5 de junio de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 7

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

"Y a quien no escuche las palabras que Él os diga, el Eterno le pedirá cuentas" (Moisés en el capítulo 18 del Deuteronomio). "Y el Sanhedrín de Israel ha despreciado la palabra del Enviado y le ha dado muerte sobre una cruz. Y el Sanhedrín de Israel ha merecido la terrible maldición de Moisés".

Hasta aquí había llegado la silenciosa virgen, cuando la vieron que apagó la lámpara y se encaminó al gran velo, que estaba doblado en numerosos pliegues, tal como ella lo había dejado, e iba a abrazarse de él, para volver a subir hacia la ojiva por donde entró, cuando sintieron que dio un suspiro prolongado casi como un gemido y se despertó.

— ¿Qué es esta oscuridad, Dios mío? —clamó con doliente voz. Imer se le acercó suavemente.

—Roda… Rodina, virgen de Jehová, no temas de mí que quiero salvarte la vida y pasada la media noche vendrán los Comisarios y Jueces del Sanhedrín, porque quieren descubrir quién escribe palabras terribles de Moisés y los Profetas y te condenarán a muerte por encontrarte aquí...

— ¡Oh, sí!, sácame de aquí que no sé qué espíritu diabólico me ha traído a este lugar —y, temerosa y temblando, se tomó de la mano de Imer. Este dijo a sus compañeros: —Corred sin ruido el velo del Templo, como antes estaba, y volvamos enseguida por donde hemos venido. —Y él condujo a la niña hacia la sala de los incensarios. Cuando todos estuvieron reunidos allí, en completa oscuridad, el sacerdote esenio les dijo:

—Tened dispuestas las cerillas, pero no las encendáis hasta que yo os avise.

Al poco rato de espera, sintieron ruido de cerrojos en los patios interiores, y luego rumor de voces apagadas que se acercaban.

—Era verdad el anuncio de que hoy vendrían. Ya están aquí. Salgamos —abrió Imer la puertecilla secreta del Sendero de Esdras, practicada en el fondo de una alacena con ropas de los Levitas, y haciendo salir a todos, se quedó el último para cerrar la oculta abertura. Encendieron las cerillas y el joven sacerdote les guió a un recodo que formaba el camino y donde había bancos para descanso y un cántaro con agua.

La jovencita aparecía blanca como la toca y el velo que la cubrían, y sus ojos llenos de espanto miraban aquellos hombres desconocidos, que la llevaban por aquel antro de tinieblas y de horror.

Pedro se llenó de compasión por aquella débil y misteriosa criatura, a la que había visto realizar un hecho de prodigioso esfuerzo y valor en estado durmiente y que ya despierta, estaba temblando de timidez y de espanto. —No temas nada de nosotros, querida niña, que no intentamos hacerte daño ninguno —le dijo con paternal ternura.

La jovencita se abrazó a él y comenzó a llorar silenciosamente. Un temblor convulsivo agitaba su cuerpo y por fin su cabeza lacia como una flor tronchada cayó sobre las rodillas de Pedro, que la sostenía.

Imer le hacía aspirar una redoma de esencia y le salpicaba el rostro con el agua del cántaro. La reacción tardaba y el débil cuerpo empezaba a enfriarse en las extremidades. Los hombres se quitaron los mantos apresuradamente y la cubrieron toda.

Ninguno comprendía por completo aquel enigma y ninguno hablaba. Pero todos ellos tenían el mismo pensamiento: "¡Señor!... ¡Cristo Ungido de Dios! ¡Ten piedad de esta criatura que fue tomada como instrumento por la Divina Justicia para despertar a los malvados que te dieron muerte!" La evocación silenciosa de Pedro fue tan formidable que de pronto se puso de pie; Todos los mantos cayeron al suelo y con la niña en brazos la levantó a la altura de su cabeza como si fuera una grácil figura de cera y dijo con una voz que lloraba:

— ¡Maestro mío, Hijo de Dios vivo! ¡Te ofrezco el cuerpo de esta virgen del Templo de Jehová como una hostia de propiciación a cambio de que le vuelvas la vida!... La niña dio un gran suspiro y se incorporó en el regazo de Pedro. Todos habían pasado un momento terrible.

—Gracias a Dios —dijo Imer— todo ha sido salvado. Ahora continuemos nuestro camino. —Pero esta criatura no podrá andar por sus pies observó Matías. —Sí que puedo —dijo ella, y se tomó confiadamente de la mano de Pedro. —Yo guiaré —observó Imer— y cuando te canses, Rodina, nos avisas, y por turno te llevaremos en brazos.

— ¿A dónde me lleváis y por qué me sacáis del Templo? —Ya te lo explicaremos después —contestaba Imer—. No tengas miedo que nada malo te ocurrirá.

Como advirtió Pedro, que su endeble compañera acortaba sus pasos y recién estaban a un tercio del camino, le dijo suavemente: —Ya no puedes más, hija mía, te llevaremos en brazos. Yo soy fuerte, ya lo ves.

Era tiempo, en efecto, pues a la pobre niña se le doblaron las rodillas y quedó sentada en el camino de piedra. Santiago y Andrés formaron silla de manos y Pedro puso en ella a Rodina, afligida y llorosa. — ¿Por qué me habéis traído?... ¿Qué vais a hacer conmigo?... —murmuraba la niña buscando en aquellos rostros iluminados por la opaca luz de las cerillas la respuesta que ninguno le daba.

Por fin llegaron al panteón sepulcral de Absalón, donde apresuradamente encendieron un buen fuego, pues todos sentían que el intenso frío del camino subterráneo parecía haberles penetrado hasta los huesos.

El sacerdote Imer, que conocía todos los escondrijos de los Terapeutas peregrinos, dueños de aquel lugar, sacó un ánfora de vino y otra de miel, que calentadas al fuego, pronto reanimaron las decaídas fuerzas de todos, no tanto por el esfuerzo realizado, como por las impresiones sufridas.

Recostaron a Rodina en uno de aquellos lechos de paja, la abrigaron convenientemente y Pedro le dijo: —Descansa y duerme hija mía, que yo, el más anciano de todos, te guardo y velo tu sueño. La paz sea contigo.

Sentados todos en los lechos de paja guardaron profundo silencio a una señal que Imer les había hecho. Y cuando estuvieron ciertos de que la niña dormía, se apartaron al más retirado ángulo del panteón y el sacerdote Esenio les dijo: —Os debo una explicación de todo lo que habéis visto y ahora os la daré.

Andrés y Matías acercaron sus bolsos de provisiones, consistentes en pan queso y frutas secas y los invitaron a compartir la frugal cena de media noche. Pedro puso nuevos troncos de leña al fuego y todos rodearon a Imer para escuchar lo que debía decirles. Empezó así su relato:

—Esa pobre jovencita tiene una historia penosa que nos conmueve a cuantos la conocemos. Diríase que es una privilegiada del dolor, que ella soporta con una serenidad casi estoica. No cuenta más que 17 años y es huérfana de madre. Su padre, casado con otra mujer, se vio obligado a desprenderse de la hija, que tuvo la desgracia de inspirar celos y odio a su madrastra.

Una tía, hermana de su madre, vive como viuda sin fortuna refugiada en el Templo y es la encargada del cuidado de túnicas y mantos sacerdotales, minucioso y penoso trabajo con que ella paga la manutención y hospedaje en un pabellón de los claustros sagrados. Allí cobijó a su sobrina Rodha, desde los 12 años. Era enfermiza y sufría desmayos frecuentes. Los médicos diagnosticaron histeria aguda y algunos, epilepsia.

Uno de nuestros ancianos sacerdotes, algo pariente de la tía Susana, comenzó a observarla y empleó tratamientos de nuestra terapéutica en procura de su curación, pero todo fue en vano.

Hasta que un día, en una de las veces que el Mesías Ungido de Dios vino a Jerusalén, tuvo la idea de que la tía y la sobrina estuvieran cerca de la puerta del Templo por donde El debía entrar y salir. Y llegado el momento y a indicación del anciano sacerdote Ismael, que lo conocía, la niña Rodha se arrodilló ante Él y le dijo: "Cúrame, Señor, que vivo muriendo de muchos males y Tú tienes poder para hacerlo". La niña tenía entonces 15 años.

El Hijo de Dios la miró como sólo El sabía mirar a las dolientes criaturas que le pedían piedad. Le tomó la cabeza con ambas manos, la miró fijamente a los ojos, hasta que ella se durmió y dormida habló así:

"¡Gracias, Señor, Ungido del Altísimo! Ya no estoy enferma y comprendo lo que me dice tu pensamiento.

Seré lo que tú me mandas que sea: un instrumento del Poder- Divino para despertar a los dormidos."

Y el Maestro, cuando la vio despierta, le dijo: "Mi Padre te ama y yo te bendigo en su nombre, hija mía. Hazlo como acabas de prometerlo y yo te recordaré siempre". Desde ese día no tuvo mal ninguno y tan animosa y decidida se tornó, que conquistó para el Cristo Divino a todas las viudas y vírgenes del Templo, que son cuarenta y siete.

Cuando supo la prisión del Ungido del Altísimo, sufrió una terrible crisis y durmió durante

tres días seguidos, en los cuales no tomó ni una gota de agua. Se despertó el domingo a mitad de la mañana con un cansancio como si hubiera hecho un enorme trabajo. Le fue pasando poco a poco y siguió su vida normal. Incansable para el trabajo y el estudio de los Libros Sagrados, vive la vida de una mujer madura y no de una jovencita; y cuando acompaña los cánticos con su cítara y canta los solos, hace llorar a las piedras porque da su alma y su vida toda en su expresión y su palabra.

Y… últimamente, en estado de durmiente, ha comenzado a hacer lo que vosotros habéis visto esta noche y que sólo los sacerdotes esenios conocemos, por el aviso de la tía Susana, que la veía levantarse y la seguía en las primeras noches.

El Sanhedrín está en ascuas, sin poder descubrir lo que pasa, atribuyéndolo a fuerzas diabólicas y a magia negra. Hasta que en la asamblea de ayer dispusieron penetrar cautelosamente en el Templo a media noche, con los Jueces y Comisarios, soldados y guardias, y quedó ya condenado a azotes y lapidación si era un ser de carne y hueso; y que se harían exorcismos mayores si era obra de espíritus infernales.

Todos los que por el Sanhedrín fueron excluidos de la condena del Ungido, han renunciado con diversos pretextos, desde que comenzaron a aparecer las misteriosas escrituras en diversas partes del Templo y han pensado que todo esto es anuncio de que se acerca la justicia de Dios, por el horrendo crimen cometido por el Sanhedrín. Y han tomado las misteriosas escrituras como el terrible Manch-Thecel-Phares, que apareció a Baltasar, rey de Persia, y que le descifró el Profeta Daniel como anuncio de la terrible invasión enemiga que le costó el trono y la vida.

Por eso os dije cuando esta tarde os encontré aquí, que teníamos que hacer un salvamento. Y ya está hecho. La niña ésta, no puede ni debe volver al Templo y hemos convenido con su tía Susana y su pariente, el sacerdote Ismael, que se dirá, si alguien pregunta, que la joven tomará esposo y quedará en su nuevo hogar. Ahora os pregunto a vosotros ¿Podéis hospedarla en vuestro hospedaje?

Pedro contestó enseguida: —Claro que sí y es un deber ineludible. En el palacio Henadad, del cual tengo llaves y que está destinado a albergar a los amigos de nuestro Señor y Maestro, puede estar Rodha y acaso con más derecho que muchos, por cuanto el Señor le dio su protección y su amor. Eso está solucionado. Déjalo por mi cuenta, que este humilde servidor del Mesías será, desde hoy, como su padre.

—No esperaba menos de vosotros, discípulos del Hijo de Dios. Bien cumplido fue el aviso de nuestro Padre Eliseo que nos mandó a la Cripta de Absalón a saber lo que pasaba en ella.

—Era que unos pobres hombres del pueblo, aprendieron del Verbo de Dios el amor fraterno que remedia todas las necesidades —dijo conmovido Matías. Y cuando a la madrugada se encaminaron a la Puerta de las Ovejas, llevaron a Roda cubierta con un manto oscuro, para ocultar su blanca túnica que hubiera llamado la atención, y como a una hija endeble Pedro la llevaba de la mano.

El Sacerdote Imer se dirigió por otro camino a casa de sus ancianos padres, que estaban alarmados porque en toda la noche él no había vuelto a su casa.

A Rodha… le esperaba en el palacio Henadad, hogar de los amigos de Jeshua, la amistad de muchos hermanos y el amor del compañero que la Ley divina le tenía destinado. Al siguiente día muy de mañana cada uno de los cuatro discípulos se lanzó a las calles de Jerusalén aún sumida en la quietud de la noche.

Sólo en la plaza del mercado y en las puertas de la ciudad, se percibía algún movimiento de vendedores ambulantes, que conducían al hombro o sobre asnos sus mercaderías para la venta.

Pedro se dirigió de inmediato hacia la Puerta de Joppe, para salir al campo y volver a ver la trágica montaña donde murió su amado Maestro. Quería mirar de nuevo, aquel sepulcro en que su sagrado cuerpo había estado dos días y dos noches. Quería comprobar si no había sido encontrada la cruz en que El entregó al Padre su glorificado espíritu y que él con José de Arimathea y otros discípulos habían enterrado en un sitio que sólo ellos sabían.

Grande fue su sorpresa… cuando al llegar al pie de la colina trágica, la encontró transformada por completo. Había desaparecido la escabrosidad del montículo, como si una guadaña gigantesca hubiera cortado a ras las aristas y salientes rocas de los barrancos pedregosos.

Aparecía sembrado de verde césped y una cerca rústica de piedras rodeaba todo el montículo hasta llegar al sepulcro aquel en que el augusto Mártir fuera sepultado.

Y Pedro se quedó paralizado de asombro y sentándose sobre el césped en el sitio mismo en que estuvo la cruz de su Señor, se fue sumiendo en honda meditación hasta que una emoción profunda inundó sus ojos de llanto y su alma de infinito amor.

¿Quién había obrado aquella gran transformación? Y cuando pasado el primer momento de oración, de amor y de lágrimas, -empezó a observar los alrededores-, se dio cuenta de que muchas sepulturas habían sido abiertas en los peñascos que aparecían continuando la cerca que encerraba el montículo tapizado de verde césped. Y en el sitio mismo de la crucifixión, habían levantado un pequeño obelisco de bloques de piedra blanca y en el que había esta sola inscripción en árabe y en latín: PAZ.

Pedro continuaba pensando. De pronto se dio una palmada en la frente y dijo: — ¡Simónides! ¡Aquí anduviste tú, Simónides!... Pedro había acertado a descifrar, el enigma. En la semana Siguiente a la crucifixión, el sagaz anciano que era un lince para realizar estupendas combinaciones, había mandado al Scheiff Ilderin a comprar al Gobierno romano, la pequeña colina del Gólgota que sólo tendría unos doscientos metros cuadrados.

Le horrorizaba, que continuara siendo el infame Monte de las Calaveras, donde se ajusticiaba a todos los bandidos de la Palestina. Su corazón, enamorado de su soberano Rey de Israel, le exigía transformar aquel paraje en algo sagrado, venerable, santo. Simularían que esa tierra era comprada para sepulturas de los residentes árabes que morían en Jerusalén.

Y a tal fin lo compró para Simónides el Scheiff Ilderín, que mantenía buenas relaciones con el Gobernador Pilatos, representante del Gobierno Romano.

Lo menos que pudo suponer Pilatos, era que tal adquisición la hiciera un servidor y amigo del Profeta

Nazareno que él dejó crucificar. Fue satisfacción para él hacer entrar buen oro a las arcas del César por una tierra estéril e inútil, que todo ser viviente despreciaba y maldecía. Pedro cayó de rodillas al pie del blanco obelisco y se abrazó como si hubieran sido los pies sangrantes de su amado Maestro, sacrificado en aquel mismo lugar.

El despreciado Monte de las Calaveras o Gólgota, había sido transformado por el amor de los amantes de Jeshua, en un recinto de paz, de sosiego y de oración: En un humilde jardín cementerio, última morada donde terminan las vidas humanas.

17.- EL APÓSTOL ZEBEO

Nuestro lector, recordará que dejamos a Zebeo en el despacho de Filón, desahogando su pena en el noble corazón del sabio, que tan oportunamente se le brindaba como un padre en la soledad de su vida.

El dolor de aquel adiós mudo de Matheo, el último amigo y compañero de la tierra natal que le quedaba, estrujó el corazón de Zebeo hasta producirle esa terrible sensación de abandono, de soledad absoluta, de punto final de una tragedia que había comenzado en un huerto de olivos centenarios en las afueras de Jerusalén y venía a terminar para él en el Valle de las Pirámides faraónicas, recordatorio de piedra de lo que había sido y no era ya más.

Y pensando en la similitud que veía entre los monumentos y su propio corazón, dijo a media voz, enjugándose dos gruesas lágrimas que temblaban en sus ojos: — ¡Tampoco en mí mismo existe ya nada más! Paréceme que comienzo a ser una momia que anda —y cuando dio media vuelta para tornar a la ciudad que aún dormitaba en la quietud de aquel amanecer, percibió en la sombra una blanca claridad, formada por los gruesos pilares que flanqueaban la puerta, al mismo tiempo que en su yo íntimo se levantaba como un enérgico desmentido de aquellas frases que había dicho a media voz al ver perderse a Matheo camino del desierto: — ¡Existo yo viviendo en tí mismo y esperando el cumplimiento de nuestros pactos eternos!

— ¡Maestro!... —gimió Zebeo—, ¡perdón!..., esta infeliz materia olvida siempre lo que es eterno y divino para aferrarse como raíz a la tierra, a lo pasajero y deleznable.

La escena referida ya, entre el sabio y el apóstol de Cristo, nos pone de manifiesto la comprensión y afinidad que se estableció de inmediato entre ambos. Diríase que el Divino Amigo desaparecido, seguía tejiendo redes de amor entre los que le amaban.

— ¡No me digas nada Zebeo! Yo sé también lo que es dar un adiós como el que tú acabas de dar. Pero a los sesenta años se saben más cosas que a los treinta y siete que tienes, y por tanto puedo hablarte con experiencia de la vida y de las cosas.

El amor… es un incansable creador de bellezas en pensamientos, en obras, en hechos de una sublimidad que nos asombra y maravilla. Pero si al amor se le une en compañía el dolor, créeme, Zebeo que el hombre por lento que corra en la senda del ideal, se transforma en un creador gigantesco e invencible.

El amor y el dolor, para ser fecundos, han de marchar siempre unidos en el alma humana a la cual le sirven de alas poderosas para escalar las cumbres del Conocimiento y de los internos poderes a que está llamada la Divina Psiquis, desde que la Eterna Energía encendiera su lámpara inmortal.

¿Sabemos acaso ni tú ni yo Zebeo, lo que podrá producir en un futuro cercano todo ese amor tuyo, sacrificado al deber que significa para tí el haber sido hecho un apóstol del Cristo en la hora final de su Mesianismo? —A veces pienso que Él se equivocó al elegirme —contestó con sinceridad Zebeo en quien predominaba el sentimiento de su pequeñez e incapacidad.

— ¡No!... El no se equivocó Zebeo, te lo aseguro yo. "Dios da su luz a los humildes y la niega a los soberbios", decía el Divino Maestro, y Él conocía la humildad de tu corazón y que merecías por ello la Divina iluminación. Quizás El tuvo esa misma visión en sus doce elegidos. — ¿Y cómo es que falló en el infeliz Judas? —preguntó Zebeo, temeroso de que en él mismo hubiera fallado la visión del Maestro. —Tú también lo piensas así y la mayoría lo pensará como tú.

La noche misma de la tragedia de Getsemaní, acudió Matheo a mi habitación en el palacio de Ithamar y al referirme la actuación de Judas, comprendí la terrible tragedia de esa alma atormentada por los celos.

¿Qué son los celos? Es el sobresalto, la inquietud, el espanto del alma ante la posibilidad de no ser correspondido en un gran amor.

Judas vivió con el terror y el espanto de que su Maestro no le amase, en la medida que él lo deseaba. Ha debido sufrir indecibles tormentos en el tiempo que ha vivido a su lado. Comprendiendo que su hosco y huraño temperamento, no era apto para merecer las ternezas suavísimas del Gran Elegido. ¡Pobre Judas! En la locura de su gran amor no correspondido, dio un salto sobre el abismo, aunque semi-inconsciente de lo que arriesgaba y de lo que podía perder.

Creyó hacer la obra cumbre con que todo Israel soñaba: Levantar a Jeshua sobre el trono milenario de David y Salomón. Y apresuró la subida al patíbulo de infamia que el Cristo había vislumbrado a sus veinte años, en la víspera de su consagración como Maestro de almas en el Gran Santuario de Moab.

Ahora bien. Vuelvo a mi teoría de que el amor unido al dolor, hace volar a las almas a cumbres no soñadas. El gran amor de Judas hacia su Maestro; estaba sólo. No era fecundo y sólo le producía celos, espanto, sobresaltos, inquietudes. Ahora se le ha unido al dolor, el terrible dolor de haberle apresurado al martirio y de aparecer ante sus compañeros y ante toda la humanidad, como un vil traidor al gran Ungido que le había curado sus heridas del alma y lo había admitido a su escuela íntima, formando con El una sola familia.

¿Sabes Zebeo… lo que será para Judas este dolor? Y si este dolor no lo enloquece o lo mata, lo hará no lo dudes, el más sublime y heroico de los doce apóstoles del Cristo. Y lo será en la sombra, en el olvido, sin que nadie lo sepa... ignorándole para siempre toda la humanidad, que durante siglos y siglos le aplastará con su odio y su maldición. Judas será el monstruo horrendo, símbolo eterno de todo lo más malo que haya salido de la humana criatura. Y él lo sabe, lo siente en todas las fibras de su carne y en todas las percepciones de su espíritu...

¿Pero, tú has estado con él después de la tragedia? —preguntó asombrado Zebeo ante las afirmaciones que escuchaba. — ¡No!... No le he visto más. Te asombras de que haga el detalle de cuanto le pasa. ¿No te dije al iniciar esta conversación, que a los sesenta años de estudio sobre la vida y sobre las almas, se puede saber de todo ello algo más que a los treinta y siete que tú tienes? — ¡Es verdad maestro Filón!... Había olvidado eso.

Ahora comprendo, por qué nuestro Maestro no tuvo ni una palabra de condenación para Judas, cuando luego de la última cena íbamos al Huerto, a la oración acostumbrada. "¡Pobre amigo! no sabe lo que hace" fue lo único que el Maestro dijo.

La palabra se cortó en los labios de Zebeo y sus ojos se cristalizaron de llanto. — ¡Y yo lo he condenado! —dijo luego en un hondo clamor... —El mal pensar nos rodea y nos envuelve de tal manera, en nuestro plano físico, que solamente los seres muy evolucionados pueden sustraerse a él —contestóle Filón—. Tú condenando a Judas, llevado por las apariencias has obrado como todos. Lo que debe absorber todo tu interés desde este momento, es el lograr ponerte a tono con el augusto Maestro que te eligió para su intimidad. — ¡Ponerme a tono con El!... ¡yo con Él!... —exclamó con supremo desaliento Zebeo.

—Sí, ¡tú a tono con Él! No hay otro camino para conseguir las grandes realizaciones, con que soñamos siempre los que buscamos ese algo superior a todo lo visible que llamamos, Luz Increada, Eterna Idea, Verdad Única.

Para tí, Jeshua de Nazareth es la Estrella polar, porque en su contacto divino ha despertado tu conciencia. Para mí lo fue Moisés, cuarenta años atrás, cuando sólo contaba yo con veinte años de edad. Más feliz que yo, tú has vivido al lado del Maestro en cuerpo físico y has sentido el calor de su aliento, has estrechado sus manos y has reposado tu cabeza en su corazón; te has mirado en sus pupilas mansas, y has escuchado la cadencia suave de su voz.

Moisés se me presentó a mí, como el genio tutelar de mi raza y lo amé sin conocerlo, cuando habían pasado sobre su vida de hombre, quince largos y pesados siglos. Más, como el amor desinteresado y puro atrae al amado con un cable de oro y diamantes, atraje yo, pequeña hormiga terrestre, al gran Genio transmisor de la Ley Divina a la humanidad. Y Moisés fue conmigo desde la altura de sus cielos de luz.

Si eres perseverante a mi lado, te daré a leer los originales de los dictados sobre su vida, sus libros, sus largos estudios en los Templos de Menfis y su iniciación en los misterios ocultos de la antigua sabiduría de los hierofantes egipcios.

Lo que relata el pergamino de Kaleb hijo de Jhepone, que encontró Jeshua en la Sinagoga de Nehemías, es una brevísima síntesis de la biografía del gran hombre, que en su época fue tan incomprendido mucho más aún que lo es la augusta personalidad de Jeshua.

Como me elevó Moisés a ponerme a tono con él, para hacerme capaz de servirle de instrumento de manifestación de la verdad, te elevará Jeshua a ti y a todos sus íntimos elegidos, para continuadores de su obra a través de las edades y de las incomprensiones humanas.

La humanidad padece error cuando encuentra distancias insalvables entre los grandes de ayer y los que siguiéndoles, pueden ser grandes hoy, entrando de lleno con fe y amor en la onda vibratoria en que Dios viven eternamente en lo Infinito.

El Universo es Unidad, es Solidaridad, es Armonía perfecta; Unidad, Solidaridad y Armonía perfecta entre los millares y millones de soles y estrellas que pueblan los abismos siderales, y entre las millares de

Inteligencias Superiores, que impulsan la evolución de las humanidades que los habitan.

Y todo ese admirable conjunto, sumergido en la misma Luz Increada, viviendo de la misma Eterna Energía, desenvolviéndose al impulso de la misma Potencia Creadora que les vivifica y anima, con el mismo amor y conforme a la evolución de cada chispa emanada de su infinita fecundidad.

¿Dónde están, pues, las distancias insalvables, las imposibilidades invencibles, las puertas infranqueables?

Zebeo, mi hijo de la vejez: tú has oído alguna vez a Jeshua, tu Maestro, que "El amor es el mago divino que salva todos los abismos". Abel lo decía también a sus Kobdas de la prehistoria, y Moisés me lo mandó grabar a punzón sobre un bloque de basalto, que conservo a la cabecera de mi lecho. ¿Has comprendido Zebeo lo que este nuevo padre tuyo ha querido decirte?

—Si maestro Filón, lo he comprendido. Me falta solamente ser a tu lado un hijo fiel y perseverante, para seguir a mi gran Maestro con igual decisión con que tú seguiste al tuyo.

Después de esta conversación, llevó Filón a Zebeo hacia la galería anexa a la Biblioteca, donde se abrían las Celdas de los Estudiantes que desde lejanos países acudían por temporadas o permanentes a buscar la Verdad Divina, bajo la dirección del sabio alejandrino. Una de aquellas celdas era la alcoba del propio Filón, y abierta de par en par puerta y ventana le permitió a Zebeo observarla ligeramente.

Era la alcoba austera de un anacoreta, de un idealista, de un pensador. Todo revelaba en ella al hombre de meditación y de estudio. Un Moisés meditabundo y solitario, sentado en un peñasco en el sombrío valle de Horeb, era la pintura mural que aparecía tras el respaldo de un pupitre lustroso por los años y por el uso.

Aquel Moisés estremecía el alma, porque su imponente figura irradiaba fuertemente una ansiedad febril, una angustia de muerte, mezcla indefinible de cansancio, de decepción, de anhelos insatisfechos, de interrogantes sin respuesta. Era la encrucijada terrible, el instante crítico y supremo en que el alma del gran hombre, ya cargado con todos los misterios y arcanos de su larga Iniciación en los Templos de Tebas y de Menfis, sentía la interna voz que le llamaba a la vida activa de "creador y organizador de una humanidad apta para recibir el gran legado del Eterno Invisible”: la Ley que había de formar la conciencia de esa Humanidad. Y en derredor suyo sólo aparecían montañas escabrosas y abruptas... ovejas silenciosas que pastaban, cisnes y gaviotas que flotaban en la aguada azul cerrada de juncales y de lotos...

Y Zebeo creyó encontrar marcada similitud entre el momento aquel del Moisés de la pintura mural y su propio momento actual. Y se quedó como clavado sobre el pavimento con sus ojos fijos en la sombría mirada de aquel Genio que parecía escrutar el horizonte y seguir el vuelo de las gaviotas... y aspirar ansioso la aparición de la primera estrella.

Y por fin… con la voz trémula de emoción preguntó a media voz: — ¿Qué piensa ese Moisés?... ¿qué quiere... qué busca en esa soledad?

—Lo que pensamos y queremos todos los soñadores del Ideal Eterno, en esos rudos y tremendos instantes en que sentimos la voz interna del Ego, que nos impulsa a la acción y nos vemos aherrojados por todas las impotencias a que nos condena la materia, el medio ambiente que nos envuelve y la egoísta humanidad que nos cierra todos los caminos —le contestó Filón con ese fuego que da la convicción de estar sintiendo y diciendo la verdad. —Todo es grande en los grandes hombres —continuó el sabio con creciente fervor—, pero ningún momento lo es más en mi concepto, que el momento culminante y único en que el alma encuentra su verdadero camino y se lanza por él, decidida a no abandonarle nunca, hasta haber llegado a la meta de todas las realizaciones.

—Yo me veo en ese momento —dijo tímidamente Zebeo—, y pido a mi Maestro desde el fondo del alma que su luz me descubra la senda que El me tiene preparada.

—Medita en soledad como ese Moisés en Median, y allí serás iluminado - -díjole el sabio, siguiendo por la galería de la celdas para indicar a Zebeo cuál sería la suya. Varias puertas entornadas indicaban estar algunas ocupadas. Por fin llegaron a una con puerta y ventana abiertas, y por sobre el pupitre de las meditaciones, ostentaba también un Moisés que a la puerta de la gruta de sus grandes visiones encontraba un hilo de agua brotando de un peñasco, y él bebiendo con esa sed intensa del que siente abrasadas sus entrañas. — ¡Esta será la mía! —gritó Zebeo entrando decididamente. ¡Gracias Maestro Jeshua porque aquí me darás de beber!

Filón… emotivo en extremo, le abrazó con ternura paternal y le dijo: — ¡Bien hijo mío! Te dejo pues en tu casa para todo el tiempo que quieras habitarla. —Y el sabio le dejó solo.

Hasta el mediodía que fue llamado a la comida lo ocupó en revisar cuanto tenía a su disposición en aquella vasta celda que, como todas, más parecían salas de estudios y recintos de oración que alcobas de habitación cotidiana.

Un diván de reposo, semi oculto por una pesada cortina de damasco, en el más lejano ángulo del recinto, una mesa adosada a una estantería en otro ángulo, en la cual se veían punzones, compases, escuadras, plaquetas de arcilla, telas enceradas, pergaminos en gruesos rollos, cartapacios de abultado volumen y extendido en la muralla inmediata, un gran mapa de los continentes, pueblos, ciudades, ríos y montañas conocidas entonces. Un fuerte taburete de trabajo frente a la mesa, un sillón tapizado de piel de antílope ante el pupitre y un grueso esparto sobre las lozas del pavimento, era cuanto había en la habitación de que tomaba posesión Zebeo.

Todo serio, austero, con cierta belleza solemne... pero por sobre todo aquello, el Moisés sediento, bebiendo con ansia indefinible del hilo de agua cristalina que brotaba a la puerta de la gran caverna de sus visiones, tenía como electrizado al futuro apóstol de Jeshua a quien parecía asustar la grandeza austera de Moisés, y el recuerdo le traía la dulce figura de Jeshua su Maestro y con el pensamiento se refugiaba como un niño medroso entre aquel manojo de lirios de Jericó que tan suave y tierno fuera a su corazón.

— ¡Maestro Jeshua!... ¡Mi Maestro! —murmuró a media voz sintiendo su corazón estremecido de amor. ¡Tú serás todo para mí, en el camino que inicio en seguimiento tuyo: báculo en mis andanzas por los desiertos, piloto en mi barca sobre el mar, antorcha en las selvas tenebrosas y estrella polar en todos los horizontes hasta donde alcanza mi vista, de eterno peregrino en medio de la humanidad!

Y sin poderlo evitar, cayó de rodillas en medio de la sala y su cabeza se dobló sobre el pavimento, mientras sus labios sollozantes murmuraban en entrecortadas frases casi inteligibles: ¡Soy un montoncito de tierra a tus plantas soberanas Maestro Jeshua y sólo pido en este instante tu luz, tu paz, y tu amor!

Sintió la frescura de un aliento divino sobre él y como si una extraña fuerza le levantara de su postración. ¡Era El que acudía a su llamado intenso y ferviente! — ¡Zebeo! ¡Mi montoncito de tierra!... ¡que vengo a fecundar para que me rinda el ciento por uno de flores y de frutas, para la inconsciente humanidad que sacrifica a todos los que la aman y buscan redimirla! ¡No vaciles ni temas que Yo voy ante ti para ser todo cuanto has pedido, báculo, antorcha y estrella polar en todos tus caminos y bajo todos tus horizontes!

La inundación de luz, de paz, de amor infinito, se fue diluyendo suavemente en la penumbra dorada, que entraba a medias por la entornada ventana de la celda sombreada de grandes palmeras, donde cantaban los mirlos en la gloria de aquel esplendente sol de mediodía.

La campana llamó suavemente, y por aquella larga galería silenciosa y severa como un claustro, desfilaron los estudiantes con sus túnicas pardas y pelerina blanca, que los igualaba a todos: príncipes y vasallos, labriegos o pastores, en forma que en las aulas del sabio de Alejandría, sólo eran Estudiantes, buscadores de conocimientos y de sabiduría.

El comedor de los Estudiantes discípulos de Filón, era modesto y austero como todo lo demás. Largas mesas cubiertas de blanco mantel, cómodos bancos dobles de alto respaldo, en que cabían dos personas holgadamente, y sobre las mesas aparecían las viandas en grandes fuentes y cestillas, de donde cada cual se servía a satisfacción y gusto.

Era el sitio y la hora de compañerismo, de amenas conversaciones, que no disminuían su alegre locuacidad ni aún el día sábado en que comían junto con ellos el maestro Filón y los profesores que lo ayudaban en las tareas de la enseñanza: el profesor de latín, la lengua de Roma, señora del mundo por entonces. El profesor de griego, el idioma del país de Ptolomeos fundador y sostenedor de la Escuela, Biblioteca y Museo de Alejandría, y cuya memoria vivía imborrable a pesar de las centurias transcurridas. Los profesores de Historia y Ciencias Naturales, y por fin el Arqueólogo y arquitecto del Museo y los dos Bibliotecarios, que satisfacían gustosamente todas las curiosidades sobre nuevos hallazgos en el Valle de las Tumbas Reales, en los jeroglíficos de las criptas y en los viejos papiros que llegaban de todas las partes del mundo destinados a la célebre Biblioteca de Alejandría.

El día que nos ocupa, tuvo la comida un incidente más: la presentación de Zebeo a todos los estudiantes que serían en adelante sus compañeros de estudios y de vida. Venía de la Escuela íntima del Profeta de Israel, del Genio Bueno del Jordán, del Mesías Instructor de la Humanidad, que habían anunciado desde seis siglos antes los profetas, augures y videntes de todas las Escuelas de Divina Sabiduría existentes en el mundo de entonces; el que habían anunciado los astros, en la admirable y maravillosa conjunción de Júpiter, Saturno y Marte, la noche de su nacimiento...

En esta solemne presentación estaban, cuando un nuevo comensal apareció en la puerta del gran comedor, vestido también con la túnica parda y la pelerina blanca que usaban todos, profesores y alumnos, de puertas adentro en las severas aulas del maestro Filón: era el anciano príncipe Melchor de Heliópolis, que invitado por Filón para ese día de la incorporación de Zebeo a las aulas, no podía faltar y apoyado en el brazo de su criado y en su bastón de encina, saludó desde la puerta a todos y buscó con la mirada profunda al apóstol de Jeshua… que corrió hacia él y cayendo a sus pies, se abrazó de sus rodillas.

El anciano le hizo levantar y abrazándole tiernamente le dijo: —En tí abrazo nuevamente a Aquél que fue y será el centro de nuestros grandes amores.

Filón le hizo sentar en la cabecera de la mesa, y él y Zebeo se colocaron a ambos lados del anciano.

Era pues aquél, un día de gloria para el estudiantado de aquella célebre Escuela, conocida ya en todo el mundo civilizado de entonces, como la meta de todas las aspiraciones científicas y de los más elevados conocimientos a que podían llegar los más ansiosos buscadores de Verdad y de Sabiduría. La Escuela de Alejandría, era el broche de oro que cerraba toda carrera intelectual en aquella época.

La escena de ternura entre Melchor y Zebeo, puso la nota íntima de intensa emoción en todos los que estaban presentes en aquel comedor, cuarenta y siete estudiantes de diversas ciudades y países, una decena de profesores, algunos celadores y auxiliares, y entre todos ellos, el príncipe Melchor, Hierofante de los Templos de Tebas y de Menfis y el Director vitalicio de todos aquellos establecimientos de Ciencias y de Artes. Era pues un selecto núcleo, que lastimaba la extrema modestia de Zebeo, en obsequio del cual se hacía aquella demostración.

Y con temblorosa voz, sólo pudo decir: —Os doy las gracias a todos, pero sé muy bien que no es a mí a quien lo hacéis, sino a mi gran Maestro sacrificado por la verdad, Jeshua de Nazareth.

Melchor y Filón se pusieron de pié, con la diestra levantada en el signo de bendición de los Maestros. Los demás les imitaron y todos los ojos se clavaron en Zebeo, sobre el cual parecía resplandecer la divina irradiación del Cristo.

18.- EN EL LAGO MERIK

Otra vez… las dunas amarillentas del desierto, que riega el Nilo con sus caudalosas corrientes, haciendo surgir verdes praderas y frescos oasis, donde los hombres y las bestias se resguardan de los ardientes rayos del sol.

Los tres Apóstoles del Cristo, Zebeo, Juan y Matheo con Leandro, Narciso y Boanerges, pasaban las horas largas en la sala biblioteca, sumidos entre rollos de papiros, pergaminos y cartas geográficas, en un estudio a fondo de las milenarias historias, poemas, leyendas, tragedias humanas de épocas remotas, perdidas en la noche oscura de los tiempos que fueron.

Querían continuar y dar término a la obra comenzada por el Divino Maestro: reconstruir la historia de la humanidad, a través de las edades y de las incontables vicisitudes y cataclismos que habían llevado a la humanidad terrestre hacia abismos y precipicios, por cumbres y llanuras, por peñascales desiertos y por praderas vestidas de flores…

Él…había recolectado abundante documentación, en los Archivos de los Santuarios Esenios, en los Archivos de Ribla, de las ruinas de la antigua Tadonor a extramuros de Palmira, de dos viejos templos de Tapsaco y de Belesis que los solitarios del Monte Hermon, le dieron a revisar en una de sus visitas y, por último, los que recogieron juntamente con Filón de Alejandría y el Príncipe Melchor, en el hipogeo de Mizraim, en el Valle de las Pirámides, cuando El contaba veinte años de edad.

Esa recolección monumental, estaba aumentada con la documentación recogida por Matheo en Nadaber, en el viejo torreón-fortaleza, que fuera morada de la reina Saba de Etiopía; más lo recogido en el Templo subterráneo de Estambul a la muerte de los dos últimos sacerdotes que lo guardaban; y los que Filón y Melchor habían dejado en herencia a Zebeo.

Eran más que suficiente para llenar, no los días y horas de seis hombres, sino para una veintena de académicos ansiosos de levantar el pesado velo de edades pretéritas y desentrañar la verdad encerrada en ellas, desde los comienzos de la especie humana sobre la tierra.

Resolvieron dividir el trabajo en tres porciones, y cada porción sería revisada y estudiada por cada grupo formado entre los más capaces de realizarlo, estando en cada grupo uno de los tres Apóstoles del Señor.

Llamaron pues, a Felipe y Nicanor… que también conocieron y escucharon al Divino Maestro en sus grandes enseñanzas, pues estaban entre los setenta y dos discípulos que El llevó al Monte Carmelo, el día de su despedida de los solitarios de dicho Santuario. Felipe además estuvo en contacto con Él desde niño en que unos pastores dependientes del Santuario del Tabor, habían protegido su orfandad.

Fueron llamados también a reforzar la Academia, Dionisio de Caria, Marcelo de Ostia y Livio de Marsella, los tres excursionistas de la ciudad subterránea, que habían demostrado no solo su capacidad como intérpretes y traductores de lenguas muertas; sino su gran entusiasmo por la historia, la antropología, la arqueología, ciencias atrevidas y audaces, que levantando velos y removiendo escombros y sepulcros y montañas, han conseguido leer todo cuanto escribieron en la piedra las edades que pasaron.

Las traducciones de lenguas muertas las tomaron Leandro, Narciso, Dionisio, Marcelo y Livio, que en sus largos años de estudio en los Templos de Menfis y de Tebas, estaban muy familiarizados con las originales formas de expresión y ocultos símbolos, con que las arcaicas escrituras expresaban el pensamiento.

Los tres Apóstoles… Juan, Matheo y Zebeo, con Boanerges, Felipe y Nicanor, se dedicaron a la revisión de los escritos del maestro Filón, del Príncipe Melchor y a los que Matheo había traído de Nadaber y de Estambul.

— ¿Y por qué no has comido? —le preguntó—. ¿No tienes padres ni hogar? — ¡Oh señor!... soy hijo de una esclava que murió hace diez días de un mal contagioso y los amos me arrojaron de casa porque puedo tener el mal de mi madre. —Y ¿es tuyo este barquillo? —le preguntó Zebeo. —Sí señor, es la única herencia que pudo dejarme mi madre. — ¿Me resistirá a mí? —Oh señor, podemos embarcar hasta cuatro hombres en él. No tengas miedo. —Y el chicuelo plantó su remo en la arena y Zebeo saltó a bordo.

—Aquí traigo comida para varios como tú y vamos a comer juntos para iniciar nuestra amistad —dijo Zebeo abriendo el bolso que era una sorpresa para él, pues ignoraba su contenido. Apareció primeramente una bolsita de blanco lienzo que contenía pan. Luego un cestito cerrado con queso, dátiles, higos y uvas secas. Otro cestillo cerrado con huevos de ganso cocidos, trozos de aves asadas y un pan de miel con nueces y almendras, muy usado en el país como obligado adorno en toda comida.

El chicuelo palmoteo de alegría y pareció olvidarse hasta de su madre muerta diez días antes. —Come hijo, come —le dijo Zebeo. —Dame tú señor lo que quieras —contestó el pobre niño sin atreverse a tocar nada. Y el apóstol del Cristo, por primera vez desde que estaba en Egipto tuvo una sonrisa de satisfacción en su rostro.

Y al partir el pan para darlo al niño, pensó en que innumerables veces su Maestro lo había partido con él; y sea la magia divina del recuerdo fuertemente evocado, sea la fuerza poderosa del pensamiento saturado de amor y de fe, Zebeo vio que en el escuálido niño del Nilo aparecía la imagen astral de su Divino Maestro, que tomaba el trozo de pan que le alargaba, mientras lo miraba al fondo del alma con esa divina mirada suya, que hacía bajar en un instante los cielos de Dios al oscuro valle terrestre.

— ¡Maestro! —gritó Zebeo abrazando aquella imagen querida, que tan profundamente grabada llevaba en su retina y más aún en su corazón.

El instante divino pasó y el Apóstol del Cristo se encontró con el pobre niño entre sus brazos, que lo miraba asustado creyéndolo loco o accidentado. — ¿Tienes un mal señor y por eso lloras? ¡No te mueras como mi madre, que ya empecé a quererte como la quise a ella!... Y el pobre niño, con el borde de su túnica rota, le secaba el llanto que la emoción le arrancaba.

—No tengas pena —díjole Zebeo, cuando pudo hablar— no tengo mal ninguno y viviré para ti, mientras el Señor me conceda la vida. Come y boguemos hacia el sur, que tengo ganas de remar fuerte, porque he vivido a la vera de un mar y tienen las olas una dulce música para mí.

Y de un poderoso impulso, el barquichuelo saltó como un corzo al centro del río, cuyas serenas aguas aparecían teñidas del rosa y oro de aquel espléndido amanecer.

La alegre locuacidad de su compañero, refrescaba el alma de Zebeo como si fuera un baño de agua vivificante. Llegaron por fin al gran canal que lleva el agua hasta el Lago Merik, abierto en pleno desierto tantos siglos atrás y que aún existía, aunque no con el exuberante esplendor que tuviera seguramente en la época de los Faraones que lo crearon y de la princesa Thimetis madre de Moisés, que habitó en el Castillo Fortaleza de su Isla encantada.

— ¿Quieres que entremos por el canal? —preguntó el chico. , —Entremos si se puede, pero dime antes cómo te llamas que aún no lo sé. —Petiko —dijo simplemente el niño. —Bien Petiko, yo me llamo Zebeo y soy de Palestina. — ¡Oh! aquél país debe ser dichoso si todos los hombres son tan buenos como tú.

Zebeo pensó en la terrible tragedia que puso fin a la vida de su Maestro, y una suprema angustia reflejó su semblante. —Hombres malos y buenos hay en todas partes, amiguito mío; y cuando seas capaz de comprenderlo, te referiré una historia que hace llorar mucho.

— ¡Oh, por favor!... No me la cuentes ahora, hasta que se me vaya el recuerdo de lo que vi sufrir a mi madre, que por cada beso que a escondidas me daba, recibía un latigazo si la descubrían. — ¡Pobrecito! —díjole Zebeo acariciándole la cabeza de negros cabellos enmarañados—. Conmigo serás dichoso, ya lo verás…Pero no me gusta ese nombre Petiko. Te llamaré Pedrito que me recuerda a un hombre todo corazón y amor, que me es muy querido.

— ¡Oh, sí señor! ¡Pedrito, Pedrito para toda la vida!... ¡Qué bien suena Pedrito! —Y el chiquillo palmoteaba de alegría como si aquel nombre nuevo fuera para él anuncio de dichas desconocidas. El canal era corto y como corría con un marcado declive a más bajo nivel, el trayecto fue muy breve, pues la rápida corriente les llevó sin esfuerzo alguno.

Había muchas tiendas y chozas en las riberas. A lo lejos y casi al centro del Lago, se veía una tétrica fortaleza negra por efecto de la humedad y de los siglos. Algunas de sus torres tenían las almenas rotas. La hiedra casi la cubría toda y un poderoso trirreme de muy viejo estilo se veía anclado en sus muelles.

— ¿Qué es aquello? —preguntó Zebeo señalando al vetusto edificio, que aparecía en la pequeña isla central como un trozo de negra montaña. —Los pescadores del lago dicen que es una escuela de magos, que hacen crecer el río cuando hay sequía y que amansan el viento del desierto y las tormentas cuando vienen bravas. Les llaman Thavvanos y el más viejo se llama Rhes-Kaph, es el padre de la tormenta y cura todos los males. Mi madre no pudo llegar aquí y tuvo por eso que morirse.

Zebeo escuchaba con atención a Pedrito y presentía que un fondo de verdad debía existir entre su confuso relato.

Entre las mejores instalaciones de las orillas del Lago vio Zebeo algunas tiendas que exhibían mercancías para la venta y otras de comestibles varios y productos del país. Compró túnica y calzas nuevas para Pedrito y un gorro tejido de lana verde y rojo, puntiagudo y con borla, como los que usaban los bateleros de su lago inolvidable en Galilea.

Cuando el niño vistió sus ropas nuevas, se puso serio y casi triste: —Ahora iré a visitar a mi madre —dijo— y no me reconocerá, con esta ropa nueva que tú me has comprado, señor.

— ¿Visitar a tu madre? ¿No me has dicho que murió hace diez días? —Si señor, pero en la sepultura vuelve a vivir y me mira sin que yo la mire. Así lo enseñan en esta tierra.

—También en otras tierras se enseña así, pero eso tiene otras explicaciones, que por el momento son demasiado largas para ti. Lo que comprendo es que por aquí está la sepultura de tu madre. Vamos pues a visitarla… El chicuelo se internó por un cerco de espinoso áloes, altos y fuertes más que un hombre de elevada estatura, detrás de la cual se levantaba un cañaveral de rumorosas hojas que parecían cantar con el roce de los vientos.

En un pequeño claro del brillante cañaveral, vio Zebeo muchos montoncitos de piedra. —Este es un cementerio de los esclavos —dijo el niño con apagada voz—. Y allí está la sepultura de mi madre. Todas las tumbas tenían una piedra mayor sobre las menudas y desiguales piedras que formaban el humilde túmulo. Y en esa piedra mayor se veían unas figuras o signos hechos con brea. Era el nombre del muerto.

Sobre la piedra sepulcral de la madre de Pedrito, vio Zebeo estos signos: En jeroglífico popular quería decir: Kíopi o Chiofi que había sido el nombre de aquella mujer. Con una tierna devoción que conmovió a Zebeo, el niño se dobló sobre el montón de piedras para besar el nombre de su madre, y con los ojos llenos de lágrimas tuvo que escuchar este diálogo:

—Madre... soy yo... yo mismo, tu Petiko, sólo que ahora tengo ropa nueva que me compró este señor, y él me llama Pedrito porque así le gusta más, pero soy yo mismo madre que te quiero siempre como antes. No pases más pena ni cuidado por mí porque este señor que está aquí conmigo, ¿lo ves? me da muy bien de comer y me quiere mucho. Me dice que seré dichoso con él que vivirá siempre conmigo. ¡Está tranquila madre y no olvides que tu Petiko se llama ahora ¡Pedrito! ¿Lo oíste madre? ¡Pedrito! Y un segundo beso más largo que el primero humedeció la reseca piedra en que aparecía el nombre de la esclava Chiofi.

Zebeo tenía el corazón estrujado de angustia y no pudo menos que arrodillarse junto a la humilde sepultura y decir entre sollozos esta intensa plegaria: ¡Señor... deshoja también tus rosas blancas de paz y de amor, sobre el alma que animó este cuerpo y que tu Reino de Luz sea también para ella! Y el apóstol de Cristo besó también el nombre de la humilde esclava.

En silencio, salieron ambos del cementerio de esclavos, mientras Zebeo meditaba en la horrible aberración humana, que ni aún ante la inexorable muerte renunciaba a su soberbia y egoísmo.

"¡Cementerio de esclavos!"... "¡Valle de tumbas reales!” —murmuraba Zebeo con implacable indignación. ¡Oh Egipto, Egipto de "los Templos como fortalezas, de los Hierofantes sabios, de los grandes Sacerdotes, faros de oculta sabiduría!... ¿Qué hiciste de la amorosa fraternidad de los Kobdas de toga azul, del amor inefable de Abel, de Bohindra, de Adonaí y Solania, que respiraron este mismo aire y sintieron el rumoroso cantar de tu Nilo milenario?...

— ¿Qué es lo que dices señor que yo no te comprendo? —preguntóle el riño inquieto por el disgusto que comprendía en su compañero— ¿Te enojaste con mi madre y conmigo? —Yo querido mío —le contentó Zebeo acariciándole la cabeza—. Pensaba en cosas muy lejanas de aquí.

— ¿Pedrito, enseñarás el Lago, que debe guardar muchas bellezas? —preguntó. —Si señor y te haré conocer mis amigos... quiero decir los amigos de mi madre. Casi todos son esclavos, que ya no sirven para el trabajo y viven de la pesca, porque el lago es abundante en buen pescado.

Los magos que viven allí —y señaló el oscuro torreón de la Isla— sembraron el buen pescado, como se siembra el trigo en los campos. Más rico pescado que éste, no lo hay en ninguna parte.

— ¡Hola Petiko!... —le gritaban algunos al pasar—. ¿Prosperas eh? — ¿Es un rico extranjero tu nuevo amo? —decíanle otros… Y el chicuelo miraba a Zebeo sin atreverse a dar contestación ninguna, como no fuera con movimientos de cabeza, con forzadas sonrisas o miradas furtivas de sus ojitos llenos de inteligencia.

Por fin se acercaron a un tenducho donde exhibían cantarillos de leche fresca, fuentes de manteca y de quesos. —Leche fresquita de camella, amo, deliciosa, como un jarabe —expresó mimosamente una linda adolescente con su delantal muy blanco y la correspondiente diadema de lotos que lucían casi todas las doncellas de las orillas del Lago.

Zebeo se acercó a la tienda llevando a Pedrito al lado. —Dos tazones de leche —expresó, poniendo sobre la mesa una moneda de plata. La joven les sirvió al momento y acariciando la cabeza del niño le dijo:

—La suerte vino a tu encuentro Petiko, y te felicito de veras.

—Gracias Tabita, pero ya no me llamo Petiko, sino Pedrito. — ¿Cómo? —Sí —intervino Zebeo—. Le he adoptado como hijo y le he dado un nombre de mi país.

— ¡Oh dichoso tú!... ¡Ya no eres esclavo!... ¡Si te viera tu pobre madre!... — ¡Ya se lo conté todo! —se apresuró a contestar Pedrito— y debe estar muy contenta. —Bebe la leche y vamos —díjole Zebeo, temeroso de que en su alegre charla, el niño dijera alguna inconveniencia.

En eso apareció apoyada en dos muletas, una mujer enflaquecida en extremo y con una gran fatiga que parecía ahogarla por momentos. — ¡Mira madre a Petiko!... ¡Si tuviera yo la suerte de él! Este señor lo adoptó por hijo y le ha cambiado hasta el nombre. Ahora se llama... ¿Cómo era? — ¡Tontuela!... ¡Pedrito, Pedrito, Pedrito para toda la vida!

Zebeo tuvo que reírse de la fogosidad de su pupilo, para anunciar su nuevo nombre. Tan gran alboroto promovió entre aquellas pobres gentes la transformación de Petiko en, Pedrito, con túnica y gorro verde y rojo que lo asemejaba a un granado en flor, que pronto se vio Zebeo rodeado de una porción de hombres, mujeres y niños que lo miraban como a un personaje extraordinario.

Su hermoso tipo de sirio-libanés, sus dulces ojos castaños como su cabellera y su barba, unido todo ello a su flamante vestidura color nogal oscuro con amplia pelerina y gorro cilindro, fue tomado por un Escriba sagrado del Templo de Osiris, o un médico extranjero de las Escuelas de Siracusa.

Zebeo oyó innumerables voces que decían: —En este rincón del Lago, todos somos esclavos, Señor, arrojados por los amos... ¡Ten piedad de nosotros como la tuviste de Petiko! Y sobre todas las voces Zebeo reconoció la de la vendedora de leche de camella que decía: — ¡Mi madre tiene los días contados y quedaré sola en el mundo!... Volvió el apóstol la vista hacia ella y la vio que llorando socorría a su madre que presa de una horrible convulsión se retorcía entre un charco de su propia sangre, pues sufría de hemorragias intestinales.

Con el alma estremecida de horror, Zebeo quedó como clavado en aquel lugar. Una inmensa onda de amor le invadió de pronto y exclamó: — ¡Maestro, Señor mío!... ¡tu montoncito de tierra sólo es capaz de absorber como agua turbia todo este dolor que le rodea!...

Y se acercó a la mujer enferma que había caído en tierra y se debatía en el convulso estertor de su terrible agonía. Con sus grandes ojos dilatados lo miraba fijamente mientras le señalaba a su hija que lloraba desesperada a su lado. Tenía ulceras cancerosas intestinales que terminaron por fin con su dolorosa vida.

Unas horas después, otro montón de piedras detrás de la cerca, de áloes, en el cementerio de los esclavos, indicaba que allí dormía la infeliz esclava madre de Tabita, al lado de la madre de Pedrito.

Cuando llegó el mediodía, el Apóstol de Cristo se encontró dueño de una veintena de chicuelos, varones y mujeres, amigos todos del dichoso Pedrito, que suplicaban a Zebeo en todos los tonos, que tuviera compasión de ellos…Sucios, harapientos, con el hambre y el mal estado físico bien marcado en todo su aspecto, el recién llegado Estudiante de Alejandría, no sabía qué camino tomar.

— ¿He de adoptar a todos como hijos míos? —se preguntaba en silencio a sí mismo. Y en ese preciso instante le vino a la mente el recuerdo de la epidemia de Sevtópolis, cuando su Maestro, después de curar a los que podían ser curados y de enterrar a los muertos, se hizo cargo de sesenta y dos huérfanos de aquella horrorosa tempestad y sin vacilar ni un momento se encaminó con ellos hacia las grutas del Monte Carmelo.

Algo así, como una voz íntima que le hablara dentro de sí mismo, le decía: "Es el comienzo de tu camino que se abre ante ti como tú lo has pedido. Es el cimiento de la obra que quieres construir en mi Nombre. De las arenas del desierto brotan hijos de Dios, que esperan de ti la luz y la vida".

Y mientras Zebeo prestaba atención a esta íntima voz que le hablaba, se había quedado firme, de pié a la vera del lago, en cuyas doradas olas se reflejaba su hierática figura como una escultura de negro basalto.

Los chicuelos le miraban asustados, temiendo el enojo del extranjero ante sus reiteradas exigencias, y algunos comenzaban a retroceder a pasitos lentos. ¡Había allí mismo tantas cañas tiradas por la arena y ya creían ver que aquel señor tomaría la más fuerte y larga de todas, para librarse a latigazos de aquella bandada hambrienta y haraposa, que le tenía cercado!

Pero Zebeo era un apóstol del Cristo del amor, que les había repetido hasta el cansancio: "Ama a tu prójimo como a tí misino, que esa es toda la Ley"… y mansamente les dijo a todos: — ¡Está bien!... ¡Puesto que así lo queréis, todos sois hijos míos! ¡Venid!

—Se acercó a la tienda de la vendedora de leche de camella y agotó los canterillos dando de beber de ella a todos. Tabita la repartía sin control ninguno. ¡Era hija también del piadoso extranjero y todos aquellos niños lo eran así mismo!

Pedrito miraba todo esto con azorados ojos. Y cuando Zebeo llevó a todos a la tienda de ropas para que dejaran sus harapos y vistieran de limpio, se acercó al apóstol con los ojitos llorosos y la voz angustiada, y tirándole de la manga para llamar su atención le dijo: — ¡Señor!... ¡Yo era tu hijo!... Y ahora ¿qué seré entre tantos? — ¡Pobrecillo! ¡Siempre eres mi hijo... mi primer hijo! —le contestó conmovido el apóstol mientras el niño se abrazaba fuertemente de él, sintiéndose de verdad el primer hijo de Zebeo, Apóstol de Jeshua.

¿Qué hará Zebeo con aquella veintena de criaturas, varones y mujeres y veintiuno con Pedrito, su primer hijo adoptivo? —preguntará el lector. Y… esa misma pregunta se hacía él, sentado sobre el tronco de un árbol, mirando como el lago se poblaba de gaviotas y de cisnes, que picoteaban las yerbas de la orilla donde anidaban larvas y lombrices.

—"El Padre Celestial alimenta a todas sus criaturas aún esas que no siembran ni siegan, como decía mi Maestro", —pensaba en silencio, mientras los chicuelos rientes y felices habían invadido la tienda de Tabita y comían pan, queso y manteca de la venta.

Zebeo se les acercó y viendo los nobles sentimientos de la niña, que nada mezquinaba de cuanto tenía, le dijo: —Hija mía, como Pedrito, eres mi primera hija, y si tienes sitio en tu pobre tienda, no negarás un rincón a cada uno de estos otros hijos míos. — ¡Todo cuanto tengo es tuyo, Señor! —dijo la niña, abriendo una puertecilla interior que dejó ver la cocina, y detrás un cobertizo donde dos camellas con crías rumiaban las tiernas hojas del cañaveral vecino. — ¿Son tuyas? —preguntóle Zebeo. —Si señor; fue todo lo que nos dejó el amo cuando despachó a mi madre por su enfermedad. De ellas hemos vivido hasta hoy. —No fue tan mal amo —dijo Zebeo—. Tú eres la mayorcita de mis hijas mujeres que sois cuatro. Tú eres pues la hermana mayor a la cual obedecerán todos, en ausencia mía.

Y vosotros todos… chiquilines que apenas levantáis tres codos del suelo, seréis dóciles y sumisos con vuestras cuatro hermanas, que cuidarán de vosotros hasta que yo vuelva de aquí a pocos días. Mientras tanto todos a trabajar.

Y el Apóstol de Cristo, con su numerosa prole, se dedicó a traer lienzos de heno y paja seca para los lechos, hojas de caña y apio siempre verde para las bestias que debían alimentar aquella inesperada familia, que el Padre Celestial ponía bajo su tutela.

Viendo la noble acción del extranjero, los vecinos del lago acudieron a ofrecerse a él para cuanto creyera que podían serles de alguna utilidad.

Ya comprenderá el lector, que aquella pobre aldea de esclavos inútiles, de mendigos inválidos y de huérfanos sin techo ni hogar, tuvo la fuerza y la virtud de producir en el alma del noble Zebeo, tan maravillosa reacción, que él mismo se desconocía…

Una alegría vehemente le dio nuevas energías, a tal punto que apenas pasado el medio día, había puesto en movimiento a toda aquella infeliz porción de humanidad, escoria y deshecho de la otra humanidad fuerte, feliz, triunfadora!...

Los unos… cortaban cañas y juncos para hacer nuevos cobertizos. Los otros, sacaban tierra mojada de las orillas del Lago, para mezclar el pedregullo que los más fuertes arrastraban en retazos de velas que los pescadores arrojaban en la costa, y con lo cual levantarían las paredes de las nuevas chozas que iban a construir. Los niños arrancaban hierba tierna para las pocas bestias que tenían como única fortuna: El uno, dos o tres cabritas, o cuatro o cinco ovejas; otros… algunos asnos viejos, que cargaban el saco de los mendrugos recogidos de semana en semana, en los mercados de Alejandría, otros… media docena de gansos o patos silvestres que les daban la ofrenda de sus huevos, único lujo en sus pobres comidas.

Y Tabita, la más afortunada entre aquella porción de pobres, pues tenía dos camellas con cría, era la flor de loto de la mísera aldea, que el Divino Maestro daba a Zebeo como cimiento de su obra de apóstol que debía realizar.

Si un espectador imparcial hubiera observado aquel heterogéneo conjunto, habría reído y llorado a la vez. Habría extraído el más profundo conocimiento del alma, puesta al contacto de fuerzas benéficas que actúan en determinados momentos, transformando, modificando, resucitando, digámoslo así, lo que parecía destruido para siempre, aniquilado, deshecho, muerto!

Los que antes caminaban con dos muletas, dejaban una para que un brazo les quedara libre y apto para recoger las cañas y los juncos que los sanos cortaban. Los que dormían siempre tirados sobre una piel de cabra, porque sus piernas paralíticas no se movían, se sentaron entre pilas de hojas de palmeras, que convertían en fuertes fibras para atar las cañas y formar los techos que cubrirían luego de palmeras y de tierra. Y Pedrito... el ex Petiko, como si le hubiesen inyectado mercurio en el cuerpo, corría y saltaba como un monito, que era todo ojos y oídos para atender a todo cuanto pedían los que no podían moverse. Y Zebeo era el coloso fatigado, impulsando a todos al trabajo fértil, pues recordaba que antes de media noche, tenía que estar a la puerta de la austera Escuela del maestro Filón.

Antes de anochecer… quería dejar armado y listo un gran cobertizo, que sirviera de dormitorio común para todos los hijos varones, que quedarían bajo la tutela de algunos mendigos viejos, mientras las mujercitas en la tienda de Tabita, con dos viejas esclavas cojas por el reuma, estarían regularmente guardadas hasta mejores tiempos.

El comerciante que vendía telas, ropas y calzados, se movió a compasión viendo el desinterés y nobleza de Zebeo, que así se sacrificaba por aquellos pobres seres a los cuales recién conocía, e hizo donaciones de importancia en ropas, calzado y lonas para abrigar la nueva tienda.

Era la mitad de la tarde, cuando vieron que una lancha se desprendía de los muelles del negro Castillo y remaba hacia la orilla ocupada por los mendigos. Como Zebeo prestase atención, uno del grupo le dijo: —No te alarmes amo, que es el portero del Castillo que nos trae el pan. — ¿Ah, sí? ¡Os traen el pan!

—Si amo, todos los días a esta misma hora nos traen una gran cesta de pan, que lo hacen allí mismo. Y si no amo ¿cómo habríamos de vivir con solo el pescado del lago, los que no podemos salir a pedir limosna?

— ¡Oh el Padre Celestial! —Exclamó el Apóstol de Cristo—. ¡Cuán grande y bueno es el Padre Celestial que cuida de todos! —Ese buen señor será quien te mandó a tí amo a venir a nuestra aldea —dijo un viejo que había escuchado la exclamación de Zebeo.

—Seguramente, no lo dudéis —contestó el apóstol. — ¡Y se llama Padre Celestial! —Añadió el anciano—. Bueno sería que le traigas por aquí amo, cuando vuelvas otra vez. Es justo que le conozcamos y le demos las gracias porque te mandó a venir a socorrernos. En el barquillo de Petiko cabrá también él aunque sea grande y gordo.

Zebeo no pudo menos que sonreírse disimuladamente ante la completa ignorancia de aquellas gentes que jamás habrían oído el clásico nombre, tan sagrado y familiar en su tierra natal: PADRE CELESTIAL.

El apóstol se sentía verdaderamente cansado y su recuerdo le traía la visión de la ruda jornada de Damasco, la hermosa capital árabe, a donde acompañó al Maestro años atrás.

Aquel era un numeroso pueblo de jornaleros y esclavos, y su Maestro... su incomparable Maestro, tuvo el amor bastante para hacerlos felices a todos, para enternecer el corazón de los poderosos magnates, en beneficio de las clases humildes y desposeídas, para hacerles abrir sus arcas repletas de tesoros incalculables, que tan solo les producían el placer enervante y sibarita de saberse dueños de ellos. Y más aún para hacer florecer la esperanza en millares de hombres, mujeres y niños a quienes era insuficiente el mezquino salario que recibían de los ricos terratenientes.

¿Por qué no había de ser él capaz de remediar la dolorosa situación de esa mísera aldea de esclavos y mendigos, deshechos de la sociedad que les abandonaba como a animalejos muertos?

Mientras Zebeo descansaba unos instantes con aquellos grandes y santos recuerdos, la barquita del portero del castillo ancló en la orilla y bajó la gran cesta de pan que era la diaria y pobre esperanza de aquellos infelices.

—Cara de fiesta tenéis esta tarde —díjoles el buen hombre comenzando el reparto.

—Tenemos un amo bueno que nos dio hoy de comer y nos vistió de nuevo... —gritaban todos a la vez. — ¡Ya lo veo!... ¡ya lo veo! —decíales el portero del castillo y echaba miradas escrutadoras a Zebeo que continuaba sentado sobre el tronco de un árbol.

—Eres un Escriba del Templo y piadoso de corazón —díjole por fin, deseando saber que hombre era aquel que hacía el bien a gentes de las que nada podía esperar. —De todo un poco amigo, —le contestó Zebeo—. También tú eres de buen corazón que traes pan a los que no lo tienen.

—Me mandan de allá adentro —y el hombre señaló al Castillo. —Soy extranjero en Alejandría —añadió Zebeo—, y todo aquí me llama la atención. ¿Quien vive en ese viejo Castillo, que parece un monumento del tiempo de los Faraones? —Y es así señor... y lo habéis adivinado. Pero no sé si me creeréis, aunque digo la pura verdad: no sé quien vive allí, ni he visto jamás ningún rostro humano, y conste que hace doce años que hago los oficios de portero.

— ¡Pero hombre! ¿No acabas de decir que te mandan de allí a traer el pan? —Sí, señor. Alguien de adentro hace girar un gran torno y sale la cesta con pan. Hace doce años, cuando vine por primera vez por la recomendación de un sacerdote de Osiris (y el hombre hizo una gran reverencia), ya vine sabiendo todas mis obligaciones, entre las cuales estaba la de traer esta cesta de pan y repartirla entre esta gente de aquí. Cuando un hombre sabe su deber, no es necesario recibir nuevas órdenes. El torno gira y sale de allí lo que tiene que salir. El torno vuelve a girar y yo pongo en él todo lo que del exterior entra para los habitantes del Castillo. Supongo que no deben ser muchos, porque lo que hago entrar por el torno es bien poco. Cada tres lunas unos sacos de harina, un cántaro de miel, una cesta de quesos, un fardo de cera y dos cántaros de aceite uno y manteca el otro.

— ¿Son hombres o mujeres los recluidos allí? —volvió a preguntar Zebeo que estaba asombrado de lo que oía. —Tampoco puedo satisfacerte en esto señor, porque no lo sé. Te parecerá mentira pero es la pura verdad. —Y ¿estás todo el día a la puerta de ese Castillo? —Todo el día, sí señor. Gira el torno y sale mi comida, que alcanza para mi vieja compañera y un perrito que vive con nosotros. Gira otra vez el torno y devuelvo el cesto en que me la mandaron.

No se precisa hablar. Cada luna acudo a la puerta de un mayordomo del Templo y recibo el salario convenido por mis servicios y a veces algún buen regalito para mi mujer. No puedo quejarme.

—En efecto, es como dices. Gracias amigo por tus noticias. Yo soy Zebeo, Estudiante de la Escuela del Maestro Filón en Alejandría y he resuelto hacer lo que pueda por esta gente en mis días libres.

Si en algo puedo servirte... —Gracias señor… Yo soy Malecio, el Portero del Castillo del Lago Merik.

Se había terminado el reparto del pan, y el buen hombre saltó a su barca y volvió la proa hacia el negro promontorio, que empezaba a esfumarse entre las sombras del bosque que le rodeaba y las tenues claridades de la tarde que moría.

Era por suerte una noche de luna creciente, lo cual ayudó a Zebeo a permanecer en la aldea una hora más hasta dejar terminado el cobertizo —alcoba para los niños varones. Regresaría en el barquillo de Pedrito, único que podía seguirle hasta la ciudad.

— ¡Mi primera noche sin madre!... —exclamó en un hondo sollozo la infeliz Tabita, cuando Zebeo se despedía de ella—. ¡Señor! ¿Por qué no me llevas contigo como a Pedrito?... —No puedo hija mía porque donde yo vivo solo entran los hombres y aún no sé si podré entrar allí a Pedrito. Pero no temas nada, que yo volveré por ti.

— ¿Tardarás mucho tiempo en volver? —tornó a preguntar la niña. —No lo sé, hija mía, pero estoy cierto de hacerte llegar con Pedrito un mensaje, de aquí a tres días. Y entonces te diré cuando he de volver.

Dos hilos de lágrimas corrían por el pálido rostro de la jovencita, para quien era dura pena no tener ya su madre y ver que se alejaba aquel hombre bueno, que se había compadecido de ella.

Zebeo sufría también. — ¡Valor hijita! —le dijo, —puesto que eres la mayor y la primera de mis hijas, quiero que seas valiente para que puedas ayudarme a serlo yo también. —La pobre niña se arrodilló a sus pies y se abrazó de sus rodillas llorando como enloquecida.

Todos los que miraban esta dolorosa escena estaban enternecidos. Las dos viejas esclavas intervinieron, viendo el dolor de aquel hombre bueno que tenía prisa de volver y se veía retenido por el desesperado dolor de Tabita.

Con suaves palabras de consuelo y de esperanza, Zebeo logró calmarla y dándole un beso en la frente, saltó al barquillo de Pedrito que se balanceaba en el canal, a donde todos habían acudido para despedirle.

El amor agradecido de aquel grupo de seres dolientes para su inesperado benefactor, de tal modo conmovió a Zebeo, que durante un largo rato no pudo articular palabra.

Remaron fuertemente en contra de la corriente y Pedrito muy práctico en los canales del Delta del Nilo, enderezó la proa por el canal que pasaba rozando con la muralla oriental de la ciudad, con el fin de que su protector llegase más pronto a su destino.

Los Estudiantes de la Escuela de Filón tenían libre entrada por la puerta del sur, con solo dar el nombre del Instituto a que pertenecían. En el Pórtico de la entrada encontró Zebeo a cuatro de sus compañeros de aulas que habían llegado unos momentos antes que él.

El portero les dijo que aún no había sonado la campana de la media noche y que por tanto encontrarían todas las galerías abiertas.

¿Puede entrar a mi alcoba este niño huérfano que encontré a orillas del río? —preguntó al portero. — ¡Oh sí! señor Estudiante, eso es muy común por aquí. Basta que mañana arregléis el asunto con el Maestro Director. — ¡Eso está claro! —Contestó Zebeo—. Gracias y hasta mañana.

—Y sigilosamente penetraron todos a su respectiva galería, no sin comentar en secreto con sus compañeros la extraña aventura de que en su primera salida, volvía el Estudiante sirio con un huérfano de la mano.

Y durante los días subsiguientes, en la desolada aldea de los esclavos inútiles, hubo una desbordante alegría unida al recuerdo del hermoso extranjero, cuyos dulces ojos castaños lloraban compartiendo sus angustias y tenía en su boca palabras de miel que hacían nacer la esperanza y florecer el amor.

¿Quién sería y de qué extraño país habría venido, como traído por genios tutelares y bajado de una estrella lejana para dar luz a sus tinieblas? Y les amaba a todos ellos que solo habían recibido latigazos en su vida de dura servidumbre y al final de la cual se veían allí arrojados como escoria de muladar.

Todos trabajaban afanosamente y hablaban más aún repitiendo cien veces iguales comentarios sobre aquel hombre extraordinario. Solo Tabita callaba y su triste y permanente silencio comenzó a ser un misterio y un enigma que ninguno allí sabía interpretar.

Cuando había ordeñado sus camellas y les había dado su ración de pasto tierno, colocaba en la mesilla de su tienda los cántaros de leche, el tazón de manteca y los pocos quesos que le quedaban.

Se colocaba el blanco delantal y la diadema de lotos y se sentaba con su ovillo de esparto para tejer sandalias a la puerta de su tienda desde donde sus ojos tristes miraban al pequeño muelle del canal donde siempre amarraba Petiko su barquillo...

La pobre niña esperaba y soñaba... tenía dieciséis años y en todos ellos solo había conocido el dolor, la miseria, la maldad humana en todo su refinamiento de egoísmo y de crueldad. ¡Su almita inocente y pura estaba entumecida de espanto y de frío!

¡Pero tenía alas que parecían querer desplegarse a los rayos del sol y tenderse a volar como las gaviotas y los cisnes que se acariciaban bogando sobre el lago sereno!...

Sus compañeritos y las dos viejas esclavas que el extranjero puso a su lado, atribuían aquel silencio y tristeza a la reciente muerte de su madre, y refiriéndole tiernas leyendas sobre la dicha de las almas que "el buen piloto del barco de oro" lleva a otro mundo, buscaban alegrar su corazón y obligarla a salir de su hosco silencio.

¡Todo inútil!

Continuará…

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