27 de junio de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 10

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

A Judas hijo de Tadeo, le habían dejado en el puerto de Pilas en la Siria Norte, desde donde pasó a Thirsa sobre el Éufrates. A Tomás le habían llevado al puerto de Pasiliglos en el Golfo Pérsico, desde donde se había conducido a Persépolis y Pasagarda en Persia.

— ¡Muerto el pastor, se dispersaron las ovejas!... —exclamó con honda amargura Zebeo—. ¡Tronchado el árbol que les daba sombra, volaron las golondrinas hacia los cuatro vientos del cielo!... ¡Maestro, Maestro! ¿Por qué no vuelves a reunirnos a todos entre tus brazos?... Zebeo se cubrió el rostro con ambas manos y lloró silenciosamente. Una hora después la galera Ithamar se hacía a la vela llevándose otra golondrina más, que iba cargada de noticias y dones para los que aún permanecían en el nido abandonado.

27.- LA CIUDAD SUBTERRÁNEA

Mientras ocurría todo esto en el puerto de Alejandría, despidiendo al viajero hacia Palestina, tres de los excautivos del viejo Castillo habían llenado bolsos de provisiones y cantarillos de agua y se habían aventurado por los tortuosos corredores de lo que ellos llamaban, la ciudad subterránea recientemente descubierta.

Dionisio de Caria había sido el iniciador del arriesgado viaje. —De todos modos —decía a sus compañeros— no tenemos nada que perder, ni hay tampoco nadie que nos llore si morimos. Me urge saber dónde termina este endiablado camino bajo tierra.

Encontraron en varias encrucijadas que formaban plazoletas, pozos de agua dulce que podía sacarse con unos cubos de madera, mediante una hábil combinación de poleas, sostenidas por fuertes caballetes de madera y piedra.

Llevaron la cuenta de que durmieron cinco noches y caminaron cinco días, sin encontrar salida al exterior y solo dándose cuenta del día y de la noche, por la luz que entraba a través de luceras y claraboyas. Caminaban solamente por el túnel central, sin atreverse a distraer tiempo y fuerzas en registrar los caminos travesaños, que eran innumerables. A la tarde del sexto día vieron frente a ellos un disco luminoso por donde penetraba la dorada luz como un velo de oro.

— ¡Por fin!... ¡Por fin!... —exclamaron los tres al mismo tiempo. Llegados al disco de luz, vieron que daba sobre un hermoso lago, y esta salida estaba hábilmente disimulada entre dos salientes de la roca negra y lustrosa de unos enormes peñascos donde crecían pinos, encinas enanas y viñas, silvestres.

Extranjeros en esta tierra, los tres exploradores ignoraban en qué sitio veían de nuevo la naturaleza viva que les brindaba sus encantos.

Pero tú y yo lector amigo, podemos saber que habían llegado al Oasis de Baharijeh, a la margen oriental de su hermoso lago, en cuya ribera norte se encontraba la cabaña de piedra donde años atrás, Agades y Matheo contemplaban reflejarse las estrellas como planchuelas de oro en sus aguas límpidas y serenas.

Costeando el lago, llegaron a poco andar a la casita de piedra, donde encontraron una mujer de edad madura, fuerte y vigorosa, que partía leña para su fuego. —Que la paz sea en esta casa, —dijeron los tres. —Y en vuestra vida, señores, —contestó amablemente la mujer. — ¿Sí nos permites descansar sobre este banco —dijo Dionisio de Caria— que es grande nuestra fatiga?

—Sentaos, sentaos, y tomaréis leche de mis cabras con miel de mis colmenas —contestó la buena mujer que demostró ser muy hospitalaria. Durante la conversación, ella supo que venían a pié desde Alejandría, y ellos supieron que ella se llamaba Aliñosa y era el ama de casa que tenía Filón de Alejandría, que al morir le dejó en herencia la cabaña de piedra, con cuanto había en ella.

Y cuando le comunicaron que vivían con Zebeo de Palestina, que tenía Escuela, Talleres y Refugio de ancianos y huérfanos, la buena mujer se conmovió profundamente, pues en el tiempo que Zebeo permaneció al lado y en contacto con su amo Filón, ella le había tomado cariño por la dulzura de su carácter, igualmente que a Matheo, que antes de partir le dejó un hermoso manto como recuerdo suyo.

—En esta cabaña estuvo él mucho tiempo —continuó diciéndoles Aliñosa—, y en la alcoba de mi amo vivió sus horas largas de soledad y de tristeza. Se fue hacia el sur con mi hermano Calicud y mi sobrina Agades a quien Matheo curó de la parálisis. Y yo les espero aquí porque en sueños he visto su vuelta a esta cabaña.

Les hizo entrar en la gran cocina donde ardía el fuego y se condimentaba la cena; y pidió tantas noticias del estudiante Zebeo como ella decía, que los viajeros se vieron obligados a satisfacerla mientras bebían los tazones de leche y miel que la buena mujer les había brindado.

Tres días descansaron en la gran alcoba que fuera reposo del maestro Filón y también de Matheo. Y demostraron haber aprendido bien las lecciones de amor fraterno, que oyeron de los labios del apóstol Zebeo, pues pagaron el buen hospedaje de la hospitalaria Aliñosa, dejándole en su cocina una gran pila de leña cuidadosamente acondicionada para su fuego hogareño. Y a fin de que Aliñosa no se apercibiera de que no salían por el camino usado por todos los viajeros, dejaron la cabaña antes del amanecer.

La buena mujer les había llenado los bolsos de provisiones, y ellos mismos se habían provisto de buenas piezas de cacería que allí abundaban, conejos, patos silvestres y peces del lago. Le dejaron escrito con brea sobre una piedra de la cerca del lago, los nombres de los tres y el lugar donde vivían… Dionisio de Caria, — Marcelo de Ostia, — Livio de Marsella, — Isla del Lago Merik. Y un pequeño bolso con monedas de plata… No olvidaron llevar un cantarillo de brea de la gran tinaja que tenía Aliñosa, para curar la techumbre cuando la lluvia penetraba, y a la amarillenta luz de la luna menguante, que aparecía hasta cerca del amanecer, se dirigieron silenciosamente a la entrada del túnel por donde habían venido.

Por una acertada precaución, amontonaron troncos y piedras, que desde adentro hicieron rodar en forma de dejar más disimulada aquella salida. Cuando pasaron diez días de su salida del Castillo, Zebeo y los demás que conocían la excursión emprendida, comenzaron a alarmarse por la tardanza, creyéndolos perdidos en la ciudad subterránea. Los otros cinco de los ex-cautivos que conocían bien la capacidad, el arrojo y la fuerza física de los tres exploradores, acabaron por infundir calma a los demás.

El apóstol Zebeo en su meditación, repetía la plegaria oída de su Maestro: ¡Señor!... ¡Que yo no pierda ninguna de las almas que Tú has puesto en mi camino! Muy gozosos… los excursionistas habían tomado acertadas disposiciones… Fueron marcando con brea los caminos travesaños que se les iban presentando, comenzando por el número uno que encontraron a trescientos pasos de la entrada. A la vez iban marcando con punzón en un pergamino, el croquis de todos aquellos caminos que se bifurcaban del túnel central.

Por vía de observación, empezaron por el sendero número uno, que se dirigía hacia oriente. Y a poco andar, una cavidad enorme les cortó el paso. En ella había grandes estanques llenos, el uno de carbón, otro de azufre, otro de betún,… y colgados de los muros, rollos de sogas de esparto, alambres de cobre, hachones de cáñamo, flechas y lanzas. Y dentro de un arcón de madera de encina, una porción de hachas y puñales de diversas formas, tamaños y estilos. Era aquello un depósito de material de guerra o de defensa, para el caso de ataque por la cercana puerta de salida. Volvieron hacia el túnel central y continuaron grabando sobre el muro:… número dos, tres y hasta veinte, donde se abría un nuevo camino.

Y en el pergamino iba apareciendo a la vez, un excelente croquis para poder orientarse en adelante y hacer más minuciosas exploraciones de los senderos travesaños de aquella grandiosa ciudad subterránea.

En el camino que marcaron con el número ocho, encontraron que a diez brazas de la entrada, tenía una pequeña puerta de barrotes de hierro. Entraron por un callejón estrecho en el que había dos bancos de piedra, y más adelante, otra puerta igual que daba a una gran cavidad redonda, que a primera vista delataba lo que ella era: un presidio o cámara de torturas.

Había látigos de alambre, mordazas, cepos de diversos tamaños, una horca, cadenas y argollas empotradas en la muralla y en un rincón, una profunda cisterna cuyo fondo no se veía, pero que dejaba percibir el rumor de una corriente de agua poderosa. Allí debían arrojarse los cadáveres de los que eran ajusticiados."

Los tres exploradores dieron marcha atrás y volvieron al túnel central. Estaban exhaustos y en la primera plazoleta que se les presentó, se sentaron a descansar y a comer. Allí refrescaron el alma, recordando a la buena Aliñosa que les había obsequiado con tan buenas provisiones.

—Con razón el Egipto y sus Faraones —decía Livio de Marsella— ha pasado a la historia con relieves de leyenda fantástica y pavorosa. —Por eso incitaba la codicia de todos los ambiciosos del mundo —respondía Dionisio. —Son el demonio para mantener secretos escondrijos —añadió Marcelo de Ostia— y debido a eso ha subsistido su inmenso poderío durante tantos siglos.

Poco podrían caminar ya, pues observaban que iba acentuándose la oscuridad, y buscaron en una de las salas de esa plazoleta comodidad para pasar la noche. Encontraron un cuartucho lleno de fibra de palmeras casi hasta la techumbre. Es el material para colchonetas propio de la región y allí pasaron la noche.

Y en esta forma hicieron el viaje de regreso, que les tomó siete días por las excursiones que hicieran hacía los senderos travesaños. Notaron que las habitaciones eran mejores a medida que se acercaban al Templo del Lago Merik. Y en los senderos diecinueve y veinte, que eran los más inmediatos a la cripta de entrada que estaba ubicada bajo el pavimento del Templo mismo, encontraron en el de la derecha un Templo pequeño pero todo de granito rosado, con las columnas que terminaban en capiteles de oricalco en forma de lotos. Una enorme lámpara de plata pendía de la techumbre.

Justamente, en lo alto de un hermoso grupo de mármol blanco: una Isis sentada, con el velo a la espalda y en su regazo el pequeño Horus al cual Isis-madre le sonreía, mientras Osiris (el padre), de pié a su derecha, apoyaba la diestra sobre un cofre o arca en que Isis descansaba la espalda. Aquel cofre tenía su tapa de Oricalco, dentro del cual aparecían varios rollos de pergamino entre tubos de plata, con estas inscripciones grabadas al exterior: "LIBRO DE LOS MUERTOS"—"LIBRO DE LOS NÚMEROS"—"EL MANDATO DE LOS ASTROS"

Aquel hermoso grupo de mármol blanco, encerraba todo el simbolismo secreto y profundo de la más antigua sabiduría de los hierofantes egipcios: La Triada Divina que equivale a la Trinidad de la Teología Cristiana, o sea la Potencia Activa, la Pasiva y ambas dando vida al Amor Eterno, del que surge la Creación Universal. En las columnas aparecían grabados los Números desde el uno hasta el cero. Las columnas eran diez. Detrás y a los lados del pequeño templo, se veían cámaras de regular dimensión con alcobas al fondo, divididas con el muro que formaba un arco. Debían ser habitaciones para los sacerdotes, pues había dos salas de baño, comedor y en la plazoleta un pozo de agua. Contaron veinte cámaras iguales, con su alcoba con el estrado al fondo, y en la parte delantera una mesa y sillón de piedra negra, una gran alacena excavada en el muro y un candelabro de mármol sobre la mesa.

En el camino de la izquierda… o sea el número veinte, fue una sorpresa mayor para los excursionistas. A los doscientos pasos de la entrada, estaba una enorme puerta que ocupaba todo el ancho del camino, y tenía en su parte superior un postiguillo pequeño para que los ojos pudieran mirar al exterior. Al abrir la puerta producía un sonido metálico que hería los oídos y producía una fuerte sensación de alarma.

— ¡Oh! —Exclamó Dionisio—. Esto debe estar destinado para su Divinidad el Faraón. Todo lo indicaba así… Allí todo era mármol y pórfido, oricalco y plata. La Sala del Juicio en primer término, con un trono de pórfido que brillaba como sangre fresca sobre el blanco mármol de los muros, y sobre el cual pendía de gruesas cadenas de plata, la triada triple de los Faraones que significaba soberanía del Bajo Egipto, soberanía del Alto Egipto y la serpiente de oro y esmeraldas, enroscada en la parte inferior, que se ajusta a la cabecera y que significa soberanía divina: El Faraón hijo de los Dioses.

— ¡Y con tantas soberanías se hundieron todos en el polvo! —exclamó Livio de Marsella, subiendo las gradas del trono y sentándose en él, que era tan grande que podía darles asiento a ellos tres… Venid, venid, seamos Faraones de Egipto por unos momentos —les dijo a sus compañeros que tenían más prisa de llegar a la Aldea, que deseos de subir aquel graderío. Miraron rápidamente por los alrededores de aquella sala y era todo como un palacio subterráneo de extraordinaria riqueza. La alcoba de su majestad, mármoles rosados y oricalco, luceras de cristal de roca o cuarzo pulido, en finas facetas que brillaban como espejos a la luz de las antorchas… El lecho era un estrado de brillante pórfido con altos relieves de oricalco, y en el muro al exterior hornacinas profundas para los guardias que velarían el sueño de su majestad. Comedores, salas de baño, con estanques de mármol, alcobas innumerables de mayor o menor lujo, salas de música y de danza y al final pabellones para la numerosa servidumbre.

El ansia de llegar por fin a la Aldea, no les permitió detenerse en más observaciones. Sólo habían examinado ligeramente el camino de los calabozos, el del Templo y el de la Cámara Real. Les faltaban dieciocho caminos para explorar. ¿Que habría en todos ellos? Salieron por fin a la pavorosa cripta del Templo y buscaron sus alcobas particulares. Estaban rendidos por la fatiga y por la escasez de alimentos.

Los compañeros estaban entre las hortalizas, o en los talleres, o en las aulas. Narciso que reemplazaba a Leandro en su ausencia, daba clase a los alumnos más adelantados.

La inadvertida presencia de los exploradores, fue una agradable sorpresa que pronto llegó hasta Zebeo, padre espiritual de toda aquella numerosa familia.

Era la mitad de la tarde y antes de ser llamados a la cena, el apóstol reunió en el Oratorio a sus treinta y tres como él los llamaba, aunque faltaba uno que fue a Palestina con el mensaje de amor enviado por él… Debían presentar al Divino Maestro su homenaje de agradecimiento por que estaban reunidos de nuevo en su Nombre y dispuestos a continuar la tarea emprendida.

En aquel humilde oratorio y a puertas cerradas, explicaron los excursionistas cuanto habían descubierto en su larga andanza de dieciséis días. Por un acuerdo común, la asamblea les autorizó a los tres, o sea Dionisio de Caria, Marcelo de Ostia y Livio de Marsella, a continuar las exploraciones, tomar las anotaciones convenientes y perfeccionar los croquis esbozados ligeramente, con el fin de utilizar aquellos grandes subterráneos si fuera necesario en el futuro.

28.- EN PALESTINA

Al cambiar de escenario, el lector sentirá acaso un choque brusco y penoso. Las brisas suaves de amor y fraternidad que hemos respirado junto al Apóstol Zebeo, no serán ciertamente las que nos reciban en la vieja Palestina, aunque ella fue tan elogiosamente llamada "Tierra de Promisión", que es como decir tierra de dulces promesas y de santa esperanza.

Siguiendo a Leandro de Caria, el sacerdote de Osiris convertido en discípulo de Cristo, y enviado con epístolas de Zebeo, haremos nuestra silenciosa entrada a esa tierra de profetas que eligió el Hijo de Dios para encarnar en ella, encender en ella el fuego sagrado de su amor eterno y morir sacrificado allí mismo donde vació todas las ternuras de su corazón de hombre.

La Judea era la principal provincia de Palestina, en razón de que en su capital, Jerusalén, se encontraba el Templo, centro a donde convergía el pensamiento de todo israelita. Y en el Templo, el Sanhedrín, la suprema autoridad de la nación. Allí estaba también la autoridad civil representante de Liorna de la cual Palestina era tributaria.

Desde el sacrificio de Cristo, Judea y gran parte de la llamada Tierra de Promisión, fue un verdadero polvorín que explotaba a cada instante y por las más insignificantes circunstancias.

El Gran Colegio, establecimiento docente, el más importante del país, había llegado a una decadencia completa, en cuanto a los elementos de verdadero-valor intelectual. Allí no estaba ya la sabia prudencia de Hill el ni el elevado miraje de José de Arimathea, Nicodemus y Gamaliel.

El Sanhedrín… respondiendo siempre al estrecho y mezquino espíritu de Hainán, entre cuyos familiares íntimos estuvo siempre el Pontificado, durante casi cuarenta años, cerraba cada vez más el círculo estrecho de sus intolerancias dogmáticas y de prejuicios arcaicos, basados en ordenanzas y prescripciones disciplinarias, creadas en distintas épocas y que nada tenían que ver con Moisés a quien maliciosamente las atribuían, dándoles así el prestigio necesario para atemorizar a un pueblo ignorante e incapaz en absoluto de un razonamiento lógico y de un análisis profundo.

Debido a esto, los apóstoles que más sufrieron las consecuencias de este estado de cosas, fueron los cuatro que eligieron la Judea para desenvolver en ella sus actividades, y ellos fueron, como dijimos antes, Pedro, Andrés, Santiago y Matías.

Varias veces, el Sanhedrín les hizo conocer los calabozos de la Torre Antonia o de la Fortaleza de la Puerta de Gafa. Pero en ambas… estaban aún al frente de las guarniciones que guardaban el orden, aquellos dos Tribunos militares, amigos del Profeta Nazareno; el que fue curado por Él de sus graves heridas en el Circo de Jericó, y el padre de Paulo Cayo, el joven leproso curado también por el Profeta. Y a esto se debió, que en distintas oportunidades, los Apóstoles encarcelados en la mañana, por la noche salían libres sin que el Sanhedrín pudiera explicarse el hecho, que comenzó a atribuir a fuerzas demoníacas, que ellos llamaban magia.

Pero en ambas estaban aún al frente de las guarniciones que guardan el orden, aquellos dos Tribunos militares, amigos del Profeta Nazareno; el que fue curado por Él de sus graves heridas en el Circo de Jericó, y el padre de Paulo Cayo, el joven leproso curado también por el Profeta. Y a esto se debió que en distintas oportunidades, los Apóstoles encarcelados a la mañana, por la noche salían libres sin que el Sanhedrín pudiera explicarse el hecho que comenzó a atribuir a fuerzas demoníacas que ellos llamaban magia.

Esto dio origen a que el Sanhedrín comprase con oro la voluntad de Herodes Agripa, nieto de Herodes el Idumeo, el perseguidor de Jeshua-Niño, como recordará el lector de "Arpas Eternas”. Este Rey, digno nieto de su abuelo, en lo cruel y arbitrario, fue dócil instrumento del Sanhedrín, que autorizó la lapidación del diácono Esteban, que en un valiente discurso les echó en cara la muerte del Mesías anunciado por los Profetas y les recordó la profecía de Moisés en su última hora en Monte Nebo: "El pueblo de Israel infiel a Dios, será esparcido a los cuatro vientos del cielo".

Y sin esperar la sanción del gobierno romano representante del César, le arrastraron fuera de la ciudad y le mataron a pedradas. El oro del Templo vaciado a las arcas de Herodes Agripa, cubría estas extralimitaciones en los poderes del Sanhedrín.

El Gobernador Marcelo de Paozuoli que sucedió a Pilatos, se mostró complaciente con las exigencias del Sanhedrín, quizá temeroso de caer en desgracia como su antecesor, a causa de la dura resistencia que les opuso en muchas oportunidades.

La muerte de Esteban fue la clarinada de alarma para los discípulos de Jeshua y muchos de ellos emigraron a la otra ribera del Jordán, a los dominios del Scheiff Ilderin, a Damasco, a Palmira, a Ribla por el norte, mientras otros partían hacia Alejandría y Cirenaica, siguiendo los pasos del Hach-Ben-Faqui, de Matheo y de Zebeo. Otros se dirigieron a Antioquía, teniendo como dirigente a Haleví el amigo de Jeshua adolescente en su viaje a Rifada, Haleví que fue después llamado Bernabé.

Esta dispersión, produjo la divulgación rápida de la buena nueva, como ellos llamaban en su lenguaje simbólico a fin de no ser comprendidos por los enemigos.

El apóstol Santiago, fue víctima de su firmeza en divulgar la doctrina del Maestro, en la Judea que voluntariamente eligió para desarrollar allí su misión. Se preparó para ello durante seis meses, haciendo vida de anacoreta en la Gruta de Jeremías, a donde su Maestro concurría a veces, cuando deseaba realizar trabajos espirituales muy delicados, tales como desdoblamientos de su personalidad para transportarse en espíritu a largas distancias… ¡Trabajos que exigen un silencio y quietud absolutos!.

Su apostolado duró breves años, y como eligiera los pórticos del Templo de Jerusalén, o los pórticos del Gran Colegio, para propagar el Mesianismo del Profeta Nazareno y el crimen horrendo del Sanhedrín, al condenar a muerte al Hijo de Dios, al Verbo encarnado,… pronto el Sanhedrín le mandó callar, con la amenaza de ponerle en presidio si no acataba la orden. Entonces comenzó a hablar en las Sinagogas más concurridas de Jerusalén y sobre todo, en las de Nehemías y en la de Zorobabel donde su Maestro había sido acogido con tan grande amor y veneración.

José de Arimathea y Nicodemus, ambos retirados a sus castillos de las tierras natales, eran la voz serena que calmaba los ardorosos fuegos de los que imprudentemente se lanzaban, a pecho descubierto, contra las flechas enemigas. — ¿Qué haréis con caer en presidio o morir en el comienzo apenas de vuestro apostolado? —les decían—. Nuestro Divino Guía no os dijo: "Marchad a la muerte por mí", sino… "Id a derramar mi doctrina del amor fraterno, por todas las naciones de la Tierra".

¿No habéis visto como El durante treinta años ocultó cuanto pudo su augusta identidad, y fue a países lejanos que le ponían fuera de la zona de peligro, diciendo siempre que aún no era su hora de morir?

¡Por eso se esquivaba de la muerte!... Estas confidencias, las tenían en la ignorada Gruta de Jeremías o en las Tumbas de los Reyes, o en el panteón de David, lugares que quedaban fuera de los muros de Jerusalén. Y las realizaban los sábados a la segunda hora de la noche.

La inmensa casona llamada Palacio Henadad, que era la vivienda, hospedaje y refugio de los discípulos del Cristo en la Ciudad de los Reyes, estuvo siempre vigilada desde los días trágicos de su muerte. Era un confortable y tranquilo hogar para todos los que no lo tenían. Era asilo de la ancianidad desvalida, de los huérfanos sin techo ni pan. Era hospicio para los enfermos y el vigilante anciano Simónides cuidaba de que allí, de nada careciesen los súbditos del soberano Rey de Israel, que debían llevar hasta los confines de la tierra el resplandor divino de su realeza. Tal era la orden que tenía de su amo, que era a la vez su hijo, el Príncipe Judá.

El Palacio de Ithamar, era como una oficina central de la vasta red tendida por la Santa Alianza, en todos los pueblos de Palestina, Siria, Arabia e Idumea. Era invulnerable para el Sanhedrín. No podía atacarlo porque tenía en su frontispicio este nombre: Quintus Arrius. Pero vigilaba quienes entraban y salían.

De tanto en tanto… Simónides enviaba a las Guarniciones de la Torre Antonia y de la Fortaleza de la Puerta de Gafa, cántaros de los mejores vinos, de los viñedos de Ithamar en Hebrón, en Jericó, en Joppe y Anathot. Mientras que los Tribunos militares de ambas fortalezas, recibían de año en año algún cofrecillo con barrillas de oro o finas alhajas para sus esposas.

Y siempre acompañados de una frase más o menos como esta: "Los amigos del Profeta Nazareno agradecidos a sus protectores". Y el sagaz anciano decía en secreto, de oído en oído: —No es muriendo como serviremos a nuestro Rey, sino viviendo una vida justa, recta, intachable. Porque más que las palabras, enseña el ejemplo. No insultando, no agraviando, no echando en cara el crimen sacrílego,… ¡que con palabras no lavaremos la sangre de nuestro Divino Mártir! —Tal era la política del anciano Simónides.

En todos resplandecía el amor, el inmortal amor al Divino Maestro; pero cada cual lo demostraba a su manera y lo encauzaba por un camino diferente, según su modo de ver, según su temperamento y los vuelos más o menos audaces y atrevidos de sus anhelos y sentimientos.

Varias de las Sinagogas en que Pedro, Andrés, Santiago y Matías proclamaban el divino Mesianismo del Profeta Nazareno, y la criminal injusticia de su muerte, fueron clausuradas por el Sanhedrín, y en ordenanzas de esta naturaleza el gobierno romano nunca intervenía. Las cuestiones religiosas estaban reservadas a la autoridad religiosa de la Nación Israelita.

Llegada tal situación, Pedro y Andrés habían marchado al Puerto de Joppe. Matías bajó al sur y quedó en Beersheva, donde tenía parientes y una pequeña propiedad heredada de sus mayores. Lejos de la Jerusalén asesina del Justo, pero siempre en Judea, continuarían enseñando en su nombre la doctrina del amor fraterno como única Ley dictada por Él.

El Apóstol Santiago quedó en Jerusalén y asumió la dirección de los discípulos residentes en dicha ciudad. Desde la Gruta de Jeremías, su residencia habitual, acudía a Jerusalén todos los sábados, y unas veces en la gradería que daba acceso al Hípico, o en la plazoleta delantera de los grandes palacios, como el Paselus, el Asmoneo, el de Monte Sión, o a la entrada del gran Mercado de la puerta de Gafa, subido a una cátedra portátil fustigaba duramente a los asesinos del Enviado Divino, del Mesías anunciado por los Profetas, del Salvador del mundo, el cual traía el eterno mensaje de amor, de dicha y de paz que el Padre le había encomendado. Un fuego divino parecía abrazarle, y tal fuerza se irradiaba de su voz, de su mirada, de toda su persona, que una sugestión colectiva se apoderaba de quienes le escuchaban, y empezó a darse el caso de curaciones manifestadas entre los oyentes.

Esto aumentó el concurso de gentes hasta provocar nuevas alarmas del Sanhedrín, que reclamó la fuerza pública para disolver a las muchedumbres. Más, los soldados romanos comprados por las generosidades de Simónides, paseaban mansamente en torno a los oyentes del Apóstol Santiago, aconsejándoles suavemente irse a sus casas, pero dando lugar a que el orador terminara sus discursos y con su humilde cátedra al hombro se marchase tranquilo y satisfecho de haber cumplido con su deber.

Y un buen día, dos jueces del Sanhedrín con una docena de soldados del Rey Heredes Agripa, se llegaron cautelosamente a la cátedra del Apóstol, le tomaron prisionero juntamente con los íntimos suyos que quisieron defenderle, y les llevaron a la cripta del Templo, donde les degollaron como a indefensos corderos.

La voz de la oscura tradición de aquellos primeros años, sólo anuncia la muerte del Apóstol Santiago, como el primer mártir del Colegio Apostólico; pero fueron diecisiete los asesinados juntamente con él. Entre ellos estaban tres de los Diáconos compañeros de Esteban: Prócoro, Timón y Parmenas. Este último era el esposo de aquella niña sonámbula prodigiosa, que escribía terribles sentencias en el velo del Templo, en el pavimento, en las cubiertas de lino de los altares: Roda. El lector debe recordarla con ternura y devoción. Era un cactus de oro en la ruda aspereza de aquella hora. Era una dulce tórtola de místico arrullo. Era la suave madreselva que enredaba los corazones uno con otro y que tornaba las divergencias en salmos de piedad y de perdones eternos...

Y cuando supo la terrible noticia, sin un grito, sin una queja, sin entregarse a inútiles lamentaciones, buscó entre las mujeres que vivían con ella en el palacio Henadad, dieciséis mujeres que la acompañasen a postrarse a la salida de la cripta del templo, por donde se sacaban los cadáveres para ser arrojados a la cisterna del muladar.

Cada una llevaba un sudario nuevo y el ánfora de los perfumes, para ungir los cadáveres según la costumbre. Roda que había crecido y vivido en los claustros del Templo, conocía bien todas las formas de obrar del Sanhedrín en casos como el presente. Era pasada la media noche, cuando la puerta de la cripta que daba salida hacia los barrancos de la meseta del Monte Moría en que se asentaba el Templo, se abrió con los duros chirridos de sus goznes enmohecidos y comenzaron a arrojar desde adentro, como se arroja un saco de basuras, los diecisiete cadáveres de los ajusticiados esa noche.

El grupo de mujeres veladas, formó círculo en torno a los amados restos tan inhumanamente tratados. Y Roda con su dulce voz que temblaba dijo a los esbirros:

—Soy la esposa de uno de los muertos, y estas compañeras son madres, hermanas, hijas y esposas de los demás. Si sabéis lo que es el amor de una esposa, de una madre, de una hija, dejadnos cargar con lo único que nos queda, de todo esto que fue nuestra vida y nuestro amor.

El siniestro personaje que hacía de jefe de la macabra tragedia le contestó: —Haced lo que queráis con ellos. Creo que siendo bien muertos no falto a mi deber entregándolos a vosotras, en vez de arrojarles yo mismo a la cisterna del muladar. —Gracias. Que Dios os dé la paz —fue la contestación de Roda.

La puerta de la cripta se cerró y ahogados sollozos estremecieron las espinosas ramas de los zarzales y cardos silvestres, única vegetación que crecía entre la aridez de los barrancos resecos. Aquel doliente grupo de mujeres había caído de rodillas, formando círculo a los cadáveres que brutalmente arrojados, estaban unos encima de otros y con las ropas enrojecidas de sangre. Todos tenían el cuello abierto de una feroz cuchillada.

Roda encendió una antorcha y la levantó en alto tres veces. Al punto salieron de los resecos matorrales un grupo de hombres con diecisiete parihuelas. A la luz de las antorchas fueron buscando entre aquellos rostros ensangrentados, cada cual al amado ser por el cual habían venido.

Dejamos que con piadosa serenidad imagine el lector la dolorosa escena aquella, entre barrancos y espinosos zarzales, a la sola claridad de las estrellas, que alumbraban débilmente el poderoso escenario. Cada cual identificó al mártir que buscaba y la fúnebre procesión inició su marcha a la sombra de los murallones de la Torre Antonia, anexa, como se sabe, al Templo.

Era la misma oscura callejuela, por donde años atrás fueron sacados del calabozo la madre y la hermana del Príncipe Judá, simulando ser cadáveres que iban a ser arrojados a la cisterna del muladar.

La evocación silenciosa al Divino Maestro, debió ser intensa y viva en todas aquellas almas que lloraban a un ser querido tan cruelmente asesinado.

Y no bien anduvieron los primeros pasos, una radiante silueta humana descendió en medio del fúnebre cortejo haciéndoles sentir el suavísimo efluvio divino tan conocido y familiar para todos. Una misma frase surgió a media voz en todos los labios. — ¡Maestro!... ¡Maestro! ¡Ten piedad de todos nosotros!

La radiante silueta luminosa los acompañó hasta el pórtico del Palacio Henadad, donde por fin se desvaneció como una suave niebla que se esfuma a la salida del sol.

El pórtico estaba profusamente iluminado y muchas voces temblorosas iniciaron el canto del Miserere. En aquel gran cenáculo, donde el Divino Maestro celebró la última cena y se despidió de todos los suyos, para ir a la muerte, fueron depositados los diecisiete cadáveres para ser lavados y ungidos conforme a los rituales de práctica.

Y a la media noche siguiente, fueron conducidos silenciosamente al humilde cementerio que Simónides había hecho construir, en la que fuera la trágica montaña del Gólgota… Allí había muerto el Señor y allí iban a descansar los despojos humanos de los que tanto le habían amado hasta morir por El.

¡PAX! —decía el pequeño obelisco de mármol blanco, colocado en el sitio mismo que ocupó la cruz del Redentor, y PAZ decimos nosotros, sobre el santo recuerdo de estos primeros mártires del ideal divino del Cristo.

29.- EL MENSAJERO DE ZEBEO

La llegada de Leandro de Caria al puerto de Joppe, a bordo de la galera Ithamar, fue un hermoso acontecimiento y un bálsamo de paz y de amor para los amigos de Jeshua, residentes entre el terror y espanto de la desventurada Judea.

El sacerdote de Osiris, que sólo llevaba un año de haber escapado al tremendo rigorismo de las leyes del Templo, y que rápidamente se aclimató a las suaves ternezas de la nueva ideología, se encontró desanimado y abatido, al conocer con detalles la penosa situación de los hermanos de ideales del buen maestro Zebeo, como él le llamaba.

Era como salir de un nido de pluma y seda para caer en una covacha de basiliscos. Pensó si venía a aquella tierra para encontrarse con la muerte, ahora que le había sido devuelta su única hija, la hija de Livia, la dulce y mística Thabita, que era como un manojo de lirios sobre un altar. — ¡Dios de Zebeo!... ¡Dios del amor, de la paz y la dicha de los hombres! —Exclamó desde el fondo del alma— ¡Defiéndeme de la maldad humana, porque ahora amo la vida que me diste, para vivirla junto a ella, bebiendo en la luz de sus ojos, en la cadencia de su voz, en la suavidad de toda su persona, aquellos días felices de mi lejana juventud al lado de Livia, único amor de mi vida!.

Marcos y Ana le recibieron afablemente. Los jóvenes árabes Ahmed y Osman, amigos de Zebeo desde la misión del Divino Maestro en Damasco, lo acosaron a preguntas sobre los últimos días del Príncipe Melchor y del Maestro Filón; sobre el amigo inolvidable, el dulce Zebeo que en la posada damascena "Ánfora de plata" tuvieron con ellos tan íntimas confidencias.

Y Leandro de Caria les esbozó la personalidad y la obra de Zebeo, con tan vivos coloridos, que al terminar su minucioso relato, los oyentes se miraron unos a otros y un tanto perplejos decían: —“Demostraba ser el más tímido y menos capaz de los discípulos de Cristo y ¡con qué prudencia y sabiduría ha sabido dar realidad a los pensamientos sublimes del gran Maestro!”

—Señor Gerente —decía Osman a Marcos—: ¿No sería razonable dar un vuelo desde Joppe a la Aldea de los esclavos? —Claro está que sería razonable, pero no sé si sería justo —contestó Marcos—. El Príncipe Judá y su representante Simónides, nos han colmado a vosotros y a mí de toda suerte de bienes y mucho temo no poder encontrar justicia en abandonar puestos que hemos gozado ampliamente durante tantos años. —Es verdad —afirmaba Ahmed—. Tendría que ser una circunstancia de fuerza mayor que nos obligara a salir de aquí.

¡Judea huele a sangre y a fuego desde hace años! —Y hoy por hoy —decía Leandro de Caria— las orillas del Nilo huelen a flores de loto, a junquillos y madreselvas en flor.

Traigo epístolas del maestro Zebeo para sus íntimos de Palestina, y sé que en todas ellas los invita a compartir con él la paz y la dicha que ha encontrado lejos de la tierra natal.

—Ya veremos —dijo pensativo Marcos—. Por ahora, lo primero que haremos será presentarte al anciano Simónides, que es aquí Jefe supremo de esta cruzada heroica en cuanto a la situación material de todos.

—Mi única misión en este país —dijo Leandro— se reduce a entregar en mano propia las epístolas que traigo, y espero tengas a bien facilitarme los medios de hacerlo, tan pronto como sea posible. Tengo prisa de volver. Estos aires me ahogan y voy dando tumbos, como si una penosa asfixia aplastara todo mi ser. — ¡Oh, nuestra Aldea de los esclavos! — exclamó—. Allí canta el amor en todos los tonos y hace florecer hasta las ruinas.

—Ahmed —dijo Marcos— conviene que pidas a tu esposa que os sirva la comida lo más pronto posible y mientras, prepara dos caballos y acompaña a este hermano hasta Jerusalén.

—Convendría saber dónde viven los destinatarios de las epístolas que he de entregar —observó Ahmed… Leandro sacó su carpeta del bolsillo y dijo mirando las cubiertas: —Una para el apóstol Pedro, otra para el apóstol Juan y la tercera para la augusta Madre del Profeta Mártir.

—Bien. Tú, Ahmed, acompañarás a este amigo hasta que haya terminado su encargue en nuestra tierra, cuidando de que él se confíe sólo en quienes son de verdad nuestros. Tú conoces bien el campo que pisamos. —Descuida, señor Gerente, que sabré cumplir tu mandato.

—Pedro está en Antioquía. Quien está aquí… es su hermano Andrés, que pronto irá a reunirse con él, según creo. Ningún conducto más seguro que ese, para hacerle llegar la epístola a Pedro.

Pocas horas después, el viajero se encontraba en el palacio de Ithamar, tan conocido de nuestro lector y el cual evocará los más bellos y tiernos recuerdos.

Siguiendo las indicaciones de Zebeo y después de Marcos, Leandro confió ampliamente en el noble anciano, dándole todas las informaciones que él le pidió. —No podía nuestro Soberano Rey inmortal, dejar de rotar la cadena espiritual que unía esta desventurada Judea, con la tierra de Melchor y de Filón. Y tú, hermano Leandro, me traes de nuevo el eslabón de unión, que en este caso es el buen Zebeo, el dulce Nataniel de quien nuestro Rey decía que era un israelita sin doblez en su corazón.

—Nunca le conocí por Nataniel —dijo extrañado Leandro. — ¡Oh!..., es que tú no conoces lo antojadizos y económicos que somos los de esta tierra… Ahorramos hasta las palabras y las letras. Tu maestro, a quien veo que mucho amas, es Zebeo de Edippa, - ciudad galilea, y su padre se llamó Nataniel. Es costumbre aquí para distinguir a un individuo de otros que lleven su mismo nombre, decir, por ejemplo, Zebeo hijo de Nataniel, pero a veces, para economizar sílabas, al andar del tiempo viene a quedar en “Zebeo Nataniel”... o Nataniel solamente… ¡Oh, amigo! En las tierras de Salomón somos muy originales, y a veces también muy malvados y criminales. Que no te espante mi franqueza, ¿eh? pero ante todo debemos confesar la verdad.

— ¡Malvados hay en todas las latitudes! —Contestóle Leandro— y no creas que la maldad humana sea cosa desconocida para mí. ¡Tengo cuarenta y cinco años de edad y siento dentro de mí, como si tuviera setenta!... ¡Tanto y tanto he padecido en mi vida!... Al maestro Zebeo le debo el conocer unas migajas de felicidad en la tarde de la vida.

—Y yo uniré mi esfuerzo a Zebeo, para hacerte conocer otras más —díjole el anciano, mirándole al fondo de los ojos en los cuales el inteligente viejo de ojos de lince, como decía el Divino Maestro, había encontrado lealtad, nobleza y una buena capacidad para desempeñar misiones de gran alcance y difíciles de realizar—.

¡Leandro de Caria!..., dime,… ¿no tienes tú algo que ver con Cleon de Mileto? —le preguntó de pronto el anciano… Leandro se sonrió ligeramente. —Tengo mucho que ver, pues era mi padre.

— ¡Por el patriarca Abraham! —Exclamó Simónides dando un golpe de puño en su mesa—. No se podían equivocar mis ojos, aunque están viejos. En mis noventa y un años me conozco medio mundo, amigo, y muy pocas serían las fortunas de las costas mediterráneas, que no hayan tenido que ver conmigo. Tu padre heredó el principado de Mileto y parte del de Hahoarnaso, ¿no es así?

—Es así —contestó Leandro—, pero esta parte hubo que cederla a un hermano menor, que se creía muerto y apareció después.

—Tú vienes de una familia de escultores y de músicos, y por tu padre conseguí esculturas finísimas de alabastro y de ónix, para este palacio que fue saqueado por Valerio Greco hace años, y una colección de estatuas de mármol, para un griego amante de la belleza que tenía su Castillo en Mágdalo de Galilea. Serías un chiquillo entonces. Yo, a mi vez, le proporcioné sedas de la India y alfombras de Persia para un grande que era su socio en Esmirna. Hemos hecho buenos negocios con Cleon de Mileto y si vive, debe acordarse con satisfacción de Simónides de Antioquía, nombre con que él me conoció.

—Murió hace veintidós años —contestó Leandro,… y su rostro se nubló de tristeza, por lo cual Simónides cambió de tema.

—Ya que hemos averiguado quiénes somos, tendrás a bien referirme todo lo relacionado con Zebeo, que es un hijo de nuestra tierra y a más, uno de los íntimos de nuestro Rey y Señor, el que venció a la muerte y vive siempre en torno a los que lo amamos.

Y entre copa y copa de su vino de Hebrón, mejor, según Simónides, que el de Corinto y Chipre, escuchó la detallada relación de todo lo sucedido en Alejandría y en la Aldea de los esclavos, desde que Matheo y Zebeo habían llegado a tierra africana, hasta llegar al descubrimiento de la ciudad subterránea.

—Confianza has tenido y confianza te doy —dijo el anciano, cuando Leandro terminó su relato—. Hemos llegado a un tiempo en que se cumple la palabra de un filósofo de tu tierra: El hombre es un lobo para el hombre, y los que no somos lobos, debemos cuidarnos mucho de ellos. Le dirás a Zebeo de mi parte, que mantenga absoluto secreto sobre esa ciudad subterránea, porque muy pronto será necesaria para refugio de los que no somos lobos.

El Príncipe Judá… heredero del nombre y fortuna de su padre, el príncipe Ithamar de Jerusalén, a quienes yo administro y represento, me envió epístola desde el Lacio en la semana pasada y me refiere un importante descubrimiento hecho al reparar una antigua propiedad suya en Roma, que heredó con otras más de su padre adoptivo, Quintus Arrius.

Está sobre la muralla de la puerta que da al Puente Suplicio, por el cual se pasa a los prados que han llamado Jardines de César… En el fondo de un estanque o aljibe, han encontrado una rampa que lleva a una gran estancia subterránea, por la cual se puede bajar al Tíber y salir al mar. En esa estancia, que contiene numerosos cubículos, como llaman los romanos a lo que nosotros llamamos excavaciones o cuevas, hay varios botes de salvamento y muebles y diversos utensilios de estilo actual, lo que hace suponer que eso no data de largo tiempo. Y como esa excavación llega hasta pasar por debajo de una casa edificada en un altiplano del Monte Aventino, anexo a la muralla occidental, Judá ha comprado esa casa, a fin de asegurarse de que toda la extensión de la planta subterránea quede en propiedad suya.

¡Oh, amigo Leandro! Nuestro Rey inmortal vigila su grey desde su Reino Eterno, y va proporcionando a los suyos… los medios para no ser devorados por los lobos, si saben ser prudentes y hábiles para esquivarse de ellos. Yo no apruebo ése temerario valor, que lleva a algunos a arrojarse a la boca del lobo.

Supongamos que la Santa Alianza, es el ejército de amor y de paz fundado por nuestro Divino Rey. Todo jefe de un ejército mira por la vida de sus soldados y no las arriesga así nomás, imprudentemente. Cada soldado muerto es una fuerza menos. Yo pienso que los buenos súbditos de este Rey Celestial, no son precisamente los que se arrojan a las fauces del dragón, sino los que fortalecidos por su fe y amparados en la esperanza del triunfo cercano de su ideal santo de fraternidad entre los hombres, hacen lo posible por no irritar a la bestia con exageradas manifestaciones exteriores, que hacen notoria su existencia en un mundo que hoy está dominado por la fuerza bruta. ¿Qué necesidad tenemos los amigos del Señor de hacer notar al enemigo que existimos, y que somos una gran muchedumbre? Ellos tienen por hoy la fuerza, y nos segarán como a las espigas de un trigal maduro.

—El maestro Zebeo piensa exactamente como tú, buen anciano que aún conservas la clara inteligencia de los cuarenta años. Y en casi once años que lleva de activa labor en seguimiento del Divino Maestro, nadie le ha estorbado su camino hasta hoy.

—Pues aquí hubo ya, feroces matanzas que no dejan otro recuerdo más que jóvenes viudas en desamparo; ancianos sin hijos e hijos sin padre. Y el odio de los enemigos más y más rabiosos, buscando nuevas víctimas para devorar. Nuestro apostolado, por ahora, debe ser, a mi juicio, silencioso y prudente, como lo han hecho los Esenios desde que vino la dominación extranjera al país.

Razón tuvo el gran Moisés, de llamar dura cerviz a nuestro pueblo, que no escarmienta con las terribles lecciones de esclavitud y de sangre que ha recibido tantas veces. No ha sido bastante, ser llevado cautivo en masa por dos veces a Babilonia, después de haberle degollado como a ovejas, sus reyes, sus príncipes, sacerdotes y jefes militares. ¿Qué más necesita sufrir este pueblo, para comprender cómo es necesario marchar, en la hora actual y en todas las épocas de la vida, para no atraerse el odio y el furor de las fieras inconscientes, que casi siempre dominan en este mundo?

Algunos arguyen… que nuestro Soberano Rey dio el ejemplo, al arrostrar la muerte con un sereno valor, pocas veces visto… ¡Oh, amigo mío! Es tan distinta la posición de Él, ante este mundo y ante los cielos de Dios, que no admite comparación. El vino a cambiar la faz espiritual y moral de la humanidad, y el salir triunfante de la muerte y del pecado era, a mi juicio, el precio con que Él conquistaba el eterno poder en su Reino, donde es uno solo con el Padre, según sus propias palabras al despedirse de todos los suyos, en aquel inolvidable atardecer a orillas del Mar de Galilea...

—La emoción quebró la voz del anciano en un sollozo fuertemente contenido, y cambiando de tema añadió—: Ahora vamos a las caballerizas y veamos de elegir dos buenos caballos que os conduzcan a Galilea. Visitaréis a la Santa Madre del Señor y a Juan y Jaime que viven con ella. Espero que volváis aquí… antes de tomar el barco que te lleve a Alejandría...

—Va a servirse la cena —anunció un criado en la puerta del despacho del anciano. —Bien, vamos allá. Aquí se viaja mejor de noche, cuando el invierno se ha ido… Y después de dar las órdenes necesarias para el viaje, el anciano, seguido de Leandro, entró al gran Comedor del palacio de Ithamar, donde ya estaba su hija Sabad, que era el ama de casa, Ahmed, el joven árabe, y seis secretarios y escribas, que tenían a su cargo los libros de la vasta red comercial que dirigía Simónides con noventa y un años de vida.

— ¡Han pasado once años desde que Él partió a su Reino Eterno y aún no ha ocupado nadie ese lugar, donde tantas veces estuvo El sentado en este Cenáculo y ante esta misma mesa! —exclamó el anciano mirando tristemente, el sitio de honor de la mesa donde brillaba un hermoso jarrón de plata lleno de rosas encarnadas.

— ¡Entre sus rosas de amor está Él, seguramente! —le contestó Sabad mientras servía a los comensales. Y se hizo un suave silencio en el cual sólo se oía el ruido que producía la vajilla y los pasos de los criados que entraban y salían.

30.- EN GALILEA

Entre el claroscuro del atardecer, salían Leandro y Ahmed por el gran portón de las caballerizas que tan conocido es para el lector de "Arpas Eternas". Apoyado en su bastón de encina, el anciano les despedía, luego de entregar a Ahmed un paquete cerrado y lacrado diciendo: "Entrégalo a la Madre de nuestro Rey".

Antes de salir de Jerusalén… quiso Ahmed hacerle conocer a Leandro los hermanos que vivían, desde años atrás, en el palacio Henadad y para quienes Marcos le había dado mensajes de afecto y condolencia, relacionada con la última desgracia ocurrida: "la caída de los diecisiete", como dieron en llamar al cruel sacrificio del Apóstol Santiago y sus compañeros.

La desolada tristeza de aquella casa, se percibía no bien el visitante ponía sus pies en el umbral de la puerta. Y Leandro se quedó inmóvil y mudo en el gran pórtico de entrada.

Hubo siempre dolor y tristeza en aquella casa, desde la noche terrible de la prisión del Señor. Y ahora, con motivo del trágico suceso, que puso punto final al ardiente apostolado de Stefano y Santiago, se había intensificado nuevamente. Allí quedaban, en las criptas del Tempo, madres, esposas e hijos de los asesinados, entre ellas Roda, que habiendo muerto ya la tía Susana que la recogiera en su primera infancia entre las vírgenes del Templo, se encontraba sola en el mundo.

Su esposo muerto, con quien la uniera Pedro a los pocos meses del oportuno salvamento, que hicieron de la joven sonámbula, guiados por el sacerdote esenio Imer, era hijo mayor de aquel griego Parmenas, padre del Diácono Felipe, de que se hace mención en el Tomo II de Arpas Eternas.

Ni Parmenas… el hijo mayor, ni Felipe, el menor, habían crecido junto al padre, que por las actividades peligrosas y fuera de ley a que se dedicaba, los había recomendado a parientes cercanos. La ley hebrea ordenaba que un hermano soltero o viudo, debía unirse a la viuda de su hermano y en tal caso, la orden correspondía al Diácono Felipe; pero éste, de origen griego y compenetrado últimamente con la amplia enseñanza del Cristo, que dejaba en segundo término tales prescripciones de orden social, no deseaba ligarse con el matrimonio que seguramente le obstaculizaría en parte sus actividades misioneras.

Ya no estaba en la tierra el Apóstol Santiago, que de todos los Doce, era el más estricto cumplidor de las ordenanzas de la Ley hebrea. Además, la pobrecita Roda no estaba en estado de ocuparse de un segundo matrimonio, pues la espantosa muerte que habían dado a su esposo, le causó un histerismo agudo, que la tenía entre la demencia y la lucidez, entre la vida y la muerte.

No estaba allí el paternal y dulce apóstol Pedro, que era para ella un verdadero padre. No estaba tampoco aquel sacerdote esenio Imer, que tanto había comprendido la extrema sensibilidad y las extraordinarias facultades psíquicas de que estaba dotada.

Los sacerdotes que eran Esenios, habían pedido retiro de las funciones del Templo y se habían refugiado en los Santuarios de roca, en las grutas silenciosas de las montañas, cuando se persuadieron de que el Sanhedrín les cortaba todos los caminos de contacto y acercamiento al pueblo. Los sacerdotes de filiación Esenia, habían dado prueba más de una vez, de estar en completo acuerdo con la doctrina del Maestro, que el Sanhedrín llamaba pomposamente “sacrílega innovación del Profeta Nazareno”, cuya semilla veían claro, había prendido y arraigado en gran parte del pueblo israelita.

Le habían dado muerte infame y oprobiosa… para infamarle ante el pueblo y borrar hasta su recuerdo de la faz de la tierra; y encontraban que hasta el mismo patíbulo en que lo colgaron como a un malhechor, comenzaba a ser venerado como un sacro símbolo, que llevaba a sus adeptos hasta la capacidad de una inmolación igual, si había de ser para la gloria de su excelso Maestro.

En el pavimento de los atrios exteriores del Templo y aun en los claustros interiores, habían comenzado a aparecer cruces pintadas con brea. Del Templo habían pasado a los muros de los palacetes, habitados por los grandes sacerdotes y sus familiares, en los más destacados lugares de la ciudad.

Los magnates del Sanhedrín veían cruces negras en las piedras de sus muros, en las lozas de sus patios, en el mármol de sus fuentes y hasta en el pavimento de las calles, por donde ellos debían necesariamente pasar, para concurrir al Templo a la hora de los oficios. Y aquello les exasperaba hasta el punto de que una hidrofobia colectiva les había dominado por completo.

Tal era el estado de Jerusalén, a la llegada de Leandro de Caria a la silenciosa y entristecida casa llamada Palacio Henadad… Mujeres llorosas, hombres taciturnos y pensativos, fueron los que recibieron al enviado del apóstol Zebeo. Y como ocurre siempre, en los grandes dolores irreparables, aquellas almas atormentadas por el espanto y la incertidumbre, intensificaron su llanto, sus quejas, sus dolorosas lamentaciones, ante aquel hermano extranjero que les traía de tan lejos el amor del hermano ausente, del dulce Zebeo que en tierra extraña tenía paz, sosiego y amor mientras ellos en la tierra nativa, vivían temblando entre el terror y el espanto.

De pronto… unos gritos lastimeros hirieron los oídos de los que formaban un gran círculo alrededor de Leandro y Ahmed. Como sus miradas interrogasen, una de aquellas dolientes mujeres explicó: —Es una infeliz hermana nuestra, que recibió dura impresión viendo el cadáver de su esposo degollado junto con otros en la cripta del Templo. Hace ya cuarenta días y dos o tres veces cada día la vemos en la agonía de esas crisis terribles que nos desesperan a todos.

—Si me permitís verla —dijo Leandro, el sacerdote de Osiris—, acaso yo tenga los medios de aliviarla. Fui sacerdote de los Templos egipcios, donde se nos obliga a ser maestros en la ciencia difícil de conocer la Psiquis humana. Y la enfermedad que padece vuestra hermana es del alma y no del cuerpo.

Le llevaron a la alcoba de Roda que había caído del lecho y se retorcía en una convulsión horrible. Leandro, alto, fuerte, sereno, se inclinó prontamente y levantó con gran suavidad el frágil y menudo cuerpo de Roda que temblaba como una hoja. Se sentó sobre el lecho, teniéndola sobre sus rodillas, tal como una madre cobija a un niño en su regazo. Los clamores cesaron y los estremecimientos de la crisis fueron calmándose lentamente… Sin abrir los ojos, la enferma murmuró: — ¡Viniste, padre mío, porque en mi dolor te llamé tantas veces!... Una voz susurró: —Cree que eres el Apóstol Pedro al que la pobrecita llama su padre. —Conviene que siga creyéndolo —contestó Leandro, y haciendo a los presentes señal de silencio, se recogió en sí mismo y dejó que su alma forjada en piedra..., en hierro fundido al fuego, absorbiera todo el dolor de aquella débil almita atormentada, que en ese instante excitaba su compasión y ponía en actividad todas las fuerzas latentes y vivas desarrolladas por largos años de consagración a su cultivo interior.

Y Roda se quedó profundamente dormida. La recostó en su lecho y la dejaron sola en la habitación. —Cuando se despierte —dijo Leandro—, cosa que ocurrirá mañana a esta misma hora, cuidaréis de alimentarle la ilusión de que ése a quien llamaba en su dolor… estuvo a su lado y curó su mal.

Estoy de paso a Galilea donde debo entregar epístolas importantes del maestro Zebeo. De regreso, volveré por aquí y según sea el estado de la enferma, dispondremos lo que creamos más conveniente.

—Aquí llega el diácono Felipe, hermano de su marido —dijo uno de los presentes—. Es el único familiar de la pobre Roda.

El recién llegado, venía de Sebaste con urgencia por la enfermedad de su cuñada. El nuevo personaje, muy conocido del lector de "Arpas Eternas", no necesita presentación. Desde que partió Pedro de Jerusalén, a raíz de la muerte de Stefano, Felipe y Nicanor, con Adin o Policarpo, que era ya un apuesto jovenzuelo, habían partido a Samaria, donde tratarían de trabajar para el sustento del cuerpo y a la vez enseñar con prudencia la doctrina fraternal del Divino Maestro.

La desgracia ocurrida a su hermano Parmenas, esposo de Roda, le fue avisada, y él acudía en socorro de su cuñada viuda. Felipe conocía algo de lo que eran los Hierofantes egipcios, a través de algunos discípulos de la Escuela de Pitágoras que iniciado en la Sabiduría Oculta de los Templos de Osiris, la llevó a la Grecia con la fervorosa devoción que el sabio de Samos supo poner en todas las manifestaciones de su privilegiado espíritu.

Simpatizaron grandemente con Leandro, que viendo en Felipe un campo fértil para sembrar las grandezas de la Sabiduría oculta, le prometió una larga conversación sobre la materia, a su regreso de Galilea dentro de breves días. —Si te es posible —le dijo Leandro—, espérame aquí mismo donde yo vendré.

Al día siguiente, al atardecer se apeaban Leandro y Ahmed a la puerta de la Casa de Nazareth, como llamaban todos a la casa de Myriam; como si en aquella humilde ciudad galilea no hubiera otra casa más que aquella.

La sensibilidad sutil del sacerdote egipcio, percibió de inmediato el ambiente dulcemente tranquilo de aquel hogar Nazareno. —Esto no es Jerusalén —dijo discretamente a oído de Ahmed. —Esta es la casa santa por excelencia —le contestó el árabe—. Aquí vivió su infancia, su adolescencia, su juventud y su edad viril el Mesías Ungido del Altísimo, el Soberano Rey de Israel, como dice nuestro Jefe Simónides.

Pero nadie acudía al llamado hecho en el portalón, por lo cual repitieron la llamada con más fuerza.

Al rato vieron venir por el sendero sombreado de nogales y cerezos, que ya deshojaba el otoño, una mujer vestida de oscuro azul, tocada de blanco y con un niño que corría a su lado prendido de su mano. — ¡Es ella!..., ¡ella misma!... —exclamó el vehemente árabe, con una devoción tal que Leandro preguntó: — ¿Quién es ella?

Ya estaba a pocos pasos… y el venerable rostro dulce y pálido les sonreía. —Pasad, pasad —dijo abriendo sin esfuerzo una hoja de la puerta. El árabe, que nunca olvidó la gentileza de su maestro Melchor, dobló una rodilla en tierra y besó la mano que ella le tendía. Leandro hizo una profunda reverencia silenciosa, porque una gran emoción le impidió articular palabra.

— ¡Es la Madre de Él!... —volvió a decir Ahmed. --Ya lo he comprendido —le contestó Leandro mirando fijamente aquel dulce rostro, respetado por el tiempo y embellecido por la irradiación interior de cuanta belleza ultra terrena puede encerrar la psiquis humana.

—Hacía tiempo que no venías Ahmed —dijo ella—. ¿Qué me dices de Ana? ¿Cuándo viene a buscar a este lucerito que dejó en mis sombras? —y ella acarició la cabecita oscura del chiquitín, prendido a su vestido y que se ocultaba en sus pliegues. —Soberana señora... —murmuró el árabe— ella deja aquí a su pequeño Jeshua… sabiendo que le ha dejado en el paraíso.

Entraron en el gran cenáculo, que era un templo de santos recuerdos y de pensamientos inefables. Aquel ambiente de cielo en la tierra, estremecía el alma de infinita ternura. Se percibían presencias invisibles, suaves y dulces como las más dulces y suaves caricias, y Leandro sin poderse contener, dobló sus rodillas mirando el altar de las Tablas de la ley y los Libros Sagrados, iluminados por una lámpara de aceite que pendía de la techumbre.

Ahmed se quedó de pié junto a la puerta y Myriam se sentó en un sillón con su nietecito apoyado en sus rodillas. Cuando la muda impresión de Leandro pasó, se puso también de pié y miró a Myriam cuyos ojos entornados denotaban también la muda plegaria. —Seáis bienvenidos á este templo de mis recuerdos y de mi soledad poblada de amores ausentes —dijo ella con su voz musical—.

Sentaos y decidme que acontecimiento os trae por aquí… Leandro se le acercó y después de una segunda reverencia, le entregó dos paquetes cuidadosamente envueltos en paño de lino y entre una petaquilla de piel de antílope con cerraduras de plata. —Es mi humilde ofrenda noble señora, pero dentro de ella vienen epístolas del maestro Zebeo, mi gran amigo.

¡Entonces… vienes de Alejandría? ¡Oh gracias, gracias! —añadió mirando a Leandro, con aquella mirada suya, que infundía deseos de arrodillarse a sus pies y decirle con el alma asomando a los labios— ¡Madre!... ¡madre mía!...

Pero Leandro se mantuvo de pié, sereno y erguido, no sin que acudiera a su mente la visión divina que había tenido años atrás, cuando ninguna pasión violenta turbaba la quietud de su alma; y se entregaba entero en absoluta renunciación al Eterno Invisible... y pensó: "Aquella visión era intangible y etérea, ésta palpita y vive con un corazón de carne". —Mientras el sacerdote de Osiris pensaba así. Ahmed había entregado a Myriam el paquete enviado por Simónides.

Ella se levantó y les dejó solos. El chiquitín de cuatro años hijo de Marcos y de Ana, la siguió…

Sentados ambos en uno de los estrados, guardaban silencio. La luz de la lámpara que iluminaba las Tablas de la Ley, vertía su resplandor dorado sobre un ánfora de arcilla, llena hasta desbordar de rosas bermejas recién cortadas y de lirios blancos, que parecían temblar con la oscilación de la llama de oro que alumbraba el altar.

— ¡Qué de veces estuve aquí… sintiendo la palabra cálida de amor del Cristo nuestro Señor! —Exclamó por fin Ahmed—. Este altar fue hecho por él y esas Tablas de la Ley, deben conservar el rastro de sus manos, al grabar a punzón cuanto aparece escrito en ellas. ¿Cómo pues no ha de vivir esta santa y heroica madre toda una vida de amor y de recuerdos?

— ¡Amigo mío!... —Dijo Leandro a media voz— todos los que hemos prendido muy alto el velo sutil de nuestros ideales, llevamos en el corazón un pequeño templo de amores y de recuerdos, que nos obligan en momentos dados, a obrar como si aquellos recuerdos fueran presencias invisibles pero vivas, que miran nuestras acciones y recogen una a una las perlas de nuestro pensamiento…

Pero el caso de esta sublime mujer es diferente. El amor y el recuerdo que vive en ella, son como un poderoso reflector, cuya luz permanente la mantiene envuelta siempre en un halo divino… porque es emanación de la Divinidad misma…

Ese hijo que recuerda y que llora, es el Avatar Divino, el Verbo Eterno, el Eterno Amor hecho hombre, y por un prodigio de amor bajado hasta ella… ¿Cómo pues no ha de estar semi-divinizada esta mujer al contacto maravilloso de ese recuerdo y de ese amor permanente?

Y así se obra en ella lo que aparece al vulgo como un prodigio, o sea su asombrosa conservación física. El tiempo la respeta… Los años resbalan sobre su cuerpo como agua mansa y pura, porque ningún sentimiento innoble puede llegar al sagrario de su alma, llena toda de aquel amor y de aquel recuerdo.

Si de tal modo se adueña la Divinidad de una Psiquis humana, las sensaciones torpes y groseras que atrofian, desequilibran y desgastan el cuerpo físico, no se acercan a ella ni a distancia. Es una ley. Es la Ley Divina viviendo en un ser humano.

¡Es el Amor Eterno consumiendo todo el polvo de la tierra! Es un tabernáculo de cristal, a través del cual podemos percibir todos la Divina Presencia Eterna, multiplicada en inefables presencias invisibles y amadas, que se acercan y se alejan, que vienen y que van en una silenciosa ronda de amor, de esperanza y de fe en torno nuestro.

¡Si hubiera sobre la faz de la tierra, un millar de seres como esta augusta mujer, de cierto te digo que la humanidad se tornaría buena, que el odio y el egoísmo serían aventados lejos, como se lleva el vendaval las arenas del desierto!

Myriam apareció sola por una puerta interior, porque el pequeño Jeshua dormía en aquella cunita de cerezo, donde había dormido sus sueños de niño, aquel otro Jeshua Divino que ya no vivía en la tierra.—Dentro de unos momentos —dijo— llegará mi hermano Jaime con su esposa y Juan, que anduvieron todo el día repartiendo los dones de la Santa Alianza, a los necesitados de toda esta comarca. Ellos son los encargados de hacerlo… Y nos acompañaréis en la cena. Y espero que honréis mi casa con vuestra presencia, todos los días que sean de vuestro agrado.

—Gracias venerable señora, —contestóle Leandro—. Por mi parte no tengo fijados los días, pero no podrán ser muchos, porque algunas obligaciones me esperan lejos de aquí. —Tampoco a mí me han determinado los días, dijo Ahmed, pero cuanto más pronto regresemos a nuestro punto de partida, mejor cumplimiento damos.

Vieron que Myriam se levantó y encendió otra lámpara de aceite y la cubrió con un cubo de cristal. Después abrió un pequeño ventanillo excavado en la parte más alta del muro, que daba hacia la entrada de la casa, y colocó la lamparilla en el hondo hueco como una hornacina cerrada por dentro. Un leve suspiro sintieron exhalarse de sus labios y un velo de tristeza se derramó sobre aquel sereno semblante orlado con la blanca toca de las mujeres esenias.

—Hace cuarenta años —dijo— que enciendo esta lámpara que alumbra el camino hasta larga distancia. Al principio la encendía para Jhosep mi esposo, que siempre volvía al anochecer por su trabajo o por los mil motivos que a un artesano lo llevan fuera del hogar… Después, la encendía para mi hijo que en sus andanzas misioneras, se olvidaba siempre de que le esperaba la madre con la mesa puesta. Y la sigo encendiendo aun cuando no haya ninguno fuera de casa, porque el corazón no soportaría esa luz apagada.

¡Me parecería que les olvido a ellos!... ¡Oh el recuerdo!... ¡el corazón de la madre le espera siempre, siempre!...

Más ahora... se consume todo el aceite, mi lamparilla se apaga sola, ¡pero El ya no viene!... ¡no puede venir porque en la tierra ya no hay fe, ni esperanza, ni amor!... Hay solo odio y El no puede llegar entre el odio.

La voz dulce que destilaba miel se rompió en un sollozo y dos gruesas lágrimas se deslizaron por aquel rostro de marfil.

— ¡Señora!... —exclamó Leandro acercándose a ella y arrodillándose a sus pies—. ¡Señora! si el amor eres tú, si el amor vive en ti y fluye de ti como un suave manantial que nos inunda a todos, ¿cómo dices que no hay amor cerca de ti?

Los ojos dulces de Myriam se posaron en el rostro transfigurado de Leandro, al mismo tiempo que ella le tendía sus manos. El las tomó con devoción y las llevó reverente a sus labios. Myriam posó la diestra sobre la cabeza inclinada de aquel hombre y le dijo con voz temblorosa que lloraba: — ¡Yo te bendigo en su Nombre!

Ahmed se había arrodillado también y ahogaba el llanto con inauditos esfuerzos. ¡Un halo de divinidad inundó el cenáculo!... Una presencia divina se hizo sentir con fuerza de ola que lo domina todo, que lo sumerge todo en su irresistible potencia.

¡Y también la amante Madre, lámpara viva de amor y de recuerdos, unió sus manos de lirio sobre el pecho, dobló su frente y esperó en hondo silencio!.. .

La presencia divina… se condensó en una blanca visión transparente y luminosa, junto a las rosas del altar en penumbras... Ella la percibió al momento y fue anhelante hacia allá, cayendo también de hinojos...

Las rosas fueron cayendo suavemente, entre los brazos de Myriam tendidos hacia Él, mientras sus ojos bebían luz, esperanza y amor de aquellos otros ojos que no eran de carne pero le traían la gloria divina de un amor inmortal, imperecedero y eterno!...

Los tres sintieron una resonancia suavísima, que era vibración, pensamiento, idea flotando en el éter, y expresaba así: "La cruz a la que subí por amor a la humanidad, debe ser para mis amados, cruz de rosas y espinas, amor y sacrificio por sus hermanos".

Leandro y Ahmed habíanse doblado, tocando el pavimento con la frente, porque la mirada de aquellos ojos que no eran de carne, no podía ser resistida sin sentir el anonadamiento absoluto, el desvanecerse como polvo, el morir de anhelo y de amor, arrastrados como en un irresistible vértigo hacia la ultra terrena grandeza de la Divina Presencia.

Cuando volvieron a ser dueños de sí mismos, encontraron a Myriam, siempre de rodillas, al pie del altar, apretando contra su corazón las rosas y lirios, que la aparición de su Hijo hizo caer entre sus brazos.

Parecía dormida… y Leandro, conocedor de las redes sutiles que muy rara vez se abren paso en las pesadas y bajas corrientes fluídicas terrestres para formar contacto con el aura mental de seres determinados, esperó unos momentos en silencio profundo, y con su fuerte pensamiento puesto en acción le dijo:

— ¡Augusta madre de Cristo!... Aún vives sobre la tierra —ella dio un gran suspiro y se despertó.

— ¡Estaba tan triste y Él me llevó a su cielo por unos momentos! —dijo. Y volvió a colocar con infinito amor las rosas y los lirios en el ánfora de arcilla que estaba vacía sobre el altar.

Continúa ….

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 9

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

Difícil resulta describir fielmente las actividades de esas tres semanas en el Castillo y en la Aldea del Lago Merik.

Iba a salir la primera carga de productos de la Aldea y ésta consistía en cortinas de junco para toldos, en bancos y mesillas de caña, en alfombras pequeñas de esparto, en colchones de fibra de palmera, de diferentes formas y tamaños y que podían ser aplicados lo mismo para sentarse que para dormir; en calzas de esparto y en frazadas y cobertores tejidos por las mujeres de la Aldea.

El lector podrá suponer que mucha parte de tales trabajos eran el fruto de los esfuerzos y abnegación de Thabita, que en su gran temor de que su padre adoptivo "la entregase a otro hombre como esposa", según ella decía realizaba inauditos esfuerzos, prodigios de ingenio para serle útil, necesaria, irreemplazable...

¿Cómo no había de decir Zebeo "Amare-victum", "Amar es vencer", si estaba viendo y palpando los prodigios del amor en sus dos primeros hijos adoptivos y en todos los que le rodeaban y le amaban? Era la corona del triunfo de Zebeo en diez años de asidua labor.

— ¡Qué gloria!... ¡qué triunfo el tuyo padre!... —exclamaba Thabita, de pié al lado de Zebeo en el pórtico del Castillo, cuando Pepino y Sachin, los dos grumetes, soltaban la amarra de la barcaza que piloteaba Pedrito convertido con toda verdad en un gallardo Capitán de veintidós años.

Zebeo no pudo contestarle porque una honda emoción apretaba su garganta y llenaba de llanto sus ojos. Sobre el puente de mando, por encima de la cabeza de Pedrito, estaba percibiendo como tejida de rayos de sol, la silueta del Maestro que le miraba sonriente, repitiendo el nombre de la barcaza que salía aguas afuera en busca del dolor del prójimo: ¡AMARE-VICTUM! ¡AMAR ES VENCER!

Los niños palmoteaban de alegría, los ancianos y las mujeres reían y lloraban, las doncellas hacían coro a los veinte remeros que cantaban las canciones de los hoteleros del Nilo.

¡Rema, rema hotelero!

¡Hurra bravo capitán!

Que el sol en su carro de oro

A tu encuentro sale ya.

¡Boga, boga hotelero!

Que el Nilo cantando está

Porque la aurora ha tejido

Para él su rubio cendal.

Como un rosal florecido

El cielo teñido está,

Con la púrpura y el oro

De los Montes de Havilá.

Thabita caía de hinojos a los pies de Zebeo y se abrazaba de sus rodillas diciéndole: — ¡Mi mago... mi hermoso mago que lo vence todo y triunfa de todo!... Y Zebeo seguía con la mirada cristalizada de llanto a la barcaza que se alejaba por el canal mientras sus manos levantaban del suelo a Thabita y estrechaba sobre el pecho su cabecita de rizos negros que destejía suavemente la brisa del amanecer.

23.- LOS CAUTIVOS DE LAS RUINAS

Cuando la barcaza se perdió de vista y Zebeo volvió sus pasos hacia el pórtico del Castillo, vio apoyados en las arcadas a los ex-cautivos que miraban también, desde segundo plano, aquel triunfo al que ellos silenciosamente habían cooperado. — ¡Oh amigos! —Exclamó gozoso el Apóstol de Cristo—. También este triunfo os pertenece. ¿No os causa alegría acaso nuestra victoria común? —Paréceme que ya pasó el tiempo en que podríamos alegrarnos por algo… contestó el que siempre de entre ellos tomaba la delantera en todas las cosas y cuyo nombre era Dionisio de Caria.

— ¿Por qué amigos míos? —Insistió Zebeo—. ¿Acaso creéis que sois los únicos en el padecer? ¿Pensáis por ventura que todos los demás somos triunfadores perpetuos de la vida? Si llamáis fracaso irreparable a lo que os ha acontecido, ¿qué diríais de un hombre toda luz, amor y bondad que alimentó su vida con la sola idea de llevar la humanidad a la dicha, a la paz y al amor y murió colgado de un madero como un vulgar malhechor?

— ¡Oh!... —exclamaron todos—. Eso no se ve en un nacido de mujer —añadió Dionisio—. Porque de haber sucedido, el pueblo habría deshecho entre sus uñas al tribunal que le condenó. —Pues os aseguro por mi honor, que eso sucedió a mi Maestro, el Avatar Divino descendido en Palestina, por la cual pasó colmando de bien y de amor a cuántos se le acercaron.

Estas palabras de Zebeo abrieron las almas a la amistad y a las confidencias. — ¡Puede ser!... —dijo otro pensativo—. Cuando Espartaco y los seis mil esclavos que le siguieron fueron sacrificados, el pueblo de Roma no levantó un dedo para defenderlos ni se dio por enterado de la bárbara inmolación. —Los pueblos fueron embrutecidos de mil maneras —añadió otro— y hoy una vida humana vale menos que un puercoespín cuyo olor apesta el aire... Si las leyes tiránicas y crueles llegaron a los templos donde el hombre se acerca a buscar a Dios. ¿Qué puede esperarse de los hombres sin Dios y sin ley?

—A veces hasta dudo de que exista una Inteligencia Suprema, un Poder Absoluto que permita impasible tamañas aberraciones humanas, —dijo de nuevo Dionisio de Caria. —Hemos olvidado lo que deseábamos decir al Maestro —dijo uno que no había hablado hasta entonces y que parecía ser el de menos edad. — ¡No me llames maestro, por favor! Mi nombre es Zebeo, originario de Palestina, la que tiene muchas glorias en su pasado y muchos crímenes pasados y presentes. Llámame sencillamente Zebeo, vuestro amigo y compañero de lucha. ¿Qué era lo que veníais a decirme? —preguntó.

—Uno de los sacerdotes recluidos en el Templo, está enfermo. Y como el portero fue retirado y se marchó no hay lo necesario para ellos. — ¡Cómo! Pero ¿no quedó todo esto vacío? —volvió a preguntar Zebeo. —Debía haber quedado vacío pero no fue así. Los recluidos parece que eran cinco y solo tres se volvieron al Templo de Osiris de Alejandría. Dos quedaron y allí están. Desde la que fue nuestra torre les veíamos andar entre los árboles del patio interior. Ayer vimos que uno de los dos que han quedado cayó desfallecido mientras recogía verduras silvestres para alimentarse. El otro lo levantó y como pudo le llevó a la celda. Esta mañana me atreví a llamar al torno y pregunté por él. Me contestó una voz muy dolorida: "está enfermo. Si podéis, traedle algún alimento, siquiera un tazón de leche porque otra cosa no podrá tomar".

Tomando parte de nuestra ración diaria les hemos llevado lo que hemos podido. — ¡Amigos!... ¡esto no debe pasar en la pobre aldea de los esclavos!... —exclamó dolorido Zebeo—. Thabita hija mía, prepara una cesta de alimentos y entrégala enseguida a uno de estos amigos. Mientras tanto, haced el favor de conducirme a ese panteón sepulcral, que no otra cosa me parece ser.

Dionisio de Caria tomó la iniciativa, como mayor y más antiguo en aquellos impenetrables misterios de piedra, donde hasta las almas parecían petrificarse. Y atravesando el lago en un pequeño bote, llegaron al muelle donde daba la entrada al Templo. Por entre esfinges y obeliscos carcomidos y algunos ruinosos y ennegrecidos por el tiempo, llegaron al severo pórtico que la hiedra cubría casi por completo y Dionisio tiró de la cadenilla que pendía tras de una estatua de la diosa Isis, que como en todos los Templos egipcios, aparecía cubierta con su velo de mármol al que los admirables artistas de la piedra sabían darle una transparencia inimitable. Un velo de mármol que dejaba transparentar vagamente un hermoso y austero rostro de mujer con el índice sobre los labios como diciendo ¡silencio!...

No oyeron sonido de campana, pero unos suaves golpes en el interior del gran torno les demostró que habían sido oídos. —Sombra viviente —dijo Dionisio. —Habla— contestó la voz desde adentro.

—De la aldea de los esclavos, vienen hermanos a traeros socorros, y prestar atención al enfermo si podéis abrirnos la puerta. Después de unos momentos de silencio, la gran puerta de encina cercana al torno comenzó a crujir como si fuera un ser vivo que se quejaba.

—Empujad por favor —dijo de nuevo la voz— porque las fuerzas no me dan para abrirla. Zebeo y Dionisio, únicos que habían ido, aplicaron los hombros al oscuro maderamen, sobrecargado de planchas y enormes clavos de cobre, y la gran puerta fue cediendo poco a poco hasta dar fácil entrada al cuerpo de un hombre.

Dionisio entró primero y Zebeo tras él. —Por favor dejad abierto —dijo el apóstol— que tras de nosotros viene otro con los alimentos necesarios. El hombre encapuchado con su largo sayal de lino blanco que solo dejaba ver sus enflaquecidas manos y el extremo de su barba gris, asintió con la cabeza.

Zebeo se sintió observado, a través de los dos agujeros que el capuchón tenía en dirección a los ojos del hombre cubierto. Y su alma de piedad, de amor, de sencillez, de franca cordialidad, miró también hacia el fondo de aquellos agujeros donde sabía que ojos dolientes que habrían llorado mucho, recibían su mirada llena de conmiseración, de lástima y hasta de llanto contenido.

— ¡Hermano! —le dijo con su voz más dulce—. Soy un extranjero en esta tierra y no entiendo de otra cosa que de piedad y amor para los que sufren. ¡Por favor!... ¡recíbeme también con un corazón de hermano que se abre a la piedad y al amor!... La vibración de estas palabras empapadas del fervoroso calor de una alma que bebió del Cristo encarnado la intensidad de un fuego divino, debió ser tal que el hombre encubierto tiró de su capuchón hacia atrás, dejando descubierta una hermosa cabeza de momia, con dos ojos oscuros hundidos, una cabellera gris y una larga barba que le cubría el pecho.

Zebeo temblando de emoción dio un rápido paso adelante y le abrazó en silencio por un largo rato.

Aquel hombre seguía inmóvil y mudo como una estatua en la cual sólo aparecía la vida en dos surcos de lágrimas, que corrían de sus ojos y se perdían en su barba cana. Cuando la emoción pasó entre ellos como una ola de angustia, a la vez que de ternura y de piedad, el Apóstol de Cristo preguntó: —Y el enfermo ¿dónde está? El sacerdote de Osiris señaló con su descarnada mano un claustro sombrío y de gruesas columnas encortinadas de hiedra, hacia donde empezó a andar con pasos vacilantes, aún cuando se veía claro que no tenía mucha edad.

De pronto se detuvo ante un torno de igual sistema que el de la entrada, pero muy pequeño, y con los nudillos de los dedos llamó. A la segunda llamada, contestó una voz apagada, al mismo tiempo que el pequeño torno giró y apareció una llave. Con ella el sacerdote abrió la pequeña puerta que estaba al lado. Y entraron.

El recinto era amplio, todo lozas de piedra, techumbre, muros, pavimentos, el estrado, el cántaro, la pequeña mesa, la copa de beber, el tazón, el plato... ¡Todo piedra! Y entre toda esa helada y dura piedra, un ser humano vivo, tendido sobre una colchoneta de paja, con un rollo de esparto como almohada y un oscuro jergón de pieles de oveja como cubierta. Aún sostenía en sus manos escuálidas, el extremo de la cadenilla que desde el torno llegaba al lecho en el estrado.

A Zebeo y Dionisio les pareció que aquel hombre tenía pocos días de vida. Una gran fatiga que dificultaba su respiración, hacía subir y bajar su pecho en un movimiento de ritmo igual y pesado. A pesar de su mal estado físico, demostraba ser más joven que su compañero, y de más sensible y débil naturaleza. No había podido resistir la tremenda austeridad de aquella vida de dura penitencia, que el mismo se había impuesto.

Zebeo se arrodilló ante el estrado y le tomó las manos blancas, lacias, casi sin vida. El enfermo le miraba con sus dolientes ojos color de hoja seca, pero sin hablar palabra. Mirándole fijamente Zebeo pensaba: Es un hermoso cadáver que pronto llevaremos a la sepultura... Y para disimular su emoción inclinó su frente hasta el pecho del enfermo y escuchó los latidos de su corazón. Había aprendido mucho de los Terapeutas esenios del Quarantana y del Hermon donde se formó desde su primera juventud, y debido a eso pudo apreciar bien el estado en que se hallaba el enfermo, que a primera vista parecía un moribundo.

Comprobó que el corazón latía regularmente y que el sistema circulatorio funcionaba con normalidad. Y el Apóstol pensó: "Es un enfermo del alma, mucho más que del cuerpo. ¡Maestro mío!... ¡Yo estaba herido de muerte en mi alma y me has hecho vivir veintisiete años desde aquel día de mi encuentro inolvidable contigo! ¡Dame el poder de volver a la vida a esta criatura de Dios, que va muriendo lentamente por la angustia de terribles recuerdos"...

En ese momento llegó otro de los ex-cautivos del Castillo con la cesta de alimentos que Thabita había preparado. Nada faltaba en aquella cesta tan exquisitamente dispuesta por la amorosa mujercita que el Divino Amador había dado en ofrenda al más humilde de sus elegidos, a su montoncito de tierra: La leche caliente en su cantarillo, el tazón de miel, el pan dorado en el hornillo, los peces recién asados, la espumosa crema de huevos con vino, las manzanas asadas con miel… Había allí comida para tres o cuatro personas.

Zebeo tomó leche y miel y dio de beber al enfermo, al cual consiguió sentar mediante nuevos rollos de esparto aplicados a la espalda. Pensaba con dolor en que aquella cama no era ciertamente la que necesitaba una hombre tan agotado como el que tenía ante la vista.

— ¡Tenemos en el Castillo tantas buenas camas!... —exclamó mirando a Dionisio y al sacerdote que les dio entrada y que permanecía silencioso a su lado. Y no bien había terminado de decirlo cuando entró Thabita con una de las mujeres del Castillo, cargadas ambas de almohadas, colchonetas, frazadas y calcetines—. ¡Oh hija mía! ¡Tenías que ser tú quien recogiera mi pensamiento! —exclamó Zebeo al verlas entrar.

El que trajo la cesta de alimentos había ido a referir la austera desnudez de la alcoba del enfermo, y aunque la joven no recibió indicaciones de acudir, hubo un momento en que se acallaron todas sus vacilaciones y solo pensó en que Zebeo desearía vivamente auxiliar con más eficacia al solitario enfermo, y sin detenerse un momento, cargó con cuanto pudieron llevar entre ella y la más decidida y fuerte de sus compañeras.

Cuando el enfermo fue debidamente acomodado, Zebeo invitó a comer al silencioso sacerdote que miraba sin hablar. Pero él hizo una señal negativa con la cabeza. --Creeré que me niegas tu amistad si no comes junto conmigo —le dijo dulcemente Zebeo—. Ya está el sol en el cenit, y es casi el medio día. Comeremos todos juntos aquí. ¿No te es agradable nuestra compañía? El sacerdote miró fríamente a su compañero enfermo, que alimentado ya y muellemente recostado en blandas almohadas comenzaba a dormitar.

— ¡Dejémosle solo por unos momentos —dijo— y puesto que lo quieres tú, vamos a otro lugar y comeremos juntos. —Y les llevó a otra sala también toda de piedra y tan desnuda como la alcoba del enfermo. En ella no se veía más que una mesa de piedra al centro y bancos de piedra alrededor.

Thabita y su compañera habían desaparecido con la rapidez de fantasmas alados y no tardaron en regresar con nuevas cestas de alimentos. — ¿Y cómo es que tan pronto vas y vienes del Castillo aquí? —le preguntó Zebeo.

— ¡Oh padre!... —dijo ella sin parar en su trabajo de ir colocando sobre la mesa todo cuanto contenían las cestas—. Yo soy como una hormiguita que se abre camino por un agujerito de la muralla.

Alguien me enseñó la puertecita de comunicación entre nuestro Castillo y el Templo que está justamente detrás del pabellón de tejidos y por allí hemos venido, ¿qué necesidad tenemos de cruzar el Lago? —Ciertamente —contestó Zebeo. — ¿Me quedo contigo padre o me voy? —preguntó Thabita cuando había dispuesto todo sobre la mesa. El sacerdote le seguía con la mirada grave, fría, casi muerta.

Zebeo lo miró como consultándole si era de su agrado que la joven se quedara, y añadió: —Es mi esposa desde hace dos lunas. Un relámpago fugaz de ternura pasó por los ojos hundidos de aquel hombre y dijo con una voz suave llena de bondad. —Puede quedarse, aunque no entiendo como sea tu esposa y te llama padre.

—La vida está llena de sorpresas amigo, y en esta joven hay como en todos, historias que parecen cuentos de hadas. Espero que la amistad que inicio contigo me permita explicarte por qué me llama padre cuando hace dos lunas que el hierofante del Serapeum de Alejandría bendijo nuestras manos unidas.

La comida fue bastante silenciosa pues el "dueño de casa" como podríamos decir estaba bien contagiado del mutismo de las piedras, de los muros, de la piedra pegada a ellos y de todo cuanto se veía en aquel enorme panteón sepulcral. Zebeo y Thabita hacían esfuerzos inauditos por romper la dura cortina de silencio, pero sus esfuerzos se estrellaban contra aquella vida de piedra sin vibraciones al exterior, aunque a intervalos se hacía sentir una ola de angustia, de dolor desesperado, aplastante, como de algo que fuera irreparable.

Lo único que ambos podían ver con claridad, era que aquel hombre parecía sentir necesidad de mirar casi sin disimulo a Thabita y en esa mirada había interrogación, intranquilidad, temor, a veces espanto hasta tal punto manifiesto, que llegó a pasarse la mano por la frente, con ese ademán del que busca apartar una idea, un recuerdo penoso y torturante. La joven empezó a sentirse molesta y Zebeo se dio cuenta de ello.

Para distraerla, le habló: —Nuestros muchachos deben estar en plenas actividades en el mercado de Alejandría —dijo—. Y espero que al regresar esta noche nos traigan las noticias del triunfo completo. —Me figuro ver que Amare -victum viene llena completamente, —le contestó ella esforzándose para tranquilizarse. Como la comida se hubiese terminado, dijo ella a su compañera: — ¿Nos vamos?... En ese preciso instante el austero y silencioso sacerdote de Osiris preguntó a Zebeo con su voz apagada y lejana: — ¿Cuántos años cuenta tu esposa? —Un cuarto de siglo, cumplido poco antes de nuestra unión. — ¿Cuál es su nombre? —Thabita para servirte señor —contestó ella misma. — ¿Tienes madre? —volvió a preguntar dulcificando su voz y al parecer complacido de que ella misma le contestase. —No señor. Mi madre murió hace diez años, el mismo día que conocí a mi padre adoptivo que ahora es mi esposo.

El hombre dejó escapar un suspiro y pareció que le faltara el aliento. Zebeo le observaba en silencio y la intuición, esa inquieta maga audaz, iba tejiendo en su yo íntimo una misteriosa tragedia, mezcla indefinible de amor, de pasión, de locura, de crimen. — ¿Sabes de dónde era originaria tu madre?... —La ansiedad del sacerdote aumentaba, aunque muy contenida por aquel temperamento de piedra. —De la Isla de Rhodas. La pobrecita fue muy desventurada y yo lo fui también a su lado, hasta hace diez años que este hombre bueno me hizo feliz.

La mirada del sacerdote se fijó en Zebeo y éste comprendió que en aquella fría mirada había un perfume suave de agradecimiento y de amor. Y la intuición seguía tejiendo su malla finísima de firmes nudillos con hebras resplandecientes. ¿Qué misteriosos enlaces habría en todo aquello? —Si tu benevolencia es tanta, me perdonarás la última pregunta: ¿Cómo era el nombre de tu madre? — ¡Livia! —contestó la joven con sus ojos llenos de llanto. —Un tremendo suspiro, como un quejido lastimero, se exhaló de los labios de aquel hombre, que dejó caer su cabeza sobre la fría mesa de piedra, mientras sus manos se retorcían una con otra como si quisieran destrozarse a sí mismas.

Zebeo creyó llegado el momento de intervenir y se acercó a él buscando aliviarle. —Cualquiera que sea la causa de tu pena, —le dijo— cuenta que tienes un hermano a tu lado, en quien puedes confiar plenamente. Pero el sacerdote de Osiris llevaba años de vivir vida de piedra y demostró ser más fuerte que la terrible tempestad interior que se había desatado en él. Y levantando de nuevo su arrogante cabeza de pensador hecho a triunfar de sí mismo casi se avergonzó de aquel momento de debilidad. —Perdonadme —dijo quedo, con su voz helada y lejana—. Aún me falta mucho para ser una de estas columnas de piedra que sostienen las bóvedas de este claustro.

— ¡Amigo!... —le dijo Zebeo—, lamento decirte que somos de muy diferente modo de pensar tú y yo. Pero no obstante, espero que una grande amistad nos una pronto. —La justicia de la Ley Eterna, es implacable —añadió el sacerdote—. Lo que Ella une, el hombre no puede separarlo. Lo que Ella decreta, el hombre no puede estorbarlo. Es menos que un gusano y se cree omnisciente. Es un halo de negra tiniebla y se juzga una luz...

—Grande cosa es reconocerlo amigo —dijo Zebeo— y en cuanto a esto, estamos en un completo acuerdo. Y ahora si me lo permites seré yo el que hace preguntas. ¿No es verdad que has encontrado la punta de un hilo en cuya madeja estás tú, Thabita y su madre? El sacerdote sin inmutarse esta vez y con aterradora calma contestó: —Estás en lo cierto. He encontrado la punta de ese hilo con que tejí para mi desgracia el cordel de mi horca... —Cuando el Eterno Poder te ha salvado de ella, señal es de que puedes aún reparar lo que hasta hoy creías irremediable —contestóle el Apóstol de Cristo.

—Tienes la luz de una sabiduría que seguramente no la bebiste como yo en los Templos egipcios, donde Psiquis se torna de piedra y debe tejer sus alas con oro derretido al fuego. Eres un discípulo de Sócrates y Platón, que llevas dulzura de miel en tu vida y en tus obras.

—Aunque mucho les venero por sus obras y su vida, no soy discípulo de sus Escuelas, que no he frecuentado nunca. Soy discípulo de un mago sublime del amor, que nació en Palestina mi tierra natal, y que murió hace once años sacrificado por predicar el amor fraterno de los hombres. Fue crucificado como Espartaco y sus esclavos. —Así compensa la humanidad a los que se dan demasiado a ella —contestó el Sacerdote.

24.- LO QUE EL AMOR HA UNIDO...

Una semana después, el sacerdote enfermo dejaba el lecho y se fortalecía visiblemente día por día, debido a los cuidados de Zebeo y de las ancianas esclavas que acompañaron diez años la soledad de Thabita. El amor del Cristo, que inundaba el alma de Zebeo y de ella, se transmitía vigorosamente a los que les rodeaban escuchando sus sencillas enseñanzas, fue la savia divina que hizo resurgir a nueva vida al sacerdote que encontraron casi moribundo por agotamiento físico, y más aún por las angustias que torturaban su espíritu.

La Ley Eterna, sabia, justa y amorosa a la vez, había decretado la terminación de las severas penalidades, que aquellos dos seres humanos se habían impuesto a sí mismos, por graves delitos cometidos en su vida. Ambos reconocían estar agobiados por el mismo célebre pecado del Rey David, que lo obligó a pasar toda una vida llorando de arrepentimiento, que soltó a las alas de los vientos en su clamoroso Miserere, y en casi todos sus Salmos,… gritos del alma prosternada ante la Divinidad, clamando misericordia y perdón.

Acaso nada sabrían ellos de los clamorosos salmos del Rey David, grande para los pueblos de su raza y religión, pero ignorado por el gran mundo de entonces, que solo era capaz de apreciar el brillo del oro sobre los tronos, las legiones guerreras avanzando como olas humanas embravecidas destruyéndolo todo, las ciudades ardiendo en llamas, los millares de hombres fuertes y libres, reducidos a la esclavitud y atados a los carros de guerra de los vencedores. Pero los grandes pecados de los hombres se asemejan, aunque las distancias y los siglos les separan en absoluto.

Y los dos sacerdotes que voluntariamente se sometieron a dura penitencia en las criptas pavorosas del abandonado Templo del Lago Merik, habían tenido en su vida una Bethsabé, que inconscientemente les incitara al delito y un Urias a quien quitarle la vida, para poseer lo que era suyo.

Según la Ley de sus Templos, las torturas físicas y morales, la privación de toda alegría era el único medio de lavar sus delitos y tornar a la posesión de las facultades superiores que habían perdido. El mismo género de delito, la misma intensidad en el dolor desesperado de lo irreparable, los unió a los dos como con una cadena de hierro. Se habían encontrado huyendo ambos del espectro aterrador de su propia conciencia que les gritaba: ¡Asesino! ¡Falsario! ¡Seductor! ¡Infame!...

Ambos nacidos en cunas de plata, de ilustres familias de sangre azul, como el mundo llama a los que ostentan en sus progenitores filiación de realeza; llevados por la vanidad de tener también el timbre de sabios, escalaron las áridas cumbres de la Iniciación en los Templos egipcios. Y desde aquella altura, habían caído al fondo del precipicio como un águila con las alas rotas, "Chorreando sangre y sin fuerzas para levantarse. Habían saboreado la efímera dulzura de su pecado, y queriendo aún vivir en él, una fuerza más potente que ellos les quitó de los labios el ánfora de miel, dejándoles tan solo el amargo acíbar del remordimiento, el odio de sus Víctimas y el anatema inexorable de la Ley.

Era ley para los Sacerdotes de Osiris que habían cometido un delito, que el mal estaba borrado y limpio cuando cesaba el remordimiento y la calma reinaba de nuevo alrededor de Psiquis atormentada. Debemos atribuir a esa ley el hecho de que los otros tres compañeros de delito habían vuelo al Templo, y éstos dos habían quedado en su voluntario calabozo.

En tal estado de espíritu les encontró el suave y dulce Apóstol de Cristo, que solo sabía según él, de amar a los que padecen y de consolarles en sus terribles angustias. El había oído repetidas veces a su divino Maestro, consolar a los pecadores con estas solas palabras: "¿Ninguno de tus jueces te ha condenado?... Yo tampoco te condeno. Vete en paz y no peques más". Así habló a la mujer que llevaban a apedrear por su infidelidad conyugal, después de haber dicho a los jueces que lo consultaban: "Aquel de vosotros que se halle sin pecado que le arroje la primera piedra"… "Tus pecados te son perdonados, porque has amado mucho mujer" —le dijo a aquella que derramaba esencia de nardos sobre sus pies y los secaba con sus cabellos.

"¡Ven Sedechias!... Yo quiero que vengas a mí" —dijo al fariseo que reconociendo sus errores de Secta y los prejuicios dogmáticos que endurecían su corazón, descansaba su frente humillada sobre las manos santas y puras que acariciaban su cabeza gris.

Estos imborrables recuerdos estremecieron el corazón de Zebeo y desbordó en él la piedad a tal punto que cuando ambos sacerdotes delincuentes quisieron relatarle su delito, él les dijo poniendo el dedo índice sobre sus propios labios: —Como la Isis de la entrada a vuestro templo os digo también yo: ¡silencio!

Para que entre mi pequeñez al templo de vuestro corazón, que fue purificado por el arrepentimiento, no necesito saber cual fue vuestro pecado. Sólo os digo que no es con maceraciones del cuerpo ni tormentos en el alma como se lavan los pecados de los hombres sino reparando el mal que se ha causado al prójimo con ellos. Uno de vuestros más grandes y nobles Hierofantes, el príncipe Melchor de Heliópolis, descendiente en línea directa del Pontífice Mimbra, que inició a Moisés en la oculta sabiduría de los Templos, cometió un delito de amor.

Le quitó a un zagal, la zagala que debía ser su esposa, causando la muerte de ambos, que se arrojaron al precipicio. Para reparar tal delito se negó para toda su vida la dulzura del hogar, y destinó gran parte de su fortuna a dotar a las doncellas que se preparan a ser esposas y madres. Y aún ha pensado en ellas para después de su muerte, y soy yo depositario administrador de la renta perpetua dejada por él para este fin.

El amor del Cristo, que irradiaba su Apóstol, triunfó sobre aquellas almas petrificadas por la implacable dureza de las leyes en que habían vivido, y con profunda emoción le dijo el mayor de ellos, Leandro de Caria: —Tu sabiduría es el amor; tu ley es el amor... tu vida es el amor... ¿De qué escuela, templo o estrella viniste, que pareces no ser un hombre de esta tierra que es hierro y piedra amasados con sangre?

—Nací a la vida del espíritu, en el alma genial de un hombre que era Dios del Amor, de la Esperanza, y de la Paz. Era el Avatar, soñado por los Debas del Lejano Oriente, el Hombre Luz de la Persia de Zoroastro, el Mesías de los Profetas Hebreos, el dulce Rabí Nazareno, que oraba sobre los montes y colinas, que hablaba a las muchedumbres desde una barca de pescador, que hacía florecer rosas entre las ruinas y lirios en los sepulcros, y con su voz vibrante de clarín que anunciaba la victoria, decía a las almas desoladas y caídas como las vuestras: "¡Levántate y anda! El amor y la fe te prestan sus alas, la esperanza te viste de nuevo, la vida te sonríe como una virgen coronada de mirtos y de olivos, que va arrancando una a una las viejas espinas de tu corazón".

Este amoroso discurso de Zebeo parecíales una llama de dulce calor para sus almas heladas de soledad y de espanto, y ambos sacerdotes, Leandro y Narciso, se le habían acercado tanto hasta tomarse de sus manos como náufragos de una marejada de escarchas, que vieran de repente ese único medio de salvación. El Apóstol al sentir ese contacto, volvió en sí del vibrante estado psíquico que el vivo recuerdo de su excelso Maestro le había ocasionado. Estrechó efusivamente aquellas manos enflaquecidas que se prendían de las suyas y tirando de ellas les atrajo hacia si mientras les decía: —Estabais muertos y el amor os ha resucitado ¡Venid conmigo y os enseñaré a vivir la vida, como el Cristo mi Maestro me enseñó a vivirla!

La divina irradiación del Cristo a través del alma de Zebeo les hacía llorar esas dulces lágrimas que son descanso de las almas doloridas y les prestan alas ligeras de paz y de luz para remontarse de nuevo a la inmensidad de lo infinito, de donde habían caído a fuerza de terror, de espanto de sí mismos, y de la impenetrable oscuridad que les rodeaba.

Era la mitad de la tarde y Zebeo les condujo a los talleres improvisados en diversos recintos del ruinoso castillo donde habitaba. Aquello era una colmena humana donde cada abejita elaboraba su miel. Leandro… el sacerdote mayor, miró en todas direcciones como buscando algo. Y al fin su vista reposó en el rostro de Thabita inclinada sobre su labor. — ¿Me permites hablarle? —preguntó a Zebeo. Y se acercó a ella—. Niña —le dijo— si a tu alma buena le interesa que yo tenga paz en la mía, deberás permitirme unas palabras a solas. Thabita buscó en seguida los ojos de Zebeo, que le hizo con la cabeza una señal afirmativa.

Se apartaron a un ángulo del enorme pabellón y el sacerdote le habló así: — ¡No me temas por piedad, que eres lo único que puede unirme de nuevo a la vida!... Veo el espanto en tus ojos y sé que nunca tendré tu cariño... De tus contestaciones a mis preguntas he adquirido la certeza de que fui el causante de toda la desventura de Livia tu madre. No quiero herir tu corazón con un relato espantoso. Solo te digo que Livia tu madre, a la cual te pareces como una lágrima a otra de las que están cayendo de tus ojos, fue el único amor de mi vida… tan fuerte, que por tenerla a ella y a ti conmigo, quité de su camino al que debió ser tu padre. Y el padre de mi mujer, un poderoso príncipe de Caria, la vendió como esclava, en venganza de mi traición a su hija… Ni Livia nació esclava ni tampoco tú; pero los poderosos de la tierra satisfacen sus venganzas, a costa de vidas humanas que en su criminal prepotencia jamás supieron respetar.

A través de sus lágrimas, Thabita veía a Zebeo a diez pasos de distancia… que con sus miradas que ella comprendía tanto, le infundía serenidad y valor.

El sacerdote Leandro continuó su confidencia: —Sé que en la persona de tu madre no puedo reparar el daño causado, porque la muerte le dio la paz y la dicha que yo no supe darle. Pero puedo repararlo en ti hija mía... ¡Déjame llamarte así, ahora que voy a desaparecer para siempre de tu camino!... ¡Toma! Aquí está mi testamento, mi última voluntad. —Y le extendió un pergamino enrollado y sellado. Ella dio un paso atrás y buscó de nuevo a Zebeo. Pero él se había retirado hacía el oratorio que comunicaba con el Taller.

La pobre joven se echó a llorar desesperadamente, causando la consiguiente alarma entre los que estaban al otro extremo del pabellón de trabajo.

Leandro… semejaba una estatua de mármol con el brazo extendido hacia ella, sosteniendo el pergamino. Zebeo sintió el llanto de Thabita y acudió en el acto. —Hija mía —le dijo con la mayor ternura—. ¿Por qué te desesperas así, sabiendo como sabes que nadie ni nada te separa de mí, si es tu voluntad permanecer a mi lado? Y acercándola de nuevo a aquel desventurado padre, a quien las consecuencias de su delito lo habían privado del cariño de su hija, les dijo: —El amor es lo único que puede salvar este abismo y lo salvará. Thabita es mi esposa y tú eres su padre. Ambos cabemos en el corazón de ella, que está educada en la enseñanza del Cristo, mi Maestro, que vino a reafirmar en bases de diamante la Ley Divina que dice: "Honra a tu padre y a tu madre". Ni tú puedes hablar de desaparecer para siempre del camino de tu hija, ni ella puede rehusar el reconocerte como padre. El amor del Cristo es más grande y fuerte que todas las tragedias y miserias humanas, y si la Divina Ley corona su obra uniendo lo que la maldad humana había separado, ¿quiénes somos las criaturas inconscientes para estorbar su mandato?

Leandro… aún con el brazo extendido ofreciendo el pergamino, se acercó a Zebeo. —Yo no puedo esperar ni pedir amor a una criatura que jamás lo recibió de mí; pero sí os puedo pedir a ambos que no me estorbéis el reparar en parte los daños causados por mi delito. Y en este pergamino está esa reparación.

—Está bien —dijo Zebeo tomándolo—. También yo, como esposo de tu hija, creo tener el derecho de pedirte que aceptes nuestro hogar como tu hogar y toda esta numerosa familia nuestra como tu propia familia. Porque si tú reclamas para ti la tranquilidad y la paz de tu conciencia, también la reclamamos tu hija y yo, para quienes sería insoportable tormento recibir tu legado y dejarte ambular solo en el mundo.

El Apóstol de Cristo envolvió en su mirada ardiente de amor a Leandro y a Thabita que tan cerca estaban de é!... La joven se le acercó hasta descansar la cabeza en su hombro, y Leandro inclinó la suya hasta tomar la mano del Apóstol y apretarla a sus labios. Pero él había bebido del eterno y divino manantial del corazón del Maestro, que dijo al despedirse: "Si sois capaces de amaros como yo os amo, el Padre y yo haremos morada en vuestro corazón."… Y fue así que la cabeza gris de Leandro y la de negros bucles de Thabita se encontró unida entre los brazos de Zebeo, que les estrechaba sobre su pecho.

El austero y grave sacerdote de Osiris, pasó a ser el Director de la Escuela que en la gran Sala del Consejo, en el abandonado Templo del Lago Merik, fundara el Apóstol de Cristo para consolar a los humildes desgraciados de la sociedad, con la divina palabra de su Maestro. "Bienaventurados los pobres, los que lloran, los que son perseguidos, porque de ellos es el Reino de los cielos."

Sintiendo estoy la interrogación del lector, sobre qué había sido del sacerdote que encontramos enfermo en su fría y desmantelada estancia, o sea Narciso de Lidia… Era un temperamento diferente de su compañero, y debido a eso su naturaleza física resistió menos a la vida de duras penalidades que a sí mismo se impuso. Y a no ser por la oportuna intervención del Apóstol Zebeo, hubiera muerto pocos días después. Más abierto, más expresivo, se rindió más pronto a la fraternal solicitud de Zebeo, al cual le decía: —Me has arrebatado a la muerte, como la madre arrebata a su hijo de las olas bravías que iban a tragarlo —y aunque contaba sólo seis años menos que el Apóstol, se sintió en verdad como un hijo del hombre bueno que le salvó la vida.

Nacido a orillas del Mar Egeo, hijo del príncipe soberano de Lidia, había ingresado en su primera juventud en una Escuela de Atenas, que dependía del Templo de Delfos, uno de cuyos sacerdotes la regentaba. Las leyes de los Templos de la antigua Grecia, no fueron nunca tan duras e implacables como en los Templos de Menfis y de Tebas. El arte, la poesía, la música, suavizaron los cultos realizados muchas veces en torno a la Fuente de Castalia, sintiendo el rumor de los arroyuelos saltando entre riscos y flores, o en rumorosos vallecitos donde cantaban los pájaros y sollozaba el viento en las ramas de los cipreses y de los laureles.

Narciso decía, que un genio maléfico le había perseguido desde sus primeros años, en la intrigante personalidad de una madrastra, que trató siempre de alejar del país y del hogar al primogénito de su marido Pausarías, padre de Narciso, buscando su propio beneficio y el de sus hijos. Y cuando el príncipe murió envenenado, ella, mediante el vil soborno de los Consejeros, se hizo nombrar Regente del Principado con la excusa de la minoría de edad de Narciso, que era el heredero legítimo del príncipe Pausarías, su padre.

Con la astuta adulación de su fingido amor, convenció al jovencito, que sólo contaba diecinueve años, de que le convenía viajar para conocer a los hombres y el mundo y prepararse así para gobernar el país en sustitución de su padre. El joven viajó por las grandes capitales de la costa Mediterránea, e inclinado por naturaleza al estudio, visitó las Escuelas de Páfos, de Tarsos, de Siracusa y de Alejandría, donde decidió quedarse, atraído por la dulce bondad de una joven que embarcó en Páfos acompañada de un tío suyo y que se dirigían también a la célebre ciudad de los templos como fortalezas y de los obeliscos cuya cúspide subía hasta las nubes.

Fue este el cable de hierro que lo llevó a su desgracia. Narciso y Liana se amaron en contra de la voluntad del tío, que conducía a la joven para desposarla con un hijo suyo residente en aquella capital. Separados bruscamente encontraron medios de reunirse en secreto. Narciso ingresó entre los aspirantes a la Iniciación en el Templo de Osiris, al amparo de un hermano de su madre muerta que formaba parte del Alto

Consejo sacerdotal. Soñaba crearse una elevada posición, preparándose con los más altos conocimientos, para gobernar un día los dominios de su padre, contando desde luego con las promesas de Liana de que no se casaría sino con él. Y Liana se afilió a las doncellas de la Escuela de un Serapeum destinado a la cultura femenina, que estaba anexo al Templo de Osiris del cual dependía.

Después de tres años de dura resistencia, Liana comunicó a Narciso que, seis días después la casaban con el primo, y si no obedecía, la vendían como esclava a los mercaderes que con tal fin llegaban desde el lejano Oriente. —Yo lo estorbaré —le había contestado él— aunque deba arriesgar mi vida —Y la arriesgó, pero no ganó la partida… En la terrible lucha por libertar a Liana, hirió gravemente al tío y mató al recién casado, pero la mujer amada desapareció sin que él pudiera encontrarla jamás.

Consciente ella de que sería madre en breve tiempo, no quiso presentarse en tales condiciones al hombre que había amado y huyó a refugiarse en un mercado de esclavos, donde seguramente no sería buscada ni nadie se asombraría de su miseria.

Una mujer vendedora de frutas, la tomó a su servicio y allí le nació su hijo y allí vivió hasta que su ama se marchó a otro país, dejándola al servicio de unos parientes. La confusión y la anemia hicieron presa de ella, cuando el niño contaba siete años y dándole una carpa, un botecillo pescador y las ropas necesarias para ella y su hijo, la despidieron de casa.

Cuando se refugió en el mercado de esclavos, dejó su nombre de nacimiento y tomó el de Chiofi, muy común entre las pobres gentes de esa clase y a su niño lo llamó Petiko, que en la lengua de su país significaba aforillo sin nido.

Hemos llegado lector amigo, a dilucidar el misterio que envolvía al joven sacerdote de Osiris, a quien consumía la tristeza de su vida fracasada en todos los caminos que había emprendido: fracasado en su familia, en su carrera y en su amor.

Era el "asesino" del padre de Petiko, el pobre niño que Zebeo encontró en su botecillo a orillas del Nilo y de aquel amor de su juventud sólo quedaba el montoncito de piedra que en el cementerio de los esclavos tenía este nombre como inscripción: Chiofi.

Era cuanto quedaba de aquella dulce belleza pálida que él conoció en Páfos y que se llamaba Liana. El mismo ignoraba este final de su drama, que sólo Zebeo conocía por los escasos documentos que Petiko había conservado de su madre y que los entregó a su padre adoptivo aquel primer día que él llegó a la Aldea de los esclavos.

Y Narciso de Lidia… en íntima confidencia con Zebeo, se quejaba amargamente de su suerte. —Mi compañero ha podido reparar el daño causado, mientras yo, ni aún ese alivio puedo dar a mi atormentado espíritu. Zebeo lo dejaba hablar y en su alma lúcida y llena de piedad para el dolor de su prójimo, reconstruía ese terrible pasado del cual sólo podía extraer nuevos dolores para aquel pobre corazón tan cruelmente atormentado.

Y con un tacto y prudencia, que sólo el amor puede dar, fue revelándole poco a poco el final de aquella tragedia de su juventud… ¿Cómo decirle: yo tengo a mi lado al hijo de Liana y de su esposo que asesinaste? ¿Cómo decir a Pedrito que aquel triste enfermo del Templo del Lago Merik era el asesino de su padre y el causante de todas las desventuras de su madre?

— ¡No! —Decía en sus cavilaciones Zebeo— ¡Pedrito no debe saberlo nunca! No debe saber que Narciso, con quien viviremos en familia, fue el causante de todas sus desventuras. Pero sí debe saberlo éste, para que su espíritu descanse en la reparación de su mal. No vive Liana para recibir en su amor la compensación a sus dolores, pero está su hijo en quien puede Narciso tranquilizar su conciencia y aquietar su espíritu atormentado.

Se dirigió al oratorio, que era el lugar más silencioso y solitario del Castillo, que estaba convertido en un ambiente de actividad y de trabajo. Los huertos y jardines cubiertos de zarzales y de yerbas inútiles, se iban transformando en largos surcos de hortalizas y de legumbres, en hermosos arriates de flores. Con esta suave visión en el alma, el Apóstol llegó al Oratorio y ocupó su sillón habitual. La última luz de la tarde penetraba por el ventanal de occidente y resplandecía sobre el altar de las Tablas de la Ley.

A Zebeo le vino el recuerdo de cuando las últimas frases se habían iluminado de una llama viva y cerrando los ojos, la imaginación se las pintó de fuego otra vez: "Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo". — ¡Maestro!... —llamó con la voz profunda de las evocaciones supremas— ¡Dame que sea tu instrumento para devolver la paz y el sosiego interior a ese hermano atormentado! Su frente se inclinó en oración silenciosa y profunda esperando la respuesta. Tan absorto estaba, que no sintió la llegada de la barcaza y sólo se enteró de ello viendo entrar a Pedrito con su rostro iluminado de gozo, que le buscaba. —Padre —le dijo—. Tus ojos tienen tristeza y yo vengo con el alma rebozando de alegría. ¿Qué pasa? — ¡Pedrito, hijo mío!... —contestóle Zebeo vacilando aún—. Tú eres ya un hombre que a través de mis enseñanzas has llegado a comprender, como pocos, la ley divina del amor al prójimo y más al prójimo atormentado por ocultos dolores. —Sí, padre. ¿He faltado acaso en eso? —No hijo mío; pero creo llegado el momento de que ese amor sea tan fuerte y tan poderoso, que no te permita volver atrás si encuentras una barrera ante ti.

—No sé lo que quieres decirme, pero veo que algo grave ocurre. —Sí, hijo mío. Siéntate aquí a mi lado y óyeme… Y le refirió todo cuanto había ocurrido ese día con los dos sacerdotes que en voluntaria expiación de sus culpas habitaban la pavorosa aridez del Templo abandonado. Supo con asombro el descubrimiento hecho, referente a Thabita y su madre muerta, y cómo aquel desventurado padre quería desaparecer para siempre después de legar a su hija cuanto tenía como reparación de los sufrimientos causados.

— ¿Thabita está contenta? —preguntó. —No del todo, por el momento; porque su amor hacia mí hubiera querido que su corazón no tuviera a nadie más a quien amar. Mas..., espero que llegue a ponerse a tono con nuestra ley del amor al prójimo y no mezquinará su cariño al padre que la trajo a la vida, aunque nunca la conoció hasta ahora. Pedrito no contestó, pero quedó muy pensativo. —Si a ti te ocurriera algo semejante, hijo mío, ¿serías capaz de obrar como un verdadero discípulo de ese divino Maestro de los hombres? El joven miró a Zebeo con sus expresivos ojos llenos de asombro y de interrogantes, y Zebeo sostuvo esa mirada con la suya llena de dulzura y de piedad. — ¡Padre!... —exclamó Pedrito — ¡espero que no irás a decirme que también a mí me ha brotado en el camino otro padre fuera de ti! —Tranquilízate, hijo, que no te diré eso, pero sí te digo que uno de los pobres recluidos en ese Templo abandonado, fue el primer amor de tu madre que le fue arrancada por la fuerza y casada con otro hombre que ella no amaba.

— ¡Pobre madre mía! ¡También tuvo ese tormento!... —murmuró muy quedo Pedrito, que sentía sus ojos húmedos de llanto— ¡Malo!..., muy malo debía ser ese hombre que tomaba por la fuerza un corazón que no lo quería —añadió con la voz que temblaba de indignación.

—Perdónalo porque ese fue tu padre, que murió antes de nacer tú, quedando tu madre en el mayor desamparo y esperando tu llegada a la vida, huyó a ocultarse en el mercado de esclavos de Alejandría, no atreviéndose a presentarse en ese estado al hombre que tanto ella había amado y que la buscó enloquecido, sin encontrarla jamás.

— ¡Ese hombre debió haber sido mi padre! —gritó Pedrito con su voz quebrada por un sollozo— y no el otro, egoísta y cruel, que tomó a la fuerza lo que no querían darle... Pero yo te tengo a ti, padre mío —añadió tomando la mano de Zebeo y estrechándola entre las suyas como si temiera que alguien se lo arrebatara. — ¡Sí, hijo mío, me tienes a mí para toda la vida, pero yo creo que en tu corazón grande y generoso, cabe también ese desventurado hermano nuestro, que tanto amó a tu madre y que hoy sólo encuentra de ella un montoncito de piedras en el cementerio de los esclavos!.. .

El joven se cubrió el rostro con ambas manos y la suave penumbra del oratorio se llenó con sus dolientes sollozos. El Apóstol de Cristo se puso de pie y estrechó a su corazón aquella cabeza juvenil, dolorida y sollozante. — ¿Serías capaz de consolarle con tu cariño, hijo mío? —le preguntó cuando le vio serenarse y descubrir su rostro húmedo de lágrimas. — ¡Sí, padre, sí! Lo amaré como amé y amo a mi madre, que desde el cielo verá contenta que quiero al único hombre que ella amó. ¿No es así acaso el amor que enseñó el Divino Maestro de los hombres y que tú me enseñaste a mí? —Sí, hijo mío, es así —contestó Zebeo—. Y como ese hombre está muy enfermo, a fuerza de tanto padecer por su amor a tu madre que perdió, me acompañarás a su aposento porque él suspira por conocerte. —Vamos ahora mismo —dijo Pedro levantándose—, que esto es más urgente que describirte nuestro primer viaje y nuestro feliz regreso.

Y mientras todo era movimiento en el viejo Castillo con la llegada de Amare-Victum, Zebeo y Pedrito se perdían en los oscuros claustros, buscando la celda del pobre enfermo. Lo encontraron con su compañero, sentados ambos en un estrado de piedra adosado al claustro, contemplando en silencio el último resplandor del ocaso y la primera estrella que asomaba tímida en el infinito azul.

—La paz sea con vosotros —díjoles el Apóstol acercándose a ellos—. Narciso de Niquele, príncipe de Lidia —dijo Zebeo emocionado—. Aquí tienes al hijo de Liana que viene a ti sintiéndose también hijo tuyo.

Narciso intentó ponerse de pie para abrazarlo, pero no pudo hacerlo por su extrema debilidad. Sus hermosos ojos claros se inundaron de llanto y Pedrito doblando una rodilla lo abrazó efusivamente. — ¡Hijo de Liana!..., ¡hijo de Liana que debió ser mi hijo! —exclamó entre sollozos el desventurado Narciso —. ¡Y cuánto te pareces a ella! —continuó mirándolo con los ojos fijos, del que ve una imagen que nunca borró de su retina.

—El buen Padre Celestial ha querido que encuentres un retazo del corazón de Liana en su hijo —díjole Zebeo—. Y espero que este feliz encuentro ayudará a tu pronto restablecimiento, hermano. — ¡Oh sí! os lo aseguro a todos vosotros, que pronto seré un hombre nuevo porque tiene ahora un gran motivo mi vida: vivir para el hijo de Liana en memoria suya. Aunque no me hubieras hecho ver los documentos que se conservan de ella, este es el mejor documento —decía Narciso acariciando la cabeza de Pedrito—. Y la naturaleza te ha hecho imberbe para que tu rostro sea aún más viva imagen del suyo.

El joven se sentó a su lado, mientras Zebeo hablaba con el sacerdote Leandro. — ¿No son éstas, combinaciones prodigiosas que hace la Bondad Divina en beneficio de sus hijos? —le preguntaba Zebeo. —Es tal como dices —contestó Leandro— pero estas combinaciones se realizan con éxito, cuando un gran amor desinteresado y puro se ha constituido, consciente o inconscientemente, en hilo conductor de esa maravillosa fuerza de cohesión, de unión, que se llama Unidad del Gran Todo. Y eres tú el hilo que nos ha unido a mí con Thabita y a Narciso con el hijo de Liana… Sea bendita por siempre la Eterna Unidad Divina!

—Ahora, para celebrar este maravilloso acontecimiento —dijo Zebeo—, propongo que celebremos en el gran comedor del Castillo una cena en conjunto. ¿Aceptáis? —Aceptado —contestó Leandro— aunque no sé si mi compañero tendrá fuerzas para llegar hasta allí. — ¡Ahora sí! —dijo Narciso poniéndose de pie ayudado por Pedrito y Zebeo. Apoyado en ambos y lentamente cruzaron la puertecilla que daba al Taller que era el gran comedor. Una hora después, habían sido replegados en un ángulo el telar y demás enseres de los tejidos, quedando el recinto, no como debió ser el gran comedor de la Princesa Thimetis, pero sí un sencillo comedor de grandes dimensiones, adornado con palmeras y guirnaldas de madreselvas en flor.

Zebeo ocupaba la cabecera de la gran mesa de roble y a uno y otro lado suyo Thabita y Pedrito, a quienes seguían los dos sacerdotes, Leandro junto a Thabita y Narciso al lado de Pedrito, el hijo de Liana. En todos los rostros había paz, contento y alegría, y la numerosa familia de Zebeo se había aumentado con seis huéspedes más, llegados recientemente en la barcaza de carga.

25.- LOS TREINTA Y TRES

La barcaza Amare-victum había regresado trayendo un esclavo ya mayor, brutalmente herido por azotes recibidos del amo que lo había despedido. Le acusaba de haberle envenenado una garza de la colección que tenía en sus jardines. Le había amenazado con matarle de una paliza y arrojarle al muladar si no se conseguía la curación de la garza enferma. Y cuando esta murió, el esclavo fue duramente apaleado y tirado al muladar… Arrastrándose hacia los barrancos, que rodeaban aquel repugnante lugar de inmundicias, el infeliz esclavo había obtenido piedad de una mujer de igual condición, que acudía allá a arrojar basura de la casa de sus amos. En ese estado le había recogido uno de los compañeros de Pedrito al ir recorriendo los suburbios más pobres y apartados de la gran metrópoli.

Los otros pasajeros de la gloriosa Amare-victum, eran: Un esclavo joven, pero ciego y por tal causa arrojado a la calle por sus amos; dos ancianas mendigas, con las manos retorcidas por el reuma, y finalmente dos esclavas jóvenes, con sus hijos pequeños en brazos, que les habían nacido, contrahecho el uno y el otro con el cuerpecito lleno de pústulas infecciosas. Ambas, víctimas de la lascivia de amos brutales, se veían arrojadas a la calle por el mal que traían sus hijos.

El joven capitán de la barcaza, había logrado vender en el mercado los productos de la Aldea, y tan buena aceptación habían tenido, que recibió nuevos pedidos, por lo cual compró gran provisión de cáñamo para tejer esteras y de lanas para frazadas.

Entre sus remeros iban tres de los jóvenes muchachos de la Aldea, que estaban encargados de la siembra y plantaciones, de la cual sacaban el sustento para todos y éstos hicieron buena provisión de simiente para ampliar cuanto pudieran los cultivos.

Los mueblecitos de caña y juncos fueron vendidos todos y entonces el Apóstol de Cristo mandó a los que eran carpinteros, construir tantas arquillas como obreros había, y cada una llevando el nombre de su dueño. Allí se depositaba la mitad del valor en que fue vendido el objeto construido por él y la otra mitad se depositaba en la caja común, para el sustento de todos los obreros de la colmena.

Conociendo Zebeo, que no todos habían llegado al superior grado de evolución, que hace al ser indiferente a la idea de posesión de bienes materiales, obró con gran acierto al disponer las arquillas individuales para que cada uno guardase lo suyo, o sea la mitad de lo adquirido por su trabajo. Fue un estímulo tan fuerte, que la producción de la aldea se aumentó al cien por cien, lo cual obligó a la barcaza Amare-Victum a salir aguas afuera cada treinta o cuarenta días.

Y llegó por fin, un solemne y memorable día para la Aldea de los esclavos. Después de largas meditaciones del Apóstol de Cristo, en la soledad del Oratorio, pidió a Thabita, Pedrito, sus veinte compañeros, los dos sacerdotes y los ex-cautivos del Castillo, que acudieran a una reunión que era necesario realizar para el bien de todos.

—Son en total treinta y dos personas —decía el Apóstol— y conmigo treinta y tres... ¡Oh, Maestro mío!... Treinta y tres años duró tu vida sobre esta tierra, y tú solo hiciste una obra de amor tan grande que ni mil hombres la hubieran hecho. Tu montoncito de tierra se propone hacer «algo que sea de tu agrado con treinta y tres almas de buena voluntad… ¡Maestro!, si es digno de ti este pensamiento mío, bendícelo desde tu Reino Eterno y dame fuerza para vencer todas las dificultades que se me opongan.

Una grande paz llenó hasta rebozar su alma, después de esta plegaria, y el Apóstol, conocedor de las íntimas condiciones de todos aquellos corazones, que habían confiado plenamente en él, les llamó una tarde a la asamblea en el Oratorio… Les habló de esta manera: —Prosternados todos ante la Eterna y Divina Presencia, que percibe los latidos de nuestro corazón y las aspiraciones de nuestro espíritu, tratemos de resolver y encaminar todas nuestras actividades, como entendamos sea más justo y conducente al bienestar espiritual y material de todos los que estamos reunidos en esta Aldea, bajo la única ley que resume todo el mandato divino: "Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo."

“Los dos sacerdotes que fueron del Templo de Osiris, han aceptado el cargo de maestros directores de nuestra Escuela, que hemos llamado "Janua Celi" (puerta del Cielo)… Los ocho amigos que vivieron años recluidos en este Castillo, por voluntaria elección, quedaron al frente de los diversos trabajos y actividades que desempeña nuestra colmena de laboriosos obreros, y algunos se prestan a colaborar con aquellos en la enseñanza de nuestros alumnos”.

“Sabéis todos, que hemos descubierto y comprobado, que Leandro de Caria es padre de mi esposa Thabita. Y poseyendo valiosas posesiones en su país, ha hecho donación de las rentas a nuestra Escuela-Taller y Refugio de huérfanos y desamparados y a la vez nombra heredera legítima de sus bienes a esta hija suya que había perdido apenas nacida y que por una de esas sabias combinaciones de la Ley Divina, ha venido a encontrar en nuestra Aldea de los esclavos. El hermano Narciso de Niquele, poseedor único del principado de Lidia, hace así mismo donación de sus rentas particulares a nuestra Escuela-Taller y Refugio, y nombra heredero de sus bienes a mi hijo adoptivo Pedrito de Alejandría, hijo de Liana de Páfos, que le fue arrebatada por la fuerza antes de nacer su hijo. Estas declaraciones que hago en presencia de todos vosotros, nos ponen en el caso de resolver en conjunto lo que hemos de hacer en adelante”.

"El Albacea Alejandro, nos ha entregado con escritura de posesión, este solar de tierra con su ruinoso

Castillo y su Templo abandonado”.

"Vivimos bajo su techo cincuenta y dos personas, y somos además el alma que anima y da vida a toda nuestra humilde Aldea… ¿Los abandonamos a todos y nosotros, que somos treinta y tres, nos vamos a los dominios de estos dos hermanos donantes y cuyas posesiones colindan una con otra en los Países de Caria y de Lidia, del otro lado del mar?... ¿Continuamos todos aquí, engrandeciendo la Aldea y siendo instrumentos de la Eterna Potencia Divina para velar por todos los desamparados de Alejandría?”

"Tales son las dos preguntas que pongo ante vosotros, pidiendo que tengamos todos la luz divina para resolver esta cuestión”.

"Pedrito, hijo mío —añadió Zebeo—. Aquí tienes treinta y tres piedrecillas blancas y treinta y tres piedrecillas negras. Entrega una blanca y una negra a cada uno de los presentes y que después de haberlo meditado en la presencia de Nuestro Señor el Cristo, cada uno deposite la que quiere en aquel cofrecillo que he colocado sobre el altar, al pie de las Tablas de la Ley. Las piedrecillas blancas significarán que nos quedamos aquí. Y las piedrecillas negras, que nos vamos a trabajar en los dominios de los hermanos Leandro y Narciso"

—y el Apóstol entregó a Pedrito una bolsita de blanco lienzo que guardaba todas las piedras. Todos contenían el aliento y Pedrito, pálido como un muerto, temblaba al ir entregando a cada uno las dos piedrecillas ordenadas. Thabita, sentada junto a Zebeo, dejaba correr sus lágrimas silenciosas. ¿Por qué habría tomado el Apóstol tan grave determinación, sin consultarla para nada? Tanto ella como Pedrito pensaban con honda angustia en los dos montoncitos de piedra que cubrían los pobres restos de sus madres muertas. Era lo único que de ellas les quedaba. ¿Habían de abandonarlo también?

Cuando Pedrito terminó de repartir las piedrecillas, tomó las dos suyas y ocupó su asiento entre Zebeo y Narciso, y el Apóstol de Cristo habló de nuevo: —Os pido unos momentos de silencio para que todos pensemos ante Nuestro Señor y Maestro el Cristo, representante eterno y vivo de la Voluntad Divina, y conforme a lo que nuestra conciencia nos diga, obraremos.

El silencio fue tan profundo que el Oratorio parecía estar vacío en absoluto. Por fin el Apóstol se levantó y acercándose al altar, dejó caer una piedrecilla que resonó en el fondo del cofre. Lo siguió Leandro de Caria, Narciso de Lidia, Thabita, Pedrito y luego uno por uno, todos los demás.

Otro momento de silencio y durísima espera. Zebeo mismo estaba profundamente emocionado. Pedrito seguía pálido como un muerto y Thabita llorando en silencio.

Zebeo se dirigió de nuevo al altar y tomó el cofre. — ¡Todas son blancas! —exclamó con los ojos inundados de lágrimas y cayendo de rodillas al pie del ara santa, repitió con la voz quebrada por un sollozo—¡Gracias, Maestro mío, porque todos los que me rodean han sentido tu voz que les decía en el fondo del alma: "Lo que hiciereis con cada uno de estos pequeños que os he dado, conmigo lo hacéis. Bienaventurados los pobres, los que lloran porque de ellos es el Reino de los cielos!"

Pedrito se abrazó al Apóstol y lloró como cuando era niño y se abrazaba al cuello de su madre. Thabita a su vez le tomó la mano y la apretó muy fuerte a sus labios, Leandro y Narciso se estrecharon las manos, mudos por la emoción y el primero dijo al segundo: —Nos unió un día la desgracia y hoy nos une la felicidad de los que hemos encontrado en la tarde de la vida.

Narciso, más emotivo, no pudo articular palabra y se limitó a mantener apretada la mano de su compañero. La emoción y alegría de todos se descargó en un aluvión de palabras, de frases, de exclamaciones y el oratorio se llenó de ecos, de rumores, de comentarios. Los muchachos jóvenes compañeros de Pedrito comentaban el duro minuto transcurrido, pues varios de ellos estaban unidos por un amor íntimo y secreto con algunas de las doncellas del coro formado por Thabita. Nadie conocía ese detalle, pero ese día quedó al descubierto, y alrededor de ello Zebeo, con paternal ternura, hacía un gracioso comentario:-—Temíais abandonar las golondrinas ocultas en las acacias de nuestro huerto y la piedrecilla blanca os aseguró que "lo que el amor une, nadie lo puede separar".

Al siguiente día, Leandro y Narciso retiraron de su banquero de Alejandría los depósitos en oro que allí tenían, provenientes de las rentas que cada año les habían sido remitidas de sus países, y propusieron a Zebeo realizar la debida restauración del Castillo y del Templo, en forma que prestaran las comodidades y los servicios a que estaban destinados. Y el Apóstol estuvo de acuerdo.

Una semana después, Thabita y Pedrito vieron con asombro llegar por el canal, una barcaza trayendo láminas de mármol blanco que brillaba a la luz del sol. Eran dos pequeños mausoleos que Narciso había encargado, para cubrir los montoncitos de piedra que cubrían los restos de las madres muertas. En el artístico placar de la cabecera de la tumba, leyeron en negras letras de ébano que resaltaban sobre la blancura del mármol: Liana - Livia

Zebeo, que parecía vivir pensando en lo que pudiera complacer más a los seres que lo rodeaban, había insinuado a las doncellas compañeras de Thabita que tejieran dos coronas de lotos y junquillos para ese día y que las llevasen a las sepulturas, en el momento en que ya terminada la colocación de los sarcófagos, los dos hijos de las amadas muertas, acudieran allí para orar.

Se les había adelantado Narciso, que en las pequeñas hornacinas del placar estaba colocando dos lamparillas de alabastro que él quería que ardiesen siempre, como un símbolo del perenne amor que acompañaría a las dos humildes sepulturas.

26.- DIEZ AÑOS DE LABOR

Habían pasado diez años y seis meses, desde el día que Zebeo llegó con Pedrito a la Aldea de los esclavos… ¡Cuántas transformaciones había obrado el amor en aquel paraje olvidado de todos! El Castillo de la Princesa Thimetis, más tarde refugio de la Reina Amasis, y después de la destronada Cleopatra, que fue a buscar allí su trágica muerte, se había convertido, con las reparaciones hechas, en Taller de trabajos manuales, en un salón de estudios, un gran comedor, un Oratorio, un recibidor o despacho y hacia el interior, las alcobas de las ancianas, de las jóvenes del coro, de todo lo cual Thabita era regente en el pequeño mundo femenino.

Los claustros del templo abandonado, fueron ocupados por los hombres que instalaron también sus talleres de trabajo, sus salas de estudio y de clases, para lo cual debieron bajar a las criptas las cariátides que representaban los números, y los signos del alfabeto sacerdotal; las estatuas de hierofantes encapuchados, los sarcófagos en que antes de consagrarse, se tendían durante siete días, representación de la muerte para todos los placeres de la vida material.

El Apóstol de Cristo les había dicho: —Tenemos que vivir aquí la ley del amor traído por El a la tierra y el amor es suave, es dulce, es piadoso. Es canto de alegría en la virgen, salmodia de abnegación en la esposa, canción de cuna en la madre, marcha triunfal en el hombre de esfuerzo y de trabajo.

El recinto del Templo propiamente dicho, se convirtió en sencillo oratorio con el altar de las Tablas de la Ley, tal como Zebeo recordaba el que Jeshua joven había instalado en la vieja Casa de Nazareth. Los libros de los Profetas, los pergaminos enrollados del Patriarca Adis, la vida de Moisés escrita por Filón de Alejandría, los pergaminos en que el Príncipe Melchor relataba la vida del Mesías, desde que recibiera el anuncio de los astros y las clarividencias de su propio espíritu.

Era sencillamente un lugar de retiro, de silencio y oración donde el alma podía buscar en soledad la solución de sus problemas íntimos y en contacto con la Suprema Energía, adquirir la fortaleza para vivir la vida perfecta de los hijos de Dios.

Zebeo recordaba vivamente la misión de su Maestro en Damasco, cuando transformó el Templo de Moloc y el presidio del Peñón de Ramán, en oratorio, talleres y alcobas para los que habían sido cautivos encadenados. Recordó lo que Él había hecho con los blancos esqueletos de las víctimas humanas sacrificadas bárbaramente al dios Moloc.

Todo un día les ocupó el recoger de las más profundas criptas los esqueletos de los condenados a muerte por las antiguas leyes del Templo, y llevarlos al humilde cementerio de los esclavos, donde los sepultaron entre los áloes gigantescos y el brillante cañaveral rumoroso. En esta limpieza general de criptas y cámaras, descubrieron la entrada a un enorme túnel que se perdía a lo lejos y que tenía numerosos cruces de caminos subterráneos que bajaban más hondo, hasta llegar a comprender que aquellos sombríos corredores pasaban por debajo del lago.

Y el sacerdote Leandro, decía a Zebeo: —Este es, seguramente el célebre Laberinto del Lago Merik que hizo construir el Faraón Amenemaht III para salvar las vidas de los suyos y sus incalculables riquezas en caso de producirse las invasiones extranjeras a sangre y fuego que sufrió el viejo Egipto en diversas ocasiones —y debía estar en lo cierto, pues encontraban salas amuebladas, alcobas, cocinas, salas de baño, patios de juego, establos, caballerizas, pesebres, salas de armas, toda una ciudad subterránea con sus claraboyas para el aire y la luz, tan hábilmente disimuladas al exterior por un tronco de árbol ahuecado o una roca horadada, que nadie podía sospechar que aquello fuera intencionalmente colocado.

Y Zebeo fue de opinión que aquel descubrimiento debían mantenerlo secreto entre los treinta y tres de la asamblea de las piedrecillas blancas y negras, que habían formado una fuerte alianza para enseñar a los hombres a vivir la vida, de acuerdo con la sabia enseñanza del Cristo Hijo de Dios.

Parecía que en ese instante, el Apóstol Zebeo tuvo la intuición de que aquella vacía ciudad subterránea salvaría innumerables seres, cuando en ese mismo siglo I desató Nerón la primera matanza en masa, no solo de cristianos, como se ha creído ordinariamente, sino de todos los pobres, mendigos, lisiados, gentes indefensas que sin culpa ninguna eran arriados en montón como bestias de consumo, para que el César diera a su pueblo de Roma espectáculos sangrientos que sobrepasaron a todo cuanto se había visto hasta entonces.

Pensó en todos sus hermanos de Palestina, que se habían derramado por el mundo como golondrinas viajeras, llevando la buena nueva de que el Amor había vuelto a la Tierra en la persona del Cristo Hijo de Dios. La Bondad Divina le había colmado a él de todo, hasta de una ciudad subterránea, creación de un poderoso Faraón, para salvamento en casos de emergencia.

Le llegaban noticias de convulsiones en Judea;… de que el Gobernador Marcelo de Paozuoli, que sustituyó a Pilatos, dejaba amplias libertades al Sanhedrín dominado aún por el astuto Hanani para aplastar toda innovación en ideas religiosas;… que el Emperador Claudio, sucesor de Calígula, había convertido en Reinos cada una de las regiones de Palestina, lo cual equivalía a dividir más y más a los hermanos de raza y religión, o sea la Nación Israelita. —Todo Reino dividido será desolado —decía Zebeo repitiendo las palabras que oyera a su Divino Maestro—.

—Paréceme que se acerca el día en que se cumpla la frase sacrílega que gritaba el populacho enfurecido, pidiendo la condena del Hijo de Dios: "Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos".

Esteban ó Stefano, uno de los siete Diáconos nombrados por los Doce para repartir los socorros a los necesitados, había sido condenado a lapidación.

Herodes Agripa, nieto de Herodes el Idumeo, había sido proclamado Rey de Judea y de Samaria y al regresar de Roma se detuvo tres días en Alejandría, para hacerse reconocer como Rey de los judíos residentes en esta gran capital. Pero su desmedido orgullo y el lujo deslumbrador de que se rodeó, causaron gran disgusto a la mayoría del pueblo, que se abstuvo por completo de colaborar en los homenajes… Aún no se había secado en las calles de Jerusalén la sangre de Esteban, muerto a pedradas, y poco después la del Apóstol Santiago decapitado, y los israelitas de Alejandría habían emigrado de la patria, justamente espantados del terrorismo con el que el Sanhedrín aliado con el nuevo Rey quería hacer más duro aún el pesado yugo con que la invasión romana aplastaba a la nación.

Todas estas tristes y desoladoras noticias recogieron los marineros de la barcaza Amare-victum en uno de sus viajes a la gran ciudad. Y el Apóstol Zebeo reunió en el Oratorio del Castillo a los treinta y tres amigos fieles de su alianza para orar por los padecimientos de sus hermanos de raza y dar gracias a su Maestro porque había salvado a Pedro, el primero de los Doce, de su prisión en la Torre Antonia aunque ignoraba las causas de esa prisión y la forma en que obtuvo la libertad.

Como allí tenían todos voz y voto, Pedrito fue el primero en hablar. —Padre —dijo con gran firmeza y resolución—. Tú me impusiste el nombre que llevo con orgullo y con amor, en memoria de ese hombre justo que ha sufrido el calabozo en un presidio de Judea. Yo propongo que le mandes buscar, padre, y le traigas aquí donde gozamos de plena libertad y tenemos además a la ciudad subterránea que puede contener centenares de discípulos de Cristo sin que nadie pueda encontrarles.

—Muy bien hijo mío. Me place sobremanera el ver como florecen en tu corazón los sentimientos fraternales que he sembrado en él. Pero tú no sabes hijo mío que los discípulos de Cristo no temen la muerte si ella viene por defender y enseñar la doctrina que bebieron de su Corazón. El Apóstol Pedro, con Santiago, Andrés y Matías, eligieron la Judea para enseñar en ella la Doctrina de Fraternidad humana traída por el Cristo a la tierra, como Matheo y yo elegimos estas regiones del África del Norte.

Han pasado diez años y así como nadie ni nada me arrancaría a mí de este sitio, donde me ha traído mi voluntad de acuerdo con la Divina Voluntad, sé de cierto que nadie arrancaría a Pedro de Judea, mientras no vea en ello un designio superior. Por eso os pido que oremos al Eterno Dueño de las vidas y de los seres para que cada uno de los discípulos del Cristo del amor que seguimos, tenga la fuerza y el valor necesarios para no volverse atrás en el camino empezado.

Y los treinta y tres discípulos del Cristo, reunidos con Zebeo en el Oratorio del Castillo, unieron sus pensamientos en ferviente plegaria como una sola espiral de incienso elevada hasta El, que desde su Reino de Amor veía florecer en amor los rosales sembrados, con su vida luminosa y con su muerte heroica.

Leandro y Narciso expusieron la idea de hacer llegar a los hermanos de Palestina la noticia de que aquí contaban con los medios necesarios para proteger las vidas de los que quisieran unirse a ellos bajo el mismo ideal de fraternidad humana. Y el Sacerdote Leandro, más fuerte, más sereno y también más conocedor de las sociedades humanas y de los pueblos en general, se ofreció como mensajero de los hermanos de Alejandría para los hermanos de Palestina.

Por aclamación fue aceptado el ofrecimiento y Zebeo comenzó a escribir una serie de epístolas con todas las indicaciones necesarias para que Leandro pudiera entregarlas en manos propias a quienes iban dirigidas. Antes de separarse, los amigos de Jeshua del Cenáculo de la Casa de Nazareth, donde celebraron aquella gran Asamblea, resolvieron de común acuerdo que los mensajes o epístolas provenientes del África Norte debían ser dirigidos al puerto de Joppe, a Marcos, agente general del Príncipe Judá representado en Palestina por el anciano Simónides.

Y Marcos debería hacerles conducir a los distintos pueblos o ciudades donde residieran los destinatarios. Su primera epístola fue para Pedro, la segunda para Myriam y la tercera para Juan su íntimo compañero de los años felices que juntos pasaron en torno al amado Maestro. En todas tres, el alma de Zebeo evocó los más tiernos recuerdos ya lejanos y se derramó en amor, en ternura, en gratitud para el divino Amigo desaparecido, que desde su Reino de Amor y de paz vigilaba atento su bandada de palomas mensajeras, que corrían por el mundo llevando su eterno mensaje de amor.

Dejamos que el asiduo lector nos ayude con su imaginación a intuir y tejer la minuciosa red de detalles, crónicas y relatos de cuanto les había ocurrido en aquellos diez largos años de separación. Y al final les ofrecía con todo su corazón vaciado al papel, cuanto tenía: Su pobre aldea convertida ya en pintoresco villorrio, el viejo Castillo restaurado y convertido en taller de trabajo, y hogar de mujeres desamparadas y de niños huérfanos, el viejo templo abandonado, en Escuela y Talleres,… el Lago donde abundaba el buen pescado y anidaban en sus riberas las gaviotas y los cisnes; la barcaza Amare-victum que les esperaría en el puerto de Alejandría, para conducirles al hogar común y por fin y con mucho secreto, les ofrecía también la ciudad subterránea últimamente descubierta y donde podrían ocultarse los que se vieran perseguidos.

¿Qué más podría ofrecerles el corazón de Zebeo, que se desbordaba para todos aquellos que fueron amados y amantes de su divino Maestro?... Y al final de la epístola a Myriam, de quien al igual que Juan se sentía también como hijo, le decía con esa tierna sencillez de un niño que hace mimos a la madre inolvidable: "Ven, madre buena si es de tu agrado. Aquí tenemos dos mansas camellas con sus hijos, seis asnos, una docena de ovejas y una infinidad de gansos y de gaviotas que nos despiertan con sus gritos al amanecer. Las camellas te llevarán por el desierto, por las orillas del Nilo, inmensamente más grande, pero no más querido que nuestro humilde Jordán".

Tres días después se embarcaba Leandro de Caria de Alejandría, en la galera "Ithamar" de la gran flota perteneciente al Príncipe Judá, lo cual avivó en Zebeo todo ese mundo de recuerdos, que dormidos vivían en su corazón. El viajero iba cargado de dones para los amigos ausentes. Los mas primorosos tejidos, las más suaves frazadas, las mejores alfombras, los más exquisitos dátiles llenaban cestas y formaban fardos que el Amare victum llevaba al puerto orgullosa de su carga.

El capitán de la galera "Ithamar" era uno de los hijos de José de Arimathea, convertido entonces en un experto marino; y su segundo, uno de aquellos jóvenes árabes de la tragedia de Abu-aris, que el Divino Maestro había vuelto a la alegría de vivir, en su estadía en el Monte Hor. Entre ellos dos, ampliaron las noticias escasas que Zebeo tenía de la tierra natal. Supo allí que Pedro estaba en Antioquía desde hacía dos lunas. Ellos mismos le habían llevado oculto en la bodega de su barco,… Andrés, su hermano se hallaba en la ciudad de Heraclea; puerto importante del país de Bitinia en la costa sur del Ponto Euxino. Al Apóstol Felipe le había desembarcado la galera "Jordán" cuyo capitán era hijo mayor de Nicodemus, en el puerto Crisópolis en el golfo de Propóntide. A Bernabé le habían conducido al puerto de Tarso, con destino a Laconia, y se encontraba en Icono.

Continuará