranquilidad era proverbial. ¡Esclava no! volvió a exclamar, porque sería infamar la memoria de Jeshua que su tío Jaime tuviera así desprecio para una desventurada víctima de la maldad humana.

Serás mi esposa y viviremos con mi hermana Myriam que por la muerte de la abuela Martha ha quedado sola en su casa de Nazareth. ¿Aceptas? —Y le tendió su mano. Ella, aun de rodillas, la estrechó con las dos suyas y dobló su bella cabeza rubia sobre aquella mano amiga que se tendía hacia ella en el supremo desamparo y abandono en que se encontraba.

El sublime amor del hombre único que junto al pozo de Jacob la había consolado de su desgracia sin pedirle más que agua de su cántaro; la envolvía nuevamente en su inefable ternura desde su Reino de Luz, la dignificaba con el nombre de esposa de un hombre honorable y justo y le abría la puerta de un hogar bendito...su propio hogar, santuario de honradez y de santos amores donde El mismo había pasado los días más felices de su vida!

La ternura de Myriam se desbordó sobre ella y besándola tiernamente le dijo:

—Hija mía —por tu grande amor a mi hijo, mi corazón te recibe también como una hija- No llores más pobrecita mía, que entre Jaime y yo te haremos olvidar todo cuanto has padecido.

Ya ves lector amigo, que estos viajeros del último bote decidieron su camino demasiado pronto y demasiado a tono con la dulce memoria que en medio de todos los que le amaron había dejado el Cristo Divino, eterno sembrador de paz, de consuelo y esperanza entre la humanidad! Y El, viendo la noble acción de su tío Jaime habría exclamado seguramente:

¡Gracias Padre mío porque florecen los rosales de amor que sembré en tu Nombre sobre la Tierra!

Los hombres y mujeres del último bote, llegaron también los postreros como es lógico y natural, y casi cuando los demás huéspedes habían sido debidamente instalados. Pero Abud-Krid buscó a su padre y le participó que había traído en su bote a la madre de Arimé su nuera. La noticia pasó de Ilderín a Judá y de éste a Nebai, lo cual hizo que María se preocupase con especial atención de esta huésped que años atrás había conocido en Sidón cuando ella viajaba por los puertos y grandes capitales de la costa oriental y norte del Mediterráneo tratando de elegir vivienda para el resto de su vida, sin saber, claro está, que su ley la había hecho nacer en Mágdalo de la Provincia Galilea porque ese sería el nombre que acompañaría el suyo familiar, por todos los siglos que habían de venir. En aquel entonces, Harima de Sidón estaba en todo el esplendor de su vida en la corte de su padre, el príncipe Antenor, descendiente de los Seleucidas y la había invitado a un gran festín en su palacio estando pedida su mano para el Rey Hareth de Arabia.

Envuelta en oscuros velos había pasado desapercibida entre todas las mujeres que desde Jerusalén siguieron hasta Galilea en compañía de los discípulos del Profeta martirizado en el Gólgota. La habían visto

ayudando a Vercia la Druidesa gala a encender el gran fuego sagrado al pié de la montaña trágica, pero había desaparecido después. Anabí la había conducido a una posada conocida por él desde hacía tiempo ahí permaneció abstraída en su dolor silencioso hasta el momento de marchar a Galilea junto con los amigos de

Jeshua. Y ya en el Castillo de Mágdalo sufría el hondo tormento de los recuerdos buenos y malos; pero en aquellos momentos, un solo recuerdo le absorbía la vida: Los ojos divinos del hombre justo que había visto morir ajusticiado sobre un madero en cruz en el Gólgota, y que un día la había reconciliado con la vida, la había desenterrado de una tumba en los fosos del Peñón de Ramán, le había hecho florecer de nuevo el amor

maternal ahogado por su fiebre de venganza y le había devuelto su único amor en la tierra; el amor de su hija Arimé.

"El mató a la fiera que vivía en mí, ebria de furor y de venganza" —decía aquella mujer en el lenguaje mudo de sus pensamientos profundos y ardientes como llamas de aquel incendio fatal... —El mató a la fiera pero despertó a la madre... y ¿por qué no decirlo? Despertó también a la esposa que hoy en una eterna agonía, añora la amada presencia del príncipe árabe apasionado y gentil que adoraba su flor de oro, como él la llamaba, por encima de todas las cosas... ¡Desventurada de mi que no supe sacrificar mis veleidades y caprichos para conservar su amor, que no valoré como debía entonces y por el eral hoy me arrojaría a sus pies como una garza herida y deshecha que va muriendo lentamente de frío y de soledad!" Y un profundo sollozo se escapó de su pecho.

Harima había sido instalada en un hermoso gabinetito contiguo a la sala de música y al gran salón de festines del Castillo de Mágdalo. Por compasión hacia la madre política de su hermano Malec-Hadel, Abul-Krid, se quedó recostado en un diván de la sala de música inmediato.

Todas las vibraciones de nuestro yo íntimo se difunden a nuestro derredor, más cerca o más lejos según las fuerzas que llevan en el esas vibraciones. Son como ondas concéntricas de un fuego invisible y silencioso pero tan intenso y sutil que puede llegar a producir amarga tristeza a los más sensitivos que alcance a tocar la poderosa corriente. Y Abul-Krid tocado por esa fuerza se puso intensamente dolorido. Pensó en su madre muerta (una esposa secundaria del Scheiff Ilderín) y luego en la ingrata novia que dejó su primer amor como se arroja al camino una flor que no interesa, y enlazó su vida a un poderoso caudillo, jefe de los guerreros Partos del Norte. En su silencioso insomnio sintió el sollozo de su vecina del gabinete contiguo y creyéndola enferma llamó quedo a la puerta entornada.

Harima levantó la gasa escarlata que velaba la luz de su lámpara a fin de ver al que llamaba. — ¿Quién llama?— preguntó ya incorporada en su diván.

—.Soy yo, Abul-Krid, Señora, ¿estáis enferma?

—Del cuerpo no hijo mío, pero sí del alma, tanto, tanto que quisiera morir—le contestó con tenue voz la mujer.

— ¿No os ofendéis si entro? —volvió a preguntar Abul-Krid.

¡No niño, no! Entra si así lo quieres.

—También soy yo un enfermo del alma señora —le dijo el joven hijo de llderín— y no sé si seré yo quien os he contagiado mi tristeza amarga como las aguas del mar o si la vuestra se ha pasado toda a mi corazón.

—En mi tierra se decía que cuando dos copas de acíbar se unen, son veneno de muerte —contestó Harima tratando de mantenerse oculta en el casco de sombra que proyectaba la rígida gasa escarlata que velaba la lámpara, mientras Abul-Krid quedaba en el ángulo luminoso de la misma gasa que ella había levantado. Era aquél un llderín de veinticuatro años según el parecido que tenía a su padre. Alto, delgado y grácil como una joven palmera del desierto, su figura resultaba atrayente en extremo. Unos ojos negros profundos llenos de melancolía y una barba de ébano que apenas se esbozaba en la palidez mate de su rostro, le daban todo el encanto de una belleza varonil, sugestiva en alto grado. .

— ¿Qué se hace por las demás dependencias del Castillo? —preguntó la mujer por iniciar conversación.

—No lo sé señora, pero veo luz en todas las habitaciones. ¿Deseabais algo?

—Ya no deseo en la vida nada sino morir. Y a no ser por el amor de Arimé buscaría la muerte como único remedio a mi situación.

—Yo podría decir otro tanto, pero entonces, ¿de qué nos ha servido el Gran Profeta que acabamos de contemplar escondiéndose como un sol radiante tras del cortinado turquí de los cielos, si no bien ha partido a su Reino, estamos tirados en la arena como gacelas que las fieras han destrozado?

Continuará….

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