CAPÍTULO XI
JESÚS PERSONÁNDOSE A JOSÉ DE ARIMATEA
Entré solo en Jerusalén. El lugar para reunirnos había sido fijado en Betania. Yo tenía así que salir todas las tardes. Privado de noticias desde algún tiempo, me acerqué a la casa de mis amigos con mucha aprensión. José de Arimatea me recibió con expansión de alma y noble devoción de espíritu. Me acompañó por todas partes en que teníamos que ser vistos, como iniciadores de la libertad y de la verdad que todos buscaban y cuya expresión, todos deseaban. José era ahora de mi parecer, pero contaba con que se obtendría el objetivo sin que nosotros sucumbiéramos materialmente en la empresa.
Respeté la ilusión de mi amigo, porque si hubiera intentado destruirla, la indecisión de José habría cansado mi alma y tal vez debilitado mi resolución. Me hacían falta testimonios de las laboriosas manifestaciones de mi espíritu. ¿Qué me importaba, después del éxito moral, la ruina material? ¿Qué me importaba un poco más o un poco menos de celebridad en el presente, si sólo me preocupaba el porvenir?
«El sacrificio de Jesús, me decía, no comprendido en el momento de su realización, será más tarde una llamada hacia la resignación, hacia el sentimiento de la fe, hacia el desahogo del alma y hacia la paz del corazón para todos los infelices. Por grande que sea la soledad de Jesús ahora y el silencio de la historia contemporánea, su personalidad habrá dictado leyes de fraternidad y de amor a todos los hombres y esas leyes serán inmortales».
Por medio de José conocí a muchos personajes importantes y a Marcos, de quien hablaré más tarde. Nicodemus era un rico vecino de Jerusalén. Me acordaba de sus liberalidades, cuando yo vivía separado de mi familia y que me había comprometido como revolucionario. Fui a su casa. Él, su esposa, sus hijos, sus hermanos, y toda la familia me recibieron con la más grande cordialidad. Amplia hospitalidad, ternura activa, armonía de corazón y de voluntad. ¡Cuán dulce y consolador es el honraros por medio del recuerdo!
Hermanos míos, acusando a los depositarios de la autoridad religiosa, a los depositarios de la ley, a los afortunados y poderosos yo tenía en vista tan sólo reformas sociales. Glorificando la pobreza, exhortando a los ricos a sacrificar los bienes de la Tierra para conquistar los tesoros de la luz de Dios, yo estaba convencido de que el espíritu se emancipa cuando sufre el martirio de la pobreza, con la sabiduría y con la resignación, y mi desprendimiento de las riquezas tenía su razón de ser en mis observaciones de la debilidad humana y por las vergüenzas inherentes a los goces carnales. Pero entonces como ahora, yo sabía que en todas las clases se encuentran naturalezas fuertes, dignos mandatarios, espíritus independientes capaces de hacer germinar los designios de Dios, y mis amigos me hacían justicia al tomarme por un filósofo religioso y no por un utopista o soñador.
Mis parábolas respecto a los malos ricos y de la participación de los pobres a la majestuosa felicidad del cielo, tenían todos los caracteres de la estrechez que me imponían las condiciones de los espíritus, y las figuras de Lázaro como la de Abraham me eran familiares, para hacer resaltar la justicia de las represalias y la participación de los grandes hombres, que veneraban el pueblo hebreo en las manifestaciones de esta justicia.
Lázaro, abreviado de Eleázaro, era un nombre muy esparcido en la Judea, y Abraham a quien la leyenda convertía en un padre desnaturalizado, un sacrificador impío, representaba ante los ojos de estos hombres crueles, en la infancia espiritual, la idea de la obediencia pasiva y el modelo de las virtudes religiosas.
«Lázaro, el pobre, cubierto de úlceras, recogía las migajas que caían de la mesa del rico, y el rico, lleno de alegría y rodeado de numerosos comensales, aleja sus miradas del pobre y cierra su corazón a toda piedad».
«La muerte cae sobre el rico y el pobre. El rico sufre los tormentos sufridos ya por el pobre, y mucho más, puesto que del fondo de la Gueenna, donde se encuentra encerrado, retumban sus alaridos. Después su voz se enternece suplicando una intercesión».
«El cielo se abre, pero tan sólo para aumentar los sufrimientos del rico. Divisa a Lázaro y después de esta visión, las tinieblas se cierran a su alrededor».
Por Gueenna yo quería significar un lugar lúgubre, sinónimo de infierno. La palabra Gueenna era aún más expresiva que la de infierno en algunas localidades. En la época a que hemos llegado hermanos míos, mi posición podía permanecer estacionaria todavía por mucho tiempo. Por lo que me convenía crear una escuela y esperar, en medio de luchas sordas y pacientes, un nuevo estado de cosas. Mis amigos así me aconsejaban. Se decían mis discípulos y me hablaban sin descanso de las aspiraciones del pueblo hacia la libertad, del odio del pueblo en contra de la familia sacerdotal que reinaba entonces. Pero yo quería apoyarme en probabilidades, aunque no fuesen tan sólo aparentes, y tenía que garantizarme en contra de la vergüenza de escudarme detrás de la amistad, salvaguardando mi vida a expensas de mis aspiraciones espirituales, mientras tanto era necesario afirmar mi título de Mesías con la fuerza de la publicidad de mis enseñanzas, así como mi título de hijo de Dios, con la aureola del martirio.
José, y con él algunos hombres de buena voluntad que comprendían mi doctrina, cuyos preceptos divulgaban, tuvieron que someterse a mi resolución cuando se demostró que no era posible cambiarla por medio del razonamiento. Me rodeaban en Jerusalén, me amaban y me daban pruebas diarias de ello. Después de haberme abierto el camino de los honores populares, me defendieron en contra de los devotos y de los hipócritas, intentaron defenderme del furor de las muchedumbres.
Después de mi muerte se apoderaron de mis restos mortales, con intención de honrarlos mediante piadosas demostraciones y ahorrar una profanación a mi memoria, que hacía probable la creencia en mi resurrección corporal, divulgada por fanáticos, a quienes los acusadores y los negadores de Jesús, hijo de Dios, hubieran querido darles un grosero desmentido. Mis amigos, pues, no fueron culpables de ninguna maquinación, pero preferían dar pábulo a la superstición antes de abandonar mi cuerpo a la posibilidad de una mancha, sin duda insignificante delante de la razón, pero dolorosa para el alma influenciada por la encarnación humana y para el mismo espíritu conmovido aún por los sentimientos fraternales.
Di libre curso a mis pensamientos, cada vez más desprendidos de la vida de relación y libres de los temores humanos. Mis formas oratorias tomaron desde estos momentos una gran semejanza con las negras imágenes y proféticas amenazas de Juan. Me separé repentinamente de esa dulce y plácida expresión del semblante, que me atraía la confianza y el afecto de mis oyentes, de esa dicción llena de humildad y de benevolencia, que cicatrizaba las heridas del alma y provocaba las resoluciones del espíritu. Lancé anatemas, no ya como antes, en medio de transiciones hábilmente desarrolladas y medidas, fijas, por así decir, en todos mis discursos. La dureza de mis afirmaciones con respecto de los tormentos de la vida futura, tenían el propósito de poner de manifiesto los excesos de la fuerza bruta, erigida en lugar del derecho común. Yo acometía en contra de todas las alturas, quemaba todos los ideales, desalojaba todas las autoridades, denunciaba todas las potestades de la Tierra ante las iras de mi Padre predilecto.
«Mi reino no es de este mundo. Los que quieran seguirme deberán distribuir todo lo que poseen entre los pobres. Felices de los que se empobrecen voluntariamente, la luz los acompaña y la fuerza los sostiene; la gracia los colma y la virtud los corona. Yo soy el consuelo y el maná celeste; la luz y el pan de la vida».
«Los que crean en mí, vivirán en la abundancia, el que huya de los honores del mundo, recibirá honores en la casa de mi Padre».
«Quien quiera que ame a los hombres como a sus hermanos, será recompensado, pero los egoístas, los orgullosos y los hipócritas, los patrones y los poderosos del mundo serán maldecidos y arrojados como leña seca en el fuego eterno».
«Se oirán gritos y rechinar de dientes, blasfemias y quejidos, mas Dios permanecerá sordo a todos los ruidos de las tinieblas y la paz de los justos no se verá turbada».
Asocié a mi gloria futura mis discípulos más íntimos, pero hacía depender el cumplimiento de mis promesas del cumplimiento de sus deberes. «Os reconoceré, les decía, si habéis prestigiado mi doctrina con vuestras obras y habéis sembrado virtudes con vuestros ejemplos, más que con vuestras palabras; si me habéis honrado con la humildad y pobreza de vuestra vida, con la marcha hacia Dios de vuestros espíritus y con vuestro amplísimo amor para con todos los hombres».
«Anunciad mi ley, pero dad al mismo tiempo pruebas de vuestras esperanzas, despreciando los bienes de la Tierra y diciendo como yo: nuestro reino no es de este mundo».
«Acostumbraos a defender a vuestro Maestro, poniendo en práctica lo que él mismo puso en práctica. El ejemplo impone la fe y produce el respeto, mucho mejor que las bellas armonías del lenguaje y que las más sólidas demostraciones de espíritu a espíritu. Los dones del espíritu son improductivos cuando no emanan de la ciencia adquirida en un estado de pureza de intención y de seguridad de vistas; son efímeros cuando no determinan cada vez más la emancipación de la fe y del amor».
«Predicad mi doctrina, pero sostened válidamente el derecho que tenéis para predicarla. Este derecho consiste en el abandono de toda supremacía humana y en el sacrificio completo de vuestros intereses terrestres».
«Os daré fuerzas para triunfar ante vuestros enemigos, y mi casa será vuestra casa, pero si vosotros os volvéis prevaricadores de la ley, me retiraré de vosotros».
Mis discípulos me alcanzaron y rodeado de todos ellos fue como yo me hice de un círculo de oyentes, y principalmente en las dependencias del Templo. Entre ellos había más denunciadores que verdaderos creyentes. La costumbre de esos tiempos, hermanos míos, era la de que los hombres colocados en evidencia por su erudición e inclinación del espíritu a las cosas públicas, se viesen honrados con atención de los otros hombres, en todas las circunstancias que les permitieran establecer nuevas ideas y sostener una opinión ya formulada. En el Templo las piadosas demostraciones eran seguidas a menudo de discusiones científicas y de atrayentes conferencias, pero esas discusiones científicas y esas conferencias de alto valor, no tenían por lo general al pueblo como testigo. El pueblo prefería los análisis rápidos de lo que había tenido lugar en las asambleas, y la multitud, es decir, el pueblo menos iluminado pero más impresionable, se alimentaba de emociones en los sitios públicos, y principalmente en las galerías del Templo, donde se encontraban reunidos los accesorios de una devoción ignorante y de excitación hacia todos los atractivos banales de la curiosidad y vanidad humanas.
Como simple jefe de escuela, yo habría podido inspirar confianza en los hombres más letrados del pueblo, exponiéndoles el extracto de las doctas asambleas y no mezclando, sino con prudencia, a las opiniones de cada uno las expansiones de mi propio espíritu, mas el sentimiento de mi destino era demasiado dominante en mí, para que yo me sometiera a la lentitud de un éxito paulatino (ya hablé de ello al referirme a las instancias de mis amigos al llegar a Jerusalén), y me coloqué enfrente de los odios y de las venganzas.
La ley judaica no representaba a mis ojos sino el código grosero de un pueblo esclavizado por las fuerzas especulativas de dos aristocracias: la de la inteligencia, guardiana severa de la superioridad relativa, y la de la materia libre, luchando sin descanso por los derechos que dan y conservan la posesión del mando feroz. Usurpación de clases privilegiadas, acciones restrictivas de la libertad del espíritu humano creado para la libertad, fanatismo e hipocresías, yo empleaba para combatirlos todo el ardor de mi alma, todas las potencias de mi voluntad, todos los recursos de mi espíritu, a través de las vergüenzas morales y de las vituperables acciones.
Me sostenía en ese ardor del alma calculando los pocos instantes de vida que me quedaban y alimentaba y mantenía vivas esas energías de mi voluntad, esos estremecimientos de cólera en el recuerdo y la contemplación de delictuosos deseos, de contagiosas depravaciones, de cobardías y de asquerosidades humanas.
Las dependencias del espíritu me inspiraban un profundo disgusto por la humanidad entera. No decía ya:
«Acatad la ley del César», sino: «No hay más que una ley y ésta es la que yo os traigo. Todos los hombres son iguales y tienen que dividirse entre ellos todos los bienes de la Tierra».
La continua tensión de mi espíritu hacia los honores espirituales, ocultaba lo que estas enseñanzas tenían de defectuoso, y después de dieciocho siglos no veo todavía el mundo de mis aspiraciones sino mediante la óptica de mis esperanzas.
Hermanos míos, la dependencia de los espíritus a las bajas pasiones de la Tierra, tendrá lugar hasta el momento de su elevación en la jerarquía de los espíritus de la patria universal, y hagamos resaltar aquí la aberración del espíritu de Jesús, aberración propia de todos los espíritus adelantados, a objeto de examinar las causas y los efectos de estas desviaciones. La desproporción de luces espirituales de un espíritu, con la situación temporal de éste en la naturaleza carnal, establece luchas y transiciones que se parecen a turbaciones intelectuales.
El espíritu, oprimido por una ciencia que se excede de la fuerza de concepción de los que lo rodean, desvía a menudo su mirada de los horizontes luminosos y deja invadir su pensamiento por las combinaciones de un orden material, para asociar fuerzas diferentes hacia la consecución de un objetivo, si no inmediatamente glorioso inmediatamente, al menos aprovechable para una gloria futura. El espíritu honrado por productivas alianzas en el pasado, de visiones y realidades llenas de promesas en la hora presente, camina con paso seguro, especialmente en medio de las dificultades de las insidias que le crean y se sublevan en su contra los ignorantes y los perversos.
Enseguida este espíritu desfallece y no recobra su coraje más que convulsivamente y se arroja en las extravagancias de las ideas, de acuerdo con las opiniones de los hombres y da a la linterna que posee, las dimensiones de una tea incendiaria.
Así procedió el espíritu de Jesús en los últimos años de su vida de Mesías. Para que la aplicación de los preceptos de igualdad y de fraternidad, tengan fuerza de ley, en un mundo, es necesario que la mayoría de sus espíritus estén penetrados de la misma fuerza moral para conseguir idéntico fin. Conviene que la espiritualidad se encuentre muy por encima de la materialidad y que ésta se encuentre libre de todas las deprimentes formas de conservación, así como de todas las estrechas modalidades del gusto y de los deseos.
En una palabra: La Ley de Dios en su expresión más pura no puede ponerse en práctica sino por espíritus perfeccionados, que se encuentren en un medio también perfeccionado.
Jesús estaba equivocado cuando decía: Todos los hombres son iguales y deben dividirse los bienes de la Tierra. Jesús, y después de él todos los que han pronunciado esta máxima, se han equivocado de fecha; Jesús y todos los que querían o quieren el desarrollo de una humanidad, no debían y no deben, en ninguna circunstancia, determinar acciones con teorías no apropiadas a la inteligencia de los miembros de tal humanidad.
Permanezcamos firmes hermanos míos, sobre las ideas procreadoras del porvenir; hagamos resplandecer en la soledad de nuestra alma el rayo de oro que ha de calentar todas las almas, pero no arrojemos nuestras esperanzas, nuestra ciencia, nuestra felicidad como juguete de los estudios juveniles y procuremos no exponer la llama en los parajes en que sopla el vendaval.
El porvenir empieza a la hora siguiente, preocupémonos en saber medir bien la parte de cada hora. No confiemos nuestros tesoros sin saber antes a quien los entregamos; no introduzcamos en el mundo la confusión de las lenguas, hablemos de conciliación y esperanza a todos, pero hablemos de libertad tan sólo con los sabios: La fraternidad sin la luz de la fe es imposible. El amor separado de la fraternidad universal no es más que un simulacro de amor. Descubrid a Dios, ya lo sabréis adorar. Descubrid vuestro destino y os amaréis los unos a los otros y Dios os amará.
Consultad la moral que se desprende de la ley de Dios y despedazad las armas homicidas en nombre de la fraternidad de los pueblos. Siempre existirán pobres y ricos, jefes y subordinados en el mundo Tierra, pero la emancipación gradual les dará a todos la comprensión, y de la emancipación completa surgirá el bienestar general.
Jesús tenía que contemplar con impaciencia el espectáculo de la falsa devoción, de la incuria moral de las ilógicas creencias, del embrutecimiento de los espíritus y trataba con dureza en las galerías del Templo a los apresadores de los pobres animales, destinados al suplicio, a los mercaderes de objetos fútiles, de muestras de amuletos, de sortilegios y de pretendidas imágenes religiosas.
«Vosotros convertís la Casa de mi Padre en una caverna de ladrones», decía él. Los corrompidos hipócritas lo hacían sufrir aún más y no les perdonaba en ninguna circunstancia.
«Vosotros sois sepulcros blanqueados. El ojo de los hombres no se detiene sino en las apariencias, pero Dios ve la podredumbre que reina bajo de ellas».
«Vosotros tenéis la dulzura sobre los labios y el odio en el corazón; vuestras limosnas, vuestras plegarias, vuestras penitencias no son sino medios para engañar a los hombres y gozar de prerrogativas en medio de ellos. Pero Dios se cansará y vosotros seréis tragados bajo las ruinas del Templo que diariamente profanáis.
¡Sí! Este Templo perecerá y yo construiré otro, que será inmortal, porque todos los hombres adorarán en él a Dios como hermanos, porque todos los hombres se reunirán en la fe, siendo la palabra de Dios eterna y soy yo quien la trae».
«¡Pobres locos! Les decía Jesús a los hombres entregados a la vida alegre y al orgullo, ¡vosotros destruís el porvenir en obsequio del presente y el presente huye como una sombra, adornáis vuestros cuerpos y desnudáis vuestras almas; buscáis los honores del mundo cuando Dios solicita en vano los honores de vuestro espíritu! ¡Os arrodilláis ante el becerro de oro mientras vuestros hermanos carecen de alimentos y de ropas!. Ahora os lo digo: aquellos que ahora no piensan sino en cosas inútiles, se verán después completamente privados de lo necesario. Los que gozan de honores humanos en el día de hoy, no podrán pretender sino humillaciones en el día de mañana. Y todos los que se complacen en los goces carnales, y todos los que colocan la felicidad en la posesión de las riquezas y del mando, serán los pobres, los desheredados, los parias de una nueva habitación temporal; vosotros tendréis hambre y sed, oh ricos egoístas, pediréis descanso, holgazanes orgullosos, y continuaréis en el trabajo, sin aplacar el hambre y la sed».
¡Ay de mí! Se corrompieron mis discursos, recortándolos y aumentándolos. Se le dio elementos al error, se preparó la ignorancia con la mentira, atribuyéndome las siguientes palabras:
«Si yo lo quisiera, destruiría este templo y lo reconstruiría en tres días». Se me quiso responsabilizar de todos los milagros, de los que algunos amigos míos me hacían el autor, y de los que mis enemigos se valieron para perderme. Nunca he dicho ni hecho nada, conscientemente, que pudiera servir de base a las pueriles creencias en el trastorno de las leyes de la naturaleza, y si yo hubiese cometido este error, me acusaría de él del mismo modo que me acuso de debilidad en mis relaciones de afectos, de imprevisión en mis principios, de locos entusiasmos en mis últimos actos y de desgarradora desesperación en mi hora suprema.
Hermanos míos, recordemos aquí las palabras que pronuncié en el transcurso de mi vida de Mesías, tengo que desarrollar su alto significado, que no fue comprendido entonces y que surge de estas mismas palabras. Refiriendo los hechos de mi vida de Mesías tengo que repetir palabras ya pronunciadas, porque estas repeticiones delinean la verdad y sólo la verdad debe preocuparnos en esta confidencia dada y recibida con la firmeza del libre querer y de la respetuosa dependencia del espíritu humano con la luz de Dios.
¿Cuáles son las debilidades de la naturaleza y la vanidad de los hombres en general?. Ellos lo sabrán con real sentimiento de verdad, cuando esta verdad les sea demostrada por la sencillez del escritor, por la modestia y sabiduría del moralista, por la fuerza de los principios, por la equidad del juicio y por el acuerdo de la idea con la expresión de la idea. Tendrán el sentimiento de la verdad, cuando la verdad no sea más desfigurada por la mezquindad de ambiciones mercantiles y por el esfuerzo del espíritu para adquirir honores de celebridad humana.
De mi libre voluntad, de mi coraje tranquilo para demostrar la verdad en medio de los conflictos terrestres, pensad, hermanos míos, en recoger los frutos y no agravéis vuestras culpas, vuestra desgraciada situación de espíritu, con una falsa opinión de la dignidad humana, y con un deplorable uso de esa pobre razón, de que siempre alardeáis tan fuera de propósito. De mis instrucciones practicad un análisis serio. No os atengáis a la forma, haced una anatomía de su fondo. No critiquéis las palabras, ni las repeticiones de estas palabras; comprended su valor e indagad lo que ellas os exigen, lo que os traen, y todo lo que os prometen en nombre de Dios.
Yo era poco conversador durante mi vida de Mesías y mi método de insistir en las afirmaciones, me atrajo el apoyo de los hombres de buena voluntad así como el desprecio de los hombres frívolos, de los hombres de orgullosas prerrogativas, así como las burlas odiosas de los devotos hipócritas, la venganza de los feroces depositarios de las leyes sociales, inicuas y antirreligiosas.
Yo me repetía, ¡es cierto!, pero lo hacía con intención, y hoy mismo no podría penetrar en el espíritu de mis lectores con los principios de la felicidad espiritual en la luz divina, sino con repeticiones. Hoy mismo no sabría volver a decir suficientes veces, la siguiente máxima que contiene todos los elementos de la ciencia y de la felicidad:
«Manteneos en la fe y en el amor. La fe pide vuestra adoración hacia un Dios fuerte y poderoso; el amor os dicta los deberes de fraternidad. La fe ilumina el espíritu; el amor hace los honores del alma. Vosotros no alcanzaréis la sabiduría más que por el estudio de Dios; vosotros no seréis fuertes sino por la concepción de la fraternidad».
Desanimado a menudo y enfermo del cuerpo y del espíritu, yo reposaba en el seno de una familia de tres personas, de la cual la posteridad se ha ocupado tanto, que me parece indispensable el enderezar, también en este punto, muchos errores y suposiciones.
Quiero clarificar que fui a Betania para recuperar mi salud, en la casa de Simón que así se llamaba y no Lázaro. Éste se encontraba en perfecta salud a mi llegada y no leproso. Sépase que, durante la enfermedad contraída después por él, Simón nunca llegó a los extremos de tener que pasar por muerto, y sépase finalmente que yo no me he prestado en manera alguna a esta invención de un milagro.
Yo no conocía a la familia de Simón, tampoco a Simón antes de mi último viaje a Jerusalén y acepté la hospitalidad de ellos con preferencia a cualquier otra, porque su casa situada al pie de la colina, sobre la que se adosaba el pueblo de Betania, me brindaba una soledad llena de atractivos, con la perspectiva llena de movimiento, con Jerusalén a mis pies. Simón y Marta, su esposa, no habían aún superado los veinticinco años; María, niña de trece años era hermana de Simón.
Ella reunía una gran dulzura de carácter, gran tendencia hacia el espiritualismo. Los abuelos de las dos ramas habían fallecido poco tiempo antes, muy cerca los unos de los otros. El hogar tenía el aspecto de un dolor profundo, aunque silencioso, cuando yo me instalé en él. Marta encargada especialmente del manejo interno de la familia, empleaba en sus tareas tanta minuciosidad y una labor tan uniforme y ejecutada con fatiga, que parecía obedecer mecánicamente a una fuerza motriz del mecanismo del alma. Simón era de carácter tétrico y la pequeña María se mostraba siempre triste, así como los sirvientes que participaban del mismo duelo de sus patrones. Quise hacer penetrar en mis nuevos amigos mis doctrinas y lo conseguí. Marta fue la más difícil para convencer. Con esa mujer ignorante y empecinada en su ignorancia, tuve que renunciar a toda demostración seria referente a la vida futura, pero me manifesté tan agradecido a sus cuidados, tan deseoso de satisfacer su curiosidad, contándole las incidencias y las fatigas de mi vida nómada, tan feliz de lo que me rodeaba, que Marta, incapaz para analizar la fe de Jesús, abrazó esta fe como el náufrago se abraza a una tierra desconocida que le ofrece seguridad y reposo.
María comprendía mi misión, escuchaba mis conversaciones, se arrodillaba delante de mí cuando los demás me rodeaban, e intentaba asir mi pensamiento, antes que él hubiera tomado las formas de la expresión. Mi mirada se fijaba tierna en ese semblante fresco, coronado por una frente pensadora, como una aureola reveladora del pasado y del porvenir. Cuando Marta se asombraba de la actitud libre y grave de la niña, yo la reprendía dulcemente, haciéndole comprender que las diferencias en el modo de manifestarse, nacen de las distancias que separan a los espíritus.
«Hónrate Marta por el cumplimiento de tus deberes, pero deja que esa niña se expanda en mi amor. Cada uno de nosotros debe acumular tesoros en medio de la posición que le ha señalado la divina Justicia».
Las relaciones de Jesús hermanos míos, han dado lugar muchas veces a afecciones medidas, pero a menudo también a afecciones entusiastas, que descansaban las unas sobre la fe religiosa manifestada con una voz simpática, sobre una doctrina aplicada ampliamente a las necesidades del corazón y a las aspiraciones del espíritu, y las otras sobre la difusa alianza de la esperanza en Dios y del impulso hacia la criatura; sobre la dilatación de los sentimientos humanos, evitada su explosión por el pudor del alma, o dirigidos hacia un noble objetivo por una naturaleza superior a la que los exteriorizaba.
Me veo obligado a ocuparme de los atractivos carnales disimulados por el sello religioso, porque deseo al fin hablar de María de Magdala. Si no he podido todavía hablar a mis lectores respecto a una personalidad tan íntimamente ligada con la mía, es porque debía hacerlo en una forma continuada, con la ilación necesaria para conservar la importancia que los hechos le han dado. El momento me parece ahora oportuno para esta referencia.
En toda la ciudad y pueblo de Galilea se reunían, en días fijos, hombres de buena voluntad con el objeto de dar lectura a la ley y explicar su espíritu. Estas asambleas libres, en que todos podían pedir y obtener la palabra, conseguían nuevos elementos de discusión con la presencia de oradores extraños al lugar.
Estas asambleas se llamaban Sinagogas. Las Sinagogas se convertían a menudo en el punto de reunión de los que buscaban popularidad, y no estaba en realidad la gente suficientemente preparada para la santidad del lugar. Dejando de lado estos abusos inevitables, la Sinagoga ofrecía el cuadro consolador de la alianza del mundo religioso con el mundo material; de la humanidad que se humilla delante de Dios, con objeto de pedirle la ciencia para comprenderlo y adorarlo.
Una vez que yo visitaba una Sinagoga en el perímetro que se extendía desde Tiberiades a Cafarnaúm, me sentí casi molesto por la atención de que me hacía objeto una mujer. Esta mujer, colocada a mi frente y a corta distancia, me dirigía la mirada, cuya luz y persistencia me obligaba a bajar la mía. Esta mujer era alta, joven y bella. Esta mujer, nacida en Galilea, había llegado recientemente de Sidona.
Oyendo hablar de mí, se divirtió mucho al oír las prerrogativas que yo me atribuía, después ella pretendió estudiarme primero para unirme enseguida a la vergüenza de su vida. La tercera experiencia de María sobre mí tuvo por efecto hacer que su alma fuese querida por mí y que su espíritu aún distante de su elevación, fuera digno de alcanzarla. El alma de María sufría por la abyección de su espíritu. El espíritu de María estaba pervertido por el amor impuro, bestial y delictuoso de los hombres.
Quise dar a esa alma y a ese espíritu el impulso de un amor que resplandece de llama divina para resplandecer en la inmortalidad del porvenir, mas, ¡ay! María, dando el adiós para siempre a sus deseos de locas alianzas y de alegrías intemperantes, cayó bajo el yugo de una pasión humana, de que el alma no tuvo conciencia, y que el espíritu se obstinó en llamar pasión divina.
Después de nuestro tercer encuentro, María me pidió permiso para seguirme como lo hacían algunas otras piadosas mujeres que se juntaban con mis discípulos. Yo la llevé y le prometí facilitarle su conversión con mis consejos y mi apoyo.
Demasiado tarde percibí el amor carnal de María. Dios me dio la fuerza para mantenerme en mi posición de padre y de consolador, mas ella, pobre mártir, tenía que agotar todas las amarguras del remordimiento, sufrir todos los desvanecimientos del espíritu, todas las desesperaciones del alma.
María de Magdala vivía en el desorden hacía ya siete años cuando la conocí. Ella me confesó su envilecimiento sin añadir a su confesión detalles fastidiosos, que nos habrían estorbado, y enseguida me refirió su infancia con la delicada franqueza de un alma ingenua y pura. Yo nunca me había engañado en mis primeros juicios respecto a este conjunto de gracias conmovedoras y de crudezas vergonzosas. Yo no me engañaba descubriendo un tipo noble y casto bajo la mancha de inmundos amores. Mas caí en el engaño al creer a María toda de Dios, y tuve la necesidad de ser sostenido por poderosas alianzas espirituales para no ser vencido por una afección terrestre. María tenía veinticuatro años cuando la vi por primera vez.
Cuando mi madre vino a Cafarnaúm, María de Magdala había sido recibida por mis discípulos y comprobé con alegría la acogida natural y benévola de las dos mujeres que he amado más que todo sobre la Tierra. Cuando tuve que demostrarle dureza a mi madre porque quería hacerme renunciar a mis trabajos de apóstol, encontré a María bañada en lágrimas entre los brazos de la abandonada. Ellas se prometían mutuamente una dedicación inalterable y mantuvieron su palabra.
María no se encontró conmigo en las nupcias de Canáan, pero me acompañó en mi última visita a Nazaret y nunca me dejó desde entonces. Volveremos a verla en Jerusalén y la introduciremos en la casa de Betania, donde fue testigo de todo lo que pasó entre la familia de Simón y yo.
Esta familia compuesta de tres personas, me colmaba de cuidados y de respetuosa ternura, se multiplicaban al exterior con naturales dependencias y con simpáticas relaciones sociales. Esta familia de tres personas, cuyos corazones yo había reanimado e iluminado los espíritus, me demostraba delante de todos, el homenaje de una gratitud entusiasta, y es a un exceso de honores tributados a mi
carácter de apóstol, que debe mi amigo la mancha que me acompaña con su recuerdo entre los hombres. En el número de los parientes de Simón, cuyo recuerdo me es querido, cito a Dalila, esposa de un hermano de Marta, Eleazar, primo de Simón, y Alfeo, también primo de Simón, pero que vivía en Jerusalén, mientras que Eleazar vivía en sus cercanías. Lo mismo que Simón, tampoco Eleazar era leproso.
Alfeo resultó uno de mis fieles discípulos. Era un hombre de alta moralidad y le soy deudor de tanta felicidad íntima por la alianza de nuestros espíritus, cuanto de gratitud por los actos exteriores de su obsequiosidad.
Dalila, santa y sublime mujer: ¡Ana, mi querida Ana, siempre tan activa y enérgica, recibid las dos, aquí, el testimonio de mi palabra como reconocimiento de vuestra virtud en la fe y en el amor!
Ana no pertenecía al parentesco de Simón, mas ella y su marido me fueron devotos desde la época que los encontré en la casa de Betania; el marido me prestó muchos servicios en Jerusalén, se llamaba Gabes.
Mis amigos de Jerusalén tomaban a menudo el camino de mi morada en Betania, por haber juzgado yo, después de algunos días de agitación, que sería necesario alejarme del centro de las masas para hacer que mis discípulos comprendieran mejor la grandeza del acto que estaba por cumplir. Yo lo procuraba así con graves discursos, con la solemnidad del enviado divino, con formas simbólicas, con palabras profundas y fáciles de interpretar de diferentes maneras, para reunir a todos los hombres, fuertes y débiles, libres y supersticiosos, en el sentimiento de mi elevado destino. Si hubiera hablado únicamente para hacerme comprender de los que razonaban respecto a mis doctrinas y a los títulos que yo tomaba, habría fracasado ante la posteridad y mi luz se habría apagado bajo el soplo del huracán que estaba por arrebatarme corporalmente.
Me eran necesarios los partidarios de lo maravilloso para sostener el pedestal sobre el que se levantaría mi filiación divina. Me eran necesarias masas ignorantes para arrastrar las fantasmagorías de hombres más o menos sinceros en sus juicios, más o menos interesados en sus cálculos. Yo comprendía la necesidad de emplear un silencio hábil respecto a los errores que señalarían mi personalidad con un distintivo divino, y el interés del porvenir sería el que me indicaría las actitudes que debía tomar, los gestos, la frialdad, la fuerza en medio de las demostraciones furiosas, de las acusaciones estúpidas brotadas del odio, de la embriaguez amorosa, de los dislates de la credulidad, del trastorno de las leyes naturales. Pero confiaba en mi carácter de Mesías para allanar el camino a mis sucesores contando con su clarividencia y con su probidad. Yo quería al ofrecerme como víctima sobre el altar de Dios, sacudir más y más a esa multitud de impíos y delincuentes que en todos los tiempos, ensucian sus labios con la mentira y hacen desbordar el odio de sus corazones, pero tenía sobre todo en vista, el confiar a mis fieles más inteligentes la consolidación de mi obra después de mi muerte.
«Esta obra es vuestra obra, yo les decía. Mi Padre nos bendecirá juntos y la gracia nos hará los guardianes del porvenir hasta la consumación de los siglos. La gracia se adquiere con la renovación de las pruebas y con los espontáneos impulsos del alma hacia las verdades eternas».
«La gracia se convierte en el santuario del pensamiento, la barrera insuperable de la virtud, cuando el pensamiento se ha alimentado, de habitación en habitación, con las investigaciones intelectuales del espíritu referentes a su suerte, y también la virtud que se ha acrecentado de etapa en etapa, con la firmeza de su marcha en medio de la oscuridad y de los peligros».
«El pensamiento no se borra. Sigue a través de los mundos, se comunica en los espacios, liga entre sí a los espíritus, sanciona el principio de fraternidad y cumple milagros de amor».
«Permaneced, pues, convencidos de mi presencia, aun cuando ya no me veáis, y pedid siempre al Señor nuestro Padre; partid el pan y el vino, como si mi cuerpo ocupase el puesto que hoy ocupa, y decid:
«ésta es su sangre, ésta es su carne», y mi espíritu se alegrará y el lugar vacío será ocupado, porque el deseo determina el deseo y el pensamiento se introduce en el pensamiento, mediante el mutuo deseo».
«Ahora os lo digo: la gracia se obtiene con la fe y con el amor. Quienquiera que crea en mi palabra y la divulgue, será visitado por la gracia. Quienquiera que dé a mis palabras un sentido que yo no le doy ahora, con el propósito de sembrar divisiones entre los hombres para formarse una posición de autoridad en el mundo, se convertirá en mi enemigo y yo lucharé en contra de él y derribaré sus proyectos.
Suceda ello en un tiempo o en otro, Dios medirá la intensidad de la derrota a infligirse de acuerdo con la duración de la ofensa. Dios hará resplandecer su luz en medio de las tinieblas de acuerdo con la cuota de los deseos que se agitarán en el seno de las sombras y con la cuota de los pedidos que se habrán formulado. Entonces Dios llamará a su hijo amado y el hijo volverá en espíritu entre vosotros, y lenguas de fuego pasarán sobre vuestras cabezas, para instruir a los hombres de buena voluntad, como lo hago yo hoy».
Nicodemo daba a sus visitas una forma misteriosa que acusaban a su corazón y a su espíritu de debilidad y de respetos humanos. Favorable a mis proyectos del porvenir, temía las efervescencias del momento. Admirador apasionado de mi doctrina, no se hubiera sin embargo atrevido a sostenerla delante de los demás, pero conmigo y con mis discípulos, Nicodemo se explayaba y llevaba a los espíritus el convencimiento de que se encontraba honrado por mi alianza, porque yo mismo me veía honrado por la filiación divina.
José de Arimatea me sostenía con todo el calor de su alma, con toda la vehemencia de un padre tierno e infatigable, como asimismo con toda su importancia social. Hacía causa común conmigo y se hubiera aún expuesto a la muerte, si yo no le hubiera demostrado, de una manera perentoria, la inutilidad de su sacrificio y la necesidad en cambio, de su concurso después de mi desaparición. José de Arimatea era sobre todo en quien yo más contaba para dirigir lo que había fundado y todo lo que pretendía afirmar con mi muerte corporal y con mi resurrección en espíritu. José era mi confidente más seguro y precisaba de su inteligencia para sacar partido de las más pequeñas circunstancias favorables a nuestra causa, como también de su devoción en el cumplir y en hacer cumplir mis últimas disposiciones. José me había recibido de niño para ayudar a los designios de Dios; él tendría también que, al recibir mi cuerpo privado de vida, continuar sirviendo a la Providencia con los obstáculos que pondría a los propósitos delictuosos de los hombres.
Marcos pertenecía a una familia en buena posición de Jerusalén. El padre ocupaba un empleo importante de gobierno, a pesar de ser hebreo; porque los romanos en esos tiempos no establecían diferencias entre los hombres de nacionalidad y religión diferentes, siempre que a ellos les pareciera merecer el ser elevados por la inteligencia del espíritu y elevación de carácter. Los romanos, por otra parte, desdeñaban la opinión de los hombres que sometían bajo su dominación, y buscaban siempre a los más hábiles para llenar los deberes de los cargos importantes.
Jerusalén se había visto agitada por graves sublevaciones populares, pero en la hora a que hemos llegado, ella presentaba un aspecto de completa calma.
Persuadidos de la inutilidad de sus esfuerzos, los hebreos soportaban con paciencia un despotismo orgulloso. Este despotismo no llegaba a ejercer presión sobre las creencias religiosas, pues por el contrario, todos los credos encontraban un apoyo en la indiferencia de los gobernantes. Jerusalén, como todas las dependencias del Imperio, se encontraba bajo la tutela de un depositario de los poderes del César, gobernante sin control y absoluto en sus juicios como en sus disposiciones. El peso de la administración civil le correspondía, es cierto, a una magistratura sacada de las escuelas sostenidas por el Estado, pero la misma ley se doblegaba ante estos invasores arrogantes, que no conocían otra moral que su propia voluntad y no conocían otro obstáculo para su voluntad que el de la fuerza material.
El derecho y la ley eran letra muerta para esos bárbaros cuando se trataba de satisfacer un capricho del superior o de aplastar a un esclavo rebelde. Los tiempos de esos bárbaros atropellos, no han desaparecido aún y ello es lo que me hace detener aquí para condenarlos. La guerra y sus horrores devastan aún el mundo de la Tierra; he ahí porqué aprovecho la ocasión para maldecir las instituciones de mi época, he ahí porqué me refiero a la historia general al escribir la mía. Para ingresar en las escuelas era necesario ser pariente cercano de algún soldado, muerto en el servicio de la patria o que se encontrara aún bajo las armas. Cualquier otra consideración, como la condición social, religión o naturalización, no tenía importancia. Los estudiantes tenían que ejercitarse en el manejo de las armas y recibían una suma en dinero si se enrolaban voluntariamente. El servicio militar obligatorio no estaba en vigor para ellos.
Marcos, el estudiante, era casi un revolucionario, detestaba todas las opresiones. Yo lo llevé hacia el sentimiento religioso, haciéndole saborear los atractivos de una doctrina que enseñaba la fraternidad entre los hombres bajo la dependencia de la paternidad divina, que aconsejaba el valor en la adversidad, la modestia en medio de la fortuna, el desprecio por las injurias, la conmiseración hacia todos los culpables. Marcos no me amó, sino que me adoró. Yo me había ligado demasiado fácilmente a dos naturalezas ingratas. Recabé horribles desengaños, debido principalmente a mi primitiva ligereza de observación. Derramé amargas lágrimas por la fragilidad de algunas relaciones, por la debilidad de mis preferencias, mas gocé también de las delicias de profundas y duraderas afecciones, y en esta historia, a menudo penosa, ellas vuelven a mi memoria, con emociones igualmente dulces, a las que experimentaba cuando su presencia reanimaba mi espíritu entumecido, consolaba mi corazón y levantaba mi coraje, presentándome a la humanidad bajo su más noble aspecto.
Marcos olvidó por mí su fortuna, que no podía ofrecerme porque aún no gozaba de ella. Su familia, que lo trataba como un visionario, sus compañeros de placeres, sus hábitos ociosos, sus fantasías, sus distracciones y aún sus horas de trabajo, las reemplazaba ventajosamente permaneciendo a mi lado. El bello carácter de Marcos hubiera debido producir la más favorable impresión sobre mis discípulos, por el contrario muchos sintieron celos debido a nuestro recíproco afecto, otros no vieron en el abandono de su posición mundana más que un debilitamiento momentáneo de sus facultades intelectuales, otros buscaron los motivos de este abandono, en la pasión que había debido inspirarle alguna de las mujeres que hacían parte del círculo de mis oyentes. En cambio, José de Arimatea gozaba de lo que él llamaba una conversión, y los más clarividentes y los más preparados, amaron y respetaron al valeroso discípulo de Jesús, que lo siguió en el Calvario, que besó su cuerpo ensangrentado y desfigurado, que ayudó a José y a Nicodemo en la tarea nocturna, que murió joven, oprimido por el dolor, lleno de esperanzas, porque Jesús había muerto y él pronto volvería a verlo.
La facilidad para juntarnos daba atractivo a nuestras reuniones, y nuestra libertad no fue nunca turbada por visitantes indiscretos, ni por preocupaciones de peligros inmediatos. Mis discípulos de Galilea y yo formábamos una sola familia. En esta familia hay que comprender a las mujeres venidas también de Galilea, lo cual constituía un conjunto bastante complejo, pero la casa de Simón era vasta, puesto que muchas casas coloniales dependían de la habitación principal. Nombremos las mujeres venidas de mi querida Galilea para servirme hasta mi muerte. Pasemos rápidamente por encima de las primeras informaciones y cerremos este capítulo, hermanos míos, con el sentimiento de nuestra grandeza espiritual. Pronto nos volveremos a ver por efecto de esta grandeza, que derrama la luz divina sobre las debilidades humanas.
Las mujeres venidas desde Galilea eran: Salomé, Verónica, Juana, Débora, Fatmé y finalmente María de Magdala. De Salomé ya he hablado; Verónica era viuda, ella me había cuidado como a un hermano y respetado como a un apóstol de Dios desde los primeros días de mi permanencia en Cafarnaúm. Juana, Débora y Fatmé, eran demasiado jóvenes para encontrarse al abrigo de las calumnias, se reían de ellas con gracia, derramando sobre todas, y sin preferencias, los atractivos de su espiritualidad y generosidad de sus corazones. Las tres gozaban de un discreto bienestar y decían con alegría, que nosotros éramos sus hermanos y que nos correspondía una parte de ese bienestar, como más tarde lo tendríamos en el reino de Dios.
Mi madre se encontraba en Jerusalén desde algunos días, pero yo no lo sabía. Yo le había exigido el sacrificio de que no me siguiera y que esperara un aviso mío. Pero María de Magdala mantenía relaciones con mi madre y, para combinar mejor los medios de arrancarme de la muerte, ella le hizo instancias para que se trasladara a una casa de las proximidades de Jerusalén. Mis hermanos José y Andrés fueron también a Jerusalén. El propósito bien firme de ellos era el de apostrofarme, el de desmentir públicamente mis palabras, insinuar a la muchedumbre de que yo me encontraba preso de la locura y pedir ayuda con el fin de separarme de la compañía de mis discípulos. Este complot me era muy bien conocido, así es que me preparé para hacerlo fracasar y resolví para el efecto permanecer más tranquilo aún en mi retiro. Las dos Marías ignoraban el proyecto de mis hermanos. Ellas tenían esperanzas en la desesperación de su amor, para hacerme descender de la gloria de Mesías a la ignominia de la debilidad. Para mí, el peligro era éste y la lucha tenía que ser horrible.
Hermanos míos, en el duodécimo capítulo de este libro os expondré mis últimas luchas de la carne con el espíritu, mis supremas angustias de hombre, mis indecisiones en el sacrificio y, finalmente, la victoria definitiva de la espiritualidad sobre la materia.
Nosotros haremos también de mi muerte, precedida de tantos asaltos dados a la naturaleza humana, el objeto de un estudio profundo sobre el martirio impuesto a un hombre por el hombre, y sacaremos esta consecuencia indestructible, que la vida humana se encuentra bajo la dependencia de Dios, y que destruirla es infligir un insulto al Creador.
Hermanos míos, os bendigo en el nombre de Dios nuestro Padre.
CAPÍTULO XII
CAUSAS DE LA MUERTE DE JESÚS
Hermanos míos, las causas de mi muerte pueden definirse así:
«El delito de Jesús en el pasado fue el de facilitar las sediciones populares, divulgando por el intermedio de los sacerdotes, sospechas de convivencias con los paganos».
«El delito de Jesús más tarde, fue su desviación hacia el culto fundado por Dios mismo, y esta desviación del culto resultó de mayor gravedad y de mayor poder de seducción por la cualidad de hijo de Dios que Jesús se otorgaba».
«La ley mosaica tenía que alcanzarle a Jesús, a quien tenían que inflingírsele el suplicio de la lapidación. Pero el juicio de la casta sacerdotal, precisaba la adhesión de esa misma autoridad, que a menudo se desentendía de las cuestiones que se suscitaban entre los hebreos, y se precisaba también del concurso popular para el cumplimiento de la venganza del clero. Por lo cual se tomaron de las últimas predicaciones de Jesús, pruebas de culpabilidad como perturbador y abolicionista de las leyes civiles, a más de las religiosas, para hacerlo caer así bajo la jurisdicción de Poncio Pilatos, procurador romano. Y ante el pueblo se le acusó a Jesús por seducción y alianza con el espíritu de las tinieblas».
Refiero aquí los motivos de mi condena, motivo cuyo valor discutiré después, al mismo tiempo que daré una explicación de cada uno de los delitos que se me acumulaban, por defecto de una reproducción inexacta de mis enseñazas. Ello nos llevará a extensos desarrollos y tendré que honrar el coraje de mi intérprete, que sufrirá por estos minuciosos detalles, más de lo que haya sufrido a causa de las anteriores presiones de mi espíritu.
José y Andrés preparaban las humillaciones con que fui amagado más tarde, refiriendo lamentables episodios de mi infancia; referentes a los últimos días de mi padre y al abandono de mi madre. Ellos agregaron a la expresión de su falsa piedad por la que designaban como mi pobreza intelectual, la difamación de mi vida íntima y de mi cualidad de hijo de Dios, mediante viles espionajes, con juicios desleales y con una designación burlesca contraria a la que yo había tomado.
No busquemos, hermanos míos, en los libros del antiguo estilo una explicación del título hijo del Hombre, que se me otorgó por burla, como acabo de manifestarlo. Desembaracémonos de las tenebrosas historias para poder elevar nuestra narración hasta la sencillez del espíritu que todo lo aclara. No levantemos, por otra parte, una desaprobación demasiado severa sobre ciertas personalidades desde que el fermento de las ideas y el empuje del espíritu resultan muy a menudo de causas oscuras para la inteligencia humana. Defendamos nuestra alma y nuestro espíritu en contra de todos los entusiasmos y en contra de todo lo preconcebido.
Hagamos distinciones entre las diversas graduaciones, pero no maldigamos a nadie. Hagamos de la vida de Jesús un código de moralidad para todos los hombres y esforcémonos en demostrar que la vida humana debe ser respetada, porque ella es una emanación del alma divina. La vida humana encerrada en los límites impuestos por el Creador es un descanso en medio del camino de la inmortalidad. La vida humana deformada por el vicio, acortada por los excesos, torturada por los odios, despedazada por el delito, representa una espantosa falta de razón que revela la bestialidad de la naturaleza aún no domada, la vuelta hacia la bestialidad primitiva, a causa de un regreso en el orden ascensional; las dos, bestialidad de naturaleza y bestialidad regresiva, constituyen los verdaderos flagelos del mundo. La primera revela la fuerza brutal de la bestia, la otra, dirige las tendencias de la bestia como para hacerlas más mortíferas. Las dos desarrollan, mediante el contacto, los males asquerosos del alma, del espíritu y del cuerpo; los dos marchan entre la sangre, se alimentan de orgías y se duermen, vencidas por la saciedad, encima de sus ruinas.
Representándoos a Jesús en los últimos momentos de su vida de Mesías,hermanos míos, no alimento la idea de llamar vuestra atención tan sólo sobre Jesús, pero sí pido que todos los que lean estas páginas reflexionen profundamente respecto a las enseñanzas que ellas ofrecen a su consideración. No tengo más que un propósito, esto es, el de convertir en mejores a los hombres, propósito que se alcanzará si ellos meditan sobre mis palabras.
Defino las heridas de mi alma para caracterizar el acercamiento que existe entre las almas humanas. Explico la culpable intención de los que me desconocieron, para volver a traer hacia una dulce resignación a los que se ven calumniados. Declaro enemigos míos a los perspicaces, a los orgullosos, depravados, reconociendo en cambio como nuevos discípulos, a los hombres de buena voluntad, a los humildes, a los desheredados de bienes del mundo, a los hambrientos de los tesoros eternos.
Siempre digo: «El que no está conmigo está en mi contra. Felices los que hacen provisiones para la vida futura y que caen en la pobreza voluntariamente durante la vida presente; el reino de Dios les pertenece. Buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá. La luz y la verdad son dones de Dios, esparcidlas ampliamente entre todos los que os las soliciten, con el ardor de un alma libre y con un espíritu deseoso de las cosas celestes. Por cuanto yo soy siempre el Mesías, hijo de Dios, que desciendo de la luz para sostener todo lo que ya sostuve, para defender todo lo que ya defendí, para combatir todo lo que por mí ya fue combatido. Por cuanto yo vengo para destruir y para reconstruir, para demostrar a mis discípulos cual es el Reino hacia el cual deben aspirar. Tal Reino no es de este mundo. No hay ya lugar a equívocos. El espíritu libertado de las sombras de la naturaleza humana se ilumina de luz divina, no siéndole ya posible desviarse por ignorancia, ni empequeñecerse por temor a las crueldades de los espíritus humanos. Este espíritu, desde su elevación conseguida por sus propios méritos al servicio de Dios, baja hacia este mundo para traeros la concordia y la esperanza, proclamar la inmortalidad y el amor universal en nombre de Dios».
Volvamos, hermanos míos, al punto en que os dejé a fines de mi último capítulo. La tranquilidad de que yo gozaba en Betania se parecía al silencio que precede a las explosiones, porque en Jerusalén, el odio sordo de los sacerdotes empezaba a manifestarse ostensiblemente y el pueblo, de cuyas simpatías yo no gozaba desde las bravatas que lanzara en las proximidades del Templo, prestaba oído complaciente a los decires que se hacían correr respecto a la ineptitud y falsa virtud de mis máximas, y a la vanidosa pretensión de mi espíritu, que yo me habría complacido en evidenciar, juntamente con las demostraciones de mi pobreza y abnegación corporal.
Mi madre se encontraba en Jerusalén debido a una llamada de María de Magdala. Ella había formado en esos momentos una inquebrantable voluntad. Se negó a volver a Nazaret y me vi obligado a contemplar hasta mi muerte su tristeza que constituía un vivo reproche para mi sacrificio, ese dolor que penetraba en mi alma debilitándola. María de Magdala hacía derroche, ante mí y mi madre, de toda esa energía que puede arrancarse de la pasión y de toda esa dulzura y suavidad que nace de la plegaria. Se retorcía en los espasmos de la desesperación o se arrodillaba piadosamente para pedirle a Dios el poder de abatir mi resolución. Ella se arrojaba a mis pies para manifestarme, con voz baja y temblorosa, toda la felicidad de un amor puro, pero invasor de los resortes del alma y de las facultades del espíritu. Después se levantaba, abrazaba a mi madre, la cubría de besos frenéticos y me suplicaba que las salvara a las dos de la muerte y del infierno, a donde a las dos las arrojaría mi suplicio y mi gloria.
Tales demostraciones producían sobre mi espíritu el efecto de accidentes que interrumpen el curso de los pensamientos. Me sentía acabado por la emoción cuando alguna feliz sacudida venía a arrancarme de los brazos maternos que pretendían retenerme con su contacto ardiente, capaz de volverme loco o cobarde.
A María de Magdala no la quería solamente mi madre, todos mis discípulos y las mujeres venidas de Galilea también la querían. Marta, Simón, la joven María, notaban en ella las sólidas condiciones de la mujer desengañada y cansada de los placeres mundanos, al mismo tiempo que descubrían en ella el semblante resplandeciente por la gracia y suaves condiciones de alma. María de Magdala era más instruida que la mayor parte de los que me rodeaban. Ella me era deudora del desarrollo de su espíritu y de la seguridad de su juicio, pero aún antes de habernos encontrado, ella poseía ya más conocimientos de los que poseían en general las mujeres de ese tiempo. María hubiera sido completa sin la concentración de su alma hacia una persona, si bien amaba no obstante a Dios con sinceridad. ¡Pobre humanidad!
Propuse a mi madre que me siguiera a Betania, para que no les ofreciera a mis hermanos un apoyo con su presencia, puesto que no veía en ellos el propósito de seguirme. Puse de este modo un fin a nuestras penosas reuniones.
Mi madre me tenía más cariño a mí que a sus otros hijos. La elevada opinión que ella concibiera respecto a mi destino, cuando mi tío Jaime quiso participar de mis fatigas y de mis peligros, sirvió para exaltar ese sentimiento hijo de los cuidados e inquietudes que le había proporcionado el más endeble y menos simpático de los miembros de su numerosa familia.
Después de nuestra última entrevista en Nazaret, mi madre alimentaba un solo deseo: salvarme de la muerte. El descubrimiento que ella hizo del profundo afecto de María, le proporcionó una esperanza a la que asoció todos los demás medios personales que consideró útiles para su propósito. ¡Madre infeliz! Cien veces más infeliz que si hubiese comprendido desde el principio la inutilidad de sus esfuerzos.
¡Mártir humilde! Mártir, cuyo martirio fue cien veces más cruel que si hubiese aceptado, como una orden de Dios, la renuncia y la separación.
Hermanos míos, la expansión de un alma en Dios no basta para darle la suprema comprensión de la fe, y mi madre, mi tierna madre, toda llena de las teorías de una religión imperfecta, no podía, a pesar de su confianza en mí, hacer tabla rasa de todo lo que había creído y practicado hasta entonces.
La libertad del alma se adquiere mediante la fuerza intelectual del espíritu. Por fuerza intelectual no entiendo las aptitudes más o menos pronunciadas para el estudio de las ciencias exactas, sino el impulso positivo de la idea hacia la solución de tal o cual problema colocado en el campo de lo infinito; entiendo que la fuerza intelectual del espíritu, se alimenta con el deseo ferviente de conocer los orígenes e imprimiéndole el sello de una voluntad inalterable de avanzar siempre y más. Rechazar una creencia que se apoya tan sólo sobre viejos prejuicios y erróneas referencias para abrazar una fe radiante de verdad, en medio de un cielo de luz fascinadora e infinita, es un hecho que no puede producirse sino con el derrumbe de las aspiraciones materiales; con la absorción del principio terrestre del espíritu efectuado por el principio espiritual del mismo espíritu. Es entonces que se rompen las ligaduras del alma y que ella, en posesión de su libertad, sigue al espíritu que se encuentra en posesión de sus fuerzas.
Dios no se revela al alma que, aunque amante, resulta la esclava de un espíritu que obra únicamente por solicitaciones y no por propia ciencia y conciencia. Dios, pues, no se revelaba sino a medias a la mujer piadosa, pero ignorante de las fatigas que llevan hacia las delicias de la fe, de esa fe sin contradicciones y sin terrores, que se cierne por encima de los peligros y sonríe en medio de las torturas, que recibe luz de la faz divina para llenar todos los deberes, devorar todas las humillaciones, ir hacia todos los heroísmos.
Si mi madre hubiese hecho más fácil mi misión con su fe, hermanos míos, me hubiera ahorrado una gran amargura durante las luchas de mis últimos días, entre los recuerdos de la vida que huía y las promesas de la vida que se aproximaba. Si mi madre y María de Magdala se hubieran asociado con toda la plenitud de la fe dentro de mis creencias, mi espíritu se hubiera mantenido a la altura de mi familia espiritual, en cambio la tendencia carnal de esos amores debilitó mis fuerzas y preparó mi debilidad sobre el madero del sacrificio. Mi fe no se ha doblegado.
Cuando la fe se establece sobre la realidad demostrada materialmente, no puede debilitarse; pero la naturaleza humana humillaba tan profundamente al espíritu agitado bajo la presión de las fantasías contradictorias, que tenía que hacer un esfuerzo para reconquistar esa libertad tan querida y tan necesaria para un apóstol de Dios.
La dependencia de los espíritus aumenta en relación con la inferioridad del mundo en que habitan, y agrego que a pesar de las luces espirituales y de la fuerza intelectual de un espíritu, él tiene que sufrir más o menos deplorablemente por las sombras arrojadas sobre su ideal y por los asaltos dados a sus convicciones en un mundo en que todas las creencias religiosas se traducen tan sólo con demostraciones referentes al pasado, al porvenir, al presente y al honor del espíritu.
La familia de los hombres se compone de alianzas sin homogeneidad y sin fuerza colectiva para alcanzar su objetivo. Estas alianzas se convierten en lamentables pruebas para los espíritus honrados con la elevación alcanzada en la jerarquía moral e intelectual.
En el ejercicio de su libertad, el espíritu encuentra la calma necesaria para su fe, el ardor para las concepciones atrevidas y la decisión para dirigir su obra. Pero, ¿puede acaso esta libertad ser completa y duradera? ¡Desgraciadamente, no! No, puesto que la triste dependencia entre los espíritus, los une, y esa unión debe existir para el establecimiento de la justicia de Dios, en los mundos en que la destrucción de las especies inferiores, por otras especies superiores, señala una marcha progresiva hasta llegar al hombre; en los mundos en que la enorme desproporción de los espíritus entre sí, proviene de causas laboriosamente definidas por la ciencia que aplicamos, ciencia que reconoce la inmutabilidad de las leyes naturales. Ahora, constituyendo una ley de este mundo, la dependencia material para los espíritus, nadie puede eludirla, y el espíritu superior que se encuentra de paso aquí, conquista una libertad provisoria o se entristece en la esclavitud de su voluntad.
Las debilidades de la fe son inherentes a toda creencia sostenida mediante concesiones de la razón. Las debilidades en la fe, constituyen motivos de constantes esfuerzos para todos los que practican una religión sin comprenderla. El fanatismo, que consiste en una fe ardiente privada de razón, debe considerársele como una enfermedad del espíritu. La fe verdadera jamás se separa de la razón. Ella señala una personalidad convencida de los atributos divinos y esta personalidad se ve obligada a doblegarse ante los deberes que de ello le resultan.
Cualquiera que sea la causa directriz del deber, ella es el resultado de luchas, de claudicaciones y de faltas anteriores del espíritu; y los deberes futuros del mismo espíritu se constituirán del mismo modo, sobre la base de sus medios actuales. Tan sólo muy lentamente, la naturaleza humana puede desprenderse de sus tendencias carnales, pero la fe verdadera proporciona el empuje del coraje, la perseverancia en las empresas y el desprecio por los peligros. El estudio de los deberes se hace cada vez más fácil, la materia se desgasta al conquistar nuevas posiciones el espíritu, y éste se eleva de etapa en etapa hasta el aniquilamiento de la materia. Hermanos míos, la fe verdadera honra la inteligencia laboriosa que ha recorrido diversos senderos, en los que se ha hecho de protectores. La fe verdadera es el premio de todos los espíritus ancianos, cuyo adelanto intelectual no se ve deprimido por la decadencia moral.
¡Fe resplandeciente! Tú nos confías el secreto de nuestros destinos. Tú nos das la explicación de Dios, de la sublimidad de sus leyes, del poder de su justicia y de su amor; tú señalas el deber con la seguridad de ser comprendido… El deber descansa en el cumplimiento de la ley general y en las obligaciones morales, establecidas en nombre de los principios del derecho individual. La ley general, principio de derecho individual, emancipación deducida de una creación inteligente. Inmortalidad, consecuencia de la perfectibilidad. Vosotros exhibís el espíritu humano despreciando las grandezas universales, porque el espíritu humano practica o aprueba el homicidio.
La familia humana sobrepasa todos los errores del juicio, cuando afirma el derecho de muerte. Dios, árbitro soberano de los espíritus, les concede el cuerpo como instrumento, y el cuerpo se conserva más o menos tiempo, según la dirección que le es impresa por el espíritu y el lugar habitado por el espíritu y por el cuerpo.
Decrecimiento anticipado de fuerza, o debilidad de nacimiento, intermitencia de salud y de enfermedad, desarrollo feliz o extenuación prolongada, amplitud de manifestación u opresión servil, decadencia natural o accidentes fortuitos, todo ello demuestra el cansancio actual o el cansancio precedente, todo ello explica la disciplina universal por medio de la prueba y de la rehabilitación, y rechaza los nombres, monstruosamente estúpidos como: Dios de las armadas, Dios vengador, Dios celoso, Dios terrible.
Viles asesinos, defensores embrutecidos de una mala causa, defensores sagaces de una causa incomprensible, heresiarcas realmente convencidos o valientes apóstoles de una falsa religión que creéis verdadera, vosotros sois todos más o menos culpables delante de Dios y Dios os juzgará.
Delincuente endurecido, has de permanecer aplastado mientras no aparezca el arrepentimiento como indicio de castigo y la expiación voluntaria te sea tenida en cuenta como atenuante. Mas llegado a este punto, podrás trabajar bajo las miradas de Dios y tu trabajo será recompensado. ¡Pobre ignorante! Has de vegetar entre vaguedades e indecisiones, hasta la aparición de una luz lejana, que irá aproximándose y haciéndosete cada vez más visible. Libres o encadenados, maestros de verdades, discípulos conscientes del error, Dios os tendrá en cuenta las circunstancias de esos errores, de la causa de vuestras debilidades y repararéis vuestras culpas y gozaréis de los honores debidos a las reparaciones.
Así es la justicia de Dios. Ella levanta a los más grandes culpables, ordena la emancipación, lleva cuenta de los trabajos, pesa los actos de valor, prepara nuevas glorias a sus Mesías, después de haber purificado sus Espíritus, ofuscados por las glorias precedentes.
Justicia de los hombres, ¿cuándo llegarás a ser una copia de la justicia de Dios? (Hermanos míos, empleo aquí la palabra justicia para designar vuestra fuerza social; mas vuestra fuerza social encontrándose privada de la idea que manifiesta la palabra justicia, reconozco que esta palabra es deficiente y seguiré empleándola tan sólo para ser comprendido.)
¡Justicia de los hombres, la que deja envilecerse, con todos los vicios una forma humana, y que, en un momento dado, toma esta forma humana y mata con el pretexto de dar un ejemplo necesario para la sociedad, embrutecida con las más abominables máximas de inmoralidad y desprovista del sentido intelectual hasta el punto en que, por una parte, los mandamientos de Dios continuamente repetidos, o se ven jamás observados, y que, por otra parte, se niega la existencia de Dios.
Justicia de los hombres, la que decreta la muerte con el sentimiento del deber cumplido que se apoya en la mentira, al invocar a Dios para matar, y que resulta siempre como una consecuencia de los instintos de la naturaleza bestial, cualquiera que sea la creencia religiosa de que alardee! Depositarios de la fuerza social, los puestos que vosotros ocupáis en este mundo de pruebas, son consecuencia natural de las debilidades humanas y preparan otras dependencias humanas. La expresión de vuestro poder, no habiendo tenido jamás como causa motriz la emancipación de los espíritus y el justo reparto de las ayudas materiales, constituirá siempre una vergüenza y una condena para vosotros.
Recabaréis el sentimiento de vuestra inferioridad del recuerdo de las explosiones de vanidad de vuestro orgullo y sufriréis la terrible pena del Talión, aplicada inexorablemente en todos los casos de sangre, derramada deliberadamente o con la fría crueldad de una inteligencia humana. He aquí ¡oh depositarios de la fuerza social!, los castigos aplicados a todos los hombres, que han dirigido a otros hombres sin antes iluminarse con el sentido moral e intelectual de los seres superiores.
Justicia de Dios, que la misericordia te acompañe, puesto que dejas una puerta abierta para el arrepentimiento. Justicia de los hombres, te acompaña la más espantosa demencia, puesto que, o nada sabes de la inmortalidad, y entonces arrojas a un precipicio sin fondo todos los pensamientos cuyo origen no puedes explicar, esas pulsaciones que hacen palpitar otros corazones, esas fuerzas que parecen destinadas a producir más de lo que ha producido hasta ese momento, o tienes nociones respecto a la inmortalidad, ¿y por qué entonces te atreves a estorbar el camino hacia la inmortalidad?
¡Espantosa demencia! Ya lo dije. Justicia humana, Jesús como todos los condenados, que tienen tiempo para ello, podía ensayar iluminarte para salvar su vida, pero Jesús debía considerarte suficientemente iluminada, y no se defendió. Justicia humana, pregunta a tus mártires por las diversas fases de su agonía, todos te dirán que jamás habían amado como en ese momento, a los que estaban llegando. Todos ofrecerán minuciosos detalles respecto a la calma mentida y a los alardeados actos de coraje, que deponen en favor de su valentía en el mismo momento en que el corazón gime, despedazado por las ansiedades de la duda, de la vergüenza, de los remordimientos y de la naufragada esperanza, cuando el alma tiembla en frente de la horrible visión que le proporcionan los aparatos accesorios del suplicio, inventados por la maldad en medio de sus orgías.
¡Gran Dios! ¡Cuánta sangre derramada sobre esta Tierra! Tiemblo al pensar en el pasado, en el porvenir, en el presente, en todos los países, en todas las religiones, en todos los orígenes, en todas las castas, en todas las sucesiones, en todas las ambiciones y hasta en todos los caprichos manchados de sangre, y dirijo a todos los mártires mis reminiscencias de mártir, y elevo con fuerza mi voz hacia Dios, suplicando: «Piedad, misericordia Padre mío, para estos hombres, que una sociedad perversa ha empujado hacia el delito, mediante el ateísmo, y a los que castiga luego con el delito». Digo a todos los justos:
«Lo mismo que vosotros he sufrido por la separación de la carne, lo mismo que vosotros, he fatigado mi espíritu en la contemplación de las miserias morales, lo mismo que vosotros, dudé de la utilidad de mi vida. Y en este momento solemne en que la naturaleza luminosa del espíritu se turba bajo el peso de las aflicciones de la vida corporal, en ese momento precursor de mi libertad, la elevada figura de Dios pareció debilitarse y mi espíritu se llenó de dolor y de pesaroso recordar».
¡Ay de mí! Las explosiones de una alegría grosera, los insultos de un pueblo engañado, el abandono de la mayor parte de los que me amaban, la desesperación de las mujeres que me veían morir, la opresión de una intensa sofocación, todas las lívidas armonías de las últimas torturas del alma y del cuerpo, arrojaron en mi espíritu una profunda tristeza que estalló en esta quejumbrosa plegaria:
«Padre mío, ¿por qué me has abandonado? Mártires, mayor que vuestra fe, fue la mía, mas si desmayé ante las atrocidades de la ingratitud humana, si sentí entorpecerse mi voluntad y titubear mi amor fraterno, fue porque las dependencias de los espíritus se convierten en escollos para los grandes caracteres, cuando la fuerza de lo alto no los sostiene suficientemente en contra de los embates que lo asaltan desde abajo. Es que tenía aún demasiadas ligaduras para que pudiera recogerme en Dios sólo. Mártires, la gran voz de Dios os lo dice por mi boca: El espíritu se eleva rápidamente en el estudio de las leyes eternas, a raíz de una muerte impuesta violentamente, cuando esta muerte no es el coronamiento de una vida manchada por el homicidio».
Hermanos míos, que un hombre depravado levante su mano sacrílega en contra de una vida humana, no significa en manera alguna que una cantidad de hombres tenga derecho de matar al asesino, puesto que la muerte sólo le corresponde a Dios y no puede ser un medio para el uso de las criaturas. Cualquiera que sea la forma dada al asesinato, el derecho de asesinato no puede existir, puesto que Dios no ha pretendido alterar tácticamente y según las circunstancias, las palabras: Tú no matarás.
Continuará…
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