27 de abril de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 2

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ÁLVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2ª Parte de Arpas Eternas

TOMO 1

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—Exacta figura has hecho Abul-Krid: Gacelas destrozadas por las fieras del desierto ¡En todo tienes razón!, pero eres un jovenzuelo y no está bien que yo hable así contigo. Tú tienes el hogar de tu padre y tus hermanos, pero yo no tengo hogar ni padre, ni hermanos. Quisiera salir de aquí mañana pues este hospedaje sólo nos puede cobijar esta noche.

— ¿Y a dónde iréis señora? Yo os puedo conducir a donde queráis.

—Ese es mi problema, Abul-Krid. No hay ningún lugar en la tierra donde yo sea esperada. ¡Ninguno!

—La casa de Arimé vuestra hija, ¿no puede ser vuestra casa?

— ¡No!, ¡nunca! ¿Crees tú que una descendiente del último Seleucida puede vivir en los dominios del hombre que la infamó con el repudio?...

— ¡Es dura cosa en verdad! —exclamó el joven árabe; pero la vida es grande y fecunda en combinaciones maravillosas. La Tierra es grande también, y tiene hermosas praderas y montañas que suben hasta las nubes, y que aíslan a las naciones y a los pueblos; tiene mares que separan los continentes unos de otros. ¿No encontrasteis la paz en el Egipto a las orillas del Nilo?

—No AbulKrid... yo soy un ánade libre surgido hace treinta y cuatro años de las espumas del mar, chocando en los peñascos donde se aireaba como templo de mármol el palacio de mi padre. ¿No sabes que yo mandaba el más hermoso trirreme de Sidón? En el Serapiun del Príncipe Melchor recibí grandes atenciones y estoy agradecida por ello; me hubiera dejado morir allí de tristeza y de tedio, pero cuando su hermana me trajo a Jerusalén, para celebrar esta Pascua de gloria que según decían resultó de muerte, no quiero más volver a aquel silencioso encierro perfumado con incienso de Arabia y oyendo a todas horas esas suaves melodías de cítara que se infiltran en el alma como un dulce veneno... Mi vida es el aire del mar con sus tempestades y sus borrascas, con sus velas blancas como alas de pájaros, con los torneos náuticos en las grandes naumaquias donde los heroicos marinos se cubren de gloria y los luchadores parecen titanes surgidos de entre las olas rabiosas y agitadas...

Un quedo llamado a la puerta que comunicaba al salón, interrumpió la vehemente peroración de Harima.

El joven árabe abrió rápidamente. Era María con una criada que llevaba una fuente de plata con manjares y un ánfora de vino.

—Señora —le dijo; la despedida de nuestro gran Profeta nos puso a todos en un doloroso estado de ánimo, y hasta me hizo olvidar los deberes de la hospitalidad. Celebro que no estéis sola, que en estos momentos la soledad es atormentadora.

Y mientras decía así, acercó hacia su huésped la mesilla rodante donde la criada había puesto la rodela de plata con los manjares.

Abul-Krid iba a retirarse pero María le dijo: —Si eres tan gentil como tu padre, debes hacer compañía a una dama que está sola.

Como Harima continuara en silencio, María se le acercó aun más.

—Veo que estáis fatigada y aun creo que algo enferma.

—Gracias por vuestra hospitalidad; no estoy enferma sino entristecida como todos, y acaso más que todos —le contestó.

— ¡Si en algo os puedo aliviar!... murmuró María... Quizá os fuera más agradable estar con nosotras en el primer piso. Es aquello más íntimo y familiar.

Entre temerosa e indecisa ante el retraimiento de Harima, María sacó de entre su túnica un pequeño envoltorio de lino blanco primorosamente bordado. Estaba atado con una cinta verde y oro de la cual pendía un sello...—Si me permites —díjole María— te hago entrega de esto que ha traído para ti un mensajero de Petra que pasó por Jerusalén y al no encontrarte ha venido hasta aquí. Harima dio un salto y se incorporó como si hubiera visto un reptil pronto a saltarle al rostro.

— ¡El sello de Hareth!... exclamó con la faz enrojecida como una llama.

—Si, señora, es del Rey Hareth y su mensajero espera en el pórtico del castillo.

Habrá sabido que salí del encierro a que me destinó y mandará llevarme atada a una cadena... Y exhalando un dolorido grito se desplomó sobre el diván presa de una horrible crisis de nervios...

María quiso socorrerla pero ella rechazaba violentamente todo socorro.

—Por favor Abul-Krid, sube al primer piso y llama en la última alcoba de la derecha.

El joven árabe obedeció rápidamente y pocos momentos después Nebai, Vercia, Ilderin, Judá y Faqui invadían el gabinete, sin saber a ciencia cierta lo que ocurría.. . La infeliz Harima se retorcía en una convulsión horrible. Ni las compresas de agua de azahares, ni las esencias del más intenso perfume lograban calmarla.

—Llamad a Boanerges por favor —suplicó María— que lo que él no puede hacer, no lo hará nadie.

—Esperad —dijo el Scheiff Ilderin. Dejadme unos momentos solo con ella y creo que Nuestro Rey Inmortal Jeshua será conmigo para calmarla. Tomó el pequeño envoltorio de manos de María, tras de lo cual salieron todos de aquel gabinete.

— ¡Harima! —le dijo suavemente—. No juzgues como un tirano déspota y cruel a nuestro Rey caballeresco y noble. ¿Quieres escucharme? Te lo pido por vuestros hijos Malic, Adel y Arimé...

La tempestad iba calmándose y al oír tales nombres, la mujer comenzó a sollozar dolorosamente.— ¡No los veré nunca más! — Dijo entre sus sollozos, porque jamás pondré mis pies en esa tierra maldita... — ¡Mujer!..., acabas de presenciar el más maravilloso acontecimiento que ojos humanos pueden ver y hablas de esa manera. ¡El que te sacó del Peñón de Ramán donde estabas sepultada!, ¿no puede darte también la paz y la dicha?

—El entró en su Reino de otros mundos y no se ocupa de los infelices

—Espera, mujer... No sabes lo que dices. ¡No sabes lo que ha hecho tu hija Arimé!... desde que su padre tuvo el dolor de perder a la princesa Dalmira al dar a luz su primer hijo... ¿qué sabes tú de lo que es capaz de hacer una hija como la tuya, en el noble corazón de un padre como el Rey Hareth?

— ¿Qué me quieres decir con eso Scheiff Ilderin? —Preguntó vivamente Harima—. ¿Crees acaso que Hareth es como tú?

—Es tanto como yo, y mejor que yo. ¿Quieres leer su mensaje?

—Ábrelo tú y léelo. Yo no quiero leerlo.

El caudillo árabe desenvolvió la cinta de lino y sacó el pergamino que venía allí. Paseó su mirada por aquellos caracteres firmes y finos y sus negros ojos se iban llenando de lágrimas. Cuando terminó la lectura silenciosa dijo:

—Escucha mujer lo que hace por ti el Ungido de Dios que acabamos de ver desaparecer como un astro soberano tras de las nubes del cielo. Y el Scheiff comenzó a leer:

"Harima: Sabes que fuiste mi gran amor de la primera hora de la vida. Sabes cuánto luché para que amases mi Arabia de fuego y te adaptases a nuestras leyes y costumbres. Pero no has comprendido ni sabes cuánto padecí, al tener que doblar yo mismo mi frente ante el poder de la ley y la justicia, de los reclamos de mis jefes de gobierno y de mis jefes de armas. Si lo hubieras comprendido, no te habrías vengado de nuestro pueblo inocente, por lo que juzgabas como afrenta al orgullo de tu raza.

¡Harima! La esposa que tomé en sustitución tuya, está en el paraíso de Alá tres lunas hace y mi corazón ha quedado solo en la tierra. La visión tuya que nunca se perdió en mi horizonte, surge de nuevo más viva que antes. Si te sientes con fuerza para vivir la vida como corresponde a una esposa del rey de los árabes, ven a mi lado donde conquistarás de nuevo el amor de mi pueblo, porque el mío lo has tenido y lo tienes, ¡pues nunca pude olvidarte!...

Si aceptas, entrégate a Ilderin como si fuera tu padre y con él llegarás hasta mí que te espero... Hareth.

Los sollozos de Harima casi ahogaban la vibrante voz de Ilderin, que leía el fervoroso mensaje del rey

Hareth. Era la tempestad desatada en la selva con espantosa furia. Era la lucha formidable entre el orgullo y el amor. ¿Cuál vencería?

Boanerges que había sido llamado anteriormente, esperaba a la puerta. La vibración de aquel intenso sollozar llegó a su alma como el grito de un ave herida... y de inmediato comprendió por qué le habían llamado...

Era su laúd el que curaba aquellas tempestades del corazón que él conocía mejor que nadie, no obstante su juventud. Y el trovador de los bosques de Mágdalo comenzó a desgranar sus melodías como perlas de cristal para el alma atormentada:

¡Gime el ave entre los bosques

Viendo deshecho su nido!

¡Y llora su amor perdido

El humano corazón!...

¡Pero llega un nuevo día,

Se avivan las remembranzas...

Florecen las esperanzas

Como un divino arrebol!...

El amor de nuevo enciende

La claridad de sus cirios

Y se esfuman los martirios

En una explosión de azul...

¡Alma corre!... alma vuela

Que en una blanca mañana,

El amor en tu ventana

¡Bordará flores de luz!...

Los sollozos se habían extinguido en la penumbra de aquel gabinete encortinado de púrpura y el caudillo árabe esperaba la respuesta de la atormentada mujer. Y otra vez la canción del humilde y solitario trovador de los bosques de Mágdalo, había hecho el milagro de curar un corazón, doblemente herido por el orgullo y por el amor.

Harima ya serena habló:

—Dadme esa carta de Hareth, Scheiff Ilderin, y llévame hacia él cuando sea de tu agrado. El caballeresco árabe, dobló ante ella una rodilla en tierra y besándole la mano le dijo emocionado: Gracias señora, en nombre de nuestro rey y mío. Mañana al amanecer, partiremos hacia nuestra Arabia donde te espera la dicha y la paz.

Un suave halo de amor… como una onda luminosa, se esparció en aquel ambiente saturado de llanto y de pena y Harima y el Scheiff se levantaron de pronto, como si una misma fuerza los hubiera impulsado. Los dos habían tenido el mismo pensamiento: Jeshua… el Ungido de Dios a quien habían clamado en la hora acerba que transcurría, habíales enviado sin duda la radiación luminosa de su pensamiento a través de la tierna canción de Boanerges. Y al siguiente día el Scheiff con su hijo segundo Abul-Krid y su escolta de lanceros conducían a Harima a través del desierto a reunirse nuevamente con Hareth de Arabia que había sido su primero y único amor.

Jeshua… el Arcángel de Alá, el dulce Patriarca del desierto, había vencido el orgullo que los separaba y su eterno amor de Ungido divino, los unía de nuevo en esa etapa de sus vidas eternas… "En su cielo de amor nada negaba al amor"… parecía repetir lo que en la personalidad de Krishna había dicho más de una vez.

4.- SINTIENDO CANTAR LAS OLAS

En la vieja casona de Simón Barjonne heredada por sus hijos Pedro y Andrés, se hospedaron por esa noche muchos otros de los discípulos que habían acudido a la ribera del Lago para recibir la última bendición del Maestro. Allí se encontraban los Doce como se llamaba familiarmente á los íntimos de su escuela de Amor Fraterno y de Sabiduría Divina.

La presencia de aquellos hombres, todos de edad madura, menos Juan que contaba solo con veintidós años, era para todos como una sombra de árboles gigantescos en la árida soledad del páramo en que habían quedado. Y ellos, por ese fenómeno psíquico tan común en las nobles naturalezas, se sentían gigantes para proteger y amparar a todos los que había amado el Maestro...Sobre todo Pedro... ¡Qué grande se había ensanchado su corazón a la vista de todos aquellos seres que le habían seguido y amado a Él, que ahora no estaba en la tierra para consolarles y amarles!...

¡Y ellos se sentían amorosos padres para todos los huérfanos del gran padre y amigo que los había dejado! El amor del Cristo Divino que desbordaba de ellos como un caudaloso manantial, se expandió como un mar sin riberas por sobre todas las almas que les rodeaban. Ya no había lágrimas... ¡Habían llorado tanto!... Solo había incertidumbre sobre el mañana... dudas, vacilaciones... interrogantes más o menos hondos que acaso quedarían sin respuesta... ¿quién podría contestarles si ya no estaba Él que todo lo sabía? En su ofuscación e incomprensión de lo que era en verdad el Maestro para todos ellos y para toda la humanidad, no acertaban a imaginar que para un amor grande y eterno como el suyo, no existe la ausencia, ni la distancia, ni el tiempo. ¿No les había repetido innumerables veces que el Amor es más fuerte que la muerte?... Entre los refugiados en la vieja casa de las orillas del Lago, en torno a los Apóstoles se encontraban varios de aquellos jóvenes árabes que el Maestro había traído consigo desde el Monte Hor. Los lectores de "Arpas Eternas" no habrán olvidado a los dos muchachos de la tragedia de Abu-Arish, que tan profundamente interesaron el amante corazón de Jeshua. Ambos se habían unido en matrimonio con dos doncellas Itureas, de aquella familia que en su primer viaje a Ribla encontró el Maestro, que con sus nueve hijos y toda una manada de ovejas y antílopes, querían incorporarse a la caravana que iba a Damasco.

Habían sido desalojados de sus campos y se lanzaban en busca de la piedad de un pariente lejano que acaso les diera auxilio. La piedad de Jeshua adolescente, les había encontrado refugio hogareño y campos de pastoreo en la fértil Galilea donde quedaron definitivamente bajo el amparo de la Fraternidad Esenia, madre bondadosa de todos los desamparados. Y Abdulahi y Dambiri en sus andanzas de negocios como agentes comerciales del Scheiff Ilderin, bajo cuya tutela les pusiera el Maestro, encontraron sus almas compañeras en dos de aquellas doncellas Itureas, árabes de raza y de religión que unieron a ellos sus vidas ya que el mismo astro sereno les había alumbrado en sus horas amargas de dolor.

Abarina y Azurí habían encontrado el amor lejos de sus arrayanes y de sus palmeras, pero bajo la égida protectora de aquella dulce mirada, que era halo de piedad y de ternura para todos los dolores de la vida. Y Abdulahi y Dambiri, víctimas a los doce años de las rudas tormentas de la vida, vivían como en un sueño de paz y de dicha al lado de aquellas gacelas de las montañas Itureas, que les habían dado en hermosa ofrenda dos robustos niños a los cuales y en memoria del Maestro, llamaron Jeshua-Ben al uno y Jeshua-Bel al otro, con lo cual querían inmortalizar en la personalidad de sus hijitos dos grandes cualidades morales y físicas del Divino Maestro: Jeshua Bueno y Jeshua Bello. ¡Qué ingenio maravilloso da el amor para recordar y engrandecer al Amado!

La casa de Simón Barjonne en las orillas del Mar de Galilea, donde aún parecía resonar la voz del Maestro deshojando sobre todos ellos sus lirios blancos de paz y de amor, se convirtió aquella noche memorable en un solemne recinto de asamblea y de audiencias, donde los discípulos en unión con el anciano Simónides, José de Arimatea y Nicodemus, con Exequias y Eliezer del Gran Santuario de Moab más el Servidor del Carmelo Ezequiel de Esdrelon, tío de Juan, y los Servidores de los Santuarios del Hermon y del Tabor Abdías y Daniel —continuadores de la Obra apostólica desarrollada por el fundador de los tres Santuarios, Hilarión de Monte Nebo, fallecido como se recordará durante la infancia de Jeshua, trataban de reemplazar con todo su esfuerzo y buena voluntad al astro sereno y radiante que se había eclipsado para ellos como un sol que se esfuma en el ocaso, dejándoles a ciegas andar a tientas entre las sombras de la noche incierta.

Y con amorosa ternura… escuchaban las confidencias de todos los que referían sus situaciones del momento, como si fuera un inmenso signo de interrogación, en el oscuro telón del ignorado porvenir que se abría en el horizonte con trágicas amenazas.

Y así Abdulahi y Dambiri, mejor dicho Castor y Pólux, agentes comerciales del Scheiff Ilderin, manifestaron haber sido instalados debidamente en el Puerto Mediterráneo de Gaza, acompañados de Asvando su padre, aquel vendedor de café Moka que el amor del Cristo Divino había redimido en una gruta habitada por los Penitentes del Monte Quarantana. Zebeo y Juan hacían de notarios y el gran Libro Blanco de las anotaciones se iba llenando, con los relatos recogidos en la silenciosa tristeza de aquella noche... Era necesario conocerlos a todos los que Él había amado.

-¡Ni uno solo hemos de dejar olvidado, ni uno solo!-... decía el anciano Tholemi con la voz temblorosa de sus largos años.

—Fue uno de sus últimos encargos hechos a los amigos ancianos —añadió José de Arimathea… y con éste recuerdo, el querido profesor hierosolimitano dobló la cabeza sobre sus manos y un silencio de suprema angustia se estableció por unos momentos.

—Yo he sido —dijo Simónides— desde el momento que conocí a mi Soberano Rey de Israel, como el administrador de los tesoros de su reino en la tierra; y su primer ministro el príncipe Judá me mantiene en esta posición, no importa la carga de mis años… y aquí me tenéis todos, dispuesto a continuar lo comenzado por Él, la Santa Alianza, esa fuente inagotable de beneficios para todos los que le han amado y reconocido como al Ungido Divino, sacrificado inicuamente por el Sanedrín.

—No restemos brillo al divino recuerdo de la gloria en que Él acaba de entrar, con las sombras maléficas del espantoso crimen en que ésos infelices se han hundido para su desgracia —dijo el Servidor del Monte Carmelo, Ezequiel. —"Dejad a los muertos enterrar a sus muertos" decía Él y continuemos nosotros su vida de amor y de paz, para merecer su presencia eterna en medio de nosotros.

Y ante la mesa de las anotaciones, donde antes tantas veces habían comido reunidos con el Divino Maestro, fueron desfilando todos cuantos recibieron a orillas del Lago su última bendición. Osman y Ahmed, los dos jóvenes árabes que le acompañaron en su misión en Damasco y que eran agentes comerciales en Joppe como auxiliares de Marcos, se presentaron ante el venerable Consejo de los Ancianos, llevando cada uno de la mano una doncella tocada de blanco como las esenias, que también habían estado presentes en la gloriosa despedida del Maestro.

Entonces Tholemi de Alejandría que reconoció en ellos a los ex-discípulos de Melchor en el Monte Hor, se incorporó en el estrado, al mismo tiempo que ambas doncellas se arrodillaban según la costumbre para recibir la bendición de su amor. Y el anciano tembloroso y emocionado en extremo, las levantaba diciéndoles:

—Hijas mías, al amor no se le recibe de rodillas sino de pié, con la frente alta y descubierta para que caiga sobre vuestras cabezas la gloria de los cielos, desde donde Él y no nosotros bendecimos vuestros esponsales. Y uniendo las manos de los dos muchachos con la diestra de sus elegidas, les bendijo en su amor a la usanza de Arabia.

En mi calidad de Administrador del Soberano Rey de Israel – dijo Simónides, corre por cuenta de la

Santa Alianza, la dote de estas doncellas.

¿Cuando se realizará el matrimonio?

—De aquí a tres lunas según la costumbre de nuestro país.

—Bien; mi agente Marcos os entregará para entonces la llave de vuestros nidos, que vosotros llenaréis de amor y de fe en memoria del que todos amamos.

Y aquellos humildes esponsales a la vera del Mar de Galilea, sintiendo cantar sus olas y gemir el viento entre las encinas y las palmeras, fueron a llenar otra página del Libro Blanco de anotaciones, que continuaba llenándose con los nombres de los amigos de Jeshua.

5.- LA HEREDAD DEL PADRE

—"La humanidad de esta Tierra es mi herencia eterna" había dicho más de una vez el Divino Maestro a los íntimos suyos. "Vosotros sois mis continuadores —había añadido— los herederos de este legado eterno". Y llegó el momento de repartir la herencia... El Mapa-Mundi debería ser dividido en trozos, no para usufructuar sus riquezas, tesoros y capitales, sino para ofrendar esfuerzos, capacidad, voluntad y hasta la vida, por las porciones de humanidad que a cada uno le tocara en suerte.

Y los discípulos apoyados por los Ancianos de los Santuarios y por José de Arimathea y Simónides, comprendieron que no era en esa noche que debían enfrentarse con el inmenso problema de dividirse el mundo entre todos. Puesto que allí no estaban todos los dirigentes de la Santa Alianza, cadena eterna de oro y diamantes que les había dejado el Maestro, uniendo esfuerzos y corazones, resolvieron pues realizar una asamblea solemne unos días después y en un sitio determinado por unánime voluntad. ¿Qué día y qué sitio Sería ese? José de Arimathea rompió el hondo silencio que siguió a ese interrogante…

—Ningún templo, ningún Santuario más santo y bendito, ni más amado a nuestro corazón que el hogar de Myriam, la madre mártir de nuestro Augusto Mártir.

Muchas veces estuve en ese austero cenáculo Nazareno y sé que honramos con ello su santa memoria. Llamemos allí a los más capaces de prudente colaboración: al Príncipe Judá, al Hach-ben Faqui, al Scheiff Ilderin, que fueron columnas firmes de sostén en el vasto edificio levantado por el amor del Cristo, y todos en pleno acuerdo esbocemos el plan a seguir.

Como la noche avanzaba, dieron por terminadas aquellas deliberaciones y hemos de pensar amigo lector, que el sueño, el cansancio y el dolor, aquietaron por fin aquellos corazones hasta el nuevo día que todos esperaban.

Y nosotros lector amigo, llegándonos silenciosamente como las sombras de la noche a la vieja casona de Simón Barjonne, encontramos que Pedro, su dueño, no estaba entonces en ella. Con solo dos palabras a su hermano Andrés, habíase marchado no bien quedaron en suspenso las deliberaciones, para continuarlas unos días después.

—Vuelvo a Judea —le había dicho, pero estaré de vuelta de aquí a tres días. Y sin más explicaciones a su asombrado hermano, había tomado de las cuadras un buen caballo de los muchos alojados allí, desde que los amigos de Jeshua habían dejado Jerusalén para correr a Galilea, donde el Divino Amado les había dado la última cita de amor. Y Andrés le vio ajustar al cuello su turbante, embozarse cuidadosamente en su manto y salir a galope tendido por el camino del sur, como un oscuro fantasma que pronto se perdió en las sombras de la noche.

— ¿A qué irá? —Pensó Andrés— grave será el asunto que le lleva, cuando abandona la casa a esta hora y sabiendo que su presencia aquí es necesaria… Se retiró al pabellón en que ya dormían sus compañeros y aunque hubiera querido dormir horas y más horas, no pudo conseguir que el sueño cerrara sus ojos. ¡Tan alarmante era para él la partida inesperada y súbita de Pedro! ¿Qué había pasado por el alma buena y sencilla de aquel hombre enamorado del Cristo, al cual había negado en un aciago momento de inconsciencia y debilidad? …Veámoslo...

Cuando los últimos resplandores de aquel ocaso de gloria se habían extinguido, borrando del infinito azul la imagen radiante del Cristo, que había desaparecido a la vista de todos, Pedro se había refugiado entre una mata de arbustos, a llorar sin consuelo... a llorar su pena por haberlo perdido y su desesperación por haberle negado, justamente en los trágicos momentos en que Él más necesitaba de amigos fuertes y fieles, que fueran capaces de sacrificarlo todo por Él.

Es cierto que todo aquello había pasado como un relámpago funesto y El Amado Maestro era ya glorioso y feliz en el Reino de Su Padre. Pero un alma noble y justa como la de Pedro no podía sustraer Fe a esa angustia mortal que se llama remordimiento y que se aviva intensamente cuando el ser amado lo ha perdido para siempre. Y cuando… semi tirado entre el césped lloraba desesperadamente, sintió que alguien se acercaba sin ruido y le envolvía en una suave frescura.

Al descubrir su cabeza, toda envuelta en el oscuro manto… ¡le vio a Él!... si a Él, que después de su negación espantosa aún le prefería con su delicada ternura.

— ¡Pedro!... ¿Me amas? le preguntaba la visión con su voz sin ruido.

— ¡Oh Señor!... ¡Tú sabes que yo te amo, aún cargado con la infamia y la iniquidad!...

- No es hora de llorar…sino de realizar mis obras de amor. Hay otro que llora más que tú y que llama desesperado a la muerte...

— ¿Judas? —gritó Pedro… porque captó el pensamiento del Cristo.

— ¡Sí, Judas!... Ve hacia él, que entre las sombras de una feroz demencia, ha luchado cuarenta días y está al borde de la sepultura. Le guarda un penitente en la que fue gruta de los leprosos, en el Monte de los Olivos. Sólo tú… que te sientes agobiado por tu pecado, puedes tener piedad de quien pecó más que tú. Pedro… anonadado por lo que veía, no pudo articular palabra y la visión se había esfumado dejándole no obstante una llamarada viva de amor, de vitalidad, de nueva energía, que lo hacía capaz de consolar en ese instante a todos los delincuentes desesperados que hubiera en el mundo.

Explícate pues, lector amigo, por qué Pedro se había lanzado a carrera tendida en su caballo por el camino del sur…

Si al pasar por la puerta de una ciudad, algún centinela le gritaba: ¡Alto ahí! El gritaba más fuerte: ¡Orden del Rey! y seguía corriendo sin detenerse y sin volver la cabeza atrás.

¡Decía la verdad! Era orden de su Rey al que él había tenido la debilidad de negar en una hora fatal, y al cual quería probarle entonces, que era capaz de sacrificarlo todo por obedecerle. Y el centinela quedaba

Inmovilizado, por la certeza de que aquel hombre llevaría el aviso de un complot o el indulto de un reo que debía ser ahorcado al amanecer. Sólo dos veces se detuvo Pedro, en su enloquecida carrera: en Arquelais y en Phasaelis, para dar de beber a la pobre bestia, que tan dócilmente le conducía a cumplir la orden de su Rey inmortal.

Cuando el sol se levantaba apenas en el horizonte, Pedro se detuvo al pié de los dos primeros cerros del Monte de los Olivos, que se abrían en una oscura garganta para dar paso al camino tortuoso y sombrío que llevaba directo a Jerusalén. Se apeó del caballo y llevándole de la brida, comenzó a buscar la antigua gruta de los leprosos a donde más de una vez, había acompañado al Maestro a remediar la angustia de los infelices atacados del horrible mal. Al volver un recodo de la montaña, se encontró con un hombre de edad madura que recogía los últimos racimos de las vides trepadoras y olivas negras que alfombraban el suelo. Vestía como los penitentes de los esenios y Pedro le interrogó en el acto:

— ¿Eres tú el que guardas a Judas moribundo?

—Si será Judas, Jaime o Simón, no lo sé amigo, pero tengo en mi cueva un hombre que recogí medio muerto en el fondo de un barranco, hizo ayer cuarenta días y nadie vino por él antes que tú.

—Soy su hermano y vengo a buscarle — dijo Pedro con temblor en la voz, pues acababa de tener la comprobación de que la visión que tuviera la tarde antes, era realmente de su amado Maestro, que en el instante de entrar a su Reino, quería unir en su amor a los dos infieles de la última hora: al que le había negado y al que le había entregado. ¡Cuán grande y excelso era su Maestro, que amaba así a dos míseros reptiles que le habían herido con su veneno! Sin poderse contener, Pedro cayó de rodillas ante el penitente asombrado y en entrecortados sollozos le decía:

— ¡Yo soy más delincuente que tú y debía vestir ese áspero capuchón y vivir en las cuevas apartado de los hombres!...

El penitente no comprendía el significado de las palabras que Pedro hablaba entre sollozos y se limitó a decirle:

—Cálmate hombre que tu hermano aún vive y yo te llevaré hasta él. Sígueme.

El caballo de Pedro, suelto a medias devoraba el césped y los últimos pámpanos amarillentos de las vides que perdían lentamente sus hojas. ¡Había corrido tantas millas al empuje de aquel amo, que parecía no conocer el cansancio y la fatiga!

A poco andar, el penitente saltó sobre unos gruesos troncos de encina que cerraban el paso y detrás de ellos vio Pedro la entrada a la cueva, que ahora encontraba tan trágica y espantosa y que en otra hora le había parecido un paisaje hermoso en su agreste soledad.

Pensó en la augusta presencia de Aquél que ya no estaba a su lado, como en aquella hora que ya no era más que un recuerdo… y sus ojos se inundaron de llanto, quedando paralizado en la puerta.

—Entra hombre— le dijo el penitente. ¿No traías tanta prisa por tu hermano herido?

— ¿Quién anda aquí? —preguntó la voz áspera de Judas. —Tu hermano Simón que viene a buscarte —le contestó Pedro. Se hizo un silencio de muerte, durante el cual los que entraban comenzaron a percibir en aquella oscuridad, el bulto de un hombre con la cabeza vendada y sentado en un lecho de pieles de oveja.

Pedro se acercó hasta arrodillarse en el lecho y abrazó aquella cabeza vendada; y un rudo sollozo como el estertor de dos agonías juntas resonó en las tinieblas de la caverna, mientras el penitente hacía inauditos esfuerzos para dominar su emoción y también para comprender lo que pasaba en el alma de aquellos hombres.

Cuando la tempestad calmó, Judas habló el primero. — ¡Pedro!... ¿Por qué viniste? ¿Pedro por qué viniste?...

— ¡Porque Él me mandó! —contestó Pedro… y se echó a llorar como un niño.

—Pero ¿Él vive?... ¿Estás loco o no sabes que le mataron en la cruz de los esclavos rebeldes, aquellos verdugos infames a quienes yo le entregué, para que le reconocieran como Rey de Israel? — ¡Ha salido del sepulcro lleno de gloria y de majestad! — contestó Pedro cuando pudo hablar. Y en el instante mismo de entrar en su Reino ha pensado en nosotros Judas; en ti que le entregaste a sus enemigos y en mí que le negué cobardemente cuando estaba prisionero…

Este doloroso diálogo fue interrumpido por el Terapeuta, que acudía todas las mañanas a llevarles los alimentos y a continuar la curación del herido. Al sacar los vendajes, encontró que las heridas estaban curadas y que los párpados se abrían perfectamente.

— ¡Señor! —gritó Judas como enloquecido. — ¡Yo te entregué a la muerte y tú me has devuelto la vista perdida y la vida que yo quise terminar!... ¡Hijo de Dios!... ¡Hijo de Dios! y cayó exánime sobre las pieles de oveja que durante su larga agonía le habían servido de lecho.

El Terapeuta acudió a las redomas que siempre llevaba en su bolso de peregrino, con elixires, esencias y jarabes, para procurar la reacción de los enfermos y con el pensamiento puesto en acción, según ellos acostumbraban, después de unos momentos Judas volvió a su estado normal.

—Ambos debéis tener calma y serenidad —díjoles el Terapeuta, que era un hombre de unos 50 años. Sé lo que es el tremendo dolor de ver morir ajusticiado, a un hombre amado en el cual se encerraba el ideal de justicia y de bondad, que en nuestra alma vivía como una antorcha divina. Yo fui esclavo del mártir Judas de Galaad sacrificado al mismo ideal por el que ha sido ajusticiado el Mesías anunciado por los profetas. Fui su esclavo por ley, pero fui su amigo, casi su hijo, por la comprensión y por el amor con que él anuló mi esclavitud, para dejarme seguirle como una sombra en sus correrías de apóstol y de proscrito. Vosotros habéis tenido el consuelo supremo de ver la gloria del Cristo Mártir, después de la tristeza del sepulcro y no tenéis derecho ninguno a la angustia y a las quejas.

Yo le vi pendiente de la horca y pasé tres días luchando contra los cuervos que acudían a despedazar su cadáver, hasta que Simón de Bethel, pariente suyo, consiguió el permiso para darle sepultura en una cueva ignorada que solo yo conozco.

—Tienes razón —dijo Pedro— pero tú no pecaste contra él como nosotros hemos pecado. El remordimiento, es un agudo puñal que nunca jamás podremos arrancar de nuestro corazón. ¡Pareciera que se va hundiendo más y más hasta atravesarnos de parte a parte!

Judas lloraba en silencio, sin un movimiento, sin una señal de vida como no fueran gruesas lágrimas que rodaban de sus ojos entornados. Por fin hablo en un grito que parecía un quejido.

—Si Él hubiera muerto maldiciéndome, hubiera yo sufrido menos, pero ha muerto amándome, y me sigue su amor como una luz que da más claridad a mi delito, y ¡esto no lo puedo soportar Pedro!... ¡Mátame por piedad y me habrás hecho el más grande favor en esta vida!...Y Judas estrujó las manos de Pedro, como presa de un delirio enloquecedor.

—Judas…lavemos con lágrimas nuestro pecado y tengamos el valor de vivir con el puñal clavado en el corazón, —díjole Pedro en quien se había despertado vivamente la conciencia de su deber. Y si Él nos ha constituido herederos de la herencia eterna que le dio el Padre y continuadores de su apostolado del amor fraternal entre los hombres, no podemos claudicar de nuestro pacto con Él… porque nos haríamos doblemente culpables.

—Yo no nunca jamás podré compartir la tarea con vosotros —respondió Judas con indecible angustia. En todos estará vivo siempre el recuerdo de mi delito, que para todos es una espantosa traición aunque yo solo sé el móvil que me impulsó. Fue la soberbia Pedro, fue el orgullo oculto y disimulado de querer al Maestro como un poderoso rey sobre todos los reyes de la Tierra, y Cierto de que fui yo el único de sus íntimos que había cooperado a su exaltación al trono de David y Salomón... ¡Quería su grandeza para engrandecerme yo por encima de todos vosotros!... ¿No lo has comprendido Pedro?

Me desesperaba hasta enloquecerme, el amor y la confianza que el Maestro te brindaba a ti, la ternura paternal para Juan, su predilección por Zebeo y Judas el hijo de Tadeo... Y en mi locura de celos y de envidia, quise ponerme de un salto sobre todos y caí de bruces en este abismo de espanto y de remordimiento...

El Terapeuta cuyo nombre era Esaú, intervino nuevamente.

—Puesto que ambos sois discípulos íntimos del Mesías Mártir, no os será desconocido el viejo proverbio de sabiduría que dice: "El amor salva todos los abismos". Y el amor salvará ese abismo en que te ves hermano Judas. ¿No te ama acaso el Cristo? ¿No te ama Pedro que ha venido a buscarte? ¿No te amo yo, que sabiendo lo sucedido te he traído alimentos y te he curado durante más de cuarenta días?

Ni vosotros ni yo, podemos ni debemos servir como triste demostración de que han sido inútiles las enseñanzas y el sacrificio del Mesías… es como si no nos hubiera hecho capaces de amar al prójimo por encima de todas las cosas. ¿No dijo Él más de una vez que no vino para los justos sino para los pecadores?; ¿que no vino para los sanos sino para los enfermos? "Porque los justos —añadía —ya son salvados por sí mismos, y los sanos no necesitan del médico".

- Tú tienes contigo la luz del Cristo hijo de Dios vivo —dijo Pedro —y tus palabras son un bálsamo para nuestras almas atormentadas por el remordimiento. Comprendo Judas tu resistencia a unirte a nosotros después de todo cuanto ha ocurrido. Pero aquí tienes a este hermano Terapeuta que te abre sus brazos para cobijarte. En Galilea me esperan y debo volver de inmediato; pero como no quiero dejar a Judas solo y desamparado, dame la seguridad de que tú serás para él como sería yo mismo... Más aún, como sería nuestro Maestro que me mandó venir a buscarle.

El Terapeuta tendió sus manos a Pedro que las estrechó efusivamente y le dijo:

—Te lo prometo por la santa memoria de nuestros mártires inolvidables: El Cristo Hijo de Dios, Juan el Bautista y Judas de Galaad.

Y volviéndose Pedro a Judas… le dijo con la voz temblando de emoción:

—Judas… recordarás que muchas veces, cuando el Maestro se ausentaba de nosotros, me encargaba encarecidamente cuidar de todos vosotros. Yo obedezco a esa voluntad suya y te pido también a ti la seguridad de que serás dócil a este hermano Terapeuta, a quien te dejo confiado.

— ¡Te lo prometo por El!... ¡sólo por El! —contestó Judas en un sollozo.

— ¿Dónde podré encontrarte otra vez? volvió a preguntar Pedro.

—En Haceldama, no lejos de aquí, tengo un solar de tierra con una choza abandonada; perdido entre montañas. Allí pasaré el resto de mi vida que será siempre lo que para mi desgracia he querido que sea: ¡Desesperación y tinieblas!

— ¡No! —Dijo el Terapeuta, —porque quedo yo aquí para recordarte que tu vida será lo que el Cristo glorioso quiere que sea: ¡Luz, esperanza y amor!

Judas dobló la cabeza sobre el pecho y Pedro salió precipitadamente, tomó de nuevo su caballo y llevándole de la brida salió a campo descubierto en busca del camino.

Antes de bajar del último cerro, miró hacia Jerusalén cuyas cúpulas y torres resplandecían a la luz del sol del mediodía.

Al vivo recuerdo del tremendo sacrificio, le pareció que un cielo con tintes de sangre envolvía a la ciudad asesina de profetas y de justos. Y volviendo la cabeza como quien ve un horrible fantasma, descendió a galope la colina y tomó el camino del norte, no con la misma prisa que había traído al obedecer el mandato de su Rey eterno.

—Te esperábamos para marchar juntos a Nazareth —dijo José de Arimathea a Pedro, no bien llegó de su improvisado viaje.

—Estaba ansioso por llegar y aquí me tenéis, dispuesto a todo lo que mandéis —le contestó de inmediato.

—Es que ninguno de nosotros puede mandar —arguyó el anciano Simónides— porque todos somos subordinados del Soberano Rey de Israel… que nos guía desde su Reino inmortal.

—Jaime se llevó ya a Myriam y a todas las mujeres que se alojaban en el Castillo de Mágdalo. Hananí marchó también con los alojados en su casa, y solo faltamos nosotros.

—Vamos pues —dijo Pedro.

Era de ver aquella heterogénea caravana de ancianos y mujeres montados en asnos, y hombres jóvenes a pié, llevando todos un pequeño fardo a la espalda, pues ignoraban cuanto tiempo habían de permanecer en Nazareth ni qué rumbo les tocaría seguir, después de las graves y decisivas resoluciones que debían tomar.

Para los lectores de "Arpas Eternas", la vieja casa de Nazareth es un escenario muy conocido.

Nada había cambiado en ella, como no fuera el uso que al poco tiempo de la muerte de Jhosep comenzó a dársele al taller de carpintería y a los depósitos de madera. Por iniciativa del tío Jaime y con la cooperación de la Santa Alianza y la aprobación de Simónides, el insustituible administrador de los tesoros del Rey de Israel, todo aquello se había convertido, mediante pequeñas transformaciones, en un refugio para ancianos y mujeres desamparados. Y allí había una veintena de ellos.

Los Terapeutas del Tabor, vigilaban de cerca aquella dolorida porción de humanidad y dos ancianas de la Cabaña de las Abuelas del Monte Carmelo, eran las madres que llenaban de tiernas solicitudes aquellas pobres vidas, agobiadas de soledad y de incertidumbre.

La llegada de Myriam con tan numerosa compañía, fue para la silenciosa casa de Nazareth un gran acontecimiento. En dos grandes carros, semejantes a los que en la Edad Media se llamaban Diligencias, habían traído a las mujeres y a los niños. Mientras los hombres y gente joven en asnos o caballos, daban a la vieja casa de Joseph el justo, el aspecto de una aldea en un día de feria.

Una curiosa alarma se extendió entre los vecinos, la mayoría de los cuales estaban al tanto de lo que el Sanedrín había hecho con el hijo santo de Myriam, con el Profeta de Dios que curaba todos los males de los hombres.

¿Sería que los Doctores del Templo querían borrar su espantoso crimen, indemnizando a la Madre por la injusticia atroz cometida contra el hijo?

Y cuando tras los viajeros llegaron los asnos cargados de sacos de provisiones y fardos de toda especie y tamaño, los vecinos buscaban otra conjetura para satisfacer su curiosidad.

¿Sería que la infeliz madre habría vendido el viejo solar Nazareno, para no ver más aquel nidal de sus días felices que no eran ya más que un querido recuerdo?

Tú y yo sabemos, lector amigo, que el Divino Nazareno había sembrado rosales de amor sobre la tierra, y sus idealistas seguidores iban allí a repartirse el mundo ¡para continuar la siembra maravillosa!

Si la inconsciente humanidad, hubiera sido capaz de hacer una obra justa con las cosas inanimadas y con los parajes que fueron humilde escenario de los amores santos del Cristo, y de sus más sublimes desbordamientos de fe, de claridad divina y de amor supremo, esa vieja casona del justo Jhosep, hubiera debido ser el más grandioso Santuario de la fe cristiana, que inmortalizara en una estupenda creación de mármoles eternos y de madera incorruptible, la cuna del Cristianismo que El había dejado establecido sobre la base de su vida excelsa y con la coronación de su muerte heroica. Inmortalicemos nosotros la gloria de la vieja casa de Joseph, el justo de Nazareth, con los trazos radiantes que nos presta la Luz Eterna, maga de los cielos que copia con maravillosa exactitud, todos los hechos que el paso de las humanidades sobre los mundos va sembrando como un interminable collar de perlas negras, rojas y blancas!...

Todos los hombres jóvenes, con el príncipe Judá, el Hach-ben Faqui, el Scheiff Ilderin, Juan, Felipe y

Marcos como avanzada, iniciaron las actividades para procurarse las comodidades necesarias antes de que llegara la noche.

¡Qué grandiosa solemnidad la de aquella noche, en la vieja casa de un artesano, en que unos pocos habitantes de la Palestina se reunían en torno de una idea, cuando el que la había hecho germinar en sus almas no estaba ya como hombre sobre la tierra!

¡Los racionalistas y positivistas, de haberlo sabido, habrían dicho con lástima y quizá con desprecio!:

"He ahí un núcleo de pobres ilusos, que lo dejan todo para reunirse a deliberar sobre la construcción de un castillo en el aire, con las volutas de humo de un perfume que ya se esfumó llevado por el viento!

¡Cuán lejos estamos a veces los seres humanos aun ilustrados por las ciencias y las letras!... ¡cuán lejos estamos de captar la onda luminosa de los designios divinos, la Idea Eterna, que queramos o no, marca derroteros imborrables a las humanidades y a los mundos habitados por ellas!

En la vieja casona del austero artesano de Nazareth, se dio forma definida y real en aquella noche, a la difusión de las enseñanzas del Cristo en todo el mundo civilizado de entonces, con la convicción profunda de que su augusto y divino Fundador habría de dirigir la Obra, como un sabio arquitecto que esboza en una hoja de papel, creaciones de piedra para que otros que comprenden su técnica se encarguen de realizarla.

-Todos esperamos indicaciones tuyas, Myriam —le dijo dulcemente José de Arimathea cuando terminó la frugal comida del anochecer.

Y ella, la dulce madre con una admirable y serena calma contestaba:

—Yo sólo me dejo amar de todos vosotros… en reemplazo del que ya no está a mi lado. Haced pues lo que creáis más conveniente para todos y lo que más le hubiera complacido a Él… Y esta frase de Myriam: "lo que más le hubiera complacido a Él" fue tomada aquella noche como base de todas las deliberaciones.

Pudo bien decirse, que en ausencia del Hijo excelso, fue la Madre quien demarcó la ruta que había de seguir el Cristianismo naciente.

El lugar denominado "Cenáculo" en las casas pertenecientes a lo que llamamos clase media, era la habitación de mayores dimensiones y también la mejor ornamentada y con todas las comodidades necesarias para el uso que se le daba.

La hospitalidad en el Oriente y en aquella época, era de uso corriente entre las gentes de bien, y mucho más entre los afiliados a la "Fraternidad Esenia". El cenáculo era pues, sala de recibo, comedor y sala-dormitorio de huéspedes, cuando los había en casa. Para todos esos usos estaba dispuesto el Cenáculo con su gran mesa central que ocupaba las dos terceras partes de las dimensiones de aquella sala y que aún podía extenderse, mediante alas que se doblaban o se abrían en los extremos según los casos.

Los estrados, de dos pies de altura y cuatro de ancho, adosados al piso y al muro y que circundaban la sala en todas direcciones, siempre cubiertos de tapices y mantas, según la categoría de sus propietarios, hacían del Cenáculo un excelente dormitorio de huéspedes. La gran mesa central, rodeada de escaños o divanes, modestos o de lujo según la capacidad financiera de sus dueños, lo hacía apto para festines familiares muy concurridos y celebraciones de fechas que a todos eran queridas. A esto hay que añadir, que estaba comunicado por medio de un arco sin puerta, con la cocina o sala de la hoguera cuyo cálido resplandor llegaba al Cenáculo cuando se descorría la pesada cortina de lana en invierno y de junco en verano. Y en el Cenáculo de Nazareth y por indicación de Jeshua, se había añadido sobre el estrado frente a la entrada, una repisa donde aparecían las Tablas de la Ley, imitación de las que Moisés bajó del Sinaí, pero labradas en madera por las hábiles manos de Jhosep, el querido artesano de Nazareth. El gran libro de las

Escrituras Sagradas, y un candelabro de siete cirios completaban el altar hogareño que aún parecía conservar los vestiglos de las manos líricas del Maestro, hojeando aquellos viejos pergaminos.

Esbozado el escenario, entramos lector a ese templo familiar, pleno de santos recuerdos y de ternuras inolvidables, donde todo estaba santificado por la augusta presencia del Cristo, que muchas veces había desbordado allí su alma en explosiones de amor y de luz divina, en horas de íntima unión con la Divinidad.

Myriam… silenciosa fue a sentarse en su sitio acostumbrado, a la izquierda de la repisa-altar, dejando libre el sitio de la derecha que siempre ocupó Jhosep, y después Jeshua... ¿Quién podía atreverse a ocupar aquel sitio, en aquellos momentos en que la querida memoria de los amados ausentes se hacía tan intensa y viva? En todos los ojos brillaban como un cristal las lágrimas no derramadas, sino esfumadas en silencio.

Y el estrado fue poco a poco llenándose de seres silenciosos que se movían sin ruido, como sombras austeras y graves, absorbidas por pensamientos profundos.

Las esposas buscaron el acercamiento a sus maridos, los hijos a sus padres, los amigos a sus más íntimos amigos y compañeros. El tío Jaime se había colocado junto a su hermana, siguiéndole Pedro, José de Arimathea, Simónides. Zebedeo y Hanani, los Ancianos de Betlehen, Elcana, Eleazar, Josías y Alfeo. Les seguían algunos Terapeutas del Santuario del Quarantana con Jacobo y Bartolomé, que en su gran modestia, bella herencia de Betzabée y Andrés, hubiesen querido estar en la sala de la hoguera contigua, pero allí estaban los Servidores del Tabor y del Carmelo, ubicando a todos en sus respectivos sitios. Y el sitio primero de la derecha siempre quedaba vacío.

Nicodemus se ubicó en el sitio siguiente, después el Scheiff Ilderin, Gamaliel y Nicolás, Boanerges, con los jóvenes que él hospedara en su habitación.

María de Mágdalo… sintiéndose demasiado sola y no encontrando quizá ningún lugar a su gusto, tomó un pequeño tapiz y se sentó a los pies de Myriam, que intensamente emocionada desde el principio, se limitó a acariciarle la cabeza sin hablar palabra. Visto esto por otras de las compañeras jóvenes, fueron haciendo una segunda fila y María de Bethania y Dina de Sebaste, se sentaron también a los pies de Pedro y de Jaime. La Druidesa Gala Vercia y los suyos, fueron invitados a participar de la gran asamblea y ocuparon el ángulo de la izquierda, mientras Ana, Noemí, Nebai, Thirza, Marta y las más ancianas, ocuparon el ángulo de la derecha.

En los escaños, alrededor de la mesa central sobre la que aparecía extendida una gran carta geográfica con el diseño de los países civilizados de entonces, se sentaron Judá, Marcos, Faqui, Esteban, de la escuela de Jhoanán el Profeta del Jordán y Felipe el joven, ambos de origen griego y a quienes Pedro había tomado corno escribas particulares de los Doce.

Eran pues cinco escribas que dominaban cinco idiomas de los más vulgarizados en aquella época: el latín, idioma oficial romano que se podía decir era mundial, por el dominio que ejercía Roma sobre la mayor parte del mundo,… el árabe, el hebreo, el sirio-caldeo y el griego, muy desarrollado en Antioquía y casi en toda la parte norte de Siria y el sur de la Mesopotámica.

Junto a los cinco escribas, tomaron puesto los dos Ancianos venidos del Gran Santuario de Moab, donde desempeñaban el cargo de Archiveros,… Eleazar y Ezequías, y los Servidores del Carmelo y del Tabor.

Y el sitio primero, a la derecha de la repisa-altar de las Tablas de la Ley y los Libros de los Profetas… ¡quedaba siempre vacío!

El anciano Esenio Eleazar de Esdrelon, recitó en hebreo y con emocionante ternura, el Salmo 23 en que el alma sumergida en el Infinito Océano divino, se abandona en confiado amor a la Eterna Potencia Creadora, con aquellas dulces palabras:

"Dios es mí pastor y nada me faltará".

"Entre delicados pastos me hará pacer".

"Junto a mansas aguas me vigilará".

"Confortará mi alma y me guiará a sendas de justicia por amor a su Nombre".

"Aunque camine por valles de sombras de muerte, no temeré mal ninguno,

Porque tú mi Dios estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento".

"Aderezarás la mesa delante de mí, en presencia de mis perseguidores, pues ungiste mi cabeza con tu óleo y mi copa está rebosante de tu elíxir de amor".

"El bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida y en tu casa Oh Jehová ¡moraré hasta el último de mis días!

—Así sea por siempre —contestó a coro la multitud.

—Myriam, mujer escogida, vaso de amor y de llanto. —Dijo el anciano— que trajiste a la vida terrestre el Verbo de Dios, di en su nombre la primera palabra que inicie nuestra asamblea.

Y la tierna y dulce madre del Cristo Divino, con su débil vocecita de alondra herida, dijo como en un gemido: — ¡Que Dios misericordioso y el amor de mi Hijo, sean en medio de esta santa convocación!

El silencio propio del hondo llanto contenido en el pecho por cuántos estaban presentes, se extendió como una onda suave de ternura y de dolor por el vasto Cenáculo, donde casi hubiera podido sentirse el latir de los corazones.

La quietud era inmensa… como un abismo tibio de suavidad infinita. Nadie se movía y en la penumbra violácea de los cirios comenzó de pronto a extenderse una rosada claridad como de lámparas invisibles que fueran encendiéndose unas en pos de otras.

La onda de luz vertía resonancias como si a lo lejos, muy a lo lejos, pulsaran laúdes y cítaras acompañando voces que cantaban salmos en lenguas desconocidas.

Y todos recordaron en silencio, que igual fenómeno vieron realizarse la noche inolvidable en que el Divino Mártir se había despedido de todos para ir hacia la muerte, hacia el tremendo holocausto, que empezado en su agonía de Getsemaní terminó en las tinieblas del Gólgota.

Un llorar silencioso y extático se extendió con gran intensidad en el ambiente y pequeños focos de luz, como temblorosas luciérnagas, se posaron un momento en todas las cabezas inclinadas sobre el pecho, y en el sitio vacío del estrado, a la derecha de la repisa-altar, apareció una estrella radiante de los colores del arco iris que llenó el Cenáculo de tan viva claridad, que siendo imposible resistirla a las humanas miradas, todos debieron cerrar los ojos deslumbrados. ¡Es la Luz Divina de Cristo… que guía los pasos de quienes seamos capaces de seguirle, por la senda del amor y del sacrificio señalada por Él! —dijeron los ancianos Esenios que presidían aquella primera convocación del Cristianismo naciente.

La tradición oral, precioso cofre de oro de la alborada cristiana, ha llamado a esta magnífica manifestación espiritual: "La venida del Espíritu Santo", designación admirable en su místico significado y más admirable aún en la realización a que dio lugar entre todos aquellos que tuvieron la feliz oportunidad de presenciarla.

¿Quién podría en adelante, claudicar de un pacto sellado de tan elocuente manera, con Aquél que les había amado y les amaba hasta más allá de la muerte?

¿Quién podría pronunciar la primera palabra después de lo que habían visto y oído?

Todos se precipitaron hacia aquel sitio vacío antes y donde temblaba suavemente, como suspendida de hilos invisibles, la estrella radiante de luz que iba esfumándose suavemente, como suavemente se había encendido a la vista de todos.

— ¡El nos guía! — ¡El está en medio de nosotros!

¡Es el Reino de Dios que comienza en la tierra para los que hemos reconocido a su Hijo! ¡Es el paraíso de Dios que baja a los oscuros valles terrestres!...

— ¡Ya no habrá más dolores, ni enfermedades, ni muerte, porque la tierra se ha convertido en cielo y todo será luz y gloria para los amadores del Cristo Hijo de Dios!

Y los emocionados clamores de amor y de júbilo, continuaban en todos los tonos y entremezclados con tiernos abrazos y efusiones de ternura, de dicha suprema, en que ninguno era dueño de dominar su entusiasmo y alegría interior. ¡Los Ancianos Esenios de Moab miraban a través del llanto que empapaba sus ojos, aquel sublime cuadro de amor y de fe que les hacía creerse dueños de los cielos de Dios, cuando aun hollaban la tierra en que tanto y tanto deberían padecer, llorar y morir durante veinte centurias largas, que tenían como plazo para terminar la siembra de amor fraterno comenzada por el Verbo de Dios!

6.- LA ASAMBLEA

Eliezer, el mayor de los Ancianos venidos del gran Santuario de Moab, se puso de pie y pidió silencio para exponer su pensamiento:

—Desde los escabrosos montes que habitamos, hemos bajado Ezequías y yo para acompañar al Verbo de Dios en su holocausto final, en nombre y por mandato de los setenta guardianes de la Ley y servidores de Dios y de la humanidad. Hemos presenciado, con alma temblorosa de angustia, el tremendo drama de la inmolación suprema del Cristo, en aras del ideal sustentado por Él en todos los momentos de su vida, consagrada por entero a la realización de la Idea Divina entre los hombres de esta Tierra.

Hemos compartido con vosotros, la inmensa dicha de verle entrar glorioso y triunfante en su Reino Eterno, donde nos espera después de haber cumplido valerosamente las jornadas terrestres que nos quedan por andar. Ha llegado, pues, el momento de medir nuestras fuerzas, de pesar nuestras aptitudes y capacidades para obrar como a nuestro Divino Conductor le sea más agradable. Y llegada es también, la hora de cargar cada cual con la enorme responsabilidad que significa el haber escuchado su enseñanza, el haber visto de cerca su vida y de haber presenciado su heroico sacrificio por sostener y glorificar su Ideal Supremo: la fraternidad universal. Yo sé muy bien, que en el correr de los siglos y de las edades, vosotros y yo olvidaremos más de una vez lo que junto al Ungido de Dios hemos visto y oído.

Yo sé muy bien, que la ambición, el orgullo, la sensualidad y el egoísmo, pondrán sombras en nuestra inteligencia y cadenas a nuestro corazón, para que uncidos al carro de todas las iniquidades humanas, demos a los cielos de Jehová el triste espectáculo de discípulos perjuros y traidores; de amigos infieles a la amistad, al amor y a la fe aceptada hoy con espontánea voluntad.

Nuestro Divino Conductor y Maestro lo sabe también y por eso deshojó como un rosal de amor su parábola del Hijo Pródigo, abriéndonos de antemano la puerta del alcázar paterno que nuestra miseria y nuestra inconsciencia ha de cerrar innumerables veces.

Os invito, pues, a mirar así de frente nuestra miseria y debilidad, que más de una vez nos hundirá en abismos de los cuales la mano divina del Cristo nos sacará nuevamente, diciéndonos aquellas sublimes palabras suyas:

"Venid a mí, los que habéis caído agobiados por vuestras cargas!...

¡Venid a mí, que Yo os aliviaré!"

Y os invito también a que durante todos los días de esta vida feliz y venturosa, en que hemos convivido con Él, le repitamos nuestras promesas de fe inquebrantable y de amor eterno, aun sabiendo... ¡míseros de nosotros!... que hemos de faltar a ellas, como miserables esclavos de todas las ruindades humanas.

¡Señor! — Digámosle con el corazón en la mano— Que la fe de hoy, que el amor y las promesas de hoy, vibren para siempre ante Ti, como las notas de un arpa que jamás extingue sus sonidos, para que su permanente recuerdo intensifique tu piedad y tu misericordia, cuando nos veas aplastados por toda suerte de iniquidades y de miserias en el avance de los siglos que han de venir.

Digámosle con la fe de hoy ardiendo como una llama: Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador de cuanto existe en los Cielos y en la Tierra. ¡Creo en Ti, Cristo Divino, su Hijo, descendido a la Tierra por un prodigio supremo del amor! ¡Creo en la grandeza sobrehumana de tus obras, que hemos visto deslizarse como una corriente de agua de vida y de salud sobre todas las miserias humanas; como un astro radiante iluminando las tinieblas de la vida y las angustias de la muerte! ¡Creo en el heroísmo de tu amor a la humanidad, por la que diste tu sangre y tu vida en holocausto eterno a la Idea Divina que vino contigo a la tierra en mensaje de verdad y de luz!

¡Creo en tu salida gloriosa del sepulcro, porque te hemos visto luminoso y radiante como un sol de amanecer, que se enciende y que se apaga cuando el amor se desborda de tu seno y te das en oblación a todos los que te hemos amado y seguido! Y que estas protestas de nuestra fe en Ti, sean como la eterna luz de un faro en todas las tormentas y borrascas que azotan nuestra barquilla, en las centurias largas que hemos de correr hasta el final de este ciclo!

¡Hermanos míos, que mis pobres palabras parpadeen como un cirio eterno en la mística soledad de vuestro santuario interior!

El anciano Eliezer ocupó de nuevo su asiento y un silencio profundo se estableció nuevamente.

Era, que todas las almas congregadas en aquel recinto, penetraban a tientas en el camarín secreto de su yo íntimo, que en un instante de clarividencia preveía acaso algo del oscuro porvenir; y temblando de pavor y de incertidumbre repetía las protestas de fe y de amor, que en alta voz había proclamado el austero maestro Esenio.

El anciano Ezequías interrumpió el largo silencio con estas palabras:

—Tened en cuenta que mi compañero y yo somos simples espectadores en esta asamblea, terminada la cual, volveremos a nuestra morada en la montaña. Tomad, pues, la iniciativa los que quedáis en medio de la humanidad y que El Divino Espíritu del Cristo sea el inspirador de todas vuestras resoluciones.

José de Arimathea habló el primero.

—El Mesías, nuestro excelso Maestro, tuvo su Escuela íntima y creo que en su pensamiento estaba la idea de que ellos fueran los continuadores de su obra. Y todos nosotros, estamos para colaborar con ellos en segunda fila, en cuanto resuelvan realizar en beneficio de la obra común.

Y todas las miradas y los pensamientos convergieron sobre los de la Escuela íntima del Cristo que eran los Doce, en ese instante convertidos en Once por la separación de Judas.

Pedro tomó la palabra y explicó brevemente el drama íntimo del infeliz discípulo, que, llevado por su ambición, había caído en la celada tendida a todos por el Sanhedrín. Reclamó piedad y perdón para él, y expuso la necesidad de nombrarle un reemplazante. Entre los discípulos de Jhoanán, el Profeta del Jordán, había dos que compartieron con los Doce, tareas que la epidemia de Séphoris les ocasionó durante muchos días y que se internaron en el Monte Carmelo juntamente con los Setenta, recogidos por el Divino Maestro como huérfanos de aquella horrorosa tempestad de dolor y de muerte. Eran éstos Matías de Nicópolis, primo de Nicodemus y José de Bethlaban. Ambos habían conquistado el afecto de todos los presentes, con la abnegada solicitud observada desde la gran tragedia del Gólgota. Se habían constituido en enfermeros y servidores de los más apesadumbrados.

Sobre ellos dos cayeron las miradas de todos, y al hacer una votación, resultó elegido el mayor de los dos: Matías, que de inmediato fue considerado como uno de los Doce en reemplazo de Judas. A Pedro le resbalaron dos gruesas lágrimas por su barba cana, recordando al infeliz hermano que por sus celos y ambición de ser más grande que sus hermanos, había abierto él mismo un abismo de soledad y desamparo a Mis pies.

Cuando Matías se acercó a él para abrazarle, antes que a los demás, observó el dolor de Pedro y le preguntó: — ¿Estás disconforme de que entre yo a formar parte de los Doce? ¿Querías a José y no a mí?

-No amigo mío. Estoy conforme contigo. Pensaba en el infeliz al cual tú reemplazas desde este momento.

"Si hubiera estado el Maestro, Él le habría vuelto entre nosotros. Pero en nosotros no hay aún el amor bastante para perdonar a Judas". Y Pedro, abrazando a Matías, lloró a grandes sollozos que los más sensitivos interpretaron en toda su realidad.

Y este pensamiento corrió entre la multitud, como una misteriosa esencia que se hubiera derramado en aquel recinto:

"La presencia de Matías entre los Doce nos recordará siempre la desgracia de Judas". En los más adelantados surgió la compasión como una triste cineraria de la loza de un sepulcro; y en los de más escasa evolución se levantó la indignación como un cardo silvestre lleno de espinas.

El anciano Esenio Eliezer, que había captado las ondas vibratorias del recinto, dijo en alta voz y como una plegaria que absorbiera todos los pensamientos:

— ¡Que tu Amor Misericordioso! ¡Oh Padre Divino de las almas! se derrame sobre el hermano muerto, y guíe los pasos del que viene a ocupar su lugar!

Estas discretas palabras del anciano Eliezer, fueron quizá el origen de la creencia generalmente aceptada de que Judas había muerto trágicamente. Sólo Pedro y los Esenios sabían que Judas vivía agobiado por su culpa, pero muerto estaba para la naciente Congregación Cristiana en medio de la cual no podría jamás actuar. Pedro había dicho una gran verdad: No había en ellos el amor bastante para perdonar el pecado de Judas. ¡Cuán difícil es perdonar a quien nos ha herido en nuestros más íntimos sentimientos!

—Lo digo yo que soy su madre en nombre suyo —respondió la tierna voz de Myriam. María de Bethania, Nebai, Ana, Vercia y por fin todas las mujeres jóvenes presentes rodearon a la Madre heroica, cofre sagrado de recuerdos y de llanto, como si quisieran servirle de escudo y fortaleza cuando su voz de alondra se quebraba en un sollozo y adivinaban en ella el revivir de su angustia.

Juan, el hijo de Salomé, se acercó al grupo femenino y arrodillándose ante Myriam y besando sus manos heladas, le decía con infinita ternura:

—El Maestro me dijo la noche de su despedida: Cuando yo me vuelva al Padre, tú serás el pequeño hijo de mi madre en lugar mío. ¿Me recibes tú?...

Un rumor de sollozos se extendió en la vasta sala, ante el cuadro con tintes divinos de los brazos maternales de Myriam, estrechando sobre su pecho la cabeza rubia de Juan.

—Si me permitís expresar mi programa a seguir —dijo el Príncipe Judá, os diré con toda verdad cuan odiosa me es la vida, en los sitios en que vi el fracaso tremendo de mis ideales como hombre de la raza de

Abraham y quisiera huir de esta tierra, que los de mi raza regaron con la sangre del Hijo de Dios. Amaré este suelo que me vio nacer, pero le amaré como se ama un muerto, porque me cuesta imaginar la luz y la vida, en quien apagó la vida y la luz del Gran-Ungido anunciado desde siglos por nuestros Profetas… EL precepto divino, que tantas veces repitiera nuestro dulce Jeshua: "Ama a tu prójimo como a ti mismo", me es por el momento imposible de concebir y comprender… ¿Cómo puedo amar a los malvados jueces que le condenaron a muerte, sabiendo que era inocente?... ¿Cómo puedo amar a esa piara de miserables esclavos y asesinos, que se vendieron por un puñado de oro, para pedir a gritos que fuera crucificado? No puedo ni pensarlo, porque me siento enloquecer… ¡Jeshua! ¡Mi Rey Eterno, amado sobre todas las cosas!... ¡Si desde tu trono glorioso de Hijo de Dios, oyes la voz de este amigo que hubiera dado la vida por ti, perdona mi rebeldía a tu mandato, porque no puedo amar a tus asesinos, a tus verdugos, a los miserables traidores a la patria, a la religión, al Altísimo que te envió!...

El anciano Eliezer intervino y tomando las manos crispadas de Judá, qué estremecidas se levantaban a lo alto, —le dijo dando a sus palabras suavidades paternales. –Príncipe Judá —Cuando la herida está aun viva y sangrando, no le acerques una ascua ardiente porque enloquecerás de dolor. Piensa solamente por hoy, en que el Ungido de Dios te ha dicho "que eres el árbol fuerte que cobijará a sus avecillas errantes". ¿Puedes obedecer a estas palabras? Con eso sólo, basta.

Judá se abrazó al anciano como un niño herido a mitad del camino y sus sollozos conmovieron a toda aquella asamblea. Sus ardientes palabras de protesta en contra de la injusticia y de la maldad, encontraban eco en la mayoría de los presentes, y un ambiente caldeado de aversión y de rebeldía, se extendió en aquel cenáculo donde nunca habían resonado otras notas que las suavísimas de las ternuras familiares, y religiosos pensamientos con sabor de plegarias...

Las mujeres lloraban silenciosamente y la voz de Myriam deshojó madreselvas de paz en las almas atormentadas por el amargo recuerdo, con las sublimes palabras de Job: —El Señor nos lo dio... El Señor le ha llevado a su Reino... ¡Él le usaba más que nosotros!... ¡Bendigamos su Santo Nombre!

Un largo silencio, impregnado de angustia muda, daba la impresión de una completa soledad.

—Perdonad mi debilidad —dijo Judá, ya sereno y dueño de sí mismo. He resuelto irme con los míos a mi Villa del Lacio a la orilla del mar, donde quiero establecer la primera Congregación Cristiana, a las puertas de Roma. Más no creáis que olvidaré el encargue de Nuestro Rey y Señor. En mi casa de Jerusalén habrá siempre quien vele por los que necesiten de mi, igualmente que en todos los sitios adonde llegue la previsión de nuestro irreemplazable administrador Simónides aquí presente. Los que de vosotros quieran seguirme a la otra orilla del Mar Grande, al Lacio, compartiremos la satisfacción y la gloria de llevar el nombre de Jeshua a las puertas mismas de Roma.

—Yo iré contigo príncipe Judá, dijo de inmediato José de Bethlaban, porque mi antiguo maestro, el profeta del Jordán, me había anunciado que cruzaría el Mar Grande para llevar la doctrina del Cristo a la capital del mundo. Y creo que ésta es la oportunidad.

—También los míos y yo iremos contigo príncipe Judá —dijo Vercia la Druidesa, para ocultar bajo tu sombra a mis hermanos perseguidos en la Gaita esclavizada.

Dos de los Doce, Nataniel y Felipe demostraron también su resolución de cooperar con Judá a la formación de la primera Congregación Cristiana en la región del Lacio.

—Yo retornaré a mi tierra natal, Cirenaica, en el África del Norte —dijo el Hach-ben-Faqui, que los valles del Nilo y el Desierto de Sahara, son campo fértil y benévolo para los que quieran llevar allí las enseñanzas del Hijo de Dios. Tampoco olvidaré esta tierra que me fue dulce y suave como una segunda patria, donde encontré el amor y la amistad, esas dos alas blancas que levantarán al hombre a regiones de luz, de paz y de ventura. Me ofrezco con cuanto tengo y soy para los fieles súbditos del Rey Mártir que nos ilumina a todos.

—Yo iré contigo —dijo Zebeo si te agrada mi compañía.

—Y yo igualmente —añadió Mateo, me siento como arrastrado hacia lejanas tierras, que en siglos atrás estuvieron vinculadas a nuestra historia milenaria.

—El África os será propicia — contestó el vehemente africano— como lo fue a nuestro dulce Jeshua que vivió días de gloria entre las arenas de nuestro desierto.

Continuará….

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