En la abundancia de los consuelos dados a manos llenas a los afligidos, Jesús había dicho:
«Felices los pobres de espíritu, porque el reino de mi Padre les pertenece».
Vuelvo sobre esta expresión para hacer resaltar su alcance.
«Los pobres de espíritu son los que huyen del poder de la dominación de los goces mundanos y del reposo egoísta en la posesión de los bienes de la Tierra».
«La pobreza de espíritu proporciona el sentimiento de la humildad para empequeñecerse delante de los hombres, elevándose espiritualmente, para despreciar todas las demencias del orgullo y de la presunción. ¡Felices pues, grita aún Jesús, los pobres de espíritu! ¡Felices también los que comprenden y practican la palabra de Dios! ¿Quién de vosotros, amigos míos, no querrá contarse entre los pobres de espíritu, desde que la modestia y la fuerza en el sacrificio los coloca por encima de los demás hombres?»
Jesús define después una palabra lanzada por él en un momento de indignación. La muchedumbre se había abierto y un hombre del pueblo se aproximó a Jesús y le dijo:
«Maestro: ¿Has pagado tú los décimos al César? Si los has pagado, ¿por qué lo has hecho desde que no reconoces más autoridad que la de Dios? Si no los has pagado, ¿por qué prohíbes la rebelión, si das el ejemplo de ella?».
Jesús comprendió que tenía que vérselas con uno de esos hombres groseros y malos cuyo deseo era empujarlo hacia manifestaciones contrarias al gobierno establecido. Mas, conservó la calma exterior a pesar de la indignación que bullía en su interior, y contestó:
«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Los discípulos se sonreían al recuerdo del gesto y acento del Maestro, estando desprevenido; enseguida la palabra de Jesús se vuelve grave y saca de esta contestación motivo de enseñanzas llenas de moralidad.
«Hagamos depender nuestra felicidad, dijo, del cumplimiento de nuestros deberes, cualesquiera sean las cargas que resulten de ellos».
«Marchemos sin preocuparnos de los defectos de los demás, a fin de librarnos de nuestras imperfecciones, hacia la libertad de nuestra alma».
«La debilidad de los hombres los arrastra a juzgar las intenciones de los otros y se apoyan en la posibilidad del fraude para cometer ellos el fraude; y hablan de injusticia mientras hacen desbordar la injusticia de sus corazones y de sus labios. Hay quien ve una paja en el ojo de su vecino y no ve una viga en el suyo, otros se quejan del egoísmo y del abandono mientras cierran el alma a los lamentos de los infelices, a la desesperación de los náufragos, a la vergüenza del arrepentimiento de los pecadores».
«Yo os lo digo, amigos míos, la probidad honra al espíritu, así como la delicadeza en los juicios honra al corazón».
«Pagad vuestras deudas, sed fieles a vuestros compromisos, tanto con los justos como con los injustos, con los débiles y con los desheredados, lo mismo que con los fuertes y los poderosos, no condenéis, no digáis jamás Raca a vuestro hermano, y confirmad vuestra fe adorando a Dios con la plegaria, plegaria de pensamientos, de palabra y de acción».
«El pensamiento debe ser el guía de la palabra y de la acción, el fruto de la resolución; rogad juntos y separadamente, mas hacedlo sin ostentación».
«La plegaria del orgulloso se asemeja a la del hipócrita. El hipócrita se encuentra siempre en los primeros lugares en la Sinagoga, para que los demás perciban su frente inclinada y sus mejillas pálidas, para que se diga que ha ayunado y que ora con fervor».
«El orgulloso se arrodilla delante de Dios, pero su espíritu está lleno de planes para conseguir deslumbrar a los demás, y pide la gracia exponiendo los derechos que tiene para la gracia. Señor, dice el orgulloso, la dulzura de mi conducta y lo elevado de mis designios merecen que tú les prestes tu sanción y tu apoyo. No he prevaricado en las leyes de mis padres, nada he sustraído de la herencia paterna en detrimento de mis hermanos, he educado a mi familia en el temor y en la justicia y empleo mis bienes en aliviar a los pobres. Soy fuerte y poderoso, pero concedo mi protección a los débiles, me siento inclinado hacia los honores, pero me humillo delante de ti».
«Os lo digo, amigos míos, la oración de estos hombres es rechazada. Dios acoge en cambio la plegaria del pecador que honra su arrepentimiento con la humildad de su presencia y con la sencillez de sus palabras».
«Dios mío, dice el humilde, yo te adoro en todos tus decretos y te pido el perdón de mis culpas».
«Haz sentir el peso de tu mano sobre tu siervo, mas déjale la esperanza de poder ablandar tu Justicia y de merecer tu misericordia». «Os lo digo, amigos míos, este hombre gozará de su reconciliación con Dios, sacando luz de su misma fe y arrepentimiento».
«La plegaria en acción es el trabajo y la conformidad, es la limosna y el sacrificio por el amor de Dios, es la penitencia y la expiación para remediar el daño hecho a sí mismo y al prójimo con el pecado».
«Haced a los demás lo que quisierais que se os hiciera a vosotros mismos, y encaminad las almas hacia Dios con la edificación de vuestra vida».
«Honradme porque yo no me encontraré siempre en medio de vosotros, mas acordaos de estas palabras: yo volveré y estableceré mi ley y todos los hombres creerán en mí, y no habrá más que una sola grey y un solo pastor porque Dios no me ha mandado para un solo tiempo sino para los siglos futuros».
Yo soy aquel que fue, que es y que será y digo:
«Feliz el hombre que renacerá con nuevas fuerzas, puesto que habrá sembrado para recoger».
«El hombre vuelve a nacer hasta tanto no consiga libertarse de la esclavitud de la materia por la abundancia de los deseos espirituales. Creed y seréis fuertes para las luchas del espíritu con la materia».
Hermanos míos, las predicaciones de Jesús provocan dudas por las contradicciones que encuentra en ellas el observador y él se convierte en un personaje oscuro, cuyos actos participan de lo humano y de lo divino al mismo tiempo.
Deseo establecer mi personalidad sobre la Tierra de manera que no deje la menor debilidad de espíritu referente a mi doctrina y a mi naturaleza. Voy a dar el resumen sucinto de mis enseñanzas para liberar mi persona de esa falsa luz en medio de la que mantienen los idólatras y los malintencionados. Escuchad pues, todavía a Jesús y esta vez que sea sobre la montaña, como cuando, solo con Pedro, Juan y Mateo, explicó las manifestaciones de los espíritus de la Tierra, mediante la atracción del alma y del poder de la voluntad.
En esas breves enseñanzas Jesús les indicó a sus apóstoles el medio de establecer correspondencia con los espíritus libres de la envoltura corporal, y los inició en la felicidad de experimentar el contacto divino, adorando el fuego de la vida y pidiéndole la libertad, más allá de los horizontes humanos.
Los invita como a un banquete fraternal con los espíritus que vivieron en la Tierra y que le dirigen ahora una mirada de conmiseración.
«Elías, Elías, grita él, yo te llamo y espero la prueba de tu presencia».
«Honor a ti, Elías y que Dios nos permita comunicarnos aquí contigo, en esta soledad para efectuar la alianza de nuestros espíritus y de la emanación de nuestros deseos».
Durante el éxtasis en que cayó mi alma, parecía que rayos de luz me rodearan y me confundieran con el tinte de fuego de las nubes doradas y purpúreas que se cernían sobre nuestras cabezas y la alegría que inundaba mi semblante se comunicó a los apóstoles, que exclamaron:
«¡Elías está entre nosotros, el Señor nos lo ha mandado, sea bendecido su santo nombre!».
Al decir esto cayeron de rodillas, con la cara hacia el suelo, dominados por una mezcla de miedo y de adoración, de cuyo estado los saqué con estas palabras:
«Levantaos amigos míos y honrad la gracia como los espíritus fuertes». «La Justicia de Dios os ha elevado por encima de los demás hombres, para daros la virtud de instruirlos y de consolarlos. Nada digáis por ahora respecto a lo que habéis visto, pocos os creerán y muchos se burlarán y os insultarán, mas hacedles comprender a todos que el fervor atrae la gracia y que la fe levanta la voluntad».
Jesús se dispuso enseguida para el Sermón de la Montaña en medio de una compacta muchedumbre. Él se sentó y sus discípulos, sentados como él, lo defendían en contra de los manifestantes, demasiado entusiastas.
Las mujeres y los niños buscaron los primeros puestos y la palabra del Maestro los autoriza a tomarlos. Los hombres de pie dominaban el centro de la asamblea, de manera que las palabras tenían que llegar a todos y el orden se demostraba como en una casa ordenada, que se prepara para recibir huéspedes muy esperados.
La tarde era deliciosa, los semblantes se veían iluminados por los últimos rayos resplandecientes, los pechos se ensancharon con las primeras brisas de la noche y las emanaciones de la florida naturaleza aumentaban los atractivos de aquella reunión.
Jesús estaba sonriente, sus miradas reposaban sobre miradas amigas, su palabra empezó ensayándose en introducir entre los oyentes, ideas de consuelo y de esperanza, recorriendo con el pensamiento el vasto campo de los favores divinos y de los deberes del hombre.
«Amaos los unos a los otros y mi Padre os amará».
«Pedid a Dios lo que os haga falta y no dejéis jamás entibiar vuestra confianza».
«Aproximaos al que sufre y no le digáis que merece sus sufrimientos, procurad en cambio aliviarlo. La verdadera caridad no mira hacia el pasado, fijándose tan sólo en el presente».
«Cerrad vuestra alma a la tristeza, y por grande que sea el rigor de vuestros enemigos, pensad en la recompensa que se os ha prometido si fuereis pacientes y misericordiosos».
«La Tierra es un lugar de destierro para los que tienen derecho a una posición mejor; la Tierra es un lugar de purificación para la mayor parte, mas todos deben ayudarse para conocer el patrocinio de la fraternidad y el principio del amor universal».
«La libertad de muchos tiene lugar mediante el amor; el egoísta será castigado, y mucho se le perdonará al que mucho haya amado».
«Honrad la virtud, desenmascarad el vicio, mas perdonad a los que os hayan ofendido, para que a vosotros también se os perdone en la vida futura».
«No envidiéis el puesto de honor. Los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros en la casa de mi Padre; quien quiera que se ensalce será humillado y tan sólo el humilde se verá glorificado».
«Id a la casa del pobre y abrazadlo como a vuestro hermano. Desdeñad las distinciones de las riquezas y mostraos superiores a la mala fortuna». «Empequeñeceos para hacer sobresalir a los demás, pero no imitéis a los hipócritas, que buscan los elogios con las apariencias de la modestia».
«Felices los que lloran a causa de las injusticias de los hombres, porque la Justicia de Dios los hará resplandecer».
«Felices los que tienen el deseo de la vida eterna, porque ella los iluminará desde ahora. Felices los que tienen hambre y sed, porque ellos serán saciados».
«Felices los que comprenden y practican la palabra de Dios».
«Aprended, amigos míos, a soportar la adversidad con coraje. Dios es la fuente de las alegrías del alma y el alma se eleva con las privaciones de los bienes temporales, buscando los dones de Dios con el desprendimiento de las ambiciones terrestres. Facilitad los dones de Dios con el desprendimiento de las ambiciones y orad con un corazón devorado por los deseos espirituales. Vuestro Padre que está en los cielos se encuentra también entre vosotros, escucha vuestra oración y acogerá vuestro pedido si él está de acuerdo con lo que debéis a Dios y a los hombres».
«Yo os lo digo, ni siquiera un cabello cae de vuestras cabezas sin la voluntad del Padre Celeste, y la Divina Providencia que alimenta las avecillas, jamás os abandonará, si tenéis fe y amor».
«Os lo vuelvo a decir. El poder de Dios se manifiesta en las cosas más pequeñas, como en las más grandes, y su mirada penetra vuestro pensamiento en el mismo momento que recorre la inmensidad de la Creación».
«La palabra de Dios será desparramada sobre toda la Tierra. Los que la busquen la encontrarán, porque la Tierra está destinada a progresar por medio de la palabra de Dios, a la que todos tienen derecho».
«Id pues, mis fieles, dirigíos a la yerba en flor. Paced mis corderos. La yerba volverá a florecer eternamente, por cuanto la ley de Dios dice que el espíritu es inmortal».
«La presente generación será la luz para la que le siga».
«Los hombres de este tiempo verán el reino de Dios, porque el hombre tiene que renacer y la Tierra debe recibir aún la semilla de la palabra de Dios».
«Honrad mis demostraciones, llevando a la práctica lo que os digo y no preguntándome cosas que vosotros no podéis comprender».
«Permaneced prendidos con firmeza de estos dos mandamientos: El amor hacia Dios y el amor hacia los hombres. En ello se encuentra toda la ley y todos los profetas».
Hermanos míos, la doctrina de Jesús es hoy la misma que predicó en la montaña. Todos los que no ponen en práctica el amor y la fraternidad, no son discípulos del Mesías. Acostumbraos a comprender la extensión y la aplicación de la fe, del amor, de la solidaridad, de la justicia y de la dulzura, para que la gracia de las emanaciones espirituales descienda sobre vosotros.
Hombres de todas las religiones humanas, de todos los pueblos, de todas las clases, vosotros sois todos hijos de una sola patria y la leche de un mismo seno debe amamantaros a todos.
Hombres de todas las religiones, de todos los pueblos, de todas las clases, vosotros sois todos hermanos, y los más ricos en bienes temporales, los más sanos de cuerpo y de espíritu. Los más iluminados deben albergar a los pobres, curar a los enfermos, sostener a los débiles, e instruir a los ignorantes.
Iniciaos los unos a los otros en los conocimientos de la igualdad primitiva y de la igualdad futura, que proporciona al espíritu el sentimiento de humildad y la conciencia respecto a sus propias fuerzas para sufrir los efectos de una desigualdad pasajera y para no enorgullecerse de un encumbramiento también pasajero.
Adorad a Dios en espíritu y en verdad. Pedid y se os dará; llamad y se os abrirá. Luchad en contra de las emanaciones groseras. Libertad vuestra alma de las pasiones humanas y aguardad el porvenir; él está lleno de promesas. Entregad a la ciencia de Dios la aplicación de vuestros espíritus. Aprended la palabra de vida y enjugad las lágrimas con esa palabra. Desprendeos de todo rigor y aún de la frialdad en vuestras demostraciones, aproximándoos a todo infortunio, cualquiera que sea su origen y atraed hacia vosotros, tanto la confianza del delincuente como la curiosidad del malvado y la gratitud del afligido.
Calmad los clamores de vuestra conciencia con la reparación del fraude y de la injuria. Esperad el perdón de Dios purificándoos con el arrepentimiento. Elevaos marchando por el sendero de la virtud, vosotros que habéis desechado los hábitos del hombre viejo, aproximaos a la luz, vosotros que habéis comprendido el vacío que el espíritu encuentra en medio de sus errores. Aliaos conmigo vosotros que sentís que soy yo quien os habla aquí. Marchemos hacia la gloria de haber fundado la religión universal sobre la Tierra y de haber hecho penetrar en el espíritu humano el desprecio hacia la muerte corporal, con la esperanza divina de los bienes eternos.
Honremos, hermanos míos, el fin de este discurso con una invocación de nuestros espíritus al Espíritu Creador y detengámonos en el recogimiento y en la adoración de nuestras almas. Dios nos bendecirá juntos si os eleváis a las alturas de la gracia y si ponéis fe en mis palabras; Dios os dará fuerzas si oráis con fervor y si practicáis el amor.
¡Dios del Universo, Padre nuestro misericordioso y todopoderoso, haz descender la luz de tus miradas sobre tus hijos. Haz descender sobre sus espíritus la gloria, la grandeza, las perfecciones de tu naturaleza para que ellos se inclinen ante tus decretos y gocen de la esperanza en medio de las pruebas y de los dolores humanos.
A todos proporciónales la tranquilidad y el perdón. Prodígales a todos la abundancia de los consuelos! ¡Que tu Justicia ilumine de más en más el don de las alianzas fraternas y que tu misericordia baje a socorrer a los desviados!. ¡Avergoncémonos de la idolatría! Nosotros queremos adorar un solo Dios. ¡Avergoncémonos del egoísmo! Nosotros queremos sacrificarnos cada uno para todos y todos para con el deber.
¡Avergoncémonos de nuestro apego a los bienes perecederos! Queremos vivir en el cumplimiento de la justicia y amontonando tesoros para la vida futura. ¡Avergoncémonos del ocio! Nosotros queremos amarnos, ayudarnos y respetar las obras de Dios.
¡Hagámonos fuertes en contra de los instintos de la animalidad! Vivamos sobriamente en el seno de las riquezas de Dios y honradamente en el amor dictado por la naturaleza material ¡Sublevémonos en contra de la servidumbre del pensamiento y de la esclavitud del espíritu! Queremos luchar a favor de la emancipación y del progreso, a favor de la alianza universal de los pueblos y de la marcha de la humanidad hacia Dios.
¡Haz, pues, oh Señor, que el poder de tus espíritus de luz baje hacia nosotros!
CAPÍTULO X
EL MESÍAS DEFINE SU PERSONALIDAD
La demostración de mi personalidad, hermanos míos, exige la confidencia de mis penas íntimas como hombre y de mis alegrías espirituales como espíritu. Tengo también que precisar la diferencia que existe entre mi revelación de antes y mi revelación actual.
Atribuyámosle a Jesús hombre las pasiones del hombre. Atribuyámosle a Jesús mediador la calma bebida en el seno de las instituciones divinas, la fuerza del sacrificio, y la resignación del mártir. Atribuyámosle a Jesús hombre, los impulsos del corazón hacia los llamados de la naturaleza humana. Atribuyámosle a Jesús mediador, la fuerza repulsiva en contra de toda impureza. Atribuyámosle a Jesús hombre, el disgusto hacia la humanidad perversa y cobardemente delincuente, mas veamos a Jesús mediador proclamándose el hermano y amigo de los culpables, el consolador de los afligidos, el sostén de todos los desgraciados, el arca abierta de los pobres, el consuelo de todos los arrepentidos.
Coloquemos en este libro bajo los ojos del lector, la doble condición de Jesús como espíritu elevado y como criatura carnal, para dar a comprender bien el laborioso coraje del espíritu en lucha con la materia, y liberemos a la Justicia Divina de las tinieblas con que la rodeó la ignorancia humana, para elevar el espíritu del hombre a la altura de nuestra intervención.
La naturaleza de Jesús, hermanos míos, es vuestra propia naturaleza. El espíritu de Jesús define la emancipación de una criatura nueva. El favor de Dios no existe, la denominación de privilegiado no tiene sentido alguno. La desproporción de las fuerzas, se encuentra en relación con la ancianidad y el trabajo de cada uno. La dependencia produce la dependencia y la libertad nace de una victoria definitiva de la naturaleza espiritual sobre la naturaleza animal. La perfectibilidad se hace más rápida cuando se logra dominar la naturaleza animal; mas la perfección se encuentra tan sólo en Dios, y todos los seres habiendo sido creados por Dios, tienen derecho a esta luz.
La decadencia del espíritu es tan sólo momentánea, pues la ley del progreso arrastra consigo todas las individualidades hacia un objetivo de acrecentamiento, mediante el equilibro general de las creaciones. La indiferencia y la depresión son ocasionadas por la difusión y por los contactos malsanos. Los mundos jóvenes, como la Tierra, entran en la faz de su desarrollo moral cuando el acercamiento de las ideas, se produce mediante el regreso provechoso de los espíritus desligados de la materia, a los que se les ha dado la facultad de volver para acelerar los movimientos y la vida del espíritu en las condiciones de la esclavitud humana. Los Mesías no vuelven ya a ser llamados hacia la vida material, pero tienen el supremo honor de dirigir a los menos Mesías.
El número de los Mesías aumenta progresivamente, de cuya suerte ellos, multiplicándose, inyectando, inoculando y desparramando por todas partes la luz y la faz del desarrollo, de que hemos hablado. La marcha de los mundos señala la marcha de las individualidades. La energía, la luz espiritual, la ciencia universal se apuntala mutuamente y producen el amor, la fuerza, la devoción y la revelación. La desmaterialización del espíritu se efectúa mediante el desarrollo de su razón. La naturaleza animal va cediendo poco a poco ante la naturaleza espiritual cuando domina la razón y el progreso es notable. El progreso recoge mayor fuerza de las luces divinas cuando el espíritu alcanza más elevación abandonando la sensualidad de la materia y acumulando honores sobre sí por el acuerdo de la razón con la fe.
Me aproximo hacia vosotros, hermanos míos, libre ya para siempre de la naturaleza carnal, mas he sufrido como vosotros las humillaciones y las desesperaciones propias de dicha naturaleza y si mi vida de Mesías fue gloriosa en virtud de las obras del Mesías, las alianzas, los desengaños del hombre fueron realmente crueles. Mis culpas me proporcionaron remordimientos, y los sufrimientos hicieron nacer en mí dudas y errores. Si mi vida de Mesías saboreó las delicias del amor humano en sus dependencias espirituales, las tiernas afecciones del hombre se vieron aplastadas sobre sus carnes y el espíritu triunfó en la lucha, pero tan sólo después de largos suplicios y heridas profundas.
Si finalmente, la luz del Mesías se vio turbada por las sombras de la naturaleza humana, la luz del espíritu pudo elevarse por encima de ellas, debido a su completa libertad con respecto a esas sombras y a las fuerzas progresivamente adquiridas en el estudio de las leyes divinas.
Establecida la diferencia existente entre mi revelación como Mesías y mi revelación presente, continuemos la relación de los hechos y reproduzcamos a los hombres bajo su verdadero aspecto. Pedro, el más celoso de mis discípulos, me negaría. No era por lo tanto del todo creyente, desde el momento que negó su alianza con Jesús.
Juan, el más tierno de mis amigos, desnaturalizaba mis palabras y me presentaba como dotado de poderes sobrenaturales. No se encontraba por consiguiente subyugado por la fe, puesto que tuvo que emplear el fraude para honrar mejor, delante de todos, mi persona y agrandarla ante el espíritu humano.
Jaime, hermano de Juan, seguía el impulso que recibía de su hermano, más fanático que él. Andrés no era más que una pálida copia de Pedro. Los dos Judas estaban en constante oposición, tanto desde el punto de vista de la ideas, como por su misma exterioridad. Judas primo de Pedro, era tímido de espíritu, de constitución endeble, fácil a conmoverse, dispuesto a ser influenciado por todos los afectos, a imitar todas las virtudes, a humillarse delante de todas las superioridades; pero sin iniciativa y sin fuerzas para luchar abiertamente en contra de la adversidad.
Judas, el que se llama ordinariamente Judas Iscariote, no tenía las apariencias de una naturaleza perversa, y debemos enmendar la opinión de los hombres respecto a este discípulo oprimido bajo el peso de una reprobación universal. Pueda nuestro juicio hacer penetrar en los espíritus esa tierna piedad, que disculpa todos los extravíos, ese desprecio por las prevenciones, que proporciona la sabiduría. Pueda nuestro juicio demostrar la debilidad de los juicios humanos, cuando juzgan una vida entera por el efecto de un sólo acto, aunque este acto haya sido delictuoso. Judas era trigueño y sus cabellos caían naturalmente sobre sus espaldas. Tenía ancha la frente, los ojos grandes y bien abiertos, la tez pálida, las formas sin defectos; su voz, bien timbrada, se hacía elocuente, cuando se inspiraba con asuntos graves. En la intimidad él era quien inspiraba la alegría en los semblantes, con sus anécdotas y observaciones llenas de agudezas. Nunca se le vio distraer en provecho propio la más pequeña parte de nuestro reducido peculio, el que, por otra parte, él nunca administró; mi tío Jaime era el encargado especialmente de ello.
El mal concepto que persigue a Judas en este sentido, es el resultado de un dato enteramente falso respecto a sus atribuciones entre nosotros. Excesivamente celoso y aspirando a honores y alegrías vanidosas, deseoso de establecer su superioridad en una asociación fraternal, cuyos miembros se consideraban iguales; he ahí los defectos del que más tarde me traicionó, para satisfacer un resentimiento, cuya causa me condena.
¿Por qué daba yo a Pedro pruebas de una confianza tan evidentemente exclusivista? ¿Por qué, le permitía a Juan esos modales de preferido que acusaban una manifiesta parcialidad de mi parte hacia él? ¿Por qué, cuando eran pocos los que tenían que acompañarme, elegía siempre a los mismos? ¿Por qué, en fin, habiendo descubierto el mal efecto que ello producía en Judas, no supe remediarlo?
Sí, digámoslo bien alto: Jesús, el hermano, el protector de Judas, no dio la debida atención a su naturaleza sensible, aunque desviada. Jesús no comprendió que era necesario combatir los celos, la vanidad, el orgullo de ese hombre mediante una extremada dulzura en todas las relaciones y con una justicia severamente igualitaria en las manifestaciones de todos para con uno solo y de uno solo para con todos.
Colóquese a Judas en el lugar del discípulo predilecto y a éste en el lugar de Judas; Juan, no viéndose ya apoyado por mi excesiva debilidad se hubiera mantenido en los límites de una afección santa, y no hubiera ofendido a la verdad con el deseo extravagante de quererme establecer un culto divino. Judas, mientras tanto, dirigido en el sentido que le era conveniente, no me hubiera traicionado. ¡Pobre Judas! Yo me alejaba de él a medida que aumentaba su resentimiento. El mal se iba agravando, el abismo se abría, cuando yo justamente podía encontrar el remedio en mi amor, evitando la caída de ese espíritu débil. ¡Pobre Judas! En mis últimas horas tú, más que todo, has ocupado mi pensamiento, y mi alma se inclinaba hacia la tuya para hablarle de esperanzas y de rehabilitación.
Perdido, se dijo, perdido está el que ha traicionado a Jesús. ¡Oh, no! ¡Nada se pierde de las obras de Dios! Todas volverán a encontrarse purificadas por el arrepentimiento, glorificadas por la resolución reparadora, luminosas después del perdón. ¡Oh, no! Nada se pierde de las obras de Dios. Todas llegarán a ser grandes, todas serán honradas; todas se arrastran penosamente por las laderas de la montaña para iluminarnos al fin, llegadas a la cima, con los esplendores del fuego divino.
El abandono lleno de ingenuidad y el carácter feliz de Alfeo, contrastaba con la oscura fisonomía de Felipe, quien se obstinaba en vaticinar un porvenir infausto y el fracaso de nuestras doctrinas. Tomás nunca creyó en la revelación divina, pero le había fanatizado la grandeza de la obra.
Mateo, el mejor preparado de mis apóstoles, fue también el más sincero al referir nuestros discursos. Mi hermano Jaime era siempre el primero en contestar sí a todo lo que yo proponía. Mi paciencia y mi coraje serían recompensados por este hijo de María, y la gracia coronaría el espíritu de mi hermano en los últimos días de mi vida mortal. La familiaridad que reinaba entre todos nosotros no impedía los sentimientos de otra índole, como el del reconocimiento de la superioridad, aunque en la más íntima amistad, y bien recuerdo emocionado, la constante devoción de Mateo hacia Tomás y la paternal protección de mi tío Jaime para con Lebeo (Tadeo).
Yo le decía a Pedro:
«Marchemos hacia la conquista de la humanidad. ¿A qué reposarnos en la calma y juntar alegrías dentro de la tranquila posesión de lo que hemos alcanzado, cuando nuevas posesiones les están prometidas a nuestro ardor y a nuestros sacrificios? ¿A qué pedirle fuerzas a Dios y no emplearlas después para logro de sus propósitos?».
«¡Jerusalén! ¡Esperanza de mi vida! ¡Ciudad venturosa! El grito sublime de llamada, saldrá de tu seno y tus hijos serán los verdaderos adoradores del Dios viviente y eterno».
«Los delitos y las ruinas darán origen a la sabiduría y a la magnificencia. La Tierra dirigirá hacia ti sus miradas desoladas y tú la llenarás de consuelos y de luces.
Los hombres te llamarán la gloria de las glorias, porque la paz, la libertad, el poder y el amor se confundirán y reinaran unidos por tu sola virtud».
«Aunque los justos perezcan a manos de los verdugos, que tus esclavos remachen sus propias cadenas; que tus tiranos se adormezcan sobre sus victorias. Nada, nada será capaz de arrebatar la hora de la libertad, y el amor fraterno se establecerá entre todos los hombres».
Pedro, mientras yo le presentaba mi pensamiento bajo formas simbólicas y proféticas, participaba de mi entusiasmo y me habría seguido hasta el fin del mundo, pero muy pronto ese entusiasmo se apagaba y él volvía a ser el apóstol de los primeros días, que escondía bajo el aspecto de la devoción el miedo que lo dominaba. Mi predilección por Pedro se habría formado debido a la rectitud de su carácter, ingenuidad de espíritu, delicadeza de sentimientos y a su excesiva probidad.
Hablándole con palabras sencillas, de las que más tarde se sacaron motivo de acusación por un delito futuro, yo no hacía más que leer con mi natural discernimiento lo que pasaba en ese corazón leal, en ese espíritu débil y poco desarrollado.
En nuestras reuniones familiares, (así designábamos las horas de la comida y mis conversaciones de la noche) Pedro, siempre colocado frente a mí, parecía que hubiese querido defenderme del trabajo de las contestaciones y evitarme la banalidad de las cosas materiales. Se volvía puro oído cuando yo hablaba y sus miradas se esforzaron en leer mis pensamientos, cuando yo callaba. Cuidaba de mi persona como hace una tierna madre por el hijo, y cuando más tarde yo quería permanecer en vela, aunque aparentemente cansado, se empeñaba en demostrarme que debía cuidar de mi salud, persiguiéndome con su solicitud que llegaba a ser molesta por lo exagerada. Durante nuestras giras, en nuestras excursiones más lejanas y en los momentos de descanso, siempre se le consultaba a Pedro respecto a todos los detalles, de lo cual él se aprovechaba para oponer consejos de prudencia y de calma a mi ardor y a mi fiebre por las obras, empleando la mayor lentitud en los preparativos para asegurar, según él, el éxito de nuestra misión.
Un día nos encontrábamos todos reunidos, me dirigí a Pedro y le dije:
«Tú serás el primero de mis sucesores, pero resultará, para vergüenza tuya, que decaerás en tu deber abandonando a tu Maestro. El abandono no consiste únicamente en la separación material, sino que se demuestra también y con mucha crueldad, mediante la separación de los espíritus».
«¡Felices de aquellos que han creído sin haber visto!».
«¡Más felices aún, aquellos que ven y comprenden sin el concurso de los sentidos materiales!».
«¡Felices los que sufrirán por la verdad, puesto que el reino de mi Padre será de ellos!».«¡Felices los libres y fuertes! La libertad y la fuerza se adquieren con la renuncia de los bienes de la Tierra ante los bienes eternos».
«La fe se muestra mediante los trabajos y brilla frente a las persecuciones».
«La gracia debe desparramarse para atraer con su aroma a aquellos sobre quienes aún no ha descendido. Los dones de Dios deben modificarse mediante las pruebas para fecundar el porvenir».
«¿De qué le sirven a Dios vuestras protestas y a los hombres vuestra dulzura si ha de quedar estéril?».
«¿Cómo queréis que Dios acoja vuestras plegarias en la gracia, si esta gracia sólo os aprovecha a vosotros?».
«¿Con qué objeto pretendéis que Dios os llene de dones, que vosotros mantendríais escondidos?».
«¡Hombres de poca fe! ¡La Tierra os retiene porque carecéis de la verdadera convicción de la vida futura! ¡Hombres indignos de la gracia! ¡La gracia os deja fríos y desganados porque no la comprendéis! ¡Hombres frágiles y embrutecidos, los dones de Dios son para vosotros lo que serían las piedras preciosas para los animales inmundos!».
Pedro se arrojó a mis pies pronunciando estas palabras: «Señor, amado Señor, haz de mí lo que mejor te convenga. Soy tu siervo y no tengo más voluntad que la tuya».
En ese momento Pedro era sincero como siempre, pero él obedecía a un sentimiento personal, y yo me hacía ilusiones de promesas tan a menudo renovadas. Con todo busqué premiarlo más que de costumbre y lo abracé diciéndole:
«Júrame que me seguirás hasta la muerte y que me escucharás aún después, como inspirador de tus actos, para continuación de lo que venimos llevando a cabo».
Juro, contestó Pedro, amarte y seguirte hasta la muerte y que seguiré tus instrucciones después de ti, como si estuvieras aquí. Así pues, Pedro no había comprendido la segunda parte del juramento que yo le exigía, desde que hablaba de mis instrucciones presentes, mientras yo le prometía nuevas inspiraciones después de mi muerte.
Seguí insistiendo desde ese día sobre la resurrección de mi espíritu, con tanta perseverancia, que las formas empleadas por mí fueron aprovechadas más tarde para imponer la creencia de mi resurrección corporal.
«Volveré, me sentaré a esta mesa para daros la paz y la fuerza, para prepararos para la Pascua, para haceros gustar las delicias de los favores divinos y facilitaros la predicación mediante la luz que os daré».
«Os lo digo: la vida corporal del hombre es corta, pero su espíritu vivirá eternamente. La casa vuelve a llenarse y el día sucede a la noche, en todos los tiempos y en todos los lugares».
«La familia se reconstituye con los miembros desparramados de otra familia antigua, y la estación próxima dará buenos frutos a los que hayan sabido sembrar en momentos favorables».
«Aceptad las pruebas pasajeras como una necesidad para vuestra naturaleza, y cuando ya no me veáis, honradme, acordándoos en los repartos de bienes, antes de los pobres que de vosotros mismos».
«Ya sea que os separéis o que permanezcáis reunidos a los fines de la consolidación de vuestras doctrinas, yo estaré siempre donde vosotros os encontréis, mas no alteréis ni dividáis nada de lo que yo he formado o reunido, de otro modo mi espíritu se alejará de entre vosotros».
«La vergüenza y el oprobio serían el resultado de vuestra ingratitud, y el desprecio, la contestación a vuestra iniquidad, si os dejáis influenciar por las pasiones de la Tierra. Vosotros, debéis enseñar el camino hacia la vida eterna, practicando la virtud y desdeñando los honores del mundo».
«Mi vida de hombre, tiene que concluir de una manera miserable, mas mi espíritu seguirá la marcha de los siglos y dominará el ruido de la tempestad para sosteneros en la lucha o para reconstituir la que vosotros habéis destruido; para resplandecer en medio de la plenitud de vuestros triunfos, o para arrojar luz entre las tinieblas que habréis fomentado, para defenderos, o para daros el beso fraternal o para regeneraros, para deciros: yo estoy con vosotros, o para deciros: yo estoy en contra de vosotros».
«Yo soy la vida, el que crea en mí vivirá. Yo soy el espíritu de verdad y poseo la verdad del Padre mío». «La Tierra pasará, pero mis palabras no pasarán, porque la verdad es de todos los tiempos, de todos los mundos, mientras la Tierra no es más que una habitación momentánea».
«No digáis jamás: nosotros somos maestros. Sed por el contrario modestos y llevad a la práctica los principios de fraternidad, amando a todos los hombres y ayudándolos».
«Cualesquiera que sean vuestras penas y tribulaciones, decid: Dios mío, que tu voluntad y no la mía sea hecha. En medio de los sufrimientos os daré la alegría y siempre que oréis me encontraré en medio de vosotros».
«Sed calmosos en la adversidad y nunca deseéis la ruina y la desgracia de vuestros enemigos. La fuerza nace de la adversidad y la resignación facilita el adelanto del espíritu».
«La malicia y la mala fe os empujarán hacia las insidias y los hombres os oprimirán con injurias por mi culpa; mas yo estableceré mi residencia entre vosotros y juntos prepararemos el reino de Dios sobre la Tierra, puesto que se dijo de mí: He aquí la alianza del pasado con el porvenir».
«Yo os lo repito, el espíritu volverá a hacerse ver y la Tierra se estremecerá de la alegría».
«La marcha del espíritu se efectuará tanto en medio del silencio y de las tinieblas de la noche como durante a pleno día y en medio del tumulto de las pasiones humanas. La voz del espíritu se hará oír por todas partes y el pensamiento de Dios se revelará con manifestaciones aparentes y propias de su poder y de su voluntad».
Yo hablaba siempre en este sentido y concluía la mayoría de las veces con un pretexto moral o con algún consuelo profético, cuyo significado temerario o valor real puedo explicar ahora. Hermanos míos, me parecían definitivas las formas de mis alianzas y de mis lazos humanos y jamás pensé en separarme de los que se me habían asociado en mis tentativas de reforma; pero en esta época fue tanto lo que tuve que luchar, tan dolorosamente, en contra del desaliento, que me arrepentí de haberme ligado con espíritus demasiado nuevos para comprenderme, demasiado dependientes de la familia para que pudieran sacrificarse por completo. Pedro era casado. Los dos hijos de Salomé sostenían a la madre. Tan sólo Judas y Lebeo se encontraban libres de parentela que pudiera gravar sobre ellos por su pobreza. Mis dos Jaimes, ya se sabe, no tenían más esperanzas que en mí, ni otros temores o cuidados. Aprobé con facilidad todos los proyectos de mis apóstoles, cuyo fin era el de endulzar en algo nuestra vida en común, pero yo les recomendaba una probidad escrupulosa en sus relaciones con las gentes y el abandono de sus derechos ante la falsía y la prepotencia de los demás.
«Nuestro Padre que alimenta las avecillas, les decía, os mandará vuestro pan cotidiano si colocáis en Él toda vuestra confianza».
«Pedid el perdón perdonando vosotros mismos a los que os hayan ofendido. Load a Dios mientras os encontréis en buena salud así como encontrándoos enfermos, tanto en medio de la alegría como en la tristeza, lo mismo en la pobreza que en la opulencia».
«Librad vuestro espíritu de las tentaciones de la carne y seguid la ley de amor y de Justicia». «Dios está en todas partes, ve vuestros pensamientos más secretos. Cuidaos por lo tanto de dirigirle vuestras plegarias tan sólo con los labios. Meditad sobre mis palabras. Encontraréis así la regla de una conducta edificante y la fuente de las oraciones agradables al Señor nuestro Dios».
Hermanos míos, la oración dominical no fue dictada por mí. Nuestras plegarias se hacían con el pensamiento y con la práctica de los deberes que nos imponíamos. Orábamos en todos los momentos del día, cuando ofrecía a Dios el sacrificio de mi vida, para sembrar con mi sangre la Tierra prometida a la humanidad del porvenir. Oraba a toda hora para aliviar mi alma, que buscaba a Dios, y para purificar mi Espíritu de las emanaciones terrestres. Pero no tenía que formular oraciones que mis enseñanzas preparaban, y me atenía sencillamente a asuntos de moral y a las explicaciones referentes a la nueva ley que quería reemplazar a la antigua.
La nueva ley se fundaba sobre máximas que yo había recogido y sobre el trabajo de mi mismo espíritu, cuando se lanzaba hacia las esferas de la espiritualidad, delante de las verdades divinas.
La nueva ley inculcaba el amor universal y abolía todos los sacrificios de sangre. La nueva ley favorecía el libre desarrollo de todas las facultades individuales para que concurrieran al bien general, y honraba a todos los hombres diciéndoles:
«Sed iguales delante de Dios. El poder de los hombres no tiene más que un tiempo, mientras que la Justicia Divina es eterna».
«Los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros para dar esplendor a esta Justicia».
«La pobreza da derechos a las riquezas. Felices los que son pobres voluntariamente para la gloria de Dios».
«La esclavitud será borrada de la Tierra, porque la mujer es igual al hombre y el siervo vale tanto como el patrón ante la sabiduría divina».
«Esta sabiduría es la que rige los destinos, recompensa y castiga, arroja la palabra de paz en medio de todas las humillaciones, en medio de todos los sufrimientos, de todas las torturas del alma, del espíritu y del cuerpo».
Yo me unía tan íntimamente con la pobreza que decía:
«Los pobres son mis miembros».
Y buscaba con tanta avidez la vergüenza, para darle la esperanza de la purificación, que mujeres de mala vida, vagabundos de toda laya, se convirtieron en el cortejo permanente de mi predicación durante este periodo de mi vida, desde el día de mi victoria sobre las indecisiones de mis apóstoles hasta el de mi acusación ante el Sanedrín de Jerusalén, ordenada por los príncipes de la ley y por los sacerdotes de Dios.
Yo tenía el convencimiento de que la muerte me esperaba en Jerusalén y quería rodearla de tal manera que guardaran de ella mis apóstoles, el recuerdo vibrante de mi actitud, de mis palabras, de mis demostraciones de amor, de actos de humildad y principalmente de mi resignación delante de todos los insultos y de todas las ferocidades. Era necesario demostrar la grandeza de mi doctrina y explicar mi fuerza de espíritu en medio de los acusadores y de los verdugos, para morir con los honores del éxito.
He ahí el porqué yo mezclaba en el proyecto de este viaje tantos estremecimientos generosos del corazón, con tantas amarguras del pensamiento; tantas emociones felices, con tantas energías en estigmatizar la cobardía y el abandono, tan dulces y persuasivas lecciones con tan duras y amenazadoras profecías; tanta ternura en la sonrisa y tanta tristeza en la mirada.
Agotado por las fatigas del apostolado, con el espíritu devorado por la ambición de las alegrías celestes, veía en el martirio la promesa de un glorioso reposo, y no buscaba retardar la hora de su llegada, porque sabía que la hora estaba señalada y que la elevada felicidad de la espiritualidad pura que me esperaba, empezaría con los postreros espasmos de mi cuerpo material.
Podía, es cierto, substraerme a los horrores del suplicio, pero me hubiera obligado a vegetar en la impotencia, y el porvenir hubiera resultado sacrificado por tan pueril debilidad. Hermanos míos, ese fanatismo constituía el sentimiento de mi misión. De vuestro mundo yo soy el único Mesías a quien le ha sido concedido el continuar ostensiblemente su obra, porque la he fundado con mi vida de trabajo y con mi voluntad hacia el sacrificio.
Establezcamos aquí, hermanos míos, un parangón entre Sócrates y Jesús, ambos muertos por la gloría de una doctrina, de razón sana y honrada por la luz divina. Sócrates se hizo afectuoso y filósofo dominando sus pasiones. Se hizo religioso comprendiendo la naturaleza, se hizo fuerte hablando con los espíritus de Dios. Sócrates murió perdonando a sus verdugos y bendiciendo la muerte que le devolvía la libertad, mas no pudo fundar un culto para el verdadero Dios, ni demostrar la utilidad de su muerte para los hombres del porvenir, y no queda de él más que una escuela, famosa, es cierto, pero sin preponderancia en el Universo, porque la palabra emanaba ahí de hombres llenos aún de supersticiones, a pesar de los principios de moral puestos por ellos en práctica. La doctrina de la existencia de un solo Dios enseñada por Sócrates y más tarde por sus discípulos no se elevó por encima de las ruinas de la idolatría y no echó los fundamentos de una sociedad nueva.
Al hacer resaltar así mi superioridad como Mesías, debo no obstante inclinarme ante este Sabio y señalarlo a la humanidad como uno de sus miembros más dignos de respeto y de amor. Sócrates vivió en la pobreza y jamás sus labios se vieron manchados por la mentira. Fue puro de todo odio y de todo deseo humillante para la conciencia; jamás su voz se dejó oír para acusar y jamás su corazón guardó resentimientos. La piedad hacia el infortunio, el desinterés en sus relaciones, la fuerza y la justicia en contra de la insolencia y de la duplicidad, honraron la vida de Sócrates y la muerte le transportó en medio de raudales de luz hacia las fuentes de todos los honores.
Sócrates tiene un punto de semejanza con Jesús, y es el deber dado, el ejemplo de las virtudes que predicaba y de haber muerto por la verdad. Mas Jesús, más adelantado que Sócrates en el conocimiento de lo espiritual, tenía que dar mayor impulso a sus sucesores y proyectar más luz a su derredor, y en la lucha con los instintos de la naturaleza carnal en presencia de las invasiones de las esperanzas divinas, Jesús tuvo que mostrarse más fuerte, porque se encontraba menos sujeto a la materia, por derecho de ancianidad de espíritu. La marcha de Jesús, desde su infancia hasta el Calvario, fue en todo momento la consagración de su idea. Sócrates en cambio no pudo verse enteramente libre de las supersticiones, y permaneció esclavo de las ideas de su época, en presencia de las mayorías populares, por más que adorara a Dios con sus discípulos. Pero ahí también se descubre un punto de semejanza. Sócrates lo mismo que Jesús, no podía desafiar la opinión pública sin incurrir en la severidad de las leyes, y si Jesús se muestra en sus doctrinas menos distanciado de la religión judaica que Sócrates en las suyas, de la pagana, ello nada quita al justo peso, desde que ambos se veían obligados a no chocar demasiado con la religión dominante.
Si Jesús corrió hacia la muerte, mientras que Sócrates la vio sencillamente llegar sin estremecimientos, es porque Jesús estaba convencido de su misión Divina. En ello consiste su superioridad indiscutible sobre Sócrates, siendo ésta precisamente la aureola de su gloria y la causa de su nueva mediación. Jesús bien lo sabía que podía evitar la muerte, pero la filiación divina que él se había dado, la radiante esperanza que demostraba para inspirar la futura docilidad a sus apóstoles, la palabra profética que lanzaba como una llama sobre el porvenir, todo constituía una ley que lo empujaba a morir dolorosamente y por su propia voluntad.
Resolvimos ir primeramente a Nazaret; yo tenía apuro por ver a mi familia. Mi próxima visita a mi madre formaba el argumento de mis meditaciones durante el camino y mis discípulos respetaban mi silencio. Preveía los reproches que mi madre me dirigiría al conocer mi resolución de luchar con los sacerdotes de Jerusalén. Yo había abandonado a los míos para entregarme a todos, había descuidado los deberes de familia para desligarme de los impedimentos carnales. ¿Tenía yo realmente el derecho de proceder así? ¿Sería bien visto a los ojos de Dios la transgresión de la ley humana, en lo que ella tiene de más justo y augusto, cual es el amor y la docilidad de los hijos para con la madre? ¿Por qué, Dios mío, esa angustia del alma si yo obedecía a tu voz? ¿Por qué estos afligentes recuerdos retrospectivos, si mi misión de Mesías debía sobreponerse a mi naturaleza humana, a mis deberes de hijo y a mis aflicciones terrestres? ¿Por qué tanta actividad para preparar el sacrificio, si él constituía un ultraje a la moral universal, basado en la dependencia de los seres y en sus relaciones fraternales? ¿Por qué, Dios mío, este desánimo en el momento de los honores y por qué este falso camino llevado a cabo por tu poder y por tu justicia?
Yo oraba. La oración calmaba estas agitaciones de mi naturaleza humana, desarrollando los deseos espirituales y alimentando mi corazón con los fuegos del amor divino. Oraba, y la esperanza de las alegrías celestes, me escondía las sombras de mi vida de hombre y la divina misión se me presentaba como una antorcha devastadora de las ternuras del alma y de las alianzas del espíritu en medio de la materia.
Después de haber orado, sólo me ocupaba de Dios. Después de estos delirios y de estos recogimientos, yo me sentía más fuerte y mi pensamiento se trasmitía más nítido en mi cerebro. Me acercaba a mis compañeros y los hacía partícipes de mi libertad de espíritu. Los reunía tan estrechamente en mi felicidad futura, que inclinaban la cabeza ante mis miradas inspiradas y besaban mis hábitos con tal fe y entusiasmo que mi alma se alborozaba.
Llegamos a Nazaret. Dejé a mis apóstoles en una casa próxima a la ciudad y con mi tío y mi hermano me presenté en la casa paterna. Toda la familia estaba reunida para recibirnos y presentimos una oposición más viva en esta concentración de fuerzas. Mis hermanos consanguíneos, cuyo número de cinco se había reducido a tres. Mis otros hermanos, al igual que yo hijos de María, habían pensado en ahorrarme una acogida demasiado fría. El hermano que me seguía en edad vivía en un paraje distante, a cinco estadios de Nazaret. Yo no podía conocer las cualidades de su corazón, ni las relaciones que se mantenían entre él y los demás hermanos, pero enseguida leí en sus miradas el profundo desprecio que le inspiraba mi vida vagabunda y mis trabajos de apóstol. Estaba por abrazarlo pero él me rechazó y pronunció estas palabras:
–«¡Hete aquí! ¿Vienes ahora para permanecer mucho tiempo o por una hora? ¿Vuelves a ser nuestro hermano o sigues siendo el hijo de Dios? ¿Debemos absolverte o resignarnos a una separación definitiva?».
«Tus hermanos son hijos de José y María, ¿qué tienes tú más que ellos? Tus hermanos han cumplido sus deberes de hijos y de parientes, ¿qué has hecho tú por tu parte?» Incliné la cabeza bajo esta recriminación que avergonzaba mis divinas esperanzas y enseguida dirigiéndome a mi madre le dije:
«Pobre madre, tu hijo Jesús te inunda en lágrimas, pero él llama a Dios en testimonio de la pureza de su corazón y de la lealtad de sus intenciones; su espíritu está devorado por el deseo espiritual y te amará a ti mucho más en la patria celestial de lo que pueda amarse sobre esta Tierra».
«Sí, interrumpió mi hermano, en la patria celestial no se precisa de nada, el amor de Dios alimenta y nuestra madre será amada por el hijo de Dios. ¡Qué honor para nosotros, si ello fuera algo más que el sueño de un insensato!».
A estas palabras mi tío y mi hermano Jaime se aproximaron a mí diciendo: ¡Nosotros también somos insensatos! Me acerqué a mi madre y pasándole el brazo debajo del suyo, la llevé en dirección del pequeño jardín que se extendía bajo la ventana de la pieza en que nos hallábamos. Nuestros hermanos y hermanas nos siguieron.
Mi cansancio y la pobreza demostrada por mi indumentaria, excitaron la compasión de las tres mujeres y empezaron a prodigarme ahí mismo una serie de atenciones delicadas y de cuidados, que me hicieron sufrir mucho más que la frialdad de mis hermanos.
He aquí los nombres de mis hermanos y hermanas por orden de edad: Efraín, José, Elisabeta, Andrés, Ana y Jaime. En cuanto a mis hermanos consanguíneos, los que la historia nebulosa de mi vida ha convertido en primos, me acuerdo con un sentimiento de felicidad de sus afectos. Se llamaban: Matías, Cleofe, Eleazar.
José y Andrés me siguieron más tarde para oponer a mis medios de propaganda la negación de mi título divino y acusarme de locura. Mis hermanos Matías, Cleofe y Eleazar se me demostraron más tarde, pero sólo con el deseo de arrancarme a la muerte, sin combatir mi fe. Demoramos varios días en Nazaret. Mis hermanas, de las cuales la más joven vivía con mi madre, se disputaban el gusto, decían ellas, de servirme, y mis hermanos se hacían atentos a mi voz. Mi madre se inspiraba en mis pensamientos y se elevaba en aras de la pureza de la plegaria, cuando le demostraba la necesidad de mi sacrificio.
–«¡Oh, Dios mío, decía ella, me resigno a tu voluntad, pero sostén mi resignación y proporcióname pruebas evidentes de que mi hijo se encuentra en la luz!». «Dale a mi fe el apoyo que le falta, a mi esperanza una luz que pueda hacerla segura y entonces mi amor de madre sucumbirá bajo el poder de tu amor divino». Un día que nos hallábamos solos mi madre y yo, le mostré la arena que cubría la tierra a nuestros pies y después con un pedacito de madera tracé algunos caracteres, cuyo sentido era el siguiente:
«Jesús tiene que morir para glorificar a Dios, o vivir para ser deshonrado delante de Dios».
Expliqué a mi madre la fuente de mi ciencia y la prueba material de mis inspiraciones divinas. La dejé bajo la impresión de la sorpresa y la arrastré enseguida hacia el convencimiento de mi espíritu y entusiasmo de mi alma. Impresioné su imaginación mientras daba satisfacción a su inteligencia. La preparé para el sacrificio con la exaltación de mis creencias y de la luz que recibía de Dios.
Mi madre quedó convencida aunque no del todo resignada. Durante nuestra estada en Nazaret, teníamos todas las noches conversaciones con muchas personas y contestábamos con dulzura a las objeciones y al curioso deseo de encontrarnos en faltas. La familiaridad de mis discípulos con mis hermanos tuvo por resultado el hacernos espiar y molestar por todas partes, por donde llegamos a pasar después. Mi independencia no fue completa, como se cree generalmente, puesto que, empujado a los extremos de la contrariedad, que me suscitaba mi familia, llegué a hacerme un derecho de mi propia libertad de espíritu y a proclamar que no conocía hermanos, ni parientes, ni aliados.
Dejé Nazaret por última vez, llevando conmigo el dolorosísimo recuerdo del sufrimiento de mi madre y de los lamentos cariñosos de mis hermanas. Mis queridos hermanos nos acompañaron por alguna distancia y nos separamos con las lágrimas en los ojos.
Vuelvo a llevar conmigo a mi tío y a mi hermano Jaime que quieren acompañarme hasta la muerte. Íbamos silenciosos al alejarnos de Nazaret. Estas expansiones en medio de la familia habían hecho recordar a mis discípulos, la familia ausente, y el alma de Jesús se inclinaba con dolor bajo el peso del amor filial y fraterno.
Teníamos que colocarnos en las condiciones de hombres que todo lo han sacrificado por el triunfo de una idea, pero mis discípulos conservaban la esperanza de volver a ver a los que habían dejado, mientras que yo apoyaba sobre mis recuerdos y sobre mis aspiraciones la mano helada de la muerte y huía al mismo tiempo de toda imagen consoladora para encontrarme mirando en el vacío…
El vacío se animaba por mi obstinación en darle vida y de este modo del sufrimiento extremo yo pasaba a los resplandores divinos.
–¡Oh, Dios mío! ¡Cuánta felicidad en esas visiones! Pero también ¡Cuánto abatimiento en la realidad! ¡Cuántos honores después de la victoria, pero cuántas amarguras durante el combate!
Hermanos míos, no podría repetíroslo suficientemente, la luz de Jesús era momentánea, huía, y la naturaleza humana arrojaba a su espíritu en medio de crueles perplejidades, para honrar en él, como en todas las criaturas, el eterno principio de la justicia Divina.
Mi proyecto al abandonar Cafarnaúm era el de visitar a todos mis amigos de Jerusalén y de procurarme dos nuevos aliados para dar a mis doctrinas mayor exterioridad. Quería demostrar mi título de hijo de Dios con las explicaciones de mi título de Mesías, ante los que se encontraran en condiciones de comprender esta alianza, basada sobre la razón y la justicia Divina, pero estaba bien resuelto a no hacer uso más que de la primera de estas prerrogativas, la de hijo de Dios, en todos los casos de agitaciones tumultuosas de las masas ignorantes y de exaltaciones fanáticas de mis más sencillos servidores. Era necesario asegurar el porvenir y un reformador, un Mesías, hubiera caído pronto en el olvido, sobre todo después de las manifestaciones llenas de malevolencia del pueblo, que mis enemigos no dejarían de sublevar en mi contra.
En esta última visita a Jerusalén yo tenía que afirmar la creencia en mi poder espiritual, sin proporcionar base para acusaciones de parte de la posteridad en el sentido de este poder espiritual, es decir, que mi presencia entre los hombres, debía fundar una religión universal, dejando en todos los espíritus el germen indestructible del amor fraternal, que era el iniciador y el mártir.
El hijo de Dios que libertaba a sus hermanos de la esclavitud y que moría para dotarlos de una ley de amor: el hijo de Dios que desarrollaba sus preceptos en medio de los pobres, de los enfermos, de los pecadores; el hijo de Dios que salvaba a la mujer adúltera de la primera piedra con estas palabras:
«¡Arrójele la primera piedra el que se sienta libre de culpas!» El hijo de Dios que levanta a la pecadora con estas palabras:
«Ven, la casa de mi Padre está pronta para recibirte, ya que detestas tu pasado». El hijo de Dios que dirá a todos: «Amaos los unos a los otros y todos vuestros males cesarán, y todas vuestras ofensas a Dios os serán perdonadas».
Este hijo de Dios no tenía necesidad de herir la imaginación con fantasmagorías, pero tenía que afirmar su prestigio divino y conquistar la humanidad, apoyando su moral con el ejemplo.
Que este prestigio haya alcanzado su coronamiento aquí y haya obscurecido su memoria en otra parte, nada importa. Este prestigio queda como la sanción de la obra y es lo que Jesús quería.
Que la humanidad no haya sido aún conquistada por culpa de los sucesores de Jesús, nada importa, puesto que Jesús está ahí y quiere reconstruir su Iglesia.
Jesús dijo y yo lo repito:
«Traigo la palabra de vida. Todo el que oiga esta palabra tendrá que desparramarla».
«Presentadme la verdad y yo os la diré ahora y más tarde, puesto que la verdad es de todos los tiempos, y yo soy la alegría y la esperanza, el presente y el futuro».
Yo me fijé inmediatamente en las riberas del Jordán. Nos dedicamos a las prácticas de la purificación, encontrándonos en la época de mayores calores del año. Siempre con el propósito de empujar a los hombres hacia la creencia en la resurrección del espíritu, pronuncié muchos discursos en el sentido de mi participación futura en la liberación de la humanidad y del establecimiento de mi doctrina en toda la Tierra.
«Nadie, decía yo, cree ahora en la resurrección del espíritu, pero se creerá bien cuando yo vuelva para acusar y maldecir a los falsos profetas, las perniciosas doctrinas, los feroces dominadores, los depravados y los hipócritas».
«¡Se creerá bien cuando Dios calme la tempestad con mi palabra y que esta palabra será repetida, de boca en boca, hasta el final de los siglos! ¡Cuando los muertos despertarán de su sueño para anunciar la vida! ¡Cuando la naturaleza exhausta recibirá un nuevo impulso y la sangre no brotará más de sus entrañas!».
«La resurrección se efectúa también ahora, pero se evidenciará mejor cuando podáis conservar el recuerdo de vuestro pasado, y os lo afirmo: muchos de los que me escuchan, me verán y me reconocerán».
La purificación, nuevo bautismo, como decía Juan, tenía también la predilección de mis pensamientos. La culpa y el delito, todos los vicios, principalmente la hipocresía, me sugerían plegarias fraternas para obtener un arrepentimiento verdadero; pero, Juan pronunciaba con palabras duras la condena del pecador sumido en la impenitencia final.
De mi diferente forma de hablar, según los hombres a que me dirigía, creo, hermanos míos, haberos ya dado la razón, y las contradicciones puestas en evidencia más tarde, como acusaciones ante el pueblo de Jerusalén, se explican fácilmente.
Mas, las contradicciones cesan desde el momento que anuncio el reino de Dios, que muchos verán y que precisa la resurrección del espíritu, desnudándola de las formas nebulosas que le había dado al principio, para huir de una persecución demasiado apurada.
Yo me coloco en este instante como demostrador de la justicia divina y acuso con mayor energía a las instituciones humanas, puesto que designo las riquezas como un escollo, el poder como una aberración y el principio donde descansan las leyes humanas como un flagrante delito de esa majestad divina. Echo abajo todas las posesiones basadas en el derecho del más fuerte y proclamo la esclavitud, la más vergonzosa demostración del embrutecimiento humano; anuncio el reino de Dios que muchos verán e insisto en la resurrección del espíritu, diciendo:
«La libertad del hombre se obtiene gradualmente, con la fuerza de su voluntad unida a las luces de sus predecesores en la vida espiritual». «Estas cosas no pueden todavía ser comprendidas, mas vendrá el tiempo en que todos comprenderán y entonces el reino de Dios se establecerá sobre la Tierra».
«Muchos entre vosotros verán el reino de Dios y el Mesías repetirá las palabras que hoy pronuncia». «El hombre nuevo renacerá hasta que el principio carnal haya sido extinguido en él. Todo el que nace tiene que renacer y los que hayan vivido bastante irán a vivir a otra parte».
«El espíritu del hombre tiene que abandonar su cuerpo, pero el espíritu, volverá a tomar otro cuerpo. Por eso, cuando vosotros me preguntáis si soy Elías, os contesto: ¡Elías volverá, mas yo no soy Elías, soy el hijo de Dios!, y mi Padre me mandará nuevamente para hacer resplandecer su justicia y su amor, pero solamente me mostraré a algunos y mis discípulos tendrán que repetir mis palabras y afirmar mi presencia».
«Soy el Mesías y el Mesías morirá sin haber terminado su obra, pero la concluirá después de su muerte».
«Os lo recomiendo, libertaos del temor de la muerte, que la muerte se reduce a un cambio de residencia, y haced de la resurrección del espíritu un honor para los que no habrán prevaricado en contra de mi ley».
«El espíritu marcha siempre hacia delante mientras esté sostenido por la fe en las promesas de Dios, quien concede también la gracia de poder persuadir a los hombres, a los que tienen fe».
«No os amedrentéis por mi muerte y marchad hacia el espíritu con fe y con amor».
«No esperéis de los hombres la recompensa de vuestros trabajos; poned sólo en Dios vuestras esperanzas. Dios jamás permanece sordo a la plegaria y a los deseos de un corazón puro y agradecido».
Hermanos míos, en el ejercicio del apostolado, Jesús tuvo que ser despreciado de los ricos y de los poderosos (exceptuando algunos casos de los cuales ya os he hablado y que haré nuevamente resaltar), pero en el último periodo de mi misión, el pueblo, cuyos derechos Jesús había sostenido siempre, calmando sus sufrimientos morales, ese pueblo fue su acusador y su verdugo.
Es que la ignorancia convierte al pueblo en cómplice de sus más crueles enemigos. Es que la hipocresía, baldón espantoso de la humanidad terrestre, emplea como instrumento para oprimir el pensamiento, encadenar el brazo, herir el corazón, aquellos mismos a quienes debiera aprovechar el trabajo del pensamiento, la fuerza del brazo, el amor del corazón.
Yo tenía que caer tan sólo por la malevolencia de las masas, y sabía también que esta malevolencia se manifestaría, y preparaba para ella a mis discípulos. «Sed mis guardianes y mi consuelo, les decía, rodeadme de dulzura, puesto que me veo entre las garras de la mala fe de los grandes, y de la ingratitud de los pequeños, del odio de los malos y del abandono de los mejores».
La clara interpretación de mis fuerzas y de mis esperanzas se producía cada vez más en el espíritu de mis fieles y la respetuosa deferencia ante mis deseos favoreció mi libertad de acción y mis medios de proselitismo durante el espacio de tiempo que corrió entre mi llegada a Jericó y mi apresamiento en el Monte de los Olivos.
Hay que contar siete meses entre estas dos épocas. Jericó me gustaba, ya sea por su situación y por la afabilidad de sus habitantes, ya sea por los recuerdos que despertaba en mi espíritu. Pero aquí también tengo que hacer notar algunos errores. A Zaqueo el aduanero y a Bartimeo el mendigo se les dio una denominación convencional.
El título de hijo de David, con que se me gratificó en Jericó y en otras partes, no produjo en mí más que piedad e impaciencia. El título de hijo del Hombre se pretende que haya sido elegido por mí, pero yo jamás quise otro patrocinio que no fuese el de las denominaciones de Mesías y de hijo de Dios. La cualidad de Mesías está llena de claridad; la de hijo de Dios comprende en su oscuridad el derecho de todo hombre a la filiación divina, tal como ya lo ha explicado. La fuerza del porvenir, el triunfo de la verdad tenían que surgir de estas palabras:
Mesías hijo de Dios.
¿Qué podía importarle a Jesús el título vanidoso de hijo de David y el otro título, al que quiso dársele una forma dogmática? Diré más tarde cómo y por quién se me dio la denominación de hijo del Hombre. Hermanos míos, aprovecho mi estada en Jericó para terminar el capítulo décimo.
Empezaremos el undécimo entrando a Jerusalén. Enseguida os presentaré mis huéspedes de Betania, María de Magdala y muchas figuras que os son desconocidas.
Continuará…