CUMBRES Y LLANURAS
JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ
HILARIÓN de MONTE NEBO
LOS AMIGOS DE JESHUA
2a parte de Arpas Eternas
TOMO 1
A Judas hijo de Tadeo, le habían dejado en el puerto de Pilas en la Siria Norte, desde donde pasó a Thirsa sobre el Éufrates. A Tomás le habían llevado al puerto de Pasiliglos en el Golfo Pérsico, desde donde se había conducido a Persépolis y Pasagarda en Persia.
— ¡Muerto el pastor, se dispersaron las ovejas!... —exclamó con honda amargura Zebeo—. ¡Tronchado el árbol que les daba sombra, volaron las golondrinas hacia los cuatro vientos del cielo!... ¡Maestro, Maestro! ¿Por qué no vuelves a reunirnos a todos entre tus brazos?... Zebeo se cubrió el rostro con ambas manos y lloró silenciosamente. Una hora después la galera Ithamar se hacía a la vela llevándose otra golondrina más, que iba cargada de noticias y dones para los que aún permanecían en el nido abandonado.
27.- LA CIUDAD SUBTERRÁNEA
Mientras ocurría todo esto en el puerto de Alejandría, despidiendo al viajero hacia Palestina, tres de los excautivos del viejo Castillo habían llenado bolsos de provisiones y cantarillos de agua y se habían aventurado por los tortuosos corredores de lo que ellos llamaban, la ciudad subterránea recientemente descubierta.
Dionisio de Caria había sido el iniciador del arriesgado viaje. —De todos modos —decía a sus compañeros— no tenemos nada que perder, ni hay tampoco nadie que nos llore si morimos. Me urge saber dónde termina este endiablado camino bajo tierra.
Encontraron en varias encrucijadas que formaban plazoletas, pozos de agua dulce que podía sacarse con unos cubos de madera, mediante una hábil combinación de poleas, sostenidas por fuertes caballetes de madera y piedra.
Llevaron la cuenta de que durmieron cinco noches y caminaron cinco días, sin encontrar salida al exterior y solo dándose cuenta del día y de la noche, por la luz que entraba a través de luceras y claraboyas. Caminaban solamente por el túnel central, sin atreverse a distraer tiempo y fuerzas en registrar los caminos travesaños, que eran innumerables. A la tarde del sexto día vieron frente a ellos un disco luminoso por donde penetraba la dorada luz como un velo de oro.
— ¡Por fin!... ¡Por fin!... —exclamaron los tres al mismo tiempo. Llegados al disco de luz, vieron que daba sobre un hermoso lago, y esta salida estaba hábilmente disimulada entre dos salientes de la roca negra y lustrosa de unos enormes peñascos donde crecían pinos, encinas enanas y viñas, silvestres.
Extranjeros en esta tierra, los tres exploradores ignoraban en qué sitio veían de nuevo la naturaleza viva que les brindaba sus encantos.
Pero tú y yo lector amigo, podemos saber que habían llegado al Oasis de Baharijeh, a la margen oriental de su hermoso lago, en cuya ribera norte se encontraba la cabaña de piedra donde años atrás, Agades y Matheo contemplaban reflejarse las estrellas como planchuelas de oro en sus aguas límpidas y serenas.
Costeando el lago, llegaron a poco andar a la casita de piedra, donde encontraron una mujer de edad madura, fuerte y vigorosa, que partía leña para su fuego. —Que la paz sea en esta casa, —dijeron los tres. —Y en vuestra vida, señores, —contestó amablemente la mujer. — ¿Sí nos permites descansar sobre este banco —dijo Dionisio de Caria— que es grande nuestra fatiga?
—Sentaos, sentaos, y tomaréis leche de mis cabras con miel de mis colmenas —contestó la buena mujer que demostró ser muy hospitalaria. Durante la conversación, ella supo que venían a pié desde Alejandría, y ellos supieron que ella se llamaba Aliñosa y era el ama de casa que tenía Filón de Alejandría, que al morir le dejó en herencia la cabaña de piedra, con cuanto había en ella.
Y cuando le comunicaron que vivían con Zebeo de Palestina, que tenía Escuela, Talleres y Refugio de ancianos y huérfanos, la buena mujer se conmovió profundamente, pues en el tiempo que Zebeo permaneció al lado y en contacto con su amo Filón, ella le había tomado cariño por la dulzura de su carácter, igualmente que a Matheo, que antes de partir le dejó un hermoso manto como recuerdo suyo.
—En esta cabaña estuvo él mucho tiempo —continuó diciéndoles Aliñosa—, y en la alcoba de mi amo vivió sus horas largas de soledad y de tristeza. Se fue hacia el sur con mi hermano Calicud y mi sobrina Agades a quien Matheo curó de la parálisis. Y yo les espero aquí porque en sueños he visto su vuelta a esta cabaña.
Les hizo entrar en la gran cocina donde ardía el fuego y se condimentaba la cena; y pidió tantas noticias del estudiante Zebeo como ella decía, que los viajeros se vieron obligados a satisfacerla mientras bebían los tazones de leche y miel que la buena mujer les había brindado.
Tres días descansaron en la gran alcoba que fuera reposo del maestro Filón y también de Matheo. Y demostraron haber aprendido bien las lecciones de amor fraterno, que oyeron de los labios del apóstol Zebeo, pues pagaron el buen hospedaje de la hospitalaria Aliñosa, dejándole en su cocina una gran pila de leña cuidadosamente acondicionada para su fuego hogareño. Y a fin de que Aliñosa no se apercibiera de que no salían por el camino usado por todos los viajeros, dejaron la cabaña antes del amanecer.
La buena mujer les había llenado los bolsos de provisiones, y ellos mismos se habían provisto de buenas piezas de cacería que allí abundaban, conejos, patos silvestres y peces del lago. Le dejaron escrito con brea sobre una piedra de la cerca del lago, los nombres de los tres y el lugar donde vivían… Dionisio de Caria, — Marcelo de Ostia, — Livio de Marsella, — Isla del Lago Merik. Y un pequeño bolso con monedas de plata… No olvidaron llevar un cantarillo de brea de la gran tinaja que tenía Aliñosa, para curar la techumbre cuando la lluvia penetraba, y a la amarillenta luz de la luna menguante, que aparecía hasta cerca del amanecer, se dirigieron silenciosamente a la entrada del túnel por donde habían venido.
Por una acertada precaución, amontonaron troncos y piedras, que desde adentro hicieron rodar en forma de dejar más disimulada aquella salida. Cuando pasaron diez días de su salida del Castillo, Zebeo y los demás que conocían la excursión emprendida, comenzaron a alarmarse por la tardanza, creyéndolos perdidos en la ciudad subterránea. Los otros cinco de los ex-cautivos que conocían bien la capacidad, el arrojo y la fuerza física de los tres exploradores, acabaron por infundir calma a los demás.
El apóstol Zebeo en su meditación, repetía la plegaria oída de su Maestro: ¡Señor!... ¡Que yo no pierda ninguna de las almas que Tú has puesto en mi camino! Muy gozosos… los excursionistas habían tomado acertadas disposiciones… Fueron marcando con brea los caminos travesaños que se les iban presentando, comenzando por el número uno que encontraron a trescientos pasos de la entrada. A la vez iban marcando con punzón en un pergamino, el croquis de todos aquellos caminos que se bifurcaban del túnel central.
Por vía de observación, empezaron por el sendero número uno, que se dirigía hacia oriente. Y a poco andar, una cavidad enorme les cortó el paso. En ella había grandes estanques llenos, el uno de carbón, otro de azufre, otro de betún,… y colgados de los muros, rollos de sogas de esparto, alambres de cobre, hachones de cáñamo, flechas y lanzas. Y dentro de un arcón de madera de encina, una porción de hachas y puñales de diversas formas, tamaños y estilos. Era aquello un depósito de material de guerra o de defensa, para el caso de ataque por la cercana puerta de salida. Volvieron hacia el túnel central y continuaron grabando sobre el muro:… número dos, tres y hasta veinte, donde se abría un nuevo camino.
Y en el pergamino iba apareciendo a la vez, un excelente croquis para poder orientarse en adelante y hacer más minuciosas exploraciones de los senderos travesaños de aquella grandiosa ciudad subterránea.
En el camino que marcaron con el número ocho, encontraron que a diez brazas de la entrada, tenía una pequeña puerta de barrotes de hierro. Entraron por un callejón estrecho en el que había dos bancos de piedra, y más adelante, otra puerta igual que daba a una gran cavidad redonda, que a primera vista delataba lo que ella era: un presidio o cámara de torturas.
Había látigos de alambre, mordazas, cepos de diversos tamaños, una horca, cadenas y argollas empotradas en la muralla y en un rincón, una profunda cisterna cuyo fondo no se veía, pero que dejaba percibir el rumor de una corriente de agua poderosa. Allí debían arrojarse los cadáveres de los que eran ajusticiados."
Los tres exploradores dieron marcha atrás y volvieron al túnel central. Estaban exhaustos y en la primera plazoleta que se les presentó, se sentaron a descansar y a comer. Allí refrescaron el alma, recordando a la buena Aliñosa que les había obsequiado con tan buenas provisiones.
—Con razón el Egipto y sus Faraones —decía Livio de Marsella— ha pasado a la historia con relieves de leyenda fantástica y pavorosa. —Por eso incitaba la codicia de todos los ambiciosos del mundo —respondía Dionisio. —Son el demonio para mantener secretos escondrijos —añadió Marcelo de Ostia— y debido a eso ha subsistido su inmenso poderío durante tantos siglos.
Poco podrían caminar ya, pues observaban que iba acentuándose la oscuridad, y buscaron en una de las salas de esa plazoleta comodidad para pasar la noche. Encontraron un cuartucho lleno de fibra de palmeras casi hasta la techumbre. Es el material para colchonetas propio de la región y allí pasaron la noche.
Y en esta forma hicieron el viaje de regreso, que les tomó siete días por las excursiones que hicieran hacía los senderos travesaños. Notaron que las habitaciones eran mejores a medida que se acercaban al Templo del Lago Merik. Y en los senderos diecinueve y veinte, que eran los más inmediatos a la cripta de entrada que estaba ubicada bajo el pavimento del Templo mismo, encontraron en el de la derecha un Templo pequeño pero todo de granito rosado, con las columnas que terminaban en capiteles de oricalco en forma de lotos. Una enorme lámpara de plata pendía de la techumbre.
Justamente, en lo alto de un hermoso grupo de mármol blanco: una Isis sentada, con el velo a la espalda y en su regazo el pequeño Horus al cual Isis-madre le sonreía, mientras Osiris (el padre), de pié a su derecha, apoyaba la diestra sobre un cofre o arca en que Isis descansaba la espalda. Aquel cofre tenía su tapa de Oricalco, dentro del cual aparecían varios rollos de pergamino entre tubos de plata, con estas inscripciones grabadas al exterior: "LIBRO DE LOS MUERTOS"—"LIBRO DE LOS NÚMEROS"—"EL MANDATO DE LOS ASTROS"
Aquel hermoso grupo de mármol blanco, encerraba todo el simbolismo secreto y profundo de la más antigua sabiduría de los hierofantes egipcios: La Triada Divina que equivale a la Trinidad de la Teología Cristiana, o sea la Potencia Activa, la Pasiva y ambas dando vida al Amor Eterno, del que surge la Creación Universal. En las columnas aparecían grabados los Números desde el uno hasta el cero. Las columnas eran diez. Detrás y a los lados del pequeño templo, se veían cámaras de regular dimensión con alcobas al fondo, divididas con el muro que formaba un arco. Debían ser habitaciones para los sacerdotes, pues había dos salas de baño, comedor y en la plazoleta un pozo de agua. Contaron veinte cámaras iguales, con su alcoba con el estrado al fondo, y en la parte delantera una mesa y sillón de piedra negra, una gran alacena excavada en el muro y un candelabro de mármol sobre la mesa.
En el camino de la izquierda… o sea el número veinte, fue una sorpresa mayor para los excursionistas. A los doscientos pasos de la entrada, estaba una enorme puerta que ocupaba todo el ancho del camino, y tenía en su parte superior un postiguillo pequeño para que los ojos pudieran mirar al exterior. Al abrir la puerta producía un sonido metálico que hería los oídos y producía una fuerte sensación de alarma.
— ¡Oh! —Exclamó Dionisio—. Esto debe estar destinado para su Divinidad el Faraón. Todo lo indicaba así… Allí todo era mármol y pórfido, oricalco y plata. La Sala del Juicio en primer término, con un trono de pórfido que brillaba como sangre fresca sobre el blanco mármol de los muros, y sobre el cual pendía de gruesas cadenas de plata, la triada triple de los Faraones que significaba soberanía del Bajo Egipto, soberanía del Alto Egipto y la serpiente de oro y esmeraldas, enroscada en la parte inferior, que se ajusta a la cabecera y que significa soberanía divina: El Faraón hijo de los Dioses.
— ¡Y con tantas soberanías se hundieron todos en el polvo! —exclamó Livio de Marsella, subiendo las gradas del trono y sentándose en él, que era tan grande que podía darles asiento a ellos tres… Venid, venid, seamos Faraones de Egipto por unos momentos —les dijo a sus compañeros que tenían más prisa de llegar a la Aldea, que deseos de subir aquel graderío. Miraron rápidamente por los alrededores de aquella sala y era todo como un palacio subterráneo de extraordinaria riqueza. La alcoba de su majestad, mármoles rosados y oricalco, luceras de cristal de roca o cuarzo pulido, en finas facetas que brillaban como espejos a la luz de las antorchas… El lecho era un estrado de brillante pórfido con altos relieves de oricalco, y en el muro al exterior hornacinas profundas para los guardias que velarían el sueño de su majestad. Comedores, salas de baño, con estanques de mármol, alcobas innumerables de mayor o menor lujo, salas de música y de danza y al final pabellones para la numerosa servidumbre.
El ansia de llegar por fin a la Aldea, no les permitió detenerse en más observaciones. Sólo habían examinado ligeramente el camino de los calabozos, el del Templo y el de la Cámara Real. Les faltaban dieciocho caminos para explorar. ¿Que habría en todos ellos? Salieron por fin a la pavorosa cripta del Templo y buscaron sus alcobas particulares. Estaban rendidos por la fatiga y por la escasez de alimentos.
Los compañeros estaban entre las hortalizas, o en los talleres, o en las aulas. Narciso que reemplazaba a Leandro en su ausencia, daba clase a los alumnos más adelantados.
La inadvertida presencia de los exploradores, fue una agradable sorpresa que pronto llegó hasta Zebeo, padre espiritual de toda aquella numerosa familia.
Era la mitad de la tarde y antes de ser llamados a la cena, el apóstol reunió en el Oratorio a sus treinta y tres como él los llamaba, aunque faltaba uno que fue a Palestina con el mensaje de amor enviado por él… Debían presentar al Divino Maestro su homenaje de agradecimiento por que estaban reunidos de nuevo en su Nombre y dispuestos a continuar la tarea emprendida.
En aquel humilde oratorio y a puertas cerradas, explicaron los excursionistas cuanto habían descubierto en su larga andanza de dieciséis días. Por un acuerdo común, la asamblea les autorizó a los tres, o sea Dionisio de Caria, Marcelo de Ostia y Livio de Marsella, a continuar las exploraciones, tomar las anotaciones convenientes y perfeccionar los croquis esbozados ligeramente, con el fin de utilizar aquellos grandes subterráneos si fuera necesario en el futuro.
28.- EN PALESTINA
Al cambiar de escenario, el lector sentirá acaso un choque brusco y penoso. Las brisas suaves de amor y fraternidad que hemos respirado junto al Apóstol Zebeo, no serán ciertamente las que nos reciban en la vieja Palestina, aunque ella fue tan elogiosamente llamada "Tierra de Promisión", que es como decir tierra de dulces promesas y de santa esperanza.
Siguiendo a Leandro de Caria, el sacerdote de Osiris convertido en discípulo de Cristo, y enviado con epístolas de Zebeo, haremos nuestra silenciosa entrada a esa tierra de profetas que eligió el Hijo de Dios para encarnar en ella, encender en ella el fuego sagrado de su amor eterno y morir sacrificado allí mismo donde vació todas las ternuras de su corazón de hombre.
La Judea era la principal provincia de Palestina, en razón de que en su capital, Jerusalén, se encontraba el Templo, centro a donde convergía el pensamiento de todo israelita. Y en el Templo, el Sanhedrín, la suprema autoridad de la nación. Allí estaba también la autoridad civil representante de Liorna de la cual Palestina era tributaria.
Desde el sacrificio de Cristo, Judea y gran parte de la llamada Tierra de Promisión, fue un verdadero polvorín que explotaba a cada instante y por las más insignificantes circunstancias.
El Gran Colegio, establecimiento docente, el más importante del país, había llegado a una decadencia completa, en cuanto a los elementos de verdadero-valor intelectual. Allí no estaba ya la sabia prudencia de Hill el ni el elevado miraje de José de Arimathea, Nicodemus y Gamaliel.
El Sanhedrín… respondiendo siempre al estrecho y mezquino espíritu de Hainán, entre cuyos familiares íntimos estuvo siempre el Pontificado, durante casi cuarenta años, cerraba cada vez más el círculo estrecho de sus intolerancias dogmáticas y de prejuicios arcaicos, basados en ordenanzas y prescripciones disciplinarias, creadas en distintas épocas y que nada tenían que ver con Moisés a quien maliciosamente las atribuían, dándoles así el prestigio necesario para atemorizar a un pueblo ignorante e incapaz en absoluto de un razonamiento lógico y de un análisis profundo.
Debido a esto, los apóstoles que más sufrieron las consecuencias de este estado de cosas, fueron los cuatro que eligieron la Judea para desenvolver en ella sus actividades, y ellos fueron, como dijimos antes, Pedro, Andrés, Santiago y Matías.
Varias veces, el Sanhedrín les hizo conocer los calabozos de la Torre Antonia o de la Fortaleza de la Puerta de Gafa. Pero en ambas… estaban aún al frente de las guarniciones que guardaban el orden, aquellos dos Tribunos militares, amigos del Profeta Nazareno; el que fue curado por Él de sus graves heridas en el Circo de Jericó, y el padre de Paulo Cayo, el joven leproso curado también por el Profeta. Y a esto se debió, que en distintas oportunidades, los Apóstoles encarcelados en la mañana, por la noche salían libres sin que el Sanhedrín pudiera explicarse el hecho, que comenzó a atribuir a fuerzas demoníacas, que ellos llamaban magia.
Pero en ambas estaban aún al frente de las guarniciones que guardan el orden, aquellos dos Tribunos militares, amigos del Profeta Nazareno; el que fue curado por Él de sus graves heridas en el Circo de Jericó, y el padre de Paulo Cayo, el joven leproso curado también por el Profeta. Y a esto se debió que en distintas oportunidades, los Apóstoles encarcelados a la mañana, por la noche salían libres sin que el Sanhedrín pudiera explicarse el hecho que comenzó a atribuir a fuerzas demoníacas que ellos llamaban magia.
Esto dio origen a que el Sanhedrín comprase con oro la voluntad de Herodes Agripa, nieto de Herodes el Idumeo, el perseguidor de Jeshua-Niño, como recordará el lector de "Arpas Eternas”. Este Rey, digno nieto de su abuelo, en lo cruel y arbitrario, fue dócil instrumento del Sanhedrín, que autorizó la lapidación del diácono Esteban, que en un valiente discurso les echó en cara la muerte del Mesías anunciado por los Profetas y les recordó la profecía de Moisés en su última hora en Monte Nebo: "El pueblo de Israel infiel a Dios, será esparcido a los cuatro vientos del cielo".
Y sin esperar la sanción del gobierno romano representante del César, le arrastraron fuera de la ciudad y le mataron a pedradas. El oro del Templo vaciado a las arcas de Herodes Agripa, cubría estas extralimitaciones en los poderes del Sanhedrín.
El Gobernador Marcelo de Paozuoli que sucedió a Pilatos, se mostró complaciente con las exigencias del Sanhedrín, quizá temeroso de caer en desgracia como su antecesor, a causa de la dura resistencia que les opuso en muchas oportunidades.
La muerte de Esteban fue la clarinada de alarma para los discípulos de Jeshua y muchos de ellos emigraron a la otra ribera del Jordán, a los dominios del Scheiff Ilderin, a Damasco, a Palmira, a Ribla por el norte, mientras otros partían hacia Alejandría y Cirenaica, siguiendo los pasos del Hach-Ben-Faqui, de Matheo y de Zebeo. Otros se dirigieron a Antioquía, teniendo como dirigente a Haleví el amigo de Jeshua adolescente en su viaje a Rifada, Haleví que fue después llamado Bernabé.
Esta dispersión, produjo la divulgación rápida de la buena nueva, como ellos llamaban en su lenguaje simbólico a fin de no ser comprendidos por los enemigos.
El apóstol Santiago, fue víctima de su firmeza en divulgar la doctrina del Maestro, en la Judea que voluntariamente eligió para desarrollar allí su misión. Se preparó para ello durante seis meses, haciendo vida de anacoreta en la Gruta de Jeremías, a donde su Maestro concurría a veces, cuando deseaba realizar trabajos espirituales muy delicados, tales como desdoblamientos de su personalidad para transportarse en espíritu a largas distancias… ¡Trabajos que exigen un silencio y quietud absolutos!.
Su apostolado duró breves años, y como eligiera los pórticos del Templo de Jerusalén, o los pórticos del Gran Colegio, para propagar el Mesianismo del Profeta Nazareno y el crimen horrendo del Sanhedrín, al condenar a muerte al Hijo de Dios, al Verbo encarnado,… pronto el Sanhedrín le mandó callar, con la amenaza de ponerle en presidio si no acataba la orden. Entonces comenzó a hablar en las Sinagogas más concurridas de Jerusalén y sobre todo, en las de Nehemías y en la de Zorobabel donde su Maestro había sido acogido con tan grande amor y veneración.
José de Arimathea y Nicodemus, ambos retirados a sus castillos de las tierras natales, eran la voz serena que calmaba los ardorosos fuegos de los que imprudentemente se lanzaban, a pecho descubierto, contra las flechas enemigas. — ¿Qué haréis con caer en presidio o morir en el comienzo apenas de vuestro apostolado? —les decían—. Nuestro Divino Guía no os dijo: "Marchad a la muerte por mí", sino… "Id a derramar mi doctrina del amor fraterno, por todas las naciones de la Tierra".
¿No habéis visto como El durante treinta años ocultó cuanto pudo su augusta identidad, y fue a países lejanos que le ponían fuera de la zona de peligro, diciendo siempre que aún no era su hora de morir?
¡Por eso se esquivaba de la muerte!... Estas confidencias, las tenían en la ignorada Gruta de Jeremías o en las Tumbas de los Reyes, o en el panteón de David, lugares que quedaban fuera de los muros de Jerusalén. Y las realizaban los sábados a la segunda hora de la noche.
La inmensa casona llamada Palacio Henadad, que era la vivienda, hospedaje y refugio de los discípulos del Cristo en la Ciudad de los Reyes, estuvo siempre vigilada desde los días trágicos de su muerte. Era un confortable y tranquilo hogar para todos los que no lo tenían. Era asilo de la ancianidad desvalida, de los huérfanos sin techo ni pan. Era hospicio para los enfermos y el vigilante anciano Simónides cuidaba de que allí, de nada careciesen los súbditos del soberano Rey de Israel, que debían llevar hasta los confines de la tierra el resplandor divino de su realeza. Tal era la orden que tenía de su amo, que era a la vez su hijo, el Príncipe Judá.
El Palacio de Ithamar, era como una oficina central de la vasta red tendida por la Santa Alianza, en todos los pueblos de Palestina, Siria, Arabia e Idumea. Era invulnerable para el Sanhedrín. No podía atacarlo porque tenía en su frontispicio este nombre: Quintus Arrius. Pero vigilaba quienes entraban y salían.
De tanto en tanto… Simónides enviaba a las Guarniciones de la Torre Antonia y de la Fortaleza de la Puerta de Gafa, cántaros de los mejores vinos, de los viñedos de Ithamar en Hebrón, en Jericó, en Joppe y Anathot. Mientras que los Tribunos militares de ambas fortalezas, recibían de año en año algún cofrecillo con barrillas de oro o finas alhajas para sus esposas.
Y siempre acompañados de una frase más o menos como esta: "Los amigos del Profeta Nazareno agradecidos a sus protectores". Y el sagaz anciano decía en secreto, de oído en oído: —No es muriendo como serviremos a nuestro Rey, sino viviendo una vida justa, recta, intachable. Porque más que las palabras, enseña el ejemplo. No insultando, no agraviando, no echando en cara el crimen sacrílego,… ¡que con palabras no lavaremos la sangre de nuestro Divino Mártir! —Tal era la política del anciano Simónides.
En todos resplandecía el amor, el inmortal amor al Divino Maestro; pero cada cual lo demostraba a su manera y lo encauzaba por un camino diferente, según su modo de ver, según su temperamento y los vuelos más o menos audaces y atrevidos de sus anhelos y sentimientos.
Varias de las Sinagogas en que Pedro, Andrés, Santiago y Matías proclamaban el divino Mesianismo del Profeta Nazareno, y la criminal injusticia de su muerte, fueron clausuradas por el Sanhedrín, y en ordenanzas de esta naturaleza el gobierno romano nunca intervenía. Las cuestiones religiosas estaban reservadas a la autoridad religiosa de la Nación Israelita.
Llegada tal situación, Pedro y Andrés habían marchado al Puerto de Joppe. Matías bajó al sur y quedó en Beersheva, donde tenía parientes y una pequeña propiedad heredada de sus mayores. Lejos de la Jerusalén asesina del Justo, pero siempre en Judea, continuarían enseñando en su nombre la doctrina del amor fraterno como única Ley dictada por Él.
El Apóstol Santiago quedó en Jerusalén y asumió la dirección de los discípulos residentes en dicha ciudad. Desde la Gruta de Jeremías, su residencia habitual, acudía a Jerusalén todos los sábados, y unas veces en la gradería que daba acceso al Hípico, o en la plazoleta delantera de los grandes palacios, como el Paselus, el Asmoneo, el de Monte Sión, o a la entrada del gran Mercado de la puerta de Gafa, subido a una cátedra portátil fustigaba duramente a los asesinos del Enviado Divino, del Mesías anunciado por los Profetas, del Salvador del mundo, el cual traía el eterno mensaje de amor, de dicha y de paz que el Padre le había encomendado. Un fuego divino parecía abrazarle, y tal fuerza se irradiaba de su voz, de su mirada, de toda su persona, que una sugestión colectiva se apoderaba de quienes le escuchaban, y empezó a darse el caso de curaciones manifestadas entre los oyentes.
Esto aumentó el concurso de gentes hasta provocar nuevas alarmas del Sanhedrín, que reclamó la fuerza pública para disolver a las muchedumbres. Más, los soldados romanos comprados por las generosidades de Simónides, paseaban mansamente en torno a los oyentes del Apóstol Santiago, aconsejándoles suavemente irse a sus casas, pero dando lugar a que el orador terminara sus discursos y con su humilde cátedra al hombro se marchase tranquilo y satisfecho de haber cumplido con su deber.
Y un buen día, dos jueces del Sanhedrín con una docena de soldados del Rey Heredes Agripa, se llegaron cautelosamente a la cátedra del Apóstol, le tomaron prisionero juntamente con los íntimos suyos que quisieron defenderle, y les llevaron a la cripta del Templo, donde les degollaron como a indefensos corderos.
La voz de la oscura tradición de aquellos primeros años, sólo anuncia la muerte del Apóstol Santiago, como el primer mártir del Colegio Apostólico; pero fueron diecisiete los asesinados juntamente con él. Entre ellos estaban tres de los Diáconos compañeros de Esteban: Prócoro, Timón y Parmenas. Este último era el esposo de aquella niña sonámbula prodigiosa, que escribía terribles sentencias en el velo del Templo, en el pavimento, en las cubiertas de lino de los altares: Roda. El lector debe recordarla con ternura y devoción. Era un cactus de oro en la ruda aspereza de aquella hora. Era una dulce tórtola de místico arrullo. Era la suave madreselva que enredaba los corazones uno con otro y que tornaba las divergencias en salmos de piedad y de perdones eternos...
Y cuando supo la terrible noticia, sin un grito, sin una queja, sin entregarse a inútiles lamentaciones, buscó entre las mujeres que vivían con ella en el palacio Henadad, dieciséis mujeres que la acompañasen a postrarse a la salida de la cripta del templo, por donde se sacaban los cadáveres para ser arrojados a la cisterna del muladar.
Cada una llevaba un sudario nuevo y el ánfora de los perfumes, para ungir los cadáveres según la costumbre. Roda que había crecido y vivido en los claustros del Templo, conocía bien todas las formas de obrar del Sanhedrín en casos como el presente. Era pasada la media noche, cuando la puerta de la cripta que daba salida hacia los barrancos de la meseta del Monte Moría en que se asentaba el Templo, se abrió con los duros chirridos de sus goznes enmohecidos y comenzaron a arrojar desde adentro, como se arroja un saco de basuras, los diecisiete cadáveres de los ajusticiados esa noche.
El grupo de mujeres veladas, formó círculo en torno a los amados restos tan inhumanamente tratados. Y Roda con su dulce voz que temblaba dijo a los esbirros:
—Soy la esposa de uno de los muertos, y estas compañeras son madres, hermanas, hijas y esposas de los demás. Si sabéis lo que es el amor de una esposa, de una madre, de una hija, dejadnos cargar con lo único que nos queda, de todo esto que fue nuestra vida y nuestro amor.
El siniestro personaje que hacía de jefe de la macabra tragedia le contestó: —Haced lo que queráis con ellos. Creo que siendo bien muertos no falto a mi deber entregándolos a vosotras, en vez de arrojarles yo mismo a la cisterna del muladar. —Gracias. Que Dios os dé la paz —fue la contestación de Roda.
La puerta de la cripta se cerró y ahogados sollozos estremecieron las espinosas ramas de los zarzales y cardos silvestres, única vegetación que crecía entre la aridez de los barrancos resecos. Aquel doliente grupo de mujeres había caído de rodillas, formando círculo a los cadáveres que brutalmente arrojados, estaban unos encima de otros y con las ropas enrojecidas de sangre. Todos tenían el cuello abierto de una feroz cuchillada.
Roda encendió una antorcha y la levantó en alto tres veces. Al punto salieron de los resecos matorrales un grupo de hombres con diecisiete parihuelas. A la luz de las antorchas fueron buscando entre aquellos rostros ensangrentados, cada cual al amado ser por el cual habían venido.
Dejamos que con piadosa serenidad imagine el lector la dolorosa escena aquella, entre barrancos y espinosos zarzales, a la sola claridad de las estrellas, que alumbraban débilmente el poderoso escenario. Cada cual identificó al mártir que buscaba y la fúnebre procesión inició su marcha a la sombra de los murallones de la Torre Antonia, anexa, como se sabe, al Templo.
Era la misma oscura callejuela, por donde años atrás fueron sacados del calabozo la madre y la hermana del Príncipe Judá, simulando ser cadáveres que iban a ser arrojados a la cisterna del muladar.
La evocación silenciosa al Divino Maestro, debió ser intensa y viva en todas aquellas almas que lloraban a un ser querido tan cruelmente asesinado.
Y no bien anduvieron los primeros pasos, una radiante silueta humana descendió en medio del fúnebre cortejo haciéndoles sentir el suavísimo efluvio divino tan conocido y familiar para todos. Una misma frase surgió a media voz en todos los labios. — ¡Maestro!... ¡Maestro! ¡Ten piedad de todos nosotros!
La radiante silueta luminosa los acompañó hasta el pórtico del Palacio Henadad, donde por fin se desvaneció como una suave niebla que se esfuma a la salida del sol.
El pórtico estaba profusamente iluminado y muchas voces temblorosas iniciaron el canto del Miserere. En aquel gran cenáculo, donde el Divino Maestro celebró la última cena y se despidió de todos los suyos, para ir a la muerte, fueron depositados los diecisiete cadáveres para ser lavados y ungidos conforme a los rituales de práctica.
Y a la media noche siguiente, fueron conducidos silenciosamente al humilde cementerio que Simónides había hecho construir, en la que fuera la trágica montaña del Gólgota… Allí había muerto el Señor y allí iban a descansar los despojos humanos de los que tanto le habían amado hasta morir por El.
— ¡PAX! —decía el pequeño obelisco de mármol blanco, colocado en el sitio mismo que ocupó la cruz del Redentor, y PAZ decimos nosotros, sobre el santo recuerdo de estos primeros mártires del ideal divino del Cristo.
29.- EL MENSAJERO DE ZEBEO
La llegada de Leandro de Caria al puerto de Joppe, a bordo de la galera Ithamar, fue un hermoso acontecimiento y un bálsamo de paz y de amor para los amigos de Jeshua, residentes entre el terror y espanto de la desventurada Judea.
El sacerdote de Osiris, que sólo llevaba un año de haber escapado al tremendo rigorismo de las leyes del Templo, y que rápidamente se aclimató a las suaves ternezas de la nueva ideología, se encontró desanimado y abatido, al conocer con detalles la penosa situación de los hermanos de ideales del buen maestro Zebeo, como él le llamaba.
Era como salir de un nido de pluma y seda para caer en una covacha de basiliscos. Pensó si venía a aquella tierra para encontrarse con la muerte, ahora que le había sido devuelta su única hija, la hija de Livia, la dulce y mística Thabita, que era como un manojo de lirios sobre un altar. — ¡Dios de Zebeo!... ¡Dios del amor, de la paz y la dicha de los hombres! —Exclamó desde el fondo del alma— ¡Defiéndeme de la maldad humana, porque ahora amo la vida que me diste, para vivirla junto a ella, bebiendo en la luz de sus ojos, en la cadencia de su voz, en la suavidad de toda su persona, aquellos días felices de mi lejana juventud al lado de Livia, único amor de mi vida!.
Marcos y Ana le recibieron afablemente. Los jóvenes árabes Ahmed y Osman, amigos de Zebeo desde la misión del Divino Maestro en Damasco, lo acosaron a preguntas sobre los últimos días del Príncipe Melchor y del Maestro Filón; sobre el amigo inolvidable, el dulce Zebeo que en la posada damascena "Ánfora de plata" tuvieron con ellos tan íntimas confidencias.
Y Leandro de Caria les esbozó la personalidad y la obra de Zebeo, con tan vivos coloridos, que al terminar su minucioso relato, los oyentes se miraron unos a otros y un tanto perplejos decían: —“Demostraba ser el más tímido y menos capaz de los discípulos de Cristo y ¡con qué prudencia y sabiduría ha sabido dar realidad a los pensamientos sublimes del gran Maestro!”
—Señor Gerente —decía Osman a Marcos—: ¿No sería razonable dar un vuelo desde Joppe a la Aldea de los esclavos? —Claro está que sería razonable, pero no sé si sería justo —contestó Marcos—. El Príncipe Judá y su representante Simónides, nos han colmado a vosotros y a mí de toda suerte de bienes y mucho temo no poder encontrar justicia en abandonar puestos que hemos gozado ampliamente durante tantos años. —Es verdad —afirmaba Ahmed—. Tendría que ser una circunstancia de fuerza mayor que nos obligara a salir de aquí.
¡Judea huele a sangre y a fuego desde hace años! —Y hoy por hoy —decía Leandro de Caria— las orillas del Nilo huelen a flores de loto, a junquillos y madreselvas en flor.
Traigo epístolas del maestro Zebeo para sus íntimos de Palestina, y sé que en todas ellas los invita a compartir con él la paz y la dicha que ha encontrado lejos de la tierra natal.
—Ya veremos —dijo pensativo Marcos—. Por ahora, lo primero que haremos será presentarte al anciano Simónides, que es aquí Jefe supremo de esta cruzada heroica en cuanto a la situación material de todos.
—Mi única misión en este país —dijo Leandro— se reduce a entregar en mano propia las epístolas que traigo, y espero tengas a bien facilitarme los medios de hacerlo, tan pronto como sea posible. Tengo prisa de volver. Estos aires me ahogan y voy dando tumbos, como si una penosa asfixia aplastara todo mi ser. — ¡Oh, nuestra Aldea de los esclavos! — exclamó—. Allí canta el amor en todos los tonos y hace florecer hasta las ruinas.
—Ahmed —dijo Marcos— conviene que pidas a tu esposa que os sirva la comida lo más pronto posible y mientras, prepara dos caballos y acompaña a este hermano hasta Jerusalén.
—Convendría saber dónde viven los destinatarios de las epístolas que he de entregar —observó Ahmed… Leandro sacó su carpeta del bolsillo y dijo mirando las cubiertas: —Una para el apóstol Pedro, otra para el apóstol Juan y la tercera para la augusta Madre del Profeta Mártir.
—Bien. Tú, Ahmed, acompañarás a este amigo hasta que haya terminado su encargue en nuestra tierra, cuidando de que él se confíe sólo en quienes son de verdad nuestros. Tú conoces bien el campo que pisamos. —Descuida, señor Gerente, que sabré cumplir tu mandato.
—Pedro está en Antioquía. Quien está aquí… es su hermano Andrés, que pronto irá a reunirse con él, según creo. Ningún conducto más seguro que ese, para hacerle llegar la epístola a Pedro.
Pocas horas después, el viajero se encontraba en el palacio de Ithamar, tan conocido de nuestro lector y el cual evocará los más bellos y tiernos recuerdos.
Siguiendo las indicaciones de Zebeo y después de Marcos, Leandro confió ampliamente en el noble anciano, dándole todas las informaciones que él le pidió. —No podía nuestro Soberano Rey inmortal, dejar de rotar la cadena espiritual que unía esta desventurada Judea, con la tierra de Melchor y de Filón. Y tú, hermano Leandro, me traes de nuevo el eslabón de unión, que en este caso es el buen Zebeo, el dulce Nataniel de quien nuestro Rey decía que era un israelita sin doblez en su corazón.
—Nunca le conocí por Nataniel —dijo extrañado Leandro. — ¡Oh!..., es que tú no conoces lo antojadizos y económicos que somos los de esta tierra… Ahorramos hasta las palabras y las letras. Tu maestro, a quien veo que mucho amas, es Zebeo de Edippa, - ciudad galilea, y su padre se llamó Nataniel. Es costumbre aquí para distinguir a un individuo de otros que lleven su mismo nombre, decir, por ejemplo, Zebeo hijo de Nataniel, pero a veces, para economizar sílabas, al andar del tiempo viene a quedar en “Zebeo Nataniel”... o Nataniel solamente… ¡Oh, amigo! En las tierras de Salomón somos muy originales, y a veces también muy malvados y criminales. Que no te espante mi franqueza, ¿eh? pero ante todo debemos confesar la verdad.
— ¡Malvados hay en todas las latitudes! —Contestóle Leandro— y no creas que la maldad humana sea cosa desconocida para mí. ¡Tengo cuarenta y cinco años de edad y siento dentro de mí, como si tuviera setenta!... ¡Tanto y tanto he padecido en mi vida!... Al maestro Zebeo le debo el conocer unas migajas de felicidad en la tarde de la vida.
—Y yo uniré mi esfuerzo a Zebeo, para hacerte conocer otras más —díjole el anciano, mirándole al fondo de los ojos en los cuales el inteligente viejo de ojos de lince, como decía el Divino Maestro, había encontrado lealtad, nobleza y una buena capacidad para desempeñar misiones de gran alcance y difíciles de realizar—.
¡Leandro de Caria!..., dime,… ¿no tienes tú algo que ver con Cleon de Mileto? —le preguntó de pronto el anciano… Leandro se sonrió ligeramente. —Tengo mucho que ver, pues era mi padre.
— ¡Por el patriarca Abraham! —Exclamó Simónides dando un golpe de puño en su mesa—. No se podían equivocar mis ojos, aunque están viejos. En mis noventa y un años me conozco medio mundo, amigo, y muy pocas serían las fortunas de las costas mediterráneas, que no hayan tenido que ver conmigo. Tu padre heredó el principado de Mileto y parte del de Hahoarnaso, ¿no es así?
—Es así —contestó Leandro—, pero esta parte hubo que cederla a un hermano menor, que se creía muerto y apareció después.
—Tú vienes de una familia de escultores y de músicos, y por tu padre conseguí esculturas finísimas de alabastro y de ónix, para este palacio que fue saqueado por Valerio Greco hace años, y una colección de estatuas de mármol, para un griego amante de la belleza que tenía su Castillo en Mágdalo de Galilea. Serías un chiquillo entonces. Yo, a mi vez, le proporcioné sedas de la India y alfombras de Persia para un grande que era su socio en Esmirna. Hemos hecho buenos negocios con Cleon de Mileto y si vive, debe acordarse con satisfacción de Simónides de Antioquía, nombre con que él me conoció.
—Murió hace veintidós años —contestó Leandro,… y su rostro se nubló de tristeza, por lo cual Simónides cambió de tema.
—Ya que hemos averiguado quiénes somos, tendrás a bien referirme todo lo relacionado con Zebeo, que es un hijo de nuestra tierra y a más, uno de los íntimos de nuestro Rey y Señor, el que venció a la muerte y vive siempre en torno a los que lo amamos.
Y entre copa y copa de su vino de Hebrón, mejor, según Simónides, que el de Corinto y Chipre, escuchó la detallada relación de todo lo sucedido en Alejandría y en la Aldea de los esclavos, desde que Matheo y Zebeo habían llegado a tierra africana, hasta llegar al descubrimiento de la ciudad subterránea.
—Confianza has tenido y confianza te doy —dijo el anciano, cuando Leandro terminó su relato—. Hemos llegado a un tiempo en que se cumple la palabra de un filósofo de tu tierra: El hombre es un lobo para el hombre, y los que no somos lobos, debemos cuidarnos mucho de ellos. Le dirás a Zebeo de mi parte, que mantenga absoluto secreto sobre esa ciudad subterránea, porque muy pronto será necesaria para refugio de los que no somos lobos.
El Príncipe Judá… heredero del nombre y fortuna de su padre, el príncipe Ithamar de Jerusalén, a quienes yo administro y represento, me envió epístola desde el Lacio en la semana pasada y me refiere un importante descubrimiento hecho al reparar una antigua propiedad suya en Roma, que heredó con otras más de su padre adoptivo, Quintus Arrius.
Está sobre la muralla de la puerta que da al Puente Suplicio, por el cual se pasa a los prados que han llamado Jardines de César… En el fondo de un estanque o aljibe, han encontrado una rampa que lleva a una gran estancia subterránea, por la cual se puede bajar al Tíber y salir al mar. En esa estancia, que contiene numerosos cubículos, como llaman los romanos a lo que nosotros llamamos excavaciones o cuevas, hay varios botes de salvamento y muebles y diversos utensilios de estilo actual, lo que hace suponer que eso no data de largo tiempo. Y como esa excavación llega hasta pasar por debajo de una casa edificada en un altiplano del Monte Aventino, anexo a la muralla occidental, Judá ha comprado esa casa, a fin de asegurarse de que toda la extensión de la planta subterránea quede en propiedad suya.
¡Oh, amigo Leandro! Nuestro Rey inmortal vigila su grey desde su Reino Eterno, y va proporcionando a los suyos… los medios para no ser devorados por los lobos, si saben ser prudentes y hábiles para esquivarse de ellos. Yo no apruebo ése temerario valor, que lleva a algunos a arrojarse a la boca del lobo.
Supongamos que la Santa Alianza, es el ejército de amor y de paz fundado por nuestro Divino Rey. Todo jefe de un ejército mira por la vida de sus soldados y no las arriesga así nomás, imprudentemente. Cada soldado muerto es una fuerza menos. Yo pienso que los buenos súbditos de este Rey Celestial, no son precisamente los que se arrojan a las fauces del dragón, sino los que fortalecidos por su fe y amparados en la esperanza del triunfo cercano de su ideal santo de fraternidad entre los hombres, hacen lo posible por no irritar a la bestia con exageradas manifestaciones exteriores, que hacen notoria su existencia en un mundo que hoy está dominado por la fuerza bruta. ¿Qué necesidad tenemos los amigos del Señor de hacer notar al enemigo que existimos, y que somos una gran muchedumbre? Ellos tienen por hoy la fuerza, y nos segarán como a las espigas de un trigal maduro.
—El maestro Zebeo piensa exactamente como tú, buen anciano que aún conservas la clara inteligencia de los cuarenta años. Y en casi once años que lleva de activa labor en seguimiento del Divino Maestro, nadie le ha estorbado su camino hasta hoy.
—Pues aquí hubo ya, feroces matanzas que no dejan otro recuerdo más que jóvenes viudas en desamparo; ancianos sin hijos e hijos sin padre. Y el odio de los enemigos más y más rabiosos, buscando nuevas víctimas para devorar. Nuestro apostolado, por ahora, debe ser, a mi juicio, silencioso y prudente, como lo han hecho los Esenios desde que vino la dominación extranjera al país.
Razón tuvo el gran Moisés, de llamar dura cerviz a nuestro pueblo, que no escarmienta con las terribles lecciones de esclavitud y de sangre que ha recibido tantas veces. No ha sido bastante, ser llevado cautivo en masa por dos veces a Babilonia, después de haberle degollado como a ovejas, sus reyes, sus príncipes, sacerdotes y jefes militares. ¿Qué más necesita sufrir este pueblo, para comprender cómo es necesario marchar, en la hora actual y en todas las épocas de la vida, para no atraerse el odio y el furor de las fieras inconscientes, que casi siempre dominan en este mundo?
Algunos arguyen… que nuestro Soberano Rey dio el ejemplo, al arrostrar la muerte con un sereno valor, pocas veces visto… ¡Oh, amigo mío! Es tan distinta la posición de Él, ante este mundo y ante los cielos de Dios, que no admite comparación. El vino a cambiar la faz espiritual y moral de la humanidad, y el salir triunfante de la muerte y del pecado era, a mi juicio, el precio con que Él conquistaba el eterno poder en su Reino, donde es uno solo con el Padre, según sus propias palabras al despedirse de todos los suyos, en aquel inolvidable atardecer a orillas del Mar de Galilea...
—La emoción quebró la voz del anciano en un sollozo fuertemente contenido, y cambiando de tema añadió—: Ahora vamos a las caballerizas y veamos de elegir dos buenos caballos que os conduzcan a Galilea. Visitaréis a la Santa Madre del Señor y a Juan y Jaime que viven con ella. Espero que volváis aquí… antes de tomar el barco que te lleve a Alejandría...
—Va a servirse la cena —anunció un criado en la puerta del despacho del anciano. —Bien, vamos allá. Aquí se viaja mejor de noche, cuando el invierno se ha ido… Y después de dar las órdenes necesarias para el viaje, el anciano, seguido de Leandro, entró al gran Comedor del palacio de Ithamar, donde ya estaba su hija Sabad, que era el ama de casa, Ahmed, el joven árabe, y seis secretarios y escribas, que tenían a su cargo los libros de la vasta red comercial que dirigía Simónides con noventa y un años de vida.
— ¡Han pasado once años desde que Él partió a su Reino Eterno y aún no ha ocupado nadie ese lugar, donde tantas veces estuvo El sentado en este Cenáculo y ante esta misma mesa! —exclamó el anciano mirando tristemente, el sitio de honor de la mesa donde brillaba un hermoso jarrón de plata lleno de rosas encarnadas.
— ¡Entre sus rosas de amor está Él, seguramente! —le contestó Sabad mientras servía a los comensales. Y se hizo un suave silencio en el cual sólo se oía el ruido que producía la vajilla y los pasos de los criados que entraban y salían.
30.- EN GALILEA
Entre el claroscuro del atardecer, salían Leandro y Ahmed por el gran portón de las caballerizas que tan conocido es para el lector de "Arpas Eternas". Apoyado en su bastón de encina, el anciano les despedía, luego de entregar a Ahmed un paquete cerrado y lacrado diciendo: "Entrégalo a la Madre de nuestro Rey".
Antes de salir de Jerusalén… quiso Ahmed hacerle conocer a Leandro los hermanos que vivían, desde años atrás, en el palacio Henadad y para quienes Marcos le había dado mensajes de afecto y condolencia, relacionada con la última desgracia ocurrida: "la caída de los diecisiete", como dieron en llamar al cruel sacrificio del Apóstol Santiago y sus compañeros.
La desolada tristeza de aquella casa, se percibía no bien el visitante ponía sus pies en el umbral de la puerta. Y Leandro se quedó inmóvil y mudo en el gran pórtico de entrada.
Hubo siempre dolor y tristeza en aquella casa, desde la noche terrible de la prisión del Señor. Y ahora, con motivo del trágico suceso, que puso punto final al ardiente apostolado de Stefano y Santiago, se había intensificado nuevamente. Allí quedaban, en las criptas del Tempo, madres, esposas e hijos de los asesinados, entre ellas Roda, que habiendo muerto ya la tía Susana que la recogiera en su primera infancia entre las vírgenes del Templo, se encontraba sola en el mundo.
Su esposo muerto, con quien la uniera Pedro a los pocos meses del oportuno salvamento, que hicieron de la joven sonámbula, guiados por el sacerdote esenio Imer, era hijo mayor de aquel griego Parmenas, padre del Diácono Felipe, de que se hace mención en el Tomo II de Arpas Eternas.
Ni Parmenas… el hijo mayor, ni Felipe, el menor, habían crecido junto al padre, que por las actividades peligrosas y fuera de ley a que se dedicaba, los había recomendado a parientes cercanos. La ley hebrea ordenaba que un hermano soltero o viudo, debía unirse a la viuda de su hermano y en tal caso, la orden correspondía al Diácono Felipe; pero éste, de origen griego y compenetrado últimamente con la amplia enseñanza del Cristo, que dejaba en segundo término tales prescripciones de orden social, no deseaba ligarse con el matrimonio que seguramente le obstaculizaría en parte sus actividades misioneras.
Ya no estaba en la tierra el Apóstol Santiago, que de todos los Doce, era el más estricto cumplidor de las ordenanzas de la Ley hebrea. Además, la pobrecita Roda no estaba en estado de ocuparse de un segundo matrimonio, pues la espantosa muerte que habían dado a su esposo, le causó un histerismo agudo, que la tenía entre la demencia y la lucidez, entre la vida y la muerte.
No estaba allí el paternal y dulce apóstol Pedro, que era para ella un verdadero padre. No estaba tampoco aquel sacerdote esenio Imer, que tanto había comprendido la extrema sensibilidad y las extraordinarias facultades psíquicas de que estaba dotada.
Los sacerdotes que eran Esenios, habían pedido retiro de las funciones del Templo y se habían refugiado en los Santuarios de roca, en las grutas silenciosas de las montañas, cuando se persuadieron de que el Sanhedrín les cortaba todos los caminos de contacto y acercamiento al pueblo. Los sacerdotes de filiación Esenia, habían dado prueba más de una vez, de estar en completo acuerdo con la doctrina del Maestro, que el Sanhedrín llamaba pomposamente “sacrílega innovación del Profeta Nazareno”, cuya semilla veían claro, había prendido y arraigado en gran parte del pueblo israelita.
Le habían dado muerte infame y oprobiosa… para infamarle ante el pueblo y borrar hasta su recuerdo de la faz de la tierra; y encontraban que hasta el mismo patíbulo en que lo colgaron como a un malhechor, comenzaba a ser venerado como un sacro símbolo, que llevaba a sus adeptos hasta la capacidad de una inmolación igual, si había de ser para la gloria de su excelso Maestro.
En el pavimento de los atrios exteriores del Templo y aun en los claustros interiores, habían comenzado a aparecer cruces pintadas con brea. Del Templo habían pasado a los muros de los palacetes, habitados por los grandes sacerdotes y sus familiares, en los más destacados lugares de la ciudad.
Los magnates del Sanhedrín veían cruces negras en las piedras de sus muros, en las lozas de sus patios, en el mármol de sus fuentes y hasta en el pavimento de las calles, por donde ellos debían necesariamente pasar, para concurrir al Templo a la hora de los oficios. Y aquello les exasperaba hasta el punto de que una hidrofobia colectiva les había dominado por completo.
Tal era el estado de Jerusalén, a la llegada de Leandro de Caria a la silenciosa y entristecida casa llamada Palacio Henadad… Mujeres llorosas, hombres taciturnos y pensativos, fueron los que recibieron al enviado del apóstol Zebeo. Y como ocurre siempre, en los grandes dolores irreparables, aquellas almas atormentadas por el espanto y la incertidumbre, intensificaron su llanto, sus quejas, sus dolorosas lamentaciones, ante aquel hermano extranjero que les traía de tan lejos el amor del hermano ausente, del dulce Zebeo que en tierra extraña tenía paz, sosiego y amor mientras ellos en la tierra nativa, vivían temblando entre el terror y el espanto.
De pronto… unos gritos lastimeros hirieron los oídos de los que formaban un gran círculo alrededor de Leandro y Ahmed. Como sus miradas interrogasen, una de aquellas dolientes mujeres explicó: —Es una infeliz hermana nuestra, que recibió dura impresión viendo el cadáver de su esposo degollado junto con otros en la cripta del Templo. Hace ya cuarenta días y dos o tres veces cada día la vemos en la agonía de esas crisis terribles que nos desesperan a todos.
—Si me permitís verla —dijo Leandro, el sacerdote de Osiris—, acaso yo tenga los medios de aliviarla. Fui sacerdote de los Templos egipcios, donde se nos obliga a ser maestros en la ciencia difícil de conocer la Psiquis humana. Y la enfermedad que padece vuestra hermana es del alma y no del cuerpo.
Le llevaron a la alcoba de Roda que había caído del lecho y se retorcía en una convulsión horrible. Leandro, alto, fuerte, sereno, se inclinó prontamente y levantó con gran suavidad el frágil y menudo cuerpo de Roda que temblaba como una hoja. Se sentó sobre el lecho, teniéndola sobre sus rodillas, tal como una madre cobija a un niño en su regazo. Los clamores cesaron y los estremecimientos de la crisis fueron calmándose lentamente… Sin abrir los ojos, la enferma murmuró: — ¡Viniste, padre mío, porque en mi dolor te llamé tantas veces!... Una voz susurró: —Cree que eres el Apóstol Pedro al que la pobrecita llama su padre. —Conviene que siga creyéndolo —contestó Leandro, y haciendo a los presentes señal de silencio, se recogió en sí mismo y dejó que su alma forjada en piedra..., en hierro fundido al fuego, absorbiera todo el dolor de aquella débil almita atormentada, que en ese instante excitaba su compasión y ponía en actividad todas las fuerzas latentes y vivas desarrolladas por largos años de consagración a su cultivo interior.
Y Roda se quedó profundamente dormida. La recostó en su lecho y la dejaron sola en la habitación. —Cuando se despierte —dijo Leandro—, cosa que ocurrirá mañana a esta misma hora, cuidaréis de alimentarle la ilusión de que ése a quien llamaba en su dolor… estuvo a su lado y curó su mal.
Estoy de paso a Galilea donde debo entregar epístolas importantes del maestro Zebeo. De regreso, volveré por aquí y según sea el estado de la enferma, dispondremos lo que creamos más conveniente.
—Aquí llega el diácono Felipe, hermano de su marido —dijo uno de los presentes—. Es el único familiar de la pobre Roda.
El recién llegado, venía de Sebaste con urgencia por la enfermedad de su cuñada. El nuevo personaje, muy conocido del lector de "Arpas Eternas", no necesita presentación. Desde que partió Pedro de Jerusalén, a raíz de la muerte de Stefano, Felipe y Nicanor, con Adin o Policarpo, que era ya un apuesto jovenzuelo, habían partido a Samaria, donde tratarían de trabajar para el sustento del cuerpo y a la vez enseñar con prudencia la doctrina fraternal del Divino Maestro.
La desgracia ocurrida a su hermano Parmenas, esposo de Roda, le fue avisada, y él acudía en socorro de su cuñada viuda. Felipe conocía algo de lo que eran los Hierofantes egipcios, a través de algunos discípulos de la Escuela de Pitágoras que iniciado en la Sabiduría Oculta de los Templos de Osiris, la llevó a la Grecia con la fervorosa devoción que el sabio de Samos supo poner en todas las manifestaciones de su privilegiado espíritu.
Simpatizaron grandemente con Leandro, que viendo en Felipe un campo fértil para sembrar las grandezas de la Sabiduría oculta, le prometió una larga conversación sobre la materia, a su regreso de Galilea dentro de breves días. —Si te es posible —le dijo Leandro—, espérame aquí mismo donde yo vendré.
Al día siguiente, al atardecer se apeaban Leandro y Ahmed a la puerta de la Casa de Nazareth, como llamaban todos a la casa de Myriam; como si en aquella humilde ciudad galilea no hubiera otra casa más que aquella.
La sensibilidad sutil del sacerdote egipcio, percibió de inmediato el ambiente dulcemente tranquilo de aquel hogar Nazareno. —Esto no es Jerusalén —dijo discretamente a oído de Ahmed. —Esta es la casa santa por excelencia —le contestó el árabe—. Aquí vivió su infancia, su adolescencia, su juventud y su edad viril el Mesías Ungido del Altísimo, el Soberano Rey de Israel, como dice nuestro Jefe Simónides.
Pero nadie acudía al llamado hecho en el portalón, por lo cual repitieron la llamada con más fuerza.
Al rato vieron venir por el sendero sombreado de nogales y cerezos, que ya deshojaba el otoño, una mujer vestida de oscuro azul, tocada de blanco y con un niño que corría a su lado prendido de su mano. — ¡Es ella!..., ¡ella misma!... —exclamó el vehemente árabe, con una devoción tal que Leandro preguntó: — ¿Quién es ella?
Ya estaba a pocos pasos… y el venerable rostro dulce y pálido les sonreía. —Pasad, pasad —dijo abriendo sin esfuerzo una hoja de la puerta. El árabe, que nunca olvidó la gentileza de su maestro Melchor, dobló una rodilla en tierra y besó la mano que ella le tendía. Leandro hizo una profunda reverencia silenciosa, porque una gran emoción le impidió articular palabra.
— ¡Es la Madre de Él!... —volvió a decir Ahmed. --Ya lo he comprendido —le contestó Leandro mirando fijamente aquel dulce rostro, respetado por el tiempo y embellecido por la irradiación interior de cuanta belleza ultra terrena puede encerrar la psiquis humana.
—Hacía tiempo que no venías Ahmed —dijo ella—. ¿Qué me dices de Ana? ¿Cuándo viene a buscar a este lucerito que dejó en mis sombras? —y ella acarició la cabecita oscura del chiquitín, prendido a su vestido y que se ocultaba en sus pliegues. —Soberana señora... —murmuró el árabe— ella deja aquí a su pequeño Jeshua… sabiendo que le ha dejado en el paraíso.
Entraron en el gran cenáculo, que era un templo de santos recuerdos y de pensamientos inefables. Aquel ambiente de cielo en la tierra, estremecía el alma de infinita ternura. Se percibían presencias invisibles, suaves y dulces como las más dulces y suaves caricias, y Leandro sin poderse contener, dobló sus rodillas mirando el altar de las Tablas de la ley y los Libros Sagrados, iluminados por una lámpara de aceite que pendía de la techumbre.
Ahmed se quedó de pié junto a la puerta y Myriam se sentó en un sillón con su nietecito apoyado en sus rodillas. Cuando la muda impresión de Leandro pasó, se puso también de pié y miró a Myriam cuyos ojos entornados denotaban también la muda plegaria. —Seáis bienvenidos á este templo de mis recuerdos y de mi soledad poblada de amores ausentes —dijo ella con su voz musical—.
Sentaos y decidme que acontecimiento os trae por aquí… Leandro se le acercó y después de una segunda reverencia, le entregó dos paquetes cuidadosamente envueltos en paño de lino y entre una petaquilla de piel de antílope con cerraduras de plata. —Es mi humilde ofrenda noble señora, pero dentro de ella vienen epístolas del maestro Zebeo, mi gran amigo.
¡Entonces… vienes de Alejandría? ¡Oh gracias, gracias! —añadió mirando a Leandro, con aquella mirada suya, que infundía deseos de arrodillarse a sus pies y decirle con el alma asomando a los labios— ¡Madre!... ¡madre mía!...
Pero Leandro se mantuvo de pié, sereno y erguido, no sin que acudiera a su mente la visión divina que había tenido años atrás, cuando ninguna pasión violenta turbaba la quietud de su alma; y se entregaba entero en absoluta renunciación al Eterno Invisible... y pensó: "Aquella visión era intangible y etérea, ésta palpita y vive con un corazón de carne". —Mientras el sacerdote de Osiris pensaba así. Ahmed había entregado a Myriam el paquete enviado por Simónides.
Ella se levantó y les dejó solos. El chiquitín de cuatro años hijo de Marcos y de Ana, la siguió…
Sentados ambos en uno de los estrados, guardaban silencio. La luz de la lámpara que iluminaba las Tablas de la Ley, vertía su resplandor dorado sobre un ánfora de arcilla, llena hasta desbordar de rosas bermejas recién cortadas y de lirios blancos, que parecían temblar con la oscilación de la llama de oro que alumbraba el altar.
— ¡Qué de veces estuve aquí… sintiendo la palabra cálida de amor del Cristo nuestro Señor! —Exclamó por fin Ahmed—. Este altar fue hecho por él y esas Tablas de la Ley, deben conservar el rastro de sus manos, al grabar a punzón cuanto aparece escrito en ellas. ¿Cómo pues no ha de vivir esta santa y heroica madre toda una vida de amor y de recuerdos?
— ¡Amigo mío!... —Dijo Leandro a media voz— todos los que hemos prendido muy alto el velo sutil de nuestros ideales, llevamos en el corazón un pequeño templo de amores y de recuerdos, que nos obligan en momentos dados, a obrar como si aquellos recuerdos fueran presencias invisibles pero vivas, que miran nuestras acciones y recogen una a una las perlas de nuestro pensamiento…
Pero el caso de esta sublime mujer es diferente. El amor y el recuerdo que vive en ella, son como un poderoso reflector, cuya luz permanente la mantiene envuelta siempre en un halo divino… porque es emanación de la Divinidad misma…
Ese hijo que recuerda y que llora, es el Avatar Divino, el Verbo Eterno, el Eterno Amor hecho hombre, y por un prodigio de amor bajado hasta ella… ¿Cómo pues no ha de estar semi-divinizada esta mujer al contacto maravilloso de ese recuerdo y de ese amor permanente?
Y así se obra en ella lo que aparece al vulgo como un prodigio, o sea su asombrosa conservación física. El tiempo la respeta… Los años resbalan sobre su cuerpo como agua mansa y pura, porque ningún sentimiento innoble puede llegar al sagrario de su alma, llena toda de aquel amor y de aquel recuerdo.
Si de tal modo se adueña la Divinidad de una Psiquis humana, las sensaciones torpes y groseras que atrofian, desequilibran y desgastan el cuerpo físico, no se acercan a ella ni a distancia. Es una ley. Es la Ley Divina viviendo en un ser humano.
¡Es el Amor Eterno consumiendo todo el polvo de la tierra! Es un tabernáculo de cristal, a través del cual podemos percibir todos la Divina Presencia Eterna, multiplicada en inefables presencias invisibles y amadas, que se acercan y se alejan, que vienen y que van en una silenciosa ronda de amor, de esperanza y de fe en torno nuestro.
¡Si hubiera sobre la faz de la tierra, un millar de seres como esta augusta mujer, de cierto te digo que la humanidad se tornaría buena, que el odio y el egoísmo serían aventados lejos, como se lleva el vendaval las arenas del desierto!
Myriam apareció sola por una puerta interior, porque el pequeño Jeshua dormía en aquella cunita de cerezo, donde había dormido sus sueños de niño, aquel otro Jeshua Divino que ya no vivía en la tierra.—Dentro de unos momentos —dijo— llegará mi hermano Jaime con su esposa y Juan, que anduvieron todo el día repartiendo los dones de la Santa Alianza, a los necesitados de toda esta comarca. Ellos son los encargados de hacerlo… Y nos acompañaréis en la cena. Y espero que honréis mi casa con vuestra presencia, todos los días que sean de vuestro agrado.
—Gracias venerable señora, —contestóle Leandro—. Por mi parte no tengo fijados los días, pero no podrán ser muchos, porque algunas obligaciones me esperan lejos de aquí. —Tampoco a mí me han determinado los días, dijo Ahmed, pero cuanto más pronto regresemos a nuestro punto de partida, mejor cumplimiento damos.
Vieron que Myriam se levantó y encendió otra lámpara de aceite y la cubrió con un cubo de cristal. Después abrió un pequeño ventanillo excavado en la parte más alta del muro, que daba hacia la entrada de la casa, y colocó la lamparilla en el hondo hueco como una hornacina cerrada por dentro. Un leve suspiro sintieron exhalarse de sus labios y un velo de tristeza se derramó sobre aquel sereno semblante orlado con la blanca toca de las mujeres esenias.
—Hace cuarenta años —dijo— que enciendo esta lámpara que alumbra el camino hasta larga distancia. Al principio la encendía para Jhosep mi esposo, que siempre volvía al anochecer por su trabajo o por los mil motivos que a un artesano lo llevan fuera del hogar… Después, la encendía para mi hijo que en sus andanzas misioneras, se olvidaba siempre de que le esperaba la madre con la mesa puesta. Y la sigo encendiendo aun cuando no haya ninguno fuera de casa, porque el corazón no soportaría esa luz apagada.
¡Me parecería que les olvido a ellos!... ¡Oh el recuerdo!... ¡el corazón de la madre le espera siempre, siempre!...
Más ahora... se consume todo el aceite, mi lamparilla se apaga sola, ¡pero El ya no viene!... ¡no puede venir porque en la tierra ya no hay fe, ni esperanza, ni amor!... Hay solo odio y El no puede llegar entre el odio.
La voz dulce que destilaba miel se rompió en un sollozo y dos gruesas lágrimas se deslizaron por aquel rostro de marfil.
— ¡Señora!... —exclamó Leandro acercándose a ella y arrodillándose a sus pies—. ¡Señora! si el amor eres tú, si el amor vive en ti y fluye de ti como un suave manantial que nos inunda a todos, ¿cómo dices que no hay amor cerca de ti?
Los ojos dulces de Myriam se posaron en el rostro transfigurado de Leandro, al mismo tiempo que ella le tendía sus manos. El las tomó con devoción y las llevó reverente a sus labios. Myriam posó la diestra sobre la cabeza inclinada de aquel hombre y le dijo con voz temblorosa que lloraba: — ¡Yo te bendigo en su Nombre!
Ahmed se había arrodillado también y ahogaba el llanto con inauditos esfuerzos. ¡Un halo de divinidad inundó el cenáculo!... Una presencia divina se hizo sentir con fuerza de ola que lo domina todo, que lo sumerge todo en su irresistible potencia.
¡Y también la amante Madre, lámpara viva de amor y de recuerdos, unió sus manos de lirio sobre el pecho, dobló su frente y esperó en hondo silencio!.. .
La presencia divina… se condensó en una blanca visión transparente y luminosa, junto a las rosas del altar en penumbras... Ella la percibió al momento y fue anhelante hacia allá, cayendo también de hinojos...
Las rosas fueron cayendo suavemente, entre los brazos de Myriam tendidos hacia Él, mientras sus ojos bebían luz, esperanza y amor de aquellos otros ojos que no eran de carne pero le traían la gloria divina de un amor inmortal, imperecedero y eterno!...
Los tres sintieron una resonancia suavísima, que era vibración, pensamiento, idea flotando en el éter, y expresaba así: "La cruz a la que subí por amor a la humanidad, debe ser para mis amados, cruz de rosas y espinas, amor y sacrificio por sus hermanos".
Leandro y Ahmed habíanse doblado, tocando el pavimento con la frente, porque la mirada de aquellos ojos que no eran de carne, no podía ser resistida sin sentir el anonadamiento absoluto, el desvanecerse como polvo, el morir de anhelo y de amor, arrastrados como en un irresistible vértigo hacia la ultra terrena grandeza de la Divina Presencia.
Cuando volvieron a ser dueños de sí mismos, encontraron a Myriam, siempre de rodillas, al pie del altar, apretando contra su corazón las rosas y lirios, que la aparición de su Hijo hizo caer entre sus brazos.
Parecía dormida… y Leandro, conocedor de las redes sutiles que muy rara vez se abren paso en las pesadas y bajas corrientes fluídicas terrestres para formar contacto con el aura mental de seres determinados, esperó unos momentos en silencio profundo, y con su fuerte pensamiento puesto en acción le dijo:
— ¡Augusta madre de Cristo!... Aún vives sobre la tierra —ella dio un gran suspiro y se despertó.
— ¡Estaba tan triste y Él me llevó a su cielo por unos momentos! —dijo. Y volvió a colocar con infinito amor las rosas y los lirios en el ánfora de arcilla que estaba vacía sobre el altar.
Continúa ….