29 de mayo de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 6

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

De aquí salió resuelto a escribir su gran libro, el Libro de los Principios, que él grabó en jeroglíficos y que a nosotros nos ha llegado con el nombre de Génesis, nombre abreviado de aquel original, marcado por él.

Conmigo termina el árbol genealógico del Gran Sacerdote Hembra porque yo soy su último heredero, que morirá sin herederos, y por eso he depositado bajo la tutela de Filón, en la Biblioteca de Alejandría, todos los papiros de Mimbra y de otros hierofantes de la familia, que llegaron también al supremo Pontificado y tuvieron en sus manos por ley del templo, todos los libros secretos de la más antigua sabiduría, encerrados en el arca de oro, que se venera en lo más oculto del Santuario, a donde sólo llegan los sacerdotes acompañando al Pontífice, único que puede abrirla.

Ya veis pues, hijos míos, hasta qué punto este ser, montoncito de huesos y piel, que veis aquí a vuestro lado como un manojo de raíces, está al tanto de lo que ha significado hasta hoy, para la humanidad de este planeta, este enorme monumento de piedra, menos grande desde luego, que los secretos del Eterno Invisible guardados aquí.

Sabemos que en el largo período Neolítico, que abarcó millares de siglos, empezó la Divina Sabiduría a levantar la punta de su velo sagrado, porque una que otra águila blanca aparecía volando por encima de las ciénagas, de los pantanos, de las sábanas de hielo que cubrían gran parte de la tierra. Y se llamaron Flámenes en los mares del Sur, donde la Lemuria dormía aplastada por una humanidad que poco se diferenciaba de las manadas de enormes monstruos marinos y terrestres, que representaban el reino animal de aquel entonces.

¿Quién si no, esas escasas águilas blancas volando muy alto, podían escuchar la voz queda de la Sabiduría buscando ansiosa una inteligencia en quien depositar sus eternos secretos? Y un Flamen de nombre Pthermes, fugitivo de las aguas bravías del mar, que sepultaron la última isla de Lemuria, logró llegar después de largos años de peregrinaje, a los picos más altos del Recensora a cuyo pie duerme nuestro gran río legendario.

Encontró otros fugitivos de otras tierras, que se hundían bajo las aguas en Occidente. Algunos nombres conservan los papiros de Mimbra, mi antecesor: Mizraim, Bethemis, Elotes, Paphirus, Ben-Nilo y otros que no recuerdo en este momento. De estos, Mizraim fue el fundador de la raza egipcia, porque tomó esposa entre los fugitivos de Occidente y Bethemis, que más tarde, y debido a las traducciones, se transformó en Bethermes primero y Kermes después, fue el recopilador de lo que iban descubriendo en el levantar de su velo de la Eterna Sabiduría. Y sobre esas bases… se formó la gran Fraternidad Kobda de la Prehistoria.

El Verbo de Dios, Jeshua de Nazareth, a sus veinte años, trajo al valle del Nilo, la copia de los ochenta rollos de papiros, que conservaba en su Archivo de Ribla un Sacerdote de Hornero. —Todo eso lo conocemos por los solitarios del Santuario del Tabor — respondió Matheo.

Aquella sabiduría es como una dulce y casta virgen que nos sonríe bajo su velo y entrega sus secretos como un niño el globo dorado que lo embelesa. Mas aquí..., ¡Santo cielo! el misterio y la muerte se ciernen como una helada llovizna de invierno y es necesario ser de piedra para no desfallecer.

—Cada cosa a su tiempo hijo mío —respondió el anciano príncipe—. ¡En la Edad de Piedra, hasta las almas se forjaban en la piedra!...

Vosotros sois los invitados a las bodas del Verbo-Luz, con la Reina ciega que ha recibido por fin el don de la vista. Por eso os espantan estos ciclópeos monumentos de piedra en que los sabios de la antigüedad escondían los grandes y eternos secretos, que producían la locura o la muerte a las tiernas vidas que empezaban a latir, en las tinieblas de lo desconocido.

Nuestros tres personajes habían atravesado el pórtico exterior del gran templo de Ammón y se hallaban en el dintel de la puerta cerrada de la Sala Hipóstila, que era el templo propiamente dicho. El anciano Príncipe y sacerdote consagrado en aquel templo, sacó de entre los mantos que lo cubrían un martillo de plata y dio siete golpes sobre un disco de cobre que brillaba entre los decorados y bajo relieves de las molduras que ornamentaban la gigantesca puerta.

El disco se abrió para adentro y un rostro grave apareció en él. Miró a Melchor y sin una palabra, descorrió como por un riel una parte de aquella puerta. El portero vestía ropa talar de burda lana blanca y un turbante púrpura que le formaba marco al rostro y caía por detrás sobre la espalda. Ayudó a Melchor a levantarse de su silla de manos y a subir la grada de entrada.

—Ellos entran conmigo —dijo el anciano, tomando las manos de Matheo y Zebeo. Los Nubios que conducían la silla quedaron en el pórtico. Los dos discípulos del dulce Rabí Nazareno, se quedaron paralizados de estupor. Aquellas grandiosas dimensiones sobrepasaban a cuanto ellos habían visto en toda su vida.

El Templo de Jerusalén, era como un pulcro gabinete dorado. Los palacios de Herodes, en el Monte Sión; el palacio Asmoneo, el Paselum, el Circo, la Naumaquia, el Torreón de Goliat, la Torre Antonia misrna, eran casas de muñecas comparadas con aquella estupenda grandeza de piedra.

Aquella sala monumental, tenía trescientos cincuenta codos de largo por trescientos de ancho, divididos en tres espacios por dos filas de enormes columnas de setenta codos de altura y treinta de contorno. Cuando el portero se alejó por la nave central, al término de ella, se le veía como un niñito de seis años.

Y paso a paso, seguían a Melchor como si fueran contando las lozas del pavimento. — ¡Quince siglos han corrido desde Moisés hasta aquí! —Dijo el anciano deteniendo sus pasos—. Y antes de él, no sabemos cuántos transcurrieron sobre este monumento. ¿Podremos espantarnos ahora de aquel gigante de la Teúrgia, vencedor del Faraón y conductor de un numeroso pueblo de dura cerviz, según sus propias palabras?

¡Oh! genial Moisés, ¡que escribiste la Ley de Dios en páginas de piedra, símbolo eterno de que no se borraría jamás del corazón de los hombres! Ante aquella formidable evocación, las frentes se doblaron en reverente actitud y parecía que la Meditación, como la Isis de mármol de la entrada al pórtico, ponía también su Índice sobre los labios, llamando a silencio.

Por la imaginación de aquellos dos israelitas de pura cepa, cruzaron, en procesión fantástica, los recuerdos de la historia de Moisés y de sus auténticos libros, que los Ancianos del Tabor les habían explicado en los setenta días de retiro a que el Maestro les sometió al comenzar su apostolado. Bajo aquellas naves gigantescas cargadas de silencio y de penumbras, bajo aquella estupenda grandeza de piedra, sólo grandes pensamientos cabían y ambos discípulos pensaban al mismo tono. —"Somos dos hormiguitas imperceptibles que en un sendero ignorado entre el césped, vamos recogiendo estambres caídos de las flores marchitas, pedúnculos tronchados por el viento, tiernos pétalos desprendidos de la corola en que nacieron. ¿Qué podremos hacer nosotros en la senda gloriosa y eterna del Hijo de Dios?".

El anciano Melchor, sensitivo en alto grado y buen sujeto telepático, contestó a ese pensamiento: —Es la hormiga un insecto muy pequeño, pero puede derrumbar un edificio, para edificar el suyo propio; puede matar la vida de un árbol, cuya raíz perjudica a sus nidales; y es capaz de secar los jardines más primorosos. Y vosotros, que tan pequeños os sentís bajo este enorme monumento de piedra, podéis, como las hormigas, abrir senderos largos entre la ignorancia y el egoísmo de la humanidad, a los cuales podéis derrumbar y aniquilar con la Verdad y el Amor del Verbo-Luz, que os escogió para continuadores de la Obra que apenas deja comenzada.

—Habéis leído en nuestro pensamiento —expresó Matheo asombrado. —Efectivamente —afirmó Zebeo—. Sólo en nuestro Maestro, encontré tan admirable facilidad para captar la onda de un pensamiento. — ¡El lo hacía desde antes de los treinta años y yo he aprendido a hacerlo en el ocaso de mi vida! —contestó el anciano. Y como siguieran caminando lentamente a lo largo de la nave silenciosa, de pronto preguntó Zebeo: — ¿Qué hay más allá de aquella puerta de mármol negro? —La bajada a la Cripta o Cámara de los Misterios —contestó el anciano— a donde hemos descendido todos los que hemos querido hacer el renunciamiento absoluto de nosotros mismos, para quedar reducidos a una aspiración al Infinito. Allí bajó también Moisés, joven de treinta y siete años, y durante siete días con sus noches, escuchó las voces celestiales con que Aheloín le descubría el secreto de las almas, en relación con el Eterno Invisible. De allí salió sabiendo cuál era su misión, al frente de aquella raza fundada por Abraham.

— ¿Bajamos? —preguntaron los dos discípulos, al mismo tiempo. — ¡No! — Contestó secamente el anciano Melchor—. Vuestro Maestro… el Verbo-Luz, tampoco bajó a esa Cripta de oscuridad y de silencio. Para Él como para vosotros, las voces de lo alto se hacen sentir en la superficie, a la luz del amanecer o del crepúsculo vespertino, en lo alto de los montes o a orillas del mar, en los huertos poblados de flores y de pájaros, de bellezas tiernas y de santos amores... ¿No os he dicho… que sois los cortesanos en las bodas del Verbo-Luz, con la Reina ciega que comienza a recibir el don de la vista?...Lo que habéis visto y oído, basta para que abráis con valor vuestra senda en estas tierras que riega el Nilo… Salgamos.

Y el anciano… ya fatigado por haber realizado más esfuerzo del que su débil materia resistía, se tomó de los brazos de los dos apóstoles del Cristo y a pasos lentos llegaron hasta la puerta. Allí esperaba, como una estatua de piedra blanca con turbante púrpura, el portero que les abrió a la llegada. Melchor le alargó un bolsillo de monedas… diciéndole: —Para los criados que sirven a los ancianos sacerdotes, que ya no pueden andar por sus pies. El acólito portero le besó la mano y cerró tras ellos, sin ruido alguno, la enorme puerta de hierro.

Al ver de nuevo la luz dorada del atardecer, y sentir la frescura suave de la brisa que venía del río, el cantar de hoteleros y las risas de las mujeres y los niños, que ya levantaban sus tiendas en la plaza del mercado, les pareció que volvían desde el fondo de una tumba, o de otro mundo diferente de aquel en que siempre habían vivido.

Acompañaron al anciano a su despacho, en el Serapeum que allí tenía, y donde ellos se hospedaban en el pabellón de los extranjeros. Se sentaron uno frente al otro, sin palabras. —El silencio y el misterio hicieron presa de nosotros —dijo por fin Matheo. —Es verdad —contestó Zebeo—. Tengo tal sensación de asombro, casi de espanto, qué hasta temo volverme loco.

—Se cumple la afirmación del Príncipe Melchor: "La locura y la muerte, le esperan al hombre de nuestro tiempo, que quisiera vivir como los hombres de ese remoto pasado, que acabamos de entrever de puertas afuera" —arguyó Matheo.

¡OH! nuestro excelso Maestro… sabía bien lo que hacía…cuando nos llevaba a orar a lo alto de las colinas nazarenas, o a orillas del Mar de Galilea a la luz de la luna, en las serenas noches de estío... — ¡Oh si!... —respondió Zebeo—. Era la oración del amor, de la adoración, de la dulce entrega del alma al abrazo eterno del infinito… Pocos días después, ambos amigos y compañeros de ideales y de escuela, se separaban con un adiós que ellos ignoraban si sería para siempre o para más breve tiempo.

Matheo… se unió a una caravana, que salió de Alejandría y hacía escala en el oasis de Baharijeh, donde Filón tenía una pequeña posesión o huerto de descanso, que según él, se asemejaba notablemente al panorama de las colinas galileas, con sus palmeras, sus bosques de sicómoros y su lago de dulce agua.

Quería respirar un aire semejante al suyo y vivir en medio de la naturaleza, entre árboles y aguas cristalinas, viendo florecer los huertos y cantar los pájaros, sintiendo la vida libre, sana, con luz de sol y brisas de montaña. Llevó rollos de papiro, cartapacios de escribir, manuscritos enormes que le facilitó Filón, y todo cuanto creyó necesario para la vida de asceta, que comenzaba con la idea de que allí escucharía las voces celestiales, con que algún Aheloín bondadoso orientaría su camino a seguir. Montado sobre un camello y llevando un asno cargado con su equipaje de mantas y papiros, le vemos con las lentes de la Luz astral, camino del sur, por el desierto de Libia, durante seis días que tardaba la caravana en llegar al Oasis de Baharijeh, a la falda del mismo nombre.

Y al salir de Alejandría… pensaba con el llanto en los ojos y el corazón estremecido: Por segunda vez he sentido en mi vida la música divina de su voz que me ha dicho: "¡Matheo!... ¡Déjalo todo, ven y sígueme...!"… Y como un sonámbulo inconsciente, Matheo se dejaba conducir por la mansa bestia, cuyo andar lento y silencioso, le permitía dejar que la blanca madeja de sus pensamientos, continuara desenvolviéndose a lo largo de la senda entre amarillentas arenas...

Zebeo le había despedido en la puerta del sur, llamada de las Pirámides, porque se abría sobre el valle en que ellas se levantaban como mudos centinelas en el escenario de las Tumbas reales. Le vio partir sin volver la cabeza atrás, con esa decisión inquebrantable del que tiene conciencia de cumplir con un deber.

— ¡Es más valiente que yo! —murmuró Zebeo a media voz, porque hablaba consigo mismo. ¡Maestro!... —exclamó con una voz que sollozaba... — ¡que yo tenga ese valor, cuando haya sentido tu voz que me señala el camino!... —Siguió con la vista a Matheo, hasta que lo perdió de vista entre la penumbra del amanecer y de la dilatada sábana gris del arenal desierto. Ya solo, atravesó la puerta de la ciudad y rápidamente se dirigió a su alojamiento en la casa de Filón, anexa a la Biblioteca y Museo de Alejandría.

— ¡Cara de muerto traes amigo! —le dijo el filósofo al verle. — ¡He perdido en él, no un amigo, sino un hermano en todo el gran significado de esta palabra! —contestó Zebeo, aún bajo la emoción profunda que la separación le había causado.

— ¡Hubieras debido irte con él! —insinuó Filón — ¿Por qué no lo hiciste? —No sé, a decir verdad. Matheo va buscando en la soledad la curación de su alma, que ha soportado estoicamente varias desgracias y muertes en la familia. Su compañera había muerto un año antes de encontrar al Maestro y varios años después, murió la hija única que le quedó de ella… Sus dos hermanos, se alistaron entre los guerreros Partos por ambición de fortuna y perecieron en un encuentro desfavorable con las huestes del Rey Hareth, mientras sus familias desaparecieron de la Palestina y nadie le pudo dar razón de ellos… La terrible muerte del Maestro que trajo el fracaso de cuanto esperábamos para la Nación y para la patria, cayó en el alma de Matheo como una losa sepulcral. El busca curarse en la soledad y en el olvido...

Y yo... yo no tengo nada de qué curarme, después de que fui curado por el Maestro de mis dolores íntimos, pero sí tengo aún mucho que aprender… Y he creído… Maestro Filón, que a tu lado puedo aprender cuanto necesito saber, para colaborar en la obra iniciada por mi Maestro. Te ruego pues que te sirvas de mí en todo cuanto creas que pueda serte de alguna utilidad.

La humildad infantil de Zebeo conmovió al gran hombre, cuya fama de sabio llegaba no solamente a la célebre Alejandría de Ptolomeos, sino a todas las capitales que eran entonces emporio de las Ciencias y de las Artes, y… estrechándole afectuosamente las manos le dijo: —Bienvenido seas a mi corazón y a mi casa Zebeo, discípulo de Jeshua, niño adolescente y joven, ¡que amé hasta donde puede amar un corazón de hombre!... No un amigo,… serás para mí un hijo, encontrado en el ocaso de la vida que consagré en absoluto a la Ciencia y nunca pensé en los jardines del amor, ni en las dichas de un hogar, ni en las ternuras de la familia.

¡Sólo… como el ciprés de una tumba abandonada, dejé llegar el ocaso de mi vida, sin amor, sin ternura, sin alegría… con una precaria satisfacción buscada en la aridez de la Ciencia, entre los pergaminos polvorientos y las mil y mil riquezas arqueológicas de este Museo que huele a Momias y a sepulcros! ¡Tú llegas a tiempo Zebeo de Jeshua, como una perla de su diadema, como un recuerdo que hace llorar!... El llanto quebró la voz en la garganta del sabio de Alejandría y Zebeo sé abrazó a él llorando también como un niño.

Había sofocado valientemente, la amargura del adiós de Matheo, y la desahogó sobre el pecho de un nuevo amigo… casi de un padre, que en los umbrales de la ancianidad le pedía de limosna un mendrugo de amor filial para su corazón cansado de soledad… Y Zebeo fue desde entonces, el escriba, el secretario, el hijo del gran filósofo, historiador de Moisés.

14.- EDINEN O MONTE DE LOS GENIOS

Después de seis días de lenta marcha, la caravana que conducía a Matheo, hacía alto en el Oasis Baharijeh, donde se detenía medio día para dar lugar a que bebieran a satisfacción hombres y bestias, y también, para cargar agua y nuevas provisiones, que sólo se reducían a carnes de cacería saladas que vendían los pobladores de la aldea y los excelentes frutos de palmera, melocotones, higos, nueces y aceitunas.

Matheo… que ya se había familiarizado con algunos de los viajeros, sintió como se encogía su corazón al desmontar de su camello, recoger su equipaje y quedar solo, de pié junto al enorme pozo en cuyo brocal de piedra se sentó maquinalmente.

La caravana se alejaba hacia el sur, bajo el sol ardiente de la tarde y semejaba una cinta oscura, oscilante, cuyo extremo delantero parecía ir enterrándose en las caldeadas arenas. Y Matheo pensó en sí mismo y en la extraña aventura, en la cual buscaba el olvido de lo que él llamaba… ¡los desastrosos fracasos de su vida! — ¡Como si fuera poco lo que he padecido! —murmuraba a media voz— ¡me empeño en sepultarme vivo en esta soledad!

El pozo estaba sombreado de grandes palmeras, que formaban un bosque. Tupidos cañaverales y encinas enanas se prolongaban a lo lejos, escondiendo en su enmarañado ramaje el pobre caserío que se veía apenas gris y amarillento, como los arenales inmensos que se extendían a la distancia, hasta perderse de vista… Recordó en tal instante a todos sus amigos y compañeros dejados tan lejos, allá en Galilea, y a los cuales no volvería a ver… Recordó a Zebeo, al Príncipe Melchor, a Filón… que quedaban a seis días de distancia… ¿Por qué había huido de todos los que amaba y le amaban? Quería blindar de piedra su corazón, que por haber sido demasiado emotivo y blando, había padecido tanto.

El cruel y terrible suplicio a que vio sometido a su Maestro, ¡su gran amor, su último amor!, le había destrozado de tal manera, que Matheo se juró a sí mismo, hacer el mayor esfuerzo imaginable para transformarse en un bloque de piedra, por encima del cual resbalase todo sin dejar rastro.

Le sacaron de su íntimo mundo de recuerdos, dos muchachitos adolescentes que seguidos por un cervatillo joven, llegaron con sus cántaros al hombro a llevar agua. Debieron comprender la tristeza de aquel viajero solitario y… algo tímidos y retraídos se pusieron ante él. —Si no hay nadie que os espere señor viajero, podéis venir con nosotros.

—Nadie me espera amiguitos, pero traigo la llave de una cabaña que llaman Idinen, y si me hacéis el bien de guiarme os daré buena recompensa. —Sí, sí, está más allá de los cañaverales, junto al lago. La cuida el viejo Al-Iacúd. —Dejamos en casa los cántaros y estamos aquí enseguida para cargar tu equipaje —añadió el otro… Y los dos muchachitos seguidos del cervatillo se perdieron entre la arboleda.

Al poco rato, volvieron seguidos de una mujer todavía joven, que Matheo juzgó sería su madre. —Si necesitáis quien os sirva señor viajero, podéis venir a mi casa. Somos pobres, pero no nos falta pan y lumbre. —Gracias mujer. Con que tus hijos me guíen a la cabaña Idinen, me habréis hecho un gran servicio. — ¡Ah sí, la cabaña de piedra! —Dijo la mujer—. No está lejos, a la vera del lago detrás de los cañaverales. Pero… ¿qué harías allí con el pobre viejo Al-Iacúd y Agades la paralítica? —No importa —respondió Matheo, no sin pensar en que la perspectiva se ennegrecía más y más, hasta ponerse sombría y pavorosa.

—Guiadle hijos; pero no echéis en olvido nuestra oferta, por si os podemos ser útiles. Mi marido es de los tuaregs de allá adentro —dijo señalando hacia el desierto que se extendía a lo lejos—, anda siempre entre el laberinto de la montaña negra, cazando fieras para sacarles la piel. De eso vivimos. En casa estamos solos mis dos muchachitos y yo. Este se llama Bujema y aquel Belcri. Yo soy Zerga. Con que ya sabéis…

—Gracias mujer, gracias por tus noticias —le contestó Matheo que estaba cierto de no recordar palabra de cuanto le había dicho. Con su alma deshecha y su corazón sangrando ¿qué podía interesarle todo aquello? Pero la mujer no paraba de hablar. —Yo soy hija de una esclava antigua del Maestro Filón, que la hizo libre y la tiene como ama de su casa en Alejandría. Somos Berberiscos de Muzurk, pero mi marido es de los tuaregs... es targuí de los guías para el gran desierto…Aquí es nuestra casa, que está a tu disposición señor viajero, que si vienes aquí por amistad con el amo de mi madre, es porque serás una gran persona.

—Soy un amigo del maestro Filón —contestó Matheo. — ¡Oh! es bueno como el pan y cuando de tarde en tarde viene por aquí, todos estamos de fiesta. Nunca viene con menos de seis camellos cargados. Nos conoce a todos y es amigo de todos. —Sí, sí, me ha dicho que sois buenas gentes y que podía estar tranquilo. —Ya lo creo, aquí nunca reñimos y nadie se muere si no es que comió "faleste" por descuido. — ¿Qué es faleste? —interrogó Matheo andando al lado de la mujer. —Es lechuga venenosa que solo nosotros distinguimos de la buena. ¡Cuidado señor viajero!... —Por fin terminó el camino entre cañaverales y apareció el lago como un espejo de plata… Parecía un trozo de río, cortado por dos enormes peñascos negros que en parte brillaban como mármol bruñido. Era sin duda el comienzo de los peñascales negros, característicos del gran desierto de Sahara que se entreveía allá muy lejos, en la línea del horizonte—.

Pues ahí tenéis la cabaña del Maestro Filón —dijo la mujer—, al tiempo que los dos muchachitos dejaban el fardo de Matheo sobre un banco de piedra rústica adherido al negro peñasco. Un viejecito pequeño y flaco ponía el pan a cocer en un hornillo de barro cocido, trasladable de una parte a otra y muy común entre las gentes de la región.

—Al-Iacúd —dijo Zerga—, este señor es amigo del Maestro Filón que le manda a hacerte compañía. El viejecito… que por añadidura a sus males era algo sordo, movía la cabeza y se acercaba a la mujer cuyas palabras no comprendía. Ésta que no se cansaba de hablar y se las repitió al oído y el buen viejecillo dejó asomar una sonrisa en su boca vacía de dientes, mientras con los panecillos en un paño blanco hacía grandes reverencias a Matheo.

— ¡La silla del Maestro, por favor muchacho!, que si tardo con los panes, el horno se enfría —decía el viejecito a los dos chicuelos, que se apresuraron a sacar de la casa una butaquita de madera sin pintar, forrada de cuero de antílope. Matheo se sentó. Harto lo necesitaba, pues la caminata por la arenosa senda le había cansado de verdad.

-—Vecina Zerga —dijo el viejecito a la mujer—. Si puedes déjame uno de los muchachos, para que sirva al señor viajero y lo acompañe cuando quiera salir. ¿Qué podría hacer solo conmigo, sino entumecer él corazón de pena? —No te preocupes buen hombre, que allí traigo con qué entretenerme. —Y Matheo señaló los sacos de su equipaje.

Los dos muchachitos… comenzaron a pelearse por quedarse con el extranjero. Hasta que Matheo conmovido intervino: —Que no haya riña entre vosotros, por causa mía. Idos ambos con vuestra madre, y si ella lo permite, venid los dos al caer la tarde, cuando hayáis terminado vuestra faena.

— ¡Oh qué santa palabra la tuya señor viajero! —Exclamó Zerga—. Lo mismo hace el maestro Filón cuando está aquí. Y repitiendo de nuevo sus ofrecimientos, se alejó con sus dos muchachos.

El viejecito sacó una mesilla que cubrió con un blanco paño, encima del cual puso panecillos calientes, un jarro de vino y una cestilla con dátiles recién sacados. Lo acercó a Matheo y le invitó a comer.

—Si lo compartimos… buen anciano, será mejor —le dijo. —Cuando termine con el hornillo te haré compañía, viajero —le contestó.

Matheo observaba la extraña arquitectura de aquella casa, labrada en el propio peñasco. Recordaba las grutas de los Esenios en el Monte Tabor y en el Carmelo, allá en su lejana Galilea y el recuerdo le conmovió profundamente. Había huido a tierras lejanas abruptas y peñascosas, buscando endurecer su corazón y matar su sensibilidad y encontraba que hasta un recuerdo del suelo nativo le hacía daño.

— ¡Mísera condición humana! —pensó—. ¿Cuándo aprenderé a ser fuerte, como estos peñascos que no tiemblan ni sienten nada? De pronto le pareció que una voz muy íntima dentro de sí mismo decía: "Los peñascos no pueden amar a Dios y al prójimo como a sí mismos". "Amar es vivir. Amar es sufrir y es morir para vivir nuevamente. En el amar está encerrada toda la grandeza y la gloria de Psiquis la divina desterrada"… Los ojos de Matheo se llenaron de llanto y sin hablar pensó: — ¡Maestro!... Gracias por tu lección. Falta me hacía, porque los peñascos empezaban a entrarse en mí.

—Come señor viajero— decía el viejecito Al-Iacúd, — que el viaje ha sido largo y estarás fatigado… De una de las puertecitas de la casa de piedra, salió una suave voz de mujer que cantaba en una lengua extraña para Matheo. Solo percibía la amorosa dulzura de aquella voz. —Es mi nieta Agades —dijo el anciano, viendo que el huésped prestaba atención—. En su desdicha la pobrecilla se entretiene cantando al compás de la guzla. — ¿Y qué canta? —preguntó Matheo. —Una canción de los tuaregs que se llama: Anti y vaos que quiere decir: El que va adelante.

— ¡Original tema es ese para una canción! Me gustaría saber lo que dice. —Ella te lo explicará señor, que bastante ingenio tiene para ser una pobre aldeanita. Matheo había comido algo y preguntó; — ¿Puedo verla? —Sí señor, sí señor. —Y acercándose a la puerta dijo—: Agades, hay un señor viajero que quiere verte.

El canto calló de súbito y Matheo estaba de pié en la puertecita de troncos. Era aquella una endeble jovencita que semejaba un lirio blanco entre duros peñascos. Matheo se acercó y ella dulce y tímida como una tórtola de la montaña le tendió la mano. —Es muy hermosa, tu voz niña —le dijo—, y aún puedes agradecer a Dios que tienes tu música y tus canciones para suavizar tu vida.

—Si señor viajero —contestó Agades— yo nunca me quejo de la vida, porque el amor del abuelito me la hace demasiado hermosa. Hoy no obstante me olvidó un poco… A esta hora hace rodar mi silla y salgo a cantarle al lago, a las gaviotas y cisnes que vienen al atardecer y a las primeras estrellas que se clavan en el agua como planchuelas de oro.

—Pues si él te olvidó por atenderme a mí, yo llevaré tu silla —le contestó Matheo acercándose hacia su espalda, donde una lustrosa madera indicaba que muchas manos se habían posado allí para empujar la silla.

— ¿Hace mucho que estás impedida de andar? —le preguntó. —Desde que vine a este mundo me veo así —contestó la niña—. Cuando yo era pequeña mi padre murió en un encuentro fatal entre los berberiscos y los targuíes. Mi madre murió de tristeza tres años después. Y ya veis que no me quejo de la vida pues, encuentro en ese anciano cuanto él puede darme de solicitud y de cuidados. Y esto ya es mucho para mí.

Matheo pensó con dolor que esa pobre criatura, sin la luz divina que a él le había alumbrado y sin cultivo espiritual, con la sola aceptación de la desgracia que pesaba sobre ella, había llegado a la perfecta unión con la voluntad divina… Ella amaba la vida tal como la Suprema Voluntad se la daba.

— ¡Gracias Maestro bueno por esta nueva luz que enciendes en mi camino!... pensó Matheo, mientras hacía rodar cuidadosamente el rústico sillón de Agades, que no tenía palabras bastantes para agradecer la solicitud de aquel extranjero.

Una barrera baja de piedras amontonadas con descuido, formaban cerco al hermosísimo lago que entre los encantos naturales que adornaban el Oasis de Baharijeh, quizás era el más bello y atractivo. Y Matheo se sentó sobre esa cerca frente al sillón de Agades… La tarde iba muriendo y detrás de los grandes peñascos resplandecía un purpurino ocaso tiñendo las aguas del lago de un subido color amatista.

No tardó en poblarse el lago de sus habituales visitantes, que encrespando las tranquilas ondas pugnaban por acercarse más y más hacia la orilla en que Agades y Matheo estaban sentados. —Ellos vienen por interés de mi don —dijo ella viendo el asombro del extranjero por la intimidad de aquellos esbeltos cisnes negros, que casi se podían tocar con la mano desde la orilla. Y sacó de entre sus ropas un bolsillo lleno de migas de pan y trigo pisado. Las grandes aves se arremolinaron bruscamente, haciendo saltar copiosas chispas de agua en todas direcciones.

—Hay un pobre enfermito como yo —dijo Agades— y hay que darle su parte por separado. Y Matheo vio que un cisne de menor tamaño que los otros, nadaba trabajosamente buscando acercarse a tiempo para alcanzar parte de la ración. Pero la jovencita le esperaba, y cuando le tuvo bien a la orilla se inclinó sobre el agua y le tomó en brazos para darle las migas en su propia mano.

Los ojos de la niña brillaban de felicidad y Matheo mirando aquella escena, se sentía cada vez más pequeño ante aquella linda criatura inválida a quien tan poca cosa bastaba para ser feliz. Se daba toda en amor hacia aquel débil ser inferior que a no ser por sus cuidados habría muerto por falta de alimentación.

—Es tal como lo Divinidad se da a nosotros, que somos para Ella mucho menos de lo que ese cisne enfermo es para esta pobre niña que le ama extremadamente —pensaba Matheo, mientras seguía mirando el inusitado espectáculo del amor, de una niña inválida para un ave acuática incapaz de valerse por sí misma.

Los ojos iluminados de Agades se fijaron resplandecientes en Matheo mientras decía: —Ya está alimentado; ahora vuelve a la fresca corriente y después se esconde a dormir en un hueco de las piedras. El pobrecito no puede volar y siempre queda de centinela en el lago.

Matheo estaba mudo. No encontraba palabras que pronunciar; pero su pensamiento hilvanaba a velocidad su propia vida pasada, y se encontraba muy inferior a la pobrecita inválida, perdida en un Oasis del desierto de Libia.

—"Yo que tuve todo en mis manos, y no he sabido vivir la vida —pensaba—. ¡Cuánta verdad encerraban las palabras de mi Maestro, cuando decía: “Yo sembré en vosotros el amor, pero aún no ha florecido"...! Y sin pensar que tenía un testigo de vista, Matheo apretó con ambas manos su pecho y mirando la cima de los peñascos como si esperase una divina aparición exclamó con voz estremecida:

— ¡Señor!... me has traído a la soledad del desierto, para encontrarme conmigo mismo, entre la infinita grandeza de Dios que no fui capaz de sentir fluyendo de Ti como de un manantial inagotable!

La jovencita que no entendía el sirio hablado por Matheo, comprendía no obstante que él oraba, y se puso seria y grave mirándole con asombrados ojos. — ¡Cuánto amas a tu Dios, extranjero! ¿Es Amaina de los tuaregs o Alá de los berberiscos?

— ¡Es uno solo niña!... sino que las diversas lenguas habladas por los hombres, le dan nombres diferentes — le contestó Matheo, aún bajo la impresión sentida por él en aquel momento—. Y de esto tenemos mucho que hablar. —Yo te escucharé tan contenta, como oigo cantar los pájaros entre estos árboles y murmurar el lago entre las piedras —respondió la niña, con infinita ternura.

En el alma de Matheo, hosca y taciturna hasta entonces… iba encendiéndose una rosada claridad, como si al morir el ocaso detrás de los negros peñascos, le transfiriese sus postreros resplandores. Y él se dejaba sumergir en esa frescura de brisa matinal que iba adueñándose suavemente de todo su ser.

— ¡Mira, extranjero mira! —Exclamó de pronto Agades señalando un punto fijo del lago—. Amaina clavó en las aguas la primera planchuela de oro... y luego clava otras hasta que todo el lago está sembrado de ellas...

Eran las primeras estrellas, que desde el terso azul de los cielos se reflejaban en el profundo azul de las aguas. ¡Qué de veces en sus treinta y siete años… había visto Matheo aparecer las estrellas y reflejarse en el agua! ¡Pero nunca le parecieron tan radiantes y bellas como en ese anochecer, en que las veía a través del alma pura de una niña inválida, a quien su propio dolor le había enseñado a encontrar y amar la belleza en todo cuanto la rodeaba!

Y callaba… porque la emoción apretaba su garganta y su voz se hubiera quebrado en un sollozo, pues se sentía próximo a llorar.

—En tus ojos escondes una tristeza muy honda extranjero —dijo de pronto la niña— y yo me estoy prometiendo a mí misma hacerla escapar de allí... Matheo tuvo que sonreírse… Pero no habló.

El anciano Al-Iacúd se acercó a compartir la confidencia vespertina.

—Esta tarde mi niña prolonga su visita al lago. ¿Quieres ya tu alcoba? — ¡Aún no abuelito! ¿No ves que nuestro huésped tiene tristeza en el alma y la alcoba con sus sombras la agrandan más todavía?

— ¡Qué ingenio más agudo y vivo tiene tu niña, anciano! ¿Cuántos años ha vivido? —Catorce años ha visto madurar el fruto de estas palmeras —contestó el anciano—. Sin ella no sé si podría soportar la vida.

—Naturalmente... ¿qué silla harías rodar de un lado a otro? ¿Quién devoraría tus panecitos dorados y bebería la leche espumosa y calentita de nuestra cierva?

Y al decir así, hacía graciosamente el movimiento de recoger un beso de sus labios para depositarlo en la frente rugosa del viejecito. Una dicha inefable pasó como un halo místico de luz por aquella faz macilenta coronada de cabellos blancos.

— ¡Nunca creí encontrar la dicha, en estos parajes revestidos de arenales interminables y de abruptos peñascos! —exclamó Matheo mirando el cuadro de infinita paz y suavidad que se iba adueñando lentamente de todo su mundo interno.

—El desierto es suave y dulce para quienes le aman —dijo la niña—. Ya lo iréis comprobando día por día. —Pero aún no conoces por dentro la morada en que habitarás extranjero —dijo Al-Iacúd. —Me suena duro ese nombre. Llamadme os ruego por el mío propio. Me llamo Matheo. Les hablaba en árabe para ser comprendido por ellos. —Ya os enseñaré mi lengua Siria que es armoniosa y dulce como el canto de las alondras.

Y unos momentos después,… Matheo llevaba rodando de nuevo el sillón de Agades hasta la puerta misma de su alcoba de rocas.

El viejecito había ya acomodado su equipaje, en la habitación principal de la casa, que era a la vez comedor y escritorio. Tenía grandes dimensiones, y aunque excavada en la montaña de negro basalto, estaba por dentro revestida de cedro y ostentaba como ornato, pinturas murales de vivos colores, tales como las que Matheo había admirado en los muros del Museo y Biblioteca de Alejandría. Algunos de ellos se referían claramente a la vida de Moisés. Otras. Matheo no sabía interpretarlas.

Pero veía claro por todas partes asomar el gusto, la inclinación, la vocación, digámoslo así, de Filón por los conocimientos arqueológicos. Todo era allí, el pasado remoto cobrando nueva vida al influjo de los recuerdos evocados por el sabio, a fuerza de largas noches de estudios y de cavilaciones.

En aquella morada de reposo… a la vera de un lago de azules aguas, entre dos murallones ciclópeos de negro basalto, a la sombra de un bosque de palmeras y entre el rumor de ondulantes cañaverales, Matheo encontraba, no solo el retrato de Filón sino el suyo propio. También él se sentía ansioso de conocimientos, de claridad, de horizontes nuevos.

Al faltarle el sereno resplandor del astro, que durante más de tres años le había alumbrado, su alma parecía haberse hundido en una hondonada profunda, donde se debatía en vano para encontrar de nuevo la divina claridad perdida.

— ¡Maestro mío!... ¡Señor!... —clamaba en su soledad Matheo, cuando cerradas puertas y ventana de su gran alcoba de piedra, estaba seguro de que nadie escucharía su lamento—. ¡Señor!... —continuaba la voz temblorosa que era un gemido y un sollozo—. ¿Qué es lo que quieres de mí? Un día me dijiste que "tuviera doble vista, para escribir en un rollo de papiro, las maravillas que el Padre obraba por ti".

¡Tú lo ves Maestro, tú lo ves! ¡Mi corazón está deshecho! ¡Mi alma es un harapo, tirado en el camino y no tengo fuerzas para hacerla revivir!... ¡Déjame morir Señor… porque no puedo vivir la vida si tú no estás en mi vida!... Y Matheo se dejó caer como a morir sobre la estera de cáñamo que cubría las losas del pavimento.

Sintió la vocecita de Agades que cantaba en árabe, con la marcada intención sin duda de que él la comprendiera. Era su “Anti y vaos": "El que va adelante'' y la estrofa tan sugestiva y adaptada al momento, que Matheo no pudo más y rompió a llorar a grandes sollozos.

"El que va adelante doblado de penas

Encuentra bien llenas

De amor y piedad

Alondras de seda en el pecho amigo

Que cantan: conmigo

Tu paz hallarás".

El que va adelante con paso ligero

Percibe primero

La luz del hogar,

El fuego sereno del techo materno

¡El nido más tierno que puede encontrar!

Al poco rato y sin que Matheo hubiera sentido ni el más leve ruido, oyó una suave respiración cerca de él. Al incorporarse vio sobre la misma estera, el endeble cuerpo de Agades, que arrastrándose sobre sus rodillas, a falta de sus pies que no podían caminar, había entrado por la puertecita interior que comunicaba con la cocina porque había escuchado los sollozos desgarradores del extranjero.

— ¡Niña! —Le dijo—, ¿por qué has venido? —Porque tú llorabas —le contestó ella con sus dulces ojos garzos llenos de llanto. Se sostenía medio sentada y haciendo un supremo esfuerzo.

Matheo la levantó en brazos como a una criatura y la sentó en la butaca forrada de piel de antílope. Olvidó su angustia... su desesperada angustia ante el amor supremo de aquella criatura que apenas le conocía y que no quería verle sufrir...

—Esto no lo harás más Agades, te lo ruego por tu anciano abuelito —díjole Matheo arrodillándose ante la niña que comenzaba a llorar. — ¡Lo haré una y otra vez, si de nuevo te siento llorar!— contestó con gran firmeza la niña—. Tú vienes del mundo civilizado y traes la muerte en el alma, ¡Sabrás tantas cosas y yo no sé nada!... Pero a mí me habla una voz que viene no sé de donde, si del viento de la tarde, o de los pájaros que duermen, o del lago donde voy a cantar; y esa voz me trae paz y me avisa cuando alguien tiene penas cerca de mi... Matheo la escuchaba en silencio.

—A mí no me podrás engañar nunca, porque esa voz amiga me lo cuenta todo. Vamos con abuelito que está orando por ti. —Y la niña hizo el movimiento de bajarse sobre la estera, para andar arrastrándose en las rodillas y en las manos.

— ¡No, niña, no! —Gritó Matheo, aterrado ante el esfuerzo supremo que por segunda vez aquella criatura se disponía a hacer—. Si no soy demasiado torpe, yo te llevaré. La niña le tendió los brazos alrededor del cuello y dócilmente se dejó llevar hasta el sillón de ruedas.

—Tengo un abuelito y un papá fuerte y hermoso como era el papá mío de la niñez —decía Agades que ya no lloraba, sino que reía porque el extranjero estaba consolado de su pena. —Mucha honra es para mí ser tu papá. ¿Cómo has podido ocupar con un desconocido el lugar reservado en tu corazón a tu padre?

— ¡Oh!... Tú no eres para mí un desconocido. ¡Yo te esperaba Matheo, yo te esperaba!

¿Y por qué habías de esperarme? ¿Acaso el maestro Filón anunció mi venida?

—No, no, nada de eso. Que lo diga abuelito —dijo la niña viendo llegar a la cocina al anciano que miró a Matheo con los ojos aún llorosos. —Veo que he venido aquí a traer tristeza —dijo Matheo condolido de verdad de lo que veía.

—No señor extranjero, tú no. Es la niña que con sus cantos hace llorar al pobre viejo que no sabe cómo hacerla feliz. Es el caso que esta niña tiene alucinaciones y oye voces que no son de la tierra. Y una semana antes de tu llegada, me dijo:”Aquí vendrá un hombre que tú y yo vamos a querer mucho”. ¿Cómo lo sabes? —le pregunté—. La vos me lo dijo... Y ya ves señor viajero, que la vos le dijo una verdad.

—El maestro Filón —preguntó Matheo— ¿sabe algo de esta voz que le habla a tu niña? —Sí que lo sabe. —Y ¿qué dice él que sabe tantas cosas? —volvió a preguntar Matheo. —Dice —contestó el anciano— que el Señor de arriba (y señalaba al cielo) sabe muy bien lo que hace y que "a El nadie le pide cuentas". Que le dejemos hacer y esperemos.

Matheo guardó un largo silencio que el anciano y la niña respetaron. El apóstol de Cristo pensaba en la sabiduría de su palabra eterna; "Dios da su luz a los humildes y la niega a los soberbios". ¿Qué mayor humildad que la de aquella florecilla silvestre que nadie había cultivado, y que a no ser por el amor de una madre dolorida y la abnegación de un pobre anciano, hubiera muerto de desolación y debilidad? Y sabia era también la respuesta de Filón de Alejandría al decirles que "dejasen hacer al Señor de arriba su obra y que esperasen".

—"Por los frutos conoceréis el árbol" dijo también mi Maestro —pensó en su largo silencio Matheo—. Ni en la Galilea donde nací, ni en las ilustres Sinagogas de Jerusalén, ni en su dorado templo pude encontrar mi paz Maestro, desde que te fuiste y he venido a encontrarla en este ignorado rincón del desierto, entre un anciano sin letras y una niña inválida que es una tórtola de las peñas.

¿No estarás tu aquí Maestro mío, en el alma de esta criatura, para volverme a la vida que en una lenta agonía iba a escaparse de mí?... —Matheo hacía inauditos esfuerzos para contener el llanto, porque una ola tremenda de emoción le ahogaba.

Agades cerró suavemente sus ojos y con una solemne majestad en la actitud y en la voz dijo: ¡Matheo!... ¡Ya es la hora! ¡Estoy esperando que comiences a cumplir tu pacto conmigo!

— ¡Maestro!... ¡Maestro! —exclamó Matheo poseído de extraña ansiedad y cayendo de rodillas ante la niña dormida. El anciano se arrodilló también sin saber lo que pasaba.

El apóstol de Cristo dobló su frente sobre el pavimento y un tranquilo llorar se llevó para siempre sus últimas desesperaciones. — ¿Qué haces allí Matheo? —preguntó la niña despertándose.

—Es que la vos me ha hablado esta vez a mí, Agades, como suele hablarte a tí; y yo he podido saber quién es el que me ha hablado.

— ¿Y yo no puedo saberlo? —Preguntó Agades mirando alternativamente a Matheo y al anciano. ¡Hijita!... yo sé menos que tú; sólo sé que aquí hay cosas que andan mucho más arriba de mi cabeza... —contestó Al-Iacúd, poniendo nuevos troncos de leña al fuego que ya moría.

—El Hijo de Dios ha bajado a esta cabaña —dijo Matheo con la voz que aún temblaba de emoción—. Y ha bajado para darme una lección y recordarme una promesa.

Después de la frugal cena de esa noche elaborada con trozos de gallinetas montaraces y queso de cabra con higos secos y dátiles recién cortados, Matheo se despidió de sus nuevos amigos y encerrándose en la gran alcoba escritorio de Filón puso sobre la mesa los útiles de escribir y comenzó su trabajo de esta manera:

15.- LIBRO DE JESHUA EL CRISTO - HIJO DE DIOS

Capítulo I

De su generación según la carne

Y comenzó la larga serie de los antecesores de Jeshua de Nazareth, que los hombres sabios del Templo de Jerusalén habían desconocido como el Mesías anunciado por los Profetas, y que por los labios de una niña, humilde flor de montaña acababa de recordar a Matheo su pacto diciéndole: ¡Ya es la hora!

Palabra solemne, grandiosa y eterna que fue para el decaído espíritu del apóstol el formidable ¡Excélsior! de bronce que lo hizo volver a la vida.

— ¡La voz me ha resucitado! —decía él, sintiendo que una energía nueva circulaba en su ser como la savia en la raíz, el tallo y las ramas de un árbol moribundo.

Fue Matheo… el primero de los cronistas de la vida excelsa del Cristo, y pudo bien aplicarse el significado de las dulces canciones de Agades, que en lengua tuaregs se llamaba:

Anti-vaos: El que va adelante.

El que va adelante con pecho valiente

Primero a la fuente

Se llega a beber:

La fuente le brinda la suave frescura

De sus aguas puras

Más dulces que miel.

Y la fuente divina encerrada en el corazón del Cristo Hijo de Dios vivo, inundó la mente y el corazón de Matheo y se desbordó sobre el Oasis, sobre las arenas del desierto, sobre los peñascales abruptos y fragorosos.

Y la marcha triunfal del Cristo esbozado en los pergaminos de Matheo, mientras sentía la fresca brisa del lago, el rumor de las palmeras y el dulce cantar de Agades su "Anti-vaos" ya no se detuvo, sino que fue volando Nilo arriba hacia el sur, como un blanco ánade que fuera posándose para descansar en los oasis del camino.

De Baharijeh al Oasis de Farabreh, al de Dakel, al de Chargh, al de Churear y luego a Jandak y Dóngola a la altura de la cuarta catarata, donde el Nilo truena ensordecedor en la época de los grandes desbordamientos.

Y el Anti-vaos escuchado por Matheo y vaciado del corazón de Agades, la humilde aldeanita inválida del Oasis de Baharijeh, tuvo el poder de llevarle hasta la montaña de Gondar a la orilla del Lago Tana en la lejana Etiopía.

Era una de las vertientes madres del gran río legendario y allí fue a detenerse Matheo, a los seis años de haber salido de Alejandría, con la muerte en el corazón y el más helado pesimismo que puede abatir el alma de un hombre.

Pero llevaba consigo a Agades, curada por él de la parálisis de sus pies, y al anciano Al-Iacúd fortalecido y renovado en su alma y en su cuerpo, por la vibración poderosa de amor que el Hijo de Dios, el dulce Rabí Nazareno extendió, como una marea invisible en la cabaña Idinen o Monte de los genios, a donde Filón mandó a Matheo, como un muerto que anda y donde encontró la resurrección y la vida, la fe en sí mismo y en Aquel que por la boca de Agades hipnótica le había dicho: ¡YA ES LA HORA!

Y yo digo también, lector amigo, que ya es la hora de que sepamos de una vez por todas, que cuando un alma responde fielmente al llamado divino, toda la grandeza de los cielos superiores se desborda sobre ella, como un manantial incontenible. Tal es el secreto de la rapidez maravillosa con que se extendió la idea divina del Cristo en el África del Nilo, en el siglo primero de nuestra era, no obstante la incomprensión, las persecuciones y las mil dificultades, que el amor de los amigos de Jeshua tuvieron que afrontar.

La marcha larga y heroica de Matheo, el primer cronista de la vida de Cristo, fue a detenerse por fin al pie de los muros de Nadaber (1) fortaleza real donde Edipo, rey de Etiopía, y la reina Candase, lo acogieron como a un maravilloso mago, que volvió a la vida al joven heredero atacado del "mal de la tristeza", como llamaban a la tuberculosis pulmonar aguda en último grado. De él volveremos a ocuparnos más adelante.

Por hoy basta con lo referido, y sólo resta añadir que, cuando Matheo quiso partir del Oasis de Baharijeh, por el impulso interno que sentía cada vez que Agades cantaba su canción favorita Anti-vaos, la dulce niña le dijo: —¡Llévame contigo Matheo!, mi papá hermoso y fuerte que me trajo el Genio bueno del Jordán. ¡Llévame contigo! Me devolviste la vida del cuerpo, y yo te di la vida del alma... Llévame contigo y te cantaré siempre Anti-vaos. — ¿Y el abuelo? —le preguntó Matheo. El ancianito que había escuchado este diálogo, asomó la cabeza desde la puerta de la cocina donde cuidaba el pan en su hornillo y dijo risueño y feliz: —El abuelo irá también contigo Matheo porque tendrás necesidad de mi pan y de mis guisos para seguir adelante.

Y aquí tenemos, lector amigo, el maravilloso fruto del amor de tres vidas humildes que se hicieron una sola, bajo la mirada radiante del dulce Rabí Nazareno.

(1) Hoy Ankober.

16.- EN JERUSALEN

Volvemos a la ciudad de la gran tragedia… en seguimiento de los cuatro Apóstoles que decidieron volver a ella: Pedro, Andrés, Santiago y Matías. Todo un mundo de encontrados pensamientos, los agitaban dolorosamente. Conservaban vivos aún, los trágicos recuerdos de los últimos días vividos allí, entre el terror y el espanto, a los cuales siguieron las divinas compensaciones del Cristo glorioso, que se les presentaba de improviso, en los momentos de amoroso recuerdo de su persona, de su vida y de sus obras.

Pero en el alma humana, parecen grabarse más profundamente los acontecimientos dolorosos, que fueron como un desgarramiento terrible que hizo sangrar nuestro corazón.

Y a los cuatro amigos de Jeshua que volvían a Jerusalén, les ocurrió de igual manera… Las radiantes visitas del Divino Amigo, parecían esfumarse en el alma como un dulce recuerdo; pero los dos últimos días de su vida, o sea desde su prisión hasta su muerte,… se les clavaban en el corazón como un cortante estilete que les atravesara de parte a parte.

Llegaron a mitad de la tarde, pero decidieron esperar que llegaran las primeras sombras de la noche, para entrar a la ciudad por la última puerta que se cerraba, que era la del oriente, llamada entonces de Las Ovejas, porque daba al Valle del Cedrón donde los pastores de la Judea tenían cercados para los ganados traídos a los mercados de la ciudad.

Era, desde luego, la puerta menos Vigilada, pues de ordinario allí sólo estaba el guardián en su casilla, y en las horas del día, el cobrador del tributo que los ganaderos debían pagar por la entrada de bestias a la ciudad.

Por un agente especial de Simónides, Pedro había tenido noticia de que el Sanhedrín, en previsión de represalias o venganza de parte de los amigos del Justo, que tan inhumanamente habían escarnecido y martirizado, tenía una policía aparte y secreta para descubrir cualquier movimiento en tal sentido.

Y debido a estos temores, fueron a dejar sus pequeños fardos de equipaje en el antiguo sepulcro de Absalón, lo más cercano a las murallas de Jerusalén que pudieron encontrar. Sabían además, que era ese un lugar de refugio, usado por los peregrinos Terapeutas, cuando les sorprendía la noche y encontraban cerradas las puertas de la ciudad.

Pero ellos ignoraban por completo, que ese vetusto panteón sepulcral guardaba el gran secreto, sólo conocido por los Sacerdotes Esenios, según recordará el lector de "Arpas Eternas"… o sea que allí tenía salida el "Sendero de Esdras", cuyo comienzo estaba en la sala de los incensarios, en el Templo mismo, que era la inexpugnable fortaleza desde donde el Sanhedrín ejercía su despótica autoridad sobre el humillado pueblo de Israel.

Pareciera una simbólica coincidencia, que aquel sendero subterráneo por el cual salvaron su vida tantos justos anteriores y posteriores al Ungido Verbo de Dios, y aun Él mismo cuando comenzó la persecución del clero Judío, tuviera comunicación y salida al panteón sepulcral de Absalón, hijo del Rey David, tronco del árbol milenario, de donde surgió la persona humana del Mesías enviado al país de Israel.

Era aquel panteón, como todas las tumbas reales de aquella remota época, o sea un amontonamiento formidable de gruesos bloques de piedra, ensamblados unos con otros de forma de resistir al embate de los siglos y de todas las contingencias humanas.

Habían pasado sobre las ciudades y campos de Israel, las terribles invasiones asirias cegando vidas de reyes y vasallos, destruyendo ciudades, pueblos, templos; devastando campos, entregados al saqueo y a las llamas, y esos monumentos funerarios resistieron las tremendas furias de los enemigos de Israel.

Allí no había tesoros que incitaran al robo y al pillaje, sino blancos huesos o heladas cenizas de los que un día ciñeron coronas reales y entonces nada significaban en la vida.

Sólo el amor fraterno de los Esenios, podía encontrar beneficio en ellos, para todos los perseguidos por la injusticia de los poderosos de la tierra.

Y en el siglo I de la era cristiana, fueron los sepulcros y los cementerios, lugares de espanto para todos los que brindaron amparo y refugio a las golondrinas errantes, que desde la cruz del Cristo sacrificado volaron hacia todas las regiones de la Tierra.

En aquella vasta sala de piedra, enmohecida por los siglos, pero limpia y ornamentada con las sencillas comodidades usadas por los Esenios, fueron a refugiarse los cuatro discípulos del Cristo, hasta que llegada la noche pudieran entrar en la ciudad. Grandes sacos de esparto llenos de paja servían de lechos de reposo; y la resquebrajada mesa de piedra para el embalsamamiento de cadáveres y las tinajas para el lavado y los bancos de los operadores, eran todo el mobiliario del sombrío y austero recinto, donde nada había que pudiera suavizar la adusta perspectiva.

Las inscripciones de las hornacinas y nichos, aparecían borrosas y gastadas por el roce mismo del tiempo, que al pasar va dejando su rastro bien marcado aún sobre la dura piedra.

Pedro y Matías eran de temperamento más sensitivo y un imperceptible escalofrío los estremeció ligeramente, al penetrar en aquel recinto sepulcral. Por las ojivas abiertas en lo alto de los muros, penetraban débilmente los postreros resplandores del sol poniente y las últimas golondrinas del otoño entraban y salían, enseñando a volar a sus hijuelos, listos ya para abandonar el nido.

Pedro los miraba fijamente y sus ojos enrojecieron próximos al llanto. —Creo que hemos hecho mal en volver tan pronto a Jerusalén —dijo Matías, que percibió la amargura reconcentrada de Pedro—. No haremos más que reavivar los dolorosos recuerdos y aplastar la poca energía que las últimas visitas del Señor dejaron en nuestro espíritu.

—En efecto —respondió Pedro—. Y estas avecillas que desesperadamente entran y salen apremiando a sus hijuelos a tender el vuelo, es un símil perfecto de nuestra situación actual. Nuestro Maestro fortaleció las alas de nuestro espíritu y nos apremia a volar por todas las regiones de la tierra, pero nosotros nos encerramos en este sepulcro, a la espera de la noche para entrar en la ciudad que le dio muerte y que acaso nos recibirá con azotes y lapidación.

De pronto, los cuatro se quedaron en suspenso, con los ojos muy abiertos y el oído atento... Y los cuatro cayeron de rodillas, porque juntos percibieron estas suaves palabras, como si fueran un eco que resonaba en lo hondo del Corazón: "En Jerusalén encontré la muerte y en Jerusalén volví a la vida gloriosa en el Reino de mi Padre."

— ¡Maestro!... ¡Señor!... ¡Ordena a tus siervos y haremos cuanto mandéis!... —clamó Pedro el primero, dejando Correr abundantes lágrimas de emoción. Los demás lloraban silenciosamente sumergidos en ese místico arrobamiento del alma que siente en torno suyo la presencia divina.

Siguió ese dulce silencio de meditación, que perdura en el ambiente y en las almas, cuando ha pasado por ellas un hálito de Divinidad.

Un eco rumoroso que parecía proceder de las entrañas de la tierra, les sacó de la dulce quietud; y un tanto alarmados prestaron atención al sordo ruido que se acercaba. Estuvieron a punto de echarse a correr cuando vieron que una hornacina vacía en un rincón de la cripta se abría lentamente y aparecía un hombre joven vestido con el oscuro sayal de los terapeutas y llevando en la mano una cerilla encendida. También él se sorprendió al encontrar huéspedes en el panteón, pero pronto se reconocieron y fraternales abrazos sucedieron al asombro y al temor.

Era el joven sacerdote esenio Irme, aquel que por tener un gran parecido al Maestro, se vistió y peinó sus cabellos como Él aquel día del primer sermón suyo en el Templo, repudiando las viciosas prácticas del Sanhedrín en cuanto a las ofrendas y los sacrificios de sangre en el ara del altar.

— ¿De dónde venís? —fue la primera pregunta que le hicieron los cuatro discípulos.

—Del templo… vengo obedeciendo el consejo de nuestro padre Elíseo. En la oración de la hora nona, Eleazar que estaba de turno ante el altar de los Perfumes, oyó la voz que le decía: "Conviene saber lo que pasa en la cripta de Absalón". Y fui yo el designado para venir a averiguarlo. ¿Qué os pasa, hermanos del Señor?

—Que somos muy cobardes —le contestó Pedro—. Hemos llegado de Galilea a la primera hora de la tarde y esperábamos aquí la llegada de la noche, para entrar en la ciudad. —Eso no es cobardía sino precaución —les contestó Irme—. Andan los espías del Sanhedrín como lebreles de caza, husmeando presas para devorar.

Ellos saben que mataron al Mesías anunciado por los Profetas y están viendo siempre a su espalda, el fantasma amenazador de una venganza, que no saben de dónde ha de venir.

—Creí que esos asesinos de inocentes no se acordarían más del crimen cometido —dijo Andrés.

— ¡Oh!, no lo creáis así. Es que han sucedido y siguen sucediendo cosas terribles en el Templo, y el Sanhedrín hace ayunos y viste sacos de penitencia y de cilicios para aplacar la cólera de Jehová.

—El Maestro nos dijo que no hay cólera ninguna en Jehová —arguyó Santiago.

— ¡Justo, hermano!..., esa es la doctrina del Hijo de Dios, pero no la del Sanhedrín. Para ellos existe la ira de Jehová, porque saben que asesinaron al Justo enviado por Él.

—Y, ¿se puede saber qué es lo que pasa en el Templo? —preguntó Matías con marcada curiosidad. —Pues que aparecen frases escritas con múrice rojo, que fueron dichas en otros siglos por los Profetas que anunciaron las vejaciones y tormentos que había de sufrir el Hijo de Dios. Y aparecen dentro del Templo y en sitios donde no es posible que entre persona alguna, después que el Comisario del Templo ha cerrado puertas y ventanas y se ha guardado las llaves.

— ¿Y quién escribe esas frases? —preguntó Pedro estupefacto.

—Ese es el secreto que el Sanhedrín quiere descubrir.

Últimamente han aparecido estas frases: "Será llevado como un cordero al matadero y él no abrirá su boca". "Será llamado varón de dolores". "Toda verdad saldrá de su boca y será llamado el Justo, el Fuerte, el Hijo del Altísimo, el Príncipe de la Paz". Y aparecen con el nombre del Profeta que lo dijo varios siglos antes de su llegada.

—Pero hablemos de vosotros —dijo Irme—. ¿Qué pensáis hacer por el momento?

—Ya te lo hemos dicho: entrar en la ciudad cuando caiga la noche.

— ¿Y después? —volvió a preguntar el sacerdote.

—Somos pobres gentes de Galilea, pero tenemos aquí palacios como hospedaje —dijo Pedro sonriendo de lo que él mismo juzgaba como un motivo de vanidad—. Y en esos palacios hay mayordomos encargados de proveer de cuanto sea necesario a los discípulos del Señor.

—Sois, pues, muy afortunados —añadió Irme— y me alegro mucho de ello. Creo que Ithamar y Henadad serán vuestras casas. —Justamente —contestaron los cuatro a la vez.

—Pues bien, ahora me toca el turno de haceros participantes de todos los secretos que los sacerdotes Esenios tenemos y los que iremos descubriendo en adelante

— ¿Secretos? —interrogaron los discípulos de Cristo.

— ¡Tendremos tantos! —Añadió Pedro— ya que nosotros mismos somos secretos vivos, puesto que tendremos que vivir como búhos, ocultos de la luz del día y ambulantes con las sombras de la noche.

— ¡No os quejéis de la vida! —Exclamó con gran dulzura el Esenio—. ¡No tenemos derecho a quejarnos después de lo que hemos tenido ante nuestros ojos!

— ¡Es cierto! —exclamaron los cuatro…

—Y yo soy el más cobarde de todos —añadió Pedro.

—Te aseguro que no lo seréis ninguno en adelante.

—Empezad con los secretos —dijo Santiago que estaba inquieto por conocerlos.

—En primer lugar debéis saber que esa hornacina que me dio salida, es la puerta de un largo túnel que llega hasta la sala de los incensarios. Ya sabéis dónde está.

—Sí, sí —contestaron— en la nave lateral de la derecha anexa a la sala de los ornamentos.

—¡Justo! Este camino subterráneo, que data desde la reconstrucción del Templo por el Profeta Esdras, se llama "Sendero de Esdras" y es completamente ignorado por el Sanhedrín y por todo el personal administrativo del Templo. ¿Vale el secreto?

— ¡Oh, Oh! y qué gran secreto es ese.

—Y ¡cómo hay que guardarlo! —exclamó otro.

— ¡Hasta con riesgo de la vida! —afirmó el Sacerdote—. Por él se salvaron los Sabios del Oriente hace treinta y cuatro años, cuando yo acababa de venir a este mundo. Por él se han salvado muchas veces nuestros ancianos sacerdotes y por él se salvó el mismo Ungido de Dios, cuando el Sanhedrín mandó a prenderlo en el Templo mismo, terminado su primer discurso. Y he recibido hoy la orden de nuestros Ancianos de poneros en conocimiento de este secreto, ya que sois los continuadores directos del Maestro, ante este mundo que Él os ha dejado en herencia para cultivar.

—Entiendo con esto que nosotros podemos hacer uso de ese camino subterráneo, en caso de necesidad — dijo Pedro.

—Justamente, hermanos, y para eso os lo he revelado. Y esta misma noche, en vez de entrar a la ciudad por la Puerta de las Ovejas, entraréis conmigo por el Sendero de Esdras, cuando el Comisario ha hecho la última inspección del Templo y se ha retirado con las llaves.

—Pero no podremos salir de allí nuevamente, puesto que el Templo estará cerrado y las puertas de la ciudad también —observó Matías.

—Debemos hacer un salvamento esta noche. Dejadnos hacer y vosotros sois nuestros cooperadores del exterior. ¿Tenéis algo de comer? Porque el camino es largo y debéis fortaleceros antes de marchar.

Los cuatro discípulos echaron mano a sus saquillos de provisión y entre todos dieron cuenta de lo poco que les quedaba.

—Vuestros equipajes quedan aquí más seguros que en ninguna parte. Y ahora vamos andando, porque en lo que resta de luz antes de la noche no recorreremos todo el camino. De entre una de las tinajas vacías, sacó Irme varias torcida de hilos encerados, los encendió y entregó a sus compañeros de subterránea excursión. Se puso adelante y en fila cerrada entraron por la hornacina, que fue nuevamente clausurada y comenzó la marcha. Pedro y Matías eran de alta estatura y debían doblar la cabeza para no chocar con las filosas salientes de la áspera techumbre.

¡También aquel tenebroso subterráneo le recordaba al divino Amigo que todo era luz, amor, paz y claridades de cielo, y que en los últimos días de su vida terrestre habíales salvado por ese mismo camino!

Llegados que fueron a la sala de los incensarios les sobrecogió el ánimo las profundas tinieblas- del Templo. Y más aún el nauseabundo olor de sangre, carne y grasas quemadas en los sacrificios del día, que al cerrarse puertas y luceras, quedaba concentrado allí dentro, en tapices y cortinados.

Antes que un santuario de oración y templo santo del Dios Invisible, parecía un antro mal oliente de bestias muertas y de grasas quemadas.

— ¡Luz, luz! por piedad —decían los cuatro apóstoles, habituados al aire puro de Galilea, a las brisas de su lago dorado y al perfume de las flores, los frutos y las mieses.

— ¡No sé cómo soportáis esta vida! —decía Pedro.

—Los amigos íntimos del dulce Rabí Nazareno, que oraba sobre los montes o a la vera de los lagos, no podéis comprender que los sacerdotes Esenios podamos orar entre esta nauseabunda atmósfera donde todo respira la pesadez de la animalidad. Irme apagó las cerillas después de haber hecho sentar a los cuatro compañeros en el estrado de la nave lateral en que estaban.

—Ahora —añadió en voz muy baja— haced de cuenta que estáis muertos, pues vuestro silencio debe ser absoluto. —Después de unos momentos de espera, sintieron un leve ruido en la techumbre, hacia la nave de la izquierda o sea frente a donde ellos estaban. Vieron un disco de claridad y comprendieron que era una ojiva que se abría desde afuera. Por ella penetró una grácil personita que vestía túnica blanca y el rostro cubierto a medias con la toca y el velo usado por las vírgenes del Templo. Y comenzó a deslizarse suavemente alrededor de la nave hasta llegar a la gruesa vara de plata en que se sostenía el Gran Velo del Sancta Sanctórum. Empezó a correrlo hacia ella lentamente evitando que las anillas produjeran ruido. Y cuando todo estuvo descorrido se dobló sobre él, y abrazándose de aquel grueso rollo de blanco lino se deslizó por él hasta el pavimento del templo. Entonces encendió una de las lámparas menores y comenzó su trabajo silencioso. Escribió sobre el velo del templo con un pincel mojado en múrice rojo las últimas palabras que pronunció Moisés antes de morir:

"Israel ha traicionado a su Dios. Será dispersado a los cuatro vientos del cielo. Palabras de Moisés."

Los discípulos de Cristo observaron que aquella virgen tenía los ojos cerrados cual si estuviera dormida. Y continuó escribiendo en el pavimento del Sancta Sanctorum, ante el altar mismo en que estaba el Arca de plata con querubines de oro, en que se guardaban las Tablas de la Ley y los sagrados textos: "Cuando los tiempos sean venidos, el Eterno os enviará un Profeta como yo de entre vuestros hermanos y pondrá su Verbo en su boca y ese Profeta os dirá lo que el Eterno le haya ordenado."

Continuará…

21 de mayo de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 5

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

Nebai entró al final… llevando de la mano a Diana, cubierta con los blancos velos ordenados por la costumbre y coronada de mirtos y de rosas.

En el guardarropa de la mansión del celebrado Duunviro Quintus Arrius, que había entregado a Roma los trofeos de cien victorias sobre los piratas del Mar Egeo, había lujosas vestiduras para los actos solemnes en la vida de un romano ilustre.

Y Judá había obsequiado espléndidos trajes de ceremonia a Marcelo, Demetrio, Gimel su Escriba y

Aquiles, Capitán del Fidelis. Y… cuando todo resplandecía como un cortejo real, Judá con honda emoción que quebraba su voz en un sollozo, les dijo: —Más que un príncipe judío y un Tribuno Romano, jefe de esta casa, soy un sacerdote del amor del Cristo Hijo de Dios, y vosotros me vais a permitir, vestir la túnica azul de Jeshua de Nazareth, para consagrar el desposorio del Tribuno Lucio Marcelo Galion con Diana de Paozuoli.

Nebai dio las primeras palmadas, de un aplauso que resonó jubilosamente bajo el artesonado de plata y ébano del Tablinum de la Villa Astrea.

Y el mago del recuerdo, esbozó en todas las mentes y en el éter sereno de aquel ambiente empapado de amor, la dulce imagen de Jeshua, tan fuertemente evocado, mientras dos hilos de lágrimas corrían por el hermoso rostro de Judá… cuando uniendo las manos de Diana y Marcelo, decía:

"Tribuno Lucio Marcelo Galion: En nombre de la Justicia, de la Ley Romana y del Amor de Jeshua de

Nazareth, Hijo de Dios Vivo, te entrego como esposa única, para toda la vida a Diana de Paozuoli; hija del General Livio Galo y de Paula de Capua."

¡Un hosanna jubiloso resonó como una clarinada! Marcelo se abrazó a Judá y los sollozos de aquellos dos hombres jóvenes y fuertes conmovieron hondamente a toda aquella multitud. Marcelo creía abrazar al mismo Profeta Mártir, al cual había visto por primera y última vez, de pié sobre el Gólgota, cuando le quitaban aquella misma túnica para tenderle sobre la cruz.

Entre sollozos y con frases entrecortadas… Nebai explicaba a Diana lo que significaba para ellos aquella túnica azul, que el día de su muerte había vestido aquel Hombre de Dios, al cual el esclavo Demetrio le había hecho amar sin conocerlo, nada más que por las obras de amor realizadas por Él en todos los días de su vida y en todos los pueblos por donde había pasado.

Y… mientras que en la Villa Astrea se celebraba el fastuoso acontecimiento, la Emperatriz Julia y su nieto Calígula, presas de terrible cólera por haber sido burlados en sus delictuosos deseos, soltaban sus lebreles de caza en busca de la fugitiva.

El fuerte cordel tejido pacientemente por Demetrio, que había estudiado y medido día por día al pié del acantilado, aparecía allí fuertemente atado al último pino, lo cual demostraba que por esa costa del mar había huido Diana de su cautiverio.

Se interrogó a los pescadores, juzgando que ellos por dinero hubieran cooperado a la fuga; pero allí estaban todos los botes y todos sus dueños recogiendo sus redes a la primera luz de la madrugada.

Primeramente, les ofrecieron azotes a todos cuantos pescaban en esa costa de la Isla. Los infelices, temblando de miedo, juraban por todos los dioses del Imperio que nada habían visto ni sentido, puesto que al caer la noche tendían sus redes y se retiraban a sus chozas, situadas en la bahía sur de la Isla, donde la costa bajaba al nivel del mar…

Después, les ofrecieron dinero si delataban a los autores de la fuga de Diana. Por fin, un grumete declaró que un esclavo griego que pescaba con anzuelo, muchas veces le había comprado cáñamo a cambio de ricos manjares y cintas que una esclava le arrojaba desde la avenida de los pinos. Y que el cordel que aparecía pendiendo sobre el mar había sido tejido por él.

Las esclavas del servicio inmediato de Diana fueron interrogadas y amenazadas. Se vio que faltaba una de ellas, Rhode la griega. Ella debía ser la culpable y habría huido con Diana.

Calígula… quería desahogar su ira de leopardo burlado en las infelices esclavas, en los centinelas, en los pescadores y hasta en los flamencos y garzas de los jardines, que no habían dado graznidos de alarma, cuando así se burlaba la suprema autoridad imperial.

Pero su augusta abuela, que estaba muy a gusto con su servidumbre y que no gustaba oír gritos de dolor, le convenció de que la joven doncella no valía ni la más ligera de sus rabietas y que ya le traería ella la más hermosa princesa del mundo, que le llevara en dote, tanto oro, como para hacerle un establo del precioso metal a su caballo Cincinato, al cual su primer acto de Emperador había sido darle el título de cónsul.

Volvió de este modo la calma en la residencia imperial, pero Rhode, la infeliz esclava que por amor a

Demetrio protegió la fuga de Diana, se hallaba oculta en una estrecha gruta de la costa norte de la Isla, a donde Demetrio le había aconsejado huir, en caso de verse en peligro. Había acompañado a Diana hasta el momento de comenzar el descenso por el cordel, y con un pequeño fardo de ropa a la espalda y un saquillo de pan y frutas, había huido a esconderse en el refugio a donde estaba segura que Demetrio la buscaría.

Y éste cuando vio que su amo estaba seguro y feliz, se le acercó al día siguiente y le dijo: -Señor, he cumplido con mi deber, velando por la honra de tu prometida que ahora es tu esposa. Tu esclavo tiene también un corazón dentro del pecho y ha dejado su amor en la Isla de Capri. Si ella ha logrado escapar del castigo, que seguramente habrán dado a toda la servidumbre, estará oculta en una gruta que yo he descubierto y le he señalado. Te pido tres días para ir en su busca y cuando haya vuelto con ella aceptaré la libertad que me tienes prometida

Marcelo… conmovido le tendió su mano y le dijo: — Sí, amigo mío, tienes mi permiso y cuanto necesites para salvar a tu novia. —Iré por tierra desde aquí hasta Arpiño, donde alquilaré un asno que me lleve hasta Nápoles.

— ¿Y una vez allí qué harás? —preguntó Marcelo. —Cualquier pescador me cruzará hasta la costa norte de la Isla, donde creo que encontraré a Rhode.

Marcelo le entrego un bolso con monedas y después de despedirse de Diana y demás compañeros de tragedia, quiso apretar en su pecho la túnica azul, en la cual él había encontrado la extraordinaria lucidez, serenidad y fuerza con que obraba en todo momento.

—A mi vuelta te recogeré —le había dicho al Príncipe Judá. Por ahora sois vosotros los dueños de mi tesoro.

12.- JUNTO AL FUEGO DE NAZARETH

Con la misma velocidad con que va el pensamiento en un instante a enormes distancias, podemos ir nosotros, amigo lector, desde la riente costa de Italia, hasta la orilla oriental del Mediterráneo, a las tierras de larga historia donde cantó Salomón a Zulemita la pastora y amó a Saba, la heroína, Reina de Etiopía.

¡Oh! el pensamiento,… ala blanca ultra poderosa, con que el Eterno Creador, dotó a la divina Psiquis de la criatura humana, cautiva en la materia, del inestimable tesoro que a veinte siglos de la iniciación de la Era Cristiana, aún no aprendió a utilizarlo en beneficio propio y de toda la humanidad.

Y en aquellas tierras, que desde la hora de Moisés habían sido escenario de sangrientas luchas fratricidas, y de incontables infamias y delitos, buscamos una dulce fontana de serenas aguas, un tranquilo huerto donde se arrullan las palomas y gorjean las alondras al amanecer.

"Nazareth de los mirlos azules,

"De dulce trinar...

"De las tardes posadas qué inundan

"¡Las almas de paz!"...

- ¡Estrofa cantada por un místico bardo del siglo II y que describe en breves frases llenas de suaves armonías, lo que era la tranquila ciudad nazarena, designada por la Ley Divina para morada hogareña del Mesías anunciado por los profetas.

Allí continuaba residiendo Myriam… la madre heroica,… la Mater Admirábilius…, cantada tan fervorosamente por sus amadores latinos. El soberano amor del Hijo excelso, había dejado sobre ella y alrededor de ella, ese maravilloso resplandor de oro y luz que invisible e impalpable, rodea y envuelve a las grandes almas que han atesorado en sí mismas, por una larga evolución, cuanta belleza puede conquistar el espíritu humano, en el transcurso de los siglos y de las edades.

Diríase… que todos los grandes amores, conquistados por el Hijo, fueron como absorbidos por aquella dulce y silenciosa mujer, la de los ojos de avellanas mojados de rocío, la de las manos de tórtolas corriendo sobre el telar, la que llevaba en el alma tesoros inagotables de paz, de ternura, de abnegación sin límite ni medida...

Un medio siglo de vida había pasado sobre ella, y a esa edad, en el oriente, de ordinario la mujer aparece agotada, marchita, con una energía pobre que apenas si le da fuerzas para soportar su propia vida.

Pero,… como encierra una gran verdad, que el físico es un claro reflejo del alma que lo anima, podría decirse que los años no se atrevieron a grabar en aquel cuerpo de santa, las duras señales de su paso por ella. ¿Quién no hubiera pensado, que los enormes padecimientos sufridos, destrozarían hasta aniquilarla, aquella endeble materia física en que realizaba Myriam esa etapa de su vida eterna?

Su infancia feliz y dichosa, entre los rosales de Jericó, fue bien breve por cierto, pues en plena adolescencia, vio deshecho el nido paterno por la muerte prematura de Ana, su madre, cuya endeble naturaleza hizo quizá un esfuerzo supremo, para dar a este mundo otra vida a cambio de la suya, que pronto debía extinguirse.

Fue sin duda, el primer dolor que sorprendió el alma de Myriam, niña todavía, que en los umbrales desconocidos de la vida, se vio de pronto sin aquella sombra dulce y fiel que viera siempre a su lado desde el despertar en la cuna.

La austera y taciturna personalidad de su padre, no podía nunca llenar el vacío dejado en su horizonte por aquella estrella serena de su niñez, la madre dulce y buena que le había enseñado todo cuanto sabía con inaudita premura, como si su corazón maternal presintiera que pronto dejaría sola en la vida aquella blanca flor exótica aparecida en su jardín, aquella silenciosa ave del paraíso que Jehová dejó bajar a su tejado...

Y también Joaquín…su anciano padre, dejó vacío su lugar en el hogar y ya eran dos, las sepulturas que guardaba Myriam en una gruta de las verdeantes colinas de Jericó.

La desolada tristeza del nido deshecho, pudo llenar de helado pesimismo el alma pura de la adolescente y romper de un golpe, las cuerdas doradas de su cítara creadora de armonías y de salmos... los místicos salmos de Myriam que entrelazaron su ritmo al rumor de las palmeras y los rosales de Jericó.

Del solitario nido deshecho, la huérfana avecilla voló a las austeras penumbras del claustro sagrado, donde otras aves solitarias, las viudas de Israel, servían de amparo a su doliente orfandad.

Y… cuando unas nupcias no buscadas… sino, inesperadamente encontradas, cubrieron de azahares y rosas blancas su frente casta, la virgen de Jericó, pulsaba su laúd de acentos jubilosos y su alma se transformaba en un himno cálido y tierno, ante la belleza del nido nuevo que la vida brindaba a la ternura de su corazón.

La gloria de un hijo ciñó su frente con la aureola augusta de la maternidad y algo así como un desbordamiento de estrellas, fue para Myriam su nido de Nazareth. Pero ella había venido para los grandes martirios del alma; y el dolor, ese incansable hachador que va echando a tierra uno por uno los árboles de nuestro camino, tronchó también los que daban sombra y frescura a los pasos serenos y callados de Myriam sobre la tierra.

Primero, el místico y dulce Jhosuelín… para quien su alma había tenido los más tiernos mimos de madre; luego Jhosep… el gran compañero que adivinaba sus pensamientos y era hábil piloto para llevar su barquilla por suaves corrientes y…por fin…aquel hijo, su gloria, su luz, y su amor... ¡su grande y único amor!

¡Oh cielos!... también ese joven árbol de su huerto solitario había sido tronchado cruelmente, inhumanamente, dejando su corazón deshecho, su vida sin vida... su pobre alma sin luz, sin calor, sin una mísera flor en su senda de guijarros y de espinas... sin una sola estrella que diera luz al árido y hosco camino de su vida.

¡Ella… había venido para los grandes martirios del alma!... ¡para ver secarse todos los rincones de su huerto, secarse todas las fuentes y apagarse en sollozos todas las armonías del hogar, de la familia, de la vida! ¡Había venido para los grandes martirios del alma!, y abrazada heroicamente a esa cruz interior tan pesada y cruel, como aquella en que vio morir a su único Hijo… Allí estaba… en su vieja casa de Nazareth, secando su llanto silencioso, con los blancos velloncitos de lana que sus manos de tórtola seguían tejiendo, para abrigar a los niños indigentes, que el dolor había dejado también como aves sin nido, deshechos y míseros, tirados a lo largo de los caminos de la vida...

Y cuando la noche caía con su sombra y su misterio, Myriam guardaba su cestilla de lana mojada de lágrimas para dar a su alma herida el consuelo de recordar...

¡Oh las perlas blancas del recuerdo!...

"Místicas, suaves, calladas”,

Rodando del corazón,

Ya como gotas de fuego

O ya, como el dejo amargo

¡De una doliente oración!"

Y… como una sombra… se deslizaba por su vieja alcoba y sus manos palpaban la cunita de cerezo en la que el Hijo-Niño descansaba de sus risueñas correrías tras de sus corderitos y de sus palomas...

La pequeña alcoba de Ana su hijastra, la más amada, que allá lejos a la orilla del mar, en la lejana Joppe vivía feliz al lado de Marcos su marido... Más allá, el viejo diván de Jhosuelín, con su libro de los Salmos, las Escrituras Sagradas, el último manto que lo había cubierto... El libro de cuentas y detalles del justo Jhosep, el viejo llavero de cobre cargado de llaves de las distintas dependencias de los talleres...

Y las silenciosas perlas del recuerdo… seguían rodando del corazón doliente de Myriam que se sentaba por fin extenuada sobre su viejo diván de reposo, y apretándose el pecho con ambas manos murmuraba su oración de la tarde:

— “¡Oh Señor fortaleza mía! ¡Roca en que se apoyan mis manos: castillo en que se refugia mi soledad! ¡Escudo que me defiende en mi desamparo! ¡Atiende el clamor de mi alma, sumida en angustias de muerte!

¡Los dolores del sepulcro me rodean y torrentes de perversidad, llenaron mi alma de espanto! ¡En mi angustia suprema te invoco y te llamo, Dios de mis padres, de mi esposo, de mi hijo! ¡Oye mi voz, que te clama desde la hondura de mi abismo y que mi clamor llegue a Tí Señor como el piar de esta avecilla tuya herida en los caminos largos y oscuros que ha recorrido! ¡Señor, ten misericordia de mí y envuélveme en el manto sagrado de tu piedad y de tu amor!”

El tío Jaime y Dina, le esperaban junto al hogar que ardía amorosamente y la dulce Myriam, la madre heroica, la mujer del silencio, de la infinita paciencia y de la ternura inagotable, tenía aún el valor de sonreír diciéndoles:

— ¡Perdonadme si os hice esperar mucho para venir a compartir con vosotros el pan de cada día! Me es a veces tan duro y difícil, arrancarme a los recuerdos que reviven con más vigor cada día, que olvido a menudo que me estáis esperando.

Y el viejo nido deshecho, luchaba por tomar de nuevo el aspecto de reconstruido, aunque las ramas que lo sostenían, crujían resecas con el rodar silencioso de los recuerdos que pasaban y pasaban, como una larga caravana silenciosa en el anchuroso desierto, donde en vano buscaban los ojos un oasis para descansar.

Un discreto llamado al portalón de entrada, llamó la atención de los mustios comensales. El tío Jaime salió para abrir y al poco rato volvió seguido de Juan, Felipe y Boanerges. Los tres se acercaron a Myriam y besaron su frente con filial devoción. Ella... al punto les hizo lugar alrededor de la mesa, mientras Dina añadía leche y miel a las fuentes y pan a la cestilla.

Como los visitantes no hablasen palabra, Myriam les interrogó: — ¿Traéis en el corazón una tristeza nueva? — ¡Acaba de morir mi madre! —respondió Juan con su voz temblorosa… próxima al llanto. — ¡Cómo! ¡Estuvo tan contenta hace dos días aquí!... exclamó Jaime asombrado. —Estaba hoy muy de mañana haciendo el pan, y cayó de pronto junto al hogar y no se levantó más.

— ¡Feliz de ella! ¡Que ya no tendrá el tormento de los recuerdos, porque ha llegado al Reino de Dios!... dijo Myriam con admirable serenidad. Así diréis vosotros cuando yo termine mi vida sobre la tierra.

Esa noche comenzarían las preces funerarias que duraban siete o nueve días. A la mañana siguiente, la llevarían al sepulcro familiar y deseaban ser acompañados por los parientes y amigos.

Y Myriam la madre mártir, tuvo el valor de decir a Juan… que lloraba silenciosamente: —Llévame hoy contigo, Jhoanin… para orar junto al féretro de Salomé, y no te creas tan solo hijo mío, porque aún te queda mi corazón para refugio de tu orfandad. Y le abrió sus brazos llena de piadosa ternura. Juan se arrodilló ante ella y ocultó su rubia cabeza en aquel seno materno que su Maestro le deparaba, como supremo consuelo en la hora de su dolor.

Anochecía… y una pequeña luna nueva esparcía su mortecina luz, cuando salió de la vieja casa de Jhosep el artesano la pequeña caravana familiar del tío Jaime, Dina y los tres mensajeros, conduciendo a Myriam montada en un asnillo, que Juan llevaba de la brida, a la oración funeraria de la que había partido al Reino de Dios. Y diez días después, Juan ocupaba en la casa de Nazareth, la alcoba que había sido de Jeshua y Jhosuelín, sintiendo que su orfandad estaba acompañada siempre por suaves ternuras maternales, y grandes compensaciones de orden espiritual.

¡Su Maestro le acogía en su hogar nazareno y le daba por madre… a su propia madre!

Zebedeo, no se sintió con valor de continuar su vida en el hogar de la orilla del Lago, sin las abnegaciones y las solicitudes de su vieja compañera, y fue a refugiar sus últimos años en el Santuario del Monte Carmelo, donde era Servidor un hermano de Salomé y en la Cabaña de las Abuelas, al pié del célebre Monte, aún vivía la anciana Saba, hermana suya, con su hija viuda Bethsabé, y ambas ofrecerían solicitudes y cuidados a su quebrantada salud.

Hanani… el tapicero de Tiberias, se encargó de la vieja casa de Zebedeo y Salomé a las orillas del mar de Galilea, donde pronto se estableció un oratorio y refugio de huérfanos, ancianos y viudas que se encontrasen sin techo y sin pan.

La irradiación divina del Cristo del Amor y de la Esperanza… continuaba esparciéndose por las márgenes del viejo Lago de Genezareth o Mar de Galilea, donde cada mata de césped y cada rama de árbol, debían conservar el irresistible influjo de aquellos pensamientos ultra poderosos, que habían obrado allí mismo tan maravillosas transformaciones en las almas y en los cuerpos de las multitudes que le escucharon.

13.- EN ÁFRICA DEL NORTE

Con las alas sutiles y ligeras de la imaginación, nos trasladamos, lector amigo, a la antiquísima Cirene o Cirenaica patria de Buyaben y de Faqui y de la dulce reina Selene, último retoño de la célebre Cleopatra y de la gloriosa dinastía de los Ptolomeos que fue el eslabón final de la inmensa cadena de Faraones del Nilo… Pero antes… hagamos escala en Alejandría.

El Hach-Ben-Faqui con Thirza y sus dos hijitos Selene y Abu-Jeshua, la dulce abuela Noemí con su fiel

Amram, desembarcaron en dicha ciudad una radiante mañana del tibio invierno africano, luego de una travesía de seis días, desde el puerto de Gaza en Palestina.

Dos viejos amigos les esperaban amorosamente, como a golondrinas hermanas que venían a colgar su nido en el norte africano: El Príncipe Melchor y Filón de Alejandría. ¡Alejandría edificada sobre las ruinas de la Neghadá de los Robdas de la Prehistoria donde el recuerdo, ese mago rebelde al tiempo, diseñaba escenarios y siluetas y hasta desgranaba como interminable collar de perlas, las muchísimas vibraciones de un divino ruiseñor, que bajo las palmeras y a la sombra de las Pirámides había prendido las melodías inefables de su alma, hecha de piedad y de amor: Jeshua de Nazareth, huésped de la ciudad de los obeliscos, catorce años atrás!

Todo este mundo de radiantes y gloriosos recuerdos, invadieron la mente de Faqui al desembarcar en el puerto de Alejandría y sentirse estrechado por los brazos del austero filósofo alejandrino y del anciano Príncipe Melchor de Orbe… Ninguno de los tres necesitó de palabras para vibrar al mismo tono, y acariciar el mismo pensamiento.

¡Jeshua estaba en medio de los tres, como un astro sereno llenándoles de claridad, de paz y de infinito amor!

¿No había dicho El: "Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos"? ¡Oh! Qué grande y excelso es el Amor, que así une las almas y enlaza los corazones por encima del tiempo y la distancia, por encima de las tristezas, de la muerte y del sepulcro!

El luminoso recuerdo de Jeshua, resplandecía en el iris de los ojos cristalizados de llanto, en el brillo de lágrimas que corrían en silencio, en las miradas que se encontraban en el éter y que en mudo lenguaje expresaban la misma idea: "Desde su gloriosa inmortalidad está con nosotros".

Juntamente con el Hach-ben-Faqui, llegaban también al África Norte, dos de los Doce íntimos del Divino Maestro, Zebeo y Mateo, que en las silenciosas noches del desierto, a la sombra de las palmeras del Oasis de Baharijeh, escribiría este último el relato de la vida apostólica del Profeta Nazareno; y Zebeo venía directamente a colaborar en la obra idealista que desarrollaban en conjunto Filón y el Príncipe Melchor.

Ambos habían oído de labios de su Maestro, la grandeza que encerraban en sus muros silenciosos la

Escuela de Filón en Alejandría y en el Lago Mariotis y las que Melchor tenía en Tebas, en el Monte Sinaí y sobre la cima del Monte Hor, donde el Maestro mismo los había visitado juntamente con Gaspar de Srínaghar y Abas de Pasagarda, sucesor de Baltasar.

Venían también, aquellos dos humildes esclavos Eliacín y Sipro, que el Príncipe Melchor dio a Jeshua como auxiliares en la reconstrucción de la noble familia del Príncipe Ithamar de Ur, padre de Judá. Ya no eran esclavos, sino hombres libres, libertos como se les llamaba en aquel entonces, porque tanto Melchor como Judá les habían otorgado la Carta de Manumisión que les devolvían todos los derechos que da la libertad en los países civilizados.

Querían continuar voluntariamente entre los servidores de la familia de Ithamar cuyo jefe era el Príncipe Judá, el cual les había dado una licencia de seis meses para visitar su tierra nativa, Sinah, perdida entre las montañas y el oasis del mismo nombre, situada al pié de la meseta norte del Desierto de Libia.

Terminado ese plazo, debían volver a Jerusalén, pues Eliacín era el mayordomo del Palacio de Ithamar y Sipro el Notario, encargados ambos de prestar auxilio y amparo en toda circunstancia, a los discípulos del Profeta Nazareno, que por una causa u otra se vieran en una situación difícil.

Y como un resguardo y escudo de defensa ante el Sanhedrín judío, su propietario había mandado colocar en el frontispicio de dicho palacio, estas frases latinas que era la lengua de Roma: "Nolo bellum sed pacen"… que traducida al castellano dice: "No quiero guerra sino paz". Y el nombre en grandes letras doradas sobre fondo de ébano: Quintus Arrias…Y en el pórtico de entrada en una placa de cobre, estas otras: "Quisquís es hoc adis justa ac si trater meus, esset", que traducidas dicen: "Ven acá quien quiera que seas lo mismo que si fueras hermano mío". Y otra vez el nombre: Quintus Arrius… Y los nobles ex-esclavos se sabían con la fuerza necesaria, para sostener en todo momento lo que esas inscripciones significaban en aquella gran casa encomendada a su custodia.

Hechas estas aclaraciones, respecto de los cinco hombres que habían desembarcado en Alejandría y de los cuales allí quedaban Mateo, Zebeo, Eliacín y Sipro, seguiremos pasados dos días al velero "Albatros", de la flota marina administrada por nuestro viejo amigo Simónides.

El final de la ruta sería la ciudad puerto del país de Barca, en cuya capital Cirene les esperaría el Chej-Buya-ben con una lucida escolta de lanceros, tal como correspondía a su hijo el Hach-ben-Faqui, a quien la Reina Selene había ascendido a primer ministro de su gobierno.

Situada Cirene en la parte más elevada de aquella cabeza enorme de gigante que avanza sobre el mar, o sea muy próxima a lo que es hoy Derna, uno de los mejores puertos de aquella región, goza de tan hermosos panoramas, que para nuestros viajeros, acostumbrados a los pobres puertos de Palestina, aquello debía resultar de una magnificencia extraordinaria.

Entramos, con el lector, a la opulenta Alejandría de las palmeras y los obeliscos, de los Templos enormes llenos de silencio y de penumbras, donde los austeros hierofantes se deslizan como sombras mudas, con pasos que no hacen ruido.

Zebeo y Mateo, se inclinaban a explorar esos sitios de historia milenaria, de igual manera que las Escuelas de Filón, la una en el centro de la gran Capital y la otra entre las palmeras y los platanares del Lago Mariotis. Saben ellos de cierto que no encontrarán bajo aquellas naves, que han soportado el peso de muchos siglos, nada más grande, más bello y puro que lo que bebieron del corazón del Divino Maestro; pero es verdad también, que para los espíritus inclinados a la investigación, al descubrimiento de bellezas más y más grandiosas que el Divino Conocimiento puede aportar a su insaciable archivo, es casi una necesidad el remover ruinas y escombros de un lejano pasado, para descubrir las borrosas huellas de la inteligencia humana, abriéndose paso con inauditos esfuerzos hacia un futuro ignorado, para lo cual le sirve acaso de poderoso impulso el bagaje recogido entre las ruinas de un pasado remoto.

Dejémosles pues, buscar, observar, inquirir, averiguar, y cuando cada uno de los discípulos de Jeshua haya llenado hasta el borde su ánfora interna, les volveremos a encontrar.

El más humilde de los viajeros, interesa a nuestro lector amigo… y seguiremos sus pasos, antes que a los demás: Sipro el ex-esclavo, el que Jeshua de 20 años consoló en el desierto, en el valle de las Pirámides... en "una noche de luna que abrillantaba las arenas de las orillas del Nilo y hacía proyectar sobre ellas la sombra oscura de las tiendas”.

Vemos a Sipro, hombre ya de treinta y tres años que ha desembarcado en el puerto de Alejandría, y llevando su pequeño equipaje a la casa de Filón, vuelve al Albatros anclado allí por dos días, para ayudar a desembarcar a la familia de su amo… que es como su propia familia y a su anciana madre, la Amram fiel que no ha querido aceptar su carta de manumisión, y que solo pide servir a su señora hasta el último día de su vida.

Y en sillas de manos o literas descubiertas, alquiladas en el puerto, entre él y Faqui las llevaron a un alegre recorrido por los sitios más pintorescos de la ciudad de Ptolomeos. Entre el laberinto de obeliscos, de monumentos, templos y jardines, encuentran kioscos de venta de frutas deliciosas y delicados manjares propios de la región. Y en un ameno compañerismo, como solo en los viajes es posible encontrar, se sientan en plena avenida de Alejandro Magno, ante las clásicas mesillas griegas rodantes, a comer las incitantes viandas y frutas que les ofrece una mujer originaria de Tebas que, aparte de los mejores dátiles, y las más llamativas pastas de huevos de avestruz entre dorado almíbar, tiene hermosos ejemplares de los grandes y perfumados lotos de Tebas, cuyas relucientes hojas sirven de abanico a las señoras excursionistas y dan sombra suave y fresca a lo más hermoso que los viajeros encontraron en la pintoresca tienda de la vendedora de Tebas,… Era su hija, jovencita de 17 años, que cuando se acercaban clientes a la tienda de su madre, ejecutaba dulces melodías en su pequeña guzla de ébano y marfil, para amenizar la comida de los que favorecían su pequeño comercio, mientras varios tordos de reluciente plumón negro con pecho de oro, la acompañaban desde su jaula con sus maravillosos gorjeos.

(1) Es el ave que en los países orientales se conoce por “rey del bosque”)

Aquella linda criatura… cuya dulce fisonomía se confundía con el blanco mate de los lotos, que casi la cubrían, era ciega, pero sus ojos de un castaño claro como sus cabellos, aparecían limpios y brillantes, a pesar de no percibir nada del mundo que la rodeaba.

Noemí… fue la primera en sentirse atraída hacia la dulce cieguita con quien de inmediato entabló conversación. Supo que se llamaba Ninofre; que había quedado ciega por efecto de la caída a un precipicio, lo cual casi le costó la vida; su padre había muerto hacía tres años, y sola con su madre, la ayudaba con la atracción de su música a ganar para ambas el sustento diario. Vivían en el establo de un palacio en ruinas, en un suburbio de Alejandría, en el cual se cobijaban muchos, que como ellas, se sentían abandonados a sus propias fuerzas.

El ingenio y el hábito de una vida mejor, les habían dado fuerzas para transformar el establo de adobe y madera, en una limpia y confortable habitación en la cual nadie les había molestado en los tres años que llevaban de habitarlo.

Noemí, piadosa de corazón, como la conoce el lector, quiso ver aquella pobre vivienda, y cuando llegó la hora de cerrar la tiendecilla del kiosco, la cieguita misma les sirvió de guía mientras su madre recogía los enseres y guardaba todo bajo llave. Caminaron unos doscientos pasos por la avenida de Alejandro hasta llegar a una gran balaustrada de mármol, que cerraba los jardines de una mansión señorial. La cieguita palpó el grueso pilar esquinero y dobló por la callejuela en que se abría y al término de la cual estaba la imponente mole del palacio en ruinas, sobre la cual había innumerables leyendas de un pasado nebuloso y de trágicos recuerdos… Pero para los desamparados y huérfanos, todo eso es de segundo término, pues les basta con tener un techo que los cobije de la intemperie.

Faqui y Sipro seguían de buena voluntad a la piadosa Noemí, que recordando lo que el Hombre Santo hizo por ellas en la terrible hora de sus angustias, no podía ver el dolor de los demás, sin que su corazón la forzara a remediarlos.

La madre de la cieguita…cuyo nombre era Thames, no sabía cómo atender y obsequiar a las distinguidas damas, que honraban con su presencia su mísera vivienda, en la cual, el único lujo estaba en la limpieza y en las exuberantes plantas de lotos, de begonias y gardenias, que cual lacias colgaduras de esmeralda, embellecían todos los rincones. Y la linda cieguita, la dulce Ninofre, iba recogiendo a tientas las flores bien abiertas y los capullos prematuros, para ofrecerlos a las visitantes, mientras Noemí abstraída en sí misma oraba sin palabras:

"¡Señor Dios de mis padres!... ¡Mesías ungido de Jehová!... ¡haced que me sea concedida la dicha inefable, de hacer felices a estas criaturas vuestras!”...

¡Y se lo concedió la Bondad Divina!, seguramente por intermedio del Hombre del Amor, de la Esperanza y de la Paz, Jeshua de Nazareth.

Parecióle oír… que en el fondo de su alma resonaba la dulce voz de Jeshua, diciéndole una de sus habituales frases: "Espera y confía, que la hora de Dios llega para todo el que con fe la pide".

Cuando las visitantes quisieron retirarse, Thames y Ninofre las acompañaron hasta el barco, sobre cuya cubierta los niñitos de Thirza jugaban alegremente bajo la vigilancia de su haya.

Noemí obsequió a la madre y a la hija, con un pequeño bolso de seda que contenía monedas de oro y plata, como para sustentarlas un año y les prometió en nombre de Dios, que no las olvidaría nunca.

Y al caer de esa misma tarde Eliacín y Sipro se despidieron de la familia, que debía continuar viaje a Cirene, y se encaminaron como distraídamente hacia extramuros de la populosa capital. Las amarillentas arenas del valle de las Pirámides comenzaban al pié mismo de las imponentes murallas. Y en el alma buena y sencilla de aquellos dos hombres, comenzó a levantarse, como una bruma lejana, el recuerdo de otros días, de otro tiempo... de 14 años atrás cuando un doncel rubio de claros ojos, de túnica blanca y manto azulado, les prendía el alma de su adorable persona… hasta el punto de no poder explicarse ellos mismos, la irresistible fascinación.

Y… en silencio seguían caminando. La noche descendía sobre las tibias arenas del Nilo, murmuraba canciones, como un suave romperse de cristales cuando los remos de algún botelero castigaban sus aguas, la claridad de la luna diseñaba en sombras sus dos siluetas sobre la arena, y ellos no detenían la lenta y silenciosa marcha.

— ¡Era aquí! —dijeron los dos al mismo tiempo.

— ¡Sí, era aquí! —añadió Sipro, con la voz temblorosa por la intensa emoción que lo sacudía fuertemente. Y sin poder contenerse cayó de rodillas y doblando su esbelto cuerpo, hundió su frente en la arena. Un profundo sollozar agitaba dolorosamente aquel cuerpo doblado sobre la arena, mientras Eliacín le miraba con sus ojos húmedos de llanto que no dejaba correr.

El no conocía… ni nunca supo… la escena aquella de Jeshua y Sipro, que lloraba abrazado al cuello de su camello. Pero comprendía muy bien, que la emoción de su sobrino tenía por única causa el recuerdo imborrable del Profeta Nazareno, que… 14 años atrás y en una noche como esa, había abierto la tienda del Príncipe Melchor donde Él se cobijaría; que sobre ese mudo mar de amarillenta arena, Él silenciosamente había paseado en una noche de insomnio, dejando flotar sus pensamientos como alas de luz que subían y bajaban, desde las tibias arenas a la azul inmensidad infinita.

De pronto vio a Sipro levantarse y mirar con azoramiento hacia atrás, tal como si hubiera sentido que una invisible mano lo alzaba del suelo. — ¡Qué alucinación la mía! exclamó. ¡Creí que el mismo Príncipe de David, me mandaba levantar!...

— ¡Cuán lejos está de nosotros! dijo Eliacín. Y tú siempre niño sentimental, te das a alimentar ilusiones que nunca pueden llegar a la realidad. Ya has pasado de las tres decenas de años y debes pensar seriamente en el porvenir. Tu madre no vivirá siempre, ni tampoco yo, y cuando no tenemos ya la atadura de seda de unos amos. ¿Qué harás de tu vida solitaria en adelante?

— ¿Acaso no estamos destinados a cuidar y conservar el palacio de Ithamar en Jerusalén? Allí es nuestra casa —respondió Sipro.

Hubo un silencio de meditación… en que ambos interlocutores huían de mirarse el uno al otro. Un mismo pensamiento se les había clavado en la mente, pero ninguno tenía el valor de expresarlo con palabras… Era el recuerdo y la imagen de la dulce cieguita del kiosco de Alejandría tocando la guzla y de su madre Thames, que la contemplaba con tristeza y con amor. ¿Por qué les venía como un rayo de luz aquel pensamiento? ¿Quién diseñó en esos momentos, en su horizonte mental, aquellas dulces y a la vez austeras imágenes?

Y Sipro, de gran imaginación y de viva sensibilidad, seguía recordando escenas emotivas y tiernas, en que el Príncipe de David, como él llamaba a Jeshua, había actuado como un arcángel de amor y de luz, reuniendo corazones y vidas... Allá en Antioquía… donde vio celebrar en el suntuoso comedor de un palacio de Ephifanes, convertido en la hospedería "Buena Esperanza", los esponsales del Príncipe Judá con Nebai; del Hach-ben-Faqui con la amita Thirza.

Saliendo de pronto de su meditación silenciosa y como si hablara embelesado con alguien que sólo él veía, clamó con una voz que lloraba: — ¡También para mí tienes señor, rosas y mirtos de Antioquía!... también has encontrado un amor para mí!... — ¿Qué estás diciendo Sipro y con quién hablas si no es conmigo? — ¡Yo solo me entiendo, tío Eliacín! ¡Acabo de pensar, en que debo pedir a Thames la mano de su hija Ninofre para compañera mía! — ¡Pero hijo mío... esa pobre cieguita!... — ¿Y qué hay?... Desde que Él subió a los cielos, yo estoy llorando mi soledad y no encontré nunca nada que pudiera suavizarla, hasta este momento en que parece que este lugar, estas arenas mudas, este rumor del río, la sombra de las pirámides, hubieran traído aquí mismo, de nuevo, al Príncipe de David ¡que contesta a mis amargas quejas, con la imagen de la dulce niña ciega, sola y desamparada en la vida!... ¿No estás de acuerdo tío Eliacín?

— ¡Sipro...Sipro!... —la vida es larga y es dura para vivirla en soledad. Si ese es el único camino que has encontrado para defenderte de la soledad... échate a andar por él, y que Dios sea contigo.

Ya… adivinará el lector, la feliz terminación de este romance, iniciado en la soledad de una noche en el desierto del valle de las Pirámides, entre las arenas silenciosas, plateadas por la luna y la nostalgia de amor de un joven que fue un doliente esclavo y, que en la plenitud de su vida, pedía a los cielos un mendrugo de dicha y de amor para su vida humillada y solitaria.

Las bodas de Sipro con la dulce cieguita Ninofre, las bendijo el anciano Príncipe Melchor, en el gran recinto de oración que Filón había instalado en su propia morada, anexa al Museo y Biblioteca de Alejandría. Y cumplido el plazo concedido por el Príncipe Judá, tío y sobrino con su esposa y Thames su madre, regresaron a Jerusalén, donde la frase aquella grabada en bronce por el Príncipe Judá en el pórtico de su palacio, adquiría resplandores de claridad divina: "Ven acá, quien quiera que seas, lo mismo que si fueras un hermano mío"...

¿Quién sino el divino amor de Jeshua, podía decir esas frases al oído, a aquellas dos mujeres abandonadas a sus propias fuerzas?... - Las palabras del Hijo de Dios, dirigidas a una doliente muchedumbre desde una colina galilea, se cumplían una vez más. "Si amáis a vuestro Padre Celestial y camináis por su Ley, de los guijarros del camino sacará el pan… si faltase en vuestra mesa".

Sigamos a Hach-ben-Faqui dos días más tarde hasta Cirene, donde según ya dijimos, le esperaría el Chej-Buya-ben su padre y una escolta de Lanceros, de aquellos mismos que un año antes estuvieron en Palestina para subir al Trono de David y Salomón, al Profeta Nazareno que quiso ir a la muerte, para sellar con su sangre la doctrina del amor fraterno, que había predicado con su verbo de fuego y con sus obras maravillosas.

La capital del país de Barca o Cirenaica, era en aquel tiempo una ciudad pequeña y pobre en monumentos, comparada con la Alejandría que los viajeros acababan de visitar; pero la exuberancia de la vegetación que corona sus montañas y dan sombra suave a sus honduras y valles, suple en gran parte la escasez de monumentos grandiosos, obra del hombre. Las casitas blancas escalonadas en montañas y colinas, hasta perderse de vista a lo lejos, daban risueño aspecto a Cirene, que por entonces era la ciudad-puerto de la brava raza Tuareg y la puerta, digámoslo así, por donde esa nación perdida entre las arenas del gran desierto del Sahara, se comunica con el mundo exterior.

Todo su poderío, estaba concentrado en el Desierto. Más allá de la meseta de Cirenaica, nadie sabía lo que había, entre el impenetrable laberinto de rocas gigantescas que se levantan entre las ondulantes dunas, como ciclópeos monumentos que una raza de gigantes hubiera levantado al solo capricho de su voluntad y por arte de magia. Ya eran promontorios negros cortados a pico, como si fueran recortes de un misterioso templo abandonado o de fortalezas erigidas en la noche de los tiempos, y que cataclismos desconocidos por la historia, los hubiera resquebrajado sin conseguir destruirles por completo.

Para los que contemplamos estos panoramas, desde otro punto de vista y con otros lentes, la imaginación nos lleva de inmediato a las lejanas edades prehistóricas, cuando el continente africano aún no había emergido por completo del seno de mares ilimitados, en cuyas profundidades se gestaron aquellas moles gigantescas, que miles de años después formarían el anchuroso e impenetrable Sahara, donde se refugiaron los sobrevivientes de la destrucción de Cartago.

En estas ásperas regiones de arenales interminables y de ciclópeos peñascales, pretendía el Hach-ben-Faqui sembrar los místicos rosales de amor de Jeshua, a quien él llamaba lirio de Jarica.

¿Qué maravillosos prodigios, debería realizar el amor de los que quisieron empuñar el arado para abrir los primeros surcos? ¿Con qué contaba Faqui para realizar esa obra estupenda?

Soñaba sin duda con que la Hija del Sol, la mujer blanca y rubia de vestido azul, aparecida sobre el peñón de Corta-agua, en edades que el tiempo había borrado de la memoria de los hombres, volvería sin duda a su llamado, para plasmar en las arenas y en los peñascos de esa tierra, el sueño genial del Profeta Nazareno: El amor fraterno que hará la dicha de la humanidad.

Y la mujer de túnica azul, Solania… la Matriarca de Corta-Agua se acercó a Faqui, instrumento de la Eterna Ley de esa hora, para la iluminación del Continente Africano. Y los místicos rosales del Cristo fueron sembrados y cultivados hasta su florescencia maravillosa, entre las arenas interminables y los monstruosos peñascos que formaban aquel impenetrable laberinto de rocas.

Apenas llegado el Hach-ben-Faqui a su tierra natal… contemplando desde la terraza de su casa-fortaleza, la vasta extensión del desierto que se extendía al pie de la meseta roqueña en que se asienta Cirene, en un suave y dulce anochecer… se sintió como transportado fuera de su cuerpo, a un sereno ambiente que trascendía a cielos de amor y de claridad deslumbrantes. Le pareció que soñaba y que su sueño estaba iluminado por dos presencias ultra estelares, supra terrenas; Jeshua de Nazareth y Solania... La Hija del Sol, como los Tuaregs la llamaban… ambos en el desierto y los peñascos, y ante sí veía un arado negro de hierro y un voluminoso saco de semillas prontas para la siembra.

Cuando salió de su meditación… ¡quién sabe cuánto tiempo había pasado!... la luna estaba en el cénit y su luz diseñaba claramente la amarillenta sábana del desierto sin fin, salpicada de puntos negros como fantasmas tétricos con el capuchón calado.

Eran los peñascales monstruosos que, en las futuras edades, servirían de refugios y fortalezas donde los primeros ermitaños de Cristo se esconderían de los lobos voraces, que despedazando cuerpos y segando vidas, creían matar la idea divina de Cristo: La igualdad, la fraternidad, el amor sobre todas las cosas de la tierra.

Algo más encontró Faqui al despertarse de su sueño: A su hijita Selene que le seguía a todas partes y que no quiso dormir sin dar a su padre el beso de la noche. Y habiéndole encontrado en el kiosco de la terraza, tendido a medias en un canapé, se tendió a sus pies y se quedó dormida. —He aquí la primera conquista —dijo Faqui a media voz—, al ver a la niña. Y ella sin despertarse le contestó: —Sí, la primera que abrirá la puerta de un Templo cristiano y formará discípulos capaces de morir por la fe de Cristo.

Faqui se arrodilló ante el canapé y le tomó las manitas que estaban muy frías. — ¡Selene! —le dijo muy bajito, casi en un susurro— ¿Quién te hace hablar así? —Esos dos que viste en tus sueños. ¡Tú… que sentiste sobre tu espalda el peso de la cruz de Cristo!... ¿no tendrás la fuerza para soportar la carga del sembrador… entre las arenas y los peñascos? —El príncipe africano abrazó llorando a su hija, mientras le decía suavemente al oído: —Sí Selene, tendré fuerzas... mucha fuerza porque tú, ángel mío, irás guiando mi arado…

La niña se despertó y ambos bajaron al primer piso donde estaban las alcobas. Después de dejar a Selene en su lecho, Faqui continuó su paseo solitario por la galería, cuyos arcos bajos y gruesos pilares cortaban con anchas franjas de sombra el pavimento de losas blancas. No podía apartar de su mente la visión de su sueño… El sueño había huido de sus ojos y viendo luz en el pabellón que ocupaba su padre, se dirigió hacia allí. Le encontró sentado ante la enorme mesa de su despacho, en la que tenía extendidos algunos mapas, en los cuales hacía señales con un punzón. —Vienes a punto hijo, para darme luz, tú que vienes de ver al que trajo la Luz a este mundo —le dijo Buya-ben. — ¿Qué pasa? —preguntó Faqui inclinándose sobre los mapas que su padre revisaba. —Tengo aviso, de que una caravana de Nubios de la tercera Catarata avanza sobre el desierto, después de una sangrienta riña entre varias tribus que se disputan la supremacía de esa región.

La tribu vencida es la que avanza hacia nosotros. Son de Dóngola y traen un buen contingente de lanceros y abundante rebaño, por lo cual es de suponer que pensarán acampar junto al Oasis de Cufra, pues no hay otro lugar para beber agua.

Faqui… miraba y callaba. — ¿Nada dices tú? —le preguntó su padre, viendo que el silencio se prolongaba. —Pienso —dijo Faqui— en que para llegar al Oasis de Cufra, deben pasar por nuestra zona de unión en el Desierto del Sahara. ¿No es así? — ¡Justamente! — ¡Y piensas mandar un escuadrón de nuestros lanceros para que les impidan la entrada! — ¡No un escuadrón: diez escuadrones y otros tantos de arqueros! —respondió enérgicamente Buya-ben levantándose nervioso ante la pasividad de su hijo, que parecía no dar mayor importancia al asunto.

— ¡Padre!... ¿Irás tú al mando de ellos? — ¡Si tú no quieres ir, iré yo! Sabes que la nación Tuareg ha confiado a nosotros la vigilancia de la entrada al Desierto… que es la única patria que nos ha quedado y el Oasis de Cufra, es la segunda puerta de entrada. La primera, Audjila, está bien guardada, pero la de Cufra está casi desguarnecida, pues estando tan adentro, no se esperaba invasión de los vecinos. Es urgente proceder.

—Iré yo al mando de las tropas —dijo sencillamente Faqui. ¿Cuándo hay que salir?

—Mañana al salir el sol.

—Estaré listo. Creo que puedes descansar en mí. No quedarás descontento. —¡Gracias hijo!. Nuestros jefes confían más en ti… que eres joven, que en mí… que ya me blanquea la cabeza. Y ellos esperan que tú vayas al frente. Todo está preparado para el amanecer. —Bien padre. Hasta la vuelta. — No hijo; hasta luego, porque yo les despediré en los cuarteles. —Hasta luego padre —respondió Faqui saliendo de la habitación.

—Creí que su corazón se había vuelto de miel con el acercamiento al Príncipe de David —murmuró. ¡Jeshua, Jeshua!... ¡Los lobos te devoraron… porque eras un vaso de miel!... ¡Los lobos precisan la flecha, el hacha y la lanza, porque si sangre quieren… beberán la suya propia!... ¡Arcángel de Ama-nai!... ¡Hija del sol, invencible como las rocas de nuestro desierto!... ¡Sed con mi hijo… para exterminar a todos los lobos de la faz de la tierra! Y exhalando un gran suspiro Buya-ben apagó los cirios de su despacho y entró a su alcoba de reposo.

Faqui penetró en la suya… y sin desvestirse se tiró en su diván. Sentía la suave respiración de Thirza y de sus hijitos dormidos. Ellos ignoraban, que a la madrugada siguiente él saldría a marchas forzadas rumbo al desierto, al frente de veinte escuadrones de arqueros y lanceros, a enfrentarse con otros tantos guerreros, que sin pedir licencia de pasaje, pretendían penetrar en sus dominios de arenales y peñascos.

Sólo eso habían dejado a los Tuaregs los invasores de la civilizada Europa, y ahora hasta eso les disputaban hombres de su propio continente. Pero este pensamiento no alteró la tranquilidad de Faqui. Pensó en el sueño que había tenido esa misma noche y le pareció que aquél negro arado de hierro y aquel gran saco de simiente eran un presagio del trabajo que debía realizar dentro de pocos días.

De Cirene al Oasis de Audjila, tenía cinco días de marcha y de allí a Cufra, siete días más. Dentro de doce días estaría frente a las tribus dongolesas, que expulsadas de su tierra nativa, en las cataratas del Nilo, pretendían establecer sus tiendas en los dominios Tuaregs. Y… no obstante la tenacidad dura de estos pensamientos… Faqui se quedó dormido.

Y la visión de la primera hora de esa noche volvió a presentársele, aunque con detalles diferentes... Vio de nuevo a Jeshua de Nazareth… tal como le vio a la orilla del Mar de Galilea, cuando se despidió de todos para entregarse al seno del Infinito… al Reino de Dios… Estaba de pie, con la mano luminosa puesta sobre el negro arado de hierro, mientras la mujer blanca y rubia del vestido azul… tenía en su diestra una antorcha de luz dorada… ¡ambos en actitud de emprender la marcha!... Y Faqui comprendió que le decían: —"¡Vamos contigo!".

Se despertó y de un salto se puso en pie… porque la gran claridad le anunciaba que era ya muy entrado el día. ¡Pero era sólo el reflejo de su sueño!... el resplandor dejado en el subconsciente por la antorcha de Solania, pues aún la noche luchaba con los primeros albores de la madrugada.

Apresuradamente vistió su ropa de campaña y mirando un momento a los suyos que dormían, salió hacia los cuarteles sin hacer ruido. En el trayecto encontró a su padre, que con sus dos más fieles asistentes, caminaba también hacia los cuarteles.

Los guerreros en alegres corrillos, comían apresuradamente junto a las hogueras y Faqui compartió con ellos el sustancioso desayuno: carneros asados y huevos de avestruz cocidos al rescoldo, con buen vino de Creta que el viejo Buya-ben reservaba para estas ocasiones culminantes, en que según él, se jugaba la vida de la nación y de la patria.

Y comenzó la partida de dromedarios y camellos, cargados con pan y carnes saladas, quesos y frutas secas, lo bastante hasta llegar a Audjila y Tai-serbo, únicos sitios en que podían renovar la provisión. Faqui, los asistentes y oficiales hacían las travesías en caballos de Arabia pequeños, veloces y resistentes, y el resto de la tropa en mulas, asnos y camellos, según el rol que desempeñaban en la campaña.

— ¡Hijo mío! —le dijo Buya-ben a Faqui… al abrazarle en el gran portalón de la Fortaleza. ¡No sé si te mando a la muerte o a la vida, pero sé de cierto que te mando a la gloria! A tu ingenio están confiadas las puertas de nuestra patria: El desierto… ¡Si sabes guardarlas, Amaina, la Reina y la Nación te cubrirán de gloria!... ¡Que Amaina sea contigo! Faqui… sin hablar, besó la frente de su padre y saltó sobre su caballo, que salió a carrera tendida por el camino del sur.

Muchos siglos antes, la Maga de los cielos… la Luz Divina, había recogido esa misma visión, pero arrancando desde las murallas que rodeaban el Santuario de Mujeres Kobdas, en Neghadá sobre el Delta del

Nilo… Muchos siglos separarán esos dos escenarios, pero el personaje central era el mismo Mar van, caudillo de Artimón y Faqui, de Cirene.

— ¡Oh! la divina Psiquis, eterna viviente, ante quien resbalan los siglos como bolillas de cristal que dejan en ella apenas un leve rastro, tal como las arenas del desierto en la Esfinge de Giseh.

Cuando Faqui calculó que ya no se percibían los torreones de la fortaleza donde quedaba su nido hogareño, detuvo la marcha de su caballo y se apeó, para tomar un breve descanso. Los dos asistentes de su padre le doblaban la edad y comprendían el esfuerzo de aquel joven muchacho para dejar cuanto de halagüeño tenía en su vida y lanzarse a una peligrosa campaña en pleno desierto. Se extrañaban grandemente de verlo alegre y confiado.

— ¿Tienes el augurio de triunfo? —le preguntaban. —Sí, y el más completo que puedo tener en mi vida —contestaba él.

Al llegar a la montaña de Djarabu, rica en cacería, los arqueros hicieron buena provisión de cabras salvajes, codornices y gallinetas, y ya no debían detenerse sino para comer y dormir hasta llegar al Oasis de Audjila, uno de los más grandes y hermosos a la entrada del desierto. Era la primera puerta, donde una buena guarnición ocupaba el fortín.

Allí tuvieron la noticia, de que las tribus nómadas estaban acampadas a la altura de la segunda Catarata, a cuarenta millas al sudeste de Cebabo, población situada al sur del oasis de Cufra, formada por elementos dispersos de varias razas y tribus. Dicha población era amiga de los Tuaregs, que la defendían de posibles agresiones de los vecinos y que vivían de la cacería en las montañas vecinas.

Continuaron la marcha hacia el sur, seis días más hasta Cufra. Encontraron que una tercera parte de la población, estaba atacada de una epidemia que allí se llamaba cólico negro, que seguramente provenía de ingerir carnes de animales salvajes, mal condimentadas o en estado de descomposición.

Faqui… recordó en el acto, su estadía con Judá al otro lado del Jordán, donde se albergaban los fugitivos de Judea y pensó, como entonces había pensado: "¡Si estuviera aquí Jeshua, el hijo de Dios, qué maravillas obraría, entre estos infelices que se van muriendo uno a uno, sin que nadie detenga su mal!"… Se sentó sobre una piedra y apoyó la cabeza entre sus manos. De pronto percibió esta idea, que parecía tener alma y voz: — ¡Cúrales tú, que bien puedes hacerlo en nombre mío!... Se levantó prontamente y miró a su alrededor… No vio a nadie, pero una oleada poderosa de amor lo hizo estremecer en una conmoción profunda, hasta el punto de que abundantes lágrimas corrían de sus ojos.

—"¡Él está aquí! —pensó— ¡y me dará el poder de salvar a todos estos infelices!"… Y sin detenerse ni un momento más, mandó llenar odres y cántaros con agua del oasis y ayudado por sus guerreros, fue haciéndoles beber a todos los atacados por la epidemia, a los cuales decía: -“Ha bajado a la tierra que acabo de visitar, un arcángel de Amaina que alivia todos los males. Creed en él y amadle, y yo os juro por Amaina que seréis todos curados". Al siguiente día, los enfermos no se quejaban de dolor alguno y su salud hacía que volviera la alegría a todos los corazones.

Los guerreros de Faqui, estaban tan maravillados como los pobladores de Cebabo y decían: —"Este hijo de Buya-ben, aprendió la sabiduría de un antiguo rey de Palestina que se llamó Salomón, que fue amado por la más grande reina del África, Saba, la heroica".

Los más íntimos, o sea los oficiales Tuaregs, decían a su vez: "¡Qué necesitamos nosotros de la sabiduría de un rey extranjero, si tenemos a la Hija del Sol, que convirtió en Oasis los peñascos del desierto!" Sólo Faqui callaba, porque era el único que sabía la verdad: “El amor del Cristo, hijo de Dios, se extiende lo mismo en las doradas ciudades que en las míseras aldeas, y ha visitado Cebabo, con su piedad infinita y les ha salvado a todos, porque ha comenzado la siembra en los peñascales del desierto”.

Todos querían saber, cómo deberían hacer para establecer relaciones con ese arcángel de Amaina, que tan piadoso se mostraba con ellos. Y Faqui tuvo la feliz idea, de colocar en el mismo Oasis de Cufra, una gran piedra plana sobre dos soportes de granito, a la sombra de la más grande palmera, cercana a la fuente de dulces aguas. Y con dos troncos de árboles, formó una cruz como recordatorio del sacrificio de amor que el Salvador de los oprimidos había ofrecido a Amaina, en defensa de la fraternidad entre los hombres. Y dijo a la población: "Aquí vendréis a resolver vuestras cuestiones… sin sangre…, a elegir vuestros jefes y a orar para que vuestros muertos entren en la luz de Amaina. A ese precio pagáis el beneficio de la salud y la vida que acabáis de recibir".

Había llegado Faqui al término de su viaje y el Oasis de Cufra se pobló de tiendas, de lanzas, de mástiles, en que ondeaban gloriosamente las banderas de los veinte escuadrones de caballería que le seguían. Tres días y tres noches llevaban entre los ardientes arenales y los peñascos mudos, cuando uno de los centinelas avanzados, llegó con la noticia de que las tribus dongolesas ya se habían puesto en marcha hacia el oeste y que una delegación de ellas se acercaba a toda carrera levantando nubes de arena.

Faqui dio las órdenes del caso, y sus dos mil guerreros formaron una muralla viva, al pie del laberinto de peñascos, que marcaban el lindero a media milla al este del Oasis de Cufra. Faqui… como una estatua de bronce, envuelto en su manto azul, esperaba sentado bajo su dosel de campaña. Sus pensamientos, rememoraban sus sueños de aquella última noche en Cirene y pensaba sin palabras: "Jeshua, hijo de Dios, has grabado a fuego en mi corazón tu mandato: "No matarás". Acabas de devolver la vida a los apestados de Cebabo, para enseñarme lo que valen las vidas humanas.

¿Cómo pues, los acontecimientos me ponen en el caso de cortar vidas humanas, por unos estadios de arenas y peñascos? ¡Ante este terrible dilema, juro Jeshua, que haré como tú!:… ¡Me entregaré a la muerte, antes de ordenar la muerte para esos millares de seres que corren hacia mí!” Y su serenidad se hizo más profunda. Él mismo llegó a creerse, que se había convertido en un peñasco, como esos que le rodeaban.

¡Que se acercan!..., ¡que ya se les puede ver claro, que ya se les puede notar! —Le decían inquietos y bravíos los jefes de escuadrón—. Ordena cargar, por Amaina, que si no, nos arrollarán. — ¡Dejadles llegar!— decía Faqui tranquilamente.

Cuando estaban a trescientas brazas, vieron que la delegación delantera levantaba banderas blancas que el viento del desierto agitaba como cien oriflamas. Entonces… Faqui arrojó la lanza en que estaba apoyado y sin pensar que le rodeaban muchos centenares de hombres, cayó de rodillas sobre la arena y, levantando sus brazos al cielo, exclamó con la voz estremecida por la emoción: — ¡Jeshua, hijo de Dios! ¡Acabas de salvarme la vida que te había ofrecido, por cumplir tu mandato soberano y eterno!: ¡No matarás! Y sobreponiéndose a la profunda emoción que le embargaba, mandó levantar también bandera blanca y sentándose nuevamente bajo su dosel esperó.

Venia el Sfaz mayor de las tribus, con un centenar de guerreros, precedido de seis hombres trayendo un cofre de piedra blanca… que pusieron en tierra delante de Faqui. El Sfaz, joven aún, se acercó a Faqui y le tocó el pecho con la punta de su lanza. Era el saludo de amistad… Faqui le tendió sus dos manos y el apuesto guerrero dongolés se las besó con entusiasmo, diciéndole en su lengua nativa: — ¡Soy tu hermano!… A Faqui se le llenaron los ojos de lágrimas y le contestó también: — ¡Soy tu hermano!

Todas las lanzas cayeron a tierra y los dos Jefes deliberaron.

El dongolés abrió el cofre de piedra y Faqui y sus oficiales, vieron con asombro que estaba lleno de barras de oro y de piedras preciosas, que brillaban como ojillos inquietos a la luz radiante del sol.

—Es nuestro homenaje para la Reina Selene… a la cual pedimos nos acepte como pueblo amigo, que ocupará en el desierto, el lugar que ella nos marque… ¡En esta piedra firmamos la Paz!... y del fondo del cofre, sacó una delgada lámina de mármol y un punzón de hierro y estampó su nombre bajo unas frases que decían: "¡Súbditos de la Reina Selene, hasta la muerte!"… Faqui firmó también y… ¡un gran abrazo unió a las dos razas, bajo el sol del Desierto del Sahara!.

Sigamos, lector amigo, los pasos de Zebeo y Matheo…los dos discípulos íntimos del Divino Maestro, que quisieron, por libre voluntad, desenvolver sus actividades en el África Norte. Con el anciano Príncipe Melchor y Filón de Alejandría por guías más inmediatos, en el escenario en que se encontraban, podemos pensar que una buena orientación encaminó sus primeros pasos.

Ambos… sentían ese deseo incontenible de explorar campos ocultos, desconocidos, porque la palabra de fuego de su Maestro, les había hecho entrever maravillosos enigmas, en el vastísimo campo relacionado con el Infinito y con las almas emanadas de Él… ¡Y los países del Nilo eran ese campo!

En las palabras finales, pronunciadas al oído por el Maestro, la noche de su despedida, después de la última cena en el palacio Henadad, les había dicho a cada uno de ellos dos: "Yo os acompañaré a abrir surcos y sembrar mi doctrina, en la tierra en que nació la Civilización Kobdas, donde vosotros y yo la hemos sembrado en aquellas edades. Allí encontraréis los rastros de nuestra propia huella."

Estas palabras, que el Maestro les había dicho en secreto… cuando iba a entregarse a la muerte, tenían para ellos, la fuerza de un mandato supremo, al cual ellos no podían nunca dejar de obedecer. He ahí, porqué tenían para ellos, irresistible atracción los países que riega el Nilo, los Oasis y las arenas del desierto. La legendaria tierra de los templos como fortalezas y de los mausoleos monumentales que el tiempo ha respetado, y… millares de siglos se deslizaron sobre ellos sin herirlos, tal como el agua de las lluvias resbala suavemente por un plano inclinado de transparente cristal.

Melchor y Filón, sabían bien lo que significa para el discípulo la insinuación de un Maestro como aquél, que al oído, en secreto, y casi al borde de la tumba, les dejaba en recuerdo suyo esa dulce promesa: "Yo os acompañaré a abrir los surcos y sembrar mi doctrina en la tierra en que nació la Civilización Kobdas donde vosotros y yo la hemos sembrado en aquellas edades".

Y así encontraron ellos, en ambos maestros, el más firme apoyo para cumplir valerosamente la insinuación del Divino Maestro. Y podemos ver al príncipe Melchor, que llevado en litera, porque sus cansados pies se negaban a sostenerle, sirviéndoles de conductor a los milenarios templos de Menfis y Tebas, que ruinosos algunos y medianamente restaurados otros, aun podían ofrecer, entre las reminiscencias de pasados esplendores, los misterios y secretos de la más antigua Sabiduría. La misma Sabiduría que alumbró bajo las tiendas movibles, a los Patriarcas nómadas, allá en la noche remota de los tiempos que fueron, a la vera de los Oasis del desierto, o bajo la sombra de las palmeras, o en la cima de los montes, donde levantaban su ara de piedra para quemar incienso de adoración al Altísimo, a la luz del amanecer o al crepúsculo vespertino.

La misma Sabiduría, que alumbró las noches meditativas de Moisés, el hijo oculto de la princesa Thimetis, en la aurora de su vida misionera de la Verdad, de la Justicia y del Amor. La misma Sabiduría, que muchas edades atrás, hizo grabar a Hermes, primer maestro de la Escuela Egipcia, en frases que las piedras han conservado: "Escuchad en vuestro interior y fijaos en lo infinito del Espacio y del Tiempo. Allí resuena el canto de los Astros, la voz de los Números, la armonía de las Esferas".

La misma Sabiduría, que llenó de gloriosa luz la vida de Pitágoras el sabio, de Samos, que bebiera en los templos de Menfis y de Tebas la divina claridad con que iluminó a Grecia antigua, la desposada de Orfeo y de Apolo en los éxtasis radiantes, bajo las naves del Templo de Delfos.

El Árbol Genealógico del Príncipe Melchor, lo presentaba a los asombrados ojos de Matheo y de Zebeo, como una rama directa del Gran Sacerdote de Menfis, Mimbra, el que inició a Moisés en los caminos de la Divina Sabiduría. Mimbra, el Pontífice de Osiris, estuvo unido por amor, en su primera juventud, con una hermana de Ramsés I, lo cual le hacía tío político de Ramsés II, sobre el cual tuvo gran ascendiente. En la larga nómina de progenitores de Melchor aparecía al final este nombre: Petarme, Hierofante de Menfis, y como hijo único suyo Melchor Amáis de Heliópolis. Por la línea materna, su genealogía se remontaba más lejos, hasta los lindes nebulosos de la Prehistoria y había una mezcla en su sangre.

Descendía de una nieta de Beni-Abad el Kaudillo-Kobda, origen de la civilización de la Arabia de Piedra. Esta descendiente de la dinastía de los Abad del Arab prehistórico se llamaba Zurima, que tomada como esclava en una invasión de guerreros del Mediodía europeo, fue esposa del príncipe Elhizer de Ethea, descendiente de los Samoyedos del Ponto Euxino, que reinaron en Hissarlik, la opulenta capital de la antigua

Troya. Y al extremo de una ramilla de su árbol genealógico materno, aparecía entre un rojo capullo el nombre de su madre, hija tercera de Aramed, rey de Arabia Pétrea.

Del príncipe samoyedo Elhizer, traía Melchor sus ojos de ámbar de dulce mirada, que contrastaban con su piel trigueña mate, de viejo papiro antiguo. Era pues descendiente por línea materna, de una princesa árabe de la primera dinastía de los Abad y de un príncipe sardo de los Samoyedos fundadores de Hissarlik sobre el archipiélago Egeo. Tenía en su naturaleza física, la mística profundidad de los hierofantes egipcios, la vehemente emotividad de los árabes y la suave dulzura de los bardos de Hissarlik.

Esta disertación genealógica de Melchor de Heliópolis, viene para que el lector pueda comprender cómo podía ser él, un introductor fácil en los antiguos templos de Menfis y Tebas, para nuestros dos humildes discípulos de Jeshua de Nazareth. El había introducido también a Filón, cuando supo que éste soñaba con escribir, para el mundo futuro, la historia de Moisés desde los comienzos de su grandiosa misión de conductor de almas.

¿Dónde podía encontrar la huella luminosa del gran Taumaturgo, del iluminado Legislador, sino en los antiguos templos de Menfis y de Tebas donde él se había formado en su faz espiritual?

Y así, en calidad de visitantes, no de aspirantes a novicios, introdujo a Zebeo y a Matheo, hasta donde la ley del Templo permitía a los que no tenían la idea de permanecer allí, bajo las severas pruebas de los que aspiraban al Sacerdocio. —Vosotros sois ya sacerdotes del Cristo, triunfador eterno por encima de todas las religiones del más remoto pasado —decíales Melchor, mientras descansaban en los primeros pórticos, donde una estatua de Isis cubierta por el velo aislador del mundo externo y con el índice sobre los labios, era un símbolo de mármol, de la soledad y del silencio, primera prueba que debían aceptar los aspirantes a la iniciación en los misterios de la Antigua Sabiduría.

A pesar de tales palabras, no podía libertar por completo a los visitantes palestinos, de la fascinación poderosa que ejercían en su espíritu aquellos templos monumentales, aquellas naves de mármoles enmohecidos por el hálito de los siglos, aquellas columnas gigantescas, al lado de las cuales un hombre parecía una hormiga deslizándose sin ruido y sin que nadie percibiera su presencia entre aquellas penumbras silenciosas, como si fueran la emanación de tantos bloques de piedra fría y muda que les rodeaba por todas partes.

Grabados en columnas y galerías, hierofantes blancos encapuchados, de los cuales no aparecían ni rostros ni manos, símbolo de la anulación absoluta y completa; cariátides veladas, de ojos cerrados y coronadas de lotos, la flor de la castidad, todo, absolutamente todo les hablaba de silencio, de soledad, de renunciación, tan absoluta y profunda, que parecía querer llevarles al aniquilamiento, a la nada, a dejar de ser ¡El alma sentía frío, espanto y terror!

Todo tenía allí la rígida serenidad de las Pirámides, el enigma impenetrable de la Esfinge. Un hálito de misterio se cernía por todas partes y algo así como el roce imperceptible de alas que se agitaban en la sombra, iban produciendo en ambos visitantes, una soledad de agonía, de sepulcro, de muerte. Y Zebeo, más joven y más sensitivo, se arrodilló a los pies de Melchor-sentado en su sitial-, y posando la cabeza sobre sus rodillas lloró silenciosamente. — ¡Príncipe Melchor! —le dijo a su vez Matheo—. Esto no es la orilla del Mar de Galilea, ni las grutas del Tabor, ni el Cenáculo de Jeshua en Nazareth... Aquello era la vida glorificada por el amor del Maestro y esto es la muerte. Salgamos de aquí, porque creo que lloraré también como Zebeo ¿Y qué haríais con dos niños llorando?

El anciano príncipe, que había abrazado la cabeza de Zebeo y estrechaba la mano de Matheo, les dijo, lleno de emoción: —Sabía yo muy bien que esta tremenda impresión recibiríais aquí, pero accedí a vuestro deseo, para que vosotros, misioneros de Jeshua, el Cristo del Amor, de la Esperanza y de la Fraternidad, seáis capaces de comprender la infinita sabiduría de la Ley Divina, que da a cada etapa de la Evolución lo que puede asimilar y es adaptable a la humanidad de esa época.

Aquí no está la dulce vibración de Jeshua, el serafín del Séptimo Cielo de los Amadores. Aquí no está la vibración tiernísima del laúd de Myriam, cantando salmos como gorjeos de alondras... En esta espantable grandeza de piedra, templó Moisés su alma de hierro, que lo hizo más fuerte que los Faraones, y más duro que la dura cerviz del pueblo de Israel, que le sería entregado por la Ley Divina a su salida de este templo. Y aquí mismo solucionó él, los enigmas del Eterno Invisible, de cuyo hálito soberano emergieron como átomos vivos, todos los mundos que ruedan por el espacio infinito, y todos los seres que palpitan y viven en esos mundos… que no se pueden contar.

Continuará…