27 de abril de 2011

VIDA DE JESÚS - DICTADA POR ÉL MISMO - Parte 3

CAPÍTULO VI

LOS PRIMEROS APÓSTOLES DE JESÚS

Os he dado ya, hermanos míos, una idea sobre mi cometido como Mesías y de mi poder como hijo de Dios. Vosotros comprendéis ahora mi misión, que no ha terminado, y mi carácter de hijo de Dios, que distinguirá a todos los que se alimentarán de la gracia y se aproximarán a la llama divina, a todos los que acreditarán bellas doctrinas y practicarán el eterno mandamiento del amor, a los que desempeñarán misiones de espíritus inteligentes en medio de espíritus inferiores y turbulentos, a los que harán la luz en medio de las tinieblas y harán crecer el grano entre el polvo, a los que se habrán emancipado de la dependencia odiosa de las pasiones para elevarse en la atmósfera pura de la espiritualidad.

El título de hijo de Dios les pertenece a los espíritus de pacientes investigaciones y de abnegación personal. El título de hijo de Dios les pertenece a los espíritus de penetrante ardor, de dulce humanidad, de emanaciones benéficas y de fuerzas fecundas, de empujes espontáneos hacia los sacrificios por el bien y de perseverante energía en la persecución de los trabajos emprendidos.

Todos nosotros somos hijos del mismo Padre. Las esperanzas del alma, los alicientes del espíritu, los vicios de la naturaleza carnal nos son comunes, y el poder divino nos llama hacia la perfección con el supremo honor de nuestro libre albedrío. Pongamos de manifiesto nuestros recursos, permanezcamos firmes en la lucha, y pidamos a Dios la protección de sus mejores espíritus; mas no contemos con esta protección mientras no nos enmendemos de nuestros hábitos fatales y mediante nuestros esfuerzos, puestos en evidencia como un llamamiento y como promesa de purificación.

Elevemos nuestras plegarias con fe y sencillez. Obremos con humildad y justicia. Destruyamos los malos gérmenes y volvamos a emprender la marcha por otros senderos. Busquemos la ley de Dios en el fondo de nuestros corazones, y elevémonos por encima de las costumbres de un mundo corrompido, por las desviaciones que hace de esta ley santa. Dirijamos las miradas de nuestro espíritu en el libro de las manifestaciones gloriosas y gocemos del amor de los ángeles, colmando de amor a los que nos desconocen.

Definamos la religión de manera que no quede lugar a equívocos, y declaremos con energía que las guerras, los odios, las venganzas y todas las horribles carnicerías, cualesquiera que sean las víctimas, son sin excepción impías, sacrílegas y merecedoras del castigo del Creador.

Los grandes espíritus han experimentado disgustos ante las alegrías humanas en virtud de las alegrías de la gracia. Mas estos espíritus también han tenido que dar sus primeros pasos, ya que nadie puede eximirse de los sacrificios necesarios para obtener la gracia.

Inclinémonos una vez más ante la justicia de Dios y continuemos la relación interrumpida al fin de mi último capítulo. Mediante el estudio de la naturaleza, todos los hombres pueden llegar hasta la concepción del inteligente autor de la misma. He ahí lo que me empujaba a buscar a los hombres que se encontraban en contacto con las maravillas de la creación. Yo me arrimaba a Cephas y a Andrés buscando convencerlos de mi poder moral e intelectual. Preparaba mis medios de acción, instruyendo a mis émulos, y deducía pruebas para mis palabras en las obras de Dios y en las manifestaciones de su munificencia y de su amor.

El continente lleno de respeto de mis fieles se había convertido en un verdadero culto después de la pesca milagrosa, como llamaban a la abundante pesca que he referido, y los cerebros estaban dispuestos para exaltarse cuando ocurría alguna discusión respecto a la naturaleza de mi poder. La luz no se había hecho en estos corazones ingenuos y entusiastas, y sin creerme dueño absoluto de los elementos, me atribuían la influencia pasajera de los profetas, cuya historia fabulosa conocían. Mis instrucciones se practicaban con la mayor deferencia hacia mi persona y la naturaleza del impulso, explicaba la debilidad de los espíritus. Mas yo, de acuerdo con mi penosa misión, debía aprovechar esta debilidad y purificar los instintos, sin comprometer mi prestigio.

Tenía que apoyar mis demostraciones ya sea sobre la tradición ya sea sobre los recursos de mi propio Espíritu y mantener así la creencia en las predicciones, haciéndome el apóstol de la nueva verdad. El temerario ardor de mis discursos y los hábitos sencillos de mi vida, ofrecían un contraste que impresionaba a todos los corazones y llevaba el convencimiento a los espíritus. Me retiraba muchas veces en los momentos de mayor entusiasmo y mi desaparición contribuía a establecer lo sobrenatural de mis formas oratorias, así como la luz de la nueva doctrina que explicaba.

Convencido de mi misión y desilusionado, sin haber experimentado los goces mundanos, desmaterializado moralmente con el alimento de mis idealismos y dulzuras de imaginación, adelanté rápidamente en la espiritualización del pensamiento y mi palabra estaba impregnada de los tiernos ecos de la poesía celeste. Tenía aún algunas ligaduras humanas y mi corazón quedaba, a veces, indeciso entre la radiante esperanza y la realidad de la alegría presente, mas estas indecisiones eran pasajeras, y mediante una voluntad invencible, adquiriría nuevas fuerzas después de cada lucha.

Los primeros apóstoles de Jesús, hermanos míos, después de Cephas y Andrés, fueron Jaime y Juan, hijos de un pescador llamado Zebedeo. Aquí debo dedicar una página a Salomé, madre de los nuevos discípulos. Esta mujer heroica, pero sencilla en el heroísmo es conocida tan sólo por la celebridad de sus hijos, y mientras tanto ella poseía más grandeza de alma que sus dos hijos reunidos. Esposa cariñosa de un trabajador, madre admirable, mujer inteligente y de una devoción elevada, Salomé fue, entre mis oyentes, una de las más asiduas y fervorosas. Yo no he elevado a Salomé; ella se elevó sola, mediante la intuición de mi misión divina y los dos nos encontrábamos marchando unidos en la fuerza de la fe hacia el calvario, yo para morir y ella para verme expirar en medio de las torturas. No es cierto que Salomé me haya pedido que colocara a sus dos hijos uno de cada lado mío en la mansión de mi Padre. Si Salomé hubiera formulado semejante pedido no la tendría que presentar aquí en la forma que lo hago.

Los dos hermanos estaban llenos de vivacidad y de ardor. Yo les había puesto los apodos de relámpago y de rayo y aprovechaba con éxito sus cualidades. Mas ¡Ay! ¡Cuántas amarguras después del placer! ¡Cuántos arrepentimientos resultaron de mis debilidades! Jaime, el mayor, no era más que el molde de Juan, es decir, que los mismos sentimientos, las mismas facultades, los mismos gustos, los mismos hábitos, se manifestaban en los dos, pero Juan empleaba más ardor en la discusión, más extravagancia en su entusiasmo, más pasión en la amistad y también más vanidad en el apego hacia mi persona. Yo no me preocupaba en combatir las tendencias de Juan hacia la exageración, y su hermano, menos exagerado, me inspiraba temores que jamás se realizaron. ¡Fatal ceguera! Juan era la estrella de mi reposo, como Cephas era el instrumento de mi voluntad, el brazo de la acción, y entre estos dos hombres establecía la misma diferencia que establezco hoy. Mas en las discusiones que se promovían entre todos, yo solía inclinarme con preferencia del lado de Juan. ¡No me daba cuenta que sus caprichos de preferido, que sus exaltaciones de ánimo sembraban el desorden en el presente y preparaban las oscuridades del porvenir!

Hermanos míos, este discípulo, cuyas ternuras formaban mi felicidad, fue realmente el más querido, pero en este momento yo le quito delante de la posteridad el prestigio de discípulo fiel a su mandato, porque todo lo llenó con lo inverosímil, refiriendo los hechos, no tal como ellos habían tenido lugar, sino como él deseaba que hubieran sucedido.

A los cuatro discípulos familiares de Jesús se agregaron otros cuatro, cuyos nombres son: Mateo, el aduanero, Tomás, el mentor de mis apóstoles por la inteligencia de los asuntos externos, Tadeo, el mercader; y Judas, célebre por su traición. En la creación de mi pequeña brigada, había establecido que sus componentes debían ser entre ellos hermanos y que el último llegado debía tener las mismas prerrogativas que el más anciano.

Una noche en que después de comer, me hallaba rodeado de todos mis hermanos, su alegría se manifestaba con bromas picarescas y acertados dichos, cuando a alguien se le ocurrió llamarme Rabí, que significa maestro y padre, como más expresivo que el de Señor. Para participar del buen humor de mis hermanos, me dirigí a todos y a cada uno de ellos, buscando los signos de su porvenir en el carácter de cada uno, que yo había estudiado. De las cabezas ardientes de Jaime y de su hermano, de la penetración de Mateo, de la capacidad administrativa de Tomás, de la natural bondad de Tadeo, deduje horóscopos confirmados más tarde por los hechos. Calmé también los celos de Judas favoreciéndolo más que a los otros.

A Andrés le di ánimo, diciéndole:

«Mi querido Andrés, abrázate a tu hermano y apoya sobre él tus débiles manos. Los pasos de Cephas te llevarán a trabajos a los que tú solo no conseguirías dar término; su fuerza cubrirá tu debilidad. Líbrate de la languidez que debilita tu alma, la fe y la resolución no precisan de la fatiga de los órganos y de la pesadez en la ejecución. Honrémonos imitando nuestros lazos fraternales y nuestra confianza en el porvenir. De los cuidados que demanda la grandeza futura de nuestra empresa no te preocupes. Descansa en el Maestro y después del Maestro, sobre tu hermano, que es la piedra fundamental de nuestro edificio».

Cephas se levantó radiante y dijo:

«Maestro, bendice la piedra fundamental y jamás se vendrá abajo el edificio».

Hermanos míos, jamás salió de mis labios el mezquino juego de palabras que se me atribuyó a este respecto. El origen del nombre de Pedro fue debido sencillamente a la facilidad de comparación que me proporcionó ese momento de confidencial abandono entre hombres, cuyo valor yo había aquilatado. El nombre de Cephas fue reemplazado inmediatamente por el de Pedro. Así lo designaremos en adelante, como Pedro el apóstol de Jesús, fundador de esa religión, materialmente pobre por sus miembros, resplandeciente de riquezas por sus aspiraciones, dulce y caritativa, fuerte y majestuosa, tierna y paciente para todos, devota de todos los deberes, poderosa a pesar de los asaltos sufridos, eterna por los ejemplos de virtud, que debían levantarla hasta Dios y conquistar el mundo.

Mis discípulos, en número de ocho, me siguieron en mi visita a Juan, quien bajaba del desierto para presidir las purificaciones en el Jordán. La purificación, como hemos dicho, se practicaba mediante la inmersión completa o parcial, y mi intención era la de someterme al uso, agachándome ante el apóstol para mi purificación parcial, que enseguida yo habría practicado con mis discípulos.

Juan me reconoció enseguida y me hizo caminar a su lado dándome vivas manifestaciones de veneración. La multitud que observó estos testimonios, me concedió sin más el mismo respeto que al Solitario. La función de la purificación fue precedida de sermones y ayunos, lo cual conviene recordar aquí para hacerles comprender a mis lectores que la purificación era lo que más tarde se llamó el sacramento de la penitencia, y no el bautismo, que no tenía razón de ser en esta circunstancia.

Todas las poblaciones de la Judea, parecía que hubieran convenido en acudir a la purificación en ese año, que fue el último de Juan. La muchedumbre era compacta, presurosa y ferviente, y la animación tomaba el lugar del silencio ordenado. ¿Cuál era pues, el motivo de esa emoción, de esa tendencia hacia el sentimiento religioso, de esas desviaciones del pensamiento extrañas al principio de la fe? La predicación de Juan os lo explicará.

Después de un exordio en que los atributos de Dios, habían sido desarrollados con potencia de palabra y entusiasmo del corazón, nadie fuera de él, era capaz de manifestar, el orador, descendiendo de las alturas de la espiritualidad hacia las imperfecciones humanas, humilló su mismo genio con injuriosos alegatos y amenazas proféticas.

La impureza de los vínculos, el lujo de las fiestas de la Corte, la desmoralización de los gobernantes, la pesada opresión de leyes arbitrarias y crueles fueron exhibidas en una forma tal, como para lanzar los espíritus hacia el camino de la revuelta. Juan había seguido una vez más el sendero fatal que lleva la virtud hacia el error. Juan había contemplado las torturas del pueblo e introducido el fuego de su alma en el fuego que se alimentaba escondido en el alma del pueblo. Juan había roto el orden que ya estaba por romperse. Juan sería encarcelado, juzgado, condenado a muerte y decapitado al año de estos sucesos; dos años antes de la crucifixión de Jesús.

Mis recuerdos me llevan hacia la purificación de los hebreos en el Jordán. Veo carpas levantadas por todas partes para albergar a los hombres durante la noche y servirles de abrigo durante el día. El poder humano se inclina ante el poder divino y los pecadores vienen a pedir el arrepentimiento, la paz y el olvido. La palabra de Juan entusiasma a la muchedumbre y si yo me entristezco por sus salidas inoportunas, me elevo en cambio en la sublimidad de sus arranques y me identifico con su delirante entusiasmo hacia la magnificencia divina. Los hombres que han concurrido ahí para la purificación de las manchas de sus almas, purifican también el cuerpo con muchas inmersiones saludables en esta estación ardiente. Durante la purificación de los hombres, las mujeres permanecen en las carpas. Más tarde, después de algunos días, ellas también cumplirán con el precepto de la ley, para volverse enseguida todos satisfechos hacia sus hogares, si todos han sabido sacar provecho de las luces espirituales. Las exterioridades de la penitencia y las resoluciones manifestadas nada son; es necesaria la penitencia en el corazón y el cumplimiento de las promesas.

Hermanos míos, la cabeza de Jesús inclinada y recogida bajo el signo de la purificación, la cabeza de Jesús que recibió la ablución de manos de Juan, quedó humillada con el recuerdo de su faltas pasadas, pero se levantó animoso para contemplar el porvenir que era necesario merecer.

Los preparativos de Jesús para recibir el agua de manos de Juan le fueron inspirados por la necesidad de mostrarse como el discípulo de un hombre, cuya santidad era universalmente reconocida, y su iniciación en la penitencia debía salvarlo del reproche de haberse colocado por encima de una costumbre tomada de la antigua ley y presentada por el Solitario bajo una nueva forma. La penitencia de ese tiempo era una manifestación pública que significaba, como consecuencia, la reparación de las culpas cometidas y el olvido de las ofensas. La purificación desarrollaba los buenos sentimientos y restablecía la concordia en las familias; purificación quería decir limpieza y alivio de las fatigas del alma. El lavado del cuerpo y la explicación de la función que rodeaba el acto, constituían el símbolo de la fe. La penitencia de los judíos como la de los cristianos más tarde, exigía disposiciones humanas, cuyo fruto debía ser la purificación del corazón. Mas ¡Ay! Al año siguiente debían tomarse las mismas disposiciones para el cumplimiento de los mismos deberes y la debilidad de espíritu tendría que encontrarse en frente de las mismas demostraciones banales. Hermanos míos, mis queridos hermanos, detengámonos aquí. Examinemos la penitencia del alma y desarrollemos nuestro pensamiento sobre este asunto.

La penitencia quiere la expiación y la tendencia de los hombres hacia el orgullo impide la expiación. La penitencia pide la resolución y la resolución nunca es sincera en el cumplimiento de la penitencia. La penitencia favorece al alma cuando el alma ve el peligro y lo huye. El adelanto es el resultado de la verdadera penitencia. La penitencia se convierte tan sólo en una fórmula religiosa risible cuando no convierte a los humildes en fervientes y fieles servidores de la causa santa de Dios. El humilde no siente ya la necesidad del fausto de las riquezas y él emplea dichas riquezas en facilitar la instrucción y el bienestar material de los pobres niños de la gran familia humana, desarrolla en el corazón de su hijo el sentimiento de fraternidad. El fervoroso pide a Dios su ley, Dios le contesta y él proclama la ley de Dios para hacer mejores a los hombres. El cariñoso soporta con resignación la miseria, las privaciones, la pérdida de los suyos, mira con desprecio el lujo que lo aplasta y permanece tranquilo frente a la muerte que le da la libertad.

«Hermanos míos, decía Jesús a sus discípulos, caminad por la vía humana con la vista fija en la patria del alma. Permaneced pobres y sed pacientes en la prueba. Vivid entre los hombres para consolarlos y reconciliarlos los unos con los otros».

«Calmad el estallido de las pasiones con palabras de misericordia. Descubrid las llagas para curarlas y demostrad vuestra fuerza con los impulsos de vuestros corazones, para llevar alivio a todos los sufrimientos. Conquistad el mundo con el amor. Permaneced unidos en la gracia y fuertes bajo su influencia, defended vuestro espíritu en contra de los asaltos del pecado, mas si el pecado invadiera vuestro espíritu, arrojaos entre los brazos de vuestro Padre, Él os perdonará».

«El espíritu se levanta por medio de la penitencia. Decid esto a todos».

«Solicitad los dones del Señor con las manos puras de todos los dones de la Tierra. Deponed en la puerta del Templo los honores que se os tributen y olvidadlos al salir».

«Depositad las ofrendas que se os hagan en el tesoro de los pobres y sacudid el polvo de vuestro calzado para no llevar nada de ello hacia vuestra habitación».

«Deponed a los pies de vuestro Padre Celeste las debilidades y los rencores de vuestros espíritus y decid: Dios mío, yo quiero elevarme por encima de los deseos de la Tierra para no desearte más que a ti, y por encima de las injusticias de los hombres, para hacer resplandecer a sus ojos la fuerza que tomo de ti».

«Haced practicar las virtudes que yo os enseño, practicándolas vosotros mismos, y regocijad vuestros espíritus participando de las alegrías de mi mansión divina».

«No os alejéis de las manifestaciones espirituales y buscad en ellas apoyo consuelo».

«Solicitad mis conversaciones y honradme como si me encontrara aún en medio de vosotros».

Después de la muerte de Jesús, sus apóstoles fueron desmaterializados moralmente. Conversaban con el preferido y pedían a Dios los dones de la predicación para conquistar el mundo, como Jesús les había dicho. Mudaban de residencia y se separaban los unos de los otros para desviar las persecuciones. A mi naturaleza, a mi presencia, ellos atribuían el éxito de su misión. Esta gran idea llenaba de bríos su fe y la hacía sublime por su valentía y don de persuasión. Se veían estos hombres, poco eruditos y sencillos de espíritu, valerse de nuestras conversaciones de otros tiempos para entablar una conversación espiritual y animada respecto a la elevada filosofía del alma. Ellos honraban mi lugar vacío. Evocaban mi espíritu, que gozaba de la felicidad de ellos. El terror de mis apóstoles durante mi pasión no había dejado lugar a que se sospechara esa fuerza y esa tranquilidad que demostraban después de mi muerte. ¿De qué provenía ello sino de la resurrección del espíritu? ¿Y por qué los sucesores de mis apóstoles fueron degenerando cada vez más? Porque caminaron con el orgullo del que dispone de bienes, porque subieron, con la cabeza que sólo debía adornarse para el servicio de Dios, las gradas del poderío humano, porque imaginaron dogmas absurdos y dieron en tierra con mi doctrina y con el ejemplo de sus vicios, que ella condena, porque desmintieron mi moral de amor con el odio y la venganza, porque favorecieron las orgías de los reyes y los asesinatos fraticidas, porque fomentaron la discordia entre los pueblos y alimentaron el fuego destructor.

Hermanos míos, la penitencia de todos traerá la paz sobre la Tierra. Mujer y madre, según la naturaleza humana, María, madre de Jesús hombre y espíritu de la Tierra, llegó en esta época a Cafarnaúm y nosotros la encontramos a su regreso de la función del Jordán. María empleó todos los recursos de su ternura y todos los raciocinios de la autoridad materna para persuadirme de la locura que había en cerrar mi corazón a las alegrías de la familia para acariciar un propósito quimérico, puesto que era tan hermoso, añadía mi madre. María lloró por los peligros que yo afrontaba. Viendo sus lágrimas yo sentía un profundo dolor, un deslumbramiento, un algo que me empujaba hacia las alegrías de la adolescencia.

Enseguida me arranqué bruscamente de la influencia del amor materno, pronunciando estas crueles palabras:

«Madre mía, ruega por tu hijo, ya que se aleja en este momento del deber trazado a la naturaleza humana».

«Mas ten presente la forma de mi rechazo: No tengo más ni madre, ni hermanos, ni hermanas, ni parientes, y la potente voz de Dios me llama hacia el martirio».

«La mujer debe retirarse y la madre consolarse para dejar al hombre y al hijo la plenitud y la libertad de sus actos».

«Vete, pues, madre mía, y haz a Dios el sacrificio de tu hijo, como yo le hago el de mi vida».

En mi ardor por el servicio de Dios, olvidaba la virtud del espíritu encadenado en la materia y jamás me fue tan penosa la contradicción así resultante entre la debilidad corporal y la atracción del fardo divino. Me sentía dominado y perplejo entre el deber filial y mis elevadas esperanzas, viéndose así turbada la paz de la conciencia del misionero ante los desmentidos que ello podría significar para la realidad de su temeraria misión.

Descendía mi espíritu de las fiestas de la celeste habitación hacia el árido camino de las armonías terrestres y sufría por el abandono de unos deberes para el cumplimiento de otros. Una vez que se fue mi madre, procuré recobrar esa calma y también esa alegría que me eran habituales, pero mis esfuerzos sólo consiguieron hacer más dolorosa mi incertidumbre. Decidí entonces establecer algún lazo entre mi felicidad corporal y mis aspiraciones espirituales, entre mi dependencia humana y mi elevación de pensamiento hacia el único porvenir, entre mi madre de la Tierra y mi Padre Celeste. Es decir, renuncié repentinamente a mi aislamiento con respecto a los míos y accedí al deseo de mi madre, en permitir que uno de mis hermanos me acompañara como apóstol y al hermano de mi madre como sostén de mis intereses pecuniarios en medio de mi vida de pobreza nómada y de caprichosos cambios.

Me hice acompañar con dos de mis apóstoles. Juan hijo de Zebedeo, designado como el preferido, y Mateo el aduanero, y después de haberle encargado a Pedro el cuidado de mi pequeña brigada, aumentada en tres miembros, me dirigí hacia Nazaret.

Mi madre me colmó de pruebas de amor y de testimonios de perdón. ¡Pobre madre! El rocío de tu bendición cayó en mi corazón como el fuego devorador del remordimiento, y por la voluntad de Dios, sufrí tormentos inauditos, recordándome el anterior abandono y preparando mi sufrimiento futuro.

Mi dulce fatiga en medio de las privaciones, de las humillaciones, de los trabajos, no sería de naturaleza divina, madre mía, si nosotros hubiéramos vivido juntos las mismas privaciones, las mismas humillaciones, los mismos trabajos; si tu martirio no hubiera sido formado por todas las torturas de la pasión, si tu hijo hubiera mezclado la dulzura de los brazos maternos a la fuerza chispeante de los transportes divinos.

Sí, madre mía, la abundancia de la gracia y la abundancia de los deseos de mi alma me alejaban de ti, mas la debilidad del hombre me devolvía a tu amor y el destino de mi misión se vio a menudo comprometido por esta mi debilidad. Sí, madre mía, la majestuosa filiación que me cobijaba, humillaba mis lazos terrenales, pero el calor de mi corazón te llamaba cuando la frialdad de mis palabras te alejaba.

Sí, madre mía, yo te amaba… mas tenía que apoyarme en la rigurosa defensa de mis sentimientos en frente de la calurosa expresión de los tuyos. ¡Sí, madre mía! Las lágrimas inundaban mi corazón mientras mis apariencias demostraban tranquilidad y cuando formas abstractas escondían las punzantes emociones de mi alma. Mas ello era necesario. Mi amor fraternal debía establecerse sobre las ruinas de las demás formas de amor; mi filiación divina tenía que aplastar mi filiación terrestre, mi misión de espíritu tenía que matar mis goces humanos y la alegría espiritual de mi alma, debía preparar la pureza de mi Ser.

María creía en la vuelta del hijo a la casa paterna, pero sabía que este regreso sólo anunciaría el remordimiento por las faltas cometidas en nuestra última conversación y había tomado fuerzas en Dios para estar preparada para una separación que le parecía debía ser definitiva.

Cuando quedó viuda, María había contado con los hijos de su marido para encaminar a los suyos, para colocarlos honrosamente en las filas de una clase laboriosa. Mis dos hermanas desde hacía poco tiempo se habían casado y de los cuatro hijos de María, únicamente el más joven, llamado Jaime, había quedado en la inacción, llegando por eso mi madre a pensar en confiármelo.

Desde el momento que la firmeza de mi vocación, decía mi madre, me había impedido hasta ese momento ayudarla, era necesario por lo menos ahora, que tomara a mi hermano menor bajo mi protección. Examiné al joven, que se me presentaba como mi futuro discípulo, e hice un rápido inventario de sus defectos y aptitudes. Jaime tenía apariencia de un hombre, pero no era más que un muchacho. Alto y robusto, de mirada indecisa y de ademanes bruscos, manifestaba sus pensamientos sin elaborarlos. Desprovisto de instrucción, su memoria retenía, mediocremente, las impresiones de su alma. Estaba embebido de prejuicios respecto a la personalidad de Dios, pero era de corazón tierno, deseoso de progresar y envanecido por el honor de seguirme. Me era necesario volver a fundir la cera que revestía este espíritu. Mi madre se alegraba de esta unión que ella venía así a formar y me enaltecía a los ojos de mi hermano, designándome con los calificativos de poderoso y de inspirado en las vías del Señor.

Mi tío, el único hermano de mi madre (subrayo esto como un desmentido a la versión que atribuye a María una hermana con el mismo nombre de María), era el más convencido entre los miembros de la familia respecto a mi misión; quería acompañarme hasta la muerte, decía, y cumplió su palabra. ¡Heroica grandeza! ¡Ferviente fanatismo! ¡Devoción de naturaleza superior!, os habéis manifestado en este hombre como manifestación espontánea del sentimiento y expresión sencilla de un verdadero Siervo de Dios.

¡Oh, Dios mío, Tú me reservaste esta alegría y yo acepté, feliz, el ofrecimiento de esta dedicación, de este fanatismo, de esta grandeza! Mi hermano Jaime tenía veinte años. Mi tío viudo y padre de dos hijas ya casadas, era dos años más joven que mi madre. Jaime, mi tío, me acompañó hasta el Calvario, Jaime mi hermano huyó loco de dolor. María de Magdala y María mi madre fueron las dos únicas mujeres que contemplaron mi agonía sobre la cruz.

Cleophas era un hijo de José, nacido de su primer matrimonio con Débora, hija de Alfeo. Este particular es tan insignificante que lo dejaremos ahí. Jaime, mi tío, deseaba participar del carácter sagrado de la obra, reservándose el humilde papel de encargado de las funciones materiales y rechazó el título de apóstol, que le habría impedido, decía él, mantener convenientemente el equilibrio de mis medios de subsistencia.

De antemano, mi madre había dejado entrever este deseo, claramente manifestado después por él. Yo pude comprender ese complot de los dos hermanos, debido al delicado sentimiento de cariño, lleno de lástima, que a ambos inspiraba. Pasé algunos días en el seno de la familia y muchos habitantes de Nazaret se apresuraron en invitarme a su mesa. Se nos hicieron honores, a mí y a mis discípulos, con el objeto de podernos examinar más cerca y apreciar, cada uno según sus conocimientos, el valor de nuestras personalidades.

De mis hermanas, una vivía en Nazaret y la otra en una pequeña ciudad llamada Canaan. Nos fuimos a Canaan. Se cuenta que fui atraído por unos esponsales en cuya circunstancia habría llamado la atención sobre mí por medio de un milagro. ¡Milagros! ¡Siempre milagros! ¡Oh, hermanos míos, cuán doloroso es tener que ocuparse de tal impiedad! ¡Cómo sufre mi sentimiento de hombre al tener que desmentir las aberraciones de los hombres!

En casi todas las particularidades de mi vida terrestre se encuentran semejanzas que sorprenden, con lo que sucede ahora en una parte del mundo civilizado. Mi presencia en el desposorio de Canaan fue un sencillo efecto de mi deferencia para con los deseos de mi madre. Mi presencia era efecto de mi propia voluntad. Mi presencia humana en la humana familia fue apenas notada. Mi presencia en ese pequeño rincón del universo bien podría negarse. Mas ¿Qué se precisaba para arrastrar a los hombres hacia el fanatismo? Milagros. Pues ellos hicieron milagros.

¿Qué se requiere para que sea admitida mi identidad ahora? Una prueba material, entendiéndose por prueba material el aniquilamiento de una ley fundamental de la organización física de los elementos. En la naturaleza espiritual, nosotros no disponemos de los elementos de la naturaleza terrestre y no podemos hacer milagros con el sólo objeto de entretener a los hombres, pero sí podemos darles fuerzas para que crean en nosotros. Se atribuye mi presencia entre los hombres a efectos de mi naturaleza espiritual, sin tener en cuenta las imposibilidades materiales, y se piden efectos materiales a mi naturaleza de completa espiritualidad, sin tener en cuenta las leyes divinas que gobiernan esta naturaleza de espiritualidad.

Que espíritus que se encuentran en el estado de espiritualidad transitoria, exciten la curiosidad y hagan nacer la sorpresa en las asambleas humanas, con demostraciones físicas, que la mayor parte de esas asambleas queden convencidas de la presencia de los desencarnados, es cosa buena para llevar la claridad en medio de la oscuridad. Pero los espíritus de Dios no van hacia la oscuridad y no se apoderan jamás del espíritu humano con juegos de prestidigitación. Descienden de su espiritualidad para honrar a espíritus encarnados desmaterializados ya de los deseos.

Ellos hacen la luz en las conciencias, ellos emancipan el alma, desencadenan las voluntades, desarrollan el sentido intelectual de la verdad divina; llevan hacia la alegría, hacia la felicidad y la paz eterna. Hermanos míos, en mi vida carnal yo no podía tener fuerzas divinas que me habrían llevado al apogeo de los honores humanos, y en mi vida de espíritu no debía ejercer un poder humano para hacer evidente mi esencia espiritual. Adoremos el poder de Dios, pero no le pidamos jamás lo que es contrario al orden establecido. Adoremos la gracia, pero no queramos ver en ella más que un medio para llegar a la elevación del espíritu. Adoremos la sabiduría de los decretos divinos y pensemos discretamente con la idea que Jesús no vino a la Tierra y no vuelve ahora hacia ella para deprimir el buen sentido humano y comprometer la justicia de su Padre.

Deprimir el sentido humano sería empujarlo hacia las creencias de la antigua barbarie o infancia de los pueblos, comprometer la justicia de vuestro Padre sería el llamarlo para comprobación de mi palabra de otra manera que por los medios divinos y por la edificación de mi doctrina.

Permanezcamos en una piadosa expectativa y no participemos del error común entre los espíritus inferiores humanos, pidiendo milagros nuevos, semejantes a los milagros antiguos, y estúpidos como el de las nupcias de Canaan. En el festín de dichas nupcias los hombres se embriagaban tanto, que me arrepentí de haber ido entre ellos. Mi madre me dijo riéndose: Aun cuando se convirtieran las fuentes de agua en fuentes de vino, ellos les darían fin. Estas palabras oídas por uno de los presentes dieron la vuelta de la mesa. Modales de moralidad dudosa, propósitos de mala ley, gracias fuera de lugar a mi respecto y al de mis apóstoles, dieron fin a una fiesta durante la cual habría cambiado yo seguramente el vino en agua, si me hubiera sido dada la posibilidad de hacer un milagro.

Salí de Canaan a la mañana siguiente, y de Nazaret pocos días después. Cansado de manifestaciones populares, tenía prisa en volverme a entregar a mis trabajos, en medio de mis discípulos, sin dejarme distraer por honores fanáticos y por sueños ambiciosos; honores destinados al hombre, cuya vanidad quería halagarse, sueños manifestados en las intimidades del apóstol preferido con el dulce maestro, como Juan me llamaba.

Hermanos míos, Mateo estuvo también, como Juan, en las nupcias de Canaan, pero sólo Juan se apoderó de este hecho para producir la duda en los espíritus. Fue Juan quien me expuso a la adoración de los hombres con la relación de mentidos milagros. Fue Juan quien se dejó sorprender en flagrante delito de impotencia, ya sea en sus discursos ya sea con motivo de silencio que guardaba cuando las circunstancias le exigían el deber de hablar. Juan es el responsable de las forzosas humillaciones de Jesús frente a los desmentidos y los juicios humanos. Es a Juan a quien las nuevas generaciones deben culpar por los errores de las generaciones pasadas, puesto que fue él quien desparramó las palabras de fanatismo, fue él quien rebajó mi misión a los ojos de los contemporáneos y que la hizo imposible de reconocer a los ojos de la posteridad. Yo tenía por este discípulo la debilidad que tienen las madres por el hijo cuya constitución física exige más cuidados que la de los otros y no me preocupaba de las vergüenzas futuras que me preparaban sus locas ambiciones, cuando el hecho de las nupcias de Canaan vino a abrirme un vasto campo de reflexiones funestas. En mi pobre estancia humana, hermanos míos, el camino de mi misión se vio contrariado por los hombres que me rodeaban, y mi deferencia hacia los deseos de los demás, tomó una apariencia de debilidad. Mas ahora es necesario manifestar la verdad sin cortapisas humanas, tal como el espíritu de Dios la ve y la comprende. Mas ahora deben dejarse los miramientos de lado con respecto a los errores que han ocasionado los tristes resultados que se palpan. Mas ahora conviene sembrar con la palabra divina y desarrollar la madurez de los frutos para aprovisionar con ellos a los hijos de la Tierra.

Definiré la manera de ser de Juan, diciendo que ella era como la de la generalidad de los hombres, que desean ver el maravilloso encadenamiento de los designios de la Providencia y son insaciables de gracias y promesas, con el objeto de atribuirse a ellos solos el mérito de las gracias y promesas desparramadas por la gracia divina. Concretemos: Juan fue de buena fe en sus deseos hasta que los sueños de su imaginación delirante, lo empujaron a dar vida a las divagaciones de su espíritu, y me amó por todas las razones que hicieron de él, el más tierno y entusiasta de mis discípulos.

A nuestro regreso a Cafarnaúm, encontré a todos mis discípulos reunidos en una perfecta armonía. La animación a que dio lugar mi regreso estuvo llena de atracción para mi corazón. Juan, humillado al principio por el recuerdo de su falta, volvió a asumir sus prerrogativas habituales, que consistían en colocarse a mis pies, cuando los demás me rodeaban, durante las comidas. He dado ya a conocer lo suficiente a Jaime mi tío y Jaime mi hermano. Debo mencionar ahora el nombre de mis otros tres discípulos. Eran: Deodoro o Dídimo (Tomás), Felipe o Eleazar, más conocido con el primer nombre, y Judo, primo de Pedro. Con el fin de distinguir a los dos Judos se designó al otro con el nombre de Judas.

Poco a poco la familia de los apóstoles se fue ensanchando, hasta llegar al número de doce, cuyos nombres son: Pedro, Andrés, Jaime, Juan, Mateo, Tomás, Tadeo, Judas, Bartolomé, Felipe, Santiago y Simón de Cananea. Durante el día recorríamos la campaña de los alrededores y por la tarde volvíamos a Cafarnaúm. El descanso y la acogida fraternal, nunca nos faltó ahí. Todos los pobres deseaban tocar las ropas y la manta de aquel que decía:

«Felices los que sufren en este mundo, porque verán a Dios. Desgraciados de aquellos que viven aquí en la abundancia y en la alegría, porque la Justicia de Dios les prepara privaciones y tristezas».

Ningún enfermo fue curado por la aplicación de mis manos sobre él, pero jamás la autoridad de mi voz hizo recuperar la vista a los ciegos y el oído a los sordos, pero la muerte jamás devolvió su presa, pues yo lo dije:

«Las leyes de Dios son inmutables».

Concluyo aquí este capítulo, hermanos míos.

CAPÍTULO VII

EL PRESTIGIO DEL MESÍAS FUE DEBIDO AL BAUTISTA

Mi prestigio en la Judea lo debía a la personalidad de Juan. Es evidente, que de no haber mediado la muerte de Juan, Jesús no habría conseguido influenciar a las masas, para que lo siguieran en un país donde las masas honraban al piadoso cenobita. Y por otra parte, está probado por ello, que la celebridad de Jesús hubiera quedado circunscripta entre la protección del Maestro y la dulce afectuosidad de algún discípulo, si Juan hubiera conservado por más tiempo su prestigio en la Judea.

Mas, por efecto de la voluntad divina, la muerte de Juan vino a favorecer la misión de Jesús. La pérdida del apóstol era fácil preverla en vista de su extraña predicación; mas el género de muerte que le impuso una mujer escandalosamente deshonrada, hizo esta pérdida más cruel para los amigos del mártir.

Juan fue arrestado y encarcelado por orden de Herodiades, que se había casado con Herodes, a causa de un delito. Desde su prisión, Juan, que podía comunicarse con sus discípulos, me mandó muchos de ellos para darme a conocer su penosa situación y confiarme el poder que tenía en la Judea. Mis apóstoles acogieron con frialdad a los discípulos de Juan. El relato de los últimos sucesos y el temor de que yo corriera la misma suerte que él, les causó estupor y despertó en ellos un vergonzoso egoísmo. Desconociendo la fraternidad del dolor, desprovistos de esa elevación en la fe, que más tarde conquistaron, me suplicaron todos que renunciara al encargo que Juan quería confiarme y que permaneciera como un espectador neutral en una tragedia cuyo desenlace no podría ser cambiado de manera alguna por mi influencia.

Asustado por las consecuencias del arresto de Juan, desesperado por el probable fracaso de mis tentativas, pero resuelto a ensayarlas, y fuerte, sobre todo por el legado que me dejaba el Apóstol de Dios, me encaminé con los discípulos del prisionero para colocarme en las condiciones de poderlo servir y para recibir sus últimas instrucciones. Mis apóstoles y los discípulos de Juan tenían la misma fe. Pero estos últimos, endurecidos por las privaciones mayores, exaltados por más fuertes tensiones de espíritu, tenían que superar a los míos en todas las circunstancias de extremo infortunio y de fulminante adversidad.

La cólera de Jesús prorrumpió en amargos reproches. Él llamó viles y perjuros a los malos servidores de Dios, a los que faltan a la delicadeza, al honor, a la amistad y predijo el abandono y el aislamiento de su alma a los que lo llamaran con el miedo y la fuga. Mas la cólera de Jesús tenía que calmarse en la soledad, porque una elevada manifestación le inspiraba palabras como estas:

«Perdónales, Dios mío, puesto que no me conocen. Sostenme porque Tú eres el sólo fuerte. Defiéndeme en contra de la desesperación y consolida mi voluntad que vacila. Tú eres mi único refugio. Tú eres mi sola esperanza».

Jesús encontraba amplias compensaciones, en la adorable bondad de Dios, a las tristezas que invadían su Espíritu, y las malas impresiones desaparecían en la plegaria.

«Hermanos míos, el más bello de los heroísmos humanos, es el olvido de sí mismo para llevar a otros la palabra de paz y de consuelo».

«Las más grandes virtudes se encuentran en los senderos dolorosos y la marcha del alma hacia el Creador no se efectúa sino a fuerza de sacrificios».

«Honrad la desventura, inclinaos delante de la miseria, haced brotar la esperanza en los corazones febriles, trabajad empeñosamente en servir a los enfermos y en adormecer sus sufrimientos; quebrad al mal en sus obras y esforzaos en la liberación del justo».

Llegué al lado de Juan con la pasajera esperanza de salvarlo, mas él ahogó esta esperanza dándome las más espantosas informaciones respecto al poder que lo mantenía en cadenas. Lo que yo debía hacer, me dijo Juan, en el interés de nuestra causa, era mantenerme alejado del centro de la persecución y continuar haciéndome de partidarios en las clases más ínfimas.

Quedé solo con Juan, no habiendo nada en mis apariencias que pudiera dar la menor sospecha a los guardianes del prisionero, y escuché la palabra del Apóstol inspirada ya por los resplandores, que él entreveía del más allá, entre las sombras de la muerte. De rodillas, como poco tiempo antes, durante la penitencia del Jordán, incliné la cabeza delante de esa gran figura en la historia de los siglos.

Juan me levantó, me abrazó, me dio ánimo y me hizo prometer que seguiría sus consejos. Resuelto a morir antes que renegar de sus palabras, me hizo saber sí la condición que se le imponía para concederle la vida y la libertad.

«No veo la hora de alejarme de la justicia de los hombres y te dejo el cuidado de mi gloria ante la posteridad. Hijo de Dios, continúa mi misión. ¡Date prisa! Los días están contados y nuestra alianza debe recibir su sello en la patria celeste, después del éxito. ¡Date prisa! La causa de Dios está en peligro y el Mesías Juan confía al Mesías Jesús. Adora la causa de Dios que nos ha lanzado aquí y marcha hacia la muerte con la mirada fija en el porvenir. En el porvenir el nombre de Jesús será glorificado y su fe triunfará, porque el Dios de justicia y de amor lo ha designado el Mesías de la religión universal».

La voz de Juan tomó entonces un tono profético, pasaron visiones ante él e hizo resurgir en mí la seguridad de mi futura elevación. ¡Oh, fe santa! ¡Tú despiertas el coraje y las virtudes, proporcionas el desprecio de los honores y de los sufrimientos, cumples milagros de amor y de sacrificios, adquieres fuerzas y devoción; llevas la libertad al espíritu y la tranquilidad a los corazones! ¡Tú eres la puerta de la esperanza, la llama de la caridad, la estrella maravillosa que brilla en el cielo oscuro de los náufragos!

¡Oh, amor de Dios Santo! ¡Tú sólo te manifiestas al alma creyente y a todo espíritu fuerte y desligado de las tinieblas! ¡Oh, Dios mío! Haz fácil la fe a los hombres que leerán estas palabras y manifiéstales todo tu amor. La paciencia de Juan no se desmintió, pues él recibió la muerte con la tranquilidad que da la fe.

Habiendo quedado solo después de la muerte de Juan para dirigir a los hombres en la nueva creencia, yo recobré fuerzas en el recuerdo de las brillantes promesas de mi amigo y reuní los principios de su severidad para los pecadores, con una moral cuya base era la fraternidad.

Engrandecido por la fama del solitario, seguí la costumbre de la purificación en el Jordán, tomando abiertamente el título de hijo de Dios y dejando a Juan el nombre de Precursor que él había tomado espontáneamente. Designando la habitación de mi Padre en el cielo, presentaba esta imagen con colores que convenían a los hijos de la Tierra de ese tiempo. Hoy no podría decir más: el cielo y el infierno; las puertas del infierno no prevalecerán en contra mía. La muerte es eterna para el pecador; el demonio lo arrastrará a un abismo sin fondo, y no verá jamás a Dios, porque él lo habrá maldecido, y porque la luz no penetrará en el infierno. La luz es Dios. El demonio reina en las tinieblas y el réprobo lanza gritos de angustia, llamando a Dios, que permanecerá, eternamente sordo a ellos. Mas hoy digo en cambio:

«Hermanos míos, el cielo es una designación vaga de la habitación de Dios. El infierno no existe. La muerte es el término de una etapa del espíritu; las existencias sucesivas operan paulatinamente la purificación en la naturaleza de los espíritus, a los que la justicia de Dios da, a todos por igual, una manifestación confusa de la verdad, la cual paso a paso se perfecciona a medida que ellos caminan en la presencia del porvenir, por el abandono de los instintos materiales y por la pureza de los deseos».

Mis preceptos son los mismos ahora que entonces, mas se apoyan sobre el punto fundamental de una doctrina, cuya exposición no hubieran podido comprender los hombres que entonces me rodeaban, y yo debía purificar sus espíritus sin preocuparme de los medios. Tenía que exhibirme como hijo de Dios, porque la palabra reformador no hubiera sido suficiente, siéndome de necesidad el conquistar un principio divino para elevarme ante la posteridad, para la que tal vez hubiera pasado ignorado sin este principio. En mis primeras predicaciones de Jerusalén, había ciertamente adelantado la negación del infierno durante mis demostraciones respecto a la bondad divina, mas ahí me escuchaban hombres familiarizados ya con dicho pensamiento, hijo de la misma razón. Aquí la tradición del infierno imprimía a mis discursos la tétrica energía de las masas que se manifiestan siempre deseosas, y yo quería atraerme la confianza de esas masas. Durante mi estancia en Jerusalén, había explicado la manifestación del espíritu para con el espíritu, mas aquí yo hablaba del espíritu de Dios y del espíritu de las tinieblas, del espíritu puro y del espíritu impuro, de la resurrección de los cuerpos y de la presencia de Dios en el juicio de cada hombre después de morir, e insistía en lo de mi presencia a la derecha del Padre Celeste, cuando viniera a juzgar a los vivos y a los muertos.

Hermanos míos, los enemigos de Jesús han sacado partido de estas contradicciones para acusarlo, y el expediente que Jesús empleaba para dominar las masas, le valió el que se le considerase como un ambicioso de los favores populares. Pero las pruebas respecto a las verdaderas intenciones de Jesús, se encuentran en sus invariables demostraciones sobre la fraternidad e igualdad entre los hombres, en su continua familiaridad con los más pobres y más desvergonzados, en su fácil renuncia a los halagos de la carne, en su alejamiento de las riquezas y de la disipación mundana, en su modo de presentarse, en sus hábitos, en su suplicio, que pudo evitar, y en fin, en el supremo honor que recibió de Dios al designarle como vuestro Mesías y vuestro iniciador en las nuevas doctrinas, en su felicidad, sus dolores, sus alegrías, su gloria.

Sabedlo, hermanos míos, la pura luz de Jesús lo llevaba a establecer una creencia basada en la Ley divina de la asociación fraterna de los espíritus. Mas no era llegado aún el tiempo de esta elevada demostración y Jesús tenía que plegarse a los solos medios que podían consagrar su popularidad. Sabedlo también: Jesús tenía como guía la inspiración de los espíritus del Señor, pero Jesús llamaba hacia sí la inspiración mediante la emulación de su misma voluntad, y muchas veces, errores, cuyo recuerdo le impone su memoria, fueron cometidos, siendo su causa la desviación de su juicio, en circunstancias en que sólo el libre albedrío debe gobernar el espíritu. Me manifiesto ahora con la alta protección de Dios. En el mundo terrestre también hablaba con la alta protección de Dios. Entre mis dos apariciones corren diez y nueve siglos y mi filiación.

Así como mis palabras, no pueden ser las mismas. EL hijo de Dios, es un espíritu inteligente, llegado a su más alto destino por el cumplimiento de los deberes trazados a todos los espíritus de su orden y las palabras de Jesús con los hombres de estos tiempos, tienen que señalar la distancia existente entre ellos y los pueblos de la Judea a los que se dirigía Jesús en su vida corporal. Emociones de elevada significación empujaban a Jesús hacia la familia espiritual por él merecida y al mismo tiempo las emociones de su vida carnal durante su misión humana, lo empujaban a manifestar el origen y el fin de ésta a los hombres de hoy en día.

¿Qué sería necesario para hacer desaparecer las dudas de la gran mayoría de estos hombres? Sería necesario repetir mis conversaciones familiares de otros tiempos y sus divagaciones en los discursos destinados a honrar la humanidad futura con la exposición de los deberes y de la revelación de las verdades prometidas al hombre inteligente. Sería necesario humillar más aún mi naturaleza y descender al nivel de las manifestaciones de los espíritus que permanecen en la atmósfera material, donde su puesto les está señalado desde larga fecha. Sería necesario ofrecer pormenores sobre los acontecimientos futuros y hacer un empleo vergonzoso de la gracia divina destinándola a manifestaciones tontas. Sería necesario obligar la fe de la humanidad con un milagro auténtico y arrojar el relámpago de la llama sobre la revelación, de la que yo soy el mensajero.

Exponer mi opinión sobre el papel no vale nada, lo mismo que el describir el camino que yo seguí. ¿Qué importancia podría tener ello para hombres cuya vida pasa en el desperdicio de la inteligencia, en el embrutecimiento que origina el abuso de la fuerza, en los permanentes deseos ambiciosos e inmorales, en el grotesco desdén por todo lo que les recuerda la fragilidad de la existencia presente y la pesada responsabilidad del espíritu inmortal, en la negación de Dios y en el desafío arrojado a su justicia, con abominables divagaciones y con ejemplos más abominables aún, en el olvido completo de las atribuciones de hombre y en el olvido de todo pudor, de toda delicadeza, de toda probidad, de todo honor, de todo sentimiento humano?.

Me coloco al nivel intelectual del médium que elegí; mas algunos hombres de espíritu grande encontrarán debilidad en mis manifestaciones y otros de más modesto talento harán notar las dificultades que surgen de estas mismas manifestaciones. Otros, y son los más numerosos, me acusarán de haber engañado al pueblo hebreo con enseñanzas que lo animaban a abrazar una creencia que yo mismo no tenía. A ello contesto: En casi todas las circunstancias de mi vida, recabé mi coraje del convencimiento que tenía de los favores divinos y era necesario hacerme digno de esos favores con un desprendimiento completo de los goces de la familia y de toda ambición propia del hombre. Tenía que sostener luchas para llegar al estado que yo deseaba, pero la firmeza de mi fe tenía que triunfar, porque Dios era mi apoyo y el premio a que aspiraba. ¿La misericordia divina no me mandaba para llevar una misión fraterna? ¿Y no bastaba acaso la fuerza de este pensamiento para levantarme lleno de ardor después de un momento de depresión? En casi todas las obras de mi vida me preocupé del fin.

En cuanto a los medios para persuadir y convencer a los hombres, empleé los que requerían la situación de las cosas y la inteligencia de mis oyentes. Convencido de la asistencia de los espíritus de Dios, no podía asociar esta definición con los dogmas fundamentales de la ley judaica, puesto que los sacerdotes, cuya arrogancia estaba de acuerdo con su poder, vigilaban por el fiel cumplimiento de la ley, y éstos me habrían hecho morir antes de la hora establecida, antes del cumplimiento de la obra si hubiera empezado demasiado pronto la siega de la mies del Señor. Tenía el convencimiento de la asistencia de los espíritus de Dios, pero al mismo tiempo estaba seguro del peligro que corría por esta revelación en una época en que los espíritus no estaban dispuestos a recibirla, y fundé una doctrina más en armonía con el desarrollo del espíritu humano, persuadido de que más tarde estas verdades se abrirían camino. Tenía el convencimiento de la asistencia de los espíritus de Dios, pero en Jerusalén los amigos míos que tenían mi misma creencia, se habían negado a sostenerla en público. ¡Ello no significaba más, que un rejuvenecimiento de creencias! ¡Ello a pesar, de que las revelaciones se encuentran en el orden natural de las fuerzas humanas y de las fuerzas espirituales, de los designios de Dios y de los senderos abiertos por la Providencia! ¡Mas en este mundo de errores y de falsos profetas, cuántos obstáculos tienen que vencerse para demostrar la verdad! ¡Cuántos vicios y cuántos desvaríos se oponen a las nociones traídas por la virtud y por la razón! ¡Oh, mártires de todos los siglos que me habéis precedido! ¡Oh, mártires de todos los siglos que me habéis seguido! Descended de las regiones en que ahora os encontráis para decir conmigo:

¡Pobre humanidad! ¿Cuándo, pues, llegarás a ser digna de los esfuerzos de los que quieren emanciparte? ¿Cuándo tendrás tú el coraje de levantarte y de mirar a Dios? ¿De maldecir la ignorancia y de lanzarte hacia la inmortalidad con la fe y con el amor? Hermanos míos, la vida de Jesús tiene que ser explicada por él mismo para borrar las dudas que existen todavía respecto a su naturaleza y a su sinceridad. Jesús lo dijo: Fue el apóstol de Juan y después de la muerte del Solitario, busqué reunir los antiguos preceptos con los que le dictaba la alta inteligencia de los mundos. El amor fraterno, la solidaridad humana, la justicia y la misericordia de Dios, tales eran los dogmas establecidos por Jesús. Mas, para predicar estas cosas con algún desarrollo era necesario romper los dogmas antiguos, con la idea de la creación de un solo mundo, la dependencia del alma con relación al infierno, la condenación eterna, el poder del demonio, las demostraciones pueriles, los sacrificios impíos, en una palabra, era necesario destruir y reconstruir, y no tenía el tiempo ni los medios para llevarlo a cabo.

En mis conversaciones con Juan había quedado convenido que arrojaríamos la semilla en medio de la gente plebeya y que el título de hijo de Dios serviría para atraer a las masas en el porvenir, para que mi misión fuera provechosa e inmortal. La doctrina de Jesús tenía que apoyarse sobre el prestigio de la filiación divina, con el propósito de que ella quedara absolutamente establecida y religiosamente observada a fin de humillar todas las miserias morales. ¿Podía acaso el Mesías Jesús lanzar el anatema en contra del poder y de la dureza de los ricos? No, las turbas tantas veces engañadas por las apariencias de la virtud, no habrían admitido la moral del pobre Nazareno y lo habrían acusado de envidiar a los mismos que él señalaba para desprecio de los adoradores de Dios. ¿Podía acaso el Mesías Jesús lanzar el anatema en contra de la esclavitud y de la justicia humana? No, puesto que la muchedumbre no hubiera comprendido a un hombre que intentaba derrumbar las instituciones hasta entonces respetadas. Mas lo que el Mesías Jesús no podía intentar, podría intentarlo el hijo de Dios y el porvenir recompensaría a Jesús por la derrota y contrariedades de su vida presente. Al hijo de Dios le correspondería el decir:

«Mi reino no es de este mundo».

«El Cielo y la Tierra pasarán, pero no pasarán mis palabras».

«Permaneced en la paz del Señor, caminad dentro de sus leyes y creed en la resurrección de los espíritus».

«Pedid y se os dará, la mano de Dios es sin fin y su amor es inmenso».

«Bajad hasta el fondo de vuestros corazones y arrojad de él todo lo que tenga de impuro. Las impurezas corrompen el corazón y el alma».

«Sembrad, destruid la mala hierba. Yo os lo digo hombres de buena voluntad: los que hayan sembrado aquí recogerán en otra parte. Os lo digo aún: abandonad los bienes de la Tierra, puesto que los ricos no entrarán en el reino de mi Padre. Mas entrarán los que todo lo hayan dado para seguirme. Mas entrarán los que hayan comprendido mis palabras y las pongan en práctica».

Yo era el enviado de la justicia de mi Padre y me hacía el intérprete de su misericordia.

«Venid a mí, vosotros que habéis pecado, y os perdonaré. ¡Venid! La liberación de vuestras almas se efectuará por obra de mi amor».

«Yo soy el buen pastor y el buen pastor da la vida por su grey». «Yo soy la fuente del consuelo y a mi lado no se deben temer los peligros, porque Dios está en mí y yo estoy en Él».

«Seréis arrastrados por los espíritus de las tinieblas hacia la muerte del pecado, mas yo soy la luz, la verdadera luz hasta la consumación de los siglos».

«Id, les decía a los pecadores, id y no pequéis más. El Señor os perdona por mis labios, puesto que soy su hijo predilecto y todo lo que yo perdone en la Tierra será perdonado en el Cielo».

«Soy el intérprete de mi Padre y del vuestro, porque la Patria Celeste es mi patria».

«Vine para traeros la verdad, para que la verdad sea conocida de todos los hombres en el presente y en el porvenir».

«Dios conoce vuestros más secretos pensamientos. Rogad pues con pureza de corazón para que vuestras oraciones sean oídas».

«Practicad el bien en las sombras y que vuestra mano izquierda no sepa lo que ha dado la derecha».

«No imitéis a los hipócritas que levantan los ojos al cielo y tienen una cara escuálida, para demostrar a todos, que oran y ayunan».

«Cuando vayáis a la Sinagoga. Tomad una actitud modesta y entrad con el alma libre de toda venalidad y desligada de todo rencor».

«Cuando deis expansión a vuestro espíritu y a vuestro cuerpo con el descanso y en medio de las distracciones, haceos fuertes en contra de todo lo que sea bajo y grosero, porque ello desarrollaría en vosotros las tendencias bestiales y harían retroceder a vuestro espíritu».

«Cuando os encontréis en la aflicción, decid: ¡Dios mío! Sea hecha tu voluntad y no la mía. Enseguida Dios os mandará la alegría y la fuerza».

«Cuando os encontréis en la abundancia distribuid lo necesario a los que no tienen y cuando os encontréis en la necesidad, recurrid a vuestros hermanos. Todos los hombres son hermanos y Dios les dice:

«Amaos los unos a los otros y amaos sobre todas las cosas».

Mis gustos me llevaban a las reuniones populares y a menudo la curiosidad que acompañaba a mi persona, desnaturalizaba mis palabras, arrojándolas a las pasiones entusiastas de los amigos de lo maravilloso. Mis enemigos tomaban nota del ruido que se hacía alrededor de mis milagros y más tarde me acusaron de haber dejado que se creyera en estos milagros por no haberlos negado en lo más mínimo.

Mi naturaleza de hijo de Dios, hermanos míos, era para vosotros un sujeto de estudio y tengo que definírosla completamente. Pero voy antes a explicar dos milagros referidos en vuestros libros, y si los elijo es por encontrarlos de una inventiva más exagerada que las de los demás.

En la ciudad de Jericó un ciego vino a encontrarse en el camino de Jesús y se puso a gritar: Jesús hijo de Dios haz que me sea dada la vista. Jesús le dijo: Te es devuelta la vista y él vio. Hermanos míos, el ciego de Jericó es una quimera. El hombre enfermo encontraba siempre en mí consuelos y también algunos medios de alivio, debido a mis estudios sobre las enfermedades humanas. De estos milagros yo no he tenido conocimiento sino por los escritos de vuestros historiógrafos.

El cuento de los cinco pescados y de los dos panes multiplicados y distribuidos entre muchos miles de hombres dejó perplejo mi Espíritu al ver tan grande tontería humana. ¡Ah! Hermanos míos, Jesús como acabo de decir, se encontró a menudo en medio de las reuniones populares, pero jamás hubo algo de su parte que pudiera dar lugar a semejantes fábulas. ¿Con qué objeto hubiera provocado la creencia en estos trastornos de la naturaleza material mientras decía que el poder del Padre residía en el fausto de la creación y en las inexorables leyes naturales de la materia?

Al principio de este libro os referí la resurrección de una jovencita, resurrección que sólo existió en la imaginación de los asistentes, pero que yo dejé que pasara como un hecho real porque no veía entonces inconveniente alguno en ello. La jovencita no había vuelto a la vida, yo lo sabía, pero aproveché la ilusión de los padres para inspirarles la fe en la resurrección del espíritu. Pero en cuanto a lo sucedido en Jericó y en todas las circunstancias en que se me hace aparecer como violando las leyes de la existencia material, insisto en mi negación absoluta respecto a mi participación en tales mentiras.

Insisto en estos principios de alta filosofía religiosa: que Dios no ha pasado jamás los límites puestos por Él mismo, que Dios no ha concedido a nadie la facultad de transgredir las leyes divinas, las que reposan sobre leyes inmutables, que Dios es un Ser demasiado perfecto para engañarse, demasiado justo para favorecer a unos y dejar a los otros de lado, demasiado adorable para descender a combinaciones del género de las que se encuentran a cada paso en vuestros pretendidos libros sagrados.

¡Oh, ciertamente, Dios me ha protegido! Sí, Dios me ha empujado hacia el porvenir para que fuera la luz y el guía de éste; pero no siempre fui digno de este honor, y es porque llegué a ser lo que pude, preceder a la humanidad, y enseguida bajar desde esa luz hasta ella para bendecirla con mi sangre y emanciparla con mis palabras.

Será también hijo de Dios el hombre que saborea la paz en medio de la tristeza y de los sufrimientos, porque él es libre de pensar, libre de adorar a Dios, libre de llevar alivio a sus hermanos con la fuerza del espíritu y la efusión del corazón, porque él es libre de vivir sin apostatar de su fe y de morir confesándola, libre de marchar hacia adelante durante la vida y después de la muerte.

Será también hija de Dios la mujer de la Tierra que haya sufrido todas las desilusiones con dignidad, que haya defendido todos sus derechos con la conciencia de su valer espiritual, que haya ascendido las gradas de la ciencia divina y multiplicado sus buenas acciones para ofrecerlas al Dios del Universo. Será hija de Dios y podrá conservar este nombre tanto ante el mundo que habrá dejado, como ante el mundo hacia el cual habrá sido llamada por la voluntad divina. Deseaba yo con demasiado ardor la felicidad de los hombres y era demasiado absoluto para mis propósitos para justificar la opinión de los que emplean con demasiada crudeza el calificativo de impostor o de los que disimulan el propósito de esta injuria con expresiones más favorables para la lectura de sus libros.

Tomando el nombre de hijo de Dios sabía que tenía el derecho para hacerlo: adelantándome hacia el abismo sabía que había caído en él. Me era agradable la amargura de la muerte, como hombre obligado a morir, y predecía a mis apóstoles el abandono del que más tarde se hicieron culpables. Pedía fuerzas a mi elevada protección espiritual y en mis alianzas humanas descendía a debilidades comunes a todos los hombres. Mi naturaleza era pues como todas las naturalezas humanas, dividida entre la atracción de la Divina Providencia y la atracción de las alegrías humanas, pero el progreso de mis pensamientos, cada vez mejor y más intensamente dirigidos hacia el horizonte celeste, tenía que destruir mis tendencias corporales, convirtiéndome en el Mesías inmortal.

El hombre desvinculado de los estorbos mundanos, es realmente el hijo de Dios. Juan lo había dicho antes que yo, y él no tenía sólo en vista el porvenir conquistado, cuando me hizo prometer que respetaría mi denominación y de sostenerla ante todos y en contra de todos.

Mi posición de hijo de Dios, hermanos míos, es más concebible entre los adeptos de la religión universal, que entre las almas encerradas en el círculo estrecho de una religión humana. La religión universal se funda en la justicia de Dios, no levanta templos para una fracción de los hombres, no tiene formulismos externos forzados; pero da la paz después de la oración, porque la oración está despojada de todas las supersticiones que acompañan a las religiones humanas.

La religión universal define a Dios con sus atributos de grandeza y de poder, las religiones humanas definen a Dios con las debilidades inherentes a la humanidad. La religión universal tiene su asiento en el alma, como en un santuario. Las religiones humanas están condenadas al error y a los alzamientos de la razón. La religión universal se manifiesta con la elevación de los pensamientos y el deseo de perfección. Las religiones humanas exigen la fe sin proporcionar el sentimiento de ésta. Ellas concluyen por convertir al hombre en fanático e incrédulo.

La religión universal, hermanos míos, os dice que todos somos iguales, en virtud de nuestro origen. La religión universal os eleva en el porvenir y os avala en contra del orgullo hablándoos del pasado. La religión universal os da la definición exacta de vuestro Ser y os salva de la desesperación, os inicia en la gloria de vuestro Dios y os promete alegrías en su casa. La casa de Dios es la casa de las inteligencias que han llegado a la perfección y al coronamiento. Es la Patria del hijo de Dios. De ahí viene Jesús en este momento para explicarnos su naturaleza. De ahí bajó en un día de misericordia, para ser Mesías, vuestro guía y consolador. Desde ahí también os bendice todas las veces que vuestras miradas piden la luz de Dios, y os la manda. Desde ahí os llama a todos, sí a todos, los unos después de los otros.

He ahí el cielo, el porvenir de la religión universal, he ahí la mañana deliciosa de vuestra noche actual, el fin de vuestros esfuerzos, el trabajo de vuestra existencia. Conquistar la muerte, conquistar la luz, conquistar un lugar en el sol de los soles, una voz en el concierto de las armonías divinas, conquistar la perfección del espíritu y no descender de las altas regiones sino para ayudar a las almas débiles, libertar las almas esclavas para demostrar a los ignorantes la grandeza de Dios y el elevado destino del espíritu.

¡Ah, hermanos míos! Mereced esta dicha y recread vuestra alma con esta esperanza. Durante varios siglos, después de la última humillación de su espíritu, Jesús asistió a los procederes contrarios a toda ley divina de los depositarios de la autoridad religiosa y si no impidió estos excesos es porque Dios deja a cada uno la responsabilidad de sus acciones delante de su Justicia; porque Dios confirma sus leyes no interviniendo en el ejercicio de la libertad individual. Las fuerzas ocultas pueden bien sacudir un mundo, los Mesías y los agentes superiores de la autoridad divina pueden bien ser los Mensajeros de luz, pero la lucha es siempre ruda y la materia resulta la más fuerte. La materialidad apaga el sentimiento de espiritualidad en los mundos inferiores, del mismo modo que la espiritualidad apaga la materialidad en las altas regiones. Por todas estas razones no pudo poner freno al comercio que se hacía de su doctrina y tuvo que oír sus falsas definiciones, contemplar los delitos y las abominables venganzas, con el alma inmovilizada por la voluntad divina.

Hermanos míos, mis queridos hermanos, bendecid el misericordioso pensamiento que me manda nuevamente entre vosotros. No preguntéis a Dios sus secretos, mas aproximaos al fuego de su amor, al fulgor de su luz, a la inteligencia de su naturaleza y desprendeos lo más posible de las tendencias de la naturaleza carnal. La naturaleza carnal os arrastra hacia amores deshonestos, a ambiciones rastreras, a cálculos delictuosos, a demostraciones hipócritas, a alegrías humillantes para el alma y a la pérdida de vuestra dignidad espiritual. Hombre como vosotros, yo también estuve sometido a las leyes de la materia y vengo a deciros que Dios quiere la posesión de vuestra alma toda entera. Acumulad tesoros para el porvenir en Dios y despreciad las riquezas terrenas. Destruid vuestra ambición por los honores humanos y mereced los celestes. Empezad la reforma de vuestros gustos depravados, de vuestros hábitos licenciosos, destronad el orgullo y el egoísmo para hacer resplandecer la modestia y la caridad. Adorad a Dios, como la luz y la libertad, como la calma y la fuerza, la inteligencia y la pureza y no lo insultéis más con oraciones hechas sin la compresión de sus atributos que quieren la libertad, la calma, la fuerza, la inteligencia y la pureza de vuestros deseos, de vuestro amor, de vuestra fe y de vuestra esperanza.

Permaneced en la paz conmigo, vosotros que queréis seguirme, y pronunciad en la efusión de vuestro corazón, la oración que os voy a dictar para terminar este capítulo:

«Dios mío, haz que este mundo se me represente tal como es realmente: un lugar de pruebas, un fardo doloroso, una habitación fría y temporal; mas endulza las amarguras de la prueba, alivia el fardo, con el concurso de las almas hermanas de la mía y descubre a mis miradas el cuadro deslumbrador de las fastuosas recompensas, debidas a la eterna gravitación de los espíritus, para conquistar la espiritualidad pura en tu aureola y en tu gloria».

En mi octavo capítulo empezaré a tratar la cuestión de la dependencia de los espíritus de la Tierra y de su desmaterialización.

Continuará….

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