16 de mayo de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 4

CUMBRES Y LLANURAS

Josefa Rosalía Luque Alvarez

Hilarión De Monte Nebo

Los Amigos De Jeshua

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

8.- EN JERUSALEN

Volvamos lector amigo, a la vieja ciudad que había visto el martirio del Cristo Ungido de Dios, como el de tantos Profetas y justos, servidores suyos y de la humanidad. Habían transcurrido casi tres lunas desde la muerte del Santo, y la mayoría del pueblo parecía no recordarlo más. ¡Pero había en medio de ese pueblo indiferente y solo entregado con afán a la satisfacción de sus necesidades materiales, almas agradecidas y buenas que recordaban y amaban!

Allí estaba aquella virtuosa Lía, cargada con sus ochenta y nueve años, viuda y sin sus hijas ya casadas y con muchos hijos a su alrededor, que vivía con su soledad silenciosa y sus vivos y dolorosos recuerdos.

Sus tres hijas, Susana esposa de José de Arimathea; Ana casada con Nicodemus de Nicópolis, y Verónica con Rubén de Engedi, le habían dado una decena de nietos, pero todos ellos, en cumplimiento de la severa ley hebrea, los varones aprendían una profesión o un oficio; mientras las cuatro nietecitas mujeres, ayudaban a la madre en el gobierno de la casa y en los múltiples deberes hogareños tan complicados y penosos en aquella época, en que la mujer debía comenzar desde hilar la lana, el algodón o el lino para procurarse vestido y abrigo.

Dos hijos de José de Arimathea y tres de Nicodemus eran marinos, no en las flotas del César, sino en la de Ithamar, administrada por Simónides. Los de Verónica y Rubén eran ganaderos en una hacienda que la familia poseía en las cercanías de Jericó. Y los nietos menores de la viuda Lía estaban en Alejandría en la Escuela del Príncipe Melchor y de Filón, el filósofo alejandrino. Alguna de las nietecitas mujeres le acompañaba por turnos y la buena anciana, forjada en la abnegación de las mujeres de antaño, anteponía el deber de todos los suyos a la complacencia que su compañía pudiera traerle. Y se había abrazado heroicamente a la tristeza de su soledad, que sólo se veía interrumpida cuando llegaban las fiestas reglamentarias y los familiares acudían a la vieja ciudad para llevar al Templo sus ofrendas y sus plegarias.

Entonces, era de ver a la viejecita de cabellos blancos y alma fresca de niña, repartir entre todos los panes de la mesa y los dones que les habían preparado sus laboriosas manos, que aún eran ágiles para el huso y la rueca y hacer mover con rapidez el telar.

Y en su Cenáculo había levantado también el altar familiar… con el candelabro de siete brazos, las Tablas de la Ley y la idea inmortal y divina que tanto había escuchado vibrar, como un arpa eterna en los labios y en el corazón del Hijo de Dios:

"Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo"…

"Gloria a Dios en los cielos infinitos y paz a los hombres de buena voluntad".

Y las flores se renovaban continuamente en aquel altar hogareño, al cuidado de una anciana octogenaria que al primer albor de la aurora y al último resplandor del ocaso, se la veía como una estatua de marfil en su viejo sitial, completamente sola en aquel gran Cenáculo encortinado de damasco púrpura, mientras el incienso de su pebetero se esfumaba en espirales, y las plegarias hondas de su alma se derramaban junto con sus lágrimas, como un hálito de esperanza y de amor, sobre todos los que su corazón amaba.

“Recibe Señor mi tristeza, mi soledad y mi amor, como la única ofrenda que os puede presentar mi ancianidad, a cambio de tus dones generosos para todos los que amo y me aman..., también para todos los que me olvidan y te olvidan Señor...".

Y la viejecita volvía junto a la hoguera, donde una criada condimentaba la comida frugal y también solitaria… en aquella gran mesa hogareña donde el Maestro Ungido de Dios, tantas veces había bendecido el pan y lo había repartido entre todos los familiares y amigos que la rodeaban. Y mientras tomaba sus viandas, cuántas veces los recuerdos, como una llama viva, dieron calor a su endeble materia y luz de cielo a Su mente que le diseñó en visiones fugaces escenas de santa dicha, que habían pasado como ángeles de amor en su vida y ¡que no podían volver jamás!

Hasta que un día... allí mismo le encontró la criada, con su cabeza blanca doblada sobre la mesa, inmóvil y fría... ¡Porque el Señor la había llevado a su Reino… donde no estaría nunca sola, nunca triste, nunca más olvidada!

Fue la primera, de los amigos de Jeshua, que le siguió a la gloriosa vida en la Luz y en el Amor. Las escenas que siguieron al vuelo sereno de Lía hacia el plano espiritual, puede el lector imaginarlas. Susana, Ana y Verónica no sabían cómo consolarse de que aquella madre tan amada y tan amante, hubiera partido sin decirles adiós, sin verles por última vez, sin que sus labios dejasen un beso postrero en aquella frente venerable, coronada de cabellos blancos.

— ¡Madre, madre! —Clamaba Ana, la más vehemente de las tres—. ¿Por qué no nos esperaste...? ¿Por qué te fuiste sin darnos tu adiós...?

Susana, más serena, más dueña de sí misma, dejaba correr sus lágrimas silenciosas que iban a caer sobre la cabeza muerta, mientras le alisaba los cabellos y besaba su frente. Y Verónica era la estatua de la contemplación, sentada en el suelo a los pies de su madre, como solía hacerlo siempre, buscando recostar su cabeza en el regazo materno y que aquellas laboriosas manos, dejaran un momento la rueca y el huso para acariciarla...

Los esposos… que desde la muerte del Maestro no habían vuelto a Jerusalén, donde no querían dejarse ver para evitar las represalias del odio del Sanhedrín, que tenía espías por todas partes, se acercaron al caer la noche y con toda la cautela posible.

Eleazar de Jericó, bisabuelo de Jhosep, esposo de Myriam, lo era también de Lía, pues ambos descendían a través de largas generaciones, de la estirpe de David. Ya es bien conocido el respeto de los hebreos de pura sangre para la genealogía de las familias. Debía pues ser sepultada en el vetusto panteón de David, y era el príncipe Salun de Lohes quien tenía los derechos de dueño, por encontrarse dicho panteón en un solar de tierra que le pertenecía.

Y al conducir el cadáver a su última morada, encontraron en la hornacina que guardaba los restos de

Jhosep, un jarrón lleno de flores frescas que la buena anciana Lía habría depositado un día antes de que su cuerpo físico fuera a dormir allí el último sueño. Y aun ardía la lámpara de aceite encendida por ¡ella como un tierno símbolo de amor a su pariente desaparecido hacía tantos años! ¡Era su amor, de aquellos que comienzan y no acaban nunca!... sino que viven siempre como una vieja lámpara votiva, dando luz y calor más allá de la vida y de la muerte. Los recuerdos conmovieron de nuevo los corazones, pues al conducir los restos de la anciana Lía, todos rememoraron las veces que habían acompañado a Myriam y Jeshua a orar junto al sarcófago de Jhosep.

Al abrir el testamento de la anciana, encontraron que ella solicitaba de sus hijas, que en su vieja casa de Jerusalén se albergasen viudas desamparadas y doncellas sin familia, lo cual dio motivo a que José de Arimathea y Nicodemus hicieran del Cenáculo de Lía, que fue la cuna florida de sus amores de la juventud y donde tantas veces el Hijo de Dios habitara por largas temporadas, la primera Iglesia Cristiana en Jerusalén, donde el Cristo Mártir había sellado con su sangre, su legado eterno a la humanidad: El amor fraterno por encima de todas las cosas.

Pedro y aquellos de los Doce que le acompañaron, que pensando en su día postrero tuvieron un tierno recuerdo para la mujer solitaria y desamparada, fueron los únicos que asociaron su pena a los familiares de la buena anciana. Sabía por experiencia propia lo que es la soledad y el desamparo a que la vida misma condena a los seres de largos años, que después de haber cumplido sacrificadas misiones, como esposas, como madres, como hijas... van viendo quedar vacío el viejo nido paterno, donde aún sigue ardiendo el fuego del hogar, y más aún, esa otra misteriosa llama que en ciertas almas no sé apaga jamás mientras alienta la vida, porque así es el amor de la madre que… si sabe perdonar todos los olvidos, ella es incapaz de olvidar!

El lector de Arpas Eternas, recordará que la casa de Lía quedaba muy cercana al Templo, y Pedro con sus compañeros, encontraron que aquel hogar sin dueña era un cómodo sitio de observación, para poder acudir al Templo cuando los altos personajes del clero se habían retirado de él. Antes de lanzarse abiertamente a continuar las enseñanzas de su Maestro, debían asegurarse del sitió que pisaban. Además...les parecía que el Padre Celestial no podía estar bajo aquellas doradas techumbres, que habían escuchado la infamante condena del Ungido enviado por El con su mensaje de amor a la humanidad. Y una tremenda resistencia había en su corazón para el Templo de Salomón, el cual se limitaban a mirar desde las terrazas de la casa de Lía, donde fueron reuniéndose poco a poco para orar, recordar, y amar al que sólo amor había sembrado, en su breve pasaje sobre la Tierra.

9.- ALMAS GEMELAS

Mientras ocurrían las escenas anteriormente relatadas, otras vidas, otras almas, tejían redes de amor, de tiernos afectos, en la plácida y umbrosa Nazareth, donde aún parecían resonar las risas de Jeshua niño,… sobre todo en los alrededores del pozo, en el camino de las caravanas, donde Él acudiera tantas veces prendido a la túnica de su madre, cargada con las ánforas del agua.

Sus pasos mesurados y serenos, la vibración de su mirada, confundida con la luz y con el éter, la resonancia musical de su palabra,… cuando ya joven, calmaba los altercados y disputas que a veces tenían lugar entre los vecinos concurrentes a la fuente.

Aquella amorosa familia de Bethania, Marta, Lázaro y la pequeña María, se encontraban aún junto al mar de Galilea, hospedados en la casa de campo de Eleazar el fariseo, aquel ilustre doctor de la Ley que el Maestro había curado de la lepra. Su esposa era hermana de Marta y ambas conservaban vivo en el alma, el agradecimiento al Profeta Nazareno del que tanto bien había recibido.

—Mi vida era un martirio continuado al lado de Eleazar —decía Ruth— hasta que tuvo la dicha de encontrar al Hombre de Dios en su camino. Para beber el agua, para comer el pan, para sentarse, acostarse o andar, era preciso tener la Ley en la mano… porque en todo encontraba culpa. Y ya lo ves ahora. Diríase que el Profeta… le dejó la mansedumbre como herencia y hoy vivimos la vida en la tranquila paz que Él derramaba, como un óleo santo en todos los corazones.

Lázaro con Eleazar, habían marchado a Tolemaida por cuestión de intereses familiares y Martha y la pequeña María, esperaban su regreso para volver a Bethania. La niña,… más triste y meditabunda que antes, pasaba largas horas bajo el cobertizo del pequeño muelle de piedra, cuya rústica escalera iba a hundirse entre las mansas olas del Lago. Su imaginación ardiente y viva, la mantenía casi de continuo sumergida como en un cielo de deliciosos pensamientos, de santos recuerdos, de ensueños divinos que la apartaban de las crudas realidades de la vida material.

Sentada en la rústica escalera de piedra con un velloncito de lana en el regazo, hilaba, pensaba, a veces lloraba... y siempre... siempre ¡recordaba! y amaba. Sus diálogos del alma con lo invisible eran continuos… y poco o nada veía del mundo exterior.

Estando la granja de Eleazar en el suburbio norte de Tiberias, quedaba muy cercana al viejo Castillo de Mágdalo, cuyas torres y almenas ella veía sobresalir de entre el bosque que le rodeaba.

Era el mismo momento en que la Castellana,…después de recibir los visitantes que conocemos, había huido del cenáculo, con la desesperación en el alma, buscando de nuevo la soledad de su alcoba.

Y la pequeña María… sentada en la escalera del muelle, creyó sentir una dulce voz que le decía:

—"María necesita de ti. Anda con ella".

¡Era la voz del Profeta...! ¡La conocía tan bien!... Miró a todos lados y no le vio por ninguna parte. Pero era Él, que le había hablado. No podía dudarlo. Y sin pensar nada más envolvió en su delantal el velloncito de lana, lo guardó en la cesta, y echó a correr por el senderillo que entre los cerros y el Lago llegaba hasta la verja misma del portalón del Castillo. Y caminando de pies en puntillas para no hacer ruido, avanzó por la avenida de la entrada y cuando llegaba a la escalera,… con gran asombro, como es natural, la vio Boanerges cuando salía del Cenáculo.

Ella le hizo una señal de silencio… colocando el índice sobre los labios y empezó a subir.

— ¡Pequeña María! —Le dijo él tomándole una mano—. Es inútil que subas. Ella no quiere ver a nadie. — ¡Pero a mí sí!,… ¡porque el Profeta me ha mandado venir! —le contestó… con tanta seguridad que Boanerges, habituado ya a aquellos días de estupendas apariciones del Maestro, soltó aquella manecita y la dejó subir… Escuchó los tenues pasitos en la terraza, luego el suave abrirse de una puerta...

— ¡Otro milagro del Profeta! —pensó, y volvió a llamar a los criados que esperaban en el Cenáculo para iniciar la limpieza de los artesonados del techo y de las enormes lámparas y candelabros que pendían de él.

Grande fue la sorpresa de Martha y Ruth… cuando llegando hasta el muellecito de piedra no encontraron allí a María, y sí solo su delantal envuelto con el vellocino de lana entre su cestilla de labor.

— ¡Qué desgracia! —clamaba Martha. —Esto nos faltaba para que el luto fuera completo. Seguramente se habrá caído al mar. ¿Qué diré a Simón cuando venga?

— ¡No puede ser! —Argüía Ruth—, es una niña muy seriecita y no es capaz de travesura ninguna.

—Pero como ella tiene esas visiones que la sacan de quicio; ¡quién sabe si por seguir un misterioso impulso… de esos tan frecuentes en ella, haya caído al agua! Y las dos mujeres recorrían las orillas del Lago a uno y otro lado de muelle.

Como de ordinario el lago se desbordaba a veces por las noches, se formaba algún lodo en el camino, y de pronto… vio Martha marcados los menudos pies de la niña en los sitios en que el sendero no era pedregoso. — ¡Mira, mira! —Gritó a su hermana—. Se ha ido por aquí…Y de tanto en tanto siguieron encontrando las huellas de María. Ya estaban a solo cien brazas del Castillo y decidieron volverse.

—Seguramente está allí —dijo Martha señalando al viejo edificio. Quiere mucho a la Castellana y ella le quiere también. Pero no está bien irse así, si darnos aviso.

—Si al ponerse el sol no ha vuelto… iremos por ella —dijo Ruth.

Aún no habían llegado al muelle, cuando sintieron el correr dé un hombre tras de ellas. Era un criado del Castillo que, jadeante por la carrera les decía —La niña está en casa y la señora os ruega que se la dejéis por esta noche

— ¡Está bien, está bien! a tu señora no podemos negarle nada.

—Dice que ella la traerá mañana a esta misma hora.

—Bien, bien. De ocaso a ocaso será la visita —contestó Martha al criado que dando media vuelta retornó al Castillo.

Cuando la niña entró a las habitaciones de María, no la vio por ninguna parte.

De puntillas y con el índice aún sobre los labios, parecía continuar llamando al silencio que se hacía cada vez más profundo.

Por fin descubrió a la Castellana… sentada en el pavimento sobre un tapiz, contemplando con fija mirada un rizo de cabellos bronceados, entre un velo blanco manchado de sangre. En el rincón más escondido y detrás de su diván de reposo con grandes colgaduras, ¿quién podría encontrarla y más en la penumbra del ocaso que se iba haciendo lentamente?

Observó que murmuraba palabras que no podía entender; pero sí comprendió que sufría, que lloraba ante aquellas reliquias muertas de un amor que había pasado como un sueño de luz y de gloria… ¡desvanecido para siempre!

La pobre niña comprendió algo más: Comprendió que aquel rizo de los cabellos del Maestro y la sangre que manchaba aquel velo… era su sangre, recogida por María la tarde de su muerte, cuando ella misma estuvo debajo de aquellos pies heridos que destilaban sangre...

Y fue tan vivo y fuerte el recuerdo que revivió la niña, ya de suyo tan sensitiva y endeble, que cayó sin sentido en la mitad de la alcoba, produciendo el consiguiente sobresalto en la absorta María que no la había sentido llegar.

Estrechando aún sobre el pecho los preciosos recuerdos, corrió a ver quien había osado penetrar en la intimidad de su alcoba sin su permiso. Y al descubrir a la pobre niña exánime, como muerta, tendida en el suelo, tuvo una reacción tan poderosa, que ocultó en su seno aquellos amados recuerdos, y levantando a la niña, la recostó en su lecho.

Tomó frasquitos de sales, de perfumes, de esencias, y con maravillosa actividad comenzó a aplicarlas en la frente, a las sienes, a las manos, al corazón, a los pies de la enferma, buscando una rápida reacción; pero todo era inútil. La niña parecía muerta. Desesperada… la castellana corrió a las alcobas de sus compañeras, pero ninguna estaba en ellas.

Se sentía un vago rumor de voces quedas en la planta baja, hacia el lado del gran salón del pórtico donde seguramente trabajaban los visitantes que solicitaran permiso para hacer allí un recinto de oración.

Y la pequeña no daba señales de vida.

No le quedaba pues a María otro camino que bajar la escalera o tocar la campana de alarma cuyo cordón de seda quedaba pendiente sobre el propio diván en que descansaba la niña. Y lo hizo... Fatmé, Raquel, Clelia acudieron en el acto y tras de ellas Boanerges, Othoniel, Juan, Felipe, Zebedeo, Hanani, ¡todos!... ¿Qué pasaba allí?

María… cubierta de nuevo con sus velos, de pié al lado del diván, les señalaba con la mano la pobre criatura que continuaba inmóvil, como una muerta. Boanerges… que sentía un grande amor por aquella criatura tímida y suave como una tórtola se arrodilló junto al diván y le tomó una mano.

— ¡Señora!... tomadle la otra mano y llamemos todos juntos al Profeta Nazareno para que la vuelva a la vida.

Una ola de intenso amor, hizo asomar lágrimas a los ojos de todos, mientras los pensamientos como olas de luz subieron hacia el Cristo Divino, en demanda de vida para aquella dulce niña que tanto le había amado… De pronto la pequeña María abrió los ojos y se incorporó en el diván… ¡con el rostro iluminado por una íntima felicidad!

— ¡He visto al Señor glorioso y feliz, y vosotros estáis llorando! Aún no voy a morirme —añadió mirando a todos—, porque dice… que aún veré florecer otras veces los almendros de mi huerto.

— ¡María! —Le dijo— tu padecer me hizo daño y enfermé por eso. ¡Si quieres que yo viva, no padezcas más! Y saltando del diván, con una energía nueva, comenzó a dar abrazos a todos cuantos estaban allí presentes mientras decía llena de dicha y de amor: — ¡Fui a Él y volví! ¡Qué hermoso y radiante está!

María se abrazó de la niña riendo y llorando… como presa de una crisis histérica.

— ¡Házmelo ver niña mía y nunca más padeceré por su ausencia!

— ¡Señora! —díjole Felipe… para cortar aquella escena que a todos les hacía daño. Sé que os llaman la griega porque es aquella la tierra de vuestro padre. Parecéis ignorar la vida eterna de la Psiquis Humana, que en seres como el Profeta Nazareno, viven la vida gloriosa del amor y de la luz. ¿Por qué entonces llorar la divina felicidad de un ser tan amado y tan feliz? —María guardó silencio. —

Vamos—dijo de pronto Boanerges… que aquí ya no tenemos nada que hacer. Lo que el Maestro ha comenzado… Él lo terminará.

Othoniel se arriesgó a decir una palabra más… Mañana inauguramos el primer templo del Hijo de Dios en Galilea. ¿No bajaréis señora a nuestra celebración?

Antes que la castellana contestara… se le anticipó la pequeña María que estaba como ebria de felicidad:

— ¡Sí! ¡Claro que sí! Y cantaremos todos juntos: "¡Oh Pastor de Israel escucha!... tú que pastoreas tus ovejas, que estás entre querubines y resplandeces, déjanos ver tu rostro y seremos dichosos para siempre!"

¿Es verdad María que tú y yo cantaremos así?

—Tú lo has dicho niña mía y tu boca es verdad y es inocencia. Cantaremos así... ¡Y El vendrá a nosotros!... Y aquella mujer se dejó caer extenuada sobre el diván como si hubiera hecho un gran esfuerzo para acceder a lo que la niña quería.

—He aquí… que una débil criatura ha conseguido lo que no hemos podido todos nosotros juntos —dijo Hanani a media voz, saliendo de la habitación y seguido de los demás.

— ¡Misterio es el alma de la mujer! dijo Othoniel. ¡Misterio es empeñarse en amar un imposible!... ¡Misterio el correr detrás de una estrella que nunca se alcanzará!...Y Boanerges con su gesto genial de inspirado trovador terminó la frase de Othoniel:

¡Misterio es el alma humana!

Que busca felicidad

En esta tierra poblada

¡De tristeza y nada más!

Y bajaron todos en silencio la vieja escalera de mármol, pensando en la verdad que encerraba la melodiosa estrofa de Boanerges, el ex-pastor músico y trovador.

Las dos Marías quedaron solas en la alcoba mirándose a lo profundo de los ojos como interrogándose recíprocamente. —"¿Por qué has venido?" —Parecía preguntar la una. —"Porque Él me mandó venir hacia ti" —contestaba la otra… ¡Era el lenguaje del pensamiento claro, nítido, que no miente nunca!

La pequeña María se acercó a la castellana, que continuaba inmóvil y muda como una estatua. Le tomó ambas manos y le dijo: —Al entrar a esta alcoba, he comprendido todo cuanto padeces y que tú quieres seguir padeciendo… ¡sin que nadie te consuele!

—El padecer sin consuelo, es el único consuelo de los grandes dolores irreparables—le contestó María. ¡Déjame pues morir en esta alcoba solitaria que será mi tumba! ¡Sola en el mundo! ¿Para qué quiero yo la vida?

—Y yo, ¿no soy nadie para ti? preguntó la tierna vocecita de la pequeña, al mismo tiempo que estrechaba a María y refugiaba su cabecita de bucles oscuros en su pecho.

— ¡Déjame contigo! ¡Yo te quiero mucho! ¡Tanto… tanto como El te quería!...

Ante estas palabras de la amorosa criatura, la estática e inmóvil María se conmovió toda y como enloquecida, abrazándose de la niña, rompió a llorar como quizá nunca había llorado.

Cuando la tempestad se evaporó en aquel ambiente saturado de soledad y de tristeza, la castellana habló: — ¡Está bien niña mía!... Quédate conmigo todo el tiempo que quieras. Y como una tierna madrecita que consuela a un niño que llora, la pequeña María se levantaba sobre la punta de los pies para besar las mejillas, los ojos, la frente de aquella mujer que tan querida era para su corazón, sin que ella misma supiera porque.

Para nosotros lector amigo, que hemos logrado levantar una punta del velo que oculta los misterios del Eterno Invisible, no hay enigma ni misterio alguno en el intenso amor que unía a esas dos almas como dos gotas de agua en el fondo de una copa.

Y… remontándonos a las edades remotas, perdidas en la noche de los tiempos, encontramos un verso grabado en oscuros jeroglíficos, en un dolmen de piedra, en lo que fue la Atlántida de Anfión y de Odina. Y traduciendo ese verso a la lengua hispana encontramos que decía:

"Un pastor y una zagala

De un beso de amor nacieron

Y por las praderas fueron

Buscando flores y nidos,

¡Silencio que están dormidos!

Del sueño largo y pesado.

Los que en vida se han amado

Aún detrás de la muerte

¡Permanecen siempre unidos!

Venían amándose y siguiéndose desde largas edades, y en los distintos y múltiples aspectos y circunstancias que brinda la vida humana a las almas de eterno vivir. Amigos, hermanos, esposos, amantes, madres e hijos, en la larga cadena de la evolución humana... Y nuestra mente, corriendo a lo largo de la senda eterna en que ignoramos, cuándo comenzó y cuándo ha de terminar. ¡Cuántas veces podremos encontrar dos flores gemelas en un mismo jardín!... ¡dos garzas iguales flotando en un mismo lago sereno! ¡Una pareja de tórtolos arrullándose en la rama de un árbol en que tejieron su nido!

Para quien ha logrado levantar una punta del velo sagrado, que esconde al vulgo los secretos divinos, no hay misterio ni enigma en esas grandes alianzas de las almas, que se encontraron unidas por leyes ineludibles en la noche de los tiempos.

Y ya en los orígenes de la Civilización Adámica, los encontramos de nuevo en Johevan y Shopia, prófugos de Nohepastro el poderoso Rey Atlante, que se creía, como todos los soberanos autócratas, que tenía el derecho de mando sobre el alma de sus súbditos.

La Divina Ley se abre paso por encima de todas las autocracias, tiranías y despotismos, que la soberbia humana y su inaudita inconsciencia extiende como férrea cadena alrededor de todas las sociedades humanas.

El Cristo del amor… debió tender sus redes de luz sobre aquel grupo de sus amadores, porque Martha y Lázaro consintieron en dejar la niña en el Castillo de Mágdalo, cuando ellos retornaron a Bethania pocos días después.

10.- LA GLORIA DE BETLEHEM

Con igual epígrafe, desglosamos en "Arpas Eternas" el encanto divino de la ciudad cuna del Rey David, al rememorar la entrada del Cristo al plano físico terrestre.

Las inteligencias celestiales deshojaron sobre ella rosas blancas de paz; "Paz a los hombres de buena voluntad" y hoy contemplamos a Betlehen cuando comienzan a brotar en ella los rosales de amor sembrados por Jeshua, el dulce Profeta Nazareno, como fue llamado en la hora primera del Cristianismo.

Los cuatro amigos Betlemitas que escucharon el canto de los cielos y percibieron las visiones divinas de aquella noche de gloria, alentaban aún, con una vida cansada bajo el peso de los años. Josías perdía la luz de sus ojos día por día, lo cual no alteraba sus sentimientos, ni lograba apagar la antorcha de su fe en la grandeza divina que había visto.

Y con gran calma y serenidad decía a sus compañeros: "Con mis ojos o sin ellos, seguiré el camino del Mesías aunque sea a tientas. No es desgracia que se apaguen mis ojos, después de haber visto la gloria del Hijo de Dios". Y la Ley Divina, siempre justa y piadosa, trajo a su lado a su nietecita Elhisabet de diez años de edad, que por muerte prematura de sus padres había quedado sola en el mundo. Y los ojos de la niña reemplazaron a los de Josías, que fueron apagándose lentamente.

Alfeo… además de los años, soportaba el peso de un reuma que sin ser de carácter agudo, le obstaculizaba mucho el andar, por lo cual estableció, en su vieja casona de piedra, un gran Cenáculo mezcla de Sinagoga y de Templo, para que los amantes de Jeshua pudieran congregarse a recordarle y meditar sus enseñanzas. Y los esenios del Santuario del Quarantana, acudían allí todas las semanas a instruir y consolar a los discípulos del Cristo, habitantes de aquella región.

Elcana y Eleazar… que se mantenían más vigorosos y fuertes, continuaban al frente del molino aquel restaurado por voluntad de Jeshua, con el tesoro encontrado en el ruinoso sepulcro de Raquel.

El amor del Maestro, en aquella hora lejana, les había presentado la visión de que el hombre y la miseria huirían de Betlehen restaurando el viejo molino paralizado años atrás por la inconsciente maldad humana. Y el amor del Hijo de Dios maravillosamente fecundo, continuaba espantando el hambre y la miseria de la población betlehemita, mediante el viejo molino que pagaba buenos jornales y proporcionaba el blanco pan hasta en la humilde mesa de los pastores y leñadores.

Los hijos mayores de Eleazar, eran los agentes comerciales que llevaban al molino los cereales de toda aquella comarca, extendiéndose así los beneficios que rendía con creces el vetusto edificio, mientras el hijo menor, Efraín, cuya infancia se deslizó al mismo tiempo que la de Jeshua, se ocupaba con decidida constancia de arrancar piedra a las áridas rocas del desierto de Judea, para construir viviendas a los pobladores de Betlehen, cuya dolorosa pobreza anterior les había obligado a vivir en los establos de paja y ramas que se hacían para resguardar a las bestias de los vientos y de la nieve.

¡Qué noble desinterés florecía en la naciente hermandad cristiana, como si aún flotara sobre ella el amoroso aliento del Profeta Nazareno! Nadie pensaba en atesorar… sino en dar, en compartir, en derramar sobre todos, el bien que cada uno tenía…"Ama a tu prójimo como te amas a ti mismo"… parecía resonar con vibraciones de clarines de oro en todos los corazones de quienes habían amado y escuchado al Maestro. Diríase que el cielo había bajado a la tierra, en todos los parajes donde residía un puñado de discípulos de

Jeshua.

¡Qué maravillosa fuerza tuvo el amor del Hijo de Dios, en aquel siglo I del Cristianismo naciente!

¿Cuánto tiempo duraría? ¿Cuánto tiempo tardaría la incomprensión humana en levantar de nuevo su cabeza de bestia ciega, para pisotear aquellos jardines en flor… y sepultarlos por siglos en la ciénaga envenenada de sus odios y venganzas?

En la silenciosa Engedi, dormida al pié del Monte Quarantana, se cernía también como perfume de lirios silvestres el aliento suave y tierno del Verbo de Dios,… que niño,… adolescente y hombre visitó con amor aquella árida región de la Judea.

En el santuario del Quarantana, vivían los solitarios Esenios aumentados en número con dos hijos de Jacobo y Bartolomé, con algunos de los discípulos, Jhoanán el Bautista y con muchos de los seguidores de Jeshua, que quisieron plasmar la enseñanza recogida del Maestro en la obra benéfica que realizaban sus terapeutas Esenios.

El Gran Consejo de los Setenta Ancianos de Moab, había decretado que los Terapeutas fueran libres de formar su hogar, con una única esposa elegida entre la misma hermandad. Con ésta medida se abría la puerta a todos aquellos que no eran aptos para la vida célibe, y se ensanchaba inmensamente el campo de acción de la Fraternidad, que fue eclipsándose lentamente… como una esencia que se diluye en otra. De Esenia fue transformándose en cristiana por la fuerza invencible de aquel nombre único: Cristo —Hijo de Dios.

Debido a ésto, el Santuario de Quarantana se había poblado de numerosos moradores, que luego de dos años de enseñanza y de prueba, salían al mundo exterior, elegían la compañera de su vida y formaban su hogar bajo protección del Santuario en que se habían educado espiritualmente.

Se repetía así, la obra educadora de los Robdas de la Prehistoria, qué tuvieron la gloria de llevar su elevada cultura moral y social a tres Continentes.

Y en los Santuarios del Carmelo y del Tabor en Galilea, en el de Ebath en Samaria, en el del Monte Hermon en Siria, ocurrió de idéntica manera, y esta fue la razón única de la rapidez con que se extendió el Cristianismo, como una marejada de óleo santo que fue invadiendo las poblaciones costaneras, en el Mediterráneo oriental primero,… hasta llegar en pocos años a la orgullosa capital del mundo de entonces: la Roma conquistadora y materialista de los césares.

Los primeros Terapeutas de este nuevo orden, salieron del Santuario del Quarantana, escuela de educación moral y social de toda la comarca Betlemita. Tal fue la gloria de Betlehen en la primera hora del Cristianismo.

11.- EN EL LACIO

Volvemos a encontrarnos con amigos que dejaron hondamente grabado su recuerdo en nuestra mente.

En la pintoresca región del Lacio, a media milla de los muelles de Misenum, se alzaba como un blanco palacio de alabastro… entre exuberantes jardines, la Villa Astrea, heredada por el príncipe Judá de su padre adoptivo Quintus Arrius, el glorioso Duunviro, vencedor de los piratas del Archipiélago Egeo.

En homenaje a su generoso protector, nada había querido cambiar Judá de cuanto encerraba en tesoros artísticos y bellezas naturales aquella espléndida posesión, cuya proximidad a la Roma de los Césares aumentaba considerablemente su valor real.

Desde varios años atrás, no había visitado su Villa, encomendada todo este tiempo a la fiel servidumbre heredada también de su ilustre padre adoptivo; si bien sus agentes comerciales le tuvieron al tanto de todo cuanto ocurría en ella. La dicha del Príncipe Judá hubiera sido completa, si al penetrar en ella con Nebai y sus pequeños hijos Clemente e Ithamar, hubiera podido llevar con él a Jeshua su Rey Inmortal como él le llamaba.

Y al recorrer muy de mañana sus jardines, sus amplios atrios, sus peristilos adornados de plantas exóticas, los pilones o fuentes de aguas serenas y perfumadas, con el deshojarse silencioso de jazmines y de camelias, el príncipe Judá sentía el hálito frío de una ausencia inexplicable al principio, pero clara y manifiesta después.

El era israelita de raza, de religión y de gustos… y su Villa Astrea era puramente romana y en toda ella se respiraba, junto a las exuberantes bellezas naturales, las costumbres, los gustos, los hábitos de la Roma pagana y materialista de la época. Estatuillas de dioses y de diosas, de todas las jerarquías y de diversos tamaños, en las múltiples epopeyas de que los rodeaba la fanática admiración de sus devotos, llenaban salas, jardines, pórticos y galerías.

En los cinco años que vivió allí mismo, al lado de su protector, no sintió el choque profundo que experimentaba en esos momentos. Arrancado en aquella hora a las duras condiciones de la esclavitud en las galeras del César, encontró suavidad y belleza en todo cuanto puso a su disposición, aquel noble y glorioso romano que lo llamó su hijo. Pero había pasado mucho tiempo respirando el aire nativo impregnado de la mística irradiación de su tierra de profetas.

Su religión austera del Eterno Invisible Único en el corazón del pueblo hebreo, chocaba bruscamente con todo aquel complicado mundo de Dioses, de Genios y de Musas.

Iba a llamar a los numerosos criados que le seguían a distancia… esperando manifestaciones de agrado por el esmero con que habían cuidado celosamente aquella joya arquitectónica, aquellos jardines de ensueño, aquel conjunto de arte y belleza... iba a llamarles para que en un abrir y cerrar de ojos hicieran desaparecer todo aquello que hería sus sentimientos... Y al volverse, vio a Nebai qué le seguía de cerca y que adivinando sus pensamientos, movía la cabeza negativamente mientras se acercaba hasta él.

— ¿Qué quieres significar con ese oscilar de tu cabeza de derecha a izquierda?—Le preguntó Judá, con esa expresión entristecida que nunca más se borró de su faz. -Que no debes hacer eso que estás pensando —le contestó ella. — ¡Y! ¿Qué sabes tú de lo que yo pienso? —Estás dolorido porqué encuentras que todo esto choca con tus convicciones y tus modos de ver y de comprender las viejas y las nueva ideas.

-Es, cierto ¿y no te ocurre a ti lo mismo?... ¡No, Judá, no! Educada en mis primeros años por un padre macedonio y después en mi juventud por un sacerdote de Hornero en Ribla, hay tal amplitud de miraje en mi misma, que comprendo muy de otra manera toda esta belleza que nos rodea. Jeshua mismo… nuestro Rey Inmortal… nos lo ha enseñado así.

¿No recuerdas la lección que dio a María de Mágdalo, cuando mandó a abrir una fosa para enterrar las estatuas de sus jardines, los tapices de sus muros y las hermosas vestiduras de las danzas de sus canéforas griegas?

—Recuerdo sí, el relato que nos hizo Boanerges, repetido cien veces… de aquel pensar y sentir de Jeshua.

Pero… nuestra Ley milenaria, emanada de Moisés dice: "No adoraras figura ninguna hecha por mano de hombre, ni de oro, ni de plata, ni de madera, ni aún de barro".

—Y bien, Judá ¿no hay una enorme distancia, entre adorar una estatua o tenerla como un simple adorno o un recuerdo en tus jardines o en tus salones? "Son ellas manifestaciones de la vida misma y del talento o el genio de un hombre, que quiso perpetuar en el mármol o en el metal el recuerdo de seres de la tierra o de los cielos que realizaron obras de admiración". Tales fueron las palabras de Jeshua, escritas por Boanerges en su "Álbum de recuerdos” que algún día nos servirá a todos nosotros para escribir la verdadera enseñanza del Mesías a la humanidad.

Lo esencial y profundo de la eterna idea suya… es la adoración al Dios Único sobre todas las cosas y el amor al prójimo como a nosotros mismos. ¿Acaso esas mudas estatuas nos impiden la adoración al Supremo Creador y el amor a nuestros semejantes?

—Tienes razón Nebai. Tú estás más cerca que yo de la Idea divina del Cristo Hijo de Dios vivo. Tú has comprendido a Jeshua mejor que yo… Veo que me ha deslumbrado su grandeza y me ha encadenado su amor, hasta el punto de encerrarme en el círculo estrecho de mi religión hebrea, cerrada a todos los vuelos de la inteligencia y de la razón...

—Piensa un momento Judá, que en ese círculo estrecho, estuvo encerrado el Sanhedrín judío cuando condenó a muerte al hombre más puro y más santo que ha pisado la tierra. Y no miremos a Jeshua como otro Rabino Judío… que busca eternizar ideas inconcebibles a la inteligencia e inaceptables a la razón, cristalizando en dogmas de pretendido origen divino, burdas y simples ordenanzas de alcance puramente material. ¿No repudió Jeshua la lapidación de los blasfemos y de las adúlteras? ¿No repudió la esclavitud con todas sus consecuencias, y humillantes condiciones? ¡Oh Judá, mi querido Judá!... Es hora de que dejes de ser un príncipe judío, para convertirte en un valeroso heraldo de la enseñanza de Cristo.

Este interesante diálogo entre los esposos, dichosos poseedores de la magnífica Villa Astrea, fue interrumpido por un criado, vestido con la lujosa librea azul y amarilla de la antigua casa de Hur, tal como la usaron los lejanos antepasados del fallecido príncipe Ithamar de Hur.

— ¡Señor!... —dijo el criado. El Tribuno Lucio Marcelo Galion os pide unos momentos de atención.

— ¡Lucio Marcelo Galion! —dijo Judá como avivando sus recuerdos.

—Sí —dijo Nebai... Aquel oficial tan joven… que fue mandado a dirigir la ejecución del Gólgota en aquel tremendo día, Judá ¿no lo recuerdas?

— ¡Ah sí!... el que huyó aterrado ante el horrendo crimen que había ordenado Pilatos... ¿Y a qué viene a avivar como una llama el recuerdo de la tragedia? ¿Viene solo?

—No señor. Le acompaña un esclavo griego. Demuestra gran interés en hablar contigo señor.

— ¿Le esperamos aquí? —preguntó Judá a Nebai.

—En el despacho del Duunviro Arrius es más prudente, pues ignoramos si él es o no de los nuestros. —El criado salió a cumplir la orden. Y los dos esposos volvieron sus callados pasos al interior de la casa.

En el tablinum o despacho del dueño de casa, encontraron al joven Tribuno, Lucio Marcelo, hijo del notable Senador Galion, antigua familia patricia romana de rancio abolengo.

Un franco abrazo unió a los antiguos amigos. —Supe de tu llegada, porque entre tu antigua servidumbre, está un tío de mi esclavo de confianza… fueron las primera palabras del visitante. Después de un breve saludo, Nebai pidió permiso para retirarse y se perdió tras de un cortinado hacia el interior.

— ¿Qué te trae por aquí Marcelo? —le preguntó Judá.

—Lo que te ha traído a ti, a las puertas de Roma —le contestó Galion

— ¿Y qué sabes tú de lo que yo haré en Roma?

—Lo deduzco de tu actitud… aquella tarde fatal en que casi perdiste la vida.

Judá…que estaba sentado ante la enorme mesa de su despacho, tomó un punzón como distraídamente y trazó unas líneas sobre un pergamino. Marcelo se inclinó sobre la mesa y tomando otro punzón terminó el grabado comenzado por Judá: La perfecta figura de un pez apareció en el blanco fondo del pergamino. Los dos se miraron a lo profundo de los ojos, y sin decir palabra, estaban comprendidos. Una ola de emoción se extendió en el ambiente silencioso y casi místico.

—Estamos de acuerdo —dijo Marcelo cuando pudo hablar. A ambos nos encadenó aquella tarde la serena mirada del Profeta mártir. —A mí —dijo Judá —me había encadenado varios años atrás. Yo lo conocí y le he seguido de cerca desde que Él tenía 21 años y yo 25.

— ¡Cómo! Y siendo tan amigos, compañeros de estudios, de armas, en la academia, ¿no fuiste capaz de decirme nada? —preguntó Marcelo casi con indignación.

—Obedecí a la consigna ordenada por el Profeta mismo. El amaba la libertad de ideas, de conciencia, de pensamiento, tanto como la luz del sol. "De muchos caminos se puede llegar al Padre" —decía Él. En todos los camino se puede amarle… y amar al prójimo como a nosotros mismos. Yo no sabía si tú aceptarías una doctrina que echa por tierra el servilismo, la esclavitud, la explotación del hombre por el hombre, el antagonismo de razas, de clases, de religiones, etc. —Una sola cosa quiero saber de ti Arrius, amigo mío, ¿Es cierto que estabas muerto y el profeta te resucitó? ¿Es cierto que El salió vivo y radiante del sepulcro? ¿Es cierto que se ha hecho ver de todos los que lo seguían de cerca?

—Los médicos me habían desahuciado como un caso perdido para la vida. Se esperaba de un momento a otro que el corazón dejara de latir, Y Él me volvió a la vida.

En cuanto a la salida del sepulcro, es capítulo aparte amigo mío y aún no me creo capaz de explicarte el enigma en forma que tú inteligencia lo comprenda y tu razón lo acepte. Pero es verdad que muchos, incluso yo mismo, lo hemos visto como un cuerpo resplandeciente… flotando en el aire como un sol de amanecer con formas humanas. El día llegará en que si tú lo quieres, yo te ponga en contacto con los solitarios Esenios del Monte Hermon, en el primer viaje que hagamos a aquellas tierras benditas que El holló con sus pies.

— ¡Espero ese día, Quintus Arrius! Mientras, pasemos a otra cosa. ¿Sabes que acaban de llevarse los diablos el alma negra de Tiberio César? — ¿Cuándo? ¿Cómo? Nada sabía. Hace dos días que llegué y no he salido de aquí. Ha muerto anoche en su palacio encantado de la Isla de Capri. Pero eso no es lo peor que ha sucedido.

—Lo mejor querrás decir, pues la muerte del pobre César loco y viejo no es del todo una desgracia.

— ¡Cierto Arrius, cierto! Lo peor… es que la astuta emperatriz, se las arregló para que su nieto Calígula entrase a la cámara mortuoria donde estaban varios Senadores y entre ellos mi padre, y la astuta vieja aseguró que los últimos gruñidos de la agonía del viejo César, decían que su nieto Calígula debía ser su sucesor. Y ya tenemos un loco beodo constituido Emperador de Roma, capital del mundo.

— ¡Qué espanto! —Exclamó Judá— habiendo tantos hombres honorables que están sacrificándose por la patria en tierras lejanas, al frente de las legiones que van a conquistar el mundo. Esto significa Marcelo que ha terminado el período romano y que se acerca el Reinado de Dios anunciado por Jeshua.

Como en ese instante entró un criado con una bandeja de pastas y vinos, Judá se levantó y llenando dos copas del rojo vino de Chipre y puestos ambos de pié exclamó: — ¡Lucio Marcelo Galion! ¡Brindemos por el advenimiento del Reinado del Cristo sobre la faz de la tierral!

Cuando las copas quedaron vacías, habló de nuevo el visitante.

—Quiere decir que hemos celebrado el ascenso de un niño loco al trono de los Césares.

—Justamente —contestó Judá— porque es el mejor indicio de que el imperio de los Césares se hundirá para siempre y dará lugar al resurgimiento de una era de paz, de justicia y de libertad.

—-Los dioses te oigan, pero mi padre asegura que la más espantosa locura de crímenes y de sangre enlutará al mundo dentro de poco. — ¿Más aún que lo que el mundo ha presenciado en tiempo de Tiberio? Mira que toda mi vida se ha desarrollado bajo el grillete de Tiberio, y mi familia y yo hemos sufrido hasta el máximum su duro yugo.

—Es verdad, pero el Senado piensa que Calígula vale como diez Tiberios para la corrupción y el crimen. Roma será una orgía sangrienta. Ahora es mi familia y yo que comenzamos a padecer.

— ¿Por qué? Cuéntame todo —dijo Judá disponiéndose a escuchar.

—Tu larga estadía en Palestina te ha vuelto casi como un extranjero en Roma. Yo sólo estuve diez meses confinado por Drusos en él fuerte de Minoa, que es la cloaca de las fortalezas de las provincias romanas. Pero muerto él mi castigo se levantó a medias.

— ¿Por qué a medias? —preguntó Judá.

—Esto precisa explicación aparte… Antes de partir a la Judea, estaba comprometido con Diana, hija del General Galo y de Paula, noble matrona romana de la antigua estirpe. En momentos que Tiberio concedía honores a Galo, la hija le pidió mi traslado desde Minoa, y el Emperador cobró tal afecto a Diana que la pidió a su padre para tenerla en su mansión de la Isla de Capri. Hasta llegó en su locura a mandarle construir una Villa a todo lujo como regalo de boda. Todo marchaba bien… hasta que un adulón de Cayo Druso, le dijo que yo había perdido el juicio por la magia diabólica de un profeta galileo que Pilatos condenó a morir crucificado.

— ¡Bárbaros... salvajes...! —gritó Judá cerrando los puños.

—Cálmate —le interrumpió Marcelo— que apenas he comenzado el esbozo de mi tragedia.

El viejo César tenía a mi novia como su mascota. Si recorría los jardines tomando sol, se apoyaba en el brazo de ella. Si quería escuchar algún poema satírico de sus bufones, o conocer algún nuevo vaticinio o profecías de sus milagreros astrólogos y adivinos, ella se los había de leer y explicar. Esto, como puedes figurarte, despertó los más rabiosos celos de la emperatriz Julia que se puso como un basilisco, llegando hasta planear la forma de deshacerse de Diana.

— ¡Y tú confinado al otro lado del mar...! —exclamó Judá comprendiendo lo grave de la situación en que estuvo su amigo.

—Ya verás. Si yo creyera aún en los dioses, te diría que me fueron propicios, pero como hoy he cambiado fundamentalmente mi modo de pensar, digo que el Dios Único del pueblo de Israel extrajo de mi destierro al Fuerte de Minoa, la joya preciosa de la Verdad, hasta el punto de que si yo no hubiera sido desterrado por Cayo Druso, no hubiera llegado a conocerla.

— ¿Cómo fue o cómo te ocurrió tal maravilla? —preguntó de nuevo Judá.

—Yo había recibido de mi padre, el regalo de un esclavo griego, el día que la asamblea de los Cónsules me nombró Tribuno Militar ante el Senado y el pueblo. Pero ¡qué esclavo Judá amigo mío, que esclavo! Valía diez veces más que yo mismo. Era hijo de un magistrado del Areópago, que fue asesinado y sus hijos vendidos como esclavos. Tenía mi edad, y no sólo no fue para mí un esclavo, sino que fue un amigo, un hermano. Me ha salvado la vida en dos oportunidades, y finalmente me ha salvado de mi mismo, que hubiera cometido mil disparates cegado por el orgullo y por la ira al verme pisoteado y humillado por Druso el hijastro de Tiberio entronizado en Roma como Príncipe Regente.

— ¿Acaso fuiste tú el asesino de Druso? —preguntó Judá.

— ¡Hubiera querido serlo...! Fue un esclavo de Seyano, para vengar la deshonra de la hija de su amo. Con ese asesinato el esclavo compró su libertad, pero Seyano pereció a manos de un favorito del César, Quintus Arrius… Tú ignoras lo que ha sido Roma en estos últimos años. ¡Una cloaca de lodo y sangre!

—Pues te digo —replicó Judá—, que el asesinato de Druso partió en pedazos mi trabajo de 10 años para organizar mi país como nación libre con un Rey de nuestra raza y ese Rey hubiera sido el Profeta Galileo, Jeshua de Nazareth...

— ¿El que tú y yo vimos morir ajusticiado sobre el Gólgota?

— ¡El mismo! Seyano me conseguía el asentimiento del César para derrocar la dinastía de Herodes el usurpador idumeo y proclamar un Rey de la dinastía de David.

Un penoso silencio se estableció entre los dos amigos… Marcelo fue el primero en hablar.

—Creo que haremos mejor en no remover el lado trágico de este asunto que a ambos nos hace daño. Me desespera saber de tu boca ciertas cosas que parecen no ser de este mundo.

—Habla que te oigo, —respondió Judá abstraído de nuevo por el pensamiento doloroso y tenaz de lo que fue su ilusión de diez años y la cruda realidad que la destrozó, como voluta de humo que se lleva el viento.

—Aquella tarde fatal, tú estabas en absoluto consagrado a mantener a raya a los bárbaros jueces del

Sanhedrín y no me cansaré de lamentar que tu lleves en tus venas la sangre de esa raza maldita. Según la vieja costumbre de la soldadesca romana que lleva a cabo una ejecución, se reparten por suerte los haberes de los condenados a muerte. Y las tres túnicas fueron sorteadas. El Centurión Paulo dé Sicilia fue el favorecido con la vestidura del Profeta Galileo y diez días después desapareció de la escena, y detrás de él siete soldados de su Centuria.

— ¿Y a dónde fueron? —Interrogó Judá—. La deserción, sin motivo justificado, lleva en sí la pena de muerte. —Diríase que la tierra se los ha tragado —continuó Marcelo. Mi esclavo griego, Demetrio de Corinto, encontró un compatriota cuando me acompañaba en mi destierro al desierto de Judea: Stefano de Faterea, el cual confesó a mi esclavo conocer el paradero de Paulo y sus compañeros y... óyeme bien Arrius, óyeme bien, le dijo que sobre la túnica manchada de sangre del Profeta habían jurado los siete, huir de las legiones romanas, asesinas de justos, y disfrazados de marineros se habían alistado en la tripulación de un buque de carga que zarpó de Gaza con rumbo a los países del Nilo.

—Y ¿qué fue de la túnica del Profeta...? —preguntó Judá. —La poseen en sociedad Stefano y mi esclavo Demetrio, pero no termina aquí la historia.

—Te oigo, continúa.

—No sé si te has apercibido de que a pesar de mi rigidez y dureza de militar, tengo en lo profundo de mi ser una sensibilidad extrema que en ocasiones me ha perjudicado en mi carrera.

—Es verdad, y en esa cualidad que nos es común, pienso que está cimentada la amistad que nos unió en nuestros días de estudiantes y nos sigue uniendo ahora. Continúa Marcelo que tu historia comienza a interesarme.

—No sé si fue curiosidad o una oculta fuerza que me hizo pedir a Demetrio la vestidura del Profeta. Debo confesar que el Centurión Paulo fue muy noble conmigo. El comprendió aquel día el horror, la vergüenza y la cólera que me causaba, que yo, un Tribuno romano, laureado por sus triunfos en la esgrima, hijo del Senador Galion, hubiera sido confinado a la más ruin Fortaleza provinciana y que debido a eso, el Procurador Pilatos me hubiera designado para dirigir la bárbara ejecución de un inocente indefenso, entre dos bandoleros judíos. Y Paulo me libró de la infamia y cargó con ella. La deserción de él y sus compañeros, no sé por qué, la asocié al asco que debió tener el Centurión de cumplir la vergonzosa ejecución. Es lo cierto que cuando Demetrio me puso la vestidura sobre la mesa en que yo escribía, sentí renovarse la profunda impresión que los ojos del Profeta me causaron, cuando él se detuvo en lo alto de la colina y me miró con piedad y con lástima de que fuera yo tan bárbaro como para quitarle la vida. Así lo interpreté yo.

Estrujé la túnica entre mis manos crispadas y sin saber cómo… pronuncié estas palabras: "Por los dioses del Olimpo, también abandonaré las legiones romanas matadoras de inocentes". ¡Y ya estaba dicho!

Mi esclavo que presenciaba esta escena me dijo: — ¡Señor! La túnica del Profeta tiene magia de amor a la humanidad y quien la toca no puede matar jamás en su vida.

Por eso han huido Paulo y sus compañeros. Yo me quedé anonadado por un largo rato. Y hoy me dice Demetrio: —Señor tu prometida está en grave peligro. Peor que la muerte. —Ya sabes —añadió— que la ignominia de la esclavitud nos hace solidarios y amigos y una esclava de ella, corintia como yo, ha venido a decírmelo.

No bien ha cerrado los ojos el César Tiberio, que el nuevo Emperador Calígula la codicia para él, y la

Emperatriz, su abuela, lo secunda en sus planes. Esta noche la hará cenar en intimidad con él y tú sabes señor lo que son las cenas íntimas de los emperadores con una joven doncella...

— ¿Y tú estás tan tranquilo refiriéndome todo esto, mientras tu novia está en peligro inminente?—preguntó Judá levantándose agitado y nervioso.

—La fuerza y la paz que irradia la vestidura del Profeta Mártir me da esta calma que te asombra, Arrius amigo mío. —Está bien, será como dices, pero es necesario hacer algo para salvarla.

—Todo lo que se podía hacer… está hecho —contestó Marcelo—. Lo único que me falta es tu cooperación, y sabiéndote un amigo del Profeta he venido hasta ti.

— ¡Cuenta conmigo! ¿Qué es lo que quieres?

—Que me prestes tu velero, el más pequeño de los que tienes anclados en tus muelles, porque apenas cierre la noche estaré junto al acantilado de la isla maldita donde la Emperatriz y su nieto loco fingen llorar al César muerto, y planean crímenes en la sombra.

— ¡No irás solo! Yo te acompañaré—dijo resueltamente Judá.

— ¡No, Arrius, no! Tú tienes una esposa y dos hijos pequeños, y no puedo consentir que expongas tu vida en esta empresa tan peligrosa. Préstame tu velero, con marineros de tu confianza y déjame solo con mi esclavo Demetrio que él vale por diez… Y Marcelo se puso de pié. —En el muelle me espera Demetrio y es urgente salir de inmediato.

—Te daré un auxiliar que vale más que yo y aquí le tienes —díjole Judá señalando a Gimel su Escriba-Gerente, que revisaba la correspondencia recién llegada. Fue un compañero de esclavitud en las galeras del César y sabe de remos y de naufragios. Ya ves pues si será un buen marinero.

—Amigo acércate —dijo Judá al esclavo griego, cuya belleza física y distinguido porte indicaba bien claro, que la misma desgracia que él sufriera años atrás, había caído sobre aquel joven que no tendría más de 23 años de edad—.

Siendo yo descendiente de nobles antepasados, Roma me hizo esclavo y desde entonces repudio la esclavitud como la mayor infamia que puede cometer un hombre contra otro hombre. Y así diciendo estrechó la mano a Demetrio.

— ¡Marcelo! —dijo con aire solemne y grave. Si de verdad eres amigo del Profeta Nazareno, no está en ley que tengas esclavos a tu lado y menos a un joven como Demetrio.

—Mi padre tiene firmada la carta de manumisión. Yo he querido dársela también y él la ha rechazado.

Tendrá seguramente un motivo —contestó Marcelo.

Judá miró a Demetrio como interrogándole. —Príncipe Arrius... perdona. Yo amo como todo hombre la libertad, pero la quiero en un momento oportuno que pronto ha de llegar.

—Muy bien amigo. Aquí tienes a Gimel, que secundará todo tu esfuerzo para la empresa que os lleva a la Isla Imperial. Demetrio que había ya estudiado y formado su plan de salvamento sobre el terreno mismo, les explicó la forma en que lo harían y añadió al final. —Pienso que el velero conviene dejarlo en una ensenada solitaria que he descubierto llegando a Arpiño y donde tengo un compatriota amigo que nos servirá de vigía. Llegaremos a la Isla en un bote que fácilmente podemos ocultar entre las rocas del acantilado hasta el momento oportuno. He convivido con los pescadores de Capri desde que la señorita Diana habita la Isla.

—Si —afirmó Marcelo. Yo le hice llegar por su madre Paula, la noticia de que Demetrio velaba por ella al pie del acantilado, hacia donde da el extremo de una avenida de pinos que arranca desde los jardines de la mansión imperial.

Un billetito atado a una piedrecilla en el extremo de una cuerda… sería el aviso a Demetrio cuando hubiera peligro… Aquí está. Y Marcelo extendió el billetito de su novia ante Judá.

Decía así: El momento ha llegado. La Emperatriz me hará concurrir a una cena íntima con Calígula en su pabellón privado la noche siguiente de terminar los funerales y eso será pasado mañana. Yo estoy esperando tu señal.

—Te anticipo Arrius —añadió Marcelo—, que Diana está en vías de hacerse discípula del Profeta Nazareno porque Demetrio y Stefano la han conquistado y eso en las barbas mismas del Emperador, en cuyo palacio entraron conduciendo las maletas de un astrólogo persa que Tiberio había llamado para que le adivinara cuantos años tenía aún de vida.

— ¡Oh Jeshua, Jeshua! —exclamó Judá con infinita ternura. Desde su Reino Eterno sigue siendo el mago del amor. Ahí tenéis el velero pequeño y el bote que elijáis —añadió. Y que el Dios del Profeta sea con vosotros.

Marcelo, Demetrio y Gimel saltaron a bordo y los marineros soltaron la amarra. —Tened en cuenta que es cosa mía lo que estos amigos van a buscar —gritó Judá a los marineros que le despedían agitando alegremente sus gorros.

Judá quedó en el muelle mirando su velero "Fidelis" que se alejaba rápidamente cortando las olas serenas y pensaba: "La fidelidad va con ellos en el nombre del velero y en la nobleza de ese esclavo griego con alma de héroe y de santo. ¡Jeshua, salvador de los oprimidos!.. Sé con ellos… ¡Tú que amaste la justicia y la honradez!". Y lentamente volvió hacia la mansión señorial, donde Nebai acababa de levantar a sus dos niños que, puestos de pié ante el altar hogareño repetían el salmo acostumbrado:

"Guárdame Oh Dios porque en Ti he confiado”.

"Escucha mi oración hecha por labios sin engaño”.

"Sustenta mis pasos en tus caminos, porque mis pies no resbalen”.

"Guárdame como a la niña de tus ojos, escóndeme con la sombra de tus alas".

Judá contempló enternecido el hermoso cuadro y uniendo su plegaria a la de su esposa y sus hijos exclamó, pensando en los que salían mar adentro para salvar de inminente peligro a una avecilla cautiva: "Sálvalos o Jehová por tu misericordia infinita".

Judá y Nebai pasaron esa noche en vela… ya paseando bajo las pérgolas florecidas, ya sentados en la glorieta de rosales que había próxima al muelle.

Nebai no conocía a la joven Diana, prisionera de los caprichos de una anciana Emperatriz ambiciosa y de un jovenzuelo epiléptico y vicioso que ella había nombrado Emperador, como medio de ejercer ella misma el poder supremo. Pero siguiendo el tema sagrado del inolvidable Jeshua Ungido de Dios, aquel "Ama a tu prójimo como a ti mismo", sentía en carne propia la angustia de la pobre joven que se veía en poder de tan indeseables guardianes.

—Si yo estuviera en su lugar —decía Nebai hablando con Judá— desearía ansiosamente que hubiera corazones capaces de sacrificio para salvarme, de la deshonra. ¡Jeshua, Jeshua!... ¡Sálvala por tu santo nombre, por tu heroica muerte y por tu gloriosa vida en tu Reino de Luz y de Amor!

Y la dulce Nebai tan amada y tan amante de Jeshua rompió a llorar como si Diana fuera una hermana, una hija suya que se hallase en grave peligro.

Y era que la Telepatía había tendido sus hilos de plata entre la Isla de Capri y la Villa Astrea a la orilla del mar. Era el mismo momento en que Diana la cautiva, se deslizaba desde la avenida de pinos en lo alto del acantilado, por una cuerda que Demetrio el esclavo griego había atado al tronco del último pino, y el grácil cuerpo de la joven se balanceaba como un péndulo en el vacío hasta caer en una red que sus salvadores sostenían sobre el botecillo en que hacían el salvamento.

Al caer en la red, la joven se desmayó, ya por el mismo terror que había sufrido, como por la intensa emoción de encontrarse con Marcelo, a quien no veía en más de un año que había transcurrido. Demetrio se acercó a ella y poniéndole la mano en la frente le dijo en griego a media voz: "El Profeta Nazareno está contigo".

La crisis nerviosa cesó de inmediato y una serena calma como un sueño muy suave continuó en la niña, mientras los marineros remaban desesperadamente alejándose de la Isla, rumbo al continente cuya línea oscura se veía cercana a la opaca claridad de las estrellas. Marcelo se sentía preso de una conmoción terrible, pues en lo alto del acantilado que dejaban atrás, se veían arder varias antorchas que buscaban en la oscuridad.

Seguramente los centinelas que rondaban por las costas de la Isla debieron sospechar la fuga de alguien que estaba celosamente guardado. O acaso el Chambelán de la Emperatriz que era un espía profesional lo había descubierto antes.

Marcelo respiró cuando el botecillo alcanzó la oculta ensenada en que esperaba el "Fidelis" y todos se embarcaron en él. Entonces Demetrio dijo a Marcelo: —Señor, que la señora vista esta túnica y oculte su cabellera en este gorro de pescador por si tienen la mala idea de seguimos.

Era la túnica azul del Profeta Nazareno… que Marcelo vio morir sobre el Gólgota y que veía en ese instante a la pálida luz de las estrellas, cubriendo el cuerpo alto y grácil de la dulce mujer que iba a ser su esposa… Su emoción fue tan intensa, que cayó ante ella y se abrazó a sus rodillas pareciéndole que el Profeta mismo estaba ante él.

— ¡Señor! i Perdón para tu verdugo!... ¡Los hombres del poder me pusieron ante tí para quitarte la vida, y tú vienes a mí para salvar a mi prometida de la deshonra y de la muerte! — ¡Marcelo!... exclamó la joven Diana. ¿Qué estás diciendo que no te comprendo? Demetrio intervino. —Es el final de la historia que te he referido señora, del hombre único que quiso morir por amor a todos los hombres.

La calma se estableció a bordo del velero Fidelis, que ya casi al amanecer entraba en la enseñada del Lacio y echaba anclas junto a los muelles de la Villa Astrea.

Cuando Marcelo ayudaba a desembarcar a Diana, el gorro puntiagudo de los pescadores resbaló de su cabeza y su rubia cabellera le cayó sobre los hombros. Cubierta con la túnica azul de Jeshua, la última que El había vestido, para Judá y Nebai resultó un recuerdo demasiado vivo. Revivió para ellos el Jeshua de los veinte años, allá bajo un rosal blanco en un jardín de Antioquía, cuando él los había unido en ese gran amor que perduraría para toda la vida y acaso más allá de la vida.

Nebai la recibió en sus brazos profundamente conmovidos. Judá no podía pronunciar una palabra y con sus ojos llenos de llanto contenido, miraba aquella vestidura en la que aún se veían pequeñas manchas de sangre.

La voz de Demetrio les volvió a la realidad.

— ¿Qué hacemos con el velero, que de habernos seguido, puede ser reconocido?

—No temáis —dijo Judá—. Poned la vela mayor, el pabellón y el escudo del Duunviro Quintus Arrius y nadie supondrá que "Fidelis" ha protegido la fuga de la hija del General Galo, que mandó decapitar a su padre.

— ¡Cómo!... —exclamó aterrado Marcelo— ¿Y tú, hijo de Quintus Arrius salvas a la hija de Galo?...

— ¡Sí! Yo y con mucha satisfacción. ¿No está sobre todos nosotros el amor del Profeta Nazareno que borra los agravios, las ofensas y vence a la muerte?

Los marineros se apresuraron a realizar la transformación parcial del velero ordenada por Judá, mientras seguían todos en silencio a Nebai, que conducía a Diana hacia el interior de la casa.

Y Judá entristecido profundamente se hacía a sí mismo esta reflexión:

—Jeshua no entró en esta Villa del Lacio, pero entra su túnica azul, la última que cubrió su persona de hombre... La túnica salpicada con su sangre de mártir... Y seguido de Marcelo Demetrio, Gimel y Aquiles, Capitán del Fidelis entraron al tablinum o despacho y Judá les dijo:

—Según la Ley Romana, yo represento aquí la autoridad civil del país y por lo tanto, puedo legalizar una unión matrimonial, tanto como una orden de prisión o una sentencia de muerte.

Tribuno Lucio Marcelo Galion, aquí en mis posesiones del Lacio y bajo el techo de mi Villa Astrea quiero legalizar tu desposorio con Diana de Paozuoli, hija del General Livio Galo y de Paula de Capua. ¿Aceptas?... Tú que como Tribuno Militar conoces las leyes romanas, sabes que es la única forma de poner a tu prometida fuera del alcance del Emperador. —Acepto —contestó Marcelo, porque en efecto, hoy, es lo único que aún ha sido respetado: el fuego sagrado del altar de Himeneo.

Y una hora después, el vasto y suntuoso tablinum de la Villa Astrea resplandecía de luces y de flores, y todos los moradores de la hermosa mansión señorial vestidos de gala, llenaban sus ámbitos en medio de un ambiente saturado de alegría, de amor, de fraternidad.

La multitud de esclavos, convertidos en servidores libres a salario, que eran marineros, o pescadores, o guardabosques, jardineros y pastores, llenaban aquel recinto en que todos se sentían al mismo nivel bajo la mano próvida y justiciera de un príncipe judío y a la vez Tribuno Romano, Judá hijo legítimo de Ithamar de Hur y adoptivo del Duunviro Quintus Arrius; Judá que había bebido del corazón del Profeta Nazareno el agua santa del amor fraterno que dice: "Ama a tu prójimo como te amas a ti mismo".

Continuará…

No hay comentarios: