27 de abril de 2011

VIDA DE JESÚS - DICTADA POR ÉL MISMO - Parte 2

CAPÍTULO III

APOSTOLADO DE JESÚS EN DAMASCO

Hermanos míos: Mi estancia en Jerusalén durante seis años consecutivos pone de manifiesto los preparativos de mi misión. A los veintinueve años salí de Jerusalén para hacerme conocer en las poblaciones circunvecinas. Mis primeras tentativas en Nazaret no fueron coronadas por un buen suceso. De ahí me dirigí a Damasco donde fui bien acogido. Me parecía necesaria una gran distancia de Jerusalén para desviar de mí la atención de los sacerdotes y de los agitadores de dicha ciudad. Los sacerdotes habían empezado ya a fijarse demasiado en mí; los segundos me conocían desde hacía mucho tiempo y yo tenía que evitar las persecuciones en esos momentos y abandonar toda participación en las turbulencias populares.

En Damasco no tuve fastidios por parte de las autoridades gubernativas ni por parte de los elementos de discordia, que se infiltran a menudo en el seno de las masas, y tampoco por la indiferencia de mis oyentes. Felicitado y tenido por la mayoría como un profeta, llevé ahí el recuerdo de un poco de bien esparcido en parte con mis instrucciones generales y en parte con los consejos de aplicación personal para las situaciones de mis consultantes. Abandoné esa ciudad a mitad del verano y me dirigí hacia Tiro, otro centro de población.

Estudié antes que todo, la religión y las costumbres de los habitantes y pude convencerme de que la religión pagana, profesada por el estado, hacía pocos devotos verdaderos. Los hombres dedicados al comercio, no eran nada escrupulosos en materia religiosa. Las mujeres, ignorantes y dominadas por el loco apego al cuerpo, sumían su existencia en la triste y degradante esclavitud del lujo y de la degradación moral. Los sacerdotes enseñaban la pluralidad de los dioses. Diversos sabios predicaban sofismas, inculcando la existencia de una Divinidad superior que tenía otras inferiores bajo su dependencia. Algunos discípulos de Pitágoras humillaban la naturaleza humana en el porvenir condenándola a entrar en la envoltura de un animal cualquiera. Algunos honraban a la Tierra como el único mundo y otros comprendían la majestad del Universo poblado de mundos. Había quienes divagaban en el campo de las suposiciones y quienes enseñaban la moral basándola en la inmortalidad del alma, cuyo origen divino sostenían. Había hombres condenados fatalmente al embrutecimiento de la humanidad, haciendo predicciones y lanzando oráculos. Había, en fin, hombres que adoraban al Sol como el rey de la naturaleza y el bienhechor de todo lo que existe.

Queriendo dar un desmentido a la mayor parte de estas creencias, tuve que limitarme en un principio, a la enseñanza de la adoración de un sólo Dios y del cumplimiento de los deberes fraternos. Mas, gracias a los protectores de que pude rodearme entre los interesados en sacudir el poder de los sacerdotes, pronto me encontré en muy buenas condiciones para enseñar la doctrina de la vida futura. Penetrado de la alta protección de Dios, mis palabras llevaban la fuerza de mi convicción. Lejos de mi patria y pobre, era buscado por los hombres de buena voluntad, y las mujeres, los niños y los viejos se disputaban el honor de servirme y de conversar conmigo.

Un día en que el calor había sido sofocante, me hallaba sentado, después de la caída del Sol, delante de una casa en que había descansado. Densas nubes corrían hacia el Oeste; se acercaba el huracán y la gente retardada pasaba apurándose para llegar a sus casas. Como siempre, yo estaba rodeado de niños y de mujeres, y los hombres, un poco más distantes esperaban que la lluvia, que caían ya algunas gotas, me hiciera entrar en casa. La naturaleza en lucha con los elementos, presentó ante mi espíritu la siguiente observación:

«En todo se manifiesta la bondad de Dios y los hombres tendrán que comprender los deberes que les impone el título de Señores de la Tierra, que se dan aprovechando las lecciones que les proporciona el Señor del Universo».

«Penetraros, hermanos míos, de la tempestad que se levanta en vuestros corazones cuando las pasiones lo invaden, comparándole con los esfuerzos de la tempestad, que aquí se está preparando. Los mismos fenómenos se ponen en evidencia. La mano soberana de Dios es la dispensadora de los dones del aviso, así como el testimonio de los reproches».

«La tempestad muy pronto estallará. ¿Dónde están los pájaros del cielo y los insectos de la tierra? Al cubierto de la tempestad, respecto a la cual la Divina Providencia os ha prevenido».

« ¡Ay de los imprudentes y de los orgullosos que han descuidado el aviso para dormirse en la pereza y desafiar las leyes de la destrucción! Serán barridos lejos por el soplo del huracán».

«La tempestad que surge en vuestros corazones, hermanos míos, se anuncia con la necesidad de placeres ilícitos o degradantes para vuestros espíritus. ¿Dónde se encuentran los hombres débiles o los hombres orgullosos después del desahogo de sus pasiones? En el lugar maldito en que la tristeza del espíritu es una expiación de sus locuras».

«La serenidad del cielo, hermanos míos, es la imagen de vuestras almas, cuando se encuentran libres de las negras preocupaciones de la vida. El huracán seguido de la dulce armonía de los elementos, es la del hombre vencedor de sus pasiones»

«Hermanos míos, el huracán se estremece amenazador… ¡Pero bendigamos la Divina Providencia! Los pájaros del cielo se encuentran al descubierto. Las pasiones os solicitan, el huracán está cerca, la tempestad se prepara, mas vosotros estáis advertidos y saldréis victoriosos».

La voz de una jovencita contestó a mi voz:

«Sé bendito tú, Jesús el profeta, que demuestras la bondad de Dios y que derramas la dulzura y esperanza en nuestros corazones».

La familiaridad de mis conversaciones permitía estas formas de admiración, al mismo tiempo que favorecía a menudo, las preguntas que se me hacían con un fin personal. Un instante después, el huracán se encontraba en todo su furor. Me quedan recuerdos claros de mis emociones en medio de ese pueblo tan diferente de los pueblos que visité después, y no hay ejemplo de los peligros que sólo con habilidad evité ahí.

En todas partes, el Mesías hijo de Dios, se anunciaba con palabras severas, dirigiéndose a los ricos y poderosos; en todas partes el hijo de Dios, era insultado y despreciado por los que él acusaba, pero ahí las precauciones y la paciencia de Jesús le valieron el amor sin reticencias del pueblo y el apoyo de los grandes. Toda la perspicacia de Jesús fue puesta en juego en esa ciudad famosa y de los goces mundanos, en el centro de los placeres y del lujo más desenfrenado, en la parte del mundo más ejercitada en las transacciones, los cambios, y demás minuciosos detalles comerciales. Jamás Jesús desplegó tanta habilidad y se hizo de tantos amigos como allí. Jamás el apóstol fue tan sentido como por esos paganos de Espíritu frívolo y sumergidos en los hábitos de una existencia alegre y dulce.

El triste objetivo de Jesús, humanamente hablando, data tan sólo del día en que abandonó los pueblos lejanos para dirigirse únicamente a las poblaciones hebreas, siempre obstinadas en desmentirlo y calumniarlo. Pocos son los hombres que tienen el coraje de aceptar opiniones que choquen con las de los demás. La mayoría de los hebreos creía que la autoridad del dogma descansaba sobre la autoridad de Dios y que predicar la majestad de Dios independientemente de las ataduras que le había proporcionado la ignorancia de los pueblos bárbaros, era profanar el culto establecido, haciéndole experimentar modificaciones humanas, desaprobadas por Dios, autor del mismo culto.

Después de la purificación de mi vida terrestre y del camino hecho en los honores espirituales, yo desciendo con alegría a la narración de esta vida cuando ya mis recuerdos se encuentran desembarazados de la ingratitud humana y participo en una forma más amplia de los males de la totalidad de los seres, cuando me reposo en la afección de algunos de ellos.

Alejemos pues hermanos míos, lo que me separa de los días que pasé en medio de ese pueblo, alegremos aún el alma mía con la multitud que me rodeaba con tan respetuosa ternura y no anticipemos los dolorosos acontecimientos que empezaron a desarrollarse con mi salida de dicha ciudad. En adelante me encontraréis en esa historia como apóstol, predicando el reino de Dios, pastor que reúne su grey, maestro que catequiza a sus alumnos. En esa ciudad en cambio yo era el amigo, el hermano, el profeta bendecido y consolador. Tanto los ricos como los pobres, los ociosos como los trabajadores, venían hacia mí y me colmaban de amor.

Quedémonos por un momento aún ahí, hermanos míos, y escuchad la dolorosa circunstancia de la muerte de una joven: Yo no la he resucitado, pero hice brotar en el alma de los que lloraban, la fe en la resurrección y la esperanza de volverse a reunir. Consolé al padre y a la madre, haciéndoles comprender la locura de los que lloran por la vida humana frente a la suntuosidad de la vida espiritual. Inculqué en todos los que se encontraban presentes el pensamiento del significado de predilección por parte de Dios para con los espíritus que llama hacia sí en la infancia o en la adolescencia de esta penosa estación de nuestro destino. Mis amigos se demostraban ávidos de escuchar las demostraciones de la naturaleza humana y de la muerte, sobre todo de ésta, que dejaba en sus almas una impresión tan dolorosa que el demolerla rodeándola de una aureola de luz, era como arrojar una llama en medio de las más densas tinieblas y dar movimiento a un cadáver. Para las imaginaciones más ardientes y para los caracteres movedizos, no conviene llamar la atención sobre un punto, sino cuando este punto toma proporciones enormes, debido a la actualidad de los acontecimientos. Elegía mis ejemplos en los hechos presentes y jamás mis discursos fueron preparados con anticipación para esos hombres, fáciles para conmoverse, pero difíciles para ser dominados con la atracción de una ciencia privada de la excitación de los sentidos.

Al acercarse la muerte de esta muchacha, el padre vino a buscarme en medio de la multitud y me arrastró hacia su casa. Ya el frío de la muerte invadía las extremidades y la naturaleza había abandonado toda lucha. La cara demacrada revelaba un mal profundo y los ojos no miraban… la vida se retiraba poco a poco. El silencio del cuarto mortuorio sólo era interrumpido por los gemidos, entre cuyo murmullo desolante se confundían los últimos suspiros de la jovencita. Me acerqué entonces a la muerta y pasándole la mano por la frente, la llamé tres veces con la voz de un inspirado. En esta evocación no tomaba el menor lugar la idea de llamarle a la vida. Los presentes no eran víctimas de una culpable maquinación, puesto que mis actos no podían significar otra cosa a sus ojos sino esfuerzos para convencerlos de la vida espiritual. Me di la vuelta enseguida hacia el padre con la alegría de un Mensajero Divino: Tu hija no ha muerto, le dije. Ella os espera en la patria de los espíritus y la tranquila esperanza de su alma irradia en el aspecto de esta cara cálida aún por el contacto del alma. Ella ha experimentado en estos momentos el efecto de las inexorables leyes de la naturaleza, mas la fuerza divina la ha reanimado y levanta el velo que os ocultaba el horizonte para deciros:

« ¡Oh padre mío, consuélate! La alegría me inunda, la luz me deslumbra, la dulce paz me envuelve y Dios me sonríe».

«¡Padre mío! Los prados se adornan de flores, el esplendor del Sol las encorva y marchita, pero el rocío las reanima y la noche les devuelve la frescura».

«¡Padre mío! Tu hija se marchitó por los soles de la Tierra, pero el rocío del Señor la transformó y la noche de la muerte te la devuelve brillante y fuerte».

«¡Padre mío! La misma alegría te será concedida si repites y practicas las enseñanzas de mi madre. Tú eres el pobre depositario de los días malos, yo en cambio soy la privilegiada del Señor, puesto que no merecía sufrir por más tiempo, siendo que la Providencia distribuye a cada uno las penas y las alegrías según sus méritos».

La infeliz madre estaba arrodillada en la parte más oscura del cuarto. Las personas de la familia la rodeaban y al aproximarme a ella se hicieron de lado.

«¡Mujer, levántate!, le dije con autoridad. Tu hija está llena de vida y te llama. No creas a estos sacerdotes que te hablan de separación y de esclavitud, de noches y de sombras. La luz se encuentra siempre dondequiera que esté la juventud pura y coronada de ternura filial».

«La libertad se encuentra en la muerte. Tu hija es libre, grande, feliz. Ella te seguirá de cerca en la vida para darte la fe y la esperanza. Dirá a tu corazón las palabras más apropiadas para darle calor, dará a conocer a tu alma la reunión y el dulce abrazo de las almas. Te hará conocer el verdadero Dios y caminarás guiado por la luz de la inmortalidad».

«Hombres que me escucháis, vosotros todos que deseáis la muerte en medio de la adversidad y que olvidáis en medio de los placeres de los favores terrestres, aproximaos a este cadáver, el espíritu que lo anima doblará su cabeza sobre las vuestras y el consuelo, la fuerza y la esperanza descenderán hacia vosotros».

«Padre y madre, poned de manifiesto la felicidad de vuestra hija, elevando preces al Dios de Jesús: Dios, Padre mío querido, manda a este padre y a esta madre la prueba de tu poder y de tu amor».

Todas las miradas estaban fijas sobre la muerta, y la pobre madre se había adelantado como para recibir una contestación de esos labios ya para siempre cerrados… El último rayo de Sol que declinaba, se reflejaba sobre el lecho fúnebre y las carnes descoloridas tomaban una apariencia de vida bajo ese rayo pasajero. El rubio cabello ensortijado formaba un marco alrededor de la cara de la niña y el calor de la atmósfera hacía parecer brillante y agitada esa cabellera enrulada y húmeda delante de la muerta. La penosa emoción de los presentes se había convertido en éxtasis. Ellos pedían la vida real a la muerte aparente y la grandeza del espectáculo calentaba sus imaginaciones desde ya tan febriles; mis palabras se convirtieron en conductores de electricidad y el gentío que llenaba el aposento cayó de rodillas gritando: ¡Milagro! Habían visto a la muerta abrir los ojos y sonreírle a la madre. Le habían visto agitarse los cabellos bajo el movimiento de la cabeza y la razón, sucumbiendo en su lucha con la pasión de lo maravilloso. Esto agrandó mi personalidad en un momento, con intensas manifestaciones de admiración.

El milagro de la resurrección momentánea de la joven quedó establecido con la espontaneidad del entusiasmo, y el profeta, llevado en triunfo, creyó obedecer a Dios no desmintiendo la fuente de sus próximos sucesos. Pude desde ese día hablar con tanta autoridad, que los sacerdotes se resintieron al fin y tuve que decidirme a partir. Empecemos a ocuparnos, hermanos míos, de la preparación de la primera entrevista con Juan apodado El Solitario por sus contemporáneos y que los hombres de la posteridad convirtieron en un bautizador. La apariencia de Juan era realmente la de un bautizador, puesto que también me bautizó a mí en las aguas del Jordán, según dicen los historiadores.

Tengo que aclarar algunos hechos que han permanecido oscuros por el error de los primeros corruptores de la verdad. Juan, era hijo de Ana, hija de Zacarías y de Facega, hombre de la ciudad de Jafa. Él era el «Gran Espíritu», el piadoso solitario, que era distinguido por el general afecto, y los hombres tuvieron razón en hacer de él un Santo, porque esta palabra resume para ellos toda la perfección. Predicaba el bautismo de la penitencia y la ablución de las almas en las aguas espirituales. Había llegado al ápice de la ciencia divina y sufría por la inferioridad de los hombres que lo rodeaban. No tenía nada de fanático y la severidad para consigo mismo lo pone a salvo de los reproches que podrían hacérsele por la severidad de sus discursos. La fe ardiente que lo devoraba, comunicaba a todas sus imágenes la apariencia de la realidad y permanecía aislado de los placeres del siglo, cuyas vergüenzas analizaba con pasión. La superabundancia de la expresión, la hábil elección de las comparaciones, la fuerza de sus argumentos, colocaban a Juan a la cabeza de los oradores de entonces. Mas la desgraciada humanidad que lo rodeaba, lo llevaba a excesos de lenguaje, a terribles maldiciones, y fanatizaba cada vez más al hombre fuerte que comprendía la perfección del sacrificio.

Hombres del día, vosotros estáis deseosos de los honores de las masas, Juan lo estaba de los honores divinos. Vosotros ambicionáis las demostraciones efervescentes; oh, hombres afortunados y encargados por Dios para honrar las cualidades del espíritu y la virtud del corazón, él ambicionaba solamente las demostraciones espirituales y el amor divino. Vosotros hacéis poco caso de la moralidad de los actos cuando la suntuosidad externa responde de vosotros ante los hombres; él despreciaba la opinión humana y no deseaba sino la aprobación divina.

Juan habitaba durante una parte del año en los sitios más agrestes y los pocos discípulos que lo acompañaban proveían sus necesidades. Frutas, raíces y leche componían el alimento de estos hombres y ropas de lana grosera los defendían de la humedad y de los rayos solares. Juan se dedicaba en la soledad a trabajos encomiables y los que lo seguían eran honrados con sus admirables conversaciones. Él meditaba sobre la generosa ternura de las leyes de la naturaleza y deploraba la ceguera humana. Descendía de los ejercicios de apasionada devoción a la descripción de las alegrías temporales para los hombres sanos de espíritu y de corazón, y el cuadro de la felicidad doméstica era descrito por esos labios austeros con dulces palabras y delicadas imágenes. El piadoso cenobita coordinaba los sentimientos humanos y gozaba con las evocaciones de su pensamiento, cuando se encontraba lejos de las masas.

El melodioso artista poetizaba entonces los sentimientos humanos y el amor divino le prestaba sus pinceles. Pero en el centro de las humanas pasiones, el fogoso atleta, el apóstol devoto de la causa de los principios religiosos, se mostraba irritado y desplegaba el esplendor de su genio para abatir el vicio y flagelar la impostura. En el desierto, Juan reposaba con Dios y se dejaba ver al hombre con sus íntimas aspiraciones; en la ciudad él luchaba con el hombre y no tenía tiempo de conversar con los espíritus de paz y mansedumbre. La principal virtud de Juan era la fuerza. Esta fuerza lo llevaba al desprecio de las grandezas y al olvido de los goces materiales. La fuerza lo guiaba en el estudio de los derechos de la criatura y en la meditación de los atributos de Dios. La fuerza le hacía considerar el abuso de los placeres como una locura y el sabio dominio sobre las pasiones, como una cosa sencilla. La fuerza se encontraba en él y la justicia salía de su alma. La elevada esperanza de las alegrías celestes, lo atraía hacia ideales contemplativos y la aspiración hacia lo infinito lo llenaba de deseos… Él no comprendía la debilidad y las atracciones mundanas. Hacía de la grandeza de Dios la delicia de su espíritu, y la Tierra le parecía un lugar de destierro en el que él tenía el cuidado de las almas.

«Otro vendrá después que yo, decía, que lanzará la maldición y la reprobación sobre vuestras cabezas; oh judíos endurecidos en el pecado, oh paganos feroces e impuros, niños atacados de lepra antes de nacer… y vosotros, grandes de la Tierra ¡Temblad! La Justicia de Dios está próxima».

El fraude y las depravaciones de las costumbres, Juan los atacaba con frenesí, y la marcha de los acontecimientos demostró, que él no respetaba a las cabezas coronadas más que a los hombres de condición inferior. La centella de su voz potente iba a buscar la indignidad en el palacio y revelaba el delito fastuosamente rodeado. Las plagas de la ignorancia, las orgías de la pobreza lo encontraban con una compasión agria, que se manifestaba con la abundancia de la palabra y con la dureza de la expresión. Juan pedía el bautismo de fuego de la penitencia y quería el estigma de la expiación. Predicaba, es cierto, el consuelo de la fe, mas era inexorable con el pecador que moría sin haber humillado sus últimos días en las cenizas de sus pecados. Él permanecía una parte del año en la ciudad y la otra en el desierto. He dado ya a conocer la diferencia de humor que se manifestaba por efecto de estos cambios. Me queda que describir las abluciones y las inmersiones generales en el Jordán.

Los judíos elegían para dichas abluciones parciales y para las inmersiones totales un río o un canal, y las leyes de la higiene se asociaban en ello con las de la religión. El Jordán, en la estación de los calores, veía correr hacia sus riberas multitudes innumerables, y Juan bajaba de su desierto para hacer escuchar de esas gentes sus discursos graves y ungidos. Su palabra tenía entonces ese carácter de dulzura que él adquiría siempre en la soledad, y su reputación aumentaba el apuro de las poblaciones circunvecinas por practicar las inmersiones del Jordán.

Juan recomendaba el deber de la penitencia y del cambio de conducta después de la observancia de la antigua costumbre, y establecía que la penitencia debía ser una renovación del bautismo. A menudo les gritaba:

«De vuestro lavaje corporal deducid vuestro lavaje espiritual y sumergid vuestras almas en el agua de la fuente sagrada. El cuerpo es infinitamente menos precioso que el espíritu y sin embargo, vosotros nada descuidáis para cuidarlo y embellecerlo, mientras abandonáis el espíritu en la inmundicia de las manchas del mal, de la perdición y de la muerte».

«De la pureza de vuestro corazón, de la blancura de vuestra alma, haced mayor caso y cerrad los oídos a los vanos honores del mundo».

«Resucitad vuestro espíritu mediante la purificación, al mismo tiempo que conserváis vuestro cuerpo sano y robusto con los cuidados higiénicos».

Juan hablará él mismo en el cuarto capítulo de este libro y describirá nuestra primera entrevista, que tuvo lugar en Bethabara.

CAPÍTULO IV

HABLA JUAN EL BAUTISTA

Vengo a la llamada de mi glorioso hermano. Con el cuerpo rendido y el alma entristecida, Jesús precisaba descanso y consuelo. Había oído hablar de mi persona y tuvo ganas de verme. Preguntad hermanos, por el continente grave y dulcemente familiar de Jesús. Preguntad a Jesús por la fuerza apasionada de Juan. Los dos contestaremos que la naturaleza de los hechos de nuestra existencia terrestre guardaba el sello de nuestra naturaleza espiritual. En Jesús era el reflejo de la misericordia divina y en Juan era la necesidad de fustigar la materia. La figura de Jesús asumía, a veces, la inquietud afligente de los dolores humanos; todos los juicios de Juan, en cambio, tomaban su razón de ser en la maldad e incapacidad de los hombres. El semblante de Jesús se iluminaba con la grave pero expansiva alegría del padre y del pastor, en el semblante de Juan no descubriréis más que el negro, grande e inalterable pensamiento de la degradación humana y de las vergüenzas de los conquistadores. Todas las ternuras se ven manifestadas en Jesús y su pureza les forma un cuadro de poesía divina. Juan se alejaba con alegría de los hombres, y su piedad estaba mezclada de ira y desprecio.

Bendecid a Dios, hermanos míos, por las revelaciones de Jesús, y en cuanto a Juan que agrega a estas revelaciones el concurso de su palabra, quedad convencidos del ascendiente de Jesús sobre él, pero no del deseo de Juan de venir hacia vosotros. Jesús sufría desde que había dejado a sus buenos paganos, como él los llamaba, y el recuerdo de los momentos felices que había pasado al lado de ellos lo entristecía. Mas Jesús era el puro espíritu de la patria celeste y los apasionados movimientos de ternura no tenían que luchar en su alma con el rígido sentimiento de un deber riguroso.

La misión del apóstol se mostraba, más que en otra cosa, en el esfuerzo supremo que lo arrancaba de las fáciles alegrías para lanzarlo en los brazos de penosas aprehensiones, de pruebas humillantes, de poderosos enemigos, de la muerte, que él buscaba como el santuario de su pensamiento fraternal y su amor divino. Jesús sabía que después de su muerte se cerniría sobre el mundo humano, y medía con la paciente emulación de su alma esa separación con el convencimiento de que un día, mediante progresivas luces, se llegaría a la reunión eterna. Jesús quería todos los horrores de la muerte para echar sobre su vida de virtud esa antorcha postrera que se llama martirio y presentar ante Dios los estigmas de sacrificio.

Pasemos a relatar la visita de Jesús a Juan, en la ciudad de Bethabara. Observemos la figura carnal de los dos apóstoles y fijémonos en la delicada armonía de sus espíritus con sus envolturas mortales. Bajemos al nivel de los escritores humanos para satisfacer vuestra curiosidad y pongámonos de manifiesto con un paciente esfuerzo de memoria, respecto a las cosas perdidas entre siglos de trabajos espirituales, constantes y de sublimes visiones. Llamemos nuestros pensamientos hacia la Tierra e iluminemos con detalles corporales el camino del alma hacia las eternas alegrías. Presentemos en este libro el retrato de la figura aparente del espíritu y purifiquemos nuestro pensamiento con humildad y premura.

Jesús era alto de estatura, de cara pálida, ojos negros, cabello castaño y la barba que llevaba, era larga y casi roja. La forma de la cabeza era ancha y enérgica, la frente desarrollada y con escaso pelo, la nariz recta, los labios sonrientes y su modo de caminar manifestaba nobleza. La pobreza de sus ropas no era suficiente para esconder la riqueza de esa naturaleza resplandeciente de elevación, además del origen humilde de su familia y la modestia de su carácter. La palabra atraía e inspiraba afecto a la persona de este hijo de un carpintero, que amaba a los niños y que designaba a los pobres como los primeros en el reino de Dios. La perversidad se detenía ante su mirada y numerosos pecadores venían a implorar penitencia y compasión a los pies de este divino dispensador de gracias y absoluciones.

Hubo mujeres atraídas por el prestigio de su belleza física y el de su elocuencia, mas ellas se ruborizaron ante la pureza de su espíritu y el amor carnal se fundió con el sentimiento de exaltación religiosa. Tú sola, oh María, introdujisteis una sombra en ese corazón adorable, y desde la cruz Jesús te dirigió una mirada de reproche y de cariño. Esa cruz era al mismo tiempo tu condena y una promesa de protección para el porvenir, de ella tú guardas la tristeza en el alma y una promesa en el espíritu; de esa cruz tú guardas una imagen dolorosa y una luminosa aureola y la justicia de tu condena, habrá sido el deslumbramiento de tu alma dentro de un cuerpo marchito.

Jesús era el apoyo de los débiles, la dulzura de los afligidos, el refugio de los culpables y el maestro de elevadas enseñanzas para todos los hombres. Alegrías inefables producía su palabra, penetrante en los corazones de todos los que lo escuchaban, así como su clarividente familiaridad. Preciosos honores iban ligados a su amistad y las almas ingenuas de sus apóstoles, como las mejor templadas entre sus defensores de Jerusalén, jamás encontraron felicidad más completa, tranquilidad más profunda, que durante sus conversaciones y después de sus expansiones de alegría y de aliento.

La patria y la familia de Jesús se encontraban en todas partes.

«Los hombres son mis hermanos, decía, y todos mis hermanos tienen derecho a mi amor».

«¿Dónde están las leyes y las costumbres de la familia de mi Padre, de la patria de mis progenitores?»

«En el libro eterno».

«Yo os lo digo: el que no trate a los hombres como hermanos, no será recibido en la casa de mi Padre».

«El que diga: Ese hombre no es de mi patria, no entrará en la patria del Padre».

«El que haga dos partes: una para su familia y la otra para sí, no gozará de los dones y de los favores del Padre.»

«El que no combata la adversa fortuna en nombre de la familia universal, apegándose tan sólo a los bienes de su padre y de su madre, no verá la alegría de la casa paterna y no encontrará más que el abandono y el aislamiento después de la muerte. Abandonad, pues, a vuestro padre, a vuestra madre, a vuestros hermanos y a vuestras hermanas antes de complaceros en el olvido de la ley de Dios. Esta ley exige el conmovedor sacrificio del fuerte a favor del débil y de la familia esparcida por toda la Tierra».

«He aquí los miembros de mi familia, he ahí los hijos de mis hermanos, decía él señalando los hombres y los niños que le rodeaban».

«Hermanos míos, amigos míos, hijos míos, haced vuestros preparativos de viaje y marchad hacia la patria del Padre Celeste. Los pobres serán recibidos los primeros y los ricos, que hubieren abandonado todo para seguirme, tomarán parte en la alegría general».

«Hermanos míos, amigos míos, hijos míos, seguidme y manteneos firmes en la humildad y en la pobreza».

Juan era de color trigueño, cabellos negros y de estatura menor que la media. Tenía ojos rojos, sombreados de espesas cejas, lo cual, unido a su palidez, daban una expresión de dureza a su persona. Mas la sonoridad de su voz y la expresión de sus gestos hacían desaparecer poco a poco la primera impresión desfavorable para dar lugar al atento interés de sus oyentes y arrastrar al entusiasmo a las masas. Jesús os ha hablado ya de la palabra de Juan, y me parece inútil el haceros notar lo erróneo del nombre de bautizador que se me dio después.

«La justicia de Dios, me dijo, se verá honrada en sus decretos cuando los hombres sean capaces de darse razón de ella».

«La fe será el apoyo de los hombres cuando ella se libre de sus actuales tinieblas y se manifieste llena de promesas».

«El poder de Dios impondrá la adoración cuando ella sea explicada claramente».

«Para hacer apreciar la justicia de Dios, es necesario establecerla sobre su amor, y el amor justificará el castigo. Rechacemos la tétrica envoltura de los dogmas y hagamos resplandecer el amor perfecto del Creador. La justicia es el amor y el amor es la perfección divina. La eternidad del amor hace imposible la eternidad de los sufrimientos. Sin justicia, ¿dónde estaría el amor? Y sin amor, ¿dónde estaría el Padre?».

«Prediquemos pues el amor, Juan y honremos la justicia atribuyéndole la resurrección del espíritu hasta su completa purificación».

«Apurémonos en probar la transmisión del espíritu, indicando los males que afligen al cuerpo, y separemos el espíritu del cuerpo, demostrando con descripciones pomposas, los honores de dicho espíritu».

«Expliquemos la penetrante intervención del poder divino con la tranquila confirmación de la fe, y ya sea que este poder se manifieste ostensiblemente, ya sea que él se abstenga de manifestaciones fortuitas, rodeémoslo de nuestra admiración y de nuestras esperanzas».

«La desmoralización de los hombres depende de su natural inferioridad».

«A las llagas del cuerpo debemos procurarles el bálsamo refrigerante y aún más, debemos procurar esconderlas de las miradas ajenas cuanto más asquerosas ellas sean».

«Para las llagas del alma procuremos iguales cuidados que para las llagas del cuerpo y purifiquemos el aire apestado, con palabras de misericordia y esperanzas animosas».

«Descubramos las llagas a solas con el enfermo y sondeemos la herida para sanarla; pero que ignore la multitud las vergüenzas ajenas y sólo encuentre en tus palabras, Juan, la expansión de tu virtud y de tu fe».

«Que el favor de Dios se demuestre en ti con imágenes delicadas y floridas y que la elevación de tus pensamientos no se encuentre empañada con la acritud de tus demostraciones».

«He ahí los consejos de Jesús de Nazaret».

«Jesús precisa del apoyo de Juan para que se le honre y se le siga, y viene como un solicitante de parte de Dios».

Yo escuchaba aún a él, que me tenía la mano en señal de alianza. Apreté esa mano y le dije:

«Tú eres el que debía venir, si no, ¿dónde esperar otro?».

«Tus palabras se graban en mí y la gracia se encuentra en tu mirada».

Jesús elevó hacia el cielo sus ojos húmedos y cariñosos y enseguida me dijo:

«La paz que viene de Dios se establece en nosotros».

«La luz pura nos demuestra la vida eterna como precio de nuestros trabajos». «La justicia Divina nos preservará del temor de los hombres y el alto poder nos elevará a alegrías perfectas».

«Libremos a la Tierra de sus obstáculos, libertemos a las almas de sus terrores y hagamos de lado los despojos mortales glorificando a Dios».

Juan comprendió. La justicia de Dios lo libertó más que nunca del temor de los hombres. En el año que siguió a esta gran manifestación divina, Juan murió, fuerte de la gracia que lo sacaba de un mundo corrompido. Demostró en el suplicio la majestad de la calma y el ardor de la fe. Fue el mártir de su fe al acusar a los príncipes de la Tierra por sus escandalosos ejemplos, y a los gobernadores de la provincia que habitaba por sus evidentes delitos. Hermanos míos, acabo de realizar con vosotros una nueva misión, y me retiro de este lugar, dejando el puesto al divino visitador, que desea terminar él mismo la referencia de nuestras relaciones.

Adiós, hermanos míos, y que la gracia os sea provechosa. La pureza de Juan, hermanos míos, es hija de su vida humana y la santidad de su espíritu no hizo sino acrecentarse después de su estancia sobre la Tierra. La primera condición del apóstol es la firmeza. Juan la llevó tan lejos cuanto lo permitía la naturaleza humana. La muerte del mártir le dio elevación delante de Dios y la cantidad de sus obras lo coloca a la cabeza de los que han sido enviados entre vosotros. La tierna afección que el apóstol me demostró desde el principio, se hizo cada vez más grande y la sorpresa de las personas que vivían con él se convirtió en respeto.

El calor penetrante de mi alma, fundió el hielo que impedía al alma de Juan participar del dolor humano, desligando este dolor del principio de justicia para hacerlo resplandecer del don misterioso del hombre para con el hombre, honrando la cualidad de hermanos y llamando a todos los hombres hacia la perfección del espíritu; dando a todos los espíritus el mismo origen de alianza con Dios y el mismo coronamiento en el porvenir, atrayendo hacia el corazón del apóstol, fanático por la virtud, la amplia expansión de la piedad fraterna y del amor humano, por el deseo de amor divino.

Dejé a Juan recibiendo su promesa de purificar sus pensamientos con respecto a la fraternidad de los hombres, le prometí volverlo a ver y me dirigí hacia Jerusalén. Yo contaba ya en Jerusalén con un partido poderoso y devoto, debido más a los trabajos de José de Arimatea que a mis méritos personales. Mi personalidad quedaba resguardada con la de ese hombre influyente, colocado ahí, habríase dicho, para hacer la mitad del camino que se había trazado. José, que veía en mí un simple reformador de la moral, mucho se asustó cuando le desenvolví mis proyectos de reforma religiosa.

Algo pesimista y clarividente, él empleó todos los medios posibles para hacerme renunciar a la mezquina lucha, como decía, de la arcilla en contra del cobre, de un niño en contra de una legión de gigantes. José tuvo en esos momentos de aprensión la visión de mi pasión y de mi muerte y del comportamiento de ese pueblo que en esos momentos era favorable a mis ideas de mejoramiento, pero cuya estúpida ignorancia me definió así como su volubilidad, fundada en sus cambiantes impresiones y en la rusticidad de sus instintos. Me pintó con caracteres de fuego el odio de los sacerdotes, la defección de las personas en quienes confiaba y la ira de los hipócritas desenmascarados. Colocó sobre la balanza, con sano criterio, la vergüenza de una derrota y la tranquila esperanza en el porvenir. Definió, en medio del transporte de su corazón, tanto los tormentos que me esperaban y los celos feroces de mis adversarios, como la paz de una existencia pasada, entre la amistad y la virtud. Hizo brillar ante mis ojos la tierna y deliciosa armonía de los goces del alma y les colocó en frente la fatiga y el desengaño de una tentativa humanamente privada de toda probabilidad de éxito y llena de peligros, sin utilidad y sin gloria.

Las abundantes razones y la lógica decidida de mi amigo, cayeron ante mi resolución. ¡Ay de mí! Yo empezaba a alejarme de la dulzura, y la aspereza de mi designio, daba a mis palabras la dura expresión de la impaciencia y de la altanería. José añadió la piedad a la aflicción y el modo con que sufrió mi mal humor me dejó libre de todo miramiento.

Le comuniqué mis aspiraciones, mis propósitos, los signos de mi misión, los inmensos deseos de mi espíritu, las tontas fantasías de la muerte, que turbaban mis sueños, y le describí mis expectativas con respecto de la posteridad a la que hacía falta un iniciador que la deslumbrara. Yo encontraba la defensa de la humanidad en la abyección en que la habían sumergido los orgullosos fanáticos. Me levanté para condenar la ley que me condenaba a mí mismo, mas esta ley perecería para siempre, mientras yo recorrería mundos, daría facilidades al progreso, descubriría amplios horizontes y volvería a vivir en el curso de los siglos. Quería la libertad del espíritu; entregaba mi cuerpo en medio de las maléficas estrecheces de la atmósfera terrestre ciñendo la frente con la corona del martirio, pero habría antes conquistado la doble gloria del legislador y del apóstol.

La ley de Moisés decía: Los reyes son designados por Dios para gobernar a los hombres. Yo sostendré que la igualdad de los hombres está ordenada por Dios y que el mando supremo pertenece sólo a la virtud. La ley de Moisés decía: Los hijos pertenecen a los padres, y la esposa es la esclava del esposo. Yo diré: Que el espíritu pertenece a Dios, y que el hijo debe abandonar al padre y a la madre antes de infringir los mandamientos de Dios. Yo diré: Que la esposa es igual al esposo y que no existen esclavos en la familia de Dios.

La ley de Moisés decía: Los sacrificios de sangre son agradables a Dios. Yo diré: Arrojad del templo lo que mancha y ofreced a Dios el corazón de sus hijos. Caminad en medio de las flores del prado, jamás entre la masacre y las llamas. Ofreced a Dios el homenaje de vuestras penas, de vuestros dolores, para serle agradables; mas no matéis lo que Él ha creado y no profanéis con sacrificios horribles el altar del Dios de paz y de amor.

La ley de Moisés decía: No tomes a tu hermano, ni su mujer, ni su buey, ni su asno ni nada de lo que le pertenece. Yo diré: Partid la mitad con vuestros hermanos, de los bienes del señor. Quien quiera que no haga sacrificio de sí mismo a favor del hermano no entrará en el reino de Dios. El robo y el adulterio son odiosos porque ultrajan la justicia y la caridad. No manifestéis, pues, vuestras inclinaciones, vuestros deseos ilícitos; arrepentíos en cambio antes que la mirada de un hombre se haya percibido de esta humillación de vuestro espíritu. Practicad el bien en la sombra, orad con la elevación de vuestros corazones y reconciliaos con vuestros enemigos antes de entrar en la Sinagoga. No me hallaba ya en el tiempo de mis tímidos estudios respecto a las necesidades humanas, y la naturaleza de mi entusiasmo no se parecía a la temeridad de la adolescencia. Mi penetración en el porvenir tomaba su origen en el ardor de mi voluntad. Yo hablaba con una emanación divina y gozaba de un puro éxtasis en las maravillas de la patria celeste. Después volvía a la realidad, más emprendedor, más infatigable, más heroico que antes, por el cumplimiento de mi misión. Mi muerte me parecía útil, huir de ella me hubiera parecido vergonzoso y vil. ¿Podría acaso olvidarme la posteridad? «No, me contestaba una voz íntima, la posteridad tiene necesidad de ti, el porvenir tiene sus esperanzas en la nueva ley; los vestigios de tu sangre harán brotar virtudes».

Yo debo, hermanos míos, demostraros los diferentes efectos de mi pureza que tuvieron por móvil causas diferentes en dos épocas de mi vida. Coloco la primera época, dentro del tiempo transcurrido hasta el fallecimiento de mi padre. La pureza de mi juventud era un reflejo de la naturaleza de mi espíritu, lanzado hacia el duro cautiverio de la materia. La pureza de mis años viriles fue el fruto de una victoria y la luminosa aureola que me acompañaba es la recompensa de esa victoria.

Mi muerte de hombre fue la libertad de mi espíritu, y mi elevación fue conquistada en el cuerpo humano. La ley divina es absoluta y el camino de la humanidad, lo mismo que el individual, se cumplen sin desviaciones, dentro de la justicia del Creador. Lleguemos a esta conclusión, hermanos míos: Permaneced en la creencia de mi pureza como espíritu antes de su última encarnación; mas humillaos en cuanto a la dirección de vuestra humanidad, que encamina a todos sus miembros dentro de las mismas condiciones de existencia.

¡Marcha humanidad terrestre, tú arrastras en tu rápido movimiento tanto las más bellas flores como las más deformes raíces! Mas, si en este movimiento la flor pierde su perfume, ¡ah, cuánto tiempo se precisa para recuperarlo! Mas si en este movimiento la defectuosa raíz se abre en bellos brotes, ¡ah, cuán dulce rocío le dará fuerzas y la hará crecer en mejor temperatura!

¡Admirable alianza de los espíritus, demostración de la fraternidad, vosotros descubrís la adorable bondad de Dios y explicáis su justicia! A la humanidad terrestre yo venía a darle mi vida de hombre, mis sufrimientos de hombre, mis pensamientos, mis trabajos, mi piedad, mi amor… Mas en esta nueva peregrinación de mi espíritu, mi memoria me negaría el apoyo del pasado y mis fuerzas flaquearían a menudo. Como hombre sentiría el aguijón de la carne; como hombre sufriría debido a la materia, y las afecciones combatidas me pesarían como remordimientos. Como hombre me cansaría de los hombres y sufriría no obstante por el abandono de ellos, como hombre me llegarían señales de compasión de los espíritus de Dios, pero nada de ostensible podría darme facultad para desafiar, para cambiar el orden de la naturaleza; como hombre, en fin, estaría sometido a la ley humana y la justicia de Dios no alteraría, por mí, su inmutabilidad.

Hermanos míos, conviene que estéis prevenidos en contra de la infeliz locura de la superstición. Abandonad las culpables ficciones de las pasiones de la época y las tristes enseñanzas del pasado y alegrad vuestro espíritu con el principio absoluto de la fe. Este principio descansa en la eternidad de las leyes naturales y en la perfección de su autor, en la luz llevada por la gracia y en la eficacia de ésta para el bien general. Haceos dignos de la gracia y trabajad en la luz. Aquellos que os son ahora superiores han trabajado y comprendido.

Los que os favorecen tienen aún un deber que llenar, esfuerzos que hacer en común, fuerzas que recabar del seno de la Divinidad y honores que merecer. Las ideas de mejoramiento hacen latir siempre el corazón de los grandes espíritus. La ley general de las humanidades es la de marchar hacia delante, la de los espíritus puros es la de traerle luz a la humanidad.

Hermanos míos, la palabra de Jesús está ahí para traeros la luz. La vida carnal de Jesús trajo la luz, y los Mesías de todos los mundos y de todos los siglos han sido enviados para distribuirla. Mas estos Mesías encarnados en la materia, hacen causa común con la humanidad a la que deben ayudar, tienen la misma semejanza humana que los demás y nada hay que pueda librarlos de las tendencias propias de esta naturaleza. Haced pues, para todos, el mismo fardo de pruebas y la misma debilidad de órganos, la misma delicadeza material y el mismo olvido del pasado en la naturaleza humana. Honrad la justicia de Dios, majestuosa y fuerte en su curso. De la pureza de Jesús hecho hombre no juzguéis sus manifestaciones contando su pureza anterior de espíritu, mas llegad a comprender la lucha del espíritu perdido en la materia y obligado a someterse a las leyes de dicha materia.

En el quinto capítulo, la continuación de esta relación, tendrá por objeto el conocimiento de mis apóstoles y de mi poder como hijo de Dios, título aparatoso y lleno de temeridad, pero rebosando de promesas, el que yo me daba para levantar mi misión y deslumbrar a las masas, título que merecí por justa adoración del Padre nuestro. La ley tenía que castigarme como blasfemo, nadie hubiera podido salvarme. Yo lo sabía y las meditaciones respecto a mi muerte formaban mi delicia. Ella llevaba consigo el voluntario sacrificio de las afecciones terrenales, y mi madre, mis hermanos y mis hermanas, se convirtieron para mí en miembros de la familia humana en medio del pensamiento general y fraterno de la unión de las almas.

Hermanos míos, os digo: volveré dentro de poco.

CAPÍTULO V

EL MAESTRO SE OCUPA DE SU MESIANISMO

Hermanos míos, el título de hijo de Dios elevaba mi misión, purificando mi personalidad humana en el presente y aseguraba mi doctrina para el porvenir. Con

este título de hijo de Dios, yo renunciaba a todos los honores, a todas las ambiciones de la Tierra y mi espíritu debía resultar victorioso en sus luchas con la naturaleza carnal. El título de hijo de Dios, habría de convertirse en un medio de prestigio para dominar a las masas, mientras podría después explicarlo oportunamente a los hombres más iluminados. Dicho prestigio me proporcionaría la posibilidad de llevar a cabo mi fundación y asegurarla. Me preocupaba sobre todo la posteridad, y su consentimiento parecía depender de la fe que yo llegara a inspirar, considerándose mi luz como un reflejo de la luz celeste.

Con todo, la soledad suscitaba, a veces, dudas y temores en mi espíritu y yo me preguntaba entonces si consistiría realmente en todo ello el objetivo de mi vida. ¿Espíritus perversos me habrían tal vez empujado por un falso camino? ¿Sería fructífero el sacrificio de mi tranquilidad y mis alegrías humanas? ¿O mi poder de hijo de Dios se vendría miserablemente al suelo? ¡Indecisiones fatales, vosotras ponéis bien de manifiesto la debilidad del espíritu cuando se encuentra envuelto en la naturaleza corporal!

Jerusalén me parecía lugar poco favorable para implantar mi doctrina. Pero antes de dejarla yo quería medir mis fuerzas e intentar mis medios de acción sobre la multitud; me presenté pues en el Templo rodeado de mis más fieles secuaces. Era costumbre que todo hombre de alguna fama, tomara ahí la palabra, cosa que yo había hecho muchas veces. Mas debo confesar que la elocuencia sagrada me era difícil y que en todos mis discursos, mi debilidad se hacía evidente por la lucha que se establecía entre mi naturaleza física y el deseo vehemente de manifestar mi pensamiento. Las miradas que se fijaban en mí muy de cerca y las interrupciones frecuentes eran suficientes para turbar mis sentidos y desviar mi memoria. Me veía entonces lanzado en cierto desorden de ideas y desarrollaba teorías ajenas al tema que primitivamente me había propuesto. Si bien vencí más tarde esta dificultad, es digno de notarse que la presión de la actualidad dominaba siempre en mí. Mas en ese día debía cuidarme mucho de las apariencias, del efecto que debía producir delante de personas dispuestas a hacerme daño y delante de otras prontas a creerme, a seguirme y a defenderme. Tomé como tema de mi conferencia el siguiente:

«La Majestad Divina en permanente emanación con sus obras», y me constituí en el negador de la eterna venganza de mi Padre amado. El terror de la gente, que hasta entonces me había tenido por un extravagante, cuyas máximas no podían inspirar aprensiones, llegó al colmo. La mayor parte de los oyentes, pendía de mis labios cuando desarrollé la idea de la correlación de los espíritus de Dios en la habitación pasajera del hombre. Hablando respecto de mi filiación divina, con la ciencia de los honores de Dios hacia la criatura, vine a colocarme a la cabeza de los reformadores de todos los tiempos y como el precursor de un porvenir de paz y de luz. En esa filiación a favor de uno sólo, se encerraban promesas para la humanidad entera, por cuanto si bien yo me hacía el honor de dicha filiación, añadía que todos los hombres adquirían el mismo honor.

Después, llegando al último juicio, yo dije:

«Dios vendrá sobre una nube acompañado por su hijo y dirá a los justos: Aproximaos a mí y dirá a los réprobos: Alejaos de mí, permaneced en el infierno hasta la purificación de vuestras vidas».

Era la primera vez que alguien se atrevía a admitir la purificación en el infierno y la extrañeza de mis oyentes provocó repetidas objeciones, a las que yo contestaba desarrollando mis doctrinas. Mi presencia al lado de Dios fue interpretada como una explosión imaginativa, lo cual acepté.

La predicación en ese tiempo, hermanos míos, no imponía esa atención muda y respetuosa como actualmente. La mala fe del orador se denunciaba por su indecisión al contestar a las objeciones de los oyentes, y la paciencia de estos en escuchar las demostraciones sabias y religiosas era una prueba del trabajo de sus espíritus que buscaban comprender los preceptos y la moral que resulta de ellos.

La mayor parte de los hombres que estaban presentes a las manifestaciones de mi pensamiento en ese día, opinaron que era yo una persona muy excéntrica y que mis palabras encerraban al anuncio de una misión divina. Mas una minoría de mis oyentes interpretó mis propósitos como un atentado al culto que se debía a Dios, y clasificó de rebelión mi resolución de quebrantar las antiguas creencias.

Salí del Templo aclamado por la muchedumbre, mas no se me ocultaron las miradas de odio y las amenazas de los que se habían declarado mis enemigos. Al volver a entrar fui aclamado frenéticamente, quedando en ese momento equilibrado por mis fieles, el poder de los sacerdotes. Creo que si mis perseguidores hubiesen demostrado entonces sus intenciones y hubiesen puesto en práctica la primera parte de su programa, mi personalidad se hubiera colocado enseguida a una altura inaccesible para los asaltos y para las falsas interpretaciones de los que querían oscurecer mi fama, ya sea intentando divinizar una criatura, ya sea combatiendo groseramente el doble sentido con la injuria, o sosteniendo la impiedad al negar el carácter divino de mi mensaje.

Me separé de esa muchedumbre que tal vez me hubiera mareado, pero repito que si hubiera permanecido por más tiempo en Jerusalén, habría persistido el entusiasmo de mis aliados y la impotencia de mis enemigos. La misma forma de muerte habría terminado mi vida, en la misma época, pero ¡Cuántos trabajos se hubieran logrado, cuántos discípulos inteligentes reunidos, cuánta resonancia y qué resultados conseguidos! Hermanos míos, ¡pidamos a Dios el advenimiento de esa religión universal tan esperada, que hará resplandecer a Dios y a su providencia, a Dios y su amor!

La naturaleza humana es viciosa porque el hombre nace de la lubricidad. Mas pasando por las pruebas de la carne, el hombre se desliga de esta naturaleza por la fuerza de su voluntad, y hallándose el sentimiento humano replegado bajo el sentimiento religioso, el espíritu adquiere el desarrollo que lo aproxima hacia la pura esencia de Dios. Trabajad en este desarrollo, hermanos míos, la sublime religión de Dios os lo recomienda.

Yo soy el ángel de vida y digo:

«La vida es eterna, los sufrimientos sólo duran pocos días; sufrid pues con coraje, la sublime religión de Dios os lo recomienda».

Yo soy el espíritu de luz y digo:

«La alegría inundará a los que habrán caminado en la luz».

Hermanos míos, la sublime religión de Dios os ordena demostrar vuestra fe, aspirando el aire de la libertad de vuestra alma; adornad vuestro espíritu, buscando el sendero de la verdadera felicidad, humillad vuestro cuerpo, cansándolo con el ejercicio de la caridad, privándolo de los honores fastuosos y de los goces groseros, elevándolo por encima de los instintos de la naturaleza animal en lo que ésta tiene de más feroz y asqueroso. Pedid a la luz la verdad del porvenir por encima de las mentiras y locuras de la Tierra. Pedid y recibiréis, hermanos míos, por cuanto yo soy el espíritu de luz y os amo.

¡Purificad vuestra naturaleza carnal, oh vosotros que queréis entrar en relación con los espíritus puros; pedid la luz a la ciencia de Dios, oh vosotros que deseáis vivir y morir en la paz y en el amor!

Me fui de Jerusalén a Cafarnaúm, ciudad situada a orillas del lago Tiberiades y casi completamente habitada por pescadores, mercaderes y empleados de gobierno. Cafarnaúm me pareció totalmente adaptada para mis miras de proselitismo, que desde el primer momento hice de ella el centro de mi acción y de la esperanza de mi vida de apóstol. Los pescadores de Cafarnaúm me eran simpáticos por su alegría franca y honrada. Los mercaderes me parecían restos de pueblos diversos, arrojados ahí casi por un capricho de la suerte, y los oficiales del gobierno me producían el efecto de testigos, felizmente colocados ahí para la protección de un hombre, cuyos discursos no irían más allá de lo permitido por el Estado.

La mediocre fortuna de los más ricos de Cafarnaúm, me aseguraba un tranquilo ascendiente tanto sobre las clases pobres como sobre las más favorecidas. Las costumbres sencillas y las limitadas ambiciones, favorecían el ensanchamiento del círculo de mis oyentes y mi poder como hijo de Dios, se establecería en los corazones de los fieles depositarios de mi palabra con mayor tenacidad que en ninguna otra parte.

La benévola acogida que se me dispensó en Cafarnaúm tenía sus motivos en las recomendaciones de mis amigos de Jerusalén. Mis primeros protectores fueron aquí también mis primeros discípulos, y mis tareas fueron de lo más fácil en un principio. Hagamos por merecer, queridos hermanos, con esfuerzos elevados y con el tierno reconocimiento de nuestros corazones, que Dios nos allane los senderos que nos tiene abiertos delante de nuestro espíritu, para llevarlo al apogeo de la ciencia y de la prudencia, pero jamás digamos que la Providencia nos lleva; no afirmemos que nuestros pasos están señalados y que tal espíritu está guiado por tal espíritu. No, la Justicia de Dios es más grande y todos los hombres tienen derecho a su misericordia.

¿Qué género de alianza con los espíritus de Dios queréis hermanos míos, que engendre vuestras alegrías si vosotros no lo merecéis con el ardor y la perseverancia de vuestras resoluciones? ¿Qué manifestaciones podríais esperar de Dios si entre vosotros no reinara la concordia y la justicia? ¿De cuántos errores, en cambio, y de cuántas mentiras no seríais vosotros el juguete, si con vuestra vergonzosa vida facilitarais la alianza de vuestro espíritu, con los espíritus embusteros de la humanidad, muertos en la vergüenza? Desligaos del error, desligaos de los amores corrompidos y la verdad os descubrirá sus tesoros y el amor divino manifestará su calor a vuestra alma.

Haced los preparativos de vuestra elevación, adornad la casa en que aguardáis al espíritu de Dios para que ella sea digna de él. Arrojad de lado las cosas malsanas y lavad las llagas dejadas por ellas para que el espíritu del Señor no se sienta rechazado y se aleje. Limpiad la cabeza, limpiad el corazón, limpiad el espíritu, limpiad la conciencia y facilitad la entrada en la habitación con tiernas llamadas, con firmes promesas y con ardientes deseos.

¡Ah, hermanos míos! ¡Cuánto se equivocan los que creen que el camino de los acontecimientos está sometido a la fatalidad y que dicha fatalidad, cuyos golpes retumban en el corazón del hombre, golpea ciegamente, proclamando a la criatura la ausencia de un Ser Inteligente!

Una vez más: no. La justicia de Dios existe, y para todos, la fatalidad no es otra cosa que el castigo merecido. La fatalidad os respeta cuando os encontráis bajo la protección de un espíritu de Dios, mas esta protección no se adquiere sin sacrificios y los sacrificios son expiaciones. La supremacía del mando, la servidumbre, la riqueza, la esclavitud, son expiaciones. La virtud en los reyes es poco común, el coraje de los esclavos es poco común, el vigor del espíritu en los deprimidos es poco común, la liberalidad en los ricos es poco común. Mientras tanto todos se liberarían de la fatalidad mediante la virtud, el coraje, la energía del espíritu y la liberalidad. Todos progresarían en el sendero del propio mejoramiento si estuvieran convencidos de la justicia de Dios y de las promesas de vida eterna.

La justicia de Dios a todos nos protege con el mismo apoyo y nos carga con igual fardo. Ella nos promete la misma recompensa y nos humilla del mismo modo, nos alumbra con la misma antorcha y nos abandona con el mismo rigor. No preludiemos nuestra decadencia intelectual con la aceleración de nuestros principios religiosos, alimentemos en cambio nuestro espíritu, con el cuadro colocado constantemente en la luz ante nosotros, de la infalibilidad de la Justicia Divina. Pidamos la protección de los espíritus de Dios, mas no nos imaginemos que ellos han de proteger a los unos más que a los otros sin la purificación del alma protegida.

Yo me había alejado de mi objetivo al alejarme de Jerusalén, pero remedié en parte mi error estableciéndome en Cafarnaúm. Pero los espíritus de Dios no me habían guiado en estas circunstancias, por cuanto la parte intelectual de mi obra me pertenecía completamente. El objetivo de mi vida debía honrarme o llenarme de arrepentimiento, y los espíritus de Dios se apartarían de mí si mis alegrías humanas ofendieran su pureza.

Espíritus de desorden me inspiraban penosas indecisiones, espíritus de tinieblas agitaban mi mente con dudas sobre mi destino, espíritus de orgullo hacían resplandecer ante mis ojos la pompa de las fiestas mundanas y el placer de los amores carnales. Perdido en medio de una turbación indecible, levantaba los ojos al cielo con mirada escudriñadora, y más firme después de la plegaria, luchaba con coraje.

Bien lo saben los que dicen:

«Jesús fue transportado sobre una montaña y el demonio le mostró los reinos de la Tierra para tentarlo».

Hermanos míos, el demonio, figura alegórica del espíritu del mal, se encuentra dondequiera que haya espíritus encarnados en la materia, y yo me encontraba entregado a las olas de ese mar que se llama Vida Humana. La ley de perdición, la ley de conservación, los goces materiales, los goces espirituales, se disputan el espíritu del hombre y la victoria corona al espíritu que ha sabido luchar hasta su completa purificación.

Yo reprimía los instintos de la naturaleza carnal, tomando fuerzas en el eterno principio del poder de la voluntad, pues la luz de mi espíritu sólo me iluminaba durante el reposo que sigue a la lucha, durante la calma que viene después de la tempestad. Debido a mi fuerza de voluntad yo era dueño de las pasiones funestas para el progreso del ser, y durante el descanso de mis fuerzas parecía que la memoria espiritual renaciera en mí; consideraba entonces la habitación temporaria del cuerpo como una estrecha cárcel para el espíritu y el aire de la libertad anímica entraba en mi pecho en celestes aspiraciones.

La facilidad que yo tenía para descubrir las debilidades de los hombres, los colocaba bajo mi dependencia. Mis palabras adquirirían el alcance de revelaciones, cuando las llagas venían a quedar al descubierto, y la apariencia de predicciones, cuando la indignación desbordaba de mi pecho. Mis esfuerzos en el curar se dirigían también al cuerpo, cuyos sufrimientos me era dado apreciar por algunos estudios adquiridos al respecto. Por lo que respecta a mis medios de cura, consentí en admitir, hermanos míos, que su virtud era puramente humana, y dejad que mis milagros duerman en paz. Estos han arrojado sobre mí esa oscuridad de la que ahora vengo a librarme.

El centurión de Cafarnaúm es un personaje tomado de entre los que me debieron la salud y la tranquilidad. A todo lo que se ha dicho referente a este hecho, yo le opongo un desmentido formal, por cuanto esas palabras no podían ser favorables a la creencia en mi divinidad, mientras que nadie en mi vida carnal me tomó por un Dios, porque las multitudes eran mantenidas por mí en la adoración de un solo Dios, Señor y dispensador de la vida, porque mi título de hijo de Dios no implicaba la transgresión del principio sobre el que descansa la personalidad divina, porque la eterna ley de los mundos coloca la muerte corporal en el abismo del olvido, mientras el pensamiento sigue al espíritu en el campo de la inmortalidad, porque la muerte es el término prescrito por la voluntad divina, que no puede desmentirse, porque la resurrección se debe entender tan sólo en el sentido de la liberación del espíritu; porque la resurrección del cuerpo sería un paso hacia atrás mientras el Espíritu camina siempre hacia adelante. La resurrección, hermanos míos, jamás tiene lugar; la muerte nunca devuelve su presa. La muerte, emblema de la petrificación, es el aniquilamiento de la forma material. El espíritu que ha abandonado dicha materia no se preocupa más de ella y sólo la vida que se abre delante de él lo cautiva y lo arrastra.

Jesús no ha podido resucitar a nadie. Tampoco es Jesús quien curó con la imposición de sus manos y con sus palabras. Él oró, pidió la liberación de los enfermos y consoló a los pobres, hizo nacer alegrías en el corazón de los afligidos, y esperanzas en el alma de los pecadores. La tierna melancolía de sus conversaciones atraía a su derredor a los melancólicos y a veces su dulce alegría despejaba los más siniestros semblantes. Los pobres eran sus asiduos compañeros y las mujeres de mala vida corrían hacia él para buscar en sus palabras el olvido, la fuerza, la compasión y el alentamiento. El temerario ardimiento del justo no arrastró jamás a Jesús hacia el desprecio, y encima de la vergüenza, él tendía con premura el velo radiante de la purificación.

«Mi Padre decía: conoce nuestra debilidad. Él nos espera y nos llama con cariñoso empeño. Corramos a arrojarnos en sus brazos y los más grandes delitos serán perdonados».

«Mi padre es también el vuestro; mi habitación será igualmente la vuestra. Dejad pues a vuestros muertos y venid a habitar con los vivos».

Con las palabras vuestros muertos yo quería indicar los excesos y los proyectos insensatos, las desilusiones y las manchas de la vida, los goces desordenados, los infortunios fatales para la prosperidad material y las malas influencias del amor, del odio, del remordimiento y del terror, del pecado y del temor del castigo. Las alegrías inocentes devolvían la sonrisa a mis labios y los niños eran siempre por mí bien recibidos.

«DEJAD QUE LOS NIÑOS VENGAN HACIA MÍ», decía, y tomaba sus manos entre las mías y los colmaba de caricias. Los odios y las discusiones se calmaban por la virtud de mi ascendiente. Todas las rivalidades desaparecían del círculo que yo había formado, y la tierna simpatía de las mujeres echaba sobre mi vida la sombra protectora de las madres, por los cuidados que eran inherentes a mi persona. Yo descansaba en una lancha pescadora durante la noche de las fatigas del día, escuchando las alegres conversaciones de mis amigos. Los deberes del apostolado, las enseñanzas del pastor, dejaban lugar, durante esas horas de reposo, a expansiones llenas de atractivos, de confidencias y de afectos. Los hijos me entretenían con las alegrías y tristezas propias de su edad, y los padres me interrogaban respecto a las aptitudes de cada uno y de la posición que les convenía ¡Qué noches deliciosas nos proporcionaban el esplendor de la bóveda celeste, la transparencia del agua, el ansia de los corazones, la sencillez de las almas, las plegarias al Creador y la felicidad resplandeciente en medio de la mediocridad y del trabajo!

Hermanos míos, yo bebo en estos momentos en mis recuerdos y quisiera reproduciros la emoción de mis fieles cuando, de pie sobre una tabla colocada al través de la lancha, yo les explicaba las grandes verdades del porvenir. Así se terminaba con los festejos luminosos del espíritu, las cálidas fiestas del corazón, y no dejaba a mis amigos sino rodeado y bendecido por ellos.

Mi hospedaje era en la casa de Barjonne, padre de Cephas y de Simón, el primero llamado más tarde Pedro, el segundo llamado por los hombres Andrés; los tres eran pescadores. Las prerrogativas de Cephas tienen su origen en el cariño extraordinario que me demostró desde los primeros días. El carácter sombrío del hermano no dio lugar a la misma confidente expansión. Pocas caras me han quedado tan profundamente grabadas como la de Cephas. Veo aún la expresión de esa cara llena de franqueza y de cierta finura. Sus ojos eran azules y lanzaban relámpagos de inteligencia por encima de unos carrillos frescos y sonrosados y sus labios gruesos sonreían a menudo con el descuido ingenuo de un alegre hijo de la naturaleza.

La cabeza de Cephas era grande, sus cabellos abundantes y de color dorado, anchas espaldas y elevada estatura. Sus movimientos, más bien lentos, anunciaban la reflexión. Aun en medio de los trabajos más activos, su fisonomía reflejaba con fidelidad las emociones del alma. Cuando pensé en atraerme su cariño, me detuvo con estas palabras:

«Puesto que la oración es eficaz cuando sale de tus labios, Señor, ordena a los vientos que me sean favorables durante la noche. Llenad mis redes, y yo creeré en el poder de tu palabra».

«La oración, le contesté, honra a quien la eleva; pronuncia tú mismo, amigo mío, la fórmula de tus deseos y Dios te oirá si esos deseos son la expresión de la sabiduría y de las necesidades de tu vida».

Mi pobre Cephas no estaba acostumbrado a la elevación del corazón mediante la plegaria y hasta mi llegada poco se preocupaba de las cosas de la vida futura. La oración le fue dictada por mí y al día siguiente, a media mañana fui a informarme del resultado. Encontré a los pescadores muy ocupados, encontrándose ya en el séptimo mercado de pescados, tomados durante la noche.

Se me festejó y Cephas se puso de rodillas diciendo:

«¡Señor! ¡Señor! Tú eres seguramente aquel que Dios ha enviado para hacerme paciente en las adversidades y alegre en la abundancia»

Levanté a Cephas y le dije:

«Solamente Dios es grande, solamente Dios merece tus transportes de reconocimiento y de amor. Tan sólo Dios, fuerte y poderoso, distribuye la abundancia y las bendiciones entre los que dirigen sus oraciones».

Me retiré dejando a los pescadores en libertad de entregarse a sus faenas. No faltó quien, exagerando el alcance de este hecho, favoreció la creencia en los milagros.

La religión pura y sencilla de Jesús no existe más. Con rumbosidad delirante, honores tontos y frías reliquias, cayó esta religión al nivel de las más burdas fábulas. Las elevadas verdades enseñadas por Jesús, han sido sustituidas por fantasías, y los fanáticos partidarios de mi Divinidad han arrastrado mi nombre entre el lodo y la sangre, en los abominables espectáculos de la Inquisición y sobre los campos de batalla.

¡Pobres mártires! ¡Y vosotros, intrépidos luchadores de la razón, marchad a través de los mundos, corred en busca de la verdad eterna, ascended por encima de las sofocantes humanidades y derramad luz sobre ellas! Tus esfuerzos y tu patrocinio sirvieron para la emancipación de algunos hombres, ¡oh joven e intrépido atleta de las arenas de la inteligencia! Y tú en cambio… ¡Mueres pobre, cansado, deseoso de vivir aún, para dar término a la página empezada!

La página empezada se terminará en otra parte y tú te verás libertado de este cuerpo de fango, alejado de estos estertores de muerte, desilusionado de las sombras, empujado hacia la luz infinita, saciado de amor y de libertad. Firme campeón de una nueva idea, tú vas a expiar tu delito… La muerte está ahí; la muerte en medio de una muchedumbre gritona y estúpida… Mas, te sostendrán los ángeles en tu hora suprema y ascenderás hacia la eterna luz.

Desciende, hermano mío, los últimos peldaños de la vida humana, ellos te llevarán hacia el vestíbulo de la eternidad. La tumba abrirá para ti los esplendores el día y te serán reveladas las armonías del poder creador. La vejez de tu cuerpo es pesada, mas el alma joven está por salir de esa tumba y te será dada, hermano mío, la revelación sublime de lo que has presentido. Habla a tus hermanos, sé aún útil a la humanidad. Estudia, pide a Dios la llave que abre la mansión fastuosa de su pura luz, penetra hacia la bóveda de los esplendorosos astros y vuelve a la Tierra para darle la prueba de tus nuevos descubrimientos.

A todos vosotros, hombres pensadores, y hombres de acción, a vosotros, amigos míos, os corresponde la admiración de los espíritus que os han precedido. A vosotros os corresponde la fuerza, el poder y la perseverancia en la palabra y en los pensamientos de regeneración.

En la manifestación de la verdad, hermanos míos, hay que manifestarse en contra de los excesos de la indignación, hacia los que pueden empujarnos el acuerdo del pasado, y conviene mostrarse fuertes en presencia del presente para fundar el porvenir.

Yo dirijo a todos palabras de perdón y de consuelo. Deponed las armas y amaos los unos a los otros. Un solo lazo existe para enlazar a la humanidad entera: él es el amor. No hay más que una puerta de salida de la degradación: el arrepentimiento, y si en la hora postrera el arrepentimiento hace inclinar la cabeza del culpable, la justicia de Dios, impregnada de su misericordia, se inclina sobre esa cabeza.

La expiación de las culpas es inevitable, mas el arrepentimiento del pecador quita a la expiación su carácter ignominioso del castigo y la desesperación de la vergüenza. Hermanos míos, os doy la palabra de paz, os doy la promesa de vida y os bendigo.

Continuará….

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