29 de mayo de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 6

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

De aquí salió resuelto a escribir su gran libro, el Libro de los Principios, que él grabó en jeroglíficos y que a nosotros nos ha llegado con el nombre de Génesis, nombre abreviado de aquel original, marcado por él.

Conmigo termina el árbol genealógico del Gran Sacerdote Hembra porque yo soy su último heredero, que morirá sin herederos, y por eso he depositado bajo la tutela de Filón, en la Biblioteca de Alejandría, todos los papiros de Mimbra y de otros hierofantes de la familia, que llegaron también al supremo Pontificado y tuvieron en sus manos por ley del templo, todos los libros secretos de la más antigua sabiduría, encerrados en el arca de oro, que se venera en lo más oculto del Santuario, a donde sólo llegan los sacerdotes acompañando al Pontífice, único que puede abrirla.

Ya veis pues, hijos míos, hasta qué punto este ser, montoncito de huesos y piel, que veis aquí a vuestro lado como un manojo de raíces, está al tanto de lo que ha significado hasta hoy, para la humanidad de este planeta, este enorme monumento de piedra, menos grande desde luego, que los secretos del Eterno Invisible guardados aquí.

Sabemos que en el largo período Neolítico, que abarcó millares de siglos, empezó la Divina Sabiduría a levantar la punta de su velo sagrado, porque una que otra águila blanca aparecía volando por encima de las ciénagas, de los pantanos, de las sábanas de hielo que cubrían gran parte de la tierra. Y se llamaron Flámenes en los mares del Sur, donde la Lemuria dormía aplastada por una humanidad que poco se diferenciaba de las manadas de enormes monstruos marinos y terrestres, que representaban el reino animal de aquel entonces.

¿Quién si no, esas escasas águilas blancas volando muy alto, podían escuchar la voz queda de la Sabiduría buscando ansiosa una inteligencia en quien depositar sus eternos secretos? Y un Flamen de nombre Pthermes, fugitivo de las aguas bravías del mar, que sepultaron la última isla de Lemuria, logró llegar después de largos años de peregrinaje, a los picos más altos del Recensora a cuyo pie duerme nuestro gran río legendario.

Encontró otros fugitivos de otras tierras, que se hundían bajo las aguas en Occidente. Algunos nombres conservan los papiros de Mimbra, mi antecesor: Mizraim, Bethemis, Elotes, Paphirus, Ben-Nilo y otros que no recuerdo en este momento. De estos, Mizraim fue el fundador de la raza egipcia, porque tomó esposa entre los fugitivos de Occidente y Bethemis, que más tarde, y debido a las traducciones, se transformó en Bethermes primero y Kermes después, fue el recopilador de lo que iban descubriendo en el levantar de su velo de la Eterna Sabiduría. Y sobre esas bases… se formó la gran Fraternidad Kobda de la Prehistoria.

El Verbo de Dios, Jeshua de Nazareth, a sus veinte años, trajo al valle del Nilo, la copia de los ochenta rollos de papiros, que conservaba en su Archivo de Ribla un Sacerdote de Hornero. —Todo eso lo conocemos por los solitarios del Santuario del Tabor — respondió Matheo.

Aquella sabiduría es como una dulce y casta virgen que nos sonríe bajo su velo y entrega sus secretos como un niño el globo dorado que lo embelesa. Mas aquí..., ¡Santo cielo! el misterio y la muerte se ciernen como una helada llovizna de invierno y es necesario ser de piedra para no desfallecer.

—Cada cosa a su tiempo hijo mío —respondió el anciano príncipe—. ¡En la Edad de Piedra, hasta las almas se forjaban en la piedra!...

Vosotros sois los invitados a las bodas del Verbo-Luz, con la Reina ciega que ha recibido por fin el don de la vista. Por eso os espantan estos ciclópeos monumentos de piedra en que los sabios de la antigüedad escondían los grandes y eternos secretos, que producían la locura o la muerte a las tiernas vidas que empezaban a latir, en las tinieblas de lo desconocido.

Nuestros tres personajes habían atravesado el pórtico exterior del gran templo de Ammón y se hallaban en el dintel de la puerta cerrada de la Sala Hipóstila, que era el templo propiamente dicho. El anciano Príncipe y sacerdote consagrado en aquel templo, sacó de entre los mantos que lo cubrían un martillo de plata y dio siete golpes sobre un disco de cobre que brillaba entre los decorados y bajo relieves de las molduras que ornamentaban la gigantesca puerta.

El disco se abrió para adentro y un rostro grave apareció en él. Miró a Melchor y sin una palabra, descorrió como por un riel una parte de aquella puerta. El portero vestía ropa talar de burda lana blanca y un turbante púrpura que le formaba marco al rostro y caía por detrás sobre la espalda. Ayudó a Melchor a levantarse de su silla de manos y a subir la grada de entrada.

—Ellos entran conmigo —dijo el anciano, tomando las manos de Matheo y Zebeo. Los Nubios que conducían la silla quedaron en el pórtico. Los dos discípulos del dulce Rabí Nazareno, se quedaron paralizados de estupor. Aquellas grandiosas dimensiones sobrepasaban a cuanto ellos habían visto en toda su vida.

El Templo de Jerusalén, era como un pulcro gabinete dorado. Los palacios de Herodes, en el Monte Sión; el palacio Asmoneo, el Paselum, el Circo, la Naumaquia, el Torreón de Goliat, la Torre Antonia misrna, eran casas de muñecas comparadas con aquella estupenda grandeza de piedra.

Aquella sala monumental, tenía trescientos cincuenta codos de largo por trescientos de ancho, divididos en tres espacios por dos filas de enormes columnas de setenta codos de altura y treinta de contorno. Cuando el portero se alejó por la nave central, al término de ella, se le veía como un niñito de seis años.

Y paso a paso, seguían a Melchor como si fueran contando las lozas del pavimento. — ¡Quince siglos han corrido desde Moisés hasta aquí! —Dijo el anciano deteniendo sus pasos—. Y antes de él, no sabemos cuántos transcurrieron sobre este monumento. ¿Podremos espantarnos ahora de aquel gigante de la Teúrgia, vencedor del Faraón y conductor de un numeroso pueblo de dura cerviz, según sus propias palabras?

¡Oh! genial Moisés, ¡que escribiste la Ley de Dios en páginas de piedra, símbolo eterno de que no se borraría jamás del corazón de los hombres! Ante aquella formidable evocación, las frentes se doblaron en reverente actitud y parecía que la Meditación, como la Isis de mármol de la entrada al pórtico, ponía también su Índice sobre los labios, llamando a silencio.

Por la imaginación de aquellos dos israelitas de pura cepa, cruzaron, en procesión fantástica, los recuerdos de la historia de Moisés y de sus auténticos libros, que los Ancianos del Tabor les habían explicado en los setenta días de retiro a que el Maestro les sometió al comenzar su apostolado. Bajo aquellas naves gigantescas cargadas de silencio y de penumbras, bajo aquella estupenda grandeza de piedra, sólo grandes pensamientos cabían y ambos discípulos pensaban al mismo tono. —"Somos dos hormiguitas imperceptibles que en un sendero ignorado entre el césped, vamos recogiendo estambres caídos de las flores marchitas, pedúnculos tronchados por el viento, tiernos pétalos desprendidos de la corola en que nacieron. ¿Qué podremos hacer nosotros en la senda gloriosa y eterna del Hijo de Dios?".

El anciano Melchor, sensitivo en alto grado y buen sujeto telepático, contestó a ese pensamiento: —Es la hormiga un insecto muy pequeño, pero puede derrumbar un edificio, para edificar el suyo propio; puede matar la vida de un árbol, cuya raíz perjudica a sus nidales; y es capaz de secar los jardines más primorosos. Y vosotros, que tan pequeños os sentís bajo este enorme monumento de piedra, podéis, como las hormigas, abrir senderos largos entre la ignorancia y el egoísmo de la humanidad, a los cuales podéis derrumbar y aniquilar con la Verdad y el Amor del Verbo-Luz, que os escogió para continuadores de la Obra que apenas deja comenzada.

—Habéis leído en nuestro pensamiento —expresó Matheo asombrado. —Efectivamente —afirmó Zebeo—. Sólo en nuestro Maestro, encontré tan admirable facilidad para captar la onda de un pensamiento. — ¡El lo hacía desde antes de los treinta años y yo he aprendido a hacerlo en el ocaso de mi vida! —contestó el anciano. Y como siguieran caminando lentamente a lo largo de la nave silenciosa, de pronto preguntó Zebeo: — ¿Qué hay más allá de aquella puerta de mármol negro? —La bajada a la Cripta o Cámara de los Misterios —contestó el anciano— a donde hemos descendido todos los que hemos querido hacer el renunciamiento absoluto de nosotros mismos, para quedar reducidos a una aspiración al Infinito. Allí bajó también Moisés, joven de treinta y siete años, y durante siete días con sus noches, escuchó las voces celestiales con que Aheloín le descubría el secreto de las almas, en relación con el Eterno Invisible. De allí salió sabiendo cuál era su misión, al frente de aquella raza fundada por Abraham.

— ¿Bajamos? —preguntaron los dos discípulos, al mismo tiempo. — ¡No! — Contestó secamente el anciano Melchor—. Vuestro Maestro… el Verbo-Luz, tampoco bajó a esa Cripta de oscuridad y de silencio. Para Él como para vosotros, las voces de lo alto se hacen sentir en la superficie, a la luz del amanecer o del crepúsculo vespertino, en lo alto de los montes o a orillas del mar, en los huertos poblados de flores y de pájaros, de bellezas tiernas y de santos amores... ¿No os he dicho… que sois los cortesanos en las bodas del Verbo-Luz, con la Reina ciega que comienza a recibir el don de la vista?...Lo que habéis visto y oído, basta para que abráis con valor vuestra senda en estas tierras que riega el Nilo… Salgamos.

Y el anciano… ya fatigado por haber realizado más esfuerzo del que su débil materia resistía, se tomó de los brazos de los dos apóstoles del Cristo y a pasos lentos llegaron hasta la puerta. Allí esperaba, como una estatua de piedra blanca con turbante púrpura, el portero que les abrió a la llegada. Melchor le alargó un bolsillo de monedas… diciéndole: —Para los criados que sirven a los ancianos sacerdotes, que ya no pueden andar por sus pies. El acólito portero le besó la mano y cerró tras ellos, sin ruido alguno, la enorme puerta de hierro.

Al ver de nuevo la luz dorada del atardecer, y sentir la frescura suave de la brisa que venía del río, el cantar de hoteleros y las risas de las mujeres y los niños, que ya levantaban sus tiendas en la plaza del mercado, les pareció que volvían desde el fondo de una tumba, o de otro mundo diferente de aquel en que siempre habían vivido.

Acompañaron al anciano a su despacho, en el Serapeum que allí tenía, y donde ellos se hospedaban en el pabellón de los extranjeros. Se sentaron uno frente al otro, sin palabras. —El silencio y el misterio hicieron presa de nosotros —dijo por fin Matheo. —Es verdad —contestó Zebeo—. Tengo tal sensación de asombro, casi de espanto, qué hasta temo volverme loco.

—Se cumple la afirmación del Príncipe Melchor: "La locura y la muerte, le esperan al hombre de nuestro tiempo, que quisiera vivir como los hombres de ese remoto pasado, que acabamos de entrever de puertas afuera" —arguyó Matheo.

¡OH! nuestro excelso Maestro… sabía bien lo que hacía…cuando nos llevaba a orar a lo alto de las colinas nazarenas, o a orillas del Mar de Galilea a la luz de la luna, en las serenas noches de estío... — ¡Oh si!... —respondió Zebeo—. Era la oración del amor, de la adoración, de la dulce entrega del alma al abrazo eterno del infinito… Pocos días después, ambos amigos y compañeros de ideales y de escuela, se separaban con un adiós que ellos ignoraban si sería para siempre o para más breve tiempo.

Matheo… se unió a una caravana, que salió de Alejandría y hacía escala en el oasis de Baharijeh, donde Filón tenía una pequeña posesión o huerto de descanso, que según él, se asemejaba notablemente al panorama de las colinas galileas, con sus palmeras, sus bosques de sicómoros y su lago de dulce agua.

Quería respirar un aire semejante al suyo y vivir en medio de la naturaleza, entre árboles y aguas cristalinas, viendo florecer los huertos y cantar los pájaros, sintiendo la vida libre, sana, con luz de sol y brisas de montaña. Llevó rollos de papiro, cartapacios de escribir, manuscritos enormes que le facilitó Filón, y todo cuanto creyó necesario para la vida de asceta, que comenzaba con la idea de que allí escucharía las voces celestiales, con que algún Aheloín bondadoso orientaría su camino a seguir. Montado sobre un camello y llevando un asno cargado con su equipaje de mantas y papiros, le vemos con las lentes de la Luz astral, camino del sur, por el desierto de Libia, durante seis días que tardaba la caravana en llegar al Oasis de Baharijeh, a la falda del mismo nombre.

Y al salir de Alejandría… pensaba con el llanto en los ojos y el corazón estremecido: Por segunda vez he sentido en mi vida la música divina de su voz que me ha dicho: "¡Matheo!... ¡Déjalo todo, ven y sígueme...!"… Y como un sonámbulo inconsciente, Matheo se dejaba conducir por la mansa bestia, cuyo andar lento y silencioso, le permitía dejar que la blanca madeja de sus pensamientos, continuara desenvolviéndose a lo largo de la senda entre amarillentas arenas...

Zebeo le había despedido en la puerta del sur, llamada de las Pirámides, porque se abría sobre el valle en que ellas se levantaban como mudos centinelas en el escenario de las Tumbas reales. Le vio partir sin volver la cabeza atrás, con esa decisión inquebrantable del que tiene conciencia de cumplir con un deber.

— ¡Es más valiente que yo! —murmuró Zebeo a media voz, porque hablaba consigo mismo. ¡Maestro!... —exclamó con una voz que sollozaba... — ¡que yo tenga ese valor, cuando haya sentido tu voz que me señala el camino!... —Siguió con la vista a Matheo, hasta que lo perdió de vista entre la penumbra del amanecer y de la dilatada sábana gris del arenal desierto. Ya solo, atravesó la puerta de la ciudad y rápidamente se dirigió a su alojamiento en la casa de Filón, anexa a la Biblioteca y Museo de Alejandría.

— ¡Cara de muerto traes amigo! —le dijo el filósofo al verle. — ¡He perdido en él, no un amigo, sino un hermano en todo el gran significado de esta palabra! —contestó Zebeo, aún bajo la emoción profunda que la separación le había causado.

— ¡Hubieras debido irte con él! —insinuó Filón — ¿Por qué no lo hiciste? —No sé, a decir verdad. Matheo va buscando en la soledad la curación de su alma, que ha soportado estoicamente varias desgracias y muertes en la familia. Su compañera había muerto un año antes de encontrar al Maestro y varios años después, murió la hija única que le quedó de ella… Sus dos hermanos, se alistaron entre los guerreros Partos por ambición de fortuna y perecieron en un encuentro desfavorable con las huestes del Rey Hareth, mientras sus familias desaparecieron de la Palestina y nadie le pudo dar razón de ellos… La terrible muerte del Maestro que trajo el fracaso de cuanto esperábamos para la Nación y para la patria, cayó en el alma de Matheo como una losa sepulcral. El busca curarse en la soledad y en el olvido...

Y yo... yo no tengo nada de qué curarme, después de que fui curado por el Maestro de mis dolores íntimos, pero sí tengo aún mucho que aprender… Y he creído… Maestro Filón, que a tu lado puedo aprender cuanto necesito saber, para colaborar en la obra iniciada por mi Maestro. Te ruego pues que te sirvas de mí en todo cuanto creas que pueda serte de alguna utilidad.

La humildad infantil de Zebeo conmovió al gran hombre, cuya fama de sabio llegaba no solamente a la célebre Alejandría de Ptolomeos, sino a todas las capitales que eran entonces emporio de las Ciencias y de las Artes, y… estrechándole afectuosamente las manos le dijo: —Bienvenido seas a mi corazón y a mi casa Zebeo, discípulo de Jeshua, niño adolescente y joven, ¡que amé hasta donde puede amar un corazón de hombre!... No un amigo,… serás para mí un hijo, encontrado en el ocaso de la vida que consagré en absoluto a la Ciencia y nunca pensé en los jardines del amor, ni en las dichas de un hogar, ni en las ternuras de la familia.

¡Sólo… como el ciprés de una tumba abandonada, dejé llegar el ocaso de mi vida, sin amor, sin ternura, sin alegría… con una precaria satisfacción buscada en la aridez de la Ciencia, entre los pergaminos polvorientos y las mil y mil riquezas arqueológicas de este Museo que huele a Momias y a sepulcros! ¡Tú llegas a tiempo Zebeo de Jeshua, como una perla de su diadema, como un recuerdo que hace llorar!... El llanto quebró la voz en la garganta del sabio de Alejandría y Zebeo sé abrazó a él llorando también como un niño.

Había sofocado valientemente, la amargura del adiós de Matheo, y la desahogó sobre el pecho de un nuevo amigo… casi de un padre, que en los umbrales de la ancianidad le pedía de limosna un mendrugo de amor filial para su corazón cansado de soledad… Y Zebeo fue desde entonces, el escriba, el secretario, el hijo del gran filósofo, historiador de Moisés.

14.- EDINEN O MONTE DE LOS GENIOS

Después de seis días de lenta marcha, la caravana que conducía a Matheo, hacía alto en el Oasis Baharijeh, donde se detenía medio día para dar lugar a que bebieran a satisfacción hombres y bestias, y también, para cargar agua y nuevas provisiones, que sólo se reducían a carnes de cacería saladas que vendían los pobladores de la aldea y los excelentes frutos de palmera, melocotones, higos, nueces y aceitunas.

Matheo… que ya se había familiarizado con algunos de los viajeros, sintió como se encogía su corazón al desmontar de su camello, recoger su equipaje y quedar solo, de pié junto al enorme pozo en cuyo brocal de piedra se sentó maquinalmente.

La caravana se alejaba hacia el sur, bajo el sol ardiente de la tarde y semejaba una cinta oscura, oscilante, cuyo extremo delantero parecía ir enterrándose en las caldeadas arenas. Y Matheo pensó en sí mismo y en la extraña aventura, en la cual buscaba el olvido de lo que él llamaba… ¡los desastrosos fracasos de su vida! — ¡Como si fuera poco lo que he padecido! —murmuraba a media voz— ¡me empeño en sepultarme vivo en esta soledad!

El pozo estaba sombreado de grandes palmeras, que formaban un bosque. Tupidos cañaverales y encinas enanas se prolongaban a lo lejos, escondiendo en su enmarañado ramaje el pobre caserío que se veía apenas gris y amarillento, como los arenales inmensos que se extendían a la distancia, hasta perderse de vista… Recordó en tal instante a todos sus amigos y compañeros dejados tan lejos, allá en Galilea, y a los cuales no volvería a ver… Recordó a Zebeo, al Príncipe Melchor, a Filón… que quedaban a seis días de distancia… ¿Por qué había huido de todos los que amaba y le amaban? Quería blindar de piedra su corazón, que por haber sido demasiado emotivo y blando, había padecido tanto.

El cruel y terrible suplicio a que vio sometido a su Maestro, ¡su gran amor, su último amor!, le había destrozado de tal manera, que Matheo se juró a sí mismo, hacer el mayor esfuerzo imaginable para transformarse en un bloque de piedra, por encima del cual resbalase todo sin dejar rastro.

Le sacaron de su íntimo mundo de recuerdos, dos muchachitos adolescentes que seguidos por un cervatillo joven, llegaron con sus cántaros al hombro a llevar agua. Debieron comprender la tristeza de aquel viajero solitario y… algo tímidos y retraídos se pusieron ante él. —Si no hay nadie que os espere señor viajero, podéis venir con nosotros.

—Nadie me espera amiguitos, pero traigo la llave de una cabaña que llaman Idinen, y si me hacéis el bien de guiarme os daré buena recompensa. —Sí, sí, está más allá de los cañaverales, junto al lago. La cuida el viejo Al-Iacúd. —Dejamos en casa los cántaros y estamos aquí enseguida para cargar tu equipaje —añadió el otro… Y los dos muchachitos seguidos del cervatillo se perdieron entre la arboleda.

Al poco rato, volvieron seguidos de una mujer todavía joven, que Matheo juzgó sería su madre. —Si necesitáis quien os sirva señor viajero, podéis venir a mi casa. Somos pobres, pero no nos falta pan y lumbre. —Gracias mujer. Con que tus hijos me guíen a la cabaña Idinen, me habréis hecho un gran servicio. — ¡Ah sí, la cabaña de piedra! —Dijo la mujer—. No está lejos, a la vera del lago detrás de los cañaverales. Pero… ¿qué harías allí con el pobre viejo Al-Iacúd y Agades la paralítica? —No importa —respondió Matheo, no sin pensar en que la perspectiva se ennegrecía más y más, hasta ponerse sombría y pavorosa.

—Guiadle hijos; pero no echéis en olvido nuestra oferta, por si os podemos ser útiles. Mi marido es de los tuaregs de allá adentro —dijo señalando hacia el desierto que se extendía a lo lejos—, anda siempre entre el laberinto de la montaña negra, cazando fieras para sacarles la piel. De eso vivimos. En casa estamos solos mis dos muchachitos y yo. Este se llama Bujema y aquel Belcri. Yo soy Zerga. Con que ya sabéis…

—Gracias mujer, gracias por tus noticias —le contestó Matheo que estaba cierto de no recordar palabra de cuanto le había dicho. Con su alma deshecha y su corazón sangrando ¿qué podía interesarle todo aquello? Pero la mujer no paraba de hablar. —Yo soy hija de una esclava antigua del Maestro Filón, que la hizo libre y la tiene como ama de su casa en Alejandría. Somos Berberiscos de Muzurk, pero mi marido es de los tuaregs... es targuí de los guías para el gran desierto…Aquí es nuestra casa, que está a tu disposición señor viajero, que si vienes aquí por amistad con el amo de mi madre, es porque serás una gran persona.

—Soy un amigo del maestro Filón —contestó Matheo. — ¡Oh! es bueno como el pan y cuando de tarde en tarde viene por aquí, todos estamos de fiesta. Nunca viene con menos de seis camellos cargados. Nos conoce a todos y es amigo de todos. —Sí, sí, me ha dicho que sois buenas gentes y que podía estar tranquilo. —Ya lo creo, aquí nunca reñimos y nadie se muere si no es que comió "faleste" por descuido. — ¿Qué es faleste? —interrogó Matheo andando al lado de la mujer. —Es lechuga venenosa que solo nosotros distinguimos de la buena. ¡Cuidado señor viajero!... —Por fin terminó el camino entre cañaverales y apareció el lago como un espejo de plata… Parecía un trozo de río, cortado por dos enormes peñascos negros que en parte brillaban como mármol bruñido. Era sin duda el comienzo de los peñascales negros, característicos del gran desierto de Sahara que se entreveía allá muy lejos, en la línea del horizonte—.

Pues ahí tenéis la cabaña del Maestro Filón —dijo la mujer—, al tiempo que los dos muchachitos dejaban el fardo de Matheo sobre un banco de piedra rústica adherido al negro peñasco. Un viejecito pequeño y flaco ponía el pan a cocer en un hornillo de barro cocido, trasladable de una parte a otra y muy común entre las gentes de la región.

—Al-Iacúd —dijo Zerga—, este señor es amigo del Maestro Filón que le manda a hacerte compañía. El viejecito… que por añadidura a sus males era algo sordo, movía la cabeza y se acercaba a la mujer cuyas palabras no comprendía. Ésta que no se cansaba de hablar y se las repitió al oído y el buen viejecillo dejó asomar una sonrisa en su boca vacía de dientes, mientras con los panecillos en un paño blanco hacía grandes reverencias a Matheo.

— ¡La silla del Maestro, por favor muchacho!, que si tardo con los panes, el horno se enfría —decía el viejecito a los dos chicuelos, que se apresuraron a sacar de la casa una butaquita de madera sin pintar, forrada de cuero de antílope. Matheo se sentó. Harto lo necesitaba, pues la caminata por la arenosa senda le había cansado de verdad.

-—Vecina Zerga —dijo el viejecito a la mujer—. Si puedes déjame uno de los muchachos, para que sirva al señor viajero y lo acompañe cuando quiera salir. ¿Qué podría hacer solo conmigo, sino entumecer él corazón de pena? —No te preocupes buen hombre, que allí traigo con qué entretenerme. —Y Matheo señaló los sacos de su equipaje.

Los dos muchachitos… comenzaron a pelearse por quedarse con el extranjero. Hasta que Matheo conmovido intervino: —Que no haya riña entre vosotros, por causa mía. Idos ambos con vuestra madre, y si ella lo permite, venid los dos al caer la tarde, cuando hayáis terminado vuestra faena.

— ¡Oh qué santa palabra la tuya señor viajero! —Exclamó Zerga—. Lo mismo hace el maestro Filón cuando está aquí. Y repitiendo de nuevo sus ofrecimientos, se alejó con sus dos muchachos.

El viejecito sacó una mesilla que cubrió con un blanco paño, encima del cual puso panecillos calientes, un jarro de vino y una cestilla con dátiles recién sacados. Lo acercó a Matheo y le invitó a comer.

—Si lo compartimos… buen anciano, será mejor —le dijo. —Cuando termine con el hornillo te haré compañía, viajero —le contestó.

Matheo observaba la extraña arquitectura de aquella casa, labrada en el propio peñasco. Recordaba las grutas de los Esenios en el Monte Tabor y en el Carmelo, allá en su lejana Galilea y el recuerdo le conmovió profundamente. Había huido a tierras lejanas abruptas y peñascosas, buscando endurecer su corazón y matar su sensibilidad y encontraba que hasta un recuerdo del suelo nativo le hacía daño.

— ¡Mísera condición humana! —pensó—. ¿Cuándo aprenderé a ser fuerte, como estos peñascos que no tiemblan ni sienten nada? De pronto le pareció que una voz muy íntima dentro de sí mismo decía: "Los peñascos no pueden amar a Dios y al prójimo como a sí mismos". "Amar es vivir. Amar es sufrir y es morir para vivir nuevamente. En el amar está encerrada toda la grandeza y la gloria de Psiquis la divina desterrada"… Los ojos de Matheo se llenaron de llanto y sin hablar pensó: — ¡Maestro!... Gracias por tu lección. Falta me hacía, porque los peñascos empezaban a entrarse en mí.

—Come señor viajero— decía el viejecito Al-Iacúd, — que el viaje ha sido largo y estarás fatigado… De una de las puertecitas de la casa de piedra, salió una suave voz de mujer que cantaba en una lengua extraña para Matheo. Solo percibía la amorosa dulzura de aquella voz. —Es mi nieta Agades —dijo el anciano, viendo que el huésped prestaba atención—. En su desdicha la pobrecilla se entretiene cantando al compás de la guzla. — ¿Y qué canta? —preguntó Matheo. —Una canción de los tuaregs que se llama: Anti y vaos que quiere decir: El que va adelante.

— ¡Original tema es ese para una canción! Me gustaría saber lo que dice. —Ella te lo explicará señor, que bastante ingenio tiene para ser una pobre aldeanita. Matheo había comido algo y preguntó; — ¿Puedo verla? —Sí señor, sí señor. —Y acercándose a la puerta dijo—: Agades, hay un señor viajero que quiere verte.

El canto calló de súbito y Matheo estaba de pié en la puertecita de troncos. Era aquella una endeble jovencita que semejaba un lirio blanco entre duros peñascos. Matheo se acercó y ella dulce y tímida como una tórtola de la montaña le tendió la mano. —Es muy hermosa, tu voz niña —le dijo—, y aún puedes agradecer a Dios que tienes tu música y tus canciones para suavizar tu vida.

—Si señor viajero —contestó Agades— yo nunca me quejo de la vida, porque el amor del abuelito me la hace demasiado hermosa. Hoy no obstante me olvidó un poco… A esta hora hace rodar mi silla y salgo a cantarle al lago, a las gaviotas y cisnes que vienen al atardecer y a las primeras estrellas que se clavan en el agua como planchuelas de oro.

—Pues si él te olvidó por atenderme a mí, yo llevaré tu silla —le contestó Matheo acercándose hacia su espalda, donde una lustrosa madera indicaba que muchas manos se habían posado allí para empujar la silla.

— ¿Hace mucho que estás impedida de andar? —le preguntó. —Desde que vine a este mundo me veo así —contestó la niña—. Cuando yo era pequeña mi padre murió en un encuentro fatal entre los berberiscos y los targuíes. Mi madre murió de tristeza tres años después. Y ya veis que no me quejo de la vida pues, encuentro en ese anciano cuanto él puede darme de solicitud y de cuidados. Y esto ya es mucho para mí.

Matheo pensó con dolor que esa pobre criatura, sin la luz divina que a él le había alumbrado y sin cultivo espiritual, con la sola aceptación de la desgracia que pesaba sobre ella, había llegado a la perfecta unión con la voluntad divina… Ella amaba la vida tal como la Suprema Voluntad se la daba.

— ¡Gracias Maestro bueno por esta nueva luz que enciendes en mi camino!... pensó Matheo, mientras hacía rodar cuidadosamente el rústico sillón de Agades, que no tenía palabras bastantes para agradecer la solicitud de aquel extranjero.

Una barrera baja de piedras amontonadas con descuido, formaban cerco al hermosísimo lago que entre los encantos naturales que adornaban el Oasis de Baharijeh, quizás era el más bello y atractivo. Y Matheo se sentó sobre esa cerca frente al sillón de Agades… La tarde iba muriendo y detrás de los grandes peñascos resplandecía un purpurino ocaso tiñendo las aguas del lago de un subido color amatista.

No tardó en poblarse el lago de sus habituales visitantes, que encrespando las tranquilas ondas pugnaban por acercarse más y más hacia la orilla en que Agades y Matheo estaban sentados. —Ellos vienen por interés de mi don —dijo ella viendo el asombro del extranjero por la intimidad de aquellos esbeltos cisnes negros, que casi se podían tocar con la mano desde la orilla. Y sacó de entre sus ropas un bolsillo lleno de migas de pan y trigo pisado. Las grandes aves se arremolinaron bruscamente, haciendo saltar copiosas chispas de agua en todas direcciones.

—Hay un pobre enfermito como yo —dijo Agades— y hay que darle su parte por separado. Y Matheo vio que un cisne de menor tamaño que los otros, nadaba trabajosamente buscando acercarse a tiempo para alcanzar parte de la ración. Pero la jovencita le esperaba, y cuando le tuvo bien a la orilla se inclinó sobre el agua y le tomó en brazos para darle las migas en su propia mano.

Los ojos de la niña brillaban de felicidad y Matheo mirando aquella escena, se sentía cada vez más pequeño ante aquella linda criatura inválida a quien tan poca cosa bastaba para ser feliz. Se daba toda en amor hacia aquel débil ser inferior que a no ser por sus cuidados habría muerto por falta de alimentación.

—Es tal como lo Divinidad se da a nosotros, que somos para Ella mucho menos de lo que ese cisne enfermo es para esta pobre niña que le ama extremadamente —pensaba Matheo, mientras seguía mirando el inusitado espectáculo del amor, de una niña inválida para un ave acuática incapaz de valerse por sí misma.

Los ojos iluminados de Agades se fijaron resplandecientes en Matheo mientras decía: —Ya está alimentado; ahora vuelve a la fresca corriente y después se esconde a dormir en un hueco de las piedras. El pobrecito no puede volar y siempre queda de centinela en el lago.

Matheo estaba mudo. No encontraba palabras que pronunciar; pero su pensamiento hilvanaba a velocidad su propia vida pasada, y se encontraba muy inferior a la pobrecita inválida, perdida en un Oasis del desierto de Libia.

—"Yo que tuve todo en mis manos, y no he sabido vivir la vida —pensaba—. ¡Cuánta verdad encerraban las palabras de mi Maestro, cuando decía: “Yo sembré en vosotros el amor, pero aún no ha florecido"...! Y sin pensar que tenía un testigo de vista, Matheo apretó con ambas manos su pecho y mirando la cima de los peñascos como si esperase una divina aparición exclamó con voz estremecida:

— ¡Señor!... me has traído a la soledad del desierto, para encontrarme conmigo mismo, entre la infinita grandeza de Dios que no fui capaz de sentir fluyendo de Ti como de un manantial inagotable!

La jovencita que no entendía el sirio hablado por Matheo, comprendía no obstante que él oraba, y se puso seria y grave mirándole con asombrados ojos. — ¡Cuánto amas a tu Dios, extranjero! ¿Es Amaina de los tuaregs o Alá de los berberiscos?

— ¡Es uno solo niña!... sino que las diversas lenguas habladas por los hombres, le dan nombres diferentes — le contestó Matheo, aún bajo la impresión sentida por él en aquel momento—. Y de esto tenemos mucho que hablar. —Yo te escucharé tan contenta, como oigo cantar los pájaros entre estos árboles y murmurar el lago entre las piedras —respondió la niña, con infinita ternura.

En el alma de Matheo, hosca y taciturna hasta entonces… iba encendiéndose una rosada claridad, como si al morir el ocaso detrás de los negros peñascos, le transfiriese sus postreros resplandores. Y él se dejaba sumergir en esa frescura de brisa matinal que iba adueñándose suavemente de todo su ser.

— ¡Mira, extranjero mira! —Exclamó de pronto Agades señalando un punto fijo del lago—. Amaina clavó en las aguas la primera planchuela de oro... y luego clava otras hasta que todo el lago está sembrado de ellas...

Eran las primeras estrellas, que desde el terso azul de los cielos se reflejaban en el profundo azul de las aguas. ¡Qué de veces en sus treinta y siete años… había visto Matheo aparecer las estrellas y reflejarse en el agua! ¡Pero nunca le parecieron tan radiantes y bellas como en ese anochecer, en que las veía a través del alma pura de una niña inválida, a quien su propio dolor le había enseñado a encontrar y amar la belleza en todo cuanto la rodeaba!

Y callaba… porque la emoción apretaba su garganta y su voz se hubiera quebrado en un sollozo, pues se sentía próximo a llorar.

—En tus ojos escondes una tristeza muy honda extranjero —dijo de pronto la niña— y yo me estoy prometiendo a mí misma hacerla escapar de allí... Matheo tuvo que sonreírse… Pero no habló.

El anciano Al-Iacúd se acercó a compartir la confidencia vespertina.

—Esta tarde mi niña prolonga su visita al lago. ¿Quieres ya tu alcoba? — ¡Aún no abuelito! ¿No ves que nuestro huésped tiene tristeza en el alma y la alcoba con sus sombras la agrandan más todavía?

— ¡Qué ingenio más agudo y vivo tiene tu niña, anciano! ¿Cuántos años ha vivido? —Catorce años ha visto madurar el fruto de estas palmeras —contestó el anciano—. Sin ella no sé si podría soportar la vida.

—Naturalmente... ¿qué silla harías rodar de un lado a otro? ¿Quién devoraría tus panecitos dorados y bebería la leche espumosa y calentita de nuestra cierva?

Y al decir así, hacía graciosamente el movimiento de recoger un beso de sus labios para depositarlo en la frente rugosa del viejecito. Una dicha inefable pasó como un halo místico de luz por aquella faz macilenta coronada de cabellos blancos.

— ¡Nunca creí encontrar la dicha, en estos parajes revestidos de arenales interminables y de abruptos peñascos! —exclamó Matheo mirando el cuadro de infinita paz y suavidad que se iba adueñando lentamente de todo su mundo interno.

—El desierto es suave y dulce para quienes le aman —dijo la niña—. Ya lo iréis comprobando día por día. —Pero aún no conoces por dentro la morada en que habitarás extranjero —dijo Al-Iacúd. —Me suena duro ese nombre. Llamadme os ruego por el mío propio. Me llamo Matheo. Les hablaba en árabe para ser comprendido por ellos. —Ya os enseñaré mi lengua Siria que es armoniosa y dulce como el canto de las alondras.

Y unos momentos después,… Matheo llevaba rodando de nuevo el sillón de Agades hasta la puerta misma de su alcoba de rocas.

El viejecito había ya acomodado su equipaje, en la habitación principal de la casa, que era a la vez comedor y escritorio. Tenía grandes dimensiones, y aunque excavada en la montaña de negro basalto, estaba por dentro revestida de cedro y ostentaba como ornato, pinturas murales de vivos colores, tales como las que Matheo había admirado en los muros del Museo y Biblioteca de Alejandría. Algunos de ellos se referían claramente a la vida de Moisés. Otras. Matheo no sabía interpretarlas.

Pero veía claro por todas partes asomar el gusto, la inclinación, la vocación, digámoslo así, de Filón por los conocimientos arqueológicos. Todo era allí, el pasado remoto cobrando nueva vida al influjo de los recuerdos evocados por el sabio, a fuerza de largas noches de estudios y de cavilaciones.

En aquella morada de reposo… a la vera de un lago de azules aguas, entre dos murallones ciclópeos de negro basalto, a la sombra de un bosque de palmeras y entre el rumor de ondulantes cañaverales, Matheo encontraba, no solo el retrato de Filón sino el suyo propio. También él se sentía ansioso de conocimientos, de claridad, de horizontes nuevos.

Al faltarle el sereno resplandor del astro, que durante más de tres años le había alumbrado, su alma parecía haberse hundido en una hondonada profunda, donde se debatía en vano para encontrar de nuevo la divina claridad perdida.

— ¡Maestro mío!... ¡Señor!... —clamaba en su soledad Matheo, cuando cerradas puertas y ventana de su gran alcoba de piedra, estaba seguro de que nadie escucharía su lamento—. ¡Señor!... —continuaba la voz temblorosa que era un gemido y un sollozo—. ¿Qué es lo que quieres de mí? Un día me dijiste que "tuviera doble vista, para escribir en un rollo de papiro, las maravillas que el Padre obraba por ti".

¡Tú lo ves Maestro, tú lo ves! ¡Mi corazón está deshecho! ¡Mi alma es un harapo, tirado en el camino y no tengo fuerzas para hacerla revivir!... ¡Déjame morir Señor… porque no puedo vivir la vida si tú no estás en mi vida!... Y Matheo se dejó caer como a morir sobre la estera de cáñamo que cubría las losas del pavimento.

Sintió la vocecita de Agades que cantaba en árabe, con la marcada intención sin duda de que él la comprendiera. Era su “Anti y vaos": "El que va adelante'' y la estrofa tan sugestiva y adaptada al momento, que Matheo no pudo más y rompió a llorar a grandes sollozos.

"El que va adelante doblado de penas

Encuentra bien llenas

De amor y piedad

Alondras de seda en el pecho amigo

Que cantan: conmigo

Tu paz hallarás".

El que va adelante con paso ligero

Percibe primero

La luz del hogar,

El fuego sereno del techo materno

¡El nido más tierno que puede encontrar!

Al poco rato y sin que Matheo hubiera sentido ni el más leve ruido, oyó una suave respiración cerca de él. Al incorporarse vio sobre la misma estera, el endeble cuerpo de Agades, que arrastrándose sobre sus rodillas, a falta de sus pies que no podían caminar, había entrado por la puertecita interior que comunicaba con la cocina porque había escuchado los sollozos desgarradores del extranjero.

— ¡Niña! —Le dijo—, ¿por qué has venido? —Porque tú llorabas —le contestó ella con sus dulces ojos garzos llenos de llanto. Se sostenía medio sentada y haciendo un supremo esfuerzo.

Matheo la levantó en brazos como a una criatura y la sentó en la butaca forrada de piel de antílope. Olvidó su angustia... su desesperada angustia ante el amor supremo de aquella criatura que apenas le conocía y que no quería verle sufrir...

—Esto no lo harás más Agades, te lo ruego por tu anciano abuelito —díjole Matheo arrodillándose ante la niña que comenzaba a llorar. — ¡Lo haré una y otra vez, si de nuevo te siento llorar!— contestó con gran firmeza la niña—. Tú vienes del mundo civilizado y traes la muerte en el alma, ¡Sabrás tantas cosas y yo no sé nada!... Pero a mí me habla una voz que viene no sé de donde, si del viento de la tarde, o de los pájaros que duermen, o del lago donde voy a cantar; y esa voz me trae paz y me avisa cuando alguien tiene penas cerca de mi... Matheo la escuchaba en silencio.

—A mí no me podrás engañar nunca, porque esa voz amiga me lo cuenta todo. Vamos con abuelito que está orando por ti. —Y la niña hizo el movimiento de bajarse sobre la estera, para andar arrastrándose en las rodillas y en las manos.

— ¡No, niña, no! —Gritó Matheo, aterrado ante el esfuerzo supremo que por segunda vez aquella criatura se disponía a hacer—. Si no soy demasiado torpe, yo te llevaré. La niña le tendió los brazos alrededor del cuello y dócilmente se dejó llevar hasta el sillón de ruedas.

—Tengo un abuelito y un papá fuerte y hermoso como era el papá mío de la niñez —decía Agades que ya no lloraba, sino que reía porque el extranjero estaba consolado de su pena. —Mucha honra es para mí ser tu papá. ¿Cómo has podido ocupar con un desconocido el lugar reservado en tu corazón a tu padre?

— ¡Oh!... Tú no eres para mí un desconocido. ¡Yo te esperaba Matheo, yo te esperaba!

¿Y por qué habías de esperarme? ¿Acaso el maestro Filón anunció mi venida?

—No, no, nada de eso. Que lo diga abuelito —dijo la niña viendo llegar a la cocina al anciano que miró a Matheo con los ojos aún llorosos. —Veo que he venido aquí a traer tristeza —dijo Matheo condolido de verdad de lo que veía.

—No señor extranjero, tú no. Es la niña que con sus cantos hace llorar al pobre viejo que no sabe cómo hacerla feliz. Es el caso que esta niña tiene alucinaciones y oye voces que no son de la tierra. Y una semana antes de tu llegada, me dijo:”Aquí vendrá un hombre que tú y yo vamos a querer mucho”. ¿Cómo lo sabes? —le pregunté—. La vos me lo dijo... Y ya ves señor viajero, que la vos le dijo una verdad.

—El maestro Filón —preguntó Matheo— ¿sabe algo de esta voz que le habla a tu niña? —Sí que lo sabe. —Y ¿qué dice él que sabe tantas cosas? —volvió a preguntar Matheo. —Dice —contestó el anciano— que el Señor de arriba (y señalaba al cielo) sabe muy bien lo que hace y que "a El nadie le pide cuentas". Que le dejemos hacer y esperemos.

Matheo guardó un largo silencio que el anciano y la niña respetaron. El apóstol de Cristo pensaba en la sabiduría de su palabra eterna; "Dios da su luz a los humildes y la niega a los soberbios". ¿Qué mayor humildad que la de aquella florecilla silvestre que nadie había cultivado, y que a no ser por el amor de una madre dolorida y la abnegación de un pobre anciano, hubiera muerto de desolación y debilidad? Y sabia era también la respuesta de Filón de Alejandría al decirles que "dejasen hacer al Señor de arriba su obra y que esperasen".

—"Por los frutos conoceréis el árbol" dijo también mi Maestro —pensó en su largo silencio Matheo—. Ni en la Galilea donde nací, ni en las ilustres Sinagogas de Jerusalén, ni en su dorado templo pude encontrar mi paz Maestro, desde que te fuiste y he venido a encontrarla en este ignorado rincón del desierto, entre un anciano sin letras y una niña inválida que es una tórtola de las peñas.

¿No estarás tu aquí Maestro mío, en el alma de esta criatura, para volverme a la vida que en una lenta agonía iba a escaparse de mí?... —Matheo hacía inauditos esfuerzos para contener el llanto, porque una ola tremenda de emoción le ahogaba.

Agades cerró suavemente sus ojos y con una solemne majestad en la actitud y en la voz dijo: ¡Matheo!... ¡Ya es la hora! ¡Estoy esperando que comiences a cumplir tu pacto conmigo!

— ¡Maestro!... ¡Maestro! —exclamó Matheo poseído de extraña ansiedad y cayendo de rodillas ante la niña dormida. El anciano se arrodilló también sin saber lo que pasaba.

El apóstol de Cristo dobló su frente sobre el pavimento y un tranquilo llorar se llevó para siempre sus últimas desesperaciones. — ¿Qué haces allí Matheo? —preguntó la niña despertándose.

—Es que la vos me ha hablado esta vez a mí, Agades, como suele hablarte a tí; y yo he podido saber quién es el que me ha hablado.

— ¿Y yo no puedo saberlo? —Preguntó Agades mirando alternativamente a Matheo y al anciano. ¡Hijita!... yo sé menos que tú; sólo sé que aquí hay cosas que andan mucho más arriba de mi cabeza... —contestó Al-Iacúd, poniendo nuevos troncos de leña al fuego que ya moría.

—El Hijo de Dios ha bajado a esta cabaña —dijo Matheo con la voz que aún temblaba de emoción—. Y ha bajado para darme una lección y recordarme una promesa.

Después de la frugal cena de esa noche elaborada con trozos de gallinetas montaraces y queso de cabra con higos secos y dátiles recién cortados, Matheo se despidió de sus nuevos amigos y encerrándose en la gran alcoba escritorio de Filón puso sobre la mesa los útiles de escribir y comenzó su trabajo de esta manera:

15.- LIBRO DE JESHUA EL CRISTO - HIJO DE DIOS

Capítulo I

De su generación según la carne

Y comenzó la larga serie de los antecesores de Jeshua de Nazareth, que los hombres sabios del Templo de Jerusalén habían desconocido como el Mesías anunciado por los Profetas, y que por los labios de una niña, humilde flor de montaña acababa de recordar a Matheo su pacto diciéndole: ¡Ya es la hora!

Palabra solemne, grandiosa y eterna que fue para el decaído espíritu del apóstol el formidable ¡Excélsior! de bronce que lo hizo volver a la vida.

— ¡La voz me ha resucitado! —decía él, sintiendo que una energía nueva circulaba en su ser como la savia en la raíz, el tallo y las ramas de un árbol moribundo.

Fue Matheo… el primero de los cronistas de la vida excelsa del Cristo, y pudo bien aplicarse el significado de las dulces canciones de Agades, que en lengua tuaregs se llamaba:

Anti-vaos: El que va adelante.

El que va adelante con pecho valiente

Primero a la fuente

Se llega a beber:

La fuente le brinda la suave frescura

De sus aguas puras

Más dulces que miel.

Y la fuente divina encerrada en el corazón del Cristo Hijo de Dios vivo, inundó la mente y el corazón de Matheo y se desbordó sobre el Oasis, sobre las arenas del desierto, sobre los peñascales abruptos y fragorosos.

Y la marcha triunfal del Cristo esbozado en los pergaminos de Matheo, mientras sentía la fresca brisa del lago, el rumor de las palmeras y el dulce cantar de Agades su "Anti-vaos" ya no se detuvo, sino que fue volando Nilo arriba hacia el sur, como un blanco ánade que fuera posándose para descansar en los oasis del camino.

De Baharijeh al Oasis de Farabreh, al de Dakel, al de Chargh, al de Churear y luego a Jandak y Dóngola a la altura de la cuarta catarata, donde el Nilo truena ensordecedor en la época de los grandes desbordamientos.

Y el Anti-vaos escuchado por Matheo y vaciado del corazón de Agades, la humilde aldeanita inválida del Oasis de Baharijeh, tuvo el poder de llevarle hasta la montaña de Gondar a la orilla del Lago Tana en la lejana Etiopía.

Era una de las vertientes madres del gran río legendario y allí fue a detenerse Matheo, a los seis años de haber salido de Alejandría, con la muerte en el corazón y el más helado pesimismo que puede abatir el alma de un hombre.

Pero llevaba consigo a Agades, curada por él de la parálisis de sus pies, y al anciano Al-Iacúd fortalecido y renovado en su alma y en su cuerpo, por la vibración poderosa de amor que el Hijo de Dios, el dulce Rabí Nazareno extendió, como una marea invisible en la cabaña Idinen o Monte de los genios, a donde Filón mandó a Matheo, como un muerto que anda y donde encontró la resurrección y la vida, la fe en sí mismo y en Aquel que por la boca de Agades hipnótica le había dicho: ¡YA ES LA HORA!

Y yo digo también, lector amigo, que ya es la hora de que sepamos de una vez por todas, que cuando un alma responde fielmente al llamado divino, toda la grandeza de los cielos superiores se desborda sobre ella, como un manantial incontenible. Tal es el secreto de la rapidez maravillosa con que se extendió la idea divina del Cristo en el África del Nilo, en el siglo primero de nuestra era, no obstante la incomprensión, las persecuciones y las mil dificultades, que el amor de los amigos de Jeshua tuvieron que afrontar.

La marcha larga y heroica de Matheo, el primer cronista de la vida de Cristo, fue a detenerse por fin al pie de los muros de Nadaber (1) fortaleza real donde Edipo, rey de Etiopía, y la reina Candase, lo acogieron como a un maravilloso mago, que volvió a la vida al joven heredero atacado del "mal de la tristeza", como llamaban a la tuberculosis pulmonar aguda en último grado. De él volveremos a ocuparnos más adelante.

Por hoy basta con lo referido, y sólo resta añadir que, cuando Matheo quiso partir del Oasis de Baharijeh, por el impulso interno que sentía cada vez que Agades cantaba su canción favorita Anti-vaos, la dulce niña le dijo: —¡Llévame contigo Matheo!, mi papá hermoso y fuerte que me trajo el Genio bueno del Jordán. ¡Llévame contigo! Me devolviste la vida del cuerpo, y yo te di la vida del alma... Llévame contigo y te cantaré siempre Anti-vaos. — ¿Y el abuelo? —le preguntó Matheo. El ancianito que había escuchado este diálogo, asomó la cabeza desde la puerta de la cocina donde cuidaba el pan en su hornillo y dijo risueño y feliz: —El abuelo irá también contigo Matheo porque tendrás necesidad de mi pan y de mis guisos para seguir adelante.

Y aquí tenemos, lector amigo, el maravilloso fruto del amor de tres vidas humildes que se hicieron una sola, bajo la mirada radiante del dulce Rabí Nazareno.

(1) Hoy Ankober.

16.- EN JERUSALEN

Volvemos a la ciudad de la gran tragedia… en seguimiento de los cuatro Apóstoles que decidieron volver a ella: Pedro, Andrés, Santiago y Matías. Todo un mundo de encontrados pensamientos, los agitaban dolorosamente. Conservaban vivos aún, los trágicos recuerdos de los últimos días vividos allí, entre el terror y el espanto, a los cuales siguieron las divinas compensaciones del Cristo glorioso, que se les presentaba de improviso, en los momentos de amoroso recuerdo de su persona, de su vida y de sus obras.

Pero en el alma humana, parecen grabarse más profundamente los acontecimientos dolorosos, que fueron como un desgarramiento terrible que hizo sangrar nuestro corazón.

Y a los cuatro amigos de Jeshua que volvían a Jerusalén, les ocurrió de igual manera… Las radiantes visitas del Divino Amigo, parecían esfumarse en el alma como un dulce recuerdo; pero los dos últimos días de su vida, o sea desde su prisión hasta su muerte,… se les clavaban en el corazón como un cortante estilete que les atravesara de parte a parte.

Llegaron a mitad de la tarde, pero decidieron esperar que llegaran las primeras sombras de la noche, para entrar a la ciudad por la última puerta que se cerraba, que era la del oriente, llamada entonces de Las Ovejas, porque daba al Valle del Cedrón donde los pastores de la Judea tenían cercados para los ganados traídos a los mercados de la ciudad.

Era, desde luego, la puerta menos Vigilada, pues de ordinario allí sólo estaba el guardián en su casilla, y en las horas del día, el cobrador del tributo que los ganaderos debían pagar por la entrada de bestias a la ciudad.

Por un agente especial de Simónides, Pedro había tenido noticia de que el Sanhedrín, en previsión de represalias o venganza de parte de los amigos del Justo, que tan inhumanamente habían escarnecido y martirizado, tenía una policía aparte y secreta para descubrir cualquier movimiento en tal sentido.

Y debido a estos temores, fueron a dejar sus pequeños fardos de equipaje en el antiguo sepulcro de Absalón, lo más cercano a las murallas de Jerusalén que pudieron encontrar. Sabían además, que era ese un lugar de refugio, usado por los peregrinos Terapeutas, cuando les sorprendía la noche y encontraban cerradas las puertas de la ciudad.

Pero ellos ignoraban por completo, que ese vetusto panteón sepulcral guardaba el gran secreto, sólo conocido por los Sacerdotes Esenios, según recordará el lector de "Arpas Eternas"… o sea que allí tenía salida el "Sendero de Esdras", cuyo comienzo estaba en la sala de los incensarios, en el Templo mismo, que era la inexpugnable fortaleza desde donde el Sanhedrín ejercía su despótica autoridad sobre el humillado pueblo de Israel.

Pareciera una simbólica coincidencia, que aquel sendero subterráneo por el cual salvaron su vida tantos justos anteriores y posteriores al Ungido Verbo de Dios, y aun Él mismo cuando comenzó la persecución del clero Judío, tuviera comunicación y salida al panteón sepulcral de Absalón, hijo del Rey David, tronco del árbol milenario, de donde surgió la persona humana del Mesías enviado al país de Israel.

Era aquel panteón, como todas las tumbas reales de aquella remota época, o sea un amontonamiento formidable de gruesos bloques de piedra, ensamblados unos con otros de forma de resistir al embate de los siglos y de todas las contingencias humanas.

Habían pasado sobre las ciudades y campos de Israel, las terribles invasiones asirias cegando vidas de reyes y vasallos, destruyendo ciudades, pueblos, templos; devastando campos, entregados al saqueo y a las llamas, y esos monumentos funerarios resistieron las tremendas furias de los enemigos de Israel.

Allí no había tesoros que incitaran al robo y al pillaje, sino blancos huesos o heladas cenizas de los que un día ciñeron coronas reales y entonces nada significaban en la vida.

Sólo el amor fraterno de los Esenios, podía encontrar beneficio en ellos, para todos los perseguidos por la injusticia de los poderosos de la tierra.

Y en el siglo I de la era cristiana, fueron los sepulcros y los cementerios, lugares de espanto para todos los que brindaron amparo y refugio a las golondrinas errantes, que desde la cruz del Cristo sacrificado volaron hacia todas las regiones de la Tierra.

En aquella vasta sala de piedra, enmohecida por los siglos, pero limpia y ornamentada con las sencillas comodidades usadas por los Esenios, fueron a refugiarse los cuatro discípulos del Cristo, hasta que llegada la noche pudieran entrar en la ciudad. Grandes sacos de esparto llenos de paja servían de lechos de reposo; y la resquebrajada mesa de piedra para el embalsamamiento de cadáveres y las tinajas para el lavado y los bancos de los operadores, eran todo el mobiliario del sombrío y austero recinto, donde nada había que pudiera suavizar la adusta perspectiva.

Las inscripciones de las hornacinas y nichos, aparecían borrosas y gastadas por el roce mismo del tiempo, que al pasar va dejando su rastro bien marcado aún sobre la dura piedra.

Pedro y Matías eran de temperamento más sensitivo y un imperceptible escalofrío los estremeció ligeramente, al penetrar en aquel recinto sepulcral. Por las ojivas abiertas en lo alto de los muros, penetraban débilmente los postreros resplandores del sol poniente y las últimas golondrinas del otoño entraban y salían, enseñando a volar a sus hijuelos, listos ya para abandonar el nido.

Pedro los miraba fijamente y sus ojos enrojecieron próximos al llanto. —Creo que hemos hecho mal en volver tan pronto a Jerusalén —dijo Matías, que percibió la amargura reconcentrada de Pedro—. No haremos más que reavivar los dolorosos recuerdos y aplastar la poca energía que las últimas visitas del Señor dejaron en nuestro espíritu.

—En efecto —respondió Pedro—. Y estas avecillas que desesperadamente entran y salen apremiando a sus hijuelos a tender el vuelo, es un símil perfecto de nuestra situación actual. Nuestro Maestro fortaleció las alas de nuestro espíritu y nos apremia a volar por todas las regiones de la tierra, pero nosotros nos encerramos en este sepulcro, a la espera de la noche para entrar en la ciudad que le dio muerte y que acaso nos recibirá con azotes y lapidación.

De pronto, los cuatro se quedaron en suspenso, con los ojos muy abiertos y el oído atento... Y los cuatro cayeron de rodillas, porque juntos percibieron estas suaves palabras, como si fueran un eco que resonaba en lo hondo del Corazón: "En Jerusalén encontré la muerte y en Jerusalén volví a la vida gloriosa en el Reino de mi Padre."

— ¡Maestro!... ¡Señor!... ¡Ordena a tus siervos y haremos cuanto mandéis!... —clamó Pedro el primero, dejando Correr abundantes lágrimas de emoción. Los demás lloraban silenciosamente sumergidos en ese místico arrobamiento del alma que siente en torno suyo la presencia divina.

Siguió ese dulce silencio de meditación, que perdura en el ambiente y en las almas, cuando ha pasado por ellas un hálito de Divinidad.

Un eco rumoroso que parecía proceder de las entrañas de la tierra, les sacó de la dulce quietud; y un tanto alarmados prestaron atención al sordo ruido que se acercaba. Estuvieron a punto de echarse a correr cuando vieron que una hornacina vacía en un rincón de la cripta se abría lentamente y aparecía un hombre joven vestido con el oscuro sayal de los terapeutas y llevando en la mano una cerilla encendida. También él se sorprendió al encontrar huéspedes en el panteón, pero pronto se reconocieron y fraternales abrazos sucedieron al asombro y al temor.

Era el joven sacerdote esenio Irme, aquel que por tener un gran parecido al Maestro, se vistió y peinó sus cabellos como Él aquel día del primer sermón suyo en el Templo, repudiando las viciosas prácticas del Sanhedrín en cuanto a las ofrendas y los sacrificios de sangre en el ara del altar.

— ¿De dónde venís? —fue la primera pregunta que le hicieron los cuatro discípulos.

—Del templo… vengo obedeciendo el consejo de nuestro padre Elíseo. En la oración de la hora nona, Eleazar que estaba de turno ante el altar de los Perfumes, oyó la voz que le decía: "Conviene saber lo que pasa en la cripta de Absalón". Y fui yo el designado para venir a averiguarlo. ¿Qué os pasa, hermanos del Señor?

—Que somos muy cobardes —le contestó Pedro—. Hemos llegado de Galilea a la primera hora de la tarde y esperábamos aquí la llegada de la noche, para entrar en la ciudad. —Eso no es cobardía sino precaución —les contestó Irme—. Andan los espías del Sanhedrín como lebreles de caza, husmeando presas para devorar.

Ellos saben que mataron al Mesías anunciado por los Profetas y están viendo siempre a su espalda, el fantasma amenazador de una venganza, que no saben de dónde ha de venir.

—Creí que esos asesinos de inocentes no se acordarían más del crimen cometido —dijo Andrés.

— ¡Oh!, no lo creáis así. Es que han sucedido y siguen sucediendo cosas terribles en el Templo, y el Sanhedrín hace ayunos y viste sacos de penitencia y de cilicios para aplacar la cólera de Jehová.

—El Maestro nos dijo que no hay cólera ninguna en Jehová —arguyó Santiago.

— ¡Justo, hermano!..., esa es la doctrina del Hijo de Dios, pero no la del Sanhedrín. Para ellos existe la ira de Jehová, porque saben que asesinaron al Justo enviado por Él.

—Y, ¿se puede saber qué es lo que pasa en el Templo? —preguntó Matías con marcada curiosidad. —Pues que aparecen frases escritas con múrice rojo, que fueron dichas en otros siglos por los Profetas que anunciaron las vejaciones y tormentos que había de sufrir el Hijo de Dios. Y aparecen dentro del Templo y en sitios donde no es posible que entre persona alguna, después que el Comisario del Templo ha cerrado puertas y ventanas y se ha guardado las llaves.

— ¿Y quién escribe esas frases? —preguntó Pedro estupefacto.

—Ese es el secreto que el Sanhedrín quiere descubrir.

Últimamente han aparecido estas frases: "Será llevado como un cordero al matadero y él no abrirá su boca". "Será llamado varón de dolores". "Toda verdad saldrá de su boca y será llamado el Justo, el Fuerte, el Hijo del Altísimo, el Príncipe de la Paz". Y aparecen con el nombre del Profeta que lo dijo varios siglos antes de su llegada.

—Pero hablemos de vosotros —dijo Irme—. ¿Qué pensáis hacer por el momento?

—Ya te lo hemos dicho: entrar en la ciudad cuando caiga la noche.

— ¿Y después? —volvió a preguntar el sacerdote.

—Somos pobres gentes de Galilea, pero tenemos aquí palacios como hospedaje —dijo Pedro sonriendo de lo que él mismo juzgaba como un motivo de vanidad—. Y en esos palacios hay mayordomos encargados de proveer de cuanto sea necesario a los discípulos del Señor.

—Sois, pues, muy afortunados —añadió Irme— y me alegro mucho de ello. Creo que Ithamar y Henadad serán vuestras casas. —Justamente —contestaron los cuatro a la vez.

—Pues bien, ahora me toca el turno de haceros participantes de todos los secretos que los sacerdotes Esenios tenemos y los que iremos descubriendo en adelante

— ¿Secretos? —interrogaron los discípulos de Cristo.

— ¡Tendremos tantos! —Añadió Pedro— ya que nosotros mismos somos secretos vivos, puesto que tendremos que vivir como búhos, ocultos de la luz del día y ambulantes con las sombras de la noche.

— ¡No os quejéis de la vida! —Exclamó con gran dulzura el Esenio—. ¡No tenemos derecho a quejarnos después de lo que hemos tenido ante nuestros ojos!

— ¡Es cierto! —exclamaron los cuatro…

—Y yo soy el más cobarde de todos —añadió Pedro.

—Te aseguro que no lo seréis ninguno en adelante.

—Empezad con los secretos —dijo Santiago que estaba inquieto por conocerlos.

—En primer lugar debéis saber que esa hornacina que me dio salida, es la puerta de un largo túnel que llega hasta la sala de los incensarios. Ya sabéis dónde está.

—Sí, sí —contestaron— en la nave lateral de la derecha anexa a la sala de los ornamentos.

—¡Justo! Este camino subterráneo, que data desde la reconstrucción del Templo por el Profeta Esdras, se llama "Sendero de Esdras" y es completamente ignorado por el Sanhedrín y por todo el personal administrativo del Templo. ¿Vale el secreto?

— ¡Oh, Oh! y qué gran secreto es ese.

—Y ¡cómo hay que guardarlo! —exclamó otro.

— ¡Hasta con riesgo de la vida! —afirmó el Sacerdote—. Por él se salvaron los Sabios del Oriente hace treinta y cuatro años, cuando yo acababa de venir a este mundo. Por él se han salvado muchas veces nuestros ancianos sacerdotes y por él se salvó el mismo Ungido de Dios, cuando el Sanhedrín mandó a prenderlo en el Templo mismo, terminado su primer discurso. Y he recibido hoy la orden de nuestros Ancianos de poneros en conocimiento de este secreto, ya que sois los continuadores directos del Maestro, ante este mundo que Él os ha dejado en herencia para cultivar.

—Entiendo con esto que nosotros podemos hacer uso de ese camino subterráneo, en caso de necesidad — dijo Pedro.

—Justamente, hermanos, y para eso os lo he revelado. Y esta misma noche, en vez de entrar a la ciudad por la Puerta de las Ovejas, entraréis conmigo por el Sendero de Esdras, cuando el Comisario ha hecho la última inspección del Templo y se ha retirado con las llaves.

—Pero no podremos salir de allí nuevamente, puesto que el Templo estará cerrado y las puertas de la ciudad también —observó Matías.

—Debemos hacer un salvamento esta noche. Dejadnos hacer y vosotros sois nuestros cooperadores del exterior. ¿Tenéis algo de comer? Porque el camino es largo y debéis fortaleceros antes de marchar.

Los cuatro discípulos echaron mano a sus saquillos de provisión y entre todos dieron cuenta de lo poco que les quedaba.

—Vuestros equipajes quedan aquí más seguros que en ninguna parte. Y ahora vamos andando, porque en lo que resta de luz antes de la noche no recorreremos todo el camino. De entre una de las tinajas vacías, sacó Irme varias torcida de hilos encerados, los encendió y entregó a sus compañeros de subterránea excursión. Se puso adelante y en fila cerrada entraron por la hornacina, que fue nuevamente clausurada y comenzó la marcha. Pedro y Matías eran de alta estatura y debían doblar la cabeza para no chocar con las filosas salientes de la áspera techumbre.

¡También aquel tenebroso subterráneo le recordaba al divino Amigo que todo era luz, amor, paz y claridades de cielo, y que en los últimos días de su vida terrestre habíales salvado por ese mismo camino!

Llegados que fueron a la sala de los incensarios les sobrecogió el ánimo las profundas tinieblas- del Templo. Y más aún el nauseabundo olor de sangre, carne y grasas quemadas en los sacrificios del día, que al cerrarse puertas y luceras, quedaba concentrado allí dentro, en tapices y cortinados.

Antes que un santuario de oración y templo santo del Dios Invisible, parecía un antro mal oliente de bestias muertas y de grasas quemadas.

— ¡Luz, luz! por piedad —decían los cuatro apóstoles, habituados al aire puro de Galilea, a las brisas de su lago dorado y al perfume de las flores, los frutos y las mieses.

— ¡No sé cómo soportáis esta vida! —decía Pedro.

—Los amigos íntimos del dulce Rabí Nazareno, que oraba sobre los montes o a la vera de los lagos, no podéis comprender que los sacerdotes Esenios podamos orar entre esta nauseabunda atmósfera donde todo respira la pesadez de la animalidad. Irme apagó las cerillas después de haber hecho sentar a los cuatro compañeros en el estrado de la nave lateral en que estaban.

—Ahora —añadió en voz muy baja— haced de cuenta que estáis muertos, pues vuestro silencio debe ser absoluto. —Después de unos momentos de espera, sintieron un leve ruido en la techumbre, hacia la nave de la izquierda o sea frente a donde ellos estaban. Vieron un disco de claridad y comprendieron que era una ojiva que se abría desde afuera. Por ella penetró una grácil personita que vestía túnica blanca y el rostro cubierto a medias con la toca y el velo usado por las vírgenes del Templo. Y comenzó a deslizarse suavemente alrededor de la nave hasta llegar a la gruesa vara de plata en que se sostenía el Gran Velo del Sancta Sanctórum. Empezó a correrlo hacia ella lentamente evitando que las anillas produjeran ruido. Y cuando todo estuvo descorrido se dobló sobre él, y abrazándose de aquel grueso rollo de blanco lino se deslizó por él hasta el pavimento del templo. Entonces encendió una de las lámparas menores y comenzó su trabajo silencioso. Escribió sobre el velo del templo con un pincel mojado en múrice rojo las últimas palabras que pronunció Moisés antes de morir:

"Israel ha traicionado a su Dios. Será dispersado a los cuatro vientos del cielo. Palabras de Moisés."

Los discípulos de Cristo observaron que aquella virgen tenía los ojos cerrados cual si estuviera dormida. Y continuó escribiendo en el pavimento del Sancta Sanctorum, ante el altar mismo en que estaba el Arca de plata con querubines de oro, en que se guardaban las Tablas de la Ley y los sagrados textos: "Cuando los tiempos sean venidos, el Eterno os enviará un Profeta como yo de entre vuestros hermanos y pondrá su Verbo en su boca y ese Profeta os dirá lo que el Eterno le haya ordenado."

Continuará…

No hay comentarios: