30 de abril de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 3

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

http://wayran.blogspot.com

TOMO 1

Bartolomé de Séphoris y Tomás de Tolemaida, que contaban con parentela en Persia, se habían unido para llevar a dicho país la enseñanza de Cristo hijo de Dios.

—Creo que todos los demás —observó Hanani, que hasta entonces solo había sido un silencioso espectador— tenemos trabas de familia que nos impiden movernos del sitio en que nos encontramos. Pero si hay otros designios de nuestro Rey sobre nosotros, el tiempo lo dirá y creo que todos sabremos obedecer y cumplir como fieles súbditos suyos.

—Es verdad, es verdad —se oyeron varias voces en distintos puntos del vasto recinto.

Gamaliel y Nicolás cuyo decaimiento era notorio, al ser interrogados manifestaron que aún no tenían resuelto nada definitivo. —Yo deberé retornar a mi ciudad natal —dijo Nicolás— aunque soy de Israel por la raza, pero la tierra de promisión se ha vuelto tierra de maldición y su repudio para nosotros no es fácil de soportar. Acaso podremos formar una Congregación que responda al pensamiento del Verbo de Dios.

—Lo que Nicolás desea realizar en Damasco, —dijo Gamaliel— desearía yo realizarlo en Siracusa, en cuya gran Escuela de conocimientos superiores, estuve años atrás acompañando a mi tío. Cuento allí con algunas buenas amistades que quizás respondan a nuestro ideal.

—Y vosotras, mujeres esenias que tan valerosamente habéis acompañado al Mesías hasta su último momento —interrogó el anciano Ezequías — ¿no exponéis vuestro programa a seguir?

Todas ellas se miraron unas a otras, con esa timidez e incertidumbre propia y natural, en quienes dependen de la voluntad de otro.

—Comprendo —añadió el anciano— que las esposas seguirán a sus maridos, las madres a sus hijos, las hijas a sus padres. Pero... ¿las demás?... Las griegas Polinia y Heraclea, madre e hija anunciaron que volverían a la Grecia lejana, a sus montañas de Argólida a donde llevarían el recuerdo del Hombre de Dios que había roto sus cadenas de esclavas en la ciudad de Damasco.

Varias miradas se fijaron en María de Mágdalo, que permanecía muda como una estatua, lo cual causaba cierta extrañeza, dado su temperamento tan decidido y vehemente. Sin duda alguna debió percibir el calor de aquellas miradas, pero no rompía su silencio. Boanerges, que esperaba ansiosamente su palabra para orientar su propia vida, se atrevió a decirle acercándose hasta ella.

— ¡Señora!... Si tú no hablas, tu ruiseñor cautivo no sabe a dónde tender su vuelo.

— ¡Perdón! —dijo como si despertara de su sueño. —Sabiéndome sola en el mundo, no pensé en que nadie esperase nada de mí. Tú no eres mi cautivo Boanerges, bien lo sabes; pero si quieres permanecer en mi Castillo, no pienso por el momento dejarlo. Es para mí como un cofre de grandes y tiernos recuerdos, que serán mi único horizonte mientras me dure la vida.

—Hija mía —le observó Myriam, muchas veces me has llamado madre, y tú eres para mí un relicario de recuerdos… que jamás apartaré de mi corazón. Nuestra amada Galilea, es todo un templo de recuerdos puros y santos, y en éste templo vive Él en todo el esplendor de su ternura y de su bondad. Su amor nos unió a ambas, como dos florecillas en una misma rama y ni tú estás sola en el mundo, porque estoy yo, ni yo estoy sola, porque nos rodean todos cuantos le amaron a Él. Llenemos con su amor nuestras vidas, y habremos traído el cielo a la tierra.

María se volvió hacia ella y puesta de rodillas la abrazó estrechamente, sintiéndose hija de la Madre augusta del Hombre-Dios que tanto y tanto había amado.

Boanerges seguro ya de su nido, confidenció con Jehiel y sus jóvenes amigos de las orillas del lago, a los que había ofrecido el calor de su alcoba y la ternura de su corazón.

Los cuatro amigos de Betlehen, que con Simónides formaban un quinteto de la más venerable antigüedad, anunciaron que en aquella lejana ciudad habían presenciado el nacimiento del Verbo de Dios y en ella esperarían sus últimos días, siendo siempre como libros vivos en que estaba escrito la grandeza y la gloria del Ungido de Dios. —Nuestro camino está marcado hace tantos años como los que tenemos de vida —dijo Jacobo, el mayor de los guardianes del Santuario de Quarantana. —Allí moriremos al pie de nuestra montaña —añadió Bartolomé, y cualquiera que necesite de nosotros, allí nos encontrará para servirlo.

—Yo soy el más joven de los Doce —dijo Juan, y no abandonaré la ribera del Mar de Galilea mientras vivan mis padres. Después... el Divino Maestro me conducirá a donde le plazca.

Que hablen los notarios —insinuó José de Arimathea —pues es de importancia que sepamos lo que ellos piensan.

—Solo faltamos Felipe y yo —contestó Esteban, y por mi parte me quedaré en Judea a la ribera del Jordán, en la misma gruta que habité mientras el Profeta Jhoanán fue mi maestro.

—Y yo —dijo Felipe, tengo estrechas vinculaciones con el Santuario del Monte Ebath en Samaria y en aquella provincia, trataré de hacer cuanto me sea posible en seguimiento del Ungido de Dios.

El anciano Esenio Eliezer dijo entonces la última palabra:

—Hermanos muy amados en el Cristo que acaba de ser glorificado por la Suprema Potencia Creadora. Animados todos de la mejor buena voluntad, hemos cumplido el sagrado deber de marcar el itinerario a seguir, sin que esto signifique una forzada obligación, que deba pasar por encima de las posibilidades de cada cual. Somos prisioneros de la materia y muchas veces nos servirá de impedimento a los vuelos ansiosos del espíritu. Pero estamos ciertos, de que si nuestra vida está encausada dentro de la Ley Divina, de ella misma nos vendrá la fuerza y la luz, para que nuestros pasos en la vida, sean como una prolongación de la senda seguida por el Hijo de Dios, en su vida de hombre encarnado en la Tierra.

No olvidéis nunca que vais a un mundo extraño a vosotros, cuyos ideales, costumbres y maneras de pensar y de sentir son muy diferentes a los vuestros, y que una gran prudencia y discreción deberán presidir todos vuestros actos. No olvidéis tampoco las palabras del Divino Ungido: "No será el discípulo mejor tratado que el Maestro”. No hagáis como los fariseos hipócritas que cuelan un mosquito y tragan un cangrejo. No miréis la paja en el ojo ajeno y dejéis una viga en el vuestro. No seáis como sepulcros de mármol y de jaspe por fuera, y dentro lleno de podredumbre, porque no con palabras y fórmulas exteriores se enseña y redime a las gentes, sino con las obras dignas de hijos de Dios. Que la mentira, la farsa, el engaño y el interés, no son la moneda con que se compra la salvación de las almas".

¡Avecillas errantes de Dios, que vais a tender el vuelo por ignorados caminos, valles y montañas! No olvidéis tampoco, que entre los montes fragosos de la Palestina, en humildes grutas escondidas de los hombres, quedan vuestros hermanos Esenios con el pensamiento tendido a los cielos, como un hilo de luz invocando a los grandes soles que dirigen la evolución de los mundos, para que seáis fieles mensajeros del Cristo de la Paz, de la Santidad y del Amor…¡Que la Luz Divina sea con vosotros y que nuestro excelso Maestro os bendiga y os guíe!

Un hondo silencio de evocación y de religioso fervor siguió a estas palabras y pasados unos momentos, una suave ola de alegría y de ternura se extendió por aquel cenáculo vibrante de esperanza y de fe. Al día siguiente y después de una comida en conjunto, se iniciaron las despedidas y comenzó la retirada de cada uno hacia su nido hogareño.

—No usemos nunca el adiós —dijo Ezequías, cuyo temperamento emotivo en extremo, aparecía siempre dispuesto a la ternura y al amor… Digamos solo: "Hasta luego hermanos". Y los pobrecitos muy ancianos, decían también hasta luego sabiendo de cierto que no se verían mas sobre la tierra.

Salomé, Zebedeo y sus dos hijos Juan y Santiago, María con tres de sus compañeras, Raquel, Clelia y

Fatmé acompañadas de Boanerges y Jehiel tornaron a la ribera del Mar de Galilea, lo mismo que Hanani con su familia. Los Esenios a sus respectivos Santuarios y los Doce entre su parentela, desde donde partirían a sus respectivos destinos.

Los de Betlehen tomaron rumbo al sur, por el trillado camino de las caravanas, mientras el Príncipe Judá, Faqui, Marcos y sus familiares, más los viajeros de la Galia tomaban el camino de Tolemaida, el puerto más cercano a Nazareth y desde el cual tenderían el vuelo definitivo.

— ¡Bien decía Jeshua!... exclamó el tío Jaime, cuando en el gran portalón de la casa de Nazareth los despedía a todos. Bien decía Jeshua: "¡Muerto el pastor se dispersarán las ovejas!"…"¡Tronchado el árbol que les daba sombra, las golondrinas tenderán su vuelo!"…¿Qué vientos soplarán para ellas en las regiones donde posen?...Y el buen tío Jaime, enjugó una lágrima furtiva que se había asomado sin su permiso, y cerrando el portal, tornó a la sala de la hoguera donde la pobre Dina, la huérfana que el amor del Cristo había adoptado en el hogar, ponía gruesas ramas en la hoguera que ardía de nuevo en vivas llamaradas.

7.- EL VUELO DE LAS GOLONDRINAS

La bandada era grande y no todas tomaban la misma ruta, por lo cual, Tactor amigo, tú y yo iremos buscándolas de una por una a fin de que no perdamos de vista a ninguna de ellas…"Que no se pierda ni una sola de las almas que me fueron confiadas”… – decía el Divino Maestro: y prendiéndonos del hilo de luz de su mirada que las alumbra a todas, sigámoslas sigilosamente a través de valles y montañas, de mares y desiertos, en las soledades y en medio de las muchedumbres. Vistamos la blanca túnica de los buscadores sinceros de la verdad, limpiemos la mente de viejos prejuicios, de ideas preconcebidas y de irrazonables fanatismos, para merecer que los sagrados Archivos de la Eterna Luz se abran para nosotros y nos entreguen sin reticencias sus secretos más ocultos... sus historias milenarias... sus poemas de inefable belleza, sus dramas y sus tragedias, que indudablemente las hubo, toda vez que el anuncio del Cristo Mártir no podía fallar: "No serán los discípulos mejor tratados que su Maestro".

Y siendo Judá y Faqui los primeros que tienden el vuelo hacia ultramar, los seguimos en primer término a ellos, que en dos grandes carrozas de viaje tomaron el camino de las caravanas hacia Tolemaida. Judá y Faqui dirigían las cuadrigas de robustos mulos que arrastraban los carros, mientras Isaías y Otoniel, Eliacín y Sipro, cabalgaban junto a las portezuelas, según la costumbre de la época en los viajes de familias de posición.

Un silencio de muerte, envolvía a los viajeros como un sudario frío, generador de imborrables recuerdos, pues cada uno llevaba en el fondo del alma un retazo del estupendo drama de amor heroico y de inaudita perversidad que habían presenciado en la patria de Israel, de la cual huían desesperadamente.

Simónides que había querido acompañarles hasta el puerto, rezagado en un rincón de la carroza guiada por Judá, dejaba hablar su pensamiento, no tan floreciente de optimismo como cuando tenía al lado a su soberano Rey de Israel. Y así que vio que la sombra negra de la tristeza quería apoderarse de él, tomó a su biznieto Jeshua Clemente para que la vivaz alegría del pequeño reanimara el fuego casi apagado de su corazón.

Nebai, con el pequeño Ithamar recostado en sus rodillas, recordaba que años atrás había viajado con los mismos compañeros de Antioquía a Tolemaida; pero ahora faltaba uno: Jeshua... aquel dulce y afable Jeshua de los 22 años, que la había consolado de la única angustia de su vida... la de saberse esclava del Príncipe Judá. Aquel tierno Jeshua que bajo un rosal blanco en un jardín de Antioquía, le había diseñado el camino de la paz y la dicha humana, como esposa de un hombre honorable y justo que no traicionaría sus esperanzas y su fe.

Vercia, silenciosa igualmente bajo sus velos, rememoraba su llegada a Tolemaida tres lunas antes, llena de esperanza en un triunfo cercano al amparo del Salvador de los oprimidos que había bajado a los valles de Palestina. Y en su grande alma luchadora infatigable por un ideal, se encendía de nuevo el fulgor de una lámpara eterna que no debía apagarse jamás; la Idea del Gran Hessus traída a la tierra por su hijo: el Amor Universal que reunirá un día a todos los hombres en el infinito seno de Dios.

Su tío el Bremen, en su hosco y tenaz silencio, saboreaba la indecible amargura del fracaso irremediable. Para él no resplandecía fulgor ninguno, porque en su horizonte solo se esbozaban sombras de muerte, más pavorosas aún que las que le habían envuelto hasta entonces. Parecíale sentir retumbar ya en su corazón, los pasos sigilosos de la loba romana que traspasaba las ondas azules del Bordona y las doradas del Loira, que ponían cerco a su Gergovia amada escondida entre montañas.

En la otra carroza guiada por Faqui reinaba también el silencio... ¡pero un silencio de recogimiento, de devoto fervor, casi de unción religiosa,… porque la dulce Noemí de los cabellos blancos y los ojos de gacela leía a media voz los salmos más emotivos y tiernos, aquellos que evocan la misericordia divina, como la única esperanza y consuelo único del alma sumida en tristezas de muerte! Leía para sí misma y para Amram, la amante sierva que sentada en un banquillo a sus pies, hilaba tranquilamente un suave velloncito de lana, pues sus laboriosas manos no sabían estarse quietas.

Thirza atendía su mimosa muñequita endeble, que aparentaba un año menos de los que en realidad tenía. Y Marcos se esforzaba en consolar a Ana, que había hecho un supremo esfuerzo sobre sí misma para decidirse a salir de la casa de Nazareth, dejando ese día a Myriam, su madre de tantos años… casi como los que tenía de vida, y dejándola sin Jhosep su padre, sin Jhosuelín su hermano... sin Jeshua... ¡el gran hijo que había sido la luz única de su vida!

—Yo no me opuse a que te quedaras Ana —decíale Marcos a media voz —bien lo sabes. —Ella es una santa heroica Marcos —contestaba Ana— y cuando le anuncié que me quedaría, ella me dijo: "— ¡No hija mía, no! Anda con tu marido, porque la esposa debe seguir al esposo aunque se le rompa el corazón en muchos pedazos. Dios llenará mi soledad con la presencia espiritual de mis amados del cielo. Estoy llena de la vida de ellos. Estoy llena de su recuerdo y de su amor que no puede morir jamás". Y recordando estas palabras con que la había despedido Myriam, Ana secaba sus lágrimas de ternura más que de dolor.

— ¡Es una santa heroica! repetía. Después de haber perdido a Jeshua, ¿qué pueden significar para ella estas otras pérdidas?

Cuando llegaron a Séphoris, casi anochecía, y el anciano Simónides, indicó la conveniencia de pernoctar en aquella ciudad donde el "soberano Rey de Israel" había instalado una sede de la Santa Alianza cuando la epidemia asoló esa región y allí podían pasar la noche.

—Ciertamente —dijo Marcos—. Es un prosélito romano quien está encargado de ella, y tiene además un recinto de oración consagrado al "Dios Invisible". Se llama Lucio Marcelo de Módena. Ha sido sacerdote de

Apolo, y ahora dice que es sacerdote del Profeta Nazareno.

— ¡Cómo! —exclamó Judá. ¿Un extranjero nos ha llevado la delantera abriendo un templo en homenaje a Jeshua, y nosotros aún no hemos hecho nada?

—Pero lo haremos y bien pronto niño —intervino Simónides.

—A eso vamos cada cual a su tierra —añadió Faqui. —Guíanos Marcos, y veamos tu prosélito romano —añadió de nuevo Simónides. Era una granja entre risueñas colinas al Noroeste de la ciudad y a la orilla misma del arroyo Tubarin, que atravesando gran parte de la provincia Galilea, corría impetuosamente a desembocar en el mar. El buen prosélito romano, como le habían llamado, vivía con un matrimonio de edad madura, y tres siervos jóvenes, todos esclavos suyos traídos desde su tierra lejana. Judá que dominaba a la perfección el latín se enfrentó con él. Cuando supo que los viajeros eran… puede decirse… la familia misma del Profeta Nazareno, que venían de la casa de su madre, y trayendo entre ellos una hermana del Profeta, el buen hombre creía que algo más que los dioses del Olimpo bajaban a su casa, y encontró pequeña la portada de su casa para darles entrada por ella. Y el buen viejo Simónides decía con íntima satisfacción: — ¡Ya se ve! ya se ve que nuestro Rey de Israel no ha muerto sino que vive y es El que nos hace abrir todas las puertas.

La casa modesta y sencilla pero de puro estilo romano, tenían su gran pórtico, su peristilo o galerías formando un cuadrado al gran patio con una fuente y un surtidor de agua. El tablinum u oficina del dueño de casa, era el templo o santuario del Dios Invisible del Profeta Nazareno. Las habitaciones se abrían bajo el peristilo o galerías y allí se instalaron las mujeres de inmediato. La pobre Noemí con su Amram inseparable se sentía terriblemente cansada. Thirza que parecía una convaleciente de larga enfermedad tomó posesión del primer diván que encontró a su alcance. Marcia la esclava, ama de casa, se multiplicaba para atender a aquellos viajeros y en su lengua mitad siria, y mitad latina les preguntaba si venían de más allá de los desiertos africanos.

Tres días permanecieron en Séphoris para complacer al buen prosélito romano, que no quería dejarles marchar sin que pasaran revista a todo cuanto había realizado la Santa Alianza, nombre que ya comenzaba a ceder ante otro que debía imponerse bien pronto: Congregación Cristiana.

El amor al Cristo Ungido de Dios, recientemente desaparecido de la tierra, reclamaba sus derechos en el corazón de los que le amaron; y a toda reunión de seres en su nombre parecíales que debía llamarse con su nombre. Y de esta necesidad del corazón, comenzaron a surgir los nombres de Congregación Cristiana, Hermandad Cristiana, Eclesia Cristiana. Y por eso Marcelo de Módena llamó siempre al Tablinum de su casaquinta: "Eclesia nostrum,… Nuestra Iglesia.

Este recinto era lo que luego fueron los pequeños oratorios cristianos del siglo I: Una sala grande o pequeña con una repisa al frente, con las Tablas de la Ley, las Escrituras Sagradas y un candelabro de siete luces. Con los estrados alrededor, y una mesa al centro rodeada de bancos para los lectores y comentaristas de las Escrituras.

Al día siguiente y cuando el sol se levantaba en todo su esplendor, Judá invitó a Faqui a salir al bosque que aparecía a las orillas del arroyo. — ¡Me ahogan los recuerdos Faqui! —le dijo cuando estuvieron solos. ¡No los resisto más!... ¡Me vuelvo loco!— ¡Pero hombre!... ¿Qué quieres hacer?

—¡Aquí!... aquí en este mismo sitio, sobre este peñasco en el que parece apoyarse el tronco de este cedro, se sentó Jeshua cuando hicimos un descanso en aquel viaje hacia Antioquía. ¿No lo recuerdas tú? Preguntaba Judá con su voz que temblaba, mientras daba con el puño cerrado sobre el peñasco, como si quisiera hacer surgir de él, aquella dulce imagen que vivía en su retina.

—Sé que estuvimos aquí, pero no conservaba en mi memoria ese detalle —le contestó Faqui.

—Tú estabas entonces lleno con tu naciente amor —dijo Judá. Pero yo que aún tenía abiertas en mi corazón todas las heridas que abrió en él la maldad de los hombres, lo recuerdo muy bien. Este peñasco es testigo de una profecía que me hizo aquí Jeshua y que aún espero parte de su cumplimiento.

—Yo sé —me dijo —que tú no llegarás a comprenderme en la misión que traigo a este mundo, hasta después de mi muerte. — ¿Hablas de morir cuando empiezas a vivir y tienes menos años que yo? —le dije. —"Tú ignoras el final de mi camino” —añadió; —pero como yo lo he visto, pido a mí Padre Celestial el poder de abrir tu camino en la vida con una felicidad tan completa, que colme todas tus aspiraciones de hombre terrestre…"Y una voz interna me lo ha prometido".

— ¿Y con todo esto quieres decirme —interrumpió Faqui— que Jeshua te anunció el encuentro con Nebai en Antioquía?

—Justamente; y todo eso se ha cumplido al pié de la letra. Pero mis aspiraciones de hombre de la raza de Abraham no se han cumplido aún. La patria sigue esclavizada y su Salvador ya se volvió a los cielos infinitos. Pienso que la voz interna que le habló a él, no puede fallar.

—Tú corres mucho amigo mío en la búsqueda de tus ideales; y a veces es necesario esperar años y aún siglos —contestó Faqui.

—Cuando estaba cautivo como esclavo en las galeras del César… ya esperaba —contestó Judá.

— ¡Y debes confesar que has conseguido mucho!... Además debemos comprender que el Cristo Ungido de Dios no puede ser sólo para salvar tu pueblo y tu raza, Judá. El Salvador del mundo debe ser para todos los seres de la Tierra; y creo que aún no podemos ver ni tú ni yo, hasta dónde podrán llegar los efectos y las consecuencias de la Obra que Él ha realizado y de la tremenda inmolación que ha aceptado por su ideal y por la salvación de los hombres que abracen ese ideal.

— ¡Faqui! antes de partir de este lugar, quiero inmortalizar en este peñasco el recuerdo de aquellas palabras de Jeshua. ¿Cómo podré hacerlo? Mil ideas bullen en mi mente causándome tan grande confusión interior, que no acierto con lo que sea mejor. El príncipe africano comenzó a observar todos los detalles de aquel peñasco sobresaliente de la colina.

—Podemos hacer aquí, bajo el espléndido dosel del cielo azul, el primer altar en homenaje al ideal divino de Jeshua —dijo Faqui reflexionando,— ¿De veras? Pues sería magnífico. ¿Cómo lo harías tú?

—Óyeme: cortamos el tronco de este joven cedro, a la altura donde comienzan las ramas. La más gruesa de ellas, despojada de hojas, la atravesamos en la parte superior. ¿No eligió Jeshua para el sacrificio por su ideal un madero con un travesaño en lo alto, que en el mundo se llama una cruz?

— ¿Y qué más? preguntó Judá —porque eso solo no basta. Manos criminales, piratas y bandoleros también murieron en una cruz. —Déjame concluir mi pensamiento, insistió Faqui. Sobre este peñasco y apoyada en el tronco del cedro que será la cruz, pongamos un bloque de piedra blanca con esta inscripción "Ama a tu prójimo como a ti mismo".

¿No es esto un verdadero jeroglífico, que en dos troncos cruzados y un bloque de piedra sintetiza el ideal del Cristo-Mártir?: El amor a sus semejantes como a sí mismo le llevó hasta la muerte sobre una cruz.

— ¡Magnífico Faqui! contestó Judá… Y sin esperar ni un segundo más, buscaron un picapedrero y un hachador que en el menor tiempo posible, echase abajo la copa frondosa del árbol elegido como víctima y le aplicase el travesaño en lo alto, mientras el artesano de la piedra grababa en el bloque elegido la sublime frase aquella que resumía en pocas palabras el gran ideal por el cual el Cristo había entregado su vida. Y cuando dos días después estuvo hecho a gusto de los dos amigos, todos los Compañeros de viaje más el romano Lucio Marcelo de Módena, vertían lágrimas de íntima emoción ante aquel peñasco mudo, en que estuvo sentado el Cristo vivo, y en el que aparecía vivo y eterno su ideal sublime por el que entregó su vida de hombre: “¡Ama a tu prójimo como a ti mismo!”

Fue el primer altar levantado en homenaje al dulce profeta Nazareno, sembrador eterno del amor entre los hombres. Y cuando toda la población de Séphoris, pareció darse cita para ir a reverenciar aquel humilde y rústico altar de un peñasco sin pulir y el tronco de un árbol, Judá se abrazó a su gran amigo africano y entre sollozos le dijo:

— ¡Acabo de convencerme Faqui de que Jeshua será el Salvador de todo este mundo!

Y los viajeros partieron hacia Tolemaida cuando a la mañana siguiente se levantaba el sol en el horizonte. Aquel peñasco mudo en que nadie había parado su atención, aquel árbol mutilado y con un travesaño encima, aquellas palabras grabadas sobre una piedra, bastaron para calmar la febril ansiedad de Judá que sentía viva en su corazón la incurable herida: su Rey de Israel se había ido sin salvar su país del yugo extranjero.

La situación era la misma. ¿Qué fenómeno había pasado como un rayo de luz fugitivo por el alma de Judá decepcionado antes y ahora optimista? Hay instantes decisivos en el alma humana, en que una circunstancia cualquiera parece iluminar un vasto horizonte haciéndole entrever el triunfo definitivo en un futuro cercano o lejano, de un ideal perseguido con febril ansiedad.

— ¡Bendito peñasco y bendito mil veces ese joven cedro del bosque de Séphoris! —decía Nebai, viendo otra vez que el optimismo desarrugaba la frente de Judá y animaba sus ojos con el brillo de la juventud. Y ella que como ayudante de su padre en dibujar croquis y planos había adquirido mucha práctica, cuando estuvieron en su villa del Lacio dibujó un croquis del rústico altar del bosque de Séphoris y las copias se multiplicaron y repartieron entre los primeros amigos y discípulos del Cristo Mártir, que desde la gloria de su Cielo de los Amadores, vería aquel humilde altar no como un peñasco y un tronco de árbol sino como un monumento grandioso hecho de corazones que le amaban y que eran con toda verdad los legítimos herederos del legado eterno del Padre.

Llegados sin mayores incidentes al Puerto de Tolemaida, buscaron de inmediato la casa en que estaba establecida la Santa Alianza, y no fue pequeña la sorpresa de Isaías y Othoniel el encontrar como encargado de ella al tío Maneas admirablemente rejuvenecido y fuerte. Estaban con él su hija viuda y tres nietecitos que eran toda su gloria según él decía.

—No os asombréis tanto —les decía el buen hombre —que no he ascendido a doctor de la ley. Soy únicamente guardián de esta casa y de cuanto en ella se encierra. Aquí viene el amo de todo el comercio honrado de este país. Y el viejo Maneas se confundió en un gran abrazo con Simónides, mientras los demás se asombraban de tan estrecha amistad. Y era que nuestro amigo el gran comerciante, estaba siempre en acecho "para encontrar las perlas perdidas entre el rastrojo", y los pozos de agua dulce en los salobres desiertos.

Y habiendo tenido conocimiento años atrás por Judá del noble desinterés de Maneas al recoger sus dos sobrinos ciegos e inútiles, pensó con acierto que ese hombre era un excelente colaborador para la obra que realizaba por el Soberano Rey de Israel. ¿No había guardado durante once años bajo una losa del piso de su covacha, el tesoro dejado por su sobrino para el Mesías Ungido de Dios?

El dirigente principal de la Santa Alianza en Tolemaida, era aquel bardo Efraín que hemos conocido en Arquelais y que por conveniencias familiares debió trasladarse a la ciudad puerto donde acababan de llegar nuestros viajeros.

Dos días después, llegaba desde Antioquía un barco de la ya conocida flota marítima perteneciente al príncipe Judá y que administraba tan hábilmente Simónides. El velero Ithamar, uno de los mejores equipados y más perfectos de la época, era mandado por aquel Capitán al cual el Divino Maestro, el Jeshua salvador de todos los oprimidos, le había comprado en Tiro 168 esclavos para darles la libertad, hecho que recordará bien el lector de Arpas Eternas. Se llamaba Príamo de Páfos y estaba al servicio de Simónides desde aquel tiempo. El sagaz anciano que no perdía las oportunidades de hacer resplandecer ante todos las cualidades del Soberano Rey de Israel, lo llamó ante el grupo, de viajeros y le habló así:

— ¿Ves aquí este joven señor? El, es el Príncipe Judá hijo de Ithamar, el dueño de este barco y de todos los que lucen el pabellón amarillo con estrella azul. El buen marino se inclinó profundamente ante Judá, y éste se acercó a él y le estrechó la mano.

—“Ya sé toda aquella historia de cuando nuestro Rey-Mártir te pagó los esclavos que ibas a conducir a lejanos" puertos. Nosotros formamos parte de su numerosa familia y vas a llevarnos hasta las costas de Italia. El marino se sentía embargado de profunda emoción rememorando aquel hecho lejano y la mirada radiante del Genio salvador de los esclavos que nunca pudo olvidar. Recordaba bien sus palabras: "Yo te daré un amo que no comercia con carne humana viva y bajo su mando, tendrás el pan en abundancia y la dicha en tu corazón".

Y esas palabra se habían cumplido al pié de la letra. Había mejorado grandemente la situación de su hogar, formado años antes con una honrada doncella Siria; había logrado sacar de la cárcel a su hermano mayor preso por una deuda; podía tener sus ancianos padres a su lado; había recogido a la madre viuda de la que era su esposa. El buen Genio le había concedido salud y vida para sus niños que eran cuatro; y en un hermoso paraje de las afueras de Tiró se había comprado un solar de tierra, donde entre viñedos y plantaciones estaba su nido hogareño, lleno con todos los amores que pueden hacer dichoso a un hombre de bien. — ¡Oh el buen Genio!... —exclamaba aquel hombre de mar—… jamás podré olvidarle porque Él me hizo vivir una vida nueva que yo no conocía. Desde entonces he puesto el amor por encima del dinero, y es cuando tengo dinero de sobra para cubrir todas las necesidades de la familia y aun para socorrer a los necesitados que protege la Santa Alianza. ¿Cómo es que no pudo salvarse de las garras de los malvados, Él que salvaba a los demás?

Y el emocionado marino oyó muchas voces que contestaron a la vez: — ¡El quiso morir!...

—Por su ideal de Fraternidad, de Igualdad, de Justicia, de Libertad para todos los hombres —añadió a las voces de todos Vercia la Druidesa gala, para quién era tan claramente comprensible aquel divino Ideal, más sublime y grande que todas las cosas de la tierra.

El barco se hacía a la vela a la madrugada siguiente y esa noche, a la orilla del mar, y en la misma rinconada que formaba los grandes peñascos de la costa, donde en otra hora, el viejo Maneas encendía su fuego para hacer el pescado de la cena, la Druidesa preparó la piedra del fuego sagrado para encenderlo por última vez en la tierra bendita, en donde el Gran Hessus había hecho nacer en carne mortal a su hijo.

— ¡Porque esta vez es única en mi vida —les dijo— os dejaré asistir a todos cuantos habéis amado al Hombre Luz que vino a traerla a la Tierra, y que aún muerta su carne, la encenderá más viva aún para todos los que quieran verla! La llama perfumada se levantó en la oscuridad de la noche y el suave viento del mar la extendió por toda la pequeña ensenada en que se encontraba el fervoroso grupo de los amantes de Jeshua. Iba prendiendo en los cardales silvestres, en las espadañas hirsutas, en los juncales trémulos que sobresalían de las aguas tranquilas de la orilla...

Y Vercia… sumida en honda meditación, semejaba una estatua de mármol blanco, sentada sobre un peñasco tan inmóvil como ella misma.

Todos miraban con asombro y emoción que las llamitas doradas iban rodeando el peñasco en que la Druidesa continuaba inmóvil; pero la fuerza poderosa del estado psíquico en que todos se encontraban, parecía anudar la voz en la garganta y ninguno hablaba. La presencia divina se sentía tan profundamente, que cada cual llegó a imaginarse que estaba bajo las naves grandiosas de un templo, donde el fuego santo de los cielos consumía toda la escoria de la tierra.

¡Oh divina alma humana! divina Psiquis, cuán poderosa eres y cuán desconocido es tu poder soberano, por la mayoría de los hombres de esta tierra…

El solo pensamiento evocador de Vercia, la Druidesa Gala, había bastado para producir todo aquel conjunto de fervientes pensamientos; de sagrados recuerdos, de anhelos hondos y fuertes, que hacían latir aceleradamente los corazones de cuantos rodeaban el rústico altar del fuego sagrado, en que se plasmaban para ella, las divinas visiones que la ayudaban a vivir la vida terrestre con esperanza y con fe.

Por fin la vieron que abrió los ojos... que volvió a la vida… cuando las llamitas Adoradas iban apagándose lentamente. Y haciéndoles una señal de silencio, miraba fijamente la piedra del fuego.

¡Una blanca visión… se materializó sobre ella… en la cual todos reconocieron a Jeshua!... a través de los mil resplandores, que como iris sobrepuestos le envolvían, irradiando después hasta una larga distancia. Y a través de esos velos iridiados, que temblaban como agitados por el viento, vieron infinidad de cruces entre rosales rojos, que formaban un bosque que se perdía a lo lejos… a lo largo de la costa y sobre las olas del mar. Cuando todo aquello se esfumó en la niebla marina que empezaba a levantarse, Vercia habló con su voz quebrada por los sollozos:

— ¡Ya lo habéis visto todos:… El Hijo del gran Hessus sólo nos promete sacrificios y Amor!

Y cuando los arreboles de la aurora, daban al amanecer la impresión de que los rosales rojos de la nocturna visión se habían deshojado sobre los peñascos de la costa y sobre las aguas del mar, el barco soltaba amarras y desplegaba todas sus velas rumbo al occidente, mientras la tripulación cantaba el estribillo del himno del mar en lengua Siria, para no herir los oídos de los amigos de Roma:

"Mar que besas las orillas

De las tierras de Abraham,

Oye el clamor de sus hijos

Que piden la libertad"

Sólo tres personas quedaron en la costa… agitando los pañuelos blancos de la despedida: El anciano

Simónides, Othoniel, que de mayordomo había ascendido a Secretario del Príncipe Judá, y el viejo Maneas, cuyo tranquilo bienestar le había quitado al parecer veinte años de encima.

El viejo administrador de los tesoros del Rey de Israel, según él decía, quiso llegar una vez más a Antioquía de la cual estaba ausente desde hacía varios años. Era el centro de la vastísima red comercial que manejaba y quiso cerciorarse bien de su buena marcha. Othoniel había obtenido, por tres lunas, un permiso de su complaciente superior el príncipe Judá, pasadas las cuales se reuniría nuevamente con él en su Villa del Lacio.

El motivo expuesto era por asuntos familiares que debía resolver en ese tiempo, pero nosotros, lector amigo, podemos averiguar el motivo verdadero que le retenía en Galilea. Y ya que Simónides se embarca para Antioquía, y Maneas vuelve al local de la Santa Alianza en Tolemaida, sigamos los pasos de Othoniel que retorna a Séphoris, y de Séphoris a la orilla del Mar de Galilea, a la casa de Hanani con quien tenía una buena amistad.

Este… había manifestado en la gran Asamblea que, por el momento, no podía dejar su casa en los suburbios de la fastuosa ciudad de Tiberias, de donde sacaba los medios de vida para toda su familia; y había planeado la formación de una Congregación Cristiana… como las que empezaban a formarse en aquel entonces… Pero es necesario decir toda la verdad…. No era éste el pensamiento íntimo de Othoniel. Había en el fondo de su corazón otra idea más fuerte que la de constituir la Agrupación Cristiana. Él no pudo olvidar nunca a la castellana de Mágdalo, que no había puesto en él más atención que la que rige una buena amistad. Al único a quien había confiado, tiempo atrás su secreto, era al Príncipe Judá… que buscando elevarlo de posición para ponerlo a nivel del ideal que sustentaba, lo había hecho su Secretario particular y Jefe del personal adherido a su casa.

— ¿Cómo quieres que ella ponga su amor en ti,… si lo ha dado todo al Ungido de Dios? le había observado Judá, cuando le hacía Othoniel su confidencia.

—¡Ya lo sé! —le contestaba éste—, pero el Ungido de Dios es sólo un resplandor de su infinito poder y grandeza. Me has referido que fue él mismo quien te acercó a Nebai tu esposa, porque él no había venido para tomar una esposa. ¿No es esto una verdad?

-Sí que lo es Othoniel, tal como te lo he dicho.

— ¿Entonces?... Mientras Él estuvo con vida de hombre sobre la tierra, cualquier mujer de gustos delicados y de elevado mirar, tenía por fuerza de lógica que enamorarse de él. Esto lo comprendo muy bien y lo comprenderás tú también: ¿No podría suceder… que al igual que Nebai, tu esposa, aceptase María otro amor, habiendo desaparecido de la vida material el hombre superior y único que colmaba su anhelo?

— ¡Podría suceder, es cierto! Pero algo hay en mí mismo que me hace ponerlo en duda —le contestó Judá —. Hace tiempo, cuando yo adiviné tu inclinación hacia ella, fue que te propuse dejar la mayordomía de mi casa para que fueras mi Secretario-Gerente, y lo hice con la amplia aprobación de Simónides, que conserva un gran afecto a la hija del griego Hermisnes. Ya sabes que nuestro viejo Administrador, elige sus amigos y colaboradores con el mismo cuidado con que analiza el oro puro y el que está mezclado con otros metales de inferior calidad. Parece que el griego era oro puro por su honradez y generosidad.

Cuando te hice mi Secretario-Gerente, le confié a él tu secreto… ¿Y sabes lo que me contestó?...

— ¡Dímelo y lo sabré!…

—"¡Cuán difícil es, ponerle un reemplazante al Soberano Rey de Israel, en el corazón de una mujer como la hija de Hermisnes!

— ¿De veras te dijo así?

—De veras. ¿Qué interés puedo tener en desfigurar la verdad? Esto, no obstante, puede suceder que la abrume el pensamiento de la soledad. ¡Triste cosa es, para una mujer joven, el vivir de un recuerdo y llorando sobre una tumba,… como decía el mismo Jeshua! De todos modos, cuenta conmigo para realizar tu gran sueño de amor, si es que está en lo posible.

Después de este breve relato, comprenderá bien el lector por qué Othoniel tomó de nuevo el camino hacia la casa de Hanani en la ciudad de Tiberias. ¡La ilusión le prestaba sus alas doradas, y le parecía que el camino se alargaba indefinidamente ante el galope de su caballo comprado en Tolemaida, para acortar más y más la distancia!

¡Oh… el amor que inyecta potentes energías en el alma humana y la lleva con febriles delirios hacia el objeto de su ansiedad!... ¡Por amor hemos visto correr a Pedro con ansia suprema, las largas millas que separan el Mar de Galilea, de los suburbios de Jerusalén!... ¡Por amor, vemos correr a Othoniel desde Tolemaida a la ciudad de Tiberias asentada muellemente a la orilla del Mar galileo!

Y… por amor, sólo por amor, veremos correr a unos y otros de los amantes de Jeshua, que tejen y destejen las hebras doradas del divino ideal que Él hizo desbordar como un río salido de cauce sobre todos cuantos se le acercaron. Y al recoger las aguas vivas de ese divino desbordamiento, cada uno lo comprendía a su manera,… lo diseñaba en su horizonte mental conforme a su comprensión, a su capacidad y a las necesidades de su íntimo yo. ¡Qué infinita piedad, qué amorosa ternura debió sentir Jeshua en su cielo glorioso de los Amadores, viendo la santa fiebre de amores que había dejado tendida como un manto de luz y de flores sobre las almas que en la tierra le amaron!

Cuando Othoniel llegó a la casa de Hanani, era una espléndida mañana y muy cercano el medio día. Estaba allí Juan, el hijo de Salomé; Felipe, hijo de Parmenas, y el pequeño Adin, que era ya un crecido adolescente y lo llamaban Policarpo, como el llorado abuelito de su niñez. También se alojaba allí Zebeo, uno de los Doce, desde que Pedro con otros se marcharon a Jerusalén.

Cuando terminó la comida del mediodía, Hanani dijo a sus huéspedes:

—Veo latente en todos vosotros el mismo deseo: Hacer de mi casa el centro de una Congregación Cristiana. Zebedeo quizá lo deseará también en su casa para los inmediatos del lago.

—No es así —observó Juan. Santiago, mi hermano, se fue con Pedro y los otros. Estoy solo con mis padres, y tres criados que cuidan el huerto. La concesión del pescado fue vendida en acuerdo con Pedro y Andrés, teniendo en cuenta las palabras del Maestro: "Seréis pescadores de almas".

— ¿Y qué harán los necesitados que vivían de vuestro reparto de pescado? —preguntó Hanani, inquieto ante el espectro del hambre para aquellas gentes.

—Ayuno… estás atrás de noticias, hermano Hanani— le contestó Juan. Los más fuertes comerciantes del Mercado de Tiberias, compraron la concesión del pescado y tan a buen precio, que hicieron posible el poder cumplir la palabra del Maestro: "Seréis pescadores de almas". Con la parte correspondiente a mi padre tienen para vivir hasta el fin de sus días. Y en acuerdo con Pedro y Andrés, hemos donado una barca a cada familia que sea capaz de utilizarla en la pesca, lo cual les permitirá contratarse a jornal con los nuevos concesionarios.

— ¡Magnífico! —Dijo Hanani—. Y ¿quién os aconsejó tan hermosa obra?

— ¿Quién va a ser sino Él, que nos prometió que estará con nosotros hasta la venida del Reino de Dios? —interrogó Juan lleno de alegría y de firmeza en su fe.

—Yo no puedo desentenderme de mis faenas de tapicero, pero como quiero cooperar en las Obras del Reino de Dios, es que pongo a disposición de todos los obreros del Señor mi casa y cuanto soy y tengo. —Era lo que esperábamos de ti Hananí, ya que no contamos con otro local indicado para centro de una agrupación de estudio y de oración —dijo Zebeo.

—Naturalmente —añadió Felipe— pues su proximidad a Tiberias la hace apta para este fin.

—El Castillo de Mágdalo —insinuó Othoniel— es también un sitio ideal. Su dueña es una ferviente discípula del Ungido del Señor, y estoy seguro que ya habrá pensado hacer de su casa un santuario en su memoria. Creo que dos sitios de reunión a este fin no perjudican a nadie.

—Al contrario —afirmó Felipe—. Cuantas más agrupaciones de oración se formen, será mayor el bien que realicemos, en cumplimiento de la enseñanza de nuestro Señor y Maestro.

—Puede ser más adelante —afirmó Hanani—. Mi hija Fatmé, que vive el mayor tiempo allí, me dice que la castellana se ha encerrado en un mutismo y encierro de luto riguroso.

—Es así de verdad —dijo Juan—. No recibe a nadie. Desde el día de la Asamblea en Nazareth no he vuelto a verla, aunque he ido allí varias veces. Se ha excusado de recibirme. Parece que no desea ver a nadie.

—Habrá fijado plazo de luto… como si el muerto fuera su padre —añadió Felipe—. A mi padre, griego de origen, le oí decir que en su país, el plazo de luto por un padre era de tres a seis lunas, según la edad del difunto, o sea, más largo plazo cuanto más joven. Y como nuestro Maestro Jeshua sólo tenía treinta y tres años...

— ¡Pobre muchacha! —Exclamó Othoniel—… Con enterrarse viva de esa manera, sólo conseguirá languidecer y morir como una flor en un sepulcro. Inutilizar así una vida, no creo que sea agradable al Cristo

Ungido de Dios, cuya enseñanza estaba fundamentada en las obras de amor al prójimo.

—Quizá el dolor la lleva a equivocar el camino —dijo Felipe.

— ¿Qué os parece —interrogó Othoniel— si entre todos vosotros, que sois sus vecinos,… puede decirse,… lográis convencerla de que no es así como agradará más al llorado Profeta Nazareno? También os acompañaría yo para reforzar vuestras razones. —Y yo, como padre de Fatmé, que goza de la confianza de ella, merezco acompañaros también.

Y… a la primera hora de esa tarde, los cinco hombres ya mencionados, emprendieron camino hacia el Castillo de Mágdalo, que sólo quedaba a media milla escasa de Tiberias. Y la conversación de todo el trayecto versó sobre las esperanzas y proyectos que pensaban convertir pronto en realidad.

Boanerges, había sido elevado a la categoría de Bibliotecario y Archivero del Castillo. Jehiel, el joven aquel que el Maestro salvó de morir apedreado por blasfemo en Arqueáis, era el Mayordomo. Fatmé desempeñaba las funciones de Ama de llaves, en reemplazo de Elida, muy achacosa y anciana, y con las doncellas que aun quedaban en el Castillo cuidaban de algunos ancianos y niños huérfanos sin familia que se alojaban allí.

Era otoño avanzado, casi entrada de invierno y el caer de las hojas amarillas y secas, los árboles descarnados, los jardines sin flores,… todo en fin,… parecía respirar una infinita tristeza que estrujaba el alma, no bien se llegaba a aquel gran portalón de verjas, que tiempo atrás aparecían pintadas de azul y oro y ahora se veían enmohecidas y trepando por ellas la apagada hiedra de las ruinas y de los sepulcros. ¿No era acaso un sepulcro vivo, la infeliz dueña de aquella mansión señorial?

Fatmé, el ama de llaves, Boanerges, el bibliotecario y archivero; y Jehiel, el mayordomo, se quedaron sin palabras ante los cinco visitantes, que pedían ser recibidos por la obstinada ermitaña que no quería saber nada de nadie. ¡Todo había muerto para ella y todo lo había olvidado!..., parientes, amistades, compromisos sociales, negocios, protegidos, pobres, ancianos, enfermos, huérfanos..., ¡todo! Todo había desaparecido, como al soplo de un mágico embrujo en el alma de aquella mujer, en la cual sólo vivía un recuerdo y un amor: el Profeta Nazareno que la había fascinado con su mirada genial, y con la infinita belleza de su alma de Ungido de Dios.

¡Y ella le había visto morir como un ajusticiado, sobre un patíbulo de infamia! Le había buscado en el sepulcro, en el amanecer tercero después de su muerte y no le había encontrado. ¡Se le había aparecido como un retazo de sol en la negra soledad de su vida!

Aquellos ojos divinos… le habían hablado en el mudo lenguaje de su mirar sobrehumano. ¡Le había visto ascender como un haz de rayos luminosos a orillas del mar de Galilea, en un ocaso inolvidable!..., ¡pero ya no estaba más sobre la tierra ni volvería a verle ni oírle jamás!

¡Jamás podría ungir con sus perfumes su cabellera bronceada, ni sus manos llenas de bendiciones de salud y de vida, ni sus pies infatigables para correr en pos de los doloridos de la tierra!...

Si bajaba a la orilla del mar o le recorría en su velero, en todas las barcas le buscaba y sólo encontraba rostros extraños..., ¡ninguno era el suyo! ¿Qué podía, pues, buscar en la vida? Y, hosca, taciturna y silenciosa se encerró entre los muros de su viejo Castillo, y aún más, casi de continuo en el reducido círculo de su alcoba solitaria.

En tal estado de ánimo estaba la dueña del Castillo, cuando llegaron a la verja los cinco visitantes.

¿Cómo no habían de quedarse paralizados y absortos los tres personajes que cuidaban de aquella casa, como tristes guardianes de un panteón sepulcral?

— ¿Pretendéis que os reciba, cuando pasa sus días encerrada en su habitación sin hablar ni aun con nosotros? —les preguntaba tristemente Boanerges, que había ensayado en vano todos sus recursos de trovador favorito, a cuyos cantares dulces y tiernos respondía siempre la castellana con un nuevo regalo, con un nuevo don, para el místico cantor que había transformado en armonías y en rimas hasta el murmullo de las ramas agitadas por el viento, según ella misma decía.

El amor, le sugirió a Othoniel lo que a ninguno se le había ocurrido pensar.

—Decidle —dijo de pronto— que vienen cinco discípulos del Profeta Nazareno, a rogarle que nos permita hacer en su Castillo, un monumento a su memoria.

Boanerges corrió con el mensaje, mientras los cinco visitantes pensaban: — ¡Que el Cristo hijo de Dios, incline la voluntad de esta mujer a nuestro deseo!

Ella había oído la petición y había callado.

El silencio duró unos minutos… y Boanerges vio… que gruesas lágrimas silenciosas rodaban por aquel rostro pálido y se perdían entre los pliegues de su túnica gris.

— ¡Señora! —le dijo— ¡ten piedad de todos nosotros, que lloramos dos muertos y no podemos hacerles vivir! ¡El Profeta y vos, señora, que habéis muerto con Él!... —Y un sollozo quebró la voz de Boanerges, que calló de nuevo.

Por fin ella habló:

— ¡Está bien, Boanerges..., iré para Él, viviendo para vosotros!

—Haz pasar los visitantes al cenáculo… que allí les recibiré.

El joven trovador bajó corriendo la escalera… y no paró hasta llegar al portalón donde esperaban los visitantes. — ¡Otro milagro del Profeta! —les dijo jubilosamente—. La señora os recibirá, aunque para ello he pasado el tormento de ver de cerca la angustia que la está matando. Pasad… que en el cenáculo os recibirá.

— ¡Gracias al Profeta Nazareno y a todos los profetas de la corte celestial! exclamó Othoniel… que había pasado un terrible momento de ansiedad hasta que Boanerges apareció con la buena noticia.

— ¡Hombre! — ¡Díjole Hanani!—. ¡Ni que hubieras esperado la resurrección de tu padre!... Paréceme que aquí hay algo más fuerte, que el deseo de fundar una Congregación.

—Hace ya rato que lo sospechaba —dijo riendo Zebeo.

—Veo que yo anduve más listo que ustedes— añadió Felipe—. Dije que lo sé, desde aquel viaje en que el Maestro Jeshua nos deshojó, como un rosal de amor, la parábola del Hijo pródigo.

— ¡Y yo creo que estoy en descubierto! —Confesó Othoniel—. Pero creo que no es ningún delito un amor a los treinta años.

— ¡No hombre, qué ha de ser! —Díjole Hanani— estamos todos para ayudarte, aunque sólo sea con el buen deseo.

Iban caminando hacia la casa… y sólo Juan y Boanerges no habían dicho ni una sola palabra al respecto. Diríase que les hacía daño la sutil ironía con que se trataba el asunto. Ambos, de temperamento profundamente emotivo y místico, guardaban todos sus sentimientos en el profundo secreto relicario del alma... Para Juan y para Boanerges… era algo así como pecado el descubrir un amor en presencia de terceros.

El tablinum de los romanos y los griegos, era el despacho o salón de recibo de los tiempos modernos; pero la dueña del Castillo de Mágdalo, queriendo adaptarse a los usos y costumbres del país en que había nacido el Profeta Nazareno, lo había transformado en Cenáculo tal como el Maestro lo había arreglado en su casa paterna de Nazareth.

Era el de Mágdalo, un imponente salón de techos artesonados y muros recubiertos de tapices y de frescos, de los buenos artistas del pincel y del telar provenientes de Persia y de Bombay. Mucho tiempo debía haber transcurrido sin abrirse, porque las flores de los jarrones y ánforas estaban resecas, y un ambiente de casa vacía parecía estar tendido como una bruma helada en aquel inmenso recinto.

—Perdonad —dijo el mayordomo Jehiel al abrirles las puertas—. Esto parece más bien un panteón sepulcral que un Cenáculo. La señora ordenó que no se cambiara nada de cuanto había.

—Está todo muy bien —se apresuraron a decir los visitantes.

—Es que ella quiere conservar este Cenáculo como estuvo la última vez que el Profeta Nazareno visitó este recinto. ¡Y pasaron ya tantas lunas!... —añadió con tristeza Boanerges.

—No hagáis una tragedia de lo que es perfectamente natural —observó Hanani con su habitual expresión conciliadora—. Conque seamos recibidos estamos satisfechos. Y entre todos ayudaron al mayordomo a abrir ventanales y correr cortinados. Una explosión de luz dorada de la tarde penetró como un torrente en aquel recinto tanto tiempo cerrado. Los visitantes quedaron solos en el gran salón y comenzaron a examinar los hermosos tapices que cubrían los muros y que para ellos eran completamente inexplicables.

En el claro de un bosque frondosísimo, un joven dormido debajo de una encina y envuelto en un manto blanco, como una toga romana o un himation de los griegos. Los hermosos matices del tejido representaban su sueño: un ser casi transparente y vestido igual que el durmiente, cortaba con una hoz de oro una planta de muérdago y se la entregaba. Y al pie del tapiz, podía leerse en griego: "La visión de Rama". "Recibe de un Genio celeste el muérdago sagrado, que cura las enfermedades y da una muerte feliz".

Felipe, hijo de griego y familiarizado con el idioma de su padre, pudo traducir las inscripciones. Otro tapiz representaba al mismo joven que dormía bajo la encina, en el momento en que el mismo Genio celestial le entregaba una antorcha y una copa de transparente cristal. Y Felipe volvió a leer al pie del tapiz: "Rama recibe la antorcha de la Luz Eterna y la copa de la Vida y del Amor".

—Ahora me lo explico todo —dijo Hanani pensativo—. Todo esto, debe significar la Religión o creencias de estas buenas gentes que los israelíes llamamos idólatras y paganos, hijos de Satanás. Pero de verdad, los demonios deben ser muy hermosos, pues no veo aquí diablos con colas largas ni con cuernos amenazadores.

—Nuestro Maestro —dijo Juan— nos explicó todo esto, en cierta ocasión que estuvimos aquí con Él. Todo esto es grande y Él decía, que nosotros seríamos quienes descubriéramos a los hombres de la nueva Era, la sabiduría oculta de los hombres del pasado. Mirad aquel tapiz… entre los dos ventanales... Todos se volvieron a él. A fuerza de sutiles hebras de hilo y seda, cromos inimitables, estaba diseñado un monte imponente, coronado de bosques de encinas impenetrables. Y entre ellos se destacaba un Santuario ciclópeo, como si fuera obra de gigantes. En su peristilo de columnas dóricas, estaba un hombre de cabellos de oro y ojos azules, que vestido de lino blanco y coronado de mirto y de ciprés está en actitud de recibir a un jovenzuelo que se acerca tímido hasta él… Y la inscripción en griego antiguo que traduce Felipe decía: "El templo de Júpiter, sobre el monte Kaukaión, donde Orfeo, el Pontífice Luz de la Grecia prehistórica, recibe a su discípulo para iniciarlo en los divinos misterios".

Tan absortos estaban los visitantes, en este conjunto de exóticas bellezas indescifrables para ellos, que no sintieron levantarse una cortina del fondo del salón, dando paso a una mustia sombra gris que les miraba en silencio.

Era la castellana, vestida como las mujeres esenias para entrar al Santuario. Una túnica gris, sujeta a la cintura por un cíngulo blanco y la cabeza cubierta con una toca de blanco lino. La mirada fija de ella, debió hacer el efecto de un llamado, porque los cinco visitantes se volvieron hacia ella a un mismo tiempo.

— ¡Señora! —dijo Othoniel acercándose el primero y haciendo ademán de tomarle una mano para besársela, como una manifestación de respeto, según el uso. Pero ella dio un paso atrás y escondió sus manos entre las anchas mangas de su túnica.

— ¡María! —dijeron Juan y Hanani más familiarmente en su cariñosa expresión. Felipe y Zebeo se limitaron a una grave inclinación de cabeza. Los recuerdos revivieron para todos, en aquel instante en que seguramente todos pensaron al unísono: "No está ya entre nosotros Aquél que deshojaba paz y dulzura en todos los ambientes." Y María, como si fuera el eco de aquel pensamiento, dijo con tenue voz cargada de tristeza: —No está ya entre nosotros… Aquél que deshojaba paz y dulzura en todos los ambientes. ¿Qué buscáis vosotros aquí?

—María —díjole Juan, que conociéndola desde niño, podía permitirse alguna mayor confianza con aquella mujer, a quien el dolor había tornado esquiva y huraña—. ¿Por qué hacer de la vida una tortura, cuando Él nos dijo que estaría con nosotros por la fe y por el amor?

— ¿Qué buscáis vosotros aquí? —volvió a preguntar la castellana como si no hubiera oído las palabras de Juan.

—Os hicimos anunciar —dijo Hanani—, que deseábamos levantar aquí un monumento en homenaje al

Profeta Nazareno Ungido de Dios y solicitamos vuestra aprobación.

—Él no quería monumentos sino sólo amor —contestó la mujer. Y alzando la voz como en un grito quebrado en sollozos añadió—: ¡Y sólo amor habrá para Él en esta casa mientras yo viva!

—Si me lo permites, terminaré el pensamiento expresado por Hanani — dijo Othoniel—. No pensamos en un monumento de piedra, ni de oro, ni de plata, sino en un Santuario o recinto de congregación de cuantos le seguiremos amando hasta el fin de la vida. Sabiendo tu amor por Él, señora, hemos pensado en esta casa.

La castellana se sentó en un pequeño taburete, y les indicó con la mano que lo hicieran igualmente en los Clismos o sillones cubiertos de tapices, que había diseminados entre mesillas de tres pies, muy usadas entre los griegos para colocar vasos o bandejas ante cada visitante… Parecía tener gran dificultad en hablar.

—Yo tuve una extraña energía que casi puedo llamar audacia, mientras El vivía y sufría. Ahora Él no necesita nada de mí, y nada me siento capaz de hacer. Si vosotros necesitáis de esta casa para hacer algo que os lo siga recordando, hacedlo libremente, como si fuera vuestra casa. Yo no necesito de nada para recordarlo, porque todos los días que me restan de vida los viviré llorando su muerte,.. Y así diciendo, se echó el velo de la blanca toca sobre el rostro y estremecida por los sollozos, se perdió entre los cortinados y no la vieron más… Un doloroso silencio de llanto contenido, corrió como una ola de angustia entre todos y por un momento nadie se movió de los asientos.

Juan, como más de la casa, se levantó y dijo:

—Llamaré a Boanerges y Jehiel y arreglaremos con ellos cuanto queramos, si estáis de acuerdo.

— ¡Vaya un recibimiento! —Dijo Felipe—. ¡Pobre mujer, creo que es incurable!

—No podemos quejarnos —dijo Hanani— porque en medio de su dolor, nos da libertad para tomar su

Castillo como nuestro y hacer en él lo que queramos en recuerdo del Mesías.

En verdad es así —añadió Zebeo—. Quizá nosotros no podemos comprender estos temperamentos, mezcla de arte y de misticismo en que la intensidad llega a extremos inconcebibles, lo mismo en el amor que en el dolor.

Othoniel estaba aplanado,… como si una montaña le hubiera caído encima.

— ¡Pobre mujer! —dijo por fin—. Si todos cuantos amamos al Profeta y recibimos sus dones, hubiéramos quedado como está ella, sería un salmo de dolor y no un apostolado de enseñanza lo que haríamos en su nombre.

—En efecto —dijo Juan—. Y creo que nuestro deber es aprovechar la autorización que ella nos da sobre su casa, que quizá más adelante reaccione y se una a nosotros. Veamos a Boanerges.

Juan salió, volviendo al breve rato con Boanerges, Jehiel y Fatmé.

— ¡Cómo! —dijo esta—. ¿Estáis solos? ¿María no os atendió?

—Nos autoriza para hacer cuanto queramos en recuerdo del Profeta Nazareno, pero sin contar con ella, que no se siente capaz de hacer nada.

—Ya habéis conseguido mucho con eso —observó Boanerges—. Creo que es un principio de curación.

Dejémosla en paz. Y puesto que os da su permiso, contad con nosotros tres. — ¿Qué queréis hacer?

—Hacer de esto un Santuario de congregación, para meditar las enseñanzas del Maestro y prepararnos a difundirlas por el mundo —dijo Zebeo—. Con sólo llorar su muerte no cumplimos sus mandatos, según me parece.

— ¿Estáis solos en el Castillo? —preguntó Othoniel.

—Están conmigo tres doncellas más: Raquel. Clelia y Safira; una hebrea, otra griega y la otra árabe.

Además los criados a jornal pues son todos libertos desde que el Profeta de Dios pasó por esta casa.

— ¿Y los refugiados se marcharon todos? —preguntó Hanani a su hija.

—El Profeta los curó a todos y se fueron a sus pueblos nativos. Quedaron solo nueve, sin familia: seis mujeres y tres hombres, todos ancianos. Pero ellos habitan en el pabellón de los telares, que antes era para juegos y ensayos de las Canéforas que nos enseñaban danzas clásicas.

—Por lo visto, todo ha cambiado en nuestro mundo interno y externo, con la presencia del Ungido —observó Felipe.

—Y espero que continuará cambiando —añadió Othoniel— pues sabemos que en este mundo todo se transforma día a día.

Mientras sucedía esta conversación con Fatmé, Juan y Zebeo habían hecho un aparte con Boanerges y Jehiel. —Dime Boanerges —díjole Juan— ¿No se te ocurre la forma de vencer la obstinada tristeza de esta mujer?... Porque creo que debemos hacer algo para salvarla de ella misma.

—Me sentía impotente para intentarlo —contestó— pero desde que vosotros habéis venido, pareciera que una fuerza nueva invadiera todo mi ser, dándome el valor necesario. Aquí hace falta alguien que represente una autoridad para ella. Tú, que eres casi como un hijo para la Madre del Profeta Nazareno, ¿no podrías conseguir que ella viniera aquí, o que llamara a la señora como si necesitara de ella?

— ¡Qué inspiración hermosa has tenido Boanerges! ¡Yo puedo reunirlas, y lo haré; sí que lo haré! —Mientras tanto, —observó Zebeo— podríamos ir realizando lo que teníamos proyectado. Y puesto que sois vosotros los que estáis al frente de la casa, ¿nos podríamos quedar aquí algunos de nosotros, para dar firme realidad a lo que tenemos pensado? —Claro que sí —contestaron de inmediato Jehiel y Boanerges—. El ala izquierda del Castillo es toda nuestra —añadió Boanerges— Con que ya veis, todo promete arreglarse a vuestro gusto.

De esto resultó, que quedarían en el castillo, Zebeo, Felipe y Othoniel. Hanani y Juan volvieron a sus respectivas moradas porque,… al uno le esperaba la familia y su Taller de Tapicería, y a Juan le esperaban sus padres ancianos, tristes y solos. Ellos dos acudirían al Castillo todas las tardes, para ayudarles en la transformación espiritual y material de aquella casa y de su dueña, que parecía decidida a convertirla en un panteón sepulcral.

Más de una vez, volveremos lector a este mismo escenario, donde se desarrollaron silenciosos poemas de angustia, de resignación y de amor supremo, que los historiadores no recogieron y que la tradición oral los hizo vivir en el siglo I, pero desaparecieron en el segundo como el perfume de flores secas en un templo abandonado. El mundo sólo recuerda a los que brillan sobre los tronos, o por relumbrantes hazañas de guerra y de conquistas, a los que resplandecen como relámpagos siniestros por sus crímenes aterradores; pero olvida fácilmente a los que lloran y aman en silencio, y más a los que viven su vida conforme a aquella simbólica frase del Divino Maestro:

"Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha".

Continuará….

27 de abril de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 2

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ÁLVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2ª Parte de Arpas Eternas

TOMO 1

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—Exacta figura has hecho Abul-Krid: Gacelas destrozadas por las fieras del desierto ¡En todo tienes razón!, pero eres un jovenzuelo y no está bien que yo hable así contigo. Tú tienes el hogar de tu padre y tus hermanos, pero yo no tengo hogar ni padre, ni hermanos. Quisiera salir de aquí mañana pues este hospedaje sólo nos puede cobijar esta noche.

— ¿Y a dónde iréis señora? Yo os puedo conducir a donde queráis.

—Ese es mi problema, Abul-Krid. No hay ningún lugar en la tierra donde yo sea esperada. ¡Ninguno!

—La casa de Arimé vuestra hija, ¿no puede ser vuestra casa?

— ¡No!, ¡nunca! ¿Crees tú que una descendiente del último Seleucida puede vivir en los dominios del hombre que la infamó con el repudio?...

— ¡Es dura cosa en verdad! —exclamó el joven árabe; pero la vida es grande y fecunda en combinaciones maravillosas. La Tierra es grande también, y tiene hermosas praderas y montañas que suben hasta las nubes, y que aíslan a las naciones y a los pueblos; tiene mares que separan los continentes unos de otros. ¿No encontrasteis la paz en el Egipto a las orillas del Nilo?

—No AbulKrid... yo soy un ánade libre surgido hace treinta y cuatro años de las espumas del mar, chocando en los peñascos donde se aireaba como templo de mármol el palacio de mi padre. ¿No sabes que yo mandaba el más hermoso trirreme de Sidón? En el Serapiun del Príncipe Melchor recibí grandes atenciones y estoy agradecida por ello; me hubiera dejado morir allí de tristeza y de tedio, pero cuando su hermana me trajo a Jerusalén, para celebrar esta Pascua de gloria que según decían resultó de muerte, no quiero más volver a aquel silencioso encierro perfumado con incienso de Arabia y oyendo a todas horas esas suaves melodías de cítara que se infiltran en el alma como un dulce veneno... Mi vida es el aire del mar con sus tempestades y sus borrascas, con sus velas blancas como alas de pájaros, con los torneos náuticos en las grandes naumaquias donde los heroicos marinos se cubren de gloria y los luchadores parecen titanes surgidos de entre las olas rabiosas y agitadas...

Un quedo llamado a la puerta que comunicaba al salón, interrumpió la vehemente peroración de Harima.

El joven árabe abrió rápidamente. Era María con una criada que llevaba una fuente de plata con manjares y un ánfora de vino.

—Señora —le dijo; la despedida de nuestro gran Profeta nos puso a todos en un doloroso estado de ánimo, y hasta me hizo olvidar los deberes de la hospitalidad. Celebro que no estéis sola, que en estos momentos la soledad es atormentadora.

Y mientras decía así, acercó hacia su huésped la mesilla rodante donde la criada había puesto la rodela de plata con los manjares.

Abul-Krid iba a retirarse pero María le dijo: —Si eres tan gentil como tu padre, debes hacer compañía a una dama que está sola.

Como Harima continuara en silencio, María se le acercó aun más.

—Veo que estáis fatigada y aun creo que algo enferma.

—Gracias por vuestra hospitalidad; no estoy enferma sino entristecida como todos, y acaso más que todos —le contestó.

— ¡Si en algo os puedo aliviar!... murmuró María... Quizá os fuera más agradable estar con nosotras en el primer piso. Es aquello más íntimo y familiar.

Entre temerosa e indecisa ante el retraimiento de Harima, María sacó de entre su túnica un pequeño envoltorio de lino blanco primorosamente bordado. Estaba atado con una cinta verde y oro de la cual pendía un sello...—Si me permites —díjole María— te hago entrega de esto que ha traído para ti un mensajero de Petra que pasó por Jerusalén y al no encontrarte ha venido hasta aquí. Harima dio un salto y se incorporó como si hubiera visto un reptil pronto a saltarle al rostro.

— ¡El sello de Hareth!... exclamó con la faz enrojecida como una llama.

—Si, señora, es del Rey Hareth y su mensajero espera en el pórtico del castillo.

Habrá sabido que salí del encierro a que me destinó y mandará llevarme atada a una cadena... Y exhalando un dolorido grito se desplomó sobre el diván presa de una horrible crisis de nervios...

María quiso socorrerla pero ella rechazaba violentamente todo socorro.

—Por favor Abul-Krid, sube al primer piso y llama en la última alcoba de la derecha.

El joven árabe obedeció rápidamente y pocos momentos después Nebai, Vercia, Ilderin, Judá y Faqui invadían el gabinete, sin saber a ciencia cierta lo que ocurría.. . La infeliz Harima se retorcía en una convulsión horrible. Ni las compresas de agua de azahares, ni las esencias del más intenso perfume lograban calmarla.

—Llamad a Boanerges por favor —suplicó María— que lo que él no puede hacer, no lo hará nadie.

—Esperad —dijo el Scheiff Ilderin. Dejadme unos momentos solo con ella y creo que Nuestro Rey Inmortal Jeshua será conmigo para calmarla. Tomó el pequeño envoltorio de manos de María, tras de lo cual salieron todos de aquel gabinete.

— ¡Harima! —le dijo suavemente—. No juzgues como un tirano déspota y cruel a nuestro Rey caballeresco y noble. ¿Quieres escucharme? Te lo pido por vuestros hijos Malic, Adel y Arimé...

La tempestad iba calmándose y al oír tales nombres, la mujer comenzó a sollozar dolorosamente.— ¡No los veré nunca más! — Dijo entre sus sollozos, porque jamás pondré mis pies en esa tierra maldita... — ¡Mujer!..., acabas de presenciar el más maravilloso acontecimiento que ojos humanos pueden ver y hablas de esa manera. ¡El que te sacó del Peñón de Ramán donde estabas sepultada!, ¿no puede darte también la paz y la dicha?

—El entró en su Reino de otros mundos y no se ocupa de los infelices

—Espera, mujer... No sabes lo que dices. ¡No sabes lo que ha hecho tu hija Arimé!... desde que su padre tuvo el dolor de perder a la princesa Dalmira al dar a luz su primer hijo... ¿qué sabes tú de lo que es capaz de hacer una hija como la tuya, en el noble corazón de un padre como el Rey Hareth?

— ¿Qué me quieres decir con eso Scheiff Ilderin? —Preguntó vivamente Harima—. ¿Crees acaso que Hareth es como tú?

—Es tanto como yo, y mejor que yo. ¿Quieres leer su mensaje?

—Ábrelo tú y léelo. Yo no quiero leerlo.

El caudillo árabe desenvolvió la cinta de lino y sacó el pergamino que venía allí. Paseó su mirada por aquellos caracteres firmes y finos y sus negros ojos se iban llenando de lágrimas. Cuando terminó la lectura silenciosa dijo:

—Escucha mujer lo que hace por ti el Ungido de Dios que acabamos de ver desaparecer como un astro soberano tras de las nubes del cielo. Y el Scheiff comenzó a leer:

"Harima: Sabes que fuiste mi gran amor de la primera hora de la vida. Sabes cuánto luché para que amases mi Arabia de fuego y te adaptases a nuestras leyes y costumbres. Pero no has comprendido ni sabes cuánto padecí, al tener que doblar yo mismo mi frente ante el poder de la ley y la justicia, de los reclamos de mis jefes de gobierno y de mis jefes de armas. Si lo hubieras comprendido, no te habrías vengado de nuestro pueblo inocente, por lo que juzgabas como afrenta al orgullo de tu raza.

¡Harima! La esposa que tomé en sustitución tuya, está en el paraíso de Alá tres lunas hace y mi corazón ha quedado solo en la tierra. La visión tuya que nunca se perdió en mi horizonte, surge de nuevo más viva que antes. Si te sientes con fuerza para vivir la vida como corresponde a una esposa del rey de los árabes, ven a mi lado donde conquistarás de nuevo el amor de mi pueblo, porque el mío lo has tenido y lo tienes, ¡pues nunca pude olvidarte!...

Si aceptas, entrégate a Ilderin como si fuera tu padre y con él llegarás hasta mí que te espero... Hareth.

Los sollozos de Harima casi ahogaban la vibrante voz de Ilderin, que leía el fervoroso mensaje del rey

Hareth. Era la tempestad desatada en la selva con espantosa furia. Era la lucha formidable entre el orgullo y el amor. ¿Cuál vencería?

Boanerges que había sido llamado anteriormente, esperaba a la puerta. La vibración de aquel intenso sollozar llegó a su alma como el grito de un ave herida... y de inmediato comprendió por qué le habían llamado...

Era su laúd el que curaba aquellas tempestades del corazón que él conocía mejor que nadie, no obstante su juventud. Y el trovador de los bosques de Mágdalo comenzó a desgranar sus melodías como perlas de cristal para el alma atormentada:

¡Gime el ave entre los bosques

Viendo deshecho su nido!

¡Y llora su amor perdido

El humano corazón!...

¡Pero llega un nuevo día,

Se avivan las remembranzas...

Florecen las esperanzas

Como un divino arrebol!...

El amor de nuevo enciende

La claridad de sus cirios

Y se esfuman los martirios

En una explosión de azul...

¡Alma corre!... alma vuela

Que en una blanca mañana,

El amor en tu ventana

¡Bordará flores de luz!...

Los sollozos se habían extinguido en la penumbra de aquel gabinete encortinado de púrpura y el caudillo árabe esperaba la respuesta de la atormentada mujer. Y otra vez la canción del humilde y solitario trovador de los bosques de Mágdalo, había hecho el milagro de curar un corazón, doblemente herido por el orgullo y por el amor.

Harima ya serena habló:

—Dadme esa carta de Hareth, Scheiff Ilderin, y llévame hacia él cuando sea de tu agrado. El caballeresco árabe, dobló ante ella una rodilla en tierra y besándole la mano le dijo emocionado: Gracias señora, en nombre de nuestro rey y mío. Mañana al amanecer, partiremos hacia nuestra Arabia donde te espera la dicha y la paz.

Un suave halo de amor… como una onda luminosa, se esparció en aquel ambiente saturado de llanto y de pena y Harima y el Scheiff se levantaron de pronto, como si una misma fuerza los hubiera impulsado. Los dos habían tenido el mismo pensamiento: Jeshua… el Ungido de Dios a quien habían clamado en la hora acerba que transcurría, habíales enviado sin duda la radiación luminosa de su pensamiento a través de la tierna canción de Boanerges. Y al siguiente día el Scheiff con su hijo segundo Abul-Krid y su escolta de lanceros conducían a Harima a través del desierto a reunirse nuevamente con Hareth de Arabia que había sido su primero y único amor.

Jeshua… el Arcángel de Alá, el dulce Patriarca del desierto, había vencido el orgullo que los separaba y su eterno amor de Ungido divino, los unía de nuevo en esa etapa de sus vidas eternas… "En su cielo de amor nada negaba al amor"… parecía repetir lo que en la personalidad de Krishna había dicho más de una vez.

4.- SINTIENDO CANTAR LAS OLAS

En la vieja casona de Simón Barjonne heredada por sus hijos Pedro y Andrés, se hospedaron por esa noche muchos otros de los discípulos que habían acudido a la ribera del Lago para recibir la última bendición del Maestro. Allí se encontraban los Doce como se llamaba familiarmente á los íntimos de su escuela de Amor Fraterno y de Sabiduría Divina.

La presencia de aquellos hombres, todos de edad madura, menos Juan que contaba solo con veintidós años, era para todos como una sombra de árboles gigantescos en la árida soledad del páramo en que habían quedado. Y ellos, por ese fenómeno psíquico tan común en las nobles naturalezas, se sentían gigantes para proteger y amparar a todos los que había amado el Maestro...Sobre todo Pedro... ¡Qué grande se había ensanchado su corazón a la vista de todos aquellos seres que le habían seguido y amado a Él, que ahora no estaba en la tierra para consolarles y amarles!...

¡Y ellos se sentían amorosos padres para todos los huérfanos del gran padre y amigo que los había dejado! El amor del Cristo Divino que desbordaba de ellos como un caudaloso manantial, se expandió como un mar sin riberas por sobre todas las almas que les rodeaban. Ya no había lágrimas... ¡Habían llorado tanto!... Solo había incertidumbre sobre el mañana... dudas, vacilaciones... interrogantes más o menos hondos que acaso quedarían sin respuesta... ¿quién podría contestarles si ya no estaba Él que todo lo sabía? En su ofuscación e incomprensión de lo que era en verdad el Maestro para todos ellos y para toda la humanidad, no acertaban a imaginar que para un amor grande y eterno como el suyo, no existe la ausencia, ni la distancia, ni el tiempo. ¿No les había repetido innumerables veces que el Amor es más fuerte que la muerte?... Entre los refugiados en la vieja casa de las orillas del Lago, en torno a los Apóstoles se encontraban varios de aquellos jóvenes árabes que el Maestro había traído consigo desde el Monte Hor. Los lectores de "Arpas Eternas" no habrán olvidado a los dos muchachos de la tragedia de Abu-Arish, que tan profundamente interesaron el amante corazón de Jeshua. Ambos se habían unido en matrimonio con dos doncellas Itureas, de aquella familia que en su primer viaje a Ribla encontró el Maestro, que con sus nueve hijos y toda una manada de ovejas y antílopes, querían incorporarse a la caravana que iba a Damasco.

Habían sido desalojados de sus campos y se lanzaban en busca de la piedad de un pariente lejano que acaso les diera auxilio. La piedad de Jeshua adolescente, les había encontrado refugio hogareño y campos de pastoreo en la fértil Galilea donde quedaron definitivamente bajo el amparo de la Fraternidad Esenia, madre bondadosa de todos los desamparados. Y Abdulahi y Dambiri en sus andanzas de negocios como agentes comerciales del Scheiff Ilderin, bajo cuya tutela les pusiera el Maestro, encontraron sus almas compañeras en dos de aquellas doncellas Itureas, árabes de raza y de religión que unieron a ellos sus vidas ya que el mismo astro sereno les había alumbrado en sus horas amargas de dolor.

Abarina y Azurí habían encontrado el amor lejos de sus arrayanes y de sus palmeras, pero bajo la égida protectora de aquella dulce mirada, que era halo de piedad y de ternura para todos los dolores de la vida. Y Abdulahi y Dambiri, víctimas a los doce años de las rudas tormentas de la vida, vivían como en un sueño de paz y de dicha al lado de aquellas gacelas de las montañas Itureas, que les habían dado en hermosa ofrenda dos robustos niños a los cuales y en memoria del Maestro, llamaron Jeshua-Ben al uno y Jeshua-Bel al otro, con lo cual querían inmortalizar en la personalidad de sus hijitos dos grandes cualidades morales y físicas del Divino Maestro: Jeshua Bueno y Jeshua Bello. ¡Qué ingenio maravilloso da el amor para recordar y engrandecer al Amado!

La casa de Simón Barjonne en las orillas del Mar de Galilea, donde aún parecía resonar la voz del Maestro deshojando sobre todos ellos sus lirios blancos de paz y de amor, se convirtió aquella noche memorable en un solemne recinto de asamblea y de audiencias, donde los discípulos en unión con el anciano Simónides, José de Arimatea y Nicodemus, con Exequias y Eliezer del Gran Santuario de Moab más el Servidor del Carmelo Ezequiel de Esdrelon, tío de Juan, y los Servidores de los Santuarios del Hermon y del Tabor Abdías y Daniel —continuadores de la Obra apostólica desarrollada por el fundador de los tres Santuarios, Hilarión de Monte Nebo, fallecido como se recordará durante la infancia de Jeshua, trataban de reemplazar con todo su esfuerzo y buena voluntad al astro sereno y radiante que se había eclipsado para ellos como un sol que se esfuma en el ocaso, dejándoles a ciegas andar a tientas entre las sombras de la noche incierta.

Y con amorosa ternura… escuchaban las confidencias de todos los que referían sus situaciones del momento, como si fuera un inmenso signo de interrogación, en el oscuro telón del ignorado porvenir que se abría en el horizonte con trágicas amenazas.

Y así Abdulahi y Dambiri, mejor dicho Castor y Pólux, agentes comerciales del Scheiff Ilderin, manifestaron haber sido instalados debidamente en el Puerto Mediterráneo de Gaza, acompañados de Asvando su padre, aquel vendedor de café Moka que el amor del Cristo Divino había redimido en una gruta habitada por los Penitentes del Monte Quarantana. Zebeo y Juan hacían de notarios y el gran Libro Blanco de las anotaciones se iba llenando, con los relatos recogidos en la silenciosa tristeza de aquella noche... Era necesario conocerlos a todos los que Él había amado.

-¡Ni uno solo hemos de dejar olvidado, ni uno solo!-... decía el anciano Tholemi con la voz temblorosa de sus largos años.

—Fue uno de sus últimos encargos hechos a los amigos ancianos —añadió José de Arimathea… y con éste recuerdo, el querido profesor hierosolimitano dobló la cabeza sobre sus manos y un silencio de suprema angustia se estableció por unos momentos.

—Yo he sido —dijo Simónides— desde el momento que conocí a mi Soberano Rey de Israel, como el administrador de los tesoros de su reino en la tierra; y su primer ministro el príncipe Judá me mantiene en esta posición, no importa la carga de mis años… y aquí me tenéis todos, dispuesto a continuar lo comenzado por Él, la Santa Alianza, esa fuente inagotable de beneficios para todos los que le han amado y reconocido como al Ungido Divino, sacrificado inicuamente por el Sanedrín.

—No restemos brillo al divino recuerdo de la gloria en que Él acaba de entrar, con las sombras maléficas del espantoso crimen en que ésos infelices se han hundido para su desgracia —dijo el Servidor del Monte Carmelo, Ezequiel. —"Dejad a los muertos enterrar a sus muertos" decía Él y continuemos nosotros su vida de amor y de paz, para merecer su presencia eterna en medio de nosotros.

Y ante la mesa de las anotaciones, donde antes tantas veces habían comido reunidos con el Divino Maestro, fueron desfilando todos cuantos recibieron a orillas del Lago su última bendición. Osman y Ahmed, los dos jóvenes árabes que le acompañaron en su misión en Damasco y que eran agentes comerciales en Joppe como auxiliares de Marcos, se presentaron ante el venerable Consejo de los Ancianos, llevando cada uno de la mano una doncella tocada de blanco como las esenias, que también habían estado presentes en la gloriosa despedida del Maestro.

Entonces Tholemi de Alejandría que reconoció en ellos a los ex-discípulos de Melchor en el Monte Hor, se incorporó en el estrado, al mismo tiempo que ambas doncellas se arrodillaban según la costumbre para recibir la bendición de su amor. Y el anciano tembloroso y emocionado en extremo, las levantaba diciéndoles:

—Hijas mías, al amor no se le recibe de rodillas sino de pié, con la frente alta y descubierta para que caiga sobre vuestras cabezas la gloria de los cielos, desde donde Él y no nosotros bendecimos vuestros esponsales. Y uniendo las manos de los dos muchachos con la diestra de sus elegidas, les bendijo en su amor a la usanza de Arabia.

En mi calidad de Administrador del Soberano Rey de Israel – dijo Simónides, corre por cuenta de la

Santa Alianza, la dote de estas doncellas.

¿Cuando se realizará el matrimonio?

—De aquí a tres lunas según la costumbre de nuestro país.

—Bien; mi agente Marcos os entregará para entonces la llave de vuestros nidos, que vosotros llenaréis de amor y de fe en memoria del que todos amamos.

Y aquellos humildes esponsales a la vera del Mar de Galilea, sintiendo cantar sus olas y gemir el viento entre las encinas y las palmeras, fueron a llenar otra página del Libro Blanco de anotaciones, que continuaba llenándose con los nombres de los amigos de Jeshua.

5.- LA HEREDAD DEL PADRE

—"La humanidad de esta Tierra es mi herencia eterna" había dicho más de una vez el Divino Maestro a los íntimos suyos. "Vosotros sois mis continuadores —había añadido— los herederos de este legado eterno". Y llegó el momento de repartir la herencia... El Mapa-Mundi debería ser dividido en trozos, no para usufructuar sus riquezas, tesoros y capitales, sino para ofrendar esfuerzos, capacidad, voluntad y hasta la vida, por las porciones de humanidad que a cada uno le tocara en suerte.

Y los discípulos apoyados por los Ancianos de los Santuarios y por José de Arimathea y Simónides, comprendieron que no era en esa noche que debían enfrentarse con el inmenso problema de dividirse el mundo entre todos. Puesto que allí no estaban todos los dirigentes de la Santa Alianza, cadena eterna de oro y diamantes que les había dejado el Maestro, uniendo esfuerzos y corazones, resolvieron pues realizar una asamblea solemne unos días después y en un sitio determinado por unánime voluntad. ¿Qué día y qué sitio Sería ese? José de Arimathea rompió el hondo silencio que siguió a ese interrogante…

—Ningún templo, ningún Santuario más santo y bendito, ni más amado a nuestro corazón que el hogar de Myriam, la madre mártir de nuestro Augusto Mártir.

Muchas veces estuve en ese austero cenáculo Nazareno y sé que honramos con ello su santa memoria. Llamemos allí a los más capaces de prudente colaboración: al Príncipe Judá, al Hach-ben Faqui, al Scheiff Ilderin, que fueron columnas firmes de sostén en el vasto edificio levantado por el amor del Cristo, y todos en pleno acuerdo esbocemos el plan a seguir.

Como la noche avanzaba, dieron por terminadas aquellas deliberaciones y hemos de pensar amigo lector, que el sueño, el cansancio y el dolor, aquietaron por fin aquellos corazones hasta el nuevo día que todos esperaban.

Y nosotros lector amigo, llegándonos silenciosamente como las sombras de la noche a la vieja casona de Simón Barjonne, encontramos que Pedro, su dueño, no estaba entonces en ella. Con solo dos palabras a su hermano Andrés, habíase marchado no bien quedaron en suspenso las deliberaciones, para continuarlas unos días después.

—Vuelvo a Judea —le había dicho, pero estaré de vuelta de aquí a tres días. Y sin más explicaciones a su asombrado hermano, había tomado de las cuadras un buen caballo de los muchos alojados allí, desde que los amigos de Jeshua habían dejado Jerusalén para correr a Galilea, donde el Divino Amado les había dado la última cita de amor. Y Andrés le vio ajustar al cuello su turbante, embozarse cuidadosamente en su manto y salir a galope tendido por el camino del sur, como un oscuro fantasma que pronto se perdió en las sombras de la noche.

— ¿A qué irá? —Pensó Andrés— grave será el asunto que le lleva, cuando abandona la casa a esta hora y sabiendo que su presencia aquí es necesaria… Se retiró al pabellón en que ya dormían sus compañeros y aunque hubiera querido dormir horas y más horas, no pudo conseguir que el sueño cerrara sus ojos. ¡Tan alarmante era para él la partida inesperada y súbita de Pedro! ¿Qué había pasado por el alma buena y sencilla de aquel hombre enamorado del Cristo, al cual había negado en un aciago momento de inconsciencia y debilidad? …Veámoslo...

Cuando los últimos resplandores de aquel ocaso de gloria se habían extinguido, borrando del infinito azul la imagen radiante del Cristo, que había desaparecido a la vista de todos, Pedro se había refugiado entre una mata de arbustos, a llorar sin consuelo... a llorar su pena por haberlo perdido y su desesperación por haberle negado, justamente en los trágicos momentos en que Él más necesitaba de amigos fuertes y fieles, que fueran capaces de sacrificarlo todo por Él.

Es cierto que todo aquello había pasado como un relámpago funesto y El Amado Maestro era ya glorioso y feliz en el Reino de Su Padre. Pero un alma noble y justa como la de Pedro no podía sustraer Fe a esa angustia mortal que se llama remordimiento y que se aviva intensamente cuando el ser amado lo ha perdido para siempre. Y cuando… semi tirado entre el césped lloraba desesperadamente, sintió que alguien se acercaba sin ruido y le envolvía en una suave frescura.

Al descubrir su cabeza, toda envuelta en el oscuro manto… ¡le vio a Él!... si a Él, que después de su negación espantosa aún le prefería con su delicada ternura.

— ¡Pedro!... ¿Me amas? le preguntaba la visión con su voz sin ruido.

— ¡Oh Señor!... ¡Tú sabes que yo te amo, aún cargado con la infamia y la iniquidad!...

- No es hora de llorar…sino de realizar mis obras de amor. Hay otro que llora más que tú y que llama desesperado a la muerte...

— ¿Judas? —gritó Pedro… porque captó el pensamiento del Cristo.

— ¡Sí, Judas!... Ve hacia él, que entre las sombras de una feroz demencia, ha luchado cuarenta días y está al borde de la sepultura. Le guarda un penitente en la que fue gruta de los leprosos, en el Monte de los Olivos. Sólo tú… que te sientes agobiado por tu pecado, puedes tener piedad de quien pecó más que tú. Pedro… anonadado por lo que veía, no pudo articular palabra y la visión se había esfumado dejándole no obstante una llamarada viva de amor, de vitalidad, de nueva energía, que lo hacía capaz de consolar en ese instante a todos los delincuentes desesperados que hubiera en el mundo.

Explícate pues, lector amigo, por qué Pedro se había lanzado a carrera tendida en su caballo por el camino del sur…

Si al pasar por la puerta de una ciudad, algún centinela le gritaba: ¡Alto ahí! El gritaba más fuerte: ¡Orden del Rey! y seguía corriendo sin detenerse y sin volver la cabeza atrás.

¡Decía la verdad! Era orden de su Rey al que él había tenido la debilidad de negar en una hora fatal, y al cual quería probarle entonces, que era capaz de sacrificarlo todo por obedecerle. Y el centinela quedaba

Inmovilizado, por la certeza de que aquel hombre llevaría el aviso de un complot o el indulto de un reo que debía ser ahorcado al amanecer. Sólo dos veces se detuvo Pedro, en su enloquecida carrera: en Arquelais y en Phasaelis, para dar de beber a la pobre bestia, que tan dócilmente le conducía a cumplir la orden de su Rey inmortal.

Cuando el sol se levantaba apenas en el horizonte, Pedro se detuvo al pié de los dos primeros cerros del Monte de los Olivos, que se abrían en una oscura garganta para dar paso al camino tortuoso y sombrío que llevaba directo a Jerusalén. Se apeó del caballo y llevándole de la brida, comenzó a buscar la antigua gruta de los leprosos a donde más de una vez, había acompañado al Maestro a remediar la angustia de los infelices atacados del horrible mal. Al volver un recodo de la montaña, se encontró con un hombre de edad madura que recogía los últimos racimos de las vides trepadoras y olivas negras que alfombraban el suelo. Vestía como los penitentes de los esenios y Pedro le interrogó en el acto:

— ¿Eres tú el que guardas a Judas moribundo?

—Si será Judas, Jaime o Simón, no lo sé amigo, pero tengo en mi cueva un hombre que recogí medio muerto en el fondo de un barranco, hizo ayer cuarenta días y nadie vino por él antes que tú.

—Soy su hermano y vengo a buscarle — dijo Pedro con temblor en la voz, pues acababa de tener la comprobación de que la visión que tuviera la tarde antes, era realmente de su amado Maestro, que en el instante de entrar a su Reino, quería unir en su amor a los dos infieles de la última hora: al que le había negado y al que le había entregado. ¡Cuán grande y excelso era su Maestro, que amaba así a dos míseros reptiles que le habían herido con su veneno! Sin poderse contener, Pedro cayó de rodillas ante el penitente asombrado y en entrecortados sollozos le decía:

— ¡Yo soy más delincuente que tú y debía vestir ese áspero capuchón y vivir en las cuevas apartado de los hombres!...

El penitente no comprendía el significado de las palabras que Pedro hablaba entre sollozos y se limitó a decirle:

—Cálmate hombre que tu hermano aún vive y yo te llevaré hasta él. Sígueme.

El caballo de Pedro, suelto a medias devoraba el césped y los últimos pámpanos amarillentos de las vides que perdían lentamente sus hojas. ¡Había corrido tantas millas al empuje de aquel amo, que parecía no conocer el cansancio y la fatiga!

A poco andar, el penitente saltó sobre unos gruesos troncos de encina que cerraban el paso y detrás de ellos vio Pedro la entrada a la cueva, que ahora encontraba tan trágica y espantosa y que en otra hora le había parecido un paisaje hermoso en su agreste soledad.

Pensó en la augusta presencia de Aquél que ya no estaba a su lado, como en aquella hora que ya no era más que un recuerdo… y sus ojos se inundaron de llanto, quedando paralizado en la puerta.

—Entra hombre— le dijo el penitente. ¿No traías tanta prisa por tu hermano herido?

— ¿Quién anda aquí? —preguntó la voz áspera de Judas. —Tu hermano Simón que viene a buscarte —le contestó Pedro. Se hizo un silencio de muerte, durante el cual los que entraban comenzaron a percibir en aquella oscuridad, el bulto de un hombre con la cabeza vendada y sentado en un lecho de pieles de oveja.

Pedro se acercó hasta arrodillarse en el lecho y abrazó aquella cabeza vendada; y un rudo sollozo como el estertor de dos agonías juntas resonó en las tinieblas de la caverna, mientras el penitente hacía inauditos esfuerzos para dominar su emoción y también para comprender lo que pasaba en el alma de aquellos hombres.

Cuando la tempestad calmó, Judas habló el primero. — ¡Pedro!... ¿Por qué viniste? ¿Pedro por qué viniste?...

— ¡Porque Él me mandó! —contestó Pedro… y se echó a llorar como un niño.

—Pero ¿Él vive?... ¿Estás loco o no sabes que le mataron en la cruz de los esclavos rebeldes, aquellos verdugos infames a quienes yo le entregué, para que le reconocieran como Rey de Israel? — ¡Ha salido del sepulcro lleno de gloria y de majestad! — contestó Pedro cuando pudo hablar. Y en el instante mismo de entrar en su Reino ha pensado en nosotros Judas; en ti que le entregaste a sus enemigos y en mí que le negué cobardemente cuando estaba prisionero…

Este doloroso diálogo fue interrumpido por el Terapeuta, que acudía todas las mañanas a llevarles los alimentos y a continuar la curación del herido. Al sacar los vendajes, encontró que las heridas estaban curadas y que los párpados se abrían perfectamente.

— ¡Señor! —gritó Judas como enloquecido. — ¡Yo te entregué a la muerte y tú me has devuelto la vista perdida y la vida que yo quise terminar!... ¡Hijo de Dios!... ¡Hijo de Dios! y cayó exánime sobre las pieles de oveja que durante su larga agonía le habían servido de lecho.

El Terapeuta acudió a las redomas que siempre llevaba en su bolso de peregrino, con elixires, esencias y jarabes, para procurar la reacción de los enfermos y con el pensamiento puesto en acción, según ellos acostumbraban, después de unos momentos Judas volvió a su estado normal.

—Ambos debéis tener calma y serenidad —díjoles el Terapeuta, que era un hombre de unos 50 años. Sé lo que es el tremendo dolor de ver morir ajusticiado, a un hombre amado en el cual se encerraba el ideal de justicia y de bondad, que en nuestra alma vivía como una antorcha divina. Yo fui esclavo del mártir Judas de Galaad sacrificado al mismo ideal por el que ha sido ajusticiado el Mesías anunciado por los profetas. Fui su esclavo por ley, pero fui su amigo, casi su hijo, por la comprensión y por el amor con que él anuló mi esclavitud, para dejarme seguirle como una sombra en sus correrías de apóstol y de proscrito. Vosotros habéis tenido el consuelo supremo de ver la gloria del Cristo Mártir, después de la tristeza del sepulcro y no tenéis derecho ninguno a la angustia y a las quejas.

Yo le vi pendiente de la horca y pasé tres días luchando contra los cuervos que acudían a despedazar su cadáver, hasta que Simón de Bethel, pariente suyo, consiguió el permiso para darle sepultura en una cueva ignorada que solo yo conozco.

—Tienes razón —dijo Pedro— pero tú no pecaste contra él como nosotros hemos pecado. El remordimiento, es un agudo puñal que nunca jamás podremos arrancar de nuestro corazón. ¡Pareciera que se va hundiendo más y más hasta atravesarnos de parte a parte!

Judas lloraba en silencio, sin un movimiento, sin una señal de vida como no fueran gruesas lágrimas que rodaban de sus ojos entornados. Por fin hablo en un grito que parecía un quejido.

—Si Él hubiera muerto maldiciéndome, hubiera yo sufrido menos, pero ha muerto amándome, y me sigue su amor como una luz que da más claridad a mi delito, y ¡esto no lo puedo soportar Pedro!... ¡Mátame por piedad y me habrás hecho el más grande favor en esta vida!...Y Judas estrujó las manos de Pedro, como presa de un delirio enloquecedor.

—Judas…lavemos con lágrimas nuestro pecado y tengamos el valor de vivir con el puñal clavado en el corazón, —díjole Pedro en quien se había despertado vivamente la conciencia de su deber. Y si Él nos ha constituido herederos de la herencia eterna que le dio el Padre y continuadores de su apostolado del amor fraternal entre los hombres, no podemos claudicar de nuestro pacto con Él… porque nos haríamos doblemente culpables.

—Yo no nunca jamás podré compartir la tarea con vosotros —respondió Judas con indecible angustia. En todos estará vivo siempre el recuerdo de mi delito, que para todos es una espantosa traición aunque yo solo sé el móvil que me impulsó. Fue la soberbia Pedro, fue el orgullo oculto y disimulado de querer al Maestro como un poderoso rey sobre todos los reyes de la Tierra, y Cierto de que fui yo el único de sus íntimos que había cooperado a su exaltación al trono de David y Salomón... ¡Quería su grandeza para engrandecerme yo por encima de todos vosotros!... ¿No lo has comprendido Pedro?

Me desesperaba hasta enloquecerme, el amor y la confianza que el Maestro te brindaba a ti, la ternura paternal para Juan, su predilección por Zebeo y Judas el hijo de Tadeo... Y en mi locura de celos y de envidia, quise ponerme de un salto sobre todos y caí de bruces en este abismo de espanto y de remordimiento...

El Terapeuta cuyo nombre era Esaú, intervino nuevamente.

—Puesto que ambos sois discípulos íntimos del Mesías Mártir, no os será desconocido el viejo proverbio de sabiduría que dice: "El amor salva todos los abismos". Y el amor salvará ese abismo en que te ves hermano Judas. ¿No te ama acaso el Cristo? ¿No te ama Pedro que ha venido a buscarte? ¿No te amo yo, que sabiendo lo sucedido te he traído alimentos y te he curado durante más de cuarenta días?

Ni vosotros ni yo, podemos ni debemos servir como triste demostración de que han sido inútiles las enseñanzas y el sacrificio del Mesías… es como si no nos hubiera hecho capaces de amar al prójimo por encima de todas las cosas. ¿No dijo Él más de una vez que no vino para los justos sino para los pecadores?; ¿que no vino para los sanos sino para los enfermos? "Porque los justos —añadía —ya son salvados por sí mismos, y los sanos no necesitan del médico".

- Tú tienes contigo la luz del Cristo hijo de Dios vivo —dijo Pedro —y tus palabras son un bálsamo para nuestras almas atormentadas por el remordimiento. Comprendo Judas tu resistencia a unirte a nosotros después de todo cuanto ha ocurrido. Pero aquí tienes a este hermano Terapeuta que te abre sus brazos para cobijarte. En Galilea me esperan y debo volver de inmediato; pero como no quiero dejar a Judas solo y desamparado, dame la seguridad de que tú serás para él como sería yo mismo... Más aún, como sería nuestro Maestro que me mandó venir a buscarle.

El Terapeuta tendió sus manos a Pedro que las estrechó efusivamente y le dijo:

—Te lo prometo por la santa memoria de nuestros mártires inolvidables: El Cristo Hijo de Dios, Juan el Bautista y Judas de Galaad.

Y volviéndose Pedro a Judas… le dijo con la voz temblando de emoción:

—Judas… recordarás que muchas veces, cuando el Maestro se ausentaba de nosotros, me encargaba encarecidamente cuidar de todos vosotros. Yo obedezco a esa voluntad suya y te pido también a ti la seguridad de que serás dócil a este hermano Terapeuta, a quien te dejo confiado.

— ¡Te lo prometo por El!... ¡sólo por El! —contestó Judas en un sollozo.

— ¿Dónde podré encontrarte otra vez? volvió a preguntar Pedro.

—En Haceldama, no lejos de aquí, tengo un solar de tierra con una choza abandonada; perdido entre montañas. Allí pasaré el resto de mi vida que será siempre lo que para mi desgracia he querido que sea: ¡Desesperación y tinieblas!

— ¡No! —Dijo el Terapeuta, —porque quedo yo aquí para recordarte que tu vida será lo que el Cristo glorioso quiere que sea: ¡Luz, esperanza y amor!

Judas dobló la cabeza sobre el pecho y Pedro salió precipitadamente, tomó de nuevo su caballo y llevándole de la brida salió a campo descubierto en busca del camino.

Antes de bajar del último cerro, miró hacia Jerusalén cuyas cúpulas y torres resplandecían a la luz del sol del mediodía.

Al vivo recuerdo del tremendo sacrificio, le pareció que un cielo con tintes de sangre envolvía a la ciudad asesina de profetas y de justos. Y volviendo la cabeza como quien ve un horrible fantasma, descendió a galope la colina y tomó el camino del norte, no con la misma prisa que había traído al obedecer el mandato de su Rey eterno.

—Te esperábamos para marchar juntos a Nazareth —dijo José de Arimathea a Pedro, no bien llegó de su improvisado viaje.

—Estaba ansioso por llegar y aquí me tenéis, dispuesto a todo lo que mandéis —le contestó de inmediato.

—Es que ninguno de nosotros puede mandar —arguyó el anciano Simónides— porque todos somos subordinados del Soberano Rey de Israel… que nos guía desde su Reino inmortal.

—Jaime se llevó ya a Myriam y a todas las mujeres que se alojaban en el Castillo de Mágdalo. Hananí marchó también con los alojados en su casa, y solo faltamos nosotros.

—Vamos pues —dijo Pedro.

Era de ver aquella heterogénea caravana de ancianos y mujeres montados en asnos, y hombres jóvenes a pié, llevando todos un pequeño fardo a la espalda, pues ignoraban cuanto tiempo habían de permanecer en Nazareth ni qué rumbo les tocaría seguir, después de las graves y decisivas resoluciones que debían tomar.

Para los lectores de "Arpas Eternas", la vieja casa de Nazareth es un escenario muy conocido.

Nada había cambiado en ella, como no fuera el uso que al poco tiempo de la muerte de Jhosep comenzó a dársele al taller de carpintería y a los depósitos de madera. Por iniciativa del tío Jaime y con la cooperación de la Santa Alianza y la aprobación de Simónides, el insustituible administrador de los tesoros del Rey de Israel, todo aquello se había convertido, mediante pequeñas transformaciones, en un refugio para ancianos y mujeres desamparados. Y allí había una veintena de ellos.

Los Terapeutas del Tabor, vigilaban de cerca aquella dolorida porción de humanidad y dos ancianas de la Cabaña de las Abuelas del Monte Carmelo, eran las madres que llenaban de tiernas solicitudes aquellas pobres vidas, agobiadas de soledad y de incertidumbre.

La llegada de Myriam con tan numerosa compañía, fue para la silenciosa casa de Nazareth un gran acontecimiento. En dos grandes carros, semejantes a los que en la Edad Media se llamaban Diligencias, habían traído a las mujeres y a los niños. Mientras los hombres y gente joven en asnos o caballos, daban a la vieja casa de Joseph el justo, el aspecto de una aldea en un día de feria.

Una curiosa alarma se extendió entre los vecinos, la mayoría de los cuales estaban al tanto de lo que el Sanedrín había hecho con el hijo santo de Myriam, con el Profeta de Dios que curaba todos los males de los hombres.

¿Sería que los Doctores del Templo querían borrar su espantoso crimen, indemnizando a la Madre por la injusticia atroz cometida contra el hijo?

Y cuando tras los viajeros llegaron los asnos cargados de sacos de provisiones y fardos de toda especie y tamaño, los vecinos buscaban otra conjetura para satisfacer su curiosidad.

¿Sería que la infeliz madre habría vendido el viejo solar Nazareno, para no ver más aquel nidal de sus días felices que no eran ya más que un querido recuerdo?

Tú y yo sabemos, lector amigo, que el Divino Nazareno había sembrado rosales de amor sobre la tierra, y sus idealistas seguidores iban allí a repartirse el mundo ¡para continuar la siembra maravillosa!

Si la inconsciente humanidad, hubiera sido capaz de hacer una obra justa con las cosas inanimadas y con los parajes que fueron humilde escenario de los amores santos del Cristo, y de sus más sublimes desbordamientos de fe, de claridad divina y de amor supremo, esa vieja casona del justo Jhosep, hubiera debido ser el más grandioso Santuario de la fe cristiana, que inmortalizara en una estupenda creación de mármoles eternos y de madera incorruptible, la cuna del Cristianismo que El había dejado establecido sobre la base de su vida excelsa y con la coronación de su muerte heroica. Inmortalicemos nosotros la gloria de la vieja casa de Joseph, el justo de Nazareth, con los trazos radiantes que nos presta la Luz Eterna, maga de los cielos que copia con maravillosa exactitud, todos los hechos que el paso de las humanidades sobre los mundos va sembrando como un interminable collar de perlas negras, rojas y blancas!...

Todos los hombres jóvenes, con el príncipe Judá, el Hach-ben Faqui, el Scheiff Ilderin, Juan, Felipe y

Marcos como avanzada, iniciaron las actividades para procurarse las comodidades necesarias antes de que llegara la noche.

¡Qué grandiosa solemnidad la de aquella noche, en la vieja casa de un artesano, en que unos pocos habitantes de la Palestina se reunían en torno de una idea, cuando el que la había hecho germinar en sus almas no estaba ya como hombre sobre la tierra!

¡Los racionalistas y positivistas, de haberlo sabido, habrían dicho con lástima y quizá con desprecio!:

"He ahí un núcleo de pobres ilusos, que lo dejan todo para reunirse a deliberar sobre la construcción de un castillo en el aire, con las volutas de humo de un perfume que ya se esfumó llevado por el viento!

¡Cuán lejos estamos a veces los seres humanos aun ilustrados por las ciencias y las letras!... ¡cuán lejos estamos de captar la onda luminosa de los designios divinos, la Idea Eterna, que queramos o no, marca derroteros imborrables a las humanidades y a los mundos habitados por ellas!

En la vieja casona del austero artesano de Nazareth, se dio forma definida y real en aquella noche, a la difusión de las enseñanzas del Cristo en todo el mundo civilizado de entonces, con la convicción profunda de que su augusto y divino Fundador habría de dirigir la Obra, como un sabio arquitecto que esboza en una hoja de papel, creaciones de piedra para que otros que comprenden su técnica se encarguen de realizarla.

-Todos esperamos indicaciones tuyas, Myriam —le dijo dulcemente José de Arimathea cuando terminó la frugal comida del anochecer.

Y ella, la dulce madre con una admirable y serena calma contestaba:

—Yo sólo me dejo amar de todos vosotros… en reemplazo del que ya no está a mi lado. Haced pues lo que creáis más conveniente para todos y lo que más le hubiera complacido a Él… Y esta frase de Myriam: "lo que más le hubiera complacido a Él" fue tomada aquella noche como base de todas las deliberaciones.

Pudo bien decirse, que en ausencia del Hijo excelso, fue la Madre quien demarcó la ruta que había de seguir el Cristianismo naciente.

El lugar denominado "Cenáculo" en las casas pertenecientes a lo que llamamos clase media, era la habitación de mayores dimensiones y también la mejor ornamentada y con todas las comodidades necesarias para el uso que se le daba.

La hospitalidad en el Oriente y en aquella época, era de uso corriente entre las gentes de bien, y mucho más entre los afiliados a la "Fraternidad Esenia". El cenáculo era pues, sala de recibo, comedor y sala-dormitorio de huéspedes, cuando los había en casa. Para todos esos usos estaba dispuesto el Cenáculo con su gran mesa central que ocupaba las dos terceras partes de las dimensiones de aquella sala y que aún podía extenderse, mediante alas que se doblaban o se abrían en los extremos según los casos.

Los estrados, de dos pies de altura y cuatro de ancho, adosados al piso y al muro y que circundaban la sala en todas direcciones, siempre cubiertos de tapices y mantas, según la categoría de sus propietarios, hacían del Cenáculo un excelente dormitorio de huéspedes. La gran mesa central, rodeada de escaños o divanes, modestos o de lujo según la capacidad financiera de sus dueños, lo hacía apto para festines familiares muy concurridos y celebraciones de fechas que a todos eran queridas. A esto hay que añadir, que estaba comunicado por medio de un arco sin puerta, con la cocina o sala de la hoguera cuyo cálido resplandor llegaba al Cenáculo cuando se descorría la pesada cortina de lana en invierno y de junco en verano. Y en el Cenáculo de Nazareth y por indicación de Jeshua, se había añadido sobre el estrado frente a la entrada, una repisa donde aparecían las Tablas de la Ley, imitación de las que Moisés bajó del Sinaí, pero labradas en madera por las hábiles manos de Jhosep, el querido artesano de Nazareth. El gran libro de las

Escrituras Sagradas, y un candelabro de siete cirios completaban el altar hogareño que aún parecía conservar los vestiglos de las manos líricas del Maestro, hojeando aquellos viejos pergaminos.

Esbozado el escenario, entramos lector a ese templo familiar, pleno de santos recuerdos y de ternuras inolvidables, donde todo estaba santificado por la augusta presencia del Cristo, que muchas veces había desbordado allí su alma en explosiones de amor y de luz divina, en horas de íntima unión con la Divinidad.

Myriam… silenciosa fue a sentarse en su sitio acostumbrado, a la izquierda de la repisa-altar, dejando libre el sitio de la derecha que siempre ocupó Jhosep, y después Jeshua... ¿Quién podía atreverse a ocupar aquel sitio, en aquellos momentos en que la querida memoria de los amados ausentes se hacía tan intensa y viva? En todos los ojos brillaban como un cristal las lágrimas no derramadas, sino esfumadas en silencio.

Y el estrado fue poco a poco llenándose de seres silenciosos que se movían sin ruido, como sombras austeras y graves, absorbidas por pensamientos profundos.

Las esposas buscaron el acercamiento a sus maridos, los hijos a sus padres, los amigos a sus más íntimos amigos y compañeros. El tío Jaime se había colocado junto a su hermana, siguiéndole Pedro, José de Arimathea, Simónides. Zebedeo y Hanani, los Ancianos de Betlehen, Elcana, Eleazar, Josías y Alfeo. Les seguían algunos Terapeutas del Santuario del Quarantana con Jacobo y Bartolomé, que en su gran modestia, bella herencia de Betzabée y Andrés, hubiesen querido estar en la sala de la hoguera contigua, pero allí estaban los Servidores del Tabor y del Carmelo, ubicando a todos en sus respectivos sitios. Y el sitio primero de la derecha siempre quedaba vacío.

Nicodemus se ubicó en el sitio siguiente, después el Scheiff Ilderin, Gamaliel y Nicolás, Boanerges, con los jóvenes que él hospedara en su habitación.

María de Mágdalo… sintiéndose demasiado sola y no encontrando quizá ningún lugar a su gusto, tomó un pequeño tapiz y se sentó a los pies de Myriam, que intensamente emocionada desde el principio, se limitó a acariciarle la cabeza sin hablar palabra. Visto esto por otras de las compañeras jóvenes, fueron haciendo una segunda fila y María de Bethania y Dina de Sebaste, se sentaron también a los pies de Pedro y de Jaime. La Druidesa Gala Vercia y los suyos, fueron invitados a participar de la gran asamblea y ocuparon el ángulo de la izquierda, mientras Ana, Noemí, Nebai, Thirza, Marta y las más ancianas, ocuparon el ángulo de la derecha.

En los escaños, alrededor de la mesa central sobre la que aparecía extendida una gran carta geográfica con el diseño de los países civilizados de entonces, se sentaron Judá, Marcos, Faqui, Esteban, de la escuela de Jhoanán el Profeta del Jordán y Felipe el joven, ambos de origen griego y a quienes Pedro había tomado corno escribas particulares de los Doce.

Eran pues cinco escribas que dominaban cinco idiomas de los más vulgarizados en aquella época: el latín, idioma oficial romano que se podía decir era mundial, por el dominio que ejercía Roma sobre la mayor parte del mundo,… el árabe, el hebreo, el sirio-caldeo y el griego, muy desarrollado en Antioquía y casi en toda la parte norte de Siria y el sur de la Mesopotámica.

Junto a los cinco escribas, tomaron puesto los dos Ancianos venidos del Gran Santuario de Moab, donde desempeñaban el cargo de Archiveros,… Eleazar y Ezequías, y los Servidores del Carmelo y del Tabor.

Y el sitio primero, a la derecha de la repisa-altar de las Tablas de la Ley y los Libros de los Profetas… ¡quedaba siempre vacío!

El anciano Esenio Eleazar de Esdrelon, recitó en hebreo y con emocionante ternura, el Salmo 23 en que el alma sumergida en el Infinito Océano divino, se abandona en confiado amor a la Eterna Potencia Creadora, con aquellas dulces palabras:

"Dios es mí pastor y nada me faltará".

"Entre delicados pastos me hará pacer".

"Junto a mansas aguas me vigilará".

"Confortará mi alma y me guiará a sendas de justicia por amor a su Nombre".

"Aunque camine por valles de sombras de muerte, no temeré mal ninguno,

Porque tú mi Dios estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento".

"Aderezarás la mesa delante de mí, en presencia de mis perseguidores, pues ungiste mi cabeza con tu óleo y mi copa está rebosante de tu elíxir de amor".

"El bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida y en tu casa Oh Jehová ¡moraré hasta el último de mis días!

—Así sea por siempre —contestó a coro la multitud.

—Myriam, mujer escogida, vaso de amor y de llanto. —Dijo el anciano— que trajiste a la vida terrestre el Verbo de Dios, di en su nombre la primera palabra que inicie nuestra asamblea.

Y la tierna y dulce madre del Cristo Divino, con su débil vocecita de alondra herida, dijo como en un gemido: — ¡Que Dios misericordioso y el amor de mi Hijo, sean en medio de esta santa convocación!

El silencio propio del hondo llanto contenido en el pecho por cuántos estaban presentes, se extendió como una onda suave de ternura y de dolor por el vasto Cenáculo, donde casi hubiera podido sentirse el latir de los corazones.

La quietud era inmensa… como un abismo tibio de suavidad infinita. Nadie se movía y en la penumbra violácea de los cirios comenzó de pronto a extenderse una rosada claridad como de lámparas invisibles que fueran encendiéndose unas en pos de otras.

La onda de luz vertía resonancias como si a lo lejos, muy a lo lejos, pulsaran laúdes y cítaras acompañando voces que cantaban salmos en lenguas desconocidas.

Y todos recordaron en silencio, que igual fenómeno vieron realizarse la noche inolvidable en que el Divino Mártir se había despedido de todos para ir hacia la muerte, hacia el tremendo holocausto, que empezado en su agonía de Getsemaní terminó en las tinieblas del Gólgota.

Un llorar silencioso y extático se extendió con gran intensidad en el ambiente y pequeños focos de luz, como temblorosas luciérnagas, se posaron un momento en todas las cabezas inclinadas sobre el pecho, y en el sitio vacío del estrado, a la derecha de la repisa-altar, apareció una estrella radiante de los colores del arco iris que llenó el Cenáculo de tan viva claridad, que siendo imposible resistirla a las humanas miradas, todos debieron cerrar los ojos deslumbrados. ¡Es la Luz Divina de Cristo… que guía los pasos de quienes seamos capaces de seguirle, por la senda del amor y del sacrificio señalada por Él! —dijeron los ancianos Esenios que presidían aquella primera convocación del Cristianismo naciente.

La tradición oral, precioso cofre de oro de la alborada cristiana, ha llamado a esta magnífica manifestación espiritual: "La venida del Espíritu Santo", designación admirable en su místico significado y más admirable aún en la realización a que dio lugar entre todos aquellos que tuvieron la feliz oportunidad de presenciarla.

¿Quién podría en adelante, claudicar de un pacto sellado de tan elocuente manera, con Aquél que les había amado y les amaba hasta más allá de la muerte?

¿Quién podría pronunciar la primera palabra después de lo que habían visto y oído?

Todos se precipitaron hacia aquel sitio vacío antes y donde temblaba suavemente, como suspendida de hilos invisibles, la estrella radiante de luz que iba esfumándose suavemente, como suavemente se había encendido a la vista de todos.

— ¡El nos guía! — ¡El está en medio de nosotros!

¡Es el Reino de Dios que comienza en la tierra para los que hemos reconocido a su Hijo! ¡Es el paraíso de Dios que baja a los oscuros valles terrestres!...

— ¡Ya no habrá más dolores, ni enfermedades, ni muerte, porque la tierra se ha convertido en cielo y todo será luz y gloria para los amadores del Cristo Hijo de Dios!

Y los emocionados clamores de amor y de júbilo, continuaban en todos los tonos y entremezclados con tiernos abrazos y efusiones de ternura, de dicha suprema, en que ninguno era dueño de dominar su entusiasmo y alegría interior. ¡Los Ancianos Esenios de Moab miraban a través del llanto que empapaba sus ojos, aquel sublime cuadro de amor y de fe que les hacía creerse dueños de los cielos de Dios, cuando aun hollaban la tierra en que tanto y tanto deberían padecer, llorar y morir durante veinte centurias largas, que tenían como plazo para terminar la siembra de amor fraterno comenzada por el Verbo de Dios!

6.- LA ASAMBLEA

Eliezer, el mayor de los Ancianos venidos del gran Santuario de Moab, se puso de pie y pidió silencio para exponer su pensamiento:

—Desde los escabrosos montes que habitamos, hemos bajado Ezequías y yo para acompañar al Verbo de Dios en su holocausto final, en nombre y por mandato de los setenta guardianes de la Ley y servidores de Dios y de la humanidad. Hemos presenciado, con alma temblorosa de angustia, el tremendo drama de la inmolación suprema del Cristo, en aras del ideal sustentado por Él en todos los momentos de su vida, consagrada por entero a la realización de la Idea Divina entre los hombres de esta Tierra.

Hemos compartido con vosotros, la inmensa dicha de verle entrar glorioso y triunfante en su Reino Eterno, donde nos espera después de haber cumplido valerosamente las jornadas terrestres que nos quedan por andar. Ha llegado, pues, el momento de medir nuestras fuerzas, de pesar nuestras aptitudes y capacidades para obrar como a nuestro Divino Conductor le sea más agradable. Y llegada es también, la hora de cargar cada cual con la enorme responsabilidad que significa el haber escuchado su enseñanza, el haber visto de cerca su vida y de haber presenciado su heroico sacrificio por sostener y glorificar su Ideal Supremo: la fraternidad universal. Yo sé muy bien, que en el correr de los siglos y de las edades, vosotros y yo olvidaremos más de una vez lo que junto al Ungido de Dios hemos visto y oído.

Yo sé muy bien, que la ambición, el orgullo, la sensualidad y el egoísmo, pondrán sombras en nuestra inteligencia y cadenas a nuestro corazón, para que uncidos al carro de todas las iniquidades humanas, demos a los cielos de Jehová el triste espectáculo de discípulos perjuros y traidores; de amigos infieles a la amistad, al amor y a la fe aceptada hoy con espontánea voluntad.

Nuestro Divino Conductor y Maestro lo sabe también y por eso deshojó como un rosal de amor su parábola del Hijo Pródigo, abriéndonos de antemano la puerta del alcázar paterno que nuestra miseria y nuestra inconsciencia ha de cerrar innumerables veces.

Os invito, pues, a mirar así de frente nuestra miseria y debilidad, que más de una vez nos hundirá en abismos de los cuales la mano divina del Cristo nos sacará nuevamente, diciéndonos aquellas sublimes palabras suyas:

"Venid a mí, los que habéis caído agobiados por vuestras cargas!...

¡Venid a mí, que Yo os aliviaré!"

Y os invito también a que durante todos los días de esta vida feliz y venturosa, en que hemos convivido con Él, le repitamos nuestras promesas de fe inquebrantable y de amor eterno, aun sabiendo... ¡míseros de nosotros!... que hemos de faltar a ellas, como miserables esclavos de todas las ruindades humanas.

¡Señor! — Digámosle con el corazón en la mano— Que la fe de hoy, que el amor y las promesas de hoy, vibren para siempre ante Ti, como las notas de un arpa que jamás extingue sus sonidos, para que su permanente recuerdo intensifique tu piedad y tu misericordia, cuando nos veas aplastados por toda suerte de iniquidades y de miserias en el avance de los siglos que han de venir.

Digámosle con la fe de hoy ardiendo como una llama: Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador de cuanto existe en los Cielos y en la Tierra. ¡Creo en Ti, Cristo Divino, su Hijo, descendido a la Tierra por un prodigio supremo del amor! ¡Creo en la grandeza sobrehumana de tus obras, que hemos visto deslizarse como una corriente de agua de vida y de salud sobre todas las miserias humanas; como un astro radiante iluminando las tinieblas de la vida y las angustias de la muerte! ¡Creo en el heroísmo de tu amor a la humanidad, por la que diste tu sangre y tu vida en holocausto eterno a la Idea Divina que vino contigo a la tierra en mensaje de verdad y de luz!

¡Creo en tu salida gloriosa del sepulcro, porque te hemos visto luminoso y radiante como un sol de amanecer, que se enciende y que se apaga cuando el amor se desborda de tu seno y te das en oblación a todos los que te hemos amado y seguido! Y que estas protestas de nuestra fe en Ti, sean como la eterna luz de un faro en todas las tormentas y borrascas que azotan nuestra barquilla, en las centurias largas que hemos de correr hasta el final de este ciclo!

¡Hermanos míos, que mis pobres palabras parpadeen como un cirio eterno en la mística soledad de vuestro santuario interior!

El anciano Eliezer ocupó de nuevo su asiento y un silencio profundo se estableció nuevamente.

Era, que todas las almas congregadas en aquel recinto, penetraban a tientas en el camarín secreto de su yo íntimo, que en un instante de clarividencia preveía acaso algo del oscuro porvenir; y temblando de pavor y de incertidumbre repetía las protestas de fe y de amor, que en alta voz había proclamado el austero maestro Esenio.

El anciano Ezequías interrumpió el largo silencio con estas palabras:

—Tened en cuenta que mi compañero y yo somos simples espectadores en esta asamblea, terminada la cual, volveremos a nuestra morada en la montaña. Tomad, pues, la iniciativa los que quedáis en medio de la humanidad y que El Divino Espíritu del Cristo sea el inspirador de todas vuestras resoluciones.

José de Arimathea habló el primero.

—El Mesías, nuestro excelso Maestro, tuvo su Escuela íntima y creo que en su pensamiento estaba la idea de que ellos fueran los continuadores de su obra. Y todos nosotros, estamos para colaborar con ellos en segunda fila, en cuanto resuelvan realizar en beneficio de la obra común.

Y todas las miradas y los pensamientos convergieron sobre los de la Escuela íntima del Cristo que eran los Doce, en ese instante convertidos en Once por la separación de Judas.

Pedro tomó la palabra y explicó brevemente el drama íntimo del infeliz discípulo, que, llevado por su ambición, había caído en la celada tendida a todos por el Sanhedrín. Reclamó piedad y perdón para él, y expuso la necesidad de nombrarle un reemplazante. Entre los discípulos de Jhoanán, el Profeta del Jordán, había dos que compartieron con los Doce, tareas que la epidemia de Séphoris les ocasionó durante muchos días y que se internaron en el Monte Carmelo juntamente con los Setenta, recogidos por el Divino Maestro como huérfanos de aquella horrorosa tempestad de dolor y de muerte. Eran éstos Matías de Nicópolis, primo de Nicodemus y José de Bethlaban. Ambos habían conquistado el afecto de todos los presentes, con la abnegada solicitud observada desde la gran tragedia del Gólgota. Se habían constituido en enfermeros y servidores de los más apesadumbrados.

Sobre ellos dos cayeron las miradas de todos, y al hacer una votación, resultó elegido el mayor de los dos: Matías, que de inmediato fue considerado como uno de los Doce en reemplazo de Judas. A Pedro le resbalaron dos gruesas lágrimas por su barba cana, recordando al infeliz hermano que por sus celos y ambición de ser más grande que sus hermanos, había abierto él mismo un abismo de soledad y desamparo a Mis pies.

Cuando Matías se acercó a él para abrazarle, antes que a los demás, observó el dolor de Pedro y le preguntó: — ¿Estás disconforme de que entre yo a formar parte de los Doce? ¿Querías a José y no a mí?

-No amigo mío. Estoy conforme contigo. Pensaba en el infeliz al cual tú reemplazas desde este momento.

"Si hubiera estado el Maestro, Él le habría vuelto entre nosotros. Pero en nosotros no hay aún el amor bastante para perdonar a Judas". Y Pedro, abrazando a Matías, lloró a grandes sollozos que los más sensitivos interpretaron en toda su realidad.

Y este pensamiento corrió entre la multitud, como una misteriosa esencia que se hubiera derramado en aquel recinto:

"La presencia de Matías entre los Doce nos recordará siempre la desgracia de Judas". En los más adelantados surgió la compasión como una triste cineraria de la loza de un sepulcro; y en los de más escasa evolución se levantó la indignación como un cardo silvestre lleno de espinas.

El anciano Esenio Eliezer, que había captado las ondas vibratorias del recinto, dijo en alta voz y como una plegaria que absorbiera todos los pensamientos:

— ¡Que tu Amor Misericordioso! ¡Oh Padre Divino de las almas! se derrame sobre el hermano muerto, y guíe los pasos del que viene a ocupar su lugar!

Estas discretas palabras del anciano Eliezer, fueron quizá el origen de la creencia generalmente aceptada de que Judas había muerto trágicamente. Sólo Pedro y los Esenios sabían que Judas vivía agobiado por su culpa, pero muerto estaba para la naciente Congregación Cristiana en medio de la cual no podría jamás actuar. Pedro había dicho una gran verdad: No había en ellos el amor bastante para perdonar el pecado de Judas. ¡Cuán difícil es perdonar a quien nos ha herido en nuestros más íntimos sentimientos!

—Lo digo yo que soy su madre en nombre suyo —respondió la tierna voz de Myriam. María de Bethania, Nebai, Ana, Vercia y por fin todas las mujeres jóvenes presentes rodearon a la Madre heroica, cofre sagrado de recuerdos y de llanto, como si quisieran servirle de escudo y fortaleza cuando su voz de alondra se quebraba en un sollozo y adivinaban en ella el revivir de su angustia.

Juan, el hijo de Salomé, se acercó al grupo femenino y arrodillándose ante Myriam y besando sus manos heladas, le decía con infinita ternura:

—El Maestro me dijo la noche de su despedida: Cuando yo me vuelva al Padre, tú serás el pequeño hijo de mi madre en lugar mío. ¿Me recibes tú?...

Un rumor de sollozos se extendió en la vasta sala, ante el cuadro con tintes divinos de los brazos maternales de Myriam, estrechando sobre su pecho la cabeza rubia de Juan.

—Si me permitís expresar mi programa a seguir —dijo el Príncipe Judá, os diré con toda verdad cuan odiosa me es la vida, en los sitios en que vi el fracaso tremendo de mis ideales como hombre de la raza de

Abraham y quisiera huir de esta tierra, que los de mi raza regaron con la sangre del Hijo de Dios. Amaré este suelo que me vio nacer, pero le amaré como se ama un muerto, porque me cuesta imaginar la luz y la vida, en quien apagó la vida y la luz del Gran-Ungido anunciado desde siglos por nuestros Profetas… EL precepto divino, que tantas veces repitiera nuestro dulce Jeshua: "Ama a tu prójimo como a ti mismo", me es por el momento imposible de concebir y comprender… ¿Cómo puedo amar a los malvados jueces que le condenaron a muerte, sabiendo que era inocente?... ¿Cómo puedo amar a esa piara de miserables esclavos y asesinos, que se vendieron por un puñado de oro, para pedir a gritos que fuera crucificado? No puedo ni pensarlo, porque me siento enloquecer… ¡Jeshua! ¡Mi Rey Eterno, amado sobre todas las cosas!... ¡Si desde tu trono glorioso de Hijo de Dios, oyes la voz de este amigo que hubiera dado la vida por ti, perdona mi rebeldía a tu mandato, porque no puedo amar a tus asesinos, a tus verdugos, a los miserables traidores a la patria, a la religión, al Altísimo que te envió!...

El anciano Eliezer intervino y tomando las manos crispadas de Judá, qué estremecidas se levantaban a lo alto, —le dijo dando a sus palabras suavidades paternales. –Príncipe Judá —Cuando la herida está aun viva y sangrando, no le acerques una ascua ardiente porque enloquecerás de dolor. Piensa solamente por hoy, en que el Ungido de Dios te ha dicho "que eres el árbol fuerte que cobijará a sus avecillas errantes". ¿Puedes obedecer a estas palabras? Con eso sólo, basta.

Judá se abrazó al anciano como un niño herido a mitad del camino y sus sollozos conmovieron a toda aquella asamblea. Sus ardientes palabras de protesta en contra de la injusticia y de la maldad, encontraban eco en la mayoría de los presentes, y un ambiente caldeado de aversión y de rebeldía, se extendió en aquel cenáculo donde nunca habían resonado otras notas que las suavísimas de las ternuras familiares, y religiosos pensamientos con sabor de plegarias...

Las mujeres lloraban silenciosamente y la voz de Myriam deshojó madreselvas de paz en las almas atormentadas por el amargo recuerdo, con las sublimes palabras de Job: —El Señor nos lo dio... El Señor le ha llevado a su Reino... ¡Él le usaba más que nosotros!... ¡Bendigamos su Santo Nombre!

Un largo silencio, impregnado de angustia muda, daba la impresión de una completa soledad.

—Perdonad mi debilidad —dijo Judá, ya sereno y dueño de sí mismo. He resuelto irme con los míos a mi Villa del Lacio a la orilla del mar, donde quiero establecer la primera Congregación Cristiana, a las puertas de Roma. Más no creáis que olvidaré el encargue de Nuestro Rey y Señor. En mi casa de Jerusalén habrá siempre quien vele por los que necesiten de mi, igualmente que en todos los sitios adonde llegue la previsión de nuestro irreemplazable administrador Simónides aquí presente. Los que de vosotros quieran seguirme a la otra orilla del Mar Grande, al Lacio, compartiremos la satisfacción y la gloria de llevar el nombre de Jeshua a las puertas mismas de Roma.

—Yo iré contigo príncipe Judá, dijo de inmediato José de Bethlaban, porque mi antiguo maestro, el profeta del Jordán, me había anunciado que cruzaría el Mar Grande para llevar la doctrina del Cristo a la capital del mundo. Y creo que ésta es la oportunidad.

—También los míos y yo iremos contigo príncipe Judá —dijo Vercia la Druidesa, para ocultar bajo tu sombra a mis hermanos perseguidos en la Gaita esclavizada.

Dos de los Doce, Nataniel y Felipe demostraron también su resolución de cooperar con Judá a la formación de la primera Congregación Cristiana en la región del Lacio.

—Yo retornaré a mi tierra natal, Cirenaica, en el África del Norte —dijo el Hach-ben-Faqui, que los valles del Nilo y el Desierto de Sahara, son campo fértil y benévolo para los que quieran llevar allí las enseñanzas del Hijo de Dios. Tampoco olvidaré esta tierra que me fue dulce y suave como una segunda patria, donde encontré el amor y la amistad, esas dos alas blancas que levantarán al hombre a regiones de luz, de paz y de ventura. Me ofrezco con cuanto tengo y soy para los fieles súbditos del Rey Mártir que nos ilumina a todos.

—Yo iré contigo —dijo Zebeo si te agrada mi compañía.

—Y yo igualmente —añadió Mateo, me siento como arrastrado hacia lejanas tierras, que en siglos atrás estuvieron vinculadas a nuestra historia milenaria.

—El África os será propicia — contestó el vehemente africano— como lo fue a nuestro dulce Jeshua que vivió días de gloria entre las arenas de nuestro desierto.

Continuará….