5 de septiembre de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 20

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

51.- LA TEMPESTAD SE AVECINA

Un día sucedió, que Pedro y Andrés fueron con Stéfanos a la Sinagoga de Zorobabel, que estaba muralla de por medio con la vetusta Torre de Goliat reconstruida, que ya no era presidio sino cuartel de un destacamento de legionarios romanos.

Ese día debieron recibir el bautismo y la iniciación en la Congregación Cristiana, numerosos neófitos que estaban ya preparados. Stéfanos no llevaba intención de hablar, sino que iba como director del Coro de

Doncellas, que llegarían luego en grupos de dos o tres para no llamar la atención. Debían cantar salmos y dar lectura a algún pasaje de los Profetas. Stéfanos se sentía como ebrio de inspiración, y para desahogarla, se sentó al clavicordio por vía de ensayo de la música sagrada, con que acompañarían la tierna ceremonia de verter el agua sobre las cabezas inclinadas de los que se consagraban discípulos del Señor. Las doncellas del coro le acompañaban con sus cítaras y laúdes.

Aquel concierto maravilloso, en que los instrumentos vibraban a tono con las almas elevadas con vehemente fervor al Infinito, comenzó a atraer concurrencia, pues era libre la entrada. Y entre esa concurrencia llegaron algunos por simple curiosidad; otros por el gusto de oír aquella armonía exótica, digámoslo así, pues que la música de Stéfanos tenía mucho de la de su tierra natal. Y también llegaron algunos personajes adheridos al Templo y al Sanhedrín.

La ceremonia del bautismo había terminado, y Stéfanos desde la misma tarima del clavicordio, recibió el libro del Profeta Isaías, en el cual buscó la lectura que correspondía: Era el capítulo V — versículo

20 y siguientes que son como sigue:

"¡Ay de los que a lo malo dicen bueno y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo! ¡Ay de los que dan por justo al impío y al justo quita justicia! ¡Por tanto, como la llama de fuego consume las aristas y devora la paja, así será consumida su raíz, y su flor se desvanecerá como polvo, porque desecharon la Ley de Jehová y abominaron de la palabra del Santo de Israel! ¡Por ésta causa, se encendió el furor de Jehová contra su pueblo y extendió contra él su mano y lo hirió: Y se estremecieron los montes y los cadáveres fueron arrojados en medio de las calles!”.

"Y alzará pendón de gloria a gentes de muy lejos y llamará con silbidos al que está en el cabo de la tierra y he aquí que vendrán pronto y velozmente. No habrá entre ellos ninguno cansado; a ninguno le vencerá el sueño, ni se le delatará el cinturón, ni se le romperá la correa de sus sandalias”.

"Vendrán con sus saetas afiladas y sus arcos entesados y las uñas de sus caballos serán de pedernal y las ruedas de sus carros como torbellino desatado. Su bramido como de león rugirá rechinando los dientes y arrebatará la presa que nadie se la quitará”.

"Y bramará sobre Israel en aquel día como bramido de la mar enfurecida; entonces mirará en su angustia hacia la tierra y la verá sumida en tinieblas de tribulación; mirará hacia los cielos, y en ellos se oscurecerá la luz".

—Hasta aquí los versículos del capítulo V del Profeta Isaías, desde el 20 al 30 —dijo Stéfanos, cerrando el libro que dejó sobre el clavicordio, y miró hacia la tribuna creyendo ver en ella a Pedro dispuesto a explicar la lectura que acababan de oír. Pero el Apóstol había sido llamado hacia la sala hospedería, donde habían refugiado un joven herido gravemente y que se desangraba en una terrible hemorragia. Era el hijo mayor de Jacobo de Engedi, que sorprendido por un Zelote del Templo, pintando la cruz de brea en un portalón del palacio de Hainán, le asestó un tremendo golpe de hacha en la espalda, que lo dejó como muerto.

Por éste motivo, debió ser Stéfanos quien diera la explicación de los versículos del Profeta Isaías. El salón-oratorio estaba lleno de gente. Stéfanos observó un momento a su auditorio, y vio en primera fila tres rostros desconocidos que lo miraban con mucho interés. Elevó su pensamiento al Cristo Ungido de Dios, y ése pensamiento decía "Señor, sed conmigo en éste instante, y que sean mis palabras iguales a las que hubieras pronunciado Tú".

Y comenzó su discurso: —Hermanos, hijos de Israel y extranjeros de todas las naciones de la tierra, que llegáis a éste recinto para escuchar la Verdad divina, traída por los grandes Profetas del pasado. Hoy, es el clarín de oro de Isaías el que ha resonado para nosotros, bajo las naves austeras de la Sinagoga de Zorobabel. Y sus notas son tan claras y nítidas, que la mayoría de vosotros no necesita de mis palabras para comprenderlas y sentirlas.

Ellas encierran como veis, la tremenda visión del Profeta sobre la Nación de Israel y su grandiosa capital, la Jerusalén magnífica fundada por David y engrandecida por Salomón, y glorificada por diez siglos de grandes acontecimientos, dolorosos o felices… según que los dirigentes de éste pueblo fueran obedientes a la Ley Divina, o desoyeran la voz de los Enviados por Ella.

La visión profética de Isaías, que acabáis de escuchar, está para cumplirse, y su eco formidable resuena sin intermitencias, desde la hora fatal en que "fue desoída la palabra del Santo de Israel" como lo especifica tan claramente el Profeta Isaías. Y al mencionar al Santo de Israel, se diseña en vuestra mente, como al conjuro de un pincel mago, la figura excelsa y única del Mesías Ungido de Dios, que pasó por ésta tierra como un astro benéfico, dejando en pos de si cuánto hay de grande, bello y bueno en la creación del Eterno Hacedor.

De igual manera se dibujó en la mente de Isaías seis siglos atrás, y su arpa de oro le cantó himnos inmortales, que aún siguen resonando en nuestros corazones como llamado eterno a la equidad, a la justicia, a la obediencia de la Ley de amor fraterno, recibida por Moisés entre los relámpagos del Sinaí, y revivida por el Profeta de Nazareth, encarnación del Mesías, que vencedor de la muerte y triunfador del sepulcro, reina glorioso en su cielo de luz, desde donde vigila y alienta a sus seguidores que buscarán también la muerte como única puerta que se abre al hombre, para llegar a la inmortalidad del Reino de Dios.

¡Pueblo fiel a la voz del Mesías, Hijo de Dios! ¡No os alcanzan a vosotros las visiones terribles del Profeta Isaías, que caerán como huracán de fuego sobre aquellos que despreciaron su voz y le llevaron a la muerte!

"¡Ay de los que dan por justo al impío, y al Justo quitan justicia!" ¡Exclama Isaías como si viera surgir de la bruma de seis siglos, la imagen doliente del Santo sacrificado por los que se llaman justos y santos! ¡Piadosas mujeres que le seguisteis en su vía de dolor, de humillación y de muerte! No lloréis ya por Él, que vive eternamente feliz en la gloria de su Reino, desde el cual verá la Justicia Divina caer sobre sus asesinos y verdugos, tal como la anuncia el Profeta Isaías, cuando dice: ..."¡Como la llama de fuego consume las aristas y devora la paja, así será consumida su raíz; y su flor se desvanecerá como polvo, porque desecharon la Ley de Jehová y abominaron de la palabra del Santo de Israel!..

¡Discípulos enamorados del dulce Rabí de Nazareth, pero nacido en Betlehen de la Judea y de la estirpe de David, para que ni ése detalle faltara en su vida, de todo cuanto anunciaron los Profetas del pasado!... No tiemble vuestro brazo ni se estremezca vuestro corazón, al contemplar ya cercano el cumplimiento de los terribles anuncios de Isaías, porque no a vosotros herirá la Justicia Divina, sino a aquellos que habiendo visto y reconocido las obras de amor y de misericordia derramadas por el Mesías Ungido de Dios en todos los años de su vida en su país y fuera de él, no vacilaron en condenarle como a un malhechor, porque su voz descubría sus perfidias, sus maldades, sus latrocinios, sus despojos de las clases humildes, que dejaban retazos de sus vidas en los surcos de sus sembrados, en la guarda de sus rebaños, en el cultivo de sus viñedos y olivares, que sombrean las tierras de Israel!

¡Esperad y confiad todos los que le amasteis y le seguisteis; los que aún derramáis vuestro llanto al recuerdo de su martirio y de su muerte! El Profeta Isaías lo dice bien claro y preciso: "Por ésta causa se encendió el furor de Jehová contra su pueblo y extendió su mano y lo hirió. Y se estremecieron los montes y los cadáveres fueron arrastrados por las calles”.

Como fueron salvados los elegidos del Señor de las plagas de Egipto, en la hora gloriosa de Moisés, así seréis salvados los amadores del Mesías, en la hora de las tinieblas y de la muerte que se avecina para los que hacen de su ambición la única ley, y olvidan la del Eterno y Único Dios que dice: "No levantarás falso testimonio — No hurtarás — No matarás — Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo''.

¡Piadosos hijos del justo Abraham!... ¡que peregrinó años y años con su tribu y sus rebaños, por no quitar ni un pié de tierra a sus semejantes!, desechad todo temor y toda angustia, porque a vuestra puerta no llegarán los arcángeles de Justicia cuando la hora de las tinieblas sea llegada, sino a aquellos que despojan de la honra, de los bienes y de la vida, a quienes les estorban en su camino de usurpaciones, de despotismo y de muerte!

Tened en cambio atento el oído, para escuchar la voz del Mesías Hijo de Dios, que aparecerá resplandeciente en las nubes del cielo y os dirá su palabra dulce y suave como esencia de rosas de Jericó: "¡Venid benditos de mi Padre a poseer el Reino que os tengo preparado por vuestras obras de misericordia, por partir vuestro pan con el hambriento, vuestro techo con el huérfano abandonado, vuestro manto con el que tiembla de frío, y el amor de vuestro corazón con el que va sólo y triste por el mundo!"

¡Que la paz de Dios sea con vosotros, en vuestra vida, en vuestra muerte y en vuestra gloriosa eternidad!

Dicho ésto, se sentó Stéfanos al clavicordio, y se escuchó sonoro y vibrante el acorde primero del preludio con que comenzaba el himno de Acción de Gracias, que cantaron a coro las doncellas con el pueblo.

Cuando todo hubo terminado y las gentes se fueron retirando, Stéfanos se arrodilló en el entarimado del altar de las Tablas de la Ley, y apoyó su cabeza sobre el ara cubierta de blanco paño de lino.

Sentía honduras de vértigo en su alma hambrienta de inmensidad y de infinito. Parecíale que alas poderosas le sumergían en un ilimitado piélago de amor, de ternura, de suavidad de pétalos cayendo sobre las heridas que le había hecho la vida entre las criaturas humanas. Su alma se dejaba acariciar por esa inefable suavidad, que no era de la tierra áspera, fría, punzante como cardales silvestres, como espinosos cactus estériles de flores y de frutos...

Y su alma llena de vehemencias de amor y de fe, gemía en silencio: "¡Señor!... ¡Yo no quiero la vida en la carne!... ¡Yo quiero la muerte que me sustrae a la materia, que aniquila ambiciones, apaga los fuegos fatuos y el aullido de todos los deseos del hombre terrestre!... ¡Señor!... ¡no quiero esta vida que es tempestad interminable, que es huracán que destruye los jardines en flor, que es odio, egoísmo, lascivia; nidal de larvas inmundas que dejan su asquerosa baba en los ropajes de luz de éste yo interno, hecho a semejanza tuya!... ¡Señor!...

Stéfanos sintió que una mano se posaba en su hombro y volvió la cabeza. Era uno de aquellos tres personajes desconocidos, que vio en primera fila al comenzar su discurso. Años atrás fue el Hassan de la sinagoga de Naim, allá en Galilea, y conoció personalmente al Profeta Nazareno, el día inolvidable del festín en la casa de campo de Eleazar el fariseo, en que fuertes polémicas alteraron el ambiente; más aún cuando una mujer cubierta, entró sin ser llamada a ungir con esencia de nardos la cabeza, las manos y los pies del Divino Maestro.

En la actualidad era Vice-Rector del Gran Colegio, y desde comienzo de año sustituía al viejo Rector, cuñado de Hainán el amo de Israel, que se hallaba impedido por una parálisis en las extremidades inferiores.

Desde el día aquel en que conoció y oyó al Maestro, éste hombre luchaba consigo mismo, fluctuando como un infeliz viajero desorientado en el cruce de varios caminos. No sabía cuál elegir. Se llamaba Ismael de Ascalón y el Sanhedrín creyéndole firme en sus convicciones, y decididamente adherido a sus principios, usos y costumbres, echo mano de él, en la escasez de elemento joven entre el profesorado, para el único establecimiento docente de enseñanza superior.

Desde las grandes batallas idealistas, en los días del Rabí Galileo, se habían alejado muchos jóvenes doctores de la Ley que fueron discípulos aventajados de José de Arimathea… Nicodemus, Gamaliel y Nicolás de Damasco. Y después de tres años de muerto aquél, veían surgir otro Rabí de fuego, que ni aún era de Israel, sino de origen y religión pagana, de las Escuelas de Atenas y de Corinto, trayendo ráfagas poderosas de la Ciencia de Pitágoras, de Sócrates y Platón.

Ismael de Ascalón y Stéfanos de Corinto se miraron un instante, al fondo de los ojos, y el joven griego preguntó con suave y dulce voz: — ¿Qué deseáis de mí? —Que me digas la verdad, toda la verdad. ¿El Rabí Galileo, Jeshua de Nazareth, ajusticiado por el Sanhedrín hace tres años y que desapareció de su sepulcro al tercer día… ha vuelto a la vida material y eres tú mismo? —Tu pregunta me deja perplejo —contestó Stéfanos—. ¿De dónde has sacado una idea semejante? — ¡Eres tan semejante a él en tus pensamientos, que son una luz viva; en tu palabra que es de fuego; en las vehemencias tuyas, que son como un huracán de amor y de fe, de convicción y de lógica, que nadie que razone y piense puede resistir!

Stéfanos le hizo sentar allí mismo, y después de un momento le contestó: —Es verdad que entre los grandes misterios y enigmas de que el Supremo Creador ha rodeado al alma humana, está la transmisión de la Psiquis de un cuerpo a otro, en casos raros y de absoluta necesidad para la terminación de una gran obra que absorbe más tiempo que una sola vida. Y Creo que tu pregunta está basada en ésto, pero no es mi situación actual la que tú crees. Yo conocí al Profeta de Nazareth en los años últimos de su vida, pero casi de lejos puedo decir, porque los viajes, los estudios, las inquietudes de la primera juventud, no me permitieron estudiar a fondo al extraordinario hombre, encarnación del Mesías, del Avatar Divino, del Pensamiento Eterno, del Verbo de Dios… ¡No sería mi hora!

No digo que he llegado tarde, porque nunca es tarde para el alma de origen divino y de un destino eterno. La Luz Increada está siempre encendida, para el que la busca y la quiere. Si encuentras una semejanza que mucho me honra, entre mi palabra y la del Santo entre los santos, será porque su ley, su doctrina, su enseñanza toda, siento que está como esculpida a fuego en mi yo íntimo, desde hace tánto tiempo... siglos y edades, que me pierdo en su inmensidad.

No soy de Israel, pero su vida, su historia, sus glorias y sus grandezas; como sus desvaríos, prevaricaciones y locuras, me han interesado siempre. Sus grandes Profetas y Patriarcas, sobre todo Isaías,

Elías, Jeremías y Ezequiel, me atraen como el imán al hierro… Abraham, Jacob y José, me deslumbran con la heroicidad de sus virtudes, que casi sobrepasan las fuerzas humanas. Y ¡qué decir de Moisés, el astro-rey de la clarividencia, de la fuerza moral, de la clara visión de los designios de Dios para un lejano futuro; de la perseverancia sobrehumana, en una lucha tan tremenda para mantener el orden, la fe, la convicción, en un pueblo nómada de seiscientas mil almas; en la desolación hosca y dura del desierto abrasado por el sol, sin agua, sin pan, sin una brizna de hierba, con los huracanes de arena agotando a los hombres y a las bestias? ..Tanto ha penetrado todo ésto en mi yo íntimo, como debía estar en el alma excelsa del Mesías, y yo que bebo de Él cuanto expresa mi palabra, debe ser eso sólo lo que la hace semejante a la suya.

Tres vinimos a tí como adversarios a escuchar tu palabra —dijo de nuevo Ismael de Ascalón—. Mis dos compañeros se van confundidos… no pudiendo acusarte y sin valor para seguirte. — ¿Y tú? —preguntó Stéfanos. — ¿Yo?... Espero volver a tu lado, y que el Dios de Israel me perdone, si ante Él aparezco como un desertor. Traíamos el mandato de invitarte a una asamblea semanal, que cada sábado celebra el Sanhedrín en la Biblioteca del Gran Colegio. ¿Aceptas?... Debo llevar tu contestación. —No puedo dártela de inmediato, sin consultar con nuestro hermano mayor que es Pedro, el anciano Apóstol del Mesías.

Stéfanos se retiró unos momentos y volvió con Pedro. —Te reconozco Ismael —le dijo el anciano—. Dos recuerdos vivos conservo de ti. Estabas en el festín de Eleazar, en su granja de Lazaron, y estabas en el entierro del hijo de la viuda de Naím, vuelto a la vida por el Maestro mi Señor. ¿Por qué vienes a tentar a este hijo mío, que es el joven paladín de ésta batalla de fe y de amor, en pos de nuestro Señor y Maestro que nos espera en su Reino?

—Yo cumplo órdenes —contestó humildemente Ismael—. Acaso los que me enviaron, desean también la luz de la verdad. — ¡Mucho lo dudo! —Exclamó Pedro—. Pero como nuestro Señor vive y vela por los que ha dejado; como El jamás retrocedió ante sus enemigos, tampoco nosotros debemos retroceder. Stéfanos hijo mío, sigue en éste momento tu inspiración. Tienes mi asentimiento. Haz lo que Él te mande… —Iré —dijo Stéfanos— a la asamblea del próximo sábado.

Ismael de Ascalón salió, y Pedro y Stéfanos quedaron solos en el Oratorio. El anciano miró al joven Diácono, con ojos llenos de lágrimas. Se sentó en el estrado y Stéfanos se arrodilló a sus pies. — ¡Padre mío! —le dijo— presiento que Nuestro Señor el Cristo, quiere recogerme en su Reino. —También lo presiento yo, hijo mío —contestó con temblorosa voz el Apóstol y estrechando a su pecho aquella hermosa cabeza juvenil, lloró silenciosamente… Cuando se hubo serenado exclamó:

— ¡Maestro mi Señor!... ¡Tú eres el único dueño de nuestras vidas y sabes lo que haces! Pero éste hijo que recién comienza su senda en seguimiento tuyo, es una de las grandes esperanzas de éste viejo discípulo, cuya carga de años le impedirán realizar la obra que él podía hacer en tu causa Señor, que es la de todos los que te hemos comprendido y amado... Los sollozos le ahogaron la voz en la garganta, y de nuevo se abrazó del cuello de Stéfanos que continuaba arrodillado a sus pies.

— ¡Padre mío! —le dijo acariciando los blancos cabellos de Pedro—. Tu paternal amor me hace inmensamente feliz. El Maestro me da la compensación al sacrificio de mi vida, antes de haberlo hecho. Si he

sido elegido para morir el primero, en defensa del Mesías Ungido de Dios ¿qué más puedo desear? Lo único que pido, es que desde éste instante oremos día a día para que Él sea conmigo, en la defensa que debo hacer de todo cuanto a Él se refiere.

Y sentados ambos en el estrado, Stéfanos inició una serie de preguntas sobre algunos detalles de la

gloriosa vida que ellos habían visto vivir al Cristo desde su salida del sepulcro hasta su desaparición final en las orillas del Mar de Galilea… Suponía que sería atacado vigorosamente sobre ése punto, que era el que más escandalizaba a los sabios de Israel.

Sus extraordinarias obras de taumaturgo, ya fueron anatematizadas y condenadas como fruto de magia diabólica, y lo que más dolía a los mandatarios de Israel, era el nombre de Mesías Hijo de Dios, que continuaban dando sus discípulos al Rabí Galileo, que ellos habían mandado al patíbulo como a un malhechor. Pedro hablaba y Stéfanos escribía.

En todos los Oratorios y agrupaciones, se iniciaron oraciones diarias para que el Divino Maestro pusiera en la mente y en los labios de Stéfanos, las palabras que había de pronunciar. Era la primera vez que uno de ellos era invitado por la autoridad religiosa y civil de la Nación, a salir a la palestra en defensa del Cristo y de su doctrina. Hasta entonces, sus discípulos habían pasado casi ignorados y olvidados, por considerarlos demasiado insignificantes para que el Gran Consejo de setenta sabios, doctores de la Ley, se ocupasen de ellos.

Pero éste joven extranjero, con una audacia sin límites, se proponía hacerles vivir la tragedia aquella, a la que ellos creyeron poner punto final llevando al Profeta a la cruz de los esclavos rebeldes y de los piratas y bandoleros de la peor especie. Y eso no había sido bastante para matar hasta el recuerdo de aquél hombre, que después de tres años de muerto en tan denigrantes condiciones, aún se levantaban voces para continuar su prédica y glorificar su nombre.

En las Congregaciones cristianas, no hubo ya la menor duda de que la tormenta llegaba y era necesario prepararse para resistirla, o emigrar los que por ser padres de numerosa familia, o por las mil razones que tiene la vida, se sabían necesarios e insustituibles en el desempeño de sus obligaciones.

Las doncellas del coro que dirigía Stéfanos, en unión de los diáconos compañeros de él, idearon programas, trabajos, combinaciones mil, para formar una red de defensa y protección en torno a Stéfanos. Rhodas… la sonámbula que estaba casada recientemente con el diácono Par-menas, ofrecía su facultad inconsciente, para amedrentar al Sanhedrín como ya lo hiciera antes, con las terribles inscripciones que aparecieron en los interiores del Templo.

Esta clase de alarmas, iban siempre a llegar hasta el anciano Simónides, gran organizador como sabemos, de defensas sin armas. Y una tarde se hizo llevar en litera cubierta al Palacio Henadad, donde conferenció con Pedro y los otros Apóstoles residentes allí; con Stéfanos y los demás diáconos; con las doncellas del coro y todos los discípulos jóvenes, viejos, mujeres y niños. El valiente anciano, se sentía general en jefe de los amigos de su soberano Rey de Israel. Quedó resuelto ésa tarde, que conseguiría del Comandante de la Torre Antonia, que los Centuriones de todas las guarniciones y destacamentos de la Ciudadela de la puerta de Jafa y del Torreón de Goliat, estuvieran allí para reprimir todo desorden y abuso de autoridad.

Un nuevo reyezuelo, vasallo de Roma, ocupaba el palacio Asmoneo, celebrando sus orgías en medio de un lujo escandaloso, como para hacer honor a su prosapia, pues era un nieto de Herodes, el sanguinario constructor de palacios y destructor de vidas y de honras. Había comprado a Roma el derecho de llamarse Rey, con la ayuda pecuniaria de los más ricos miembros del Sanhedrín, que buscaban tener en ésa forma quién apoyase su despótica autocracia sobre el pueblo de Israel.

Tomó el nombre de Herodes Agripa I, y fue el más refinado hipócrita que se hacía ver en las grandes solemnidades del Templo, y en su palacio a puertas cerradas, se entregaba a escandalosos festines, burlándose de los austeros preceptos de las leyes de Israel.

Convencido el Sanhedrín, que jamás podrían obtener de las autoridades romanas, una intervención directa en sus litigios religiosos, buscaron alianza pagada con oro, con ése príncipe vil y rastrero, sin ideales de ninguna especie; heredero de todos los vicios y ruindades conocidas de su raza. Su padre Antipas y su digna prima Herodías habían desaparecido de la escena, y sus cuerpos devorados por el cáncer descansaban en el lujoso mausoleo de mármol, que el viejo Herodes el Idumeo, usurpador del trono de Israel, se hizo construir para sí mismo y su dinastía, en el hermoso bosque de encinas, acacias y palmeras, donde la tradición decía que estuvo el palacio de la hija del Faraón, esposa de Salomón.

Con éste breve detalle, queda el lector en condiciones de comprender perfectamente los sucesos que

detallaremos después, y en los que actuaron de verdugos el Sanhedrín judío, en alianza con éste nieto de Herodes, hecho rey con el oro del Templo y por su bien marcada disposición y cualidades de sátiro y asesino.

Hainán y Agripa, formaron pues una alianza de crimen, como la habían formado en la hora del Cristo con su

antecesor Antipas. Se odiaban uno al otro, pero se necesitaban. Eran los buitres, que se aprestaban a devorar las palomas mensajeras del Cristo del Amor y de la Paz.

52.- UN VISTAZO AL ESCENARIO

La entrada a la gran asamblea no era libre. Se necesitaba haber solicitado antes el derecho de entrar al recinto, y de ésto se había encargado Simónides, que continuaba sosteniendo que "el oro es muy necesario para comprar la voluntad de los miserables"… -Había adquirido más de trescientas entradas, que repartió hábilmente entre personajes de lustre como él decía, sin dejar olvidados por cierto a los discípulos y amigos del Rey de Israel, a quienes proporcionó vestiduras adecuadas, para no desmerecer ante la aristocracia judía, que se creía dueña, digámoslo así, del gran establecimiento donde se educaban sus hijos.

Helena de Adiabenes, viuda del rey Abenerig y madre del sucesor Izathe, vieja dinastía reinante en Azhur, en los valles del Éufrates, y muy conocida de los lectores de Arpas Eternas, estaba establecida en Jerusalén, desde antes de la muerte del Cristo. Ella con toda su corte asistiría a la reunión. Los Comandantes de las Fortalezas de Jerusalén, de Jericó, de Cesárea, de Arquelais y Tiberias asistirían también con sus familiares y amistades. Todo el viejo Doctorado, que se retiró del Sanhedrín a la muerte del Justo, por solidaridad con José de Arimathea y Nicodemus y por sostener sus principios de justicia y equidad, asistirían también, lo mismo que los Escribas de Simónides, los diez jóvenes árabes de las Escuelas de Melchor, que el Divino Maestro pusiera bajo la tutela del anciano amigo.

Y por lo que pudiera ser, como él decía, aquellos bravos amigos de la montaña con que contaba el Príncipe Judá, se pasearían por los patios y claustros del Gran Colegio, por las entradas, pórticos y veredas adyacentes… El viejo amador de Jeshua, había desplegado fuerzas que el Sanhedrín desconocía.

Marcos y Ana vinieron desde Joppe llamados por él, pues no podían desperdiciar la fuerza moral, que significaba para la naciente congregación cristiana, la presencia de Marcos, que tan altos precedentes dejara como Escriba Mayor durante muchos años en el Gran Colegio de Jerusalén, equivalente en aquella época a lo que hoy llamamos una Universidad, o sea, una especie de Templo donde tienen sus cátedras todos los mayores conocimientos de entonces.

Desde la partida del Señor a su Reino, era ésta la primera batalla idealista a que habían sido provocados sus invariables amigos y seguidores de su Obra, y para todos ellos significaba ésto un gran acontecimiento. Y Simónides… el insustituible celador de la gloria de su Rey inmortal, había despachado las carrozas del palacio Ithamar, a buscar a los ancianos Betlehemita, que habían presenciado la llegada del Avatar Divino a la tierra; Alfeo, Elcana, Josías y Eleázar, que aún vivían ésa dulce, melancólica vida, de los más grandes e imborrables recuerdos.

Otra carroza había partido a Galilea, en busca de la Madre del Señor y de los ancianos del Tabor y del Carmelo, y de todos aquellos que se vieran impedidos por sus años, de realizar el viaje en otra forma. Acompañándola, acudieron a aquella cita de honor, tres de los Maestros de Jeshua adolescente. Harmodio, Tholemi y Melquisedek; el inolvidable tío Jaime, el fiel y consecuente Hanani y por fin Boanerges, bien ignorante por cierto, de que el héroe de aquella jornada, era un hermanastro suyo, que nunca supo que existía. Estos eran los que podrían entrar al vasto salón de asamblea, debido a las entradas que Simónides pudo conseguir con sus hábiles estrategias, reformadas con oro desde luego, pero era numeroso el público

estacionado en los alrededores, atrios y claustros del Gran Colegio. Todo éste movimiento, tuvo lugar en los ocho días que siguieron a la invitación que hiciera el Sanhedrín a Stéfanos, para ocupar una tribuna en el salón de actos del Gran Colegio.

Mientras tanto, el joven héroe de ésta jornada, pasaba sus días recluido en el Oratorio del palacio Henadad, entre las armonías del órgano, el canto de los salmos, y el cantar silencioso de su alma, que buscaba en lo infinito todo cuánto había renunciado en la tierra.

Dos días antes del esperado acontecimiento, llegó la venerable Madre del Señor, con todos sus acompañantes, a la morada de los hermanos, como llamaban al palacio Henadad. Era la primera vez que la madre mártir volvía a la ciudad que sacrificó a su Hijo, y declaró que lo hacía, sólo por amor a Él y por cooperar a su obra, a su doctrina, a su gloria. Y su primera visita fue al gran cenáculo convertido en Oratorio, donde ella presenció tres años antes la tierna despedida de su Hijo, la noche aquella en que se entregó a la muerte.

Stéfanos… sentado en el clavicordio, ensayaba con las doncellas del coro el salmo 106, cuya letra comenzaba así:

"¡Mi corazón está dispuesto, Señor!

“Para cantar tu gloria hasta el último día de mi vida”.

“¡Despiértate salterio y arpa, despiértate al amanecer!”

"Para alabar a Dios entre los pueblos”.

"Para cantar salmos entre las naciones”.

"Porque grande más que los cielos es su misericordia”,

“y hasta los cielos cantan su verdad".

Boanerges que entró el último, se acercó a las filas del coro y acompañó con su lira al clavicordio, cuyas notas solemnes, profundas, parecían resonancias del espacio infinito que envolvían toda la tierra. La lira del trovador de Mágdalo, era el cristalino gorjeo del ruiseñor, que derramaba como perlas sus trinos temblorosos, sobre la seda ondulante de las armonías que exhalaba el órgano bajo las manos de Stéfanos. Se apoderó de Rhode una intensa emoción que la hacía llorar, en el preciso momento en que debía cantar un solo… Boanerges, muy acostumbrado a ver éstos pequeños accesos de sensibilidad en las doncellas de su coro de Mágdalo, la miró haciéndole comprender que la reemplazaría él. Y su voz de barítono dulce y vibrante, se elevó como un gemido del alma que busca el Ideal Supremo en la inmensidad infinita.

Stéfanos conmovido profundamente por aquella voz que oía por vez primera... voz sobrecargada de

sentimiento, de ternura, de infinito amor, no pudo resistir sin volver la cabeza a su lado derecho, de donde

aquella voz brotaba, limpia, serena, con suavidades de un hilo de agua fresca que llenaba el alma de recogimiento y de quietud.

"Mi corazón está dispuesto Señor, para cantar tu gloria hasta el último día de mi vida" repetía la dulce voz de Boanerges, y Stéfanos que creía estar muy cerca de su muerte, tomó éstas palabras para sí mismo... le faltaron las fuerzas para dominar su emoción y con un vibrante acorde final, como cuerdas que se rompen por exceso de vibración, terminó de tocar y dejó caer su cabeza sobre el sostenedor de los salmos. Boanerges que había sentido viva simpatía hacia él, se acercó rápidamente y le preguntó — ¿Qué tienes? Quedaron mirándose uno al otro, como tratando de adivinar o comprender algo. La intuición habló al oído de Stéfanos: "Ahí tienes a tu hermano Boanerges".

Ambos abrieron sus brazos y se estrecharon apretadamente. —La música nos hace hermanos —dijo Boanerges, al desprenderse de aquel abrazo pleno de vehemencias y emociones. —También el ideal que ambos sustentamos —contestó Stéfanos. —Otro músico trovador de tu país y no le conocíamos —dijo Rhodas a Stéfanos, y las doncellas le rodearon llenas de alegría. —Sólo mi vestidura es griega —dijo Boanerges—, porque el castillo de Mágdalo es un retazo de la Grecia, transportado a las orillas del Mar de Galilea.

El Apóstol Santiago que conocía el secreto de Stéfanos, intervino porque comprendió lo difícil de ése momento para el joven Diácono, cargado como estaba con la preocupación de la tormenta que se avecinaba.

—Boanerges fue desde años nuestro trovador galileo, como lo es Stéfanos de la Judea —dijo… No era el momento oportuno para descubrir tan grave secreto de familia en presencia de todos, y las conversaciones se hicieron generales.

De inmediato se formó un gran círculo en torno a la madre del Señor, que varios de ellos conocían recién. Marcos y Ana, huéspedes del palacio Ithamar, llegaron apresuradamente con sus dos hijitos, y corrieron a buscar aquellos suaves brazos de madre que tanto echaban de menos, en su obligada residencia en Joppe. Stéfanos se acercó a ella, conducido por Pedro que emocionado en extremo le decía: —Aquí tenéis Madre Myriam al que será héroe en ésta jornada. Que vuestra bendición le acompañe para que sea digno discípulo del Divino Maestro, y sea capaz de glorificarlo con su palabra ante el mundo entero.

Stéfanos dobló una rodilla en tierra ante aquella sublime y heroica madre, que soportó sin quejas el

supremo dolor de presenciar el martirio de su Hijo amado sobre todas las cosas. Con sus dulces ojos llenos de lágrimas, puso ella su mano sobre la cabeza inclinada de Stéfanos y le dijo: —Yo te bendigo en nombre de mi Hijo, que te bendice desde su Reino de amor y de luz, donde te espera para coronarte como Él fue coronado. — ¡Gracias Madre santa! —Exclamó Stéfanos besando sus manos—. Tus palabras son para mí el anuncio de una próxima victoria… Todos deseaban mostrarse alegres y esperanzados; pero algo como una amenaza de tempestad, parecía difundirse en el ambiente.

Las grandes salas del palacio Henadad, estaban llenas con los hermanos que iban llegando atraídos por la noticia de que la Madre del Señor se encontraba allí, juntamente con algunos ancianos de los Santuarios del Tabor y del Carmelo, aquellos antiguos Santuarios de las montañas galileas donde unos y otros encontraron desde muchos años atrás la solución de sus problemas íntimos y más de una vez la paz y la salud perdidas.

Aquella santa mujer, madre augusta del Mesías de Israel, del Ungido de Dios, les parecía una gran fuerza protectora en ésos momentos en que se veían amenazados de una nueva tormenta, la que seguramente no pasaría sin dejar algunas víctimas.

La palabra serena, llena de claridades y de esperanzas de los ancianos maestros del Tabor y del Carmelo, sería para ellos como batir de alas protectoras, y sus consejos les marcarían los caminos a seguir en la hora de tinieblas que se avecinaba.

Y ella, la madre heroica, les seguía a todos con su mirada plena de amor y de bondad. Los recuerdos revivían con fuerza en ella, lastimando de nuevo su corazón. Se veía rodeada de ternuras, de inefables amores, pero ya no estaba Él, y su ausencia de aquél recinto dónde tantas veces le había visto siendo el centro de todos los afectos, de todos los entusiasmos, significaba para ella un vacío casi infinito que nada podía llenar.

La emoción aumentó inmensamente, cuando todos se sentaron a la mesa y Myriam ocupó el lugar en que el Maestro se había sentado siempre. Una de las doncellas colocó ante ella una gran cesta de dorados panecillos, para que ella los repartiera entre los comensales. Los ojos de Myriam estaban llenos de lágrimas al levantar el primer pan y darlo a Pedro, que estaba a su derecha. En ése preciso momento, vieron todos un suave resplandor dorado detrás de ella, que fue tomando forma lentamente hasta diseñarse la imagen clara del Divino Maestro, con sus manos tendidas en actitud de bendecir la mesa y a todos los que estaban alrededor. — ¡El Señor está aquí! —Fue el clamor unánime de todos. Y Myriam… que sintió vivamente la presencia divina de su Hijo, echó hacia atrás su cabeza tocada de blanco, porque sintió que Él se inclinaba sobre ella para darle la suprema bendición de su amor. Fue aquello como un deslumbramiento, como el infinito gozo del éxtasis de las almas que sentíanse envueltas en la Divina Presencia.

Algunas de las doncellas del coro, sensitivas en alto grado, no podían volver en sí del estado de hipnosis en que se habían puesto, por la fuerte influencia espiritual que tan vivamente se hizo sentir, y Tholemi, el más anciano de los esenios presentes, se acercó a cada una de ellas y con un intenso llamado mental, les hizo volver al plano físico del que habían huido, en seguimiento de la aparición radiante del divino huésped que les visitaba.

—El cuerpo físico, no resiste largo tiempo estas intensidades propias de los cielos de Dios —dijo el anciano —. La Voluntad Divina que nos retiene en la tierra, nos manda soportar las exigencias de la materia, y debemos obedecer su mandato. —Eso quiere decir que debemos pensar en comer cuanto hay sobre ésta mesa —dijo Felipe con su buen humor habitual. —Justamente hijo mío —afirmó el anciano—. Al Señor se le complace orando, trabajando y amándonos unos a otros. Pero es su gozo también que seamos sumisos a la ley de la Naturaleza… que también es obra de su infinito poder. Y sentándose al otro lado de Myriam, recibió de sus manos el pan que ella le ofrecía.

Mucho se tenía en cuenta allí los privilegios de la ancianidad, y así fueron ocupando los asientos alrededor de la mesa, Melkisedek, Harmodio, Elcana, Alfeo, Josías y Jaime, Hanani, Eleazar, Lázaro, Andrés, Santiago, Matías, a quienes seguía toda aquella florida juventud, que no vacilaba en consagrar su vida recién comenzada, al supremo ideal de la paternidad universal de Dios y de la hermandad de todos los hombres. Y como unidos estuvieron alrededor de esa mesa frugal y sencilla, lo estuvieron cuando dos días después, acompañaron a Stéfanos a la invitación que había recibido de ocupar una tribuna entre los oradores que hablarían en las aulas del Gran Colegio.

— ¡Cuidado! —dijo Hainán a los Celadores y mayordomo del establecimiento—. El griego trae un cortejo, como aquél del día de las palmas que acompañó al Rabí galileo… Ismael de Ascalón, el Vice-Rector del Gran Colegio, se encontraba como sobre ascuas, por la difícil posición en que se encontraba. Con el mismo afecto debía recibir a todos los que hablarían esa tarde, y más a los magnates del Sanhedrín, aunque en su fuero interno nada quería ya con ellos.

Era costumbre comenzar allí todo acto público, con el canto de un salmo de invocación al Supremo Creador. Ismael de Ascalón pensó, que si el Sanhedrín escuchaba a Stéfanos en el órgano, coreado por los alumnos y la numerosa concurrencia, se suavizaría más en sus ideas de represalias contra él. Y así fue que lo invitó a sentarse al clavicordio, que fue rodeado por los alumnos mayores del Gran Colegio.

El viejo Hainán se deshacía en atenciones con la Reina viuda de Abenerig, que desde la muerte del Cristo, se había mantenido en completo retiro. Ella manifestó que el astuto anciano se esforzaba en reconquistarla… Igual ocurría respecto de Simónides. —¡Este es un coloso que quisiera aplastar! —pensaba Hainán cuando le vio ocupar su sitio junto a Helena de Adiabenes… Pero su asombro fue mayor, cuando vio aparecer al Príncipe Hartat de Damasco; al Scheiff Ilderín con una bizarra escolta de lanceros árabes, aumentada con los ex discípulos del príncipe Melchor; a José de Arimatea, Nicodemus y Gamaliel. Y poco faltó para exhalar un grito de pánico, al ver entrar al gran salón de actos al Comandante de la Torre Antonia, juntamente con varios Tribunos militares que mandaban las Fortalezas de Joppe, de Minoa, de Jericó, Arquelais y Cesárea. Medio amoscado el viejo, susurró al oído de su hijo Teófilo: —Ya no falta aquí más que el César y acaso pronto lo veremos llegar. Más, no llegó Tiberio César, que estaba muñéndose en la Isla de Capri, pero llegó su Legado Imperial Lucio Vitelio, luciendo en su lujoso traje el cinturón de oro y rubíes, obsequio de nuestro amigo Simónides.

Mientras tanto Stéfanos, como si hubiera sido transportado a un cielo de luz inundado de divinas melodías, las arrancaba del órgano con admirable profusión, llenando las almas de tan fervoroso entusiasmo, que los alumnos, las doncellas y parte de la concurrencia, iniciaron el canto del himno sagrado aún antes de que se diera la señal. Y Boanerges cantó un solo tan maravillosamente, que la concurrencia le ofrendó un nutrido aplauso cuando el himno hubo terminado.

En ése preciso instante, se percibió un tumulto en los pórticos y alrededores, y los gritos de: "¡Viva el Rey! ¡Viva el César! ¡Hosanna al Mesías de Israel!" El Comandante de la Torre Antonia salió al momento, y con él algunos de los Tribunos militares… El astuto Hainán sonrió maliciosamente y susurró algo al oído de su hijo Teófilo, que debía hablar esa tarde.

El lector de Arpas Eternas, conoce el viejo odio existente entre los soldados herodianos, en contra de todo cuanto fuera de la tierra y de la raza del Rey Hareth de Arabia. Eran resabios de los odios sembrados por Herodías en contra de la casa reinante en Arabia, desde que ella se unió con Antipas repudiando éste a su legítima esposa Berenice, hija del Rey árabe.

La fervorosa juventud betlehemita, al frente de la cual estaban los de Engedi, de la Granja de Andrés, Jacobo y Bartolomé, con sus hijos y jornaleros de aquel viejo molino, que por iniciativa del Maestro se puso en movimiento, con los tesoros encontrados en el sepulcro de Raquel, y toda ésa masa de pueblo organizada en ésos ocho días precedentes por Efraín hijo de Eleazar, secundado por los Diáconos Felipe y Nicanor, se encontraron sin esperarlo en la gran plazoleta del Colegio, con un destacamento de soldados herodianos, que azuzados por agentes del Sanhedrín, buscaban formar alboroto con los árabes de la escolta de Ilderín.

Seguramente la finalidad del astuto Hainán en un principio, había sido contar con los soldados pedidos a Agripa, para el caso de verse precisado a hacer allí mismo "un escarmiento" (como él decía), con los audaces nazarenos envalentonados con su milagroso Mesías, y con el favor que les dispensaban los militares romanos. Pero ni él ni nadie, habían supuesto que se reuniría aquella masa de pueblo, ante la cual nada significaba el destacamento herodiano de cuarenta soldados. El amo de Israel estaba pues sobre ascuas.

Juntamente con el Comandante, había salido también José de Arimathea, a calmar a los excesivamente entusiastas amadores del Cristo, con prudentes reflexiones a las cuales obedecieron de inmediato.

Mientras ésto sucedía en el exterior, en el interior del gran salón, eran los tres ancianos Esenios quienes emitían con fuerza su pensamiento, a fin de que aquellas fuerzas contrarias no rompieran la bóveda psíquica que necesitaba Stéfanos para el éxito de su misión en ésos momentos.

Ellos habían conferenciado largamente con el joven Diácono, y se habían convencido de que era un sensitivo de grandes facultades, y de una superior capacidad de percepción y de transmisión del pensar y sentir de las Inteligencias Superiores, que orientan y encausan la voluntad humana. Lo cual hacía de él un valioso instrumento de los designios divinos, sobre las porciones de humanidad entre las cuales ejerciera sus

actividades.

En los dos días precedentes a la asamblea que estuvieron en contacto con él, hicieron meditaciones

íntimas con la presencia de Myriam y de los cuatro Apóstoles del Señor que residían allí. Stéfanos ignorando

en absoluto las experiencias que los Ancianos solitarios querían hacer con él, les dio pruebas convincentes de

que cuanto habían presentido respecto a él, era una realidad.

Por la hipnosis del joven Diácono, se les había manifestado el Espíritu-Luz en la personalidad de Moisés, encareciéndoles la necesidad de insistir ante la humanidad, en que la Ley del Sinaí, es Ley Moral emanada de la Divinidad directamente; y las ordenanzas sobre las ceremonias y rituales del culto, provenían tan sólo de la mente de Moisés que veía la necesidad de su pueblo de ver, oír y comprender la excelsa grandeza del Eterno Invisible, a través de la majestuosa solemnidad de rituales y ceremonias de que se rodeaban los instantes supremos de acercamiento entre Él y el pueblo que le rendía adoración.

Y el Espíritu de Verdad, decía por la hipnosis profunda de Stéfanos: "El hombre terrestre, ha hecho una confusión lamentable de los preceptos de la Ley moral, encerrada en el Decálogo y grabada a fuego en cada corazón humano; con la ley humana sobre las ceremonias y rituales del culto dado por los hombres a la Divina Potencia. Y yo hablaré por su boca, porque es uno de los elegidos como instrumento mío para exponer la Verdad a los dirigentes de almas, aún a costa de la vida".

En alguna de éstas íntimas meditaciones, obtuvieron desdoblamientos de su espíritu y comprendieron que era Stéfanos, una encarnación del Profeta Ezequiel, pues los tres videntes lo vieron con sus vestiduras sacerdotales, sentado a orillas del río Chebar, en los campos de Caldea, sumido en meditación, y habló de ésta manera: "Soy Ezequiel hijo de Buzi, soy el sacerdote de Jehová que me hizo ver visiones terribles en contra de Israel. Y me dijo: "Así dirás a Jerusalén: Ciudad derramadora de sangre que te has contaminado de avaricia y de soberbia. En la sangre que derramaste has pecado y has hecho acortar tus días y abreviar tus años, i Oh Jerusalén! Tus príncipes y Sacerdotes han derramado en ti sangre inocente. Al huérfano y a su viuda despojaron en ti. Mi santuario fue menospreciado y profanado. Calumniadores hubo en ti para derramar sangre de justos. Precio recibieron en ti para derramar sangre inocente. Con usura y logro al prójimo defraudaron con violencia”.

"La casa de Israel se me ha tornado en escoria —dice Jehová—. Sus príncipes y sus ancianos son plata, estaño, hierro y plomo para el horno, y yo les junto en medio de Jerusalén y soplaré sobre ellos el fuego de mi justicia y los consumiré”…"Sus sacerdotes violentaron mi ley y contaminaron mi Santuario; entre lo santo y lo profano no hicieron diferencia. Como lobos que arrebatan la presa derramando sangre y extraviando almas para dar pábulo a su insaciable avaricia".

Y mientras así hablaba el sensitivo en el desdoblamiento de su espíritu, los tres videntes le veían vestido con la túnica de blanco lino de Ezequiel, de pié a la orilla de río Chebar, mientras un tempestuoso viento de aquilón batía con furia su manto y sus cabellos desordenados. El sensitivo se despertó entre la consternación de los pocos que le escuchaban, todos los cuales comprendían que de nuevo el profeta Ezequiel reencarnado en Stéfanos, anunciaba terribles desgracias a la ciudad de Jerusalén, que bebiera la sangre del santo entre los santos, del Mesías Ungido de Dios, anunciado desde seis siglos antes por los grandes profetas del pasado.

Afirmando las predicciones trágicas de éste nuevo Ezequiel, estaba la frase pronunciada por el Divino

Maestro poco tiempo antes de su sacrificio: "¡Jerusalén! ¡Jerusalén que matas a los Profetas que te son enviados! ¡Pronto llegará el día en que no quede de ti piedra sobre piedra!"

53.- ¡Y LLEGÓ LA HORA!...

Mientras la concurrencia se ubicaba debidamente y se acallaban los alborotos exteriores, el Vice-Rector Ismael, buscando acortar distancias, invitó a un nieto de Hainán, hijo de su hijo Jonathan, Sumo Sacerdote por entonces, que tocaba muy bien el arpa, a formar un trío con Stéfanos y Boanerges con su maravillosa lira.

Esto fue indicación muy disimulada por cierto de los ancianos Esenios, que conocían bien la importancia de la música sagrada para consolidar una bóveda psíquica, tan duramente amenazada de romperse como lo estaba la formada por ellos ésa tarde.

Un antiguo bardo de Israel, había compuesto música a los Trenos del Profeta Jeremías y esa música que reflejaba todas las variaciones del alma ferviente y dolorida del Profeta, fue ejecutada con soberana maestría, por el órgano que suspiraba como un ser humano próximo a llorar, bajo las manos de Stéfanos; por la lira de Boanerges, que trinaba como un ruiseñor en las noches de luna, y por el arpa del joven Samuel, que ya gemía con el alma del Profeta de los Trenos, o cantaba con el viejo bardo de Israel.

Los ancianos Esenios… medio ocultos en los cortinados que daban sombra a los ventanales y a la tribuna destinada a Stéfanos, lloraban silenciosamente de emoción, presionados por la suave corriente espiritual que descendía como una bruma dorada, envolviendo los ámbitos del salón y acallando todos los rumores, los sonidos, los ecos más lejanos. Y pudieron observar así mismo que el joven Samuel, hijo del Pontífice Jonathan y nieto de Hainán, era un alma atormentada por el ambiente frío, duro y egoísta en que se veía sumergido.

Comprendieron que vaciaba sus sentimientos y descargaba de angustias su corazón, en las vibraciones de su instrumento, que se ponía a tono, como él mismo, con sus dos compañeros de ejecución.

Cuando la música terminó, le vieron acercarse a su adusto abuelo y hablarle al oído. Aquella alma de hiena

adormecida en su avaricia y su soberbia, se dejó conmover por la palabra de su nieto que le decía: —Si tomáis a ésos dos maestros de la armenia, para acompañarme en las fiestas del Templo y del Gran Colegio, no me iré a la Grecia como he pensado. — ¡Bien hijo mío! Quisiera prometértelo porque no quiero que te vayas... ¡Ya veremos!

Stéfanos había pedido a Ismael de Ascalón ser el último en hablar, por la razón de estar muy ajeno a la forma y modo como se encaraban allí las cuestiones a tratar. Deseaba oír a los otros para orientarse él mismo.

Un Doctor de la Ley, hombre maduro que representaba unos cuarenta y siete años, subió a su tribuna para desarrollar éste tema elegido por él mismo: "Israel maestro de pueblos". El tema era halagador en extremo para el fuerte partido conservador de viejas tradiciones y de principios convertidos en dogmas. Pero el que lo trataba no pertenecía por entero a la secta fanática de los Fariseos, y era uno de los tres personajes enviados por el Sanhedrín días antes a escuchar a Stéfanos en la Sinagoga de Zorobabel. Su nombre era Absalón de Jericó, y el lector recordará que Ismael el Vice-Rector, había dicho: "Se retira sin argumentos para contradecirte, pero sin valor para seguirte".

Y fue así su discurso, con esa vaguedad fluctuante, que pone al descubierto un ser que busca la verdad y distingue lo justo de lo injusto, lo verdadero de lo falso, pero sabe muy resbaladizo el terreno en que camina y en el cual quiere sostenerse, aunque deba mantener para ello difíciles equilibrios. Demostró su convicción, de que el pueblo de Israel librado por Moisés de la esclavitud en Egipto, fue señalado por el designio divino, para ser maestro de pueblos y prototipo y heraldo de la Justicia, de la Solidaridad y de la Paz, que aparecen concentradas como una exquisita esencia en la gran Ley del Sinaí. Pero el orador lamentó sobremanera, que Israel estuvo muy lejos de ser digno ejecutor del designio de Dios, puesto que aún viviendo su gran conductor y guía, le amargó terriblemente sus horas, entregándose a horrendas prevaricaciones aún en torno del Santuario nómada construido en pleno desierto, con el esfuerzo de todos y

siguiendo las instrucciones precisas de Aheloín, el intérprete divino que hablaba a Moisés en los deslumbramientos del éxtasis, entre los resplandores del Monte Sagrado a donde subía ebrio de luz y de amor, impulsado por esa fe inquebrantable, como huracán de estrellas y de soles que lo arrebatan hasta lo Infinito.

Y para que su disertación no se convirtiera en absoluto en una crítica dura y tenaz para Israel, el orador trajo a la memoria las grandes virtudes de los Patriarcas y Profetas que salvaron en parte la honra de Israel, y atenuaban las manchas de lodo y sangre que el pueblo inconsciente había arrojado sobre sí mismo, olvidando los preceptos de la Ley moral recibida en Sinaí, para prestar mayor atención a las ordenanzas civiles de orden jurídico, higiénico, litúrgico y social.

Al evocar con amor reverente, los nombres de los grandes Patriarcas, Profetas y justos de Israel, emitió una grande y piadosa idea, muy digna de la Bondad y Misericordia Divina: "La claridad —dijo— de estas estrellas de primera magnitud en el cielo de Israel, nos producen deslumbramiento y acaso nos impiden ver en toda su horrenda fealdad, las prevaricaciones y desvaríos de nuestros hermanos de raza y de religión, que designados por Dios para las cumbres, han preferido arrastrase por el polvo". El orador bajó de su tribuna entre una ovación de aplausos.

Un segundo orador, disertó sobre la misión del Gran Colegio en medio de la Nación Israelita, manifestando la necesidad de que el profesorado antiguo y joven, no tomasen otros rumbos hacia el extranjero, dejando las aulas de la tierra nativa sin maestros, lo cual significaba, en su sentir, una ingratitud grande para con el Establecimiento docente en cuyo seno se habían formado y adquirido todo el conocimiento que les hacía hombres capaces de engrandecer y dignificar la patria, trasmitiendo su ciencia a las nuevas generaciones.

Si el discurso anterior no fue muy halagador para la secta dominante, éste lo fue menos, porque la mayoría de los presentes recordaban muy bien que con José de Arimathea, Nicodemus, Gamaliel y Nicolás de

Damasco, expulsados del Sanhedrín y del Templo y obligados a renunciar del Gran Colegio, se había retirado

más de la mitad de la juventud estudiosa, que fue al extranjero a continuar sus estudios o cortaron la carrera

para dedicarse a diversas profesiones o industrias.

Los miembros del Sanhedrín que estaban presentes, como presentes estaban José, Nicodemus y Gamaliel, temieron que alguno de ellos recordara los motivos por que se habían retirado. El Vice-Rector y algunos profesores observaron las miradas fulminantes de Hainán para el imprudente orador que pareció no

comprenderlo y terminó su discurso invitando a los capacitados en las artes o en las ciencias a prestar cooperación al gran Instituto donde la nueva generación se preparaba para ocupar su puesto en el concierto de las naciones más cultas de la época. A la terminación se promovió una discusión amistosa entre los dignatarios de Israel, tomando en cuenta la invitación hecha por el último orador, y encontrando muy conveniente tomar como profesores de música sagrada a los dos músicos griegos que acababan de demostrar sus aptitudes sobresalientes como maestros en el divino arte de la armonía. — ¡Todo se andará! —contestó Hainán, que era quien ponía siempre el punto final—. Tiempo al tiempo — añadió. Y todos comprendieron que el astuto anciano esperaba escuchar primero a Stéfanos, antes de dar un paso adelante.

Por fin el Vice-Rector se acercó al joven diácono y le invitó a ocupar la tribuna. En el acto se levantaron José de Arimathea, Nicodemus, Gamaliel, Marcos, el Scheiff Ilderín y el joven que tañía el arpa, y le condujeron a la cátedra, que acaso fuera para el joven diácono como un cadalso en que exponía su vida por la gloria del Señor. Una corriente intensa de simpatía le envolvía como una ola de luz, de ternura, de admiración. Su juventud, su belleza, su continente lleno de dignidad y de serena calma, tenían una atracción irresistible aún para aquellos que pudieran mirarlo con prevención.

La generosidad de Simónides y su refinada política, le había obligado a vestir un regio traje al uso de su país: túnica blanca larga y plisada que los griegos llaman chitón, y el himation o manto amplio de púrpura que se emboza de diferentes maneras. El anciano inteligente y sagaz, sabía bien cuánto vale el adagio vulgar para gentes como los que formaban el Sanhedrín judío: "Tanto tienes, tanto vales". Y en cuanto a ésto impuso su voluntad y consiguió que los amigos del glorioso Rey de Israel, fueran vestidos como correspondía a la honra de tal Soberano. Y la dulce benevolencia de Pedro, no tuvo que violentarse para complacer a Simónides. —No le falta más que la diadema de mirto y de narcisos a nuestro orador, para asemejarse a Orfeo subiendo al templo de Delfos —dijo un anciano Escriba que había viajado por la patria de Aquiles y de Ulises. Quedaron de pié junto a la tribuna, el Scheiff Ilderín, Marcos y el joven Samuel, que tañía el arpa. El Vice-Rector del Gran Colegio anunció en alta voz el tema según costumbre: "La Ley del Sinaí, gloria de Israel"… Y Stéfanos comenzó así su discurso:

—Amigos y honorables señores que me escucháis: Antes de comenzar mi discurso imploro vuestra benevolencia para mi condición de extranjero, que pudiera incurrir en equivocaciones no intencionadas, que espero os dignaréis observármelas, para que al bajar de ésta tribuna honrada por tan ilustres maestros, lleve yo un conocimiento más, de la milenaria historia de Israel que se pierde en la noche oscura de los tiempos. Mi juventud e inexperiencia, no me hubieran permitido jamás, el pensamiento de ocupar una tribuna en vuestro Gran Colegio, pero me ha obligado la amable invitación de sus autoridades aquí presentes.

He elegido éste tema, demasiado grande y excelso para mis capacidades, porque de todas las grandezas y glorias de Israel, es la gloria inmutable, inconmovible y eterna, que transciende los límites de lo terreno, para resplandecer como una luz solar envolviendo todo el universo: La Ley del Sinaí.

Y fue Israel, vagabundo en la aridez del desierto, quien primero la escuchó de los labios del glorioso taumaturgo, confidente de la Eterna Potencia, que descendió hasta él para confundir la soberbia y prepotencia de un Rey que desconocía lo que es y lo que significa la grandeza del hombre; creación divina, chispa de luz emanada de su seno infinito y dotado, a semejanza suya, de una inteligencia creadora, de un pensamiento que penetra los abismos y corre como el rayo de luz; de una voluntad capaz de abrir las montañas y desecar el mar, cuando un ideal sobrehumano le empuja como el huracán a los témpanos de hielo en los mares del Norte.

El vértigo invade la mente humana, cuando trata de comprender el éxtasis del gran Moisés, extático entre los resplandores ardientes del Sinaí, al sentir la voz del infinito que dictaba el divino mandato como un legado eterno, como una alianza inmutable que lo hacía dueño de ése pueblo, y al pueblo dueño de su Dios; como dueño es el padre del hijo que trajo a la vida, y el hijo dueño del padre que le dio el ser. Y nace de allí como una flor de luz inefable, la ley sublime y justa del amor entre el Dios de ése pueblo, y el pueblo de ése Dios.

Más, triste es reconocerlo: solo Moisés midió, analizó y comprendió la grandeza eterna de ésa unión

inefable. ¡Dios con su pueblo! ¡El pueblo con su Dios!... Moisés, el descendiente de los Faraones; el joven noble, nacido y criado junto a la corriente del Nilo milenario; bajo las naves pobladas de misterio, de ciencia y de sabiduría de los Templos de Amón-Ra y de Osiris; Dios de los vivos y Dios de los muertos.

Lo había abandonado todo, las gradas de un trono secular; el esplendor inigualado del sacerdocio egipcio; las glorias de la milicia triunfante; las dulzuras del amor; todo, absolutamente todo… para responder a la voz divina que le llegaba como el soplo del viento en sus horas de meditación; como luz difusa en la sombra temblorosa de las naves solitarias; como el eco de un canto lejano que ondulaba entre los rumores del río sagrado, que emergía de la sombra proyectada en la arena del desierto, por las Pirámides mudas, por la Esfinge silenciosa...

Nuestra alma pequeña y débil, tiembla de espanto contemplando la lucha titánica del gran vidente, con el dolor de abandonarlo todo, para seguir la visión de un porvenir incierto. ¡El ideal triunfó sobre la materia! ¡La visión intangible, se impuso a los sentidos! ¡La voz divina fue más poderosa que todos los halagos humanos! ¡Y el gran visionario se lanzó al desierto, como un fantasma de locura y de amor supremo!

¡Cuán pequeños somos los seres humanos, para comprender ésos vértigos deslumbradores que el Eterno Invisible desata en el alma de sus elegidos, como un torrente de luz multicolor que teje visiones, que diseña escenarios en horizontes y mundos nunca vistos, sino en el sueño extático de la contemplación interior!

Y entre los peñascos solitarios de Madián, en los valles poblados de silencio y de sombras, entre majadas de ovejas, que diseñaban relieves de marfil en el verdor de las praderas y compartían con él los frutos silvestres y el agua de las vertientes, el místico ermitaño vio deslizarse los años que fueron haciendo más clara y vívida la visión del porvenir.

Sentado sobre un peñasco, él recordaba... Allá muy lejos la madre solitaria; la princesa anacoreta convertida en sacerdotisa de los templos, evocaba también en ensoñaciones celestes, la imagen querida del hijo ausente... Bajo las naves solitarias, que fueron su escuela y el nido tibio de sus primeras visiones, sus maestros y compañeros echaban de menos la silueta inmóvil, hierática, pensativa, del joven hierofante para quien fueron pequeños, áridos y fríos los grandiosos templos de mármol y de oro, ¡porque sentía en su alma alas de águila, hambrientas de inmensidad, de luz y de infinito!...

¡El solitario seguía recordando! ¡Y los recuerdos como pinceladas de mago, continuaban esbozando sin piedad, ternuras de nido, piedades de madre, canciones de cuna, esplendores de tronos!... ¡Y se levantaba de pronto, como un gigante herido de improviso y que se despierta de un sueño! Un viento de fuego arrastró una majada al pié de una montaña agreste que se alzaba hasta las nubes... Y él corrió tras de su majada, única vida que daba vida a su soledad. Era aquel el Monte Sagrado, en cuya cima se plasmarían en realidades grandiosas, sus visiones de la juventud. En aquel Monte estaba la culminación de su vida; la solución de su problema íntimo; la respuesta a todos los interrogantes que se venía haciendo desde sus años primeros. "¡Por qué Señor!... ¿por qué?" —había preguntado tantas veces.

¡Oh! cuán retardados andamos los hombres, para reconocer la voz divina que nos anuncia la hora de

cumplir los pactos eternos del alma eterna con Dios!... ¡El gran vidente no estaba formado de una pasta diferente que la nuestra, pero su alma!... ¡Oh! su alma comprendía y amaba a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, aún antes de que el fuego del Sinaí se lo hubiese esculpido en tablas de piedra! Su alma de elegido, serafín del séptimo cielo, se había anticipado al mandato divino, que por su intermedio daría a los hombres, y lo venía sintiendo desde la niñez, como un dardo de fuego que le quemaba el corazón.

Sobrecargado de todos los poderes divinos en su primera visita al Sinaí, volvió a las riberas del Nilo como huracán del desierto, y sembró el espanto en la tierra de los Faraones, con estupendas manifestaciones del poder que había recibido. Y arrancó al pueblo de Abrahán, de Jacob y de José de las garras de la más espantosa esclavitud y le arrastró en pos de sí como una marejada humana, atravesando lagos, mares, desiertos, hasta llevarles al pié del Monte Sagrado de sus visiones de gloria.

La grandeza del Infinito se desborda como un río caudaloso después de consumado el sacrificio de sus elegidos, y Moisés que tanto había llorado en la soledad, en el desamparo, en el abandono de cuanto ama el hombre sobre la tierra, sintió que todo el cielo era suyo, que la gloria de Dios era su gloria, que la infinita dicha del Amor Increado era también su dicha; ¡que la Luz Eterna era suya y que todo lo podía y todo lo tenía en su inefable unión con el Eterno Poder! El Divino Padre había contestado a todos sus interrogantes y ya no necesitaba preguntar: ¿Por qué Señor... por qué?

'Y la sublime Ley del Sinaí cayó en el alma extática de Moisés, como el divino abrazo de Dios a la humanidad terrestre. "¡Amarás a tu Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como te amas a tí mismo!" ¿Qué genio humano podría esbozar en la amplitud de un lienzo ilimitado, los esplendores maravillosos del Sinaí, durante el diálogo divino del Eterno con su elegido? ¡Pueblo de Israel, favorecido el primero con el espectáculo indefinible de los cielos confundidos con la tierra!...

¿Cómo has podido pecar, después de lo que tus ojos vieron y tu corazón sintió, estremecido de espanto, de asombro, de dicha y de amor?... ¿Cómo has podido amargar los días y las noches de ése hombre genial, de ése hombre luz, de ése Ungido de Dios, que se empapó de divinidad y te la trajo como un don para ti, pueblo escogido como primer legatario de su mensaje de amor? ¿Cómo has podido manchar tus manos con sangre inocente, con sangre de Profetas, con sangre de mártires?

¡La eterna Ley de la preexistencia, nos dice que los que vivimos en la carne hoy, fuimos también de antes, de ayer y de todas las edades que pasaron, y acaso estuve también yo entre los que vieron y palparon los esplendores de Dios y la gloria del Sinaí; y tan pronto la olvidaron, para lanzarse sin freno a la vorágine de todas las pasiones humanas, que embrutecen al hombre y lo rebajan a un nivel más inferior a veces que las bestias!... Y ésta ley eterna de la preexistencia, hace morir todo reproche en mi boca, con un interrogante que cae en el corazón, como gotas de hierro hirviente:

¿Estás seguro de no haber estado tú, entre los que vieron las glorias del Sinaí, y tan pronto las olvidaron ?... ¡Cuán doloroso es amigos míos, el pensar, el meditar y comprender, la pequeñez del hombre, para asimilar, sentir y obrar el bien, y cuán fuerte es para inventar, asimilar y obrar el mal! Las grandes y extraordinarias virtudes de Moisés, como las maravillosas glorias del Sinaí, atraídas y merecidas por Él, no fueron una fuerza suficiente, para mantener aquella multitud de seres en los límites del marco augusto de esa Ley soberana.

Otros Moisés, con diferentes nombres y en diversos países y épocas, han continuado visitando las playas terrestres, sembrando sus valles de flores divinas, encendiendo faros que alumbran sus caminos, derramando estrellas en sus sendas tenebrosas, y la humanidad en general, busca con predilección las pendientes que bajan, antes que los senderos que suben a las cumbres. ¡Y aún hace más!... mucho más! ¡Y lloremos hermanos sobre nuestra propia desdicha, pues somos parte de ésta humanidad que delinque, que busca las ciénagas inmundas y desprecia los jardines en flor!... Que olvida a su Dios, sus promesas eternas, sus mandatos divinos, y se vuelve rabiosa, como bestia enfurecida, contra los Enviados por Él que le dicen con piedad infinita:

"¡Ama para que seas amado!

¡Siembra el bien para que recojas el bien!

¡No arrojes piedras para que nadie te las arroje a ti!

¡No hagas llorar a nadie, para que tú no tengas que llorar jamás!"...

Permitidme hermanos cerrar ésta página gloriosa de Israel, porque no debo abusar de vuestra gentil

benevolencia. Y la cerraré pidiendo a la Luz Increada y eterna, que descienda sobre vosotros, sobre mí, sobre todos los pueblos de la tierra; para que no devolvamos ingratitud, perfidia, sufrimiento y muerte, a cambio del inefable amor que vienen a traernos de los cielos de Dios; los Antulios, los Hermes, los Orfeos, los Krihsnas, los Moisés, los Sócrates, los Jeshua de Nazareth! ¡Que la paz sea con vosotros!...

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Pedro, el dulce apóstol de Cristo, se precipitó a la tribuna y recibió a Stéfanos en sus brazos, cuando

descendía de ella. Y detrás de Pedro, le rodearon todos los amigos de Jeshua que le habían escuchado, y que

sintieron la vibración divina de Él en la palabra del joven diácono, como si fuera El mismo quien hablaba por su boca.

La venerable madre del Señor, había llorado silenciosamente desde el comienzo del discurso de Stéfanos, porque en determinados momentos llegó a percibir la adorable imagen de su gran Hijo flotando como una nube de luz dorada por encima de la tribuna del orador.

Cuando pudo abrirse camino Stéfanos, fue a ella y doblando una rodilla le tomó ambas manos y las besó con reverente amor, mientras ella sin poder pronunciar palabra, le puso la diestra sobre la cabeza y le besó en la frente. — ¿Quién es esa mujer? ¿Es su madre? —preguntó Hainán al Vice-Rector. —Como si lo fuera —le contestó éste—. Es la Madre del Profeta Nazareno, que sus discípulos veneran como al Mesías anunciado por los Profetas. —Creo que hubiéramos salido ganando, si le hubiéramos reconocido también nosotros —contestó a media voz el astuto anciano, que indirectamente gobernaba al pueblo de Israel—. Pero ya es tarde —añadió—. Y algo me está diciendo que ésa gente triunfará algún día, y nosotros nos hundiremos.

El Vice-Rector Ismael lo escuchó asombrado, pero creyó prudente no decir una palabra. — ¿Qué dices abuelo después de haberlo oído? —le preguntó su nieto Samuel el que tocaba el arpa. — ¡Vale mucho! no lo puedo negar. Pero hay valores terribles, que son una amenaza hijo mío. Tienes el permiso para invitarlo a acompañarte en la dirección de nuestros músicos del Templo; pero te aconsejo no intimar con él.

También Hainán y otros magnates de su corte, se acercaron al joven diácono, pues no pudieron sustraerse de la poderosa atracción que él ejercía. —-Amiguito —le dijo Hainán— mucho sabes de Israel para ser extranjero y tener tan pocos años. ¿Quién fue tu maestro si nunca viniste al Gran Colegio? —El Profeta Nazareno, señor, que amaba mucho a éste pueblo y a todos los pueblos de la tierra — contestó Stéfanos con gran naturalidad y sin ninguna vibración de ironía ni de reproche en su voz.

— ¡Bien!... muy bien. Tenemos que hablar mucho amiguito y poner muy en claro ciertas cuestiones que no deben ser tratadas en público. Has hablado de la preexistencia: ¿Conoces el Libro del Profeta Ezequiel? —Conozco todos los Profetas, señor; pero Ezequiel es mi favorito. — ¿Y por qué es tu favorito? —volvió a preguntarle el anciano con tal vehemencia que sorprendió a Stéfanos. —No lo sé yo mismo señor, pero hay algo que me induce a pensar que debí estar muy cerca de él en ésa hora y que acaso fuera un maestro mío que me colmó de bondades, por lo cual mi alma se siente muy unida a la suya.

—Aquí está uno de nuestros Escribas, que mientras tú hablabas, te vio tal como el Profeta Ezequiel aparece en su visión relatada por él mismo, de las ruedas resplandecientes y de los querubines de llamas que corrían con ellas. ¿Sabes tú algo de eso? —Y los ojos de Hainán como dos carbones encendidos quemaban el rostro de Stéfanos. —No señor, no sé nada. Pero confieso que esa visión del Profeta viene siendo asunto de mis cavilaciones desde hace mucho tiempo. ¿Qué explicación tendrá ella? —Trata de averiguarlo si puedes, y cuando lo hayas descubierto ven a decírmelo. —Así lo haré, señor.

Y el diálogo de Hainán con Stéfanos, terminó con la presencia de Marcos, al cual mandó Pedro que se

Acercara, temiendo alguna celada del viejo lobo del Sanhedrín.

Continuará….

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