11 de junio de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 8

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

Cuando pasó el día tercero y bajaba el sol detrás del negro promontorio del Castillo y las sombras del anochecer comenzaban a ennegrecerlo todo, Tabita fue a sentarse en el rústico muelle del canal, donde Petiko amarraba el barquillo todas las tardes, cuando su madre vivía. Le traía la limosna que le habían dado, los sobrantes del mercado, las frutas que había podido recoger en algún huerto abandonado. Y la pobre niña lloraba silenciosamente, esperando en vano el mensaje que el extranjero le había prometido enviar con Petiko al día tercero.

Empezaba a levantarse la luna envuelta en redecillas de plata y Tabita sintió, lejos aún, el chasquido de remos en el agua. Se levantó sobre la piedra más alta y escudriñaron sus ansiosos ojos las aguas del tortuoso canal, cuyas orillas cubiertas de enormes áloes y espesos juncales, no le permitían ver a lo lejos. Pero demasiado pronto y cuando menos lo pensaba, el barquillo estaba allí, tocando la orilla y el extranjero clavando en la costa un remo, saltaba sobre las piedras del muelle.

El grito de alegría que se escapó de los labios y del corazón de Tabita, resonó en las chozas de la aldea, y los que aún no dormían corrieron a saber la novedad. La pobre niña había caído de rodillas a los pies del apóstol y abrazada a sus rodillas decíale entre lloros y risas: — ¡Volviste señor volviste! ¡Oh! ¡Qué santa promesa fue la tuya y qué genio benéfico el que te trajo de nuevo a la pobre aldea de los esclavos!...

Zebeo la miró asombrado y conmovido por aquel espontáneo y emotivo recibimiento. — ¡Me esperabas, pobrecilla! — Dijo acariciándole la cabeza—. ¡Al faltarte tu madre, te derramas toda entera sobre mí! ¡A descargar Pedrito! —Añadió— y pronto, que tu barquillo no resiste mucho tiempo. Y el niño que ya se creía todo un capitán de galera, saltó al muelle y amarró su botecillo. Varios esclavos se acercaron a descargar fardos, sacos, cestas, y una porción de herramientas de trabajo, sierras, hachas, martillos, guadañas y hasta un telar con su correspondiente bolsa de lanas en ovillos listos para tejer.

— ¡Santo Osiris!... ¡madre Isis! —gritaban los esclavos. — ¡Genios del Nilo nos hacéis nacer de nuevo en esta tierra de miseria y esclavitud! —Callad, callad —decíales Zebeo ayudando en la descarga— y llevemos todo a la tienda para que celebremos con una espléndida cena, no a Osiris ni a Isis sino al Maestro Nazareno que me abrió su Reino sobre la tierra que baña el Nilo!

El bullicioso grupo de chiquillos jubilosos, acabó por despertar a los que dormían cansados de las tareas extraordinarias que habían cumplido, y Pedrito corría a cada instante hacia el pequeño muelle con una antorcha de cáñamo encendida. — ¿Se puede saber qué esperas Pedrito en el muelle del canal? —le preguntó uno de los esclavos del grupo. — ¡Oh!... esa era la sorpresa, pero no aguanto más sin soltarla a volar. Mi señor y yo, tenemos invitados que no tardarán en llegar.

En efecto: A poco sintieron todos, los alegres cantares de voces juveniles y en idioma extranjero. Eran los dos vecinos de celda de Zebeo, más un joven estudiante originario de Arcadia, que cobró afecto de hermano al sirio libanés de tan suave carácter. Los dos vecinos de celda, eran el uno de Marsella y el otro de Cartagena. Los tres de países diferentes, o sea un Arcadio de la antigua Grecia, otro de la Galia y el tercero de la Iberia, todos súbditos de la Roma de los Césares, señora del mundo de entonces.

La original aventura de Zebeo les había sugestionado, y Filón mismo al conocerla, pensó que el humilde apóstol de Cristo tenía fibras de acero en el alma, como para extraer filones de oro puro, aún de los peñascales desnudos del desierto.

Los tres que bajaban en el pequeño muelle del canal, eran Lastenio de Arcadia, Clodoveo de Marsella y Ginés de Cartagena. Hoy diríamos un griego, un francés y un español. Eran justamente los que más extranjeros se sentían en las aulas del Maestro Filón, y los que desde el primer encuentro sintieron la honda simpatía hacia el modesto y afectuoso sirio, que irradiaba tanta bondad y compañerismo, que atraía a todos, más aún, a aquellos que sentían la nostalgia de la patria lejana y esa fría soledad, que de ordinario sigue como una sombra, al que vive en un medio ambiente que le es extraño y lejos de sus familiares.

Dejamos a la imaginación del lector, el pintarse él mismo la comida aquella a orillas del lago, con la algazara de los chiquillos y la pobre y tardía satisfacción de aquellos dolientes seres, que en el ocaso de sus torturadas vidas... vidas de esclavos y de mendigos, transcurridas entre el odio y el desprecio, veían acaso por primera vez, que un hombre extranjero les abría su corazón, les prodigaba amor, ternura, conmiseración y les decía en su lengua Siria dulce como el canto de las alondras: "De hoy en adelante sois mi familia, y viviré para vosotros hasta que consiga haceros conocer la paz y la dicha en vuestras vidas".

Los niños jugaban en alborozado conjunto. Solo Pedrito y Tabita no habían podido separarse un momento de Zebeo. Ambos comían del cestillo en que él comía, y las castañas y nueces se las ofrecían peladas y limpias.

Sentados sobre el césped, era de ver el cuidado de Pedrito de que siempre estuviese con vino la escudilla de barro de Zebeo y la ternura con que se la ofrecía: — ¡Bebe, padre! ¡Bebe! —Mientras la niña cuidaba de que el blanco paño que ella pusiera sobre las rodillas de Zebeo se mantuviera con la mayor pulcritud.

Los amigos de la Escuela, le decían bromeando: — ¡Mago sirio! ¿Qué sortilegio tienes para conquistarte el amor? Y él riendo afablemente les contestaba: —Lo que se siembra, eso se recoge. Desde que llegué aquí, estoy sembrando rosas... y rosas estoy recogiendo.

Después de la frugal cena en conjunto, los viejos y los niños se durmieron, debido acaso al buen vino, que quizá por primera vez en su vida habrían tomado.

Era llegada la hora de las confidencias para los cuatro amigos, de los cuales Zebeo era el mayor. Le seguía Clodoveo de Marsella, que contaba 34 años, mientras Ginés de Cartagena y Lastenio de Arcadia, apenas llegaban a los treinta. Los cuatro vibraban a un mismo tono, pero Zebeo tenía la superioridad de haber bebido en las fuentes divinas de Cristo en su reciente vida terrestre.

—Habéis visto el escenario y los personajes —dijo Zebeo iniciando la conversación. — ¿Creéis como yo que podemos hacer obra con tan pobres elementos? —Después de nuestra confidencia con el anciano Príncipe Melchor y con el maestro Filón sobre esto, creo sí poder esperar que no sea perdido nuestro tiempo. —contestóle Clodoveo.

Habían elegido la lengua latina para hablar, que era la única conocida por los cuatro. Y así, no comprendiendo nada, Pedrito fue cayendo lentamente bajo el dominio del sueño y hecho un montoncito junto a

Zebeo se quedó dormido. Solo Tabita velaba, y su costumbre de no tener las manos quietas, la indujo a recorrer la orilla del lago recogiendo todas las flores de junco y de loto que encontraba abiertas.

Embebidos los cuatro amigos en su interesante conversación, no ponían su atención en ella. De pronto, la sintieron lanzar un grito de espanto y que sin soltar las puntas de su delantal blanco lleno de flores, corría hacia las pobres tiendas de su refugio. — ¿Qué pasa, qué pasa? —le preguntaron los cuatro amigos a la vez. Y como el espanto no le permitía hablar, Zebeo se le acercó hasta ponerle su mano en el hombro mientras le decía afectuosamente: — ¿Qué tienes Tabita, qué tienes?

Con una respiración fatigosa y los ojos muy abiertos, miraba hacia el Castillo casi sin poder hablar. Por fin, cayendo al suelo sin aliento pudo decir: — ¡Los magos de allí... han salido y a nado vienen hacía aquí! ¡Huyamos, huyamos que pereceremos todos si nos ven!...

Los cuatro amigos se miraron, y volvieron la vista hacia el castillo, que a la luz blanca de la luna resaltaba más su negra silueta destacándose del bosque que lo rodeaba.

—Esto coincide con las revelaciones, que sobre ese asunto te hizo ayer el Príncipe Melchor —dijo Ginés. — ¡Es cierto! —confirmaron los demás. —Tranquilízate hija mía, que no recibiremos daño alguno —dijo Zebeo a la niña —pero es bueno que entres a la tienda con tus compañeras, y nos dejes solos para atender a esos infelices, que ya se percibe a la luz de la luna los primeros que se acercan.

— ¡Te matarán a tí padre, y otra vez estaré sola en el mundo! —murmuró llorando Tabita.

— ¡No tengas miedo, no sufriré daño alguno!... Te llamaré de nuevo cuando debas salir. Ve a la tienda.

La niña obedeció…, no sin mirar con terror hacia el lago, donde ya se percibían claramente los que a nado se acercaban a la orilla.

Para nuestro lector, que estará ansioso de conocer las causas de este inusitado acontecimiento, daremos las necesarias explicaciones.

Promovidas por la original aventura de Zebeo con los esclavos y mendigos del lago Merik, habían tenido lugar algunas confidencias con el anciano Príncipe Melchor, el más antiguo y respetado Consultor de las Escuelas de Filón, y el que más obligado se consideraba a proteger al Apóstol de Cristo, que acaso El mismo ponía bajo la tutela espiritual del anciano amigo que le reconoció en la cuna.

A las justas indagaciones de Zebeo sobre el vetusto y tétrico Castillo del Lago Merik y de sus invisibles moradores, el Príncipe Melchor, que no obstante su vieja vinculación con el antiguo culto del sacerdocio egipcio, su alma lúcida se había abierto a la nueva orientación que el Mesías trajo a la tierra, y se había dedicado a seguirla en todos sus aspectos de sencillez, de fraternidad, de igualdad, dio en presencia de Filón las siguientes explicaciones:

—La severidad en las leyes de los Templos, no es hoy más que una sombra de lo que fue en los tiempos remotos de su esplendor y grandeza. Los aspirantes al conocimiento de los más ocultos misterios de la

Sabiduría divina, venían por decenas en cada luna; y venían hasta de las más apartadas regiones del mundo. Se dio el caso repetido varias veces, de llegar a los Templos, espías piratas, bandoleros pagados por los déspotas reyes Asirios, o de otros pueblos semi bárbaros, para averiguar a fondo la causa de la fortaleza invencible y de supremo poder del Sacerdocio Egipcio, que imponía sus normas a los Faraones, que les moderaba en sus actos de gobierno y hasta les destituía, si se excedían en sus, o no cumplían debidamente sus mandatos.

Las invasiones extranjeras, que por varias veces avasallaron al Egipto, fueron originadas por la facilidad y benevolencia con que el Alto Consejo de los Hierofantes había accedido a la entrada a los Templos, a los falsos aspirantes a la Iniciación. De ahí vino la ruda severidad de las leyes del Templo, entre las que se promulgó la pena de muerte, para el aspirante que habiendo sido aceptado a las primeras pruebas y conocido algunos de los secretos, tan celosamente guardados, fallaba a la mitad de camino o era descubierto en relaciones con gentes del exterior.

Y os espantaríais de ver la llamada Cripta de los traidores; los esqueletos decapitados que están adheridos al muro, sosteniendo en sus huesudas manos su propio cráneo, donde anidan los murciélagos o tejen sus redes las arañas.

Pasados los siglos… los Grandes sacerdotes, estudiando al Eterno Invisible siempre, sintiendo la cálida influencia de su Amor Universal, para todo ser viviente, volvían a suavizar la rigidez de su justicia para aquellos que aspiraban a conocer las leyes de la Suprema Potencia, y a mitad del camino les faltaban las fuerzas. Y la pena de muerte fue anulada para siempre, quedando en su lugar, la reclusión perpetua y absoluta, para todo aquel que habiendo penetrado a los claustros sagrados, realizado algunas pruebas y escuchado las siete primeras enseñanzas, se volviera atrás en el camino emprendido.

Esa resolución es tan severa, que prohíbe ver, hablar, escribir, ni aún hacer conocer su existencia a persona alguna de la tierra. A este precio conservan su vida.

En la última centuria, hubo para el Sacerdocio Egipcio un grande descubrimiento. En la más profunda cripta del templo, que adosado al Castillo de la Isla, puede verse hacia el sur, dando toda la vuelta al lago, fueron hallados unos papiros entre tubos de plata, y éstos entre un cofre de mármol, que habían sido guardados allí por la princesa Thimetis, hija única del Faraón Ramsés I y de su primera esposa la princesa Epuvia, hija del Gran Sfaz de Mauritania, que se apellidaban Hijos del sol.

Allí refería su vida, la muerte de su madre, su soledad en la Corte, su secreto amor con un joyero hebreo de la Tribu de Leví, con el cual se unió en matrimonio, celebrado ante los Ancianos de Israel; el nacimiento de su hijo único Osarsip, en jeroglíficos egipcios, y que traducido al antiguo hebreo, resulta Moisés. En la continuación del relato, los Hierofantes vinieron a saber que ese hijo de una princesa real, gran aliada del sacerdocio, y nieto del Faraón Ramsés I, era el Moisés,… Profeta y Taumaturgo, iluminado vidente, al que el Eterno Invisible dio la Ley Única escrita en tabla de piedra, y entre cuyos diez mandamientos, aparecía éste: "NO MATARAS".

En las milenarias crónicas del Templo, aparecía como un modelo de aspirante a la Divina Sabiduría, el hijo de esa princesa real, o sea el Moisés, que la Nación de Israel se adjudicaba como propiedad exclusiva suya. Y un hijo de los Faraones, de los célebres Ramsés, un Sacerdote de sus templos había sido elegido por el Supremo Invisible, para dictarles su Eterna Ley a los hombres. Y esa Ley decía en su lengua de piedra: "NO MATARAS".

Fue entonces…que la pena de muerte quedó anulada en el Templo para siempre. Y la figura de Osarsip pasó de inmediato a la galería de los excelsos Pontífices, venerados como Genios Protectores de los países y pueblos en que aparecieron con vida de hombres.

De ese modo vino la reclusión perpetua, a ocupar el lugar de la pena de muerte para los profanadores o traidores del Templo.- Y fue designado el Castillo del Lago Merik, como Fortaleza inexpugnable, para esos recluidos perpetuos, a donde solo entra una vez cada año el Gran Sacerdote de Osiris o un delegado suyo, para averiguar por si mismo lo que pasa en aquella tumba de vivos.

Cuando ocurrió la conjunción planetaria del nacimiento de Nuestro Señor el Cristo —continuó el anciano Melchor— dos Hierofantes ancianos tuvieron revelación en sueños, de que la conjunción anunciaba la vuelta al plano terrestre, de aquel gran ser que había recibido la Eterna Ley del Infinito Invisible para la humanidad. Pero volvía para preguntar a los hombres, qué habían hecho de aquella Ley que decía:

"Me amarás con todas las fuerzas de tu alma.

No harás en mi nombre juramentos falsos.

Me consagrarás un día de descanso y oración.

Honrarás a tus padres.

No matarás.

No cometerás adulterio.

No hurtarás.

No levantarás falso testimonio.

No desearás la persona de otro.

No codiciarás los bienes ajenos.

Y comenzó la formidable lucha, entre los dos Sacerdotes que recibieron la revelación, y los demás del severo Consejo Sacerdotal. Uno de aquellos dos, que era segundo en la jerarquía, pasó a ocupar el lugar del Pontífice que falleció siete años después de la conjunción planetaria.

Y yo… Melchor de Heliópolis, entré a formar parte del Consejo Supremo del Templo. El Gran Sacerdote de Osiris me tomó como su Notario y poco a poco fui teniendo el valor y la oportunidad de revelar al austero anciano, que yo había visitado en la cuna al Ungido recién llegado.

La lucha sacerdotal, recrudeció tan viva en los más fanáticos de las arcaicas restricciones penales, que se llegó a un concilio, para decretar la muerte del Pontífice y de quienes le apoyaban en sus ideas de renovación.

La tormenta se calmó, cediendo el Gran Sacerdote al voto de la mayoría. En el Consejo éramos nueve, y solo cuatro estábamos por la renovación. Y transcurrieron cinco años más.

El Mesías Ungido del Eterno, contaba doce años, y el deslumbramiento que produjo su Verbo de fuego entre los sabios sacerdotes y doctores del Templo de Jerusalén, tuvo repercusiones fuertes en el Templo de Osiris, y la lucha sacerdotal tornó a enardecerse.

Había fallecido otro de los adversarios, y el Sacerdote que entró al Consejo, era grande amigo mío que compartía mi pensar y mi sentir… La cuestión subió de nuevo a la Mesa Redonda y esta vez hubo empate de votantes: cuatro y cuatro. El Pontífice podía inclinarse a un lado u otro. Estaba harto de aquella lucha en la sombra y recordó viva como una llama, la visión que tuviera la noche de la conjunción planetaria. Habían pasado ya veinte años.

En el Gran Santuario Esenio de Moab, el Ungido se consagraba, Maestro de Divina Sabiduría, deslumbrando con la Luz Divina que le asistía. En los Templos de Pasagarda y de Suleyman, Baltasar y Gaspar habíanlo consagrado entre sus adeptos, como al Verbo Eterno hecho hombre. Y el Pontífice Photmes, inclinó el platillo y fue aceptada en los Templos egipcios la renovación de las leyes penales antiguas.

Los castigados, reclusos del Lago Merik, debían pues dar por terminada su dura expiación. Pero ese asunto se dejó dormir por muerte del Gran Sacerdote, muy anciano ya. Además, los recluidos miraban desde las ojivas de sus vetustas torres, deambular como fantasmas de miseria y de hambre, a los infelices esclavos y mendigos de las orillas del Lago… ¿No sería lanzarse ellos mismos a esa mísera vida, sin amparo de nadie, pues que todos ellos eran de pueblos distantes, donde hasta su recuerdo se habría borrado?...En su forzado cautiverio tenían el techo y el pan asegurado. La mayoría de ellos llegan al medio siglo de vida.

¿Qué ideales, que esperanzas, que ilusiones pueden alimentar para lanzarse a una vida incierta, de zozobras y soledad, sin un ser que les tienda la mano, sin una voz amiga que les aliente en el camino?

¡Zebeo, apóstol del Ungido del Amor! — Exclamó el anciano Melchor, después de unos momentos de silencio—. ¿No entrará en el programa que te ha diseñado tu Maestro, tender esa mano amiga y dar esa voz de aliento, a los infelices recluidos del pavoroso Castillo del Lago Merik?

—El tiempo me lo dirá —contestó el interrogado—. Bueno será que vosotros, a quienes me cabe la honra de tener como guías y maestros, penséis este asunto en la Divina Presencia, y que mi Maestro me dé la luz y la energía necesarias para obrar conforme a su voluntad. Tal había sido la confidencia de Zebeo con sus sabios amigos. Por eso él no se alarmó mayormente cuando Tabita les anunció, que los magos del Castillo se acercaban a nado a las orillas del Lago.

Y Zebeo con sus tres compañeros, se acercaron con serenidad para recibirles, cuando les vieron llegar fatigados a la costa. Eran ocho y llegaban unos después de otros, con la túnica de burda lana de oveja chorreando agua y lodo y la cabeza rapada sin asomo de cabello ni de barba. —Ten piedad de nosotros, como la tuviste de los esclavos inútiles y de los mendigos inválidos —le dijeron de inmediato a Zebeo, en cuya faz conmovida, veían claro la conmiseración más espontánea.

¡Y Zebeo la tuvo! ¿Cómo no había de tenerla?, él, que oyó decir al Cristo, su Maestro, desde lo alto de aquella montaña, testigo de sus desbordamientos de amor divino: "¡Bienaventurados los misericordiosos porque aquellos alcanzarán misericordia!"

19.- LAS RUINAS FLORECEN

Cambiarles las ropas mojadas por otras secas y darles un tazón de vino caliente, fue la primera medida que tomaron con aquellos nuevos refugiados.

Y Zebeo habló al primero para decirles: —Amigos, si queréis compartir la vida de trabajo, de sacrificio y de pobreza que aquí se hace, os recibimos con los brazos abiertos. Desde vuestro torreón habréis visto el esfuerzo de todos para mejorar las condiciones de vida de los habitantes de la aldea.

—Porque lo hemos visto, es que nos hemos decidido a venir —contestó el que parecía tener superioridad sobre los otros—. Primeramente, os rogamos que no nos toméis como delincuentes, que hemos escapado del presidio donde fuimos puestos en castigo de nuestros delitos. Fuimos aspirantes a la sabiduría oculta de los sacerdotes del Templo de Osiris, y vinimos en nuestra juventud a la edad de 25 años. Fuimos débiles, al llegar a las más duras pruebas a que se somete a todos los aspirantes, y la reclusión fue la pena para esa debilidad. Ya está referida toda la historia de nuestra vida y espero que deis fe a mi palabra, atestiguada por éstos que me acompañan. —Con solo afirmaciones con la cabeza, apoyaron los otros siete lo dicho por el compañero.

—Si amigo, sí, os creemos,… pues estamos al tanto de las leyes penales de los Templos egipcios. También somos buscadores de Sabiduría, pero no la buscamos en los Templos, sino en la Escuela del Maestro Filón de Alejandría —contestó Zebeo.

—La época de los Misterios Herméticos, ya pasó, y ahora se busca la Sabiduría a la luz del sol y ante la belleza suprema de todas las obras del Creador —añadió Lastenio de Arcadia.

—Tengo entendido —dijo nuevamente Zebeo— que vuestra condena terminó hace años. ¿Cómo es que tardasteis tanto en aprovechar la libertad que se os daba?

—Por varias razones —contestó el ex-cautivo del Castillo—. Una de ellas era el temor de lanzarnos a la vida, sin los medios y sin las condiciones para vivirla, después de treinta años de reclusión en el más deprimente ostracismo. Extranjeros en una tierra que nos fue tan hostil, donde nunca vimos otra cosa que la rigidez de una justicia implacable, ¿que podíamos esperar ni buscar de nadie?... La otra razón era, que había entre nosotros siete ancianos de ochenta, noventa y más años que encontramos a nuestra llegada aquí y que han ido muriendo uno tras otro. Ellos consolaron nuestras desesperaciones de jóvenes recién llegados, y no era justo abandonarles en los últimos años de su vida y cuando ellos se habían encariñado tanto con nosotros.

— ¿Y ahora les abandonasteis? —preguntó Zebeo.

—Hace dos días sepultamos al último que quedaba.

—Hay muchos esqueletos muchas sepulturas y muchas riquezas que no sirven para nadie —contestó otro de los ex-cautivos.

— ¿Entonces no queda nadie en el Castillo? —preguntó Clodoveo.

—Y en el Templo que está anexo al Castillo ¿quien vive? —preguntó nuevamente Zebeo.

— ¿Conocías eso también?... Es el Retiro de los sacerdotes que han cometido algún delito, y voluntariamente se someten a durísimas pruebas, hasta conseguir de nuevo la Luz Divina, que por su culpa perdieron. Uno de ellos era el Delegado del Consejo Superior, para visitarnos una vez cada año. — ¿Y ahora?... —preguntó Ginés. —A medio día le avisamos que esta noche salíamos y solo nos dijo: "Que la Suprema Inteligencia os guíe". Y se hundió tras la puerta secreta que se abre en la techumbre de nuestra cripta. Y aquí estamos.

— ¿Estáis resueltos a quedaros aquí? —les preguntó nuevamente Zebeo.

—Sí señor, aunque sea como jornaleros o como esclavos —contestaron varios.

—Ni como jornaleros, ni como esclavos —díjoles el apóstol—. Aquí seremos todos compañeros y hermanos, que lucharemos juntos para sustentar nuestra vida y ser útiles a nuestros semejantes.

—Se me ocurre una idea —dijo Ginés de Cartagena… Todos prestaron atención—. Puesto que ese Castillo queda solo y abandonado ¿no podríamos conseguirlo para habitación, escuela y taller de todos los habitantes de la aldea?

— ¡Oh! ¡Esa es la idea cumbre! —Afirmó Lastenio de Arcadia—. Pero ¿a quién se le pide si toda esa gente parece haber perdido el uso de la palabra? —Sería como llamar con los nudillos en la Pirámide de Guisé —afirmó riendo Clodoveo de Marsella. —Me parece que yo sé el modo de hacerles hablar —afirmó Zebeo—. Está el Príncipe Melchor de por medio y está el Maestro Filón, cuyo hermano Alejandro es Alabarca de Egipto, nombrado por el Gobierno Romano. — ¡Oh! —Exclamo Ginés de Cartagena—. Son dos buenos espolones, que harán hablar hasta a los obeliscos de Ramsés.

Los ex-cautivos, se mantenían silenciosos como si en el largo tiempo de ostracismo y de abandono, hubieran muerto todas sus energías… Acaso les parecía haber hecho demasiado, con la resolución de escapar a nado de aquel penoso cautiverio. Parecían tener miedo de hablar. Treinta años enterrados vivos entre las cuatro murallas de la Torre central de aquel Castillo, subiendo y bajando cien veces la escalerilla de caracol para mirar el cielo y el campo desde el último piso, única concesión que les era permitida, habíase obrado en ellos ese complejo atroz de recelos, desconfianza, temor, incertidumbre... todo junto, aplastándoles el alma como entre dos ruedas de molino.

El noble corazón de Zebeo… se estremecía de horror, de conmiseración, casi de espanto, pues su desarrollada facultad intuitiva, estaba leyendo en la psiquis de aquellos hombres. Su pensamiento voló muy alto al desglosar recuerdos... los tiernos recuerdos muy cercanos aún, de cuanto vio hacer al Maestro... a su divino Maestro, en casos análogos a éste.

¡Sintió que en su mente parecía encenderse una lámpara votiva de luz maravillosa y que en su corazón desbordaba como un torrente, un elixir de fuego capaz de incendiarlo todo!

Comprendió que aquellos ocho hombres, estaban gravemente enfermos del alma... heridos de muerte y era necesario resucitarlos... volverlos a la vida, que es luz, amor y esperanza.

Se levantó de pronto y comenzó a dar agitados pasos a la orilla del lago.

—Si somos un problema sin solución para tí —dijo uno de los ex-cautivos— dejadnos marchar, y que la fuerza de nuestro aciago destino, nos lleve a donde podamos llegar.

— ¡No, amigos, no! —Exclamo Zebeo—. La Ley que me ha hecho un hombre consciente, me manda amar a mi prójimo como a mí mismo; y si yo hubiese querido, en igualdad de circunstancias, haber encontrado amistad sincera, lealtad, esperanza y amor, debo ser capaz de daros todo eso. ¡Y si no, no valgo nada, no sirvo para nada, soy menos que estas piedras que ruedan a mis pies y que solo sirven para túmulo de humildes sepulturas de esclavos!

¡Y si yo tengo necesidad de compañerismo, de afectos recíprocos, de bondades, de ternuras que me hagan amar la vida, vosotros lo necesitáis también!. Habéis tenido una madre, una hermana, una novia acaso...habéis saboreado en vuestra juventud la dulzura de un hogar, de una familia, y también habréis soñado con el triunfo en vuestra carrera tras de la Sabiduría, después del cual pudierais aspirar lógicamente a colgar vuestro nido en la cumbre de una montaña... o a la vera de un lago como este, donde el rumor de las olas se mezclara a dulces vocecitas que os llamaran ¡padre!... ¡Todo eso es humano, todo eso es Dios en nosotros mismos, todo eso es la realidad, es la vida!...

¡La Ley de los Templos de Osiris, no es ciertamente la ley que ha sonado en mis oídos y ha encontrado ecos profundos en mi corazón!... ¡Por eso los Templos quedan vacíos con sus mármoles y su oro... se agrietan y se derrumban como el de Karnak, y el eco de los pasos en sus criptas solitarias va repitiendo incesantemente: nada, nada, nada!

¡Maestro, Maestro mío! —clamó Zebeo, como presa de un delirio febril—. ¡Tú solo vivirás con tu Ley Eterna por encima de todas las ruinas, de todos los prejuicios, de todos los fanatismos y errores humanos, porque tú solo eres la luz, la vida y el amor! —Y Zebeo se cubrió el rostro con ambas manos y un hondo sollozar resonó en el silencio de la noche.

Tabita salió corriendo de su tienda y cayendo de hinojos a sus pies, le decía llorando amargamente: — ¡Señor... señor, acuérdate que yo vivo junto a tí, que no te tengo más que a tí... que todo lo espero de tí!... ¡No llores, no sufras, no padezcas así, que tu eres un buen genio bajado de los cielos para consolar mi soledad!...

Pedrito se despertó también… y ante aquella escena que no comprendía, rompió a llorar a lastimeros gritos y se encaró furioso con los amigos de Zebeo.

— ¡Decís que sois amigos de él y le dejáis padecer solo!, para eso vinisteis... ¡Y vosotros malos buitres de la noche! ¡Idos de aquí todos!... Yo soy el más viejo de esta aldea de los esclavos donde vine solo con mi madre. ¡Idos!

Ante la fuerte reacción de Tabita y del niño, Zebeo reaccionó también de la crisis que la situación de aquellos ocho hombres y su propia interna rebeldía contra las injusticias de las leyes humanas le había producido. Su extremada sensibilidad, unida a su temperamento emotivo fue tomada de sorpresa por aquel conjunto de pensamientos y de recuerdos. —Perdonadme todos —dijo serenándose nuevamente—. "El amor salva todos los abismos" dice la antigua filosofía que me ha hecho hombre. ¡Y si somos capaces de amar sin egoísmo y sin interés, ninguno está aquí demás, y para todos alcanza la aldea de los esclavos!

Tabita y Pedrito se apretaron junto a Zebeo, como si quisieran ambos defenderle de todos los demás.

— ¡Pobrecillos! —díjoles el apóstol de Cristo enternecido por aquel gran amor que había encontrado perdido como una piedra preciosa entre los guijarros de una aldea de mendigos y de esclavos. Les envolvió en un abrazo conjunto que unió las dos cabecitas sobre su pecho, mientras decía: —No temáis, que aquí todos son mis amigos... nuestros amigos y compañeros... ¡Pedrito hijo mío!... ¡y tú les llamaste buitres de la noche! Eso no está bien hijo mío...

— ¡Padre! yo pensé que todos ellos te habían hecho daño... —Y el niño sin esperar más se volvió hacia todos y con su vocecita temblorosa les dijo: —Este señor es mi padre, no tengo más tesoro en este mundo y si alguien le hace daño, me pongo furioso...

Los tres amigos de Zebeo se le acercaron riendo, y Cines, jugueteando con él le decía: —Ya lo hemos comprendido Pedrito, ya hemos comprendido que te vuelves un tigrecito para defender a tu padre. —Muy bien, muchacho, muy bien —decían los demás, buscando cambiar aquel ambiente de honda emoción.

El maestro Filón había hecho una excepción en obsequio del apóstol de Jeshua, y había concedido licencia por una semana a los cuatro Estudiantes de su aula, tiempo en el cual debían dejar regularmente ordenada la pobre inocente de la aldea de los esclavos. Pero había surgido el inesperado incidente de los ex cautivos del Castillo. Y no bien se levantó el sol del nuevo día, tornaron a la ciudad Clodoveo de Marsella y Lastenio de Arcadia, para dar el informe al Príncipe Melchor y al maestro Filón.

—Hoy no cortamos cañas ni hachamos árboles, ordenó Zebeo, hasta que los compañeros vuelvan. Si el Padre Celestial, nos da el Castillo abandonado para refugio y taller ¿que necesidad tenemos de echar abajo el cañaveral y destrozar los juncales? Hoy nos dedicamos a pescar y que haya comida abundante para todos. ¡Mañana, veremos!

Los ocho ex-cautivos empezaban también a reaccionar…

Sus pobres almas, petrificadas por ese cruel pesimismo del que se ve cercado por lo irremediable, por lo irreparable, comenzaban a expandirse suavemente, como queriendo entrar de nuevo en el mundo de los vivos, en ese concierto admirable de la amistad, del compañerismo, de la convivencia con sus semejantes, sentimientos que son innatos en el alma humana, que no fue creada para el aislamiento y la separación, sino para la unión, que es vida y es amor.

Pronto trabaron amistad con las pobres esclavas que preparaban la comida para todos, con los viejecitos inválidos a los cuales había que acercarles los alimentos, y algunos ni aún podían llevárselos a la boca porque sus brazos, secos por la parálisis, no podían doblarse. Y el alma buena de Zebeo contemplaba de tanto en tanto su cuadro y recordando la santa y divina palabra de su Maestro, la repetía con la voz que la emoción quebraba en su garganta y humedecía de llanto sus ojos: — ¡Tu amor, Maestro mío, hace florecer mis rosales!

20.- TABITA DE ALEJANDRÍA

Debido a todo lo anteriormente relatado, el lector siente ya parpadear en su yo íntimo, como una luz difusa, la sutil intuición de lo que será la continuación y final de las actuaciones de Zebeo, el montoncito de tierra, como él se llamaba, que ha pasado desapercibido para los biógrafos del sagrado Colegio Apostólico del Cristo, como si en realidad hubiera sido un montoncito de tierra que no mereciera ser tenido en cuenta.

Fue su vida, como él quiso que fuera, sin el brillante resplandor de prodigios, que enciende la admiración de las gentes a quienes entusiasma lo maravilloso, lo que sobrepasa el nivel común, en todo lo que sus sentidos físicos perciben.

Por la influencia del Príncipe Melchor, fue entregado a Zebeo y sus compañeros el Castillo y el Templo del Lago Merik, para Escuela, Taller y vivienda de todos los que se uniesen a él.

Los inválidos y enfermos en general, fuéronse curando, no de súbito, no por imposición de manos, o por acción maravillosa del agua u otros elementos, sino lenta y paulatinamente, a medida que la Luz Divina despertaba la comprensión en las conciencias, y animaba la voluntad hacia el sublime ideal del amor fraterno, que el Apóstol iba infiltrando lentamente en las almas de todos aquellos que sinceramente lo amaron y lo siguieron.

Y queriendo cooperar con más eficiencia, en el alivio de males crónicos y de enfermedades rebeldes, el dulce Zebeo les exhortaba a la paciencia diciéndoles: — Aun no eres todo lo bueno que el Divino Maestro quiere de ti. Aun no amas al prójimo como te amas a ti mismo. Aun buscas lo mejor para ti, lo más precioso para ti en todo cuanto está a tu alcance. Cuando llegues a ser capaz, de dar a tu hermano lo mismo que eliges y quieres para ti, entonces curarás tu mal. Mientras vivas pensando en que tú eres primero en todas las cosas, en que tienes a tu favor todos los derechos, todas las preferencias, todas las prerrogativas, tus llagas seguirán abiertas, tus brazos y piernas continuarán torcidos, porque antes que en el cuerpo, tus males están profundamente gravados en tu psiquis, en esa alma Inmortal y Eterna que el Altísimo te ha dado, para que la eleves a la altura de un arcángel de su cielo, y tú te empeñas en tenerla siempre como un gusano entre el lodo.

Tal era la instrucción moral que daba el Apóstol Zebeo, a todos cuantos llegaban hasta él. Su vida sin prodigios y sin maravillosas manifestaciones, no le atrajo el odio, ni la envidia y los celos que despiertan naturalmente en las almas ruines y mezquinas, las maravillosas obras con que otras vidas se vieron glorificadas por divinos designios de la Eterna Ley; que no tenemos los humanos, ni autoridad ni capacidad para comprender.

Quizá debido a esto, al apóstol Zebeo no le llegaron las persecuciones del primer siglo de la Era Cristiana… Las espantosas crueldades que comenzaron con Calígula y Nerón, no llegaron hasta su retiro del Lago Merik, acaso porque el suave montoncito de tierra, inadvertido de todos, no presentaba blanco a las flechas enemigas y los potentados amigos de los Césares, no dieron valor ninguno a aquel hombre, que había consagrado su vida a la ínfima clase social: A los arrojados por inútiles, a los mendigos, inválidos y a los niños sin hogar, a los hijos de nadie que vagan por las aceras y por las ruinas, buscando en vano un rostro amigo a quien llamarle padre. A lo sumo, le llegó alguna vez como un salivazo, la despreciativa frase de la insolencia y del orgullo: "El filósofo del Lago Merik, buscador de basuras... recogedor de piltrafas"...

A los astros del paganismo, adoradores de los Dioses del Imperio, no les hizo sombra ni les estorbó aquel hombre que, según ellos, limpiaba la inmundicia de las ciudades, llevándolas todas a las solitarias orillas del Lago Merik. Mas no creas lector amigo, que los días del Apóstol Zebeo sobre la tierra fueron como un collar de perlas sobre un cuello de alabastro... ¡No!

Tuvo… como su Maestro, su Huerto de Getsemaní, el de la tristeza, como una agonía. Tuvo su calle de la amargura, su cruz a cuestas y también su Calvario... Pero todo ello se desarrolló silenciosamente, en lo profundo de su alma plena de esperanzas y de ideales; en lo más vivo de su corazón de carne..., corazón de hombre donde van a llamar con vibraciones tremendas, los más intensos sentimientos de que es capaz una criatura encarnada.

Su alma noble y buena, se abrió como un loto blanco al rocío de la noche, ante la belleza de la amistad, ante la dulzura inefable del amor. Y todo le fue negado..., mejor dicho, se lo negó él mismo para consagrarse en absoluto al divino ideal que lo había hechizado: El Cristo y su doctrina.

A los dos años de iniciar su apostolado, el Príncipe Melchor fue llamado al Reino de Dios. Cinco años después, dejó también el maestro Filón su sitio vacío en el plano físico. Sus tres amigos íntimos de Apostolado se fueron alejando, llamados por sus familiares los unos, por elección de sendas más descubiertas y amplias los otros. Le quedó fiel la masa doliente de mendigos y de esclavos, mientras tuvieron temor de lanzarse a la vida en busca de mejores horizontes. Pero los ricos mercaderes que mandaban sus inmensas caravanas, llevando y trayendo mercancías del Yemen, del Mar Rojo, de la Erinea y la Etiopía, de las márgenes del Río Tiger, regiones donde refulgía el oro entre las rocas, y las piedras preciosas brillaban entre el carbón como estrellas en el abismo azul… ¿quién podía resistir a aquellas poderosas sugestiones, de acumular siquiera un pequeño tesoro para la vejez, cuando se sentían con fuerzas y deseos para intentarlo?

Y Zebeo comprendía que aquello era justo y razonable. No había en ello nada de censurable ni de malo. Y a cada uno que se marchaba de su lado, le decía siempre las mismas palabras: —¡Vete, bendito de Dios, pero no olvides lo que aprendiste aquí: amar al prójimo como te amas a ti mismo! —y con eso lo despedía en la puerta del ruinoso castillo de la Princesa Thimetis. Y les veía alejarse sin volver la cabeza, con la misma tristeza con que vio alejarse a Matheo diez años antes.

La escuela era frecuentada por los niños de la aldea que había aumentado en población. El taller de tejidos era dirigido por las mujeres, y los ancianos sacaban de ello el sustento. Pedrito había llegado a Notario y era un esbelto joven de veintidós años. Tabita era una dulce y linda mujer de veintiséis años, y era, a más, el ama de la casa y la maestra en el taller de los tejidos.

Era la mujer discreta y laboriosa pintada en el Libro de la Sabiduría. Era la vid sombreando la puerta del hogar. Era la columna de mármol blanco que podría resistir el peso de cabezas doloridas, de brazos cansados... Y lluvias de lágrimas podrían resbalar sobre ella sin dejarle señales. Ginés de Cartagena se la había pedido a Zebeo para esposa y de su parte la había concedido. Pero Tabita se negaba hasta oír hablar de tales proposiciones.

Un rico mercader, que llegó a la aldea a contratar jornaleros para su caravana, la pidió también para su hijo. Igual aceptación de Zebeo e igual negativa de Tabita. No obstante, la sutil intuición de Zebeo le decía muy fuerte: "Tabita tiene días de honda tristeza". "Tabita llora en su alcoba cuando nadie puede verla." "Tabita se consume como un cirio sobre un altar, como una planta de loto que nació sobre un barranco y que nadie se acuerda de regar".

Y comenzó este asunto a ser una preocupación para el Apóstol de Cristo. Había soñado hacerla feliz y ella sufría... La felicidad había llamado a su puerta y ella la había rechazado. Hasta que un día Zebeo la llamó a su despacho, el austero cenáculo que fue de la Princesa Thimetis. —Tabita,- hija mía, después de la oración de esta noche, tenemos que hablar. No te retires tan pronto, y espera que se retiren los demás. —Está bien —dijo ella, y cambiando de tema rápidamente, añadió—: Las dos mejores obreras del Taller van a casarse y habrá que darles la dote que el santo Príncipe Melchor nos dejó encargado para las jóvenes que formen su hogar.

—Entéralo hoy mismo a Pedrito, que él es quien lleva nota de las rentas que dejó, con ese fin, nuestro inolvidable amigo —le contestó Zebeo. Y Tabita salió.

Cuando pasada la cena de ellos tres, con los pocos huérfanos y obreras del taller que vivían allí, pasaron todos juntos al Oratorio contiguo al despacho del Apóstol; las mujeres se cubrieron con el velo blanco acostumbrado por las mujeres esenias; costumbre que Zebeo había implantado allí como una manifestación de pudoroso respeto ante la grandeza de la Divinidad, a la cual iban a acercarse en la oración.

La oración de Tabita, era siempre oración de lágrimas, que a la sombra del velo blanco cayendo sobre su rostro, pasaban desapercibidas y se esfumaban en el secreto de su corazón. Y esa noche lloró más que nunca… Tenía miedo y espanto de la vida sin saber por qué. En diez años que llevaba vividos al lado del Apóstol de Cristo, nunca le había hablado como esa tarde, o sea, con el anuncio previo de una confidencia reservada y muy grave, al parecer… ¿Qué podría ser?... ¿Anuncio de algún nuevo pretendiente?, al cual el Apóstol pensaba entregarla, para quedar él libre de la carga que ella suponía ser para la libertad de un hombre consagrado a la divulgación de una doctrina sublime como la suya ?...

¿Sería acaso una reprensión, la primera que escucharía en diez años de los labios de aquel hombre justo, noble y bueno que sólo bondades le había brindado en su dolorosa orfandad? Temblaba como una hoja cuando la hora pasaba lenta..., lenta. Y cuando Zebeo puesto de pie recitó en alta voz la plegaria final que era una absoluta entrega del alma a la Divina Energía, en beneficio de toda la humanidad, la pobre joven no pudo sostenerse de pie y se quedó sentada sobre el esparto del pavimento.

A la oración nocturna concurrían todos los habitantes de la aldea, que no vivían en el Castillo, y que no podían entregarse tranquilos al descanso, si no habían oído el "Dios te bendiga y hasta mañana" con que el apóstol les despedía a la puerta del oratorio.

Como era Pedrito quien cerraba la puerta, porque su alcoba estaba contigua a la de Zebeo, se acercó a Tabita para recordarle que debía irse a la suya, pero Zebeo le dijo: —Tabita y yo nos quedamos en el oratorio porque tengo que hablarle. Tú puedes ir a descansar —el joven besó la mano de su padre adoptivo y dando las buenas noches se marchó.

Tabita era una estatua inmóvil sobre el pavimento y casi al pie del antiguo sillón de caoba que demostraba en sí mismo su vida de siglos y que ocupó siempre el Apóstol desde que entraron en el Castillo.

Zebeo se sentó en él. —Tabita, hija mía, te veo esta noche más deprimida que de ordinario. Y hoy voy a exigirte lo que no te he exigido nunca: que te franquees conmigo, que me abras tu corazón, porque te confieso que empiezas a ser un enigma para mí. ¿Quieres ocupar este asiento a mi lado? —Si me lo permites, estoy bien aquí —y se quedó sentada sobre el esparto a los pies del Apóstol. — ¿Puedo saber, Tabita, por qué no eres dichosa, por qué lloras siempre? ¿Quién te hace sufrir? ¿Qué congoja es esa que pone círculos violeta alrededor de tus ojos, y que irradia una amargura que ha llegado a atormentarme y perturbar la serenidad de mi espíritu? Me siento responsable de tí, hija mía, y creo no ser injusto haciéndote esta averiguación. Tú sabes que desde mi llegada al lago, hace diez años, me he preocupado en toda forma de hacerte feliz, y veo con dolor que no lo he conseguido... ¡Habla, Tabita!..., dime toda la verdad, no me ocultes nada y ten la seguridad de que no me sorprenderé de nada que me digas y que sabré comprenderte.

Y así diciendo y con suave ternura, Zebeo levantó el velo que caía sobre el rostro de la joven y vio que aparecía bañado de lágrimas... — ¡Siempre llorando!... ¿Por qué Tabita, por qué?...

Devorando con valor su llanto ella le contestó: —¡No puedo decírtelo, padre, no lo diré nunca, jamás, ni a la hora de mi muerte!… Se dobló al suelo como un junco azotado por el huracán y sollozó amargamente sin que Zebeo hiciera el más mínimo movimiento. Después de un momento, la joven se enderezó y plegando sus manos sobre el pecho, clamó en una desesperada súplica: — ¡Sé aún más bueno de lo que fuiste conmigo desde la primera hora, y déjame llevar al sepulcro mi secreto!... ¡Es lo único que pido y aspiro de ti!

Zebeo quedó pensativo y un hondo silencio reinó por unos momentos. La sutil intuición que le reveló siempre todos los secretos y le hizo leer en todas las almas, como su Divino Maestro había leído en la suya, comenzó a esbozar en ese oculto santuario de cristal de la subconsciencia, algo que, por lo inesperado, le tomaba de sorpresa, y que le costaba mucho creer y más todavía aceptar como una realidad. Después de aquellos momentos de angustioso silencio para Tabita, el Apóstol le puso su mano sobre la cabeza inclinada y le dijo:

—Un grande amor está llenando tu corazón y destrozando tu vida. ¿Por qué no apagaste esa llama cuando comenzaba a encenderse?... ¿Por qué la dejaste crecer, hasta llegar a consumirte y devorarte como a un jardín en flor cuando el huracán agita la llama ?...

— ¡Perdón, perdón! —clamaba Tabita de rodillas, con las manos juntas y con los ojos que eran dos fuentes de lágrimas.

El Apóstol la seguía mirando, con una mirada fija, y sus ojos iban llenándose también de llanto. — ¡Pobre criatura inocente! —Le dijo tomándole la cabeza con ambas manos—. No hice más que brindarte amor y ternura… y me asombro de que haya florecido en ti la ternura y el amor!... ¡He sido un inconsciente! ¡He obrado como un chiquillo!... Jamás pensé en que esto pudiera suceder, dada la forma en que me presenté a ti y llevándote yo veinte años de edad... ¡Tabita!... ¿Por qué te has dejado llevar de este insensato amor?

Los ojos dolientes y ruborosos, se escondían bajo la sombra del velo blanco... La casta mirada virginal se refugiaba en los rincones, buscaba en qué fijarse, huyendo de los ojos garzos, dulcísimos, de Zebeo, que a los 47 años de su vida, aspiraba el perfume de un amor puro y casto, como lo había soñado siempre y como jamás lo pudo obtener...

Y tomando por fin a Tabita de la mano, para levantarla del suelo, la condujo ante el altar de las Tablas de la Ley, donde aún ardían los cirios que alumbraron la hora de la oración, y ardía en los pebeteros el incienso, compañero inseparable de la adoración al Infinito, y arrodillándose ambos ante el ara santa, Zebeo recitó con su voz que temblaba de emoción, la intensa plegaria en que entregaba su alma y su vida a la Suprema Voluntad, que en la tarde de sus días terrestres, le brindaba el amor virginal, puro y casto que soñó en su primera juventud:

— ¡Señor, Dios Supremo del amor y de la vida!... ¡Si de ti ha surgido el amor que consume el alma de esta virgen, haz que sea yo para ella, lo que Tú quieras que sea! Pasado un momento de hondo silencio, Zebeo besó con delicada ternura la frente de Tabita y bajándole el velo sobre el rostro le dijo: — ¡Virgen del Señor!... ¡Al pie de su altar, y a la sombra de su ley Eterna, evoquemos tú y yo el recuerdo sagrado de un amor, que en lejanos tiempos fue lámpara votiva, que dio luz a toda la humanidad, fue el himno sagrado que arrulló el sueño de fraternidad de una civilización que nacía!...

— ¡Bohindra y Ada! —exclamó Tabita, que había escuchado tantas veces aquellas crónicas milenarias. — ¡Sí! ¡Bohindra y Ada! —afirmó Zebeo, conduciendo a Tabita de la mano hasta la puerta de la alcoba donde la joven había llorado tanto su grande amor sin esperanzas.

El Apóstol la dejó allí con un "Dios sea contigo", como todas las noches, y tornó al oratorio donde se dejó caer al pie del altar, como un hombre herido de muerte. ¿Qué pasaba en el alma noble de Zebeo en ese instante supremo?, preguntará seguramente el lector.

Haciendo un minucioso estudio de la Psiquis iluminada de este humilde Apóstol de Cristo, se descubre a primera vista, el profundo sentimiento que le animaba. Mientras vivió encarnado el Divino Ungido entre los hombres, su potente irradiación, los fascinadores atractivos de su augusta personalidad, tuvieron a Zebeo y a todos los sensitivos como él, en una especie de estado extático permanente. ¡Él lo llenaba todo! ¡Lo absorbía todo! No quedaba en las almas que lo amaron, ningún lugar vacío para nada ni para nadie. Después de veinte siglos de admirarle, aún nos sentimos subyugados por esa belleza moral tan perfecta, que no admite comparación con ninguna belleza creada. ¿Cómo puede asombrarnos, que sus fervientes amadores de entonces, se entregaran también vencidos por esa poderosa fascinación?

Fracasado Zebeo en el amor primero de su juventud, la herida se curó fácilmente al contacto divino del alma del Cristo y no pensó más en otro amor que no fuera el suyo, que lo absorbía por completo. Más..., cuando el astro magnífico desapareció del plano físico y sus efluvios fueron como un perfume lejano y sus resplandores sólo hacían sentir desde lejos el suave calor de sus ternuras, las almas sensitivas debieron sentir muy intensa y honda la soledad y un angustioso sentimiento de abandono..., de ausencia perenne..., de adiós sin regreso.

Varios de ellos, estuvieron a punto de muerte..., algunos al borde de ese abismo de tinieblas, que se ha llamado demencia y los menos sensibles, cayeron en ese frío pesimismo que deja lo irreparable en las almas de mediana evolución. Fue necesario que El mismo, el adorable ausente, desde su Reino de Luz se hiciera sentir innumerables veces, para volverlos a todos a su estado normal.

Y en la noble alma de Zebeo, debió aparecer como una sombra fatídica, la idea de que desalojaba el amor a su Divino Maestro dando libre entrada a otro amor en su corazón. El vacío de aquel primer amor fracasado, se ensanchó sin duda como un abismo, y al apercibirse del intenso amor de Tabita, su corazón de hombre le reclamó de nuevo aquel derecho renunciado en la juventud. Por eso Zebeo se tiró al pie del altar de su Oratorio como un hombre herido de muerte. Se sentía sin energías para luchar y sin fuerza de voluntad para hacer una segunda renuncia que atormentaría dos corazones, dos vidas a la vez.

Y en su angustia suprema clamaba al cielo entre desgarradores sollozos: — ¡Maestro mío!..., ¡mi Señor, mi Luz, mi Cielo y mi vida!... ¿Por qué me has abandonado?...

Sobre el altar de las Tablas de la Ley, se encendió una gran claridad. Eran las palabras finales de la Ley "Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo" que ardían como una llamarada viva dando luz de sol de medio día a todo el recinto sumido en penumbras… Zebeo se quedó deslumbrado y absorto contemplando aquel prodigio aunque sin comprender a fondo lo que con eso querían significarle. Pero bien pronto comenzó a diseñarse una blanca silueta inconfundible delante del altar, y aquella silueta de luz multicolor, como si fuera un iris humano, tenía ojos que miraban y una voz que decía, tendiendo las manos al apóstol arrodillado:

¡Zebeo!..., ¡mi montoncito de tierra! ¿No te anuncié que yo fecundaría esa tierra para que diera el ciento por uno en flores y frutos para la humanidad? Porque "eres un montoncito de tierra", necesitas el riego de un grande y puro amor, que sea el agua del torrente impulsor de todas tus energías, de todas tus actividades como Apóstol mío sobre esta tierra que baña el Nilo. Porque me amaste mucho Zebeo en esta hora, y en aquella otra del Moisés Visionario y Taumaturgo, es que te doy por compañera eterna a la dulce Thimetis, que por amor se relegó toda su vida a la soledad de este Castillo. Fue madre de Moisés y ahora nació esclava. ¿No la recibirás? Amram de ayer y Zebeo de hoy..., de nuevo se te entregan joyas de incalculable valor, no para adornar cabezas que mueren, sino para transformarlas en pan, calor y lumbre en los hogares abrumados por la miseria y el hambre. Esclavo o Rey, príncipe o vasallo..., esa será tu carrera en todas tus vidas terrestres."

Por esta palabra del Cristo, la desolada Europa del siglo XVII vio a Vicente de Paul recogiendo por las afueras de las suntuosas capitales o de las más ruinosas aldeas, a los hijos de nadie que una tardía y criminal vergüenza materna, arrojaba a los barrancos y a los pantanos, para que fueran devorados por las fieras. Así devolvió siempre el Apóstol Zebeo, a la Majestad Divina, las joyas que le fueron confiadas.

Reanimado por la maravillosa bondad de su Maestro, el Apóstol recobró la serenidad y la calma. Y una semana después, condujo a Tabita al Serapeum que fuera del Príncipe Melchor, dirigido años hacía por el maestro Yúsufudan, colocado al frente de aquel Santuario por su inolvidable fundador.

El lector de "Arpas Eternas", recordará al mencionado maestro que fue consagrado en el Santuario del Monte Hor, en aquella reunión de Maestros, presidida por el Mesías Ungido de Dios. Y fue Yúsufudan quien bendijo la unión de Zebeo y Tabita en la soledad del austero Santuario-Escuela alejandrino, sin más testigos que Pedrito y dos ancianas viudas que cuidaban de las discípulas mujeres.

21.- LA ESPOSA IDEAL

La felicidad de Tabita llenó el viejo Castillo de cantos, de música y de flores. Quiso formar y formó un coro de doncellas, como el que había en el Serapeum de Alejandría, donde fue bendecida su boda. Su principal auxiliar en esta tarea fue Pedrito, que comenzó a llamarla "mamita", dulce diminutivo de "Madre". — ¿No te suena mejor así? —le preguntaba graciosamente—. Este viejo Tabita resuena como dos tabletas que se golpean— Zebeo reía francamente al ver la dicha más completa en sus dos hijos adoptivos del primer momento

—Tú y yo, somos las piedras fundamentales de la obra del Apóstol del Cristo Divino —decía muy seria

Tabita a Pedrito— y todo será poco de cuanto hagamos para llenar esa misión. — ¿Qué quieres pues hacer? ... ¿Quieres que reconstruyamos las torres del Castillo que los siglos estropearon? —Preguntábale Pedrito — ¡No, eso no! ¿No es verdad, padre, que son otras las obras que nos corresponde hacer? —la tímida doncella continuaba llamando padre al Apóstol Zebeo, como si aquella austera ceremonia de bendecir el Hierofante sus manos unidas, no significara nada más que la certeza de que ambos se pertenecían hasta la muerte. Era lo único que a ella le interesaba.

Cuando al caer la tarde dejaba en orden su Taller, corría al despacho del Apóstol de Cristo, que hasta el último rayo de luz trabajaba en traducir al latín, la lengua universal de entonces, los escritos que le dejara en herencia el maestro Filón. Ponía en orden todos los rollos de pergamino, los viejos papiros amarillentos, láminas de piedra o de madera, plaquetas de arcilla que habían servido de ilustración al obrero de la pluma. Y cuando nada faltaba por ordenar, acercaba el sillón al ventanal que daba sobre el lago dorado por el resplandor purpurino del ocaso. Tiraba al suelo un cojín de esparto y se sentaba a descansar al pie del sillón que ella había preparado para Zebeo. Era la hora del descanso, después de la ruda labor cumplida por ambos durante todo el día. Era la hora de las confidencias, en que las almas se vaciaban una en la otra y ambas en la fuente límpida del ideal Divino, que acaso por centésima vez les unían en la eterna peregrinación de la vida.

Zebeo ocupaba aquel sillón y la joven cruzando las manos sobre sus rodillas, hilvanaba la historia, la dulce historia de la tarde anterior, porque ella no olvidaba el punto en que había quedado. —Era cuando Myriam y Jhosep, con el Mesías Niño, se internaban por los caminos poblados de bosques que conducen al Monte Hermon.

—Es verdad, quedamos allí —decía el Apóstol echando su cabeza atrás, mientras evocaba los tiernos recuerdos que parecían hacer revivir de nuevo a su Maestro. Y la dulce Tabita, como en una contemplación extática, lo escuchaba sin hablar palabra.

Terminada la narración venía la confidencia íntima. — ¡Tabita!..., ¿por qué ahora eres dichosa y antes llorabas siempre? —le preguntaba Zebeo deslizando su mano por aquella cabecita de bucles negros y ensortijados que caían sobre los hombros.

— ¡Oh! —Exclamaba Tabita—, ¡porque ahora estoy cierta, de que ningún hombre vendrá a pedir mi mano y porque tú no podrás ya nunca alejarme de tu lado! — ¿Por eso solamente? —preguntaba Zebeo gozándose en las aflicciones de la joven, que de inmediato creía haber incurrido en falta. ¡Era tan tímida!

—Quise decir también otra cosa más... Porque soy yo quien tiene el deber y el derecho de cuidar de tí, padre, porque soy yo la dueña..., y nadie te puede llevar de mi lado. — ¿Nunca has pensado que un apóstol de Cristo se debe a toda la humanidad ?... Cuando la historia que te voy contando llegue al tiempo en que El fue mayor, verás que dejó todo, hasta a su madre para ir a lejanas tierras a llevar el mensaje divino del Padre.

—Y ¿por qué no la llevó con Él? ¡Oh! ¡Zebeo, padre mío!... ¡Y ahora esposo mío!..., ¡eso no lo harás conmigo porque yo iré a donde quiera que tu vayas!... ¡Soy tu sombra!... ¡Soy la piedrecita de sílex en que encenderás tu fuego! ¡Soy el polvillo de tierra que levantan tus pies al caminar!... ¡No me podrás nunca dejar!...

— ¿Y si tengo que cruzar el mar... un gran mar inmensamente más grande que dos Nilos juntos?... —volvía a preguntar Zebeo,

— ¡Oh, yo conozco el mar! He visto las golondrinas cansadas de volar posarse en el palo mayor de los grandes barcos... He visto la espuma que se forma detrás de ellos cuando avanzan rompiendo las olas... Yo seré como esas golondrinas cansadas siguiéndote... Yo seré como esa blanca espuma que se prende a los barcos que corren sobre las olas...

Y la pobre Tabita, harta de dolor y de tanto haber llorado, hundía su frente en las rodillas del Apóstol como temerosa de que alguna extraña fuerza pudiera arrebatarle el bien que había conquistado con diez años de sufrimiento.

— ¡No temas Tabita!... Nunca te dejaré, niña mía, porque la abnegación de tu amor es tan grande, que te ha constituido en una aliada irreemplazable en mi apostolado. El Cristo Divino, mi Maestro, tiene dos apóstoles en vez de uno. Yo soy su "montoncito de tierra" y tú eres el rosal blanco que ha nacido, crecido y florecido en él… ¿Estás contenta ahora? La humilde niña no contestaba nada, pero tomaba entre las suyas las manos de Zebeo y las apretaba muda a sus labios...

— ¡Mi princesa Thimetis!... —decía él como viniendo de nuevo de otra vida lejana...

—Soy hija de una esclava, que de la isla de Rodas vino a padecer y morir en esta tierra —contestaba

Tabita—. La Princesa Thimetis fue la dueña de este Castillo y un día tendrás que traducirme esas figuras que ella grabó en aquel menudo librito de marfil, que yo encontré en el nido donde anidan las cigüeñas...

— ¡Ya está traducido!... —; ¿Sí ?... ¿qué dice? ¿Lo puedo saber yo?... —Todo lo sabrás, porque así que termine de contarte la vida de mi Maestro Jeshua de Nazareth, he de contarte otra historia..., muchas historias, Tabita, porque vivirás más tiempo que yo, y deberás ser el tomo segundo de este libro... Y el Apóstol señalaba su pecho. — ¿Tienes allí un libro? —El libro soy yo, querida niña mía, porque cada ser es como un libro donde hay escritas innumerables cosas buenas o malas, bellas..., quizá más que todas las bellezas que contemplan nuestros ojos; y feas hasta el horror y el espanto...

— ¡Oh! —Exclamó con devoción la joven—. ¡Tu libro debe estar lleno de bellezas, padre, porque todo tú eres una belleza! ¡Así te vi desde el primer día!... ¡Y así te amé tanto sin poder remediarlo!... — ¡Pobre niña mía!... ¡Ojalá fueran todas las páginas de este libro mío como tú lo imaginas!... Soy un montoncito de tierra que los viandantes pisan al pasar... Así se lo dije siempre a mi Maestro... Tú me ayudarás a cultivarlo y que sea un vergel de flores y frutas para quien me hizo encontrarte en el camino...

La púrpura y el oro de aquel ocaso oriental, se reflejaban en el terso espejo del Lago y Tabita se levantó como fascinada por aquella belleza que no parecía real… sino soñada. Tomó la mano de Zebeo y suavemente lo obligó a levantarse y seguirla...

Tan grácil y menudita de cuerpo, con su amplia túnica blanca que agitaba el viento de la tarde y su negra cabellera suelta, a Zebeo le pareció una de aquellas garzas blancas con alas negras que al atardecer bajaban al Lago un instante y remontaban el vuelo a los pinares del Oasis de Baharijeh, donde Matheo había colgado también su nido.

El recuerdo del amigo ausente, lo enterneció casi hasta el llanto. —Las garzas se van —dijo— y tú, que te pareces a ellas, ¿no me dejarás también un día para volar a lo alto de los pinares?... — ¡Oh, Zebeo!... Tienes más años que yo, pero pareces un niño y yo parezco ser tu madre... Viví diez años temblando de miedo de que tú me entregaras como esposa a otros hombres y ahora que fuimos unidos para siempre; ¿me preguntas si te dejaré algún día?...

Las garzas se van porque tienen su nido, sus hijuelos y todo su amor, en los linares de Baharijeh, pero mi nido está aquí..., mi amor está aquí donde tus ojos me vigilan, donde tu boca me cuenta hermosas historias, que me hacen vivir sueños divinos que no son de esta tierra... Dime, Zebeo, ¿puede separarse tu sombra de ti mismo? ¿Puede separarse la llama del cirio que la produce? ¿Puede separarse el agua del ánfora de cristal en que la pusiste?... ¿No es que tu sombra soy yo, que la llama de tu cirio soy yo, que el agua de tu ánfora soy también yo?...

Y para decirle todo esto, que a ella le parecía un gran discurso, digno de los Sabios del Areópago, detenía sus pasos y se sentaban sobre un trozo de pedestal de piedra ennegrecida por los siglos y que había sido el basamento de la estatua del Faraón, que hizo abrir el lago en pleno desierto y construir el Cantillo para guardar segura la joya de un primer amor.

¡Sabía bien el Apóstol, que aquella almita de lirio abierto para él en la tarde de su vida, no se apartaría jamás de su lado!... Pero a las almas sensitivas como la suya y huérfanas de amores grandes durante casi toda una vida, paréceles un sueño de otros mundos, el verse caminando por esta tierra de egoísmos, de corrupciones y de odios y dueños de un amor semejante... Creía no haber hecho nada aún y ya recogía el galardón... ¡Había comenzado apenas la siembra y ya veía su rosal en flor!... — ¡Oh Maestro..., Maestro mío! —Exclamaba Zebeo—, ¡qué grande y bueno es el Padre Celestial que me hiciste comprender y amar!... ¿No lo podré hacer yo, que toda la humanidad le comprenda de igual manera?

— ¡No te apesadumbres, padre! —Suplicaba Tabita—. Ya me lo hiciste comprender a mí, a Pedrito y a todos los que estuvimos a tu lado. ¿No es eso bastante?

— ¡No es bastante, niña mía, no es bastante! Al Padre Celestial deben comprenderlo y amarlo tal como es, todos los seres que viven en esta tierra. ¿No sabes tú que tras de éste mar que se mira desde el puerto de Alejandría, hay inmensos países llenos de pueblos, hombres, mujeres, ancianos y niños, pobres y ricos que se debaten como fieras o como lobos por quitarse unos a otros el pan, la tierra, la lumbre, los mares, los ríos, los lagos, los caminos, los bosques y se disputan hasta los negros y áridos peñascales del desierto?... ¿Y hasta las sábanas inmensas de nieve de las estepas heladas donde sólo pueden vivir los pingüinos y las focas? ¡Y todo eso, por no conocer al Padre Celestial que cuida de todos, que nos ama a todos, que da a todos cuanto necesitamos para nuestra vida!...

— ¿Qué podemos hacer, entonces, padre, para que todos conozcan al Padre Celestial? —preguntó afligida la joven mirando a Zebeo, con esa pena íntima del que no sabe cómo remediar un mal.

En ese lento andar, llegaron hasta el muelle y vieron a Pedrito con todos los jovencitos, sus hermanos de común adopción, a bordo del viejo trirreme anclado allí desde quién sabe cuánto tiempo.

Zebeo y Tabita se quedaron quietos mirándolos... Desplegaban las velas, sacaban jarcias, cables y sogas. Desprendían la triple fila de bancos de los remeros... Parecía que pensaban destruirlo todo. — ¿Qué hacéis con el pobre barco que va muriendo de viejo? —Les preguntó riendo el Apóstol—. ¿Por qué no lo dejáis morir tranquilo?

— ¡Oh padre! —Dijo Pedrito, que se había constituido jefe de aquella cuadrilla de obreros—. Hemos descubierto que está aún muy bueno este barco y que no debe ser tan viejo como parece. —Queremos transformarlo en una barcaza de carga, para llevar por el canal los productos de nuestra aldea y recoger de regreso, a todos los esclavos arrojados por los amos y a todos los mendigos que no pueden caminar. ¿No es para eso que nos hemos reunido aquí?

—Sí, hijo mío, es para eso —le contestó Zebeo disimulando la emoción que las palabras de su primer hijo adoptivo le habían causado y que le demostraban claramente cómo habían prendido en él sus lecciones de amor fraterno.

Cuando aparecieron los bancos de los esclavos remeros, y cada uno con la cadena y anilla de hierro con que eran amarrados para evitar la huida, el apóstol se apoyó en el hombro de Tabita como si fuera a desfallecer… Le vino el recuerdo de cuando vio a su Maestro realizar en la Naumaquia de Tiro, el prodigio estupendo de libertar a los infelices esclavos, destinados a perecer en la tremenda lucha de trirremes por la conquista del oro prometido a los triunfadores...

— ¿Qué tienes, padre, qué tienes que te has vuelto pálido y tus ojos están llenos de llanto? —le preguntó Tabita asustada. — ¡Un recuerdo!..., ¡un vivo recuerdo! —exclamaba el apóstol de Cristo con la voz emocionada del que vuelve a vivir un momento supremo.

22.- EL CAPITÁN PEDRITO

Zebeo y Tabita subieron a bordo, donde los esforzados muchachos hacían prodigios de ingenio y de fuerza para desmantelar el viejo coloso del mar y transformarlo en barcaza de carga.

Allí les refirió con el vivo colorido que solo un grande amor puede dar a una narración, el relato aquel que conoce y recuerda el lector de Arpas Eternas, cuando el Profeta Nazareno, usando del poder supra normal de ubicuidad, puso en libertad, a un mismo tiempo, los esclavos de ocho trirremes a la vez. ¡Les sabía condenados a perecer, y El era Cristo, Salvador de los oprimidos!

Pasada la emoción del relato del Apóstol, continuaron su tarea los incansables obreros. Y comenzaron los hallazgos en el armario del puente de mando y en algunos camarotes.

Por grabados en planchetas de cobre, comprendieron que el trirreme había sido construido en los astilleros de Cantón, puerto del Mar de la China, y había zarpado de la Isla Hong-Kong con rumbo a Egipto. Las maderas incorruptibles de que estaba construido, decían bien claro que fue hecho, ex profeso, para quien podía pagar su costo. Y en el puente de mando, una placa de cobre decía que el trirreme Amasis inauguraba el gran canal que el Faraón Nechao de la XXVI Dinastía hizo abrir desde el Nilo al Mar Rojo.

Era de muy poco antes de la dominación griega en Egipto, pues el trirreme en borrosas letras de cobre enmohecido por la humedad y el tiempo, ostentaba en su alta proa este nombre en signos jeroglíficos: Amasis… Pero ese nombre había sido cubierto por un disco que decía "Cleopatra". Aparecía claro que una soberana de buen gusto había viajado en el trirreme, pues que en el mejor de todos los camarotes, había restos de encortinados de púrpura y oro, desgastados por el tiempo, instrumentos de música, algo más de ámbar y de alabastro de los usados para guardar ricos perfumes, posa pies de fino ébano tapizados de damasco, y cofrecillos escondidos en ocultos rincones estratégicos.

El único que podía comprender y descubrir algo de todo aquello, era Zebeo que por algunos de sus maestros Esenios, entre ellos Tholemi originario de Alejandría, y por el maestro Filón, se sabía de memoria la historia de los últimos tiempos del Egipto milenario.

En los cofres, había billetitos escritos en signos jeroglíficos, solo usados por la alta clase social y por los Sacerdotes, puesto que el vulgo, el bajo pueblo hablaba un dialecto mezcla de berberisco y de sudanés, o el dialecto nubio, bastante vulgarizado en las cercanías del Delta.

Para nuestro asiduo lector, que seguramente merece todas las satisfacciones, daremos una reseña de los últimos días de gloria para el viejo trirreme, anclado tanto tiempo junto al ruinoso castillo del Lago Merik. Las

pocas reinas que por herencia y por dura necesidad del país, sustituyeron a veces a los Faraones, en los últimos siglos del Egipto Faraónico, fueron tres. La reina Hatasu de gloriosa memoria por el amor que tuvo a su pueblo, y que perteneció a la dinastía de los Photmes; la reina Amasis, última de la dinastía de los Mechaos, y Cleopatra, último vástago de los Ptolomeos, cuando llegó con Alejandro la dominación griega que añadió el brillo del arte a la grandeza de los Faraones.

La reina Hatasu, que llegó al trono de Egipto por muerte de su padre Photmes III del cual no quedó heredero varón, para no entregar el trono a un príncipe extranjero, tuvo que entregarse al vencedor de Maggedo, gloriosa victoria obtenida en la conquista de Siria en los últimos días de su padre.

Amasis, reina por igual causa que Hitaste hizo una abdicación disimulada de convenio con el generalísimo de los ejércitos gloriosos de Alejandro Magno, que llegó a Faraón de Egipto con el nombre de Ptolomeos I, mientras el nombre de Amasis la esposa ficticia, se desvanecía como un perfume en el solitario retiro del Lago Merik. Había nacido Reina, pero no reinaba y moría en la tristeza de un forzado destierro. Y Cleopatra, el último retoño en flor de los Ptolomeos, después de muchas huidas y fugas desesperadas, se quitaba la vida ella misma, al convencerse que había perdido su trono y el más grande amor de su vida. Y las tres desventuradas reinas habían elegido para morir, las tranquilas y dulces soledades de la Isla del Lago Merik.

Por eso había poemas, odas y tragedias, sobre aquel pintoresco rincón de las orillas del Nilo, que los trovadores del pueblo cantaban en las fiestas populares, en las procesiones de lanchas que se organizaban en el gran río y seguían por el canal hasta la "Isla de los Misterios de Amor," como en esos poemas se llamaba a la que Zebeo ha venido a conocer con el pobrísimo nombre de Aldea de los esclavos.

Y el Apóstol de Cristo, hilvanando esta historia con los documentos, grabados y billetes perdidos en el trirreme y en el Castillo, exclamaba tristemente en presencia de sus hijos adoptivos que le escuchaban silenciosos: — ¡En esto vienen a parar las efímeras grandezas humanas!

Cuatro princesas egipcias, de sangre de Faraones, vivieron su tragedia y su dolor en este castillo, hoy desmantelado y ruinoso: Thimetis, Hatasu, Amasis y Cleopatra. Y ahora vengo yo, "montoncito de tierra" del Salvador de oprimidos, a convertirlo en refugio, solaz y paraíso de mi amor otoñal y de una porción de esclavos, desechados por inútiles, de mendigos sin techo y sin pan, de huérfanos sin padre ni madre, que equivale a decir perrillos sarnosos que el hambre y la miseria van matando lentamente!...

¡Oh Maestro... mi Maestro!... ¡Por encima de todas las hecatombes y tragedias humanas, sólo tú permaneces incólume en tu gloria incorruptible, por encima del dolor y de la muerte!

Pedrito se le acercó compadecido: — ¡Padre por favor!... no te pongas triste con todos esos recuerdos. Si sabía no te dábamos todos esos carcomidos papiros y vestigios encontrados aquí. Trabajamos con tanta alegría, pensando en lo fuerte y grande que será nuestra barca y si te pones triste, todo se echa a perder...

Tabita, muy disimuladamente, se había apartado y nadie echó de ver su corta ausencia. Volvió trayendo al brazo una gran cesta con dátiles y pastelillos y jarabes que las mujeres refugiadas, allí habían preparado para los esforzados obreros que transformaban el trirreme principesco en una barcaza para recoger los mendigos inválidos, los esclavos sin dueño y los huérfanos sin techo ni hogar...

— ¡Oh Zebeo!... ¡el dulce y soñador Zebeo! —Exclamaba Tabita en el colmo de su dicha—. ¡Ahora no podrás decir, que tus hijos y tus amigos del Lago no aprendieron las lecciones de amor fraterno que te enseñó a ti ese gran Maestro que nos enseñas a amar!...

Zebeo recibió en sus brazos abiertos a aquella dulce criatura, que por su grande amor se ponía tan a tono con sus más íntimos sentimientos.

Un grande aplauso de los muchachos para Tabita, la pequeña y tierna madrecita de todos, puso el broche de oro a las escenas de aquella tarde.

Tres semanas después, salía del lago por el Canal, la barcaza "AMARE-VICTUM" nombre escrito en su proa en idioma latino, lo cual la ponía disimuladamente a tono con el gobierno romano. Amare-victum, frase latina que significa "Amar es vencer".

Habían elegido para la inauguración, un día grande pero de tierna y a la vez solemne recordación: ¡un veintiocho de Marzo, aniversario de la partida del Cristo-Salvador a su Reino de Luz Eterna; aniversario del día solemne en que el Apóstol había bautizado en las orillas del Lago a todos los moradores de la Aldea de los Esclavos, tal como lo hiciera Jhoanán, el Profeta Mártir en las aguas del Jordán y aniversario también de aquel cuarto sábado de la luna de Marzo, en que Zebeo había llegado a la orilla del Lago como un genio benéfico para llenar de luz y de amor la oscura tristeza de tantas vidas!

Eran pues tres grandes aniversarios inolvidables, y la barcaza de la Aldea salía a la vida del mundo con el grandioso nombre AMARE-VICTUM: AMAR ES VENCER

Su pabellón azul, con una estrella de cinco puntas color de oro subido entre vivos resplandores, podía tener un doble significado. Para los esenios, discípulos del Cristo, era su Estrella, la Luz divina traída por El a la tierra.

Para los profanos podía ser el sol, astro benéfico amado por todos los seres que reciben su calor que es fecundidad, vida y energía.

Zebeo era el hombre de la paz, de la concordia, de la perfecta armonía, entre todos sus semejantes. —"Amare-victum”— repetía siempre—… Para vencer, es necesario amar, y el amor es una ánfora de oro en que caben muchas bellas y delicadas flores: la malva-rosa de la tolerancia, la madreselva de la concordia, la rosa blanca de la paz, los junquillos de la amistad y las rosas rojas del sacrificio por los amados".

Tal era la teoría del Apóstol, sobre el amor duradero, invencible y fuerte, más que la muerte.

De los camarotes principescos del antiguo trirreme, que ostentaba en su proa los nombres de dos Reinas, se había formado una cómoda cabina que podía dar cabida a treinta pasajeros. Lo demás estaba ocupado por banquillos para 20 remeros y un regular espacio cubierto para la carga de los productos de la aldea y mercancías en general.

En la entrada de la cabina, se veía una placa de madera con este grabado latino: Ecce tibí frater tuus, que en idioma castellano diría: "HE AHÍ TU HERMANO".

Continuará….

No hay comentarios: