27 de junio de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 9

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

Difícil resulta describir fielmente las actividades de esas tres semanas en el Castillo y en la Aldea del Lago Merik.

Iba a salir la primera carga de productos de la Aldea y ésta consistía en cortinas de junco para toldos, en bancos y mesillas de caña, en alfombras pequeñas de esparto, en colchones de fibra de palmera, de diferentes formas y tamaños y que podían ser aplicados lo mismo para sentarse que para dormir; en calzas de esparto y en frazadas y cobertores tejidos por las mujeres de la Aldea.

El lector podrá suponer que mucha parte de tales trabajos eran el fruto de los esfuerzos y abnegación de Thabita, que en su gran temor de que su padre adoptivo "la entregase a otro hombre como esposa", según ella decía realizaba inauditos esfuerzos, prodigios de ingenio para serle útil, necesaria, irreemplazable...

¿Cómo no había de decir Zebeo "Amare-victum", "Amar es vencer", si estaba viendo y palpando los prodigios del amor en sus dos primeros hijos adoptivos y en todos los que le rodeaban y le amaban? Era la corona del triunfo de Zebeo en diez años de asidua labor.

— ¡Qué gloria!... ¡qué triunfo el tuyo padre!... —exclamaba Thabita, de pié al lado de Zebeo en el pórtico del Castillo, cuando Pepino y Sachin, los dos grumetes, soltaban la amarra de la barcaza que piloteaba Pedrito convertido con toda verdad en un gallardo Capitán de veintidós años.

Zebeo no pudo contestarle porque una honda emoción apretaba su garganta y llenaba de llanto sus ojos. Sobre el puente de mando, por encima de la cabeza de Pedrito, estaba percibiendo como tejida de rayos de sol, la silueta del Maestro que le miraba sonriente, repitiendo el nombre de la barcaza que salía aguas afuera en busca del dolor del prójimo: ¡AMARE-VICTUM! ¡AMAR ES VENCER!

Los niños palmoteaban de alegría, los ancianos y las mujeres reían y lloraban, las doncellas hacían coro a los veinte remeros que cantaban las canciones de los hoteleros del Nilo.

¡Rema, rema hotelero!

¡Hurra bravo capitán!

Que el sol en su carro de oro

A tu encuentro sale ya.

¡Boga, boga hotelero!

Que el Nilo cantando está

Porque la aurora ha tejido

Para él su rubio cendal.

Como un rosal florecido

El cielo teñido está,

Con la púrpura y el oro

De los Montes de Havilá.

Thabita caía de hinojos a los pies de Zebeo y se abrazaba de sus rodillas diciéndole: — ¡Mi mago... mi hermoso mago que lo vence todo y triunfa de todo!... Y Zebeo seguía con la mirada cristalizada de llanto a la barcaza que se alejaba por el canal mientras sus manos levantaban del suelo a Thabita y estrechaba sobre el pecho su cabecita de rizos negros que destejía suavemente la brisa del amanecer.

23.- LOS CAUTIVOS DE LAS RUINAS

Cuando la barcaza se perdió de vista y Zebeo volvió sus pasos hacia el pórtico del Castillo, vio apoyados en las arcadas a los ex-cautivos que miraban también, desde segundo plano, aquel triunfo al que ellos silenciosamente habían cooperado. — ¡Oh amigos! —Exclamó gozoso el Apóstol de Cristo—. También este triunfo os pertenece. ¿No os causa alegría acaso nuestra victoria común? —Paréceme que ya pasó el tiempo en que podríamos alegrarnos por algo… contestó el que siempre de entre ellos tomaba la delantera en todas las cosas y cuyo nombre era Dionisio de Caria.

— ¿Por qué amigos míos? —Insistió Zebeo—. ¿Acaso creéis que sois los únicos en el padecer? ¿Pensáis por ventura que todos los demás somos triunfadores perpetuos de la vida? Si llamáis fracaso irreparable a lo que os ha acontecido, ¿qué diríais de un hombre toda luz, amor y bondad que alimentó su vida con la sola idea de llevar la humanidad a la dicha, a la paz y al amor y murió colgado de un madero como un vulgar malhechor?

— ¡Oh!... —exclamaron todos—. Eso no se ve en un nacido de mujer —añadió Dionisio—. Porque de haber sucedido, el pueblo habría deshecho entre sus uñas al tribunal que le condenó. —Pues os aseguro por mi honor, que eso sucedió a mi Maestro, el Avatar Divino descendido en Palestina, por la cual pasó colmando de bien y de amor a cuántos se le acercaron.

Estas palabras de Zebeo abrieron las almas a la amistad y a las confidencias. — ¡Puede ser!... —dijo otro pensativo—. Cuando Espartaco y los seis mil esclavos que le siguieron fueron sacrificados, el pueblo de Roma no levantó un dedo para defenderlos ni se dio por enterado de la bárbara inmolación. —Los pueblos fueron embrutecidos de mil maneras —añadió otro— y hoy una vida humana vale menos que un puercoespín cuyo olor apesta el aire... Si las leyes tiránicas y crueles llegaron a los templos donde el hombre se acerca a buscar a Dios. ¿Qué puede esperarse de los hombres sin Dios y sin ley?

—A veces hasta dudo de que exista una Inteligencia Suprema, un Poder Absoluto que permita impasible tamañas aberraciones humanas, —dijo de nuevo Dionisio de Caria. —Hemos olvidado lo que deseábamos decir al Maestro —dijo uno que no había hablado hasta entonces y que parecía ser el de menos edad. — ¡No me llames maestro, por favor! Mi nombre es Zebeo, originario de Palestina, la que tiene muchas glorias en su pasado y muchos crímenes pasados y presentes. Llámame sencillamente Zebeo, vuestro amigo y compañero de lucha. ¿Qué era lo que veníais a decirme? —preguntó.

—Uno de los sacerdotes recluidos en el Templo, está enfermo. Y como el portero fue retirado y se marchó no hay lo necesario para ellos. — ¡Cómo! Pero ¿no quedó todo esto vacío? —volvió a preguntar Zebeo. —Debía haber quedado vacío pero no fue así. Los recluidos parece que eran cinco y solo tres se volvieron al Templo de Osiris de Alejandría. Dos quedaron y allí están. Desde la que fue nuestra torre les veíamos andar entre los árboles del patio interior. Ayer vimos que uno de los dos que han quedado cayó desfallecido mientras recogía verduras silvestres para alimentarse. El otro lo levantó y como pudo le llevó a la celda. Esta mañana me atreví a llamar al torno y pregunté por él. Me contestó una voz muy dolorida: "está enfermo. Si podéis, traedle algún alimento, siquiera un tazón de leche porque otra cosa no podrá tomar".

Tomando parte de nuestra ración diaria les hemos llevado lo que hemos podido. — ¡Amigos!... ¡esto no debe pasar en la pobre aldea de los esclavos!... —exclamó dolorido Zebeo—. Thabita hija mía, prepara una cesta de alimentos y entrégala enseguida a uno de estos amigos. Mientras tanto, haced el favor de conducirme a ese panteón sepulcral, que no otra cosa me parece ser.

Dionisio de Caria tomó la iniciativa, como mayor y más antiguo en aquellos impenetrables misterios de piedra, donde hasta las almas parecían petrificarse. Y atravesando el lago en un pequeño bote, llegaron al muelle donde daba la entrada al Templo. Por entre esfinges y obeliscos carcomidos y algunos ruinosos y ennegrecidos por el tiempo, llegaron al severo pórtico que la hiedra cubría casi por completo y Dionisio tiró de la cadenilla que pendía tras de una estatua de la diosa Isis, que como en todos los Templos egipcios, aparecía cubierta con su velo de mármol al que los admirables artistas de la piedra sabían darle una transparencia inimitable. Un velo de mármol que dejaba transparentar vagamente un hermoso y austero rostro de mujer con el índice sobre los labios como diciendo ¡silencio!...

No oyeron sonido de campana, pero unos suaves golpes en el interior del gran torno les demostró que habían sido oídos. —Sombra viviente —dijo Dionisio. —Habla— contestó la voz desde adentro.

—De la aldea de los esclavos, vienen hermanos a traeros socorros, y prestar atención al enfermo si podéis abrirnos la puerta. Después de unos momentos de silencio, la gran puerta de encina cercana al torno comenzó a crujir como si fuera un ser vivo que se quejaba.

—Empujad por favor —dijo de nuevo la voz— porque las fuerzas no me dan para abrirla. Zebeo y Dionisio, únicos que habían ido, aplicaron los hombros al oscuro maderamen, sobrecargado de planchas y enormes clavos de cobre, y la gran puerta fue cediendo poco a poco hasta dar fácil entrada al cuerpo de un hombre.

Dionisio entró primero y Zebeo tras él. —Por favor dejad abierto —dijo el apóstol— que tras de nosotros viene otro con los alimentos necesarios. El hombre encapuchado con su largo sayal de lino blanco que solo dejaba ver sus enflaquecidas manos y el extremo de su barba gris, asintió con la cabeza.

Zebeo se sintió observado, a través de los dos agujeros que el capuchón tenía en dirección a los ojos del hombre cubierto. Y su alma de piedad, de amor, de sencillez, de franca cordialidad, miró también hacia el fondo de aquellos agujeros donde sabía que ojos dolientes que habrían llorado mucho, recibían su mirada llena de conmiseración, de lástima y hasta de llanto contenido.

— ¡Hermano! —le dijo con su voz más dulce—. Soy un extranjero en esta tierra y no entiendo de otra cosa que de piedad y amor para los que sufren. ¡Por favor!... ¡recíbeme también con un corazón de hermano que se abre a la piedad y al amor!... La vibración de estas palabras empapadas del fervoroso calor de una alma que bebió del Cristo encarnado la intensidad de un fuego divino, debió ser tal que el hombre encubierto tiró de su capuchón hacia atrás, dejando descubierta una hermosa cabeza de momia, con dos ojos oscuros hundidos, una cabellera gris y una larga barba que le cubría el pecho.

Zebeo temblando de emoción dio un rápido paso adelante y le abrazó en silencio por un largo rato.

Aquel hombre seguía inmóvil y mudo como una estatua en la cual sólo aparecía la vida en dos surcos de lágrimas, que corrían de sus ojos y se perdían en su barba cana. Cuando la emoción pasó entre ellos como una ola de angustia, a la vez que de ternura y de piedad, el Apóstol de Cristo preguntó: —Y el enfermo ¿dónde está? El sacerdote de Osiris señaló con su descarnada mano un claustro sombrío y de gruesas columnas encortinadas de hiedra, hacia donde empezó a andar con pasos vacilantes, aún cuando se veía claro que no tenía mucha edad.

De pronto se detuvo ante un torno de igual sistema que el de la entrada, pero muy pequeño, y con los nudillos de los dedos llamó. A la segunda llamada, contestó una voz apagada, al mismo tiempo que el pequeño torno giró y apareció una llave. Con ella el sacerdote abrió la pequeña puerta que estaba al lado. Y entraron.

El recinto era amplio, todo lozas de piedra, techumbre, muros, pavimentos, el estrado, el cántaro, la pequeña mesa, la copa de beber, el tazón, el plato... ¡Todo piedra! Y entre toda esa helada y dura piedra, un ser humano vivo, tendido sobre una colchoneta de paja, con un rollo de esparto como almohada y un oscuro jergón de pieles de oveja como cubierta. Aún sostenía en sus manos escuálidas, el extremo de la cadenilla que desde el torno llegaba al lecho en el estrado.

A Zebeo y Dionisio les pareció que aquel hombre tenía pocos días de vida. Una gran fatiga que dificultaba su respiración, hacía subir y bajar su pecho en un movimiento de ritmo igual y pesado. A pesar de su mal estado físico, demostraba ser más joven que su compañero, y de más sensible y débil naturaleza. No había podido resistir la tremenda austeridad de aquella vida de dura penitencia, que el mismo se había impuesto.

Zebeo se arrodilló ante el estrado y le tomó las manos blancas, lacias, casi sin vida. El enfermo le miraba con sus dolientes ojos color de hoja seca, pero sin hablar palabra. Mirándole fijamente Zebeo pensaba: Es un hermoso cadáver que pronto llevaremos a la sepultura... Y para disimular su emoción inclinó su frente hasta el pecho del enfermo y escuchó los latidos de su corazón. Había aprendido mucho de los Terapeutas esenios del Quarantana y del Hermon donde se formó desde su primera juventud, y debido a eso pudo apreciar bien el estado en que se hallaba el enfermo, que a primera vista parecía un moribundo.

Comprobó que el corazón latía regularmente y que el sistema circulatorio funcionaba con normalidad. Y el Apóstol pensó: "Es un enfermo del alma, mucho más que del cuerpo. ¡Maestro mío!... ¡Yo estaba herido de muerte en mi alma y me has hecho vivir veintisiete años desde aquel día de mi encuentro inolvidable contigo! ¡Dame el poder de volver a la vida a esta criatura de Dios, que va muriendo lentamente por la angustia de terribles recuerdos"...

En ese momento llegó otro de los ex-cautivos del Castillo con la cesta de alimentos que Thabita había preparado. Nada faltaba en aquella cesta tan exquisitamente dispuesta por la amorosa mujercita que el Divino Amador había dado en ofrenda al más humilde de sus elegidos, a su montoncito de tierra: La leche caliente en su cantarillo, el tazón de miel, el pan dorado en el hornillo, los peces recién asados, la espumosa crema de huevos con vino, las manzanas asadas con miel… Había allí comida para tres o cuatro personas.

Zebeo tomó leche y miel y dio de beber al enfermo, al cual consiguió sentar mediante nuevos rollos de esparto aplicados a la espalda. Pensaba con dolor en que aquella cama no era ciertamente la que necesitaba una hombre tan agotado como el que tenía ante la vista.

— ¡Tenemos en el Castillo tantas buenas camas!... —exclamó mirando a Dionisio y al sacerdote que les dio entrada y que permanecía silencioso a su lado. Y no bien había terminado de decirlo cuando entró Thabita con una de las mujeres del Castillo, cargadas ambas de almohadas, colchonetas, frazadas y calcetines—. ¡Oh hija mía! ¡Tenías que ser tú quien recogiera mi pensamiento! —exclamó Zebeo al verlas entrar.

El que trajo la cesta de alimentos había ido a referir la austera desnudez de la alcoba del enfermo, y aunque la joven no recibió indicaciones de acudir, hubo un momento en que se acallaron todas sus vacilaciones y solo pensó en que Zebeo desearía vivamente auxiliar con más eficacia al solitario enfermo, y sin detenerse un momento, cargó con cuanto pudieron llevar entre ella y la más decidida y fuerte de sus compañeras.

Cuando el enfermo fue debidamente acomodado, Zebeo invitó a comer al silencioso sacerdote que miraba sin hablar. Pero él hizo una señal negativa con la cabeza. --Creeré que me niegas tu amistad si no comes junto conmigo —le dijo dulcemente Zebeo—. Ya está el sol en el cenit, y es casi el medio día. Comeremos todos juntos aquí. ¿No te es agradable nuestra compañía? El sacerdote miró fríamente a su compañero enfermo, que alimentado ya y muellemente recostado en blandas almohadas comenzaba a dormitar.

— ¡Dejémosle solo por unos momentos —dijo— y puesto que lo quieres tú, vamos a otro lugar y comeremos juntos. —Y les llevó a otra sala también toda de piedra y tan desnuda como la alcoba del enfermo. En ella no se veía más que una mesa de piedra al centro y bancos de piedra alrededor.

Thabita y su compañera habían desaparecido con la rapidez de fantasmas alados y no tardaron en regresar con nuevas cestas de alimentos. — ¿Y cómo es que tan pronto vas y vienes del Castillo aquí? —le preguntó Zebeo.

— ¡Oh padre!... —dijo ella sin parar en su trabajo de ir colocando sobre la mesa todo cuanto contenían las cestas—. Yo soy como una hormiguita que se abre camino por un agujerito de la muralla.

Alguien me enseñó la puertecita de comunicación entre nuestro Castillo y el Templo que está justamente detrás del pabellón de tejidos y por allí hemos venido, ¿qué necesidad tenemos de cruzar el Lago? —Ciertamente —contestó Zebeo. — ¿Me quedo contigo padre o me voy? —preguntó Thabita cuando había dispuesto todo sobre la mesa. El sacerdote le seguía con la mirada grave, fría, casi muerta.

Zebeo lo miró como consultándole si era de su agrado que la joven se quedara, y añadió: —Es mi esposa desde hace dos lunas. Un relámpago fugaz de ternura pasó por los ojos hundidos de aquel hombre y dijo con una voz suave llena de bondad. —Puede quedarse, aunque no entiendo como sea tu esposa y te llama padre.

—La vida está llena de sorpresas amigo, y en esta joven hay como en todos, historias que parecen cuentos de hadas. Espero que la amistad que inicio contigo me permita explicarte por qué me llama padre cuando hace dos lunas que el hierofante del Serapeum de Alejandría bendijo nuestras manos unidas.

La comida fue bastante silenciosa pues el "dueño de casa" como podríamos decir estaba bien contagiado del mutismo de las piedras, de los muros, de la piedra pegada a ellos y de todo cuanto se veía en aquel enorme panteón sepulcral. Zebeo y Thabita hacían esfuerzos inauditos por romper la dura cortina de silencio, pero sus esfuerzos se estrellaban contra aquella vida de piedra sin vibraciones al exterior, aunque a intervalos se hacía sentir una ola de angustia, de dolor desesperado, aplastante, como de algo que fuera irreparable.

Lo único que ambos podían ver con claridad, era que aquel hombre parecía sentir necesidad de mirar casi sin disimulo a Thabita y en esa mirada había interrogación, intranquilidad, temor, a veces espanto hasta tal punto manifiesto, que llegó a pasarse la mano por la frente, con ese ademán del que busca apartar una idea, un recuerdo penoso y torturante. La joven empezó a sentirse molesta y Zebeo se dio cuenta de ello.

Para distraerla, le habló: —Nuestros muchachos deben estar en plenas actividades en el mercado de Alejandría —dijo—. Y espero que al regresar esta noche nos traigan las noticias del triunfo completo. —Me figuro ver que Amare -victum viene llena completamente, —le contestó ella esforzándose para tranquilizarse. Como la comida se hubiese terminado, dijo ella a su compañera: — ¿Nos vamos?... En ese preciso instante el austero y silencioso sacerdote de Osiris preguntó a Zebeo con su voz apagada y lejana: — ¿Cuántos años cuenta tu esposa? —Un cuarto de siglo, cumplido poco antes de nuestra unión. — ¿Cuál es su nombre? —Thabita para servirte señor —contestó ella misma. — ¿Tienes madre? —volvió a preguntar dulcificando su voz y al parecer complacido de que ella misma le contestase. —No señor. Mi madre murió hace diez años, el mismo día que conocí a mi padre adoptivo que ahora es mi esposo.

El hombre dejó escapar un suspiro y pareció que le faltara el aliento. Zebeo le observaba en silencio y la intuición, esa inquieta maga audaz, iba tejiendo en su yo íntimo una misteriosa tragedia, mezcla indefinible de amor, de pasión, de locura, de crimen. — ¿Sabes de dónde era originaria tu madre?... —La ansiedad del sacerdote aumentaba, aunque muy contenida por aquel temperamento de piedra. —De la Isla de Rhodas. La pobrecita fue muy desventurada y yo lo fui también a su lado, hasta hace diez años que este hombre bueno me hizo feliz.

La mirada del sacerdote se fijó en Zebeo y éste comprendió que en aquella fría mirada había un perfume suave de agradecimiento y de amor. Y la intuición seguía tejiendo su malla finísima de firmes nudillos con hebras resplandecientes. ¿Qué misteriosos enlaces habría en todo aquello? —Si tu benevolencia es tanta, me perdonarás la última pregunta: ¿Cómo era el nombre de tu madre? — ¡Livia! —contestó la joven con sus ojos llenos de llanto. —Un tremendo suspiro, como un quejido lastimero, se exhaló de los labios de aquel hombre, que dejó caer su cabeza sobre la fría mesa de piedra, mientras sus manos se retorcían una con otra como si quisieran destrozarse a sí mismas.

Zebeo creyó llegado el momento de intervenir y se acercó a él buscando aliviarle. —Cualquiera que sea la causa de tu pena, —le dijo— cuenta que tienes un hermano a tu lado, en quien puedes confiar plenamente. Pero el sacerdote de Osiris llevaba años de vivir vida de piedra y demostró ser más fuerte que la terrible tempestad interior que se había desatado en él. Y levantando de nuevo su arrogante cabeza de pensador hecho a triunfar de sí mismo casi se avergonzó de aquel momento de debilidad. —Perdonadme —dijo quedo, con su voz helada y lejana—. Aún me falta mucho para ser una de estas columnas de piedra que sostienen las bóvedas de este claustro.

— ¡Amigo!... —le dijo Zebeo—, lamento decirte que somos de muy diferente modo de pensar tú y yo. Pero no obstante, espero que una grande amistad nos una pronto. —La justicia de la Ley Eterna, es implacable —añadió el sacerdote—. Lo que Ella une, el hombre no puede separarlo. Lo que Ella decreta, el hombre no puede estorbarlo. Es menos que un gusano y se cree omnisciente. Es un halo de negra tiniebla y se juzga una luz...

—Grande cosa es reconocerlo amigo —dijo Zebeo— y en cuanto a esto, estamos en un completo acuerdo. Y ahora si me lo permites seré yo el que hace preguntas. ¿No es verdad que has encontrado la punta de un hilo en cuya madeja estás tú, Thabita y su madre? El sacerdote sin inmutarse esta vez y con aterradora calma contestó: —Estás en lo cierto. He encontrado la punta de ese hilo con que tejí para mi desgracia el cordel de mi horca... —Cuando el Eterno Poder te ha salvado de ella, señal es de que puedes aún reparar lo que hasta hoy creías irremediable —contestóle el Apóstol de Cristo.

—Tienes la luz de una sabiduría que seguramente no la bebiste como yo en los Templos egipcios, donde Psiquis se torna de piedra y debe tejer sus alas con oro derretido al fuego. Eres un discípulo de Sócrates y Platón, que llevas dulzura de miel en tu vida y en tus obras.

—Aunque mucho les venero por sus obras y su vida, no soy discípulo de sus Escuelas, que no he frecuentado nunca. Soy discípulo de un mago sublime del amor, que nació en Palestina mi tierra natal, y que murió hace once años sacrificado por predicar el amor fraterno de los hombres. Fue crucificado como Espartaco y sus esclavos. —Así compensa la humanidad a los que se dan demasiado a ella —contestó el Sacerdote.

24.- LO QUE EL AMOR HA UNIDO...

Una semana después, el sacerdote enfermo dejaba el lecho y se fortalecía visiblemente día por día, debido a los cuidados de Zebeo y de las ancianas esclavas que acompañaron diez años la soledad de Thabita. El amor del Cristo, que inundaba el alma de Zebeo y de ella, se transmitía vigorosamente a los que les rodeaban escuchando sus sencillas enseñanzas, fue la savia divina que hizo resurgir a nueva vida al sacerdote que encontraron casi moribundo por agotamiento físico, y más aún por las angustias que torturaban su espíritu.

La Ley Eterna, sabia, justa y amorosa a la vez, había decretado la terminación de las severas penalidades, que aquellos dos seres humanos se habían impuesto a sí mismos, por graves delitos cometidos en su vida. Ambos reconocían estar agobiados por el mismo célebre pecado del Rey David, que lo obligó a pasar toda una vida llorando de arrepentimiento, que soltó a las alas de los vientos en su clamoroso Miserere, y en casi todos sus Salmos,… gritos del alma prosternada ante la Divinidad, clamando misericordia y perdón.

Acaso nada sabrían ellos de los clamorosos salmos del Rey David, grande para los pueblos de su raza y religión, pero ignorado por el gran mundo de entonces, que solo era capaz de apreciar el brillo del oro sobre los tronos, las legiones guerreras avanzando como olas humanas embravecidas destruyéndolo todo, las ciudades ardiendo en llamas, los millares de hombres fuertes y libres, reducidos a la esclavitud y atados a los carros de guerra de los vencedores. Pero los grandes pecados de los hombres se asemejan, aunque las distancias y los siglos les separan en absoluto.

Y los dos sacerdotes que voluntariamente se sometieron a dura penitencia en las criptas pavorosas del abandonado Templo del Lago Merik, habían tenido en su vida una Bethsabé, que inconscientemente les incitara al delito y un Urias a quien quitarle la vida, para poseer lo que era suyo.

Según la Ley de sus Templos, las torturas físicas y morales, la privación de toda alegría era el único medio de lavar sus delitos y tornar a la posesión de las facultades superiores que habían perdido. El mismo género de delito, la misma intensidad en el dolor desesperado de lo irreparable, los unió a los dos como con una cadena de hierro. Se habían encontrado huyendo ambos del espectro aterrador de su propia conciencia que les gritaba: ¡Asesino! ¡Falsario! ¡Seductor! ¡Infame!...

Ambos nacidos en cunas de plata, de ilustres familias de sangre azul, como el mundo llama a los que ostentan en sus progenitores filiación de realeza; llevados por la vanidad de tener también el timbre de sabios, escalaron las áridas cumbres de la Iniciación en los Templos egipcios. Y desde aquella altura, habían caído al fondo del precipicio como un águila con las alas rotas, "Chorreando sangre y sin fuerzas para levantarse. Habían saboreado la efímera dulzura de su pecado, y queriendo aún vivir en él, una fuerza más potente que ellos les quitó de los labios el ánfora de miel, dejándoles tan solo el amargo acíbar del remordimiento, el odio de sus Víctimas y el anatema inexorable de la Ley.

Era ley para los Sacerdotes de Osiris que habían cometido un delito, que el mal estaba borrado y limpio cuando cesaba el remordimiento y la calma reinaba de nuevo alrededor de Psiquis atormentada. Debemos atribuir a esa ley el hecho de que los otros tres compañeros de delito habían vuelo al Templo, y éstos dos habían quedado en su voluntario calabozo.

En tal estado de espíritu les encontró el suave y dulce Apóstol de Cristo, que solo sabía según él, de amar a los que padecen y de consolarles en sus terribles angustias. El había oído repetidas veces a su divino Maestro, consolar a los pecadores con estas solas palabras: "¿Ninguno de tus jueces te ha condenado?... Yo tampoco te condeno. Vete en paz y no peques más". Así habló a la mujer que llevaban a apedrear por su infidelidad conyugal, después de haber dicho a los jueces que lo consultaban: "Aquel de vosotros que se halle sin pecado que le arroje la primera piedra"… "Tus pecados te son perdonados, porque has amado mucho mujer" —le dijo a aquella que derramaba esencia de nardos sobre sus pies y los secaba con sus cabellos.

"¡Ven Sedechias!... Yo quiero que vengas a mí" —dijo al fariseo que reconociendo sus errores de Secta y los prejuicios dogmáticos que endurecían su corazón, descansaba su frente humillada sobre las manos santas y puras que acariciaban su cabeza gris.

Estos imborrables recuerdos estremecieron el corazón de Zebeo y desbordó en él la piedad a tal punto que cuando ambos sacerdotes delincuentes quisieron relatarle su delito, él les dijo poniendo el dedo índice sobre sus propios labios: —Como la Isis de la entrada a vuestro templo os digo también yo: ¡silencio!

Para que entre mi pequeñez al templo de vuestro corazón, que fue purificado por el arrepentimiento, no necesito saber cual fue vuestro pecado. Sólo os digo que no es con maceraciones del cuerpo ni tormentos en el alma como se lavan los pecados de los hombres sino reparando el mal que se ha causado al prójimo con ellos. Uno de vuestros más grandes y nobles Hierofantes, el príncipe Melchor de Heliópolis, descendiente en línea directa del Pontífice Mimbra, que inició a Moisés en la oculta sabiduría de los Templos, cometió un delito de amor.

Le quitó a un zagal, la zagala que debía ser su esposa, causando la muerte de ambos, que se arrojaron al precipicio. Para reparar tal delito se negó para toda su vida la dulzura del hogar, y destinó gran parte de su fortuna a dotar a las doncellas que se preparan a ser esposas y madres. Y aún ha pensado en ellas para después de su muerte, y soy yo depositario administrador de la renta perpetua dejada por él para este fin.

El amor del Cristo, que irradiaba su Apóstol, triunfó sobre aquellas almas petrificadas por la implacable dureza de las leyes en que habían vivido, y con profunda emoción le dijo el mayor de ellos, Leandro de Caria: —Tu sabiduría es el amor; tu ley es el amor... tu vida es el amor... ¿De qué escuela, templo o estrella viniste, que pareces no ser un hombre de esta tierra que es hierro y piedra amasados con sangre?

—Nací a la vida del espíritu, en el alma genial de un hombre que era Dios del Amor, de la Esperanza, y de la Paz. Era el Avatar, soñado por los Debas del Lejano Oriente, el Hombre Luz de la Persia de Zoroastro, el Mesías de los Profetas Hebreos, el dulce Rabí Nazareno, que oraba sobre los montes y colinas, que hablaba a las muchedumbres desde una barca de pescador, que hacía florecer rosas entre las ruinas y lirios en los sepulcros, y con su voz vibrante de clarín que anunciaba la victoria, decía a las almas desoladas y caídas como las vuestras: "¡Levántate y anda! El amor y la fe te prestan sus alas, la esperanza te viste de nuevo, la vida te sonríe como una virgen coronada de mirtos y de olivos, que va arrancando una a una las viejas espinas de tu corazón".

Este amoroso discurso de Zebeo parecíales una llama de dulce calor para sus almas heladas de soledad y de espanto, y ambos sacerdotes, Leandro y Narciso, se le habían acercado tanto hasta tomarse de sus manos como náufragos de una marejada de escarchas, que vieran de repente ese único medio de salvación. El Apóstol al sentir ese contacto, volvió en sí del vibrante estado psíquico que el vivo recuerdo de su excelso Maestro le había ocasionado. Estrechó efusivamente aquellas manos enflaquecidas que se prendían de las suyas y tirando de ellas les atrajo hacia si mientras les decía: —Estabais muertos y el amor os ha resucitado ¡Venid conmigo y os enseñaré a vivir la vida, como el Cristo mi Maestro me enseñó a vivirla!

La divina irradiación del Cristo a través del alma de Zebeo les hacía llorar esas dulces lágrimas que son descanso de las almas doloridas y les prestan alas ligeras de paz y de luz para remontarse de nuevo a la inmensidad de lo infinito, de donde habían caído a fuerza de terror, de espanto de sí mismos, y de la impenetrable oscuridad que les rodeaba.

Era la mitad de la tarde y Zebeo les condujo a los talleres improvisados en diversos recintos del ruinoso castillo donde habitaba. Aquello era una colmena humana donde cada abejita elaboraba su miel. Leandro… el sacerdote mayor, miró en todas direcciones como buscando algo. Y al fin su vista reposó en el rostro de Thabita inclinada sobre su labor. — ¿Me permites hablarle? —preguntó a Zebeo. Y se acercó a ella—. Niña —le dijo— si a tu alma buena le interesa que yo tenga paz en la mía, deberás permitirme unas palabras a solas. Thabita buscó en seguida los ojos de Zebeo, que le hizo con la cabeza una señal afirmativa.

Se apartaron a un ángulo del enorme pabellón y el sacerdote le habló así: — ¡No me temas por piedad, que eres lo único que puede unirme de nuevo a la vida!... Veo el espanto en tus ojos y sé que nunca tendré tu cariño... De tus contestaciones a mis preguntas he adquirido la certeza de que fui el causante de toda la desventura de Livia tu madre. No quiero herir tu corazón con un relato espantoso. Solo te digo que Livia tu madre, a la cual te pareces como una lágrima a otra de las que están cayendo de tus ojos, fue el único amor de mi vida… tan fuerte, que por tenerla a ella y a ti conmigo, quité de su camino al que debió ser tu padre. Y el padre de mi mujer, un poderoso príncipe de Caria, la vendió como esclava, en venganza de mi traición a su hija… Ni Livia nació esclava ni tampoco tú; pero los poderosos de la tierra satisfacen sus venganzas, a costa de vidas humanas que en su criminal prepotencia jamás supieron respetar.

A través de sus lágrimas, Thabita veía a Zebeo a diez pasos de distancia… que con sus miradas que ella comprendía tanto, le infundía serenidad y valor.

El sacerdote Leandro continuó su confidencia: —Sé que en la persona de tu madre no puedo reparar el daño causado, porque la muerte le dio la paz y la dicha que yo no supe darle. Pero puedo repararlo en ti hija mía... ¡Déjame llamarte así, ahora que voy a desaparecer para siempre de tu camino!... ¡Toma! Aquí está mi testamento, mi última voluntad. —Y le extendió un pergamino enrollado y sellado. Ella dio un paso atrás y buscó de nuevo a Zebeo. Pero él se había retirado hacía el oratorio que comunicaba con el Taller.

La pobre joven se echó a llorar desesperadamente, causando la consiguiente alarma entre los que estaban al otro extremo del pabellón de trabajo.

Leandro… semejaba una estatua de mármol con el brazo extendido hacia ella, sosteniendo el pergamino. Zebeo sintió el llanto de Thabita y acudió en el acto. —Hija mía —le dijo con la mayor ternura—. ¿Por qué te desesperas así, sabiendo como sabes que nadie ni nada te separa de mí, si es tu voluntad permanecer a mi lado? Y acercándola de nuevo a aquel desventurado padre, a quien las consecuencias de su delito lo habían privado del cariño de su hija, les dijo: —El amor es lo único que puede salvar este abismo y lo salvará. Thabita es mi esposa y tú eres su padre. Ambos cabemos en el corazón de ella, que está educada en la enseñanza del Cristo, mi Maestro, que vino a reafirmar en bases de diamante la Ley Divina que dice: "Honra a tu padre y a tu madre". Ni tú puedes hablar de desaparecer para siempre del camino de tu hija, ni ella puede rehusar el reconocerte como padre. El amor del Cristo es más grande y fuerte que todas las tragedias y miserias humanas, y si la Divina Ley corona su obra uniendo lo que la maldad humana había separado, ¿quiénes somos las criaturas inconscientes para estorbar su mandato?

Leandro… aún con el brazo extendido ofreciendo el pergamino, se acercó a Zebeo. —Yo no puedo esperar ni pedir amor a una criatura que jamás lo recibió de mí; pero sí os puedo pedir a ambos que no me estorbéis el reparar en parte los daños causados por mi delito. Y en este pergamino está esa reparación.

—Está bien —dijo Zebeo tomándolo—. También yo, como esposo de tu hija, creo tener el derecho de pedirte que aceptes nuestro hogar como tu hogar y toda esta numerosa familia nuestra como tu propia familia. Porque si tú reclamas para ti la tranquilidad y la paz de tu conciencia, también la reclamamos tu hija y yo, para quienes sería insoportable tormento recibir tu legado y dejarte ambular solo en el mundo.

El Apóstol de Cristo envolvió en su mirada ardiente de amor a Leandro y a Thabita que tan cerca estaban de é!... La joven se le acercó hasta descansar la cabeza en su hombro, y Leandro inclinó la suya hasta tomar la mano del Apóstol y apretarla a sus labios. Pero él había bebido del eterno y divino manantial del corazón del Maestro, que dijo al despedirse: "Si sois capaces de amaros como yo os amo, el Padre y yo haremos morada en vuestro corazón."… Y fue así que la cabeza gris de Leandro y la de negros bucles de Thabita se encontró unida entre los brazos de Zebeo, que les estrechaba sobre su pecho.

El austero y grave sacerdote de Osiris, pasó a ser el Director de la Escuela que en la gran Sala del Consejo, en el abandonado Templo del Lago Merik, fundara el Apóstol de Cristo para consolar a los humildes desgraciados de la sociedad, con la divina palabra de su Maestro. "Bienaventurados los pobres, los que lloran, los que son perseguidos, porque de ellos es el Reino de los cielos."

Sintiendo estoy la interrogación del lector, sobre qué había sido del sacerdote que encontramos enfermo en su fría y desmantelada estancia, o sea Narciso de Lidia… Era un temperamento diferente de su compañero, y debido a eso su naturaleza física resistió menos a la vida de duras penalidades que a sí mismo se impuso. Y a no ser por la oportuna intervención del Apóstol Zebeo, hubiera muerto pocos días después. Más abierto, más expresivo, se rindió más pronto a la fraternal solicitud de Zebeo, al cual le decía: —Me has arrebatado a la muerte, como la madre arrebata a su hijo de las olas bravías que iban a tragarlo —y aunque contaba sólo seis años menos que el Apóstol, se sintió en verdad como un hijo del hombre bueno que le salvó la vida.

Nacido a orillas del Mar Egeo, hijo del príncipe soberano de Lidia, había ingresado en su primera juventud en una Escuela de Atenas, que dependía del Templo de Delfos, uno de cuyos sacerdotes la regentaba. Las leyes de los Templos de la antigua Grecia, no fueron nunca tan duras e implacables como en los Templos de Menfis y de Tebas. El arte, la poesía, la música, suavizaron los cultos realizados muchas veces en torno a la Fuente de Castalia, sintiendo el rumor de los arroyuelos saltando entre riscos y flores, o en rumorosos vallecitos donde cantaban los pájaros y sollozaba el viento en las ramas de los cipreses y de los laureles.

Narciso decía, que un genio maléfico le había perseguido desde sus primeros años, en la intrigante personalidad de una madrastra, que trató siempre de alejar del país y del hogar al primogénito de su marido Pausarías, padre de Narciso, buscando su propio beneficio y el de sus hijos. Y cuando el príncipe murió envenenado, ella, mediante el vil soborno de los Consejeros, se hizo nombrar Regente del Principado con la excusa de la minoría de edad de Narciso, que era el heredero legítimo del príncipe Pausarías, su padre.

Con la astuta adulación de su fingido amor, convenció al jovencito, que sólo contaba diecinueve años, de que le convenía viajar para conocer a los hombres y el mundo y prepararse así para gobernar el país en sustitución de su padre. El joven viajó por las grandes capitales de la costa Mediterránea, e inclinado por naturaleza al estudio, visitó las Escuelas de Páfos, de Tarsos, de Siracusa y de Alejandría, donde decidió quedarse, atraído por la dulce bondad de una joven que embarcó en Páfos acompañada de un tío suyo y que se dirigían también a la célebre ciudad de los templos como fortalezas y de los obeliscos cuya cúspide subía hasta las nubes.

Fue este el cable de hierro que lo llevó a su desgracia. Narciso y Liana se amaron en contra de la voluntad del tío, que conducía a la joven para desposarla con un hijo suyo residente en aquella capital. Separados bruscamente encontraron medios de reunirse en secreto. Narciso ingresó entre los aspirantes a la Iniciación en el Templo de Osiris, al amparo de un hermano de su madre muerta que formaba parte del Alto

Consejo sacerdotal. Soñaba crearse una elevada posición, preparándose con los más altos conocimientos, para gobernar un día los dominios de su padre, contando desde luego con las promesas de Liana de que no se casaría sino con él. Y Liana se afilió a las doncellas de la Escuela de un Serapeum destinado a la cultura femenina, que estaba anexo al Templo de Osiris del cual dependía.

Después de tres años de dura resistencia, Liana comunicó a Narciso que, seis días después la casaban con el primo, y si no obedecía, la vendían como esclava a los mercaderes que con tal fin llegaban desde el lejano Oriente. —Yo lo estorbaré —le había contestado él— aunque deba arriesgar mi vida —Y la arriesgó, pero no ganó la partida… En la terrible lucha por libertar a Liana, hirió gravemente al tío y mató al recién casado, pero la mujer amada desapareció sin que él pudiera encontrarla jamás.

Consciente ella de que sería madre en breve tiempo, no quiso presentarse en tales condiciones al hombre que había amado y huyó a refugiarse en un mercado de esclavos, donde seguramente no sería buscada ni nadie se asombraría de su miseria.

Una mujer vendedora de frutas, la tomó a su servicio y allí le nació su hijo y allí vivió hasta que su ama se marchó a otro país, dejándola al servicio de unos parientes. La confusión y la anemia hicieron presa de ella, cuando el niño contaba siete años y dándole una carpa, un botecillo pescador y las ropas necesarias para ella y su hijo, la despidieron de casa.

Cuando se refugió en el mercado de esclavos, dejó su nombre de nacimiento y tomó el de Chiofi, muy común entre las pobres gentes de esa clase y a su niño lo llamó Petiko, que en la lengua de su país significaba aforillo sin nido.

Hemos llegado lector amigo, a dilucidar el misterio que envolvía al joven sacerdote de Osiris, a quien consumía la tristeza de su vida fracasada en todos los caminos que había emprendido: fracasado en su familia, en su carrera y en su amor.

Era el "asesino" del padre de Petiko, el pobre niño que Zebeo encontró en su botecillo a orillas del Nilo y de aquel amor de su juventud sólo quedaba el montoncito de piedra que en el cementerio de los esclavos tenía este nombre como inscripción: Chiofi.

Era cuanto quedaba de aquella dulce belleza pálida que él conoció en Páfos y que se llamaba Liana. El mismo ignoraba este final de su drama, que sólo Zebeo conocía por los escasos documentos que Petiko había conservado de su madre y que los entregó a su padre adoptivo aquel primer día que él llegó a la Aldea de los esclavos.

Y Narciso de Lidia… en íntima confidencia con Zebeo, se quejaba amargamente de su suerte. —Mi compañero ha podido reparar el daño causado, mientras yo, ni aún ese alivio puedo dar a mi atormentado espíritu. Zebeo lo dejaba hablar y en su alma lúcida y llena de piedad para el dolor de su prójimo, reconstruía ese terrible pasado del cual sólo podía extraer nuevos dolores para aquel pobre corazón tan cruelmente atormentado.

Y con un tacto y prudencia, que sólo el amor puede dar, fue revelándole poco a poco el final de aquella tragedia de su juventud… ¿Cómo decirle: yo tengo a mi lado al hijo de Liana y de su esposo que asesinaste? ¿Cómo decir a Pedrito que aquel triste enfermo del Templo del Lago Merik era el asesino de su padre y el causante de todas las desventuras de su madre?

— ¡No! —Decía en sus cavilaciones Zebeo— ¡Pedrito no debe saberlo nunca! No debe saber que Narciso, con quien viviremos en familia, fue el causante de todas sus desventuras. Pero sí debe saberlo éste, para que su espíritu descanse en la reparación de su mal. No vive Liana para recibir en su amor la compensación a sus dolores, pero está su hijo en quien puede Narciso tranquilizar su conciencia y aquietar su espíritu atormentado.

Se dirigió al oratorio, que era el lugar más silencioso y solitario del Castillo, que estaba convertido en un ambiente de actividad y de trabajo. Los huertos y jardines cubiertos de zarzales y de yerbas inútiles, se iban transformando en largos surcos de hortalizas y de legumbres, en hermosos arriates de flores. Con esta suave visión en el alma, el Apóstol llegó al Oratorio y ocupó su sillón habitual. La última luz de la tarde penetraba por el ventanal de occidente y resplandecía sobre el altar de las Tablas de la Ley.

A Zebeo le vino el recuerdo de cuando las últimas frases se habían iluminado de una llama viva y cerrando los ojos, la imaginación se las pintó de fuego otra vez: "Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo". — ¡Maestro!... —llamó con la voz profunda de las evocaciones supremas— ¡Dame que sea tu instrumento para devolver la paz y el sosiego interior a ese hermano atormentado! Su frente se inclinó en oración silenciosa y profunda esperando la respuesta. Tan absorto estaba, que no sintió la llegada de la barcaza y sólo se enteró de ello viendo entrar a Pedrito con su rostro iluminado de gozo, que le buscaba. —Padre —le dijo—. Tus ojos tienen tristeza y yo vengo con el alma rebozando de alegría. ¿Qué pasa? — ¡Pedrito, hijo mío!... —contestóle Zebeo vacilando aún—. Tú eres ya un hombre que a través de mis enseñanzas has llegado a comprender, como pocos, la ley divina del amor al prójimo y más al prójimo atormentado por ocultos dolores. —Sí, padre. ¿He faltado acaso en eso? —No hijo mío; pero creo llegado el momento de que ese amor sea tan fuerte y tan poderoso, que no te permita volver atrás si encuentras una barrera ante ti.

—No sé lo que quieres decirme, pero veo que algo grave ocurre. —Sí, hijo mío. Siéntate aquí a mi lado y óyeme… Y le refirió todo cuanto había ocurrido ese día con los dos sacerdotes que en voluntaria expiación de sus culpas habitaban la pavorosa aridez del Templo abandonado. Supo con asombro el descubrimiento hecho, referente a Thabita y su madre muerta, y cómo aquel desventurado padre quería desaparecer para siempre después de legar a su hija cuanto tenía como reparación de los sufrimientos causados.

— ¿Thabita está contenta? —preguntó. —No del todo, por el momento; porque su amor hacia mí hubiera querido que su corazón no tuviera a nadie más a quien amar. Mas..., espero que llegue a ponerse a tono con nuestra ley del amor al prójimo y no mezquinará su cariño al padre que la trajo a la vida, aunque nunca la conoció hasta ahora. Pedrito no contestó, pero quedó muy pensativo. —Si a ti te ocurriera algo semejante, hijo mío, ¿serías capaz de obrar como un verdadero discípulo de ese divino Maestro de los hombres? El joven miró a Zebeo con sus expresivos ojos llenos de asombro y de interrogantes, y Zebeo sostuvo esa mirada con la suya llena de dulzura y de piedad. — ¡Padre!... —exclamó Pedrito — ¡espero que no irás a decirme que también a mí me ha brotado en el camino otro padre fuera de ti! —Tranquilízate, hijo, que no te diré eso, pero sí te digo que uno de los pobres recluidos en ese Templo abandonado, fue el primer amor de tu madre que le fue arrancada por la fuerza y casada con otro hombre que ella no amaba.

— ¡Pobre madre mía! ¡También tuvo ese tormento!... —murmuró muy quedo Pedrito, que sentía sus ojos húmedos de llanto— ¡Malo!..., muy malo debía ser ese hombre que tomaba por la fuerza un corazón que no lo quería —añadió con la voz que temblaba de indignación.

—Perdónalo porque ese fue tu padre, que murió antes de nacer tú, quedando tu madre en el mayor desamparo y esperando tu llegada a la vida, huyó a ocultarse en el mercado de esclavos de Alejandría, no atreviéndose a presentarse en ese estado al hombre que tanto ella había amado y que la buscó enloquecido, sin encontrarla jamás.

— ¡Ese hombre debió haber sido mi padre! —gritó Pedrito con su voz quebrada por un sollozo— y no el otro, egoísta y cruel, que tomó a la fuerza lo que no querían darle... Pero yo te tengo a ti, padre mío —añadió tomando la mano de Zebeo y estrechándola entre las suyas como si temiera que alguien se lo arrebatara. — ¡Sí, hijo mío, me tienes a mí para toda la vida, pero yo creo que en tu corazón grande y generoso, cabe también ese desventurado hermano nuestro, que tanto amó a tu madre y que hoy sólo encuentra de ella un montoncito de piedras en el cementerio de los esclavos!.. .

El joven se cubrió el rostro con ambas manos y la suave penumbra del oratorio se llenó con sus dolientes sollozos. El Apóstol de Cristo se puso de pie y estrechó a su corazón aquella cabeza juvenil, dolorida y sollozante. — ¿Serías capaz de consolarle con tu cariño, hijo mío? —le preguntó cuando le vio serenarse y descubrir su rostro húmedo de lágrimas. — ¡Sí, padre, sí! Lo amaré como amé y amo a mi madre, que desde el cielo verá contenta que quiero al único hombre que ella amó. ¿No es así acaso el amor que enseñó el Divino Maestro de los hombres y que tú me enseñaste a mí? —Sí, hijo mío, es así —contestó Zebeo—. Y como ese hombre está muy enfermo, a fuerza de tanto padecer por su amor a tu madre que perdió, me acompañarás a su aposento porque él suspira por conocerte. —Vamos ahora mismo —dijo Pedro levantándose—, que esto es más urgente que describirte nuestro primer viaje y nuestro feliz regreso.

Y mientras todo era movimiento en el viejo Castillo con la llegada de Amare-Victum, Zebeo y Pedrito se perdían en los oscuros claustros, buscando la celda del pobre enfermo. Lo encontraron con su compañero, sentados ambos en un estrado de piedra adosado al claustro, contemplando en silencio el último resplandor del ocaso y la primera estrella que asomaba tímida en el infinito azul.

—La paz sea con vosotros —díjoles el Apóstol acercándose a ellos—. Narciso de Niquele, príncipe de Lidia —dijo Zebeo emocionado—. Aquí tienes al hijo de Liana que viene a ti sintiéndose también hijo tuyo.

Narciso intentó ponerse de pie para abrazarlo, pero no pudo hacerlo por su extrema debilidad. Sus hermosos ojos claros se inundaron de llanto y Pedrito doblando una rodilla lo abrazó efusivamente. — ¡Hijo de Liana!..., ¡hijo de Liana que debió ser mi hijo! —exclamó entre sollozos el desventurado Narciso —. ¡Y cuánto te pareces a ella! —continuó mirándolo con los ojos fijos, del que ve una imagen que nunca borró de su retina.

—El buen Padre Celestial ha querido que encuentres un retazo del corazón de Liana en su hijo —díjole Zebeo—. Y espero que este feliz encuentro ayudará a tu pronto restablecimiento, hermano. — ¡Oh sí! os lo aseguro a todos vosotros, que pronto seré un hombre nuevo porque tiene ahora un gran motivo mi vida: vivir para el hijo de Liana en memoria suya. Aunque no me hubieras hecho ver los documentos que se conservan de ella, este es el mejor documento —decía Narciso acariciando la cabeza de Pedrito—. Y la naturaleza te ha hecho imberbe para que tu rostro sea aún más viva imagen del suyo.

El joven se sentó a su lado, mientras Zebeo hablaba con el sacerdote Leandro. — ¿No son éstas, combinaciones prodigiosas que hace la Bondad Divina en beneficio de sus hijos? —le preguntaba Zebeo. —Es tal como dices —contestó Leandro— pero estas combinaciones se realizan con éxito, cuando un gran amor desinteresado y puro se ha constituido, consciente o inconscientemente, en hilo conductor de esa maravillosa fuerza de cohesión, de unión, que se llama Unidad del Gran Todo. Y eres tú el hilo que nos ha unido a mí con Thabita y a Narciso con el hijo de Liana… Sea bendita por siempre la Eterna Unidad Divina!

—Ahora, para celebrar este maravilloso acontecimiento —dijo Zebeo—, propongo que celebremos en el gran comedor del Castillo una cena en conjunto. ¿Aceptáis? —Aceptado —contestó Leandro— aunque no sé si mi compañero tendrá fuerzas para llegar hasta allí. — ¡Ahora sí! —dijo Narciso poniéndose de pie ayudado por Pedrito y Zebeo. Apoyado en ambos y lentamente cruzaron la puertecilla que daba al Taller que era el gran comedor. Una hora después, habían sido replegados en un ángulo el telar y demás enseres de los tejidos, quedando el recinto, no como debió ser el gran comedor de la Princesa Thimetis, pero sí un sencillo comedor de grandes dimensiones, adornado con palmeras y guirnaldas de madreselvas en flor.

Zebeo ocupaba la cabecera de la gran mesa de roble y a uno y otro lado suyo Thabita y Pedrito, a quienes seguían los dos sacerdotes, Leandro junto a Thabita y Narciso al lado de Pedrito, el hijo de Liana. En todos los rostros había paz, contento y alegría, y la numerosa familia de Zebeo se había aumentado con seis huéspedes más, llegados recientemente en la barcaza de carga.

25.- LOS TREINTA Y TRES

La barcaza Amare-victum había regresado trayendo un esclavo ya mayor, brutalmente herido por azotes recibidos del amo que lo había despedido. Le acusaba de haberle envenenado una garza de la colección que tenía en sus jardines. Le había amenazado con matarle de una paliza y arrojarle al muladar si no se conseguía la curación de la garza enferma. Y cuando esta murió, el esclavo fue duramente apaleado y tirado al muladar… Arrastrándose hacia los barrancos, que rodeaban aquel repugnante lugar de inmundicias, el infeliz esclavo había obtenido piedad de una mujer de igual condición, que acudía allá a arrojar basura de la casa de sus amos. En ese estado le había recogido uno de los compañeros de Pedrito al ir recorriendo los suburbios más pobres y apartados de la gran metrópoli.

Los otros pasajeros de la gloriosa Amare-victum, eran: Un esclavo joven, pero ciego y por tal causa arrojado a la calle por sus amos; dos ancianas mendigas, con las manos retorcidas por el reuma, y finalmente dos esclavas jóvenes, con sus hijos pequeños en brazos, que les habían nacido, contrahecho el uno y el otro con el cuerpecito lleno de pústulas infecciosas. Ambas, víctimas de la lascivia de amos brutales, se veían arrojadas a la calle por el mal que traían sus hijos.

El joven capitán de la barcaza, había logrado vender en el mercado los productos de la Aldea, y tan buena aceptación habían tenido, que recibió nuevos pedidos, por lo cual compró gran provisión de cáñamo para tejer esteras y de lanas para frazadas.

Entre sus remeros iban tres de los jóvenes muchachos de la Aldea, que estaban encargados de la siembra y plantaciones, de la cual sacaban el sustento para todos y éstos hicieron buena provisión de simiente para ampliar cuanto pudieran los cultivos.

Los mueblecitos de caña y juncos fueron vendidos todos y entonces el Apóstol de Cristo mandó a los que eran carpinteros, construir tantas arquillas como obreros había, y cada una llevando el nombre de su dueño. Allí se depositaba la mitad del valor en que fue vendido el objeto construido por él y la otra mitad se depositaba en la caja común, para el sustento de todos los obreros de la colmena.

Conociendo Zebeo, que no todos habían llegado al superior grado de evolución, que hace al ser indiferente a la idea de posesión de bienes materiales, obró con gran acierto al disponer las arquillas individuales para que cada uno guardase lo suyo, o sea la mitad de lo adquirido por su trabajo. Fue un estímulo tan fuerte, que la producción de la aldea se aumentó al cien por cien, lo cual obligó a la barcaza Amare-Victum a salir aguas afuera cada treinta o cuarenta días.

Y llegó por fin, un solemne y memorable día para la Aldea de los esclavos. Después de largas meditaciones del Apóstol de Cristo, en la soledad del Oratorio, pidió a Thabita, Pedrito, sus veinte compañeros, los dos sacerdotes y los ex-cautivos del Castillo, que acudieran a una reunión que era necesario realizar para el bien de todos.

—Son en total treinta y dos personas —decía el Apóstol— y conmigo treinta y tres... ¡Oh, Maestro mío!... Treinta y tres años duró tu vida sobre esta tierra, y tú solo hiciste una obra de amor tan grande que ni mil hombres la hubieran hecho. Tu montoncito de tierra se propone hacer «algo que sea de tu agrado con treinta y tres almas de buena voluntad… ¡Maestro!, si es digno de ti este pensamiento mío, bendícelo desde tu Reino Eterno y dame fuerza para vencer todas las dificultades que se me opongan.

Una grande paz llenó hasta rebozar su alma, después de esta plegaria, y el Apóstol, conocedor de las íntimas condiciones de todos aquellos corazones, que habían confiado plenamente en él, les llamó una tarde a la asamblea en el Oratorio… Les habló de esta manera: —Prosternados todos ante la Eterna y Divina Presencia, que percibe los latidos de nuestro corazón y las aspiraciones de nuestro espíritu, tratemos de resolver y encaminar todas nuestras actividades, como entendamos sea más justo y conducente al bienestar espiritual y material de todos los que estamos reunidos en esta Aldea, bajo la única ley que resume todo el mandato divino: "Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo."

“Los dos sacerdotes que fueron del Templo de Osiris, han aceptado el cargo de maestros directores de nuestra Escuela, que hemos llamado "Janua Celi" (puerta del Cielo)… Los ocho amigos que vivieron años recluidos en este Castillo, por voluntaria elección, quedaron al frente de los diversos trabajos y actividades que desempeña nuestra colmena de laboriosos obreros, y algunos se prestan a colaborar con aquellos en la enseñanza de nuestros alumnos”.

“Sabéis todos, que hemos descubierto y comprobado, que Leandro de Caria es padre de mi esposa Thabita. Y poseyendo valiosas posesiones en su país, ha hecho donación de las rentas a nuestra Escuela-Taller y Refugio de huérfanos y desamparados y a la vez nombra heredera legítima de sus bienes a esta hija suya que había perdido apenas nacida y que por una de esas sabias combinaciones de la Ley Divina, ha venido a encontrar en nuestra Aldea de los esclavos. El hermano Narciso de Niquele, poseedor único del principado de Lidia, hace así mismo donación de sus rentas particulares a nuestra Escuela-Taller y Refugio, y nombra heredero de sus bienes a mi hijo adoptivo Pedrito de Alejandría, hijo de Liana de Páfos, que le fue arrebatada por la fuerza antes de nacer su hijo. Estas declaraciones que hago en presencia de todos vosotros, nos ponen en el caso de resolver en conjunto lo que hemos de hacer en adelante”.

"El Albacea Alejandro, nos ha entregado con escritura de posesión, este solar de tierra con su ruinoso

Castillo y su Templo abandonado”.

"Vivimos bajo su techo cincuenta y dos personas, y somos además el alma que anima y da vida a toda nuestra humilde Aldea… ¿Los abandonamos a todos y nosotros, que somos treinta y tres, nos vamos a los dominios de estos dos hermanos donantes y cuyas posesiones colindan una con otra en los Países de Caria y de Lidia, del otro lado del mar?... ¿Continuamos todos aquí, engrandeciendo la Aldea y siendo instrumentos de la Eterna Potencia Divina para velar por todos los desamparados de Alejandría?”

"Tales son las dos preguntas que pongo ante vosotros, pidiendo que tengamos todos la luz divina para resolver esta cuestión”.

"Pedrito, hijo mío —añadió Zebeo—. Aquí tienes treinta y tres piedrecillas blancas y treinta y tres piedrecillas negras. Entrega una blanca y una negra a cada uno de los presentes y que después de haberlo meditado en la presencia de Nuestro Señor el Cristo, cada uno deposite la que quiere en aquel cofrecillo que he colocado sobre el altar, al pie de las Tablas de la Ley. Las piedrecillas blancas significarán que nos quedamos aquí. Y las piedrecillas negras, que nos vamos a trabajar en los dominios de los hermanos Leandro y Narciso"

—y el Apóstol entregó a Pedrito una bolsita de blanco lienzo que guardaba todas las piedras. Todos contenían el aliento y Pedrito, pálido como un muerto, temblaba al ir entregando a cada uno las dos piedrecillas ordenadas. Thabita, sentada junto a Zebeo, dejaba correr sus lágrimas silenciosas. ¿Por qué habría tomado el Apóstol tan grave determinación, sin consultarla para nada? Tanto ella como Pedrito pensaban con honda angustia en los dos montoncitos de piedra que cubrían los pobres restos de sus madres muertas. Era lo único que de ellas les quedaba. ¿Habían de abandonarlo también?

Cuando Pedrito terminó de repartir las piedrecillas, tomó las dos suyas y ocupó su asiento entre Zebeo y Narciso, y el Apóstol de Cristo habló de nuevo: —Os pido unos momentos de silencio para que todos pensemos ante Nuestro Señor y Maestro el Cristo, representante eterno y vivo de la Voluntad Divina, y conforme a lo que nuestra conciencia nos diga, obraremos.

El silencio fue tan profundo que el Oratorio parecía estar vacío en absoluto. Por fin el Apóstol se levantó y acercándose al altar, dejó caer una piedrecilla que resonó en el fondo del cofre. Lo siguió Leandro de Caria, Narciso de Lidia, Thabita, Pedrito y luego uno por uno, todos los demás.

Otro momento de silencio y durísima espera. Zebeo mismo estaba profundamente emocionado. Pedrito seguía pálido como un muerto y Thabita llorando en silencio.

Zebeo se dirigió de nuevo al altar y tomó el cofre. — ¡Todas son blancas! —exclamó con los ojos inundados de lágrimas y cayendo de rodillas al pie del ara santa, repitió con la voz quebrada por un sollozo—¡Gracias, Maestro mío, porque todos los que me rodean han sentido tu voz que les decía en el fondo del alma: "Lo que hiciereis con cada uno de estos pequeños que os he dado, conmigo lo hacéis. Bienaventurados los pobres, los que lloran porque de ellos es el Reino de los cielos!"

Pedrito se abrazó al Apóstol y lloró como cuando era niño y se abrazaba al cuello de su madre. Thabita a su vez le tomó la mano y la apretó muy fuerte a sus labios, Leandro y Narciso se estrecharon las manos, mudos por la emoción y el primero dijo al segundo: —Nos unió un día la desgracia y hoy nos une la felicidad de los que hemos encontrado en la tarde de la vida.

Narciso, más emotivo, no pudo articular palabra y se limitó a mantener apretada la mano de su compañero. La emoción y alegría de todos se descargó en un aluvión de palabras, de frases, de exclamaciones y el oratorio se llenó de ecos, de rumores, de comentarios. Los muchachos jóvenes compañeros de Pedrito comentaban el duro minuto transcurrido, pues varios de ellos estaban unidos por un amor íntimo y secreto con algunas de las doncellas del coro formado por Thabita. Nadie conocía ese detalle, pero ese día quedó al descubierto, y alrededor de ello Zebeo, con paternal ternura, hacía un gracioso comentario:-—Temíais abandonar las golondrinas ocultas en las acacias de nuestro huerto y la piedrecilla blanca os aseguró que "lo que el amor une, nadie lo puede separar".

Al siguiente día, Leandro y Narciso retiraron de su banquero de Alejandría los depósitos en oro que allí tenían, provenientes de las rentas que cada año les habían sido remitidas de sus países, y propusieron a Zebeo realizar la debida restauración del Castillo y del Templo, en forma que prestaran las comodidades y los servicios a que estaban destinados. Y el Apóstol estuvo de acuerdo.

Una semana después, Thabita y Pedrito vieron con asombro llegar por el canal, una barcaza trayendo láminas de mármol blanco que brillaba a la luz del sol. Eran dos pequeños mausoleos que Narciso había encargado, para cubrir los montoncitos de piedra que cubrían los restos de las madres muertas. En el artístico placar de la cabecera de la tumba, leyeron en negras letras de ébano que resaltaban sobre la blancura del mármol: Liana - Livia

Zebeo, que parecía vivir pensando en lo que pudiera complacer más a los seres que lo rodeaban, había insinuado a las doncellas compañeras de Thabita que tejieran dos coronas de lotos y junquillos para ese día y que las llevasen a las sepulturas, en el momento en que ya terminada la colocación de los sarcófagos, los dos hijos de las amadas muertas, acudieran allí para orar.

Se les había adelantado Narciso, que en las pequeñas hornacinas del placar estaba colocando dos lamparillas de alabastro que él quería que ardiesen siempre, como un símbolo del perenne amor que acompañaría a las dos humildes sepulturas.

26.- DIEZ AÑOS DE LABOR

Habían pasado diez años y seis meses, desde el día que Zebeo llegó con Pedrito a la Aldea de los esclavos… ¡Cuántas transformaciones había obrado el amor en aquel paraje olvidado de todos! El Castillo de la Princesa Thimetis, más tarde refugio de la Reina Amasis, y después de la destronada Cleopatra, que fue a buscar allí su trágica muerte, se había convertido, con las reparaciones hechas, en Taller de trabajos manuales, en un salón de estudios, un gran comedor, un Oratorio, un recibidor o despacho y hacia el interior, las alcobas de las ancianas, de las jóvenes del coro, de todo lo cual Thabita era regente en el pequeño mundo femenino.

Los claustros del templo abandonado, fueron ocupados por los hombres que instalaron también sus talleres de trabajo, sus salas de estudio y de clases, para lo cual debieron bajar a las criptas las cariátides que representaban los números, y los signos del alfabeto sacerdotal; las estatuas de hierofantes encapuchados, los sarcófagos en que antes de consagrarse, se tendían durante siete días, representación de la muerte para todos los placeres de la vida material.

El Apóstol de Cristo les había dicho: —Tenemos que vivir aquí la ley del amor traído por El a la tierra y el amor es suave, es dulce, es piadoso. Es canto de alegría en la virgen, salmodia de abnegación en la esposa, canción de cuna en la madre, marcha triunfal en el hombre de esfuerzo y de trabajo.

El recinto del Templo propiamente dicho, se convirtió en sencillo oratorio con el altar de las Tablas de la Ley, tal como Zebeo recordaba el que Jeshua joven había instalado en la vieja Casa de Nazareth. Los libros de los Profetas, los pergaminos enrollados del Patriarca Adis, la vida de Moisés escrita por Filón de Alejandría, los pergaminos en que el Príncipe Melchor relataba la vida del Mesías, desde que recibiera el anuncio de los astros y las clarividencias de su propio espíritu.

Era sencillamente un lugar de retiro, de silencio y oración donde el alma podía buscar en soledad la solución de sus problemas íntimos y en contacto con la Suprema Energía, adquirir la fortaleza para vivir la vida perfecta de los hijos de Dios.

Zebeo recordaba vivamente la misión de su Maestro en Damasco, cuando transformó el Templo de Moloc y el presidio del Peñón de Ramán, en oratorio, talleres y alcobas para los que habían sido cautivos encadenados. Recordó lo que Él había hecho con los blancos esqueletos de las víctimas humanas sacrificadas bárbaramente al dios Moloc.

Todo un día les ocupó el recoger de las más profundas criptas los esqueletos de los condenados a muerte por las antiguas leyes del Templo, y llevarlos al humilde cementerio de los esclavos, donde los sepultaron entre los áloes gigantescos y el brillante cañaveral rumoroso. En esta limpieza general de criptas y cámaras, descubrieron la entrada a un enorme túnel que se perdía a lo lejos y que tenía numerosos cruces de caminos subterráneos que bajaban más hondo, hasta llegar a comprender que aquellos sombríos corredores pasaban por debajo del lago.

Y el sacerdote Leandro, decía a Zebeo: —Este es, seguramente el célebre Laberinto del Lago Merik que hizo construir el Faraón Amenemaht III para salvar las vidas de los suyos y sus incalculables riquezas en caso de producirse las invasiones extranjeras a sangre y fuego que sufrió el viejo Egipto en diversas ocasiones —y debía estar en lo cierto, pues encontraban salas amuebladas, alcobas, cocinas, salas de baño, patios de juego, establos, caballerizas, pesebres, salas de armas, toda una ciudad subterránea con sus claraboyas para el aire y la luz, tan hábilmente disimuladas al exterior por un tronco de árbol ahuecado o una roca horadada, que nadie podía sospechar que aquello fuera intencionalmente colocado.

Y Zebeo fue de opinión que aquel descubrimiento debían mantenerlo secreto entre los treinta y tres de la asamblea de las piedrecillas blancas y negras, que habían formado una fuerte alianza para enseñar a los hombres a vivir la vida, de acuerdo con la sabia enseñanza del Cristo Hijo de Dios.

Parecía que en ese instante, el Apóstol Zebeo tuvo la intuición de que aquella vacía ciudad subterránea salvaría innumerables seres, cuando en ese mismo siglo I desató Nerón la primera matanza en masa, no solo de cristianos, como se ha creído ordinariamente, sino de todos los pobres, mendigos, lisiados, gentes indefensas que sin culpa ninguna eran arriados en montón como bestias de consumo, para que el César diera a su pueblo de Roma espectáculos sangrientos que sobrepasaron a todo cuanto se había visto hasta entonces.

Pensó en todos sus hermanos de Palestina, que se habían derramado por el mundo como golondrinas viajeras, llevando la buena nueva de que el Amor había vuelto a la Tierra en la persona del Cristo Hijo de Dios. La Bondad Divina le había colmado a él de todo, hasta de una ciudad subterránea, creación de un poderoso Faraón, para salvamento en casos de emergencia.

Le llegaban noticias de convulsiones en Judea;… de que el Gobernador Marcelo de Paozuoli, que sustituyó a Pilatos, dejaba amplias libertades al Sanhedrín dominado aún por el astuto Hanani para aplastar toda innovación en ideas religiosas;… que el Emperador Claudio, sucesor de Calígula, había convertido en Reinos cada una de las regiones de Palestina, lo cual equivalía a dividir más y más a los hermanos de raza y religión, o sea la Nación Israelita. —Todo Reino dividido será desolado —decía Zebeo repitiendo las palabras que oyera a su Divino Maestro—.

—Paréceme que se acerca el día en que se cumpla la frase sacrílega que gritaba el populacho enfurecido, pidiendo la condena del Hijo de Dios: "Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos".

Esteban ó Stefano, uno de los siete Diáconos nombrados por los Doce para repartir los socorros a los necesitados, había sido condenado a lapidación.

Herodes Agripa, nieto de Herodes el Idumeo, había sido proclamado Rey de Judea y de Samaria y al regresar de Roma se detuvo tres días en Alejandría, para hacerse reconocer como Rey de los judíos residentes en esta gran capital. Pero su desmedido orgullo y el lujo deslumbrador de que se rodeó, causaron gran disgusto a la mayoría del pueblo, que se abstuvo por completo de colaborar en los homenajes… Aún no se había secado en las calles de Jerusalén la sangre de Esteban, muerto a pedradas, y poco después la del Apóstol Santiago decapitado, y los israelitas de Alejandría habían emigrado de la patria, justamente espantados del terrorismo con el que el Sanhedrín aliado con el nuevo Rey quería hacer más duro aún el pesado yugo con que la invasión romana aplastaba a la nación.

Todas estas tristes y desoladoras noticias recogieron los marineros de la barcaza Amare-victum en uno de sus viajes a la gran ciudad. Y el Apóstol Zebeo reunió en el Oratorio del Castillo a los treinta y tres amigos fieles de su alianza para orar por los padecimientos de sus hermanos de raza y dar gracias a su Maestro porque había salvado a Pedro, el primero de los Doce, de su prisión en la Torre Antonia aunque ignoraba las causas de esa prisión y la forma en que obtuvo la libertad.

Como allí tenían todos voz y voto, Pedrito fue el primero en hablar. —Padre —dijo con gran firmeza y resolución—. Tú me impusiste el nombre que llevo con orgullo y con amor, en memoria de ese hombre justo que ha sufrido el calabozo en un presidio de Judea. Yo propongo que le mandes buscar, padre, y le traigas aquí donde gozamos de plena libertad y tenemos además a la ciudad subterránea que puede contener centenares de discípulos de Cristo sin que nadie pueda encontrarles.

—Muy bien hijo mío. Me place sobremanera el ver como florecen en tu corazón los sentimientos fraternales que he sembrado en él. Pero tú no sabes hijo mío que los discípulos de Cristo no temen la muerte si ella viene por defender y enseñar la doctrina que bebieron de su Corazón. El Apóstol Pedro, con Santiago, Andrés y Matías, eligieron la Judea para enseñar en ella la Doctrina de Fraternidad humana traída por el Cristo a la tierra, como Matheo y yo elegimos estas regiones del África del Norte.

Han pasado diez años y así como nadie ni nada me arrancaría a mí de este sitio, donde me ha traído mi voluntad de acuerdo con la Divina Voluntad, sé de cierto que nadie arrancaría a Pedro de Judea, mientras no vea en ello un designio superior. Por eso os pido que oremos al Eterno Dueño de las vidas y de los seres para que cada uno de los discípulos del Cristo del amor que seguimos, tenga la fuerza y el valor necesarios para no volverse atrás en el camino empezado.

Y los treinta y tres discípulos del Cristo, reunidos con Zebeo en el Oratorio del Castillo, unieron sus pensamientos en ferviente plegaria como una sola espiral de incienso elevada hasta El, que desde su Reino de Amor veía florecer en amor los rosales sembrados, con su vida luminosa y con su muerte heroica.

Leandro y Narciso expusieron la idea de hacer llegar a los hermanos de Palestina la noticia de que aquí contaban con los medios necesarios para proteger las vidas de los que quisieran unirse a ellos bajo el mismo ideal de fraternidad humana. Y el Sacerdote Leandro, más fuerte, más sereno y también más conocedor de las sociedades humanas y de los pueblos en general, se ofreció como mensajero de los hermanos de Alejandría para los hermanos de Palestina.

Por aclamación fue aceptado el ofrecimiento y Zebeo comenzó a escribir una serie de epístolas con todas las indicaciones necesarias para que Leandro pudiera entregarlas en manos propias a quienes iban dirigidas. Antes de separarse, los amigos de Jeshua del Cenáculo de la Casa de Nazareth, donde celebraron aquella gran Asamblea, resolvieron de común acuerdo que los mensajes o epístolas provenientes del África Norte debían ser dirigidos al puerto de Joppe, a Marcos, agente general del Príncipe Judá representado en Palestina por el anciano Simónides.

Y Marcos debería hacerles conducir a los distintos pueblos o ciudades donde residieran los destinatarios. Su primera epístola fue para Pedro, la segunda para Myriam y la tercera para Juan su íntimo compañero de los años felices que juntos pasaron en torno al amado Maestro. En todas tres, el alma de Zebeo evocó los más tiernos recuerdos ya lejanos y se derramó en amor, en ternura, en gratitud para el divino Amigo desaparecido, que desde su Reino de Amor y de paz vigilaba atento su bandada de palomas mensajeras, que corrían por el mundo llevando su eterno mensaje de amor.

Dejamos que el asiduo lector nos ayude con su imaginación a intuir y tejer la minuciosa red de detalles, crónicas y relatos de cuanto les había ocurrido en aquellos diez largos años de separación. Y al final les ofrecía con todo su corazón vaciado al papel, cuanto tenía: Su pobre aldea convertida ya en pintoresco villorrio, el viejo Castillo restaurado y convertido en taller de trabajo, y hogar de mujeres desamparadas y de niños huérfanos, el viejo templo abandonado, en Escuela y Talleres,… el Lago donde abundaba el buen pescado y anidaban en sus riberas las gaviotas y los cisnes; la barcaza Amare-victum que les esperaría en el puerto de Alejandría, para conducirles al hogar común y por fin y con mucho secreto, les ofrecía también la ciudad subterránea últimamente descubierta y donde podrían ocultarse los que se vieran perseguidos.

¿Qué más podría ofrecerles el corazón de Zebeo, que se desbordaba para todos aquellos que fueron amados y amantes de su divino Maestro?... Y al final de la epístola a Myriam, de quien al igual que Juan se sentía también como hijo, le decía con esa tierna sencillez de un niño que hace mimos a la madre inolvidable: "Ven, madre buena si es de tu agrado. Aquí tenemos dos mansas camellas con sus hijos, seis asnos, una docena de ovejas y una infinidad de gansos y de gaviotas que nos despiertan con sus gritos al amanecer. Las camellas te llevarán por el desierto, por las orillas del Nilo, inmensamente más grande, pero no más querido que nuestro humilde Jordán".

Tres días después se embarcaba Leandro de Caria de Alejandría, en la galera "Ithamar" de la gran flota perteneciente al Príncipe Judá, lo cual avivó en Zebeo todo ese mundo de recuerdos, que dormidos vivían en su corazón. El viajero iba cargado de dones para los amigos ausentes. Los mas primorosos tejidos, las más suaves frazadas, las mejores alfombras, los más exquisitos dátiles llenaban cestas y formaban fardos que el Amare victum llevaba al puerto orgullosa de su carga.

El capitán de la galera "Ithamar" era uno de los hijos de José de Arimathea, convertido entonces en un experto marino; y su segundo, uno de aquellos jóvenes árabes de la tragedia de Abu-aris, que el Divino Maestro había vuelto a la alegría de vivir, en su estadía en el Monte Hor. Entre ellos dos, ampliaron las noticias escasas que Zebeo tenía de la tierra natal. Supo allí que Pedro estaba en Antioquía desde hacía dos lunas. Ellos mismos le habían llevado oculto en la bodega de su barco,… Andrés, su hermano se hallaba en la ciudad de Heraclea; puerto importante del país de Bitinia en la costa sur del Ponto Euxino. Al Apóstol Felipe le había desembarcado la galera "Jordán" cuyo capitán era hijo mayor de Nicodemus, en el puerto Crisópolis en el golfo de Propóntide. A Bernabé le habían conducido al puerto de Tarso, con destino a Laconia, y se encontraba en Icono.

Continuará

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