3 de mayo de 2011

VIDA DE JESÚS - DICTADA POR ÉL MISMO - Parte 7 y final

CAPÍTULO XV

JESÚS CEDE UNA VEZ MÁS A LOS RUEGOS DE SUS AMIGOS

La última vez que Jesús volvió de Jerusalén a Betania, manifestó la intención de no luchar más, de no huir más, y de agotar el cáliz de la amargura para obedecer a su Padre Celeste.

«No me desviéis del objetivo, dijo, pero marchemos juntos. Rodeadme de cariño y de honores para esconder a mis miradas la ingratitud del pueblo y para facilitar el remordimiento de mis acusadores».

«Todos dirán: Puesto que lo aman, lo siguen, y le tributan honores, porque ven siempre en él al Mesías hijo de Dios».

«No os aflijáis demasiado por nuestra separación carnal, y cumplid mi ley como si aún me encontrara entre vosotros. Mi ley es una ley de amor; el espíritu la dictará en todos los tiempos».

«¡Paz a los hombres de buena voluntad

«He aquí lo que entiendo con estas palabras. El hombre se ve continuamente agitado por deseos y arrepentimientos. Su alma jamás se ve satisfecha, su espíritu es ávido de bienes efímeros, su vida pasa entre la ignorancia y la ambición».

«Mas si el hombre se inicia mediante la voluntad en la emanación divina, su alma se hace libre y feliz, su espíritu recorre senderos hasta entonces desconocidos, su vida aspira tan sólo a una posesión, la de la ciencia».

«Sí ¡Paz a los hombres de buena voluntad! Ellos son los obreros de Dios, los preparadores de su reino sobre la Tierra».

La fiesta de Pascua debía tener lugar, en este año, en los últimos días de marzo y primeros de abril. Quise, como era costumbre, ir a Jerusalén, pero no ignoraba que la orden de arrestarme sería dada y que el decreto de muerte había sido ya pronunciado.

Nicodemo, José de Arimatea y sus amigos, en número de catorce, se habían abstenido de toda deliberación no queriendo comprometer los medios de servirme en los últimos momentos de salvarme tal vez. Después de haberse esforzado en hacer cambiar las disposiciones del pueblo a mi respecto, ellos acudieron a Poncio Pilato, que les dio esperanzas.

Los dieciséis fueron reemplazados y al tribunal se le adjuntó diez miembros suplentes. Todos condenaron a Jesús como impostor, seductor y aliado del espíritu de las tinieblas.

El defensor fue elegido por el tribunal para hacer valer las causas atenuantes de mi delito. Éste se había extendido en una difusa disertación sobre la monomanía religiosa, y había llegado a la conclusión, de acuerdo con la opinión de la gente de Nazaret, que yo no era más que un estático digno de lástima y desprecio.

«Es necesario que este hombre muera, gritó el Gran sacerdote Hanan, porque es culpable de lesa majestad divina, con todo el conocimiento de un doctrinario.

¿A qué se nos viene a hablar de monomanía, de demencia, cuando todo demuestra una rara perspicacia, una ambición devoradora, un carácter de lo más peligroso?

Aunque la demencia no estuviera probada, es preferible la muerte de un hombre inocente, que la caída del Sacerdocio y la ruina de una nación».

El domingo 27 de marzo, tuvo lugar nuestra salida de Betania. El trayecto fue de lo más animado, y los honores tributados a mi persona acariciaron las ilusiones de mis discípulos. A poca distancia de Betania encontramos a algunos extranjeros, cuyo número fue aumentando a medida que nos íbamos acercando a la ciudad. Cedí a los deseos de ellos dejándonos seguir y entramos en Jerusalén como triunfadores.

No es verdad que yo estuviera montado en un burro, pero sí es cierto que se me propuso, rechazando yo el ofrecimiento. Muchos se apiñaban a mi alrededor. Ramas con hojas y flores caían a mis pies, y el pueblo de Jerusalén se unía al pueblo nómada para llenarme de entusiastas demostraciones. El pueblo es, siempre, plagiario e instrumento. Se reproduce con sus instintos atávicos y obedece a intereses que no son los suyos. Por momentos esclavo embrutecido o déspota insensato, el pueblo conocerá la verdadera fuerza tan sólo mediante los beneficios de la educación moral. La educación moral encadena los instintos y desarrolla la razón. Cuando ella se encuentre a la orden del día, las clases dirigentes habrán comprendido el verdadero progreso y la Tierra se elevará hacia Dios.

Una de las primeras personas que reconocí en medio de la multitud, que venía hacia nosotros de los alrededores de la ciudad, fue mi hermano Eleazar. Tuve que suponer que mis tres hermanos mayores estaban juntos y procuraban combatir la mala influencia producida por mis otros hermanos.

Este día se convirtió después para mí en un cargo gravísimo. El pueblo que se había mostrado entusiasmado por mis últimos honores, me acusó ante Poncio Pilato de haber llevado mis pretensiones humanas tan lejos hasta hacerme llamar rey.

La sabiduría y buena voluntad del juez romano llevaron la cosa a broma. «Probablemente, dijo Poncio, Jesús se cree el primero de los hebreos y la palabra Rey expresa su idea. ¡Sea pues Rey de los hebreos! Mas este rey no puede, bajo ningún concepto, causar perjuicio a la seguridad del Imperio».

La tarde del domingo 27 de marzo, quedamos de acuerdo para pasar la noche en Jerusalén. Al otro día me vi asediado para que dejara esos parajes para siempre, pero permanecí inconmovible y esa especie de delirio que precipitaba mis palabras se convirtió más tarde en una profecía. Le prometí a Marcos llamarlo lo más pronto posible al reino de mi Padre, y a las mujeres que se arrodillaban delante de mí les dije: «Vosotras tendréis el coraje de acompañarme hasta la muerte y Dios colocará sobre vuestras frentes, como sobre la mía, la corona del martirio».

Mis discípulos de Galilea juraban todos, que me rodearían, y me defenderían hasta derramar la última gota de su sangre. Acogí estas manifestaciones con una melancólica sonrisa y nada contesté. Después, dirigiéndome a mi madre le dije:

«Tú tienes entre los compañeros de tu hijo, madre mía, un hijo y un hermano que te recordarán el ausente y viviréis para que no sea negada mi resurrección como espíritu. De la resignación de mis discípulos, de la de vosotros principalmente, depende la salud de mi doctrina en el presente, del mismo modo que el porvenir de esta doctrina depende de los sucesores de mis discípulos».

Consentí en esquivar a mis enemigos todavía por una vez y fuimos a hospedarnos en una casa colonial, donde ya en otras ocasiones habíamos encontrado buena acogida.

Gethsemaní, situada en un paraje elevado, de donde se veía el Mar Muerto, el Jordán, las llanuras y las montañas de Galilea, había de ofrecernos un albergue tranquilo, al menos por algún tiempo.

El pueblo nos tenía afección, y los sacerdotes, que temían, sobre todo, las manifestaciones populares, hostiles a su poderío, se habrían abstenido seguramente de proporcionarles un pretexto con una agresión brutal. Buscaban un medio para apoderarse de mi persona sin testigos y sin ruido y la vergonzosa defección de Judas fue obra de ellos. De mis discípulos de Galilea, Judas fue el único que no me acompañó a Gethsemaní en la mañana del lunes. Nos alcanzó en la tarde y su actitud llamó la atención a Pedro que me dijo: «¿Qué tiene, pues, Judas? Míralo cuán preocupado está».

Me acerqué a él y le pregunté porqué nos había dejado en el momento de nuestra salida de Jerusalén. Tenía aún que visitar a algunas personas, me dijo, y por otra parte yo tenía deseos de informarme de las últimas disposiciones tomadas con respecto a nosotros.

Ellas son de tal naturaleza que nos quitan toda esperanza de poder huir de la venganza de nuestros enemigos.

«Tú no debes estar triste por una solución que yo he buscado, dije yo. Muéstrate animoso en el momento del peligro y guarda el recuerdo del Maestro cuando ya no me encuentre con vosotros».

Alargué a Judas una mano, que él apretó débilmente; su mirada esquivaba la mía. Entendí...

Indeciso al principio, tomé el partido de disimular para con él y de ejercer sobre él una presión en todos los instantes. Lo entretenía, lo empujaba a expansiones, para observar mejor sus reticencias y sus perplejidades.

El miércoles, Judas nos propuso visitar las plantaciones de olivos que cubrían el flanco de la montaña de Gethsemaní por el lado de Jerusalén y dio como pretexto de su ocurrencia, las modificaciones que debía haber experimentado esta localidad.

Propuso que el paseo se efectuara al día siguiente… El lavado de pies era una de las instituciones de Juan; una demostración de la igualdad humana. El patrón es el hermano de su sirviente. La posición social deja de existir cuando se trata de adorar a Dios. La fuerza moral determina la elevación y el hombre se muestra mucho más grande con el cumplimiento de sus deberes, que con espléndidas demostraciones de sus facultades y directrices. Di pruebas de mi respeto por el apóstol, adoptando muchas de sus prácticas religiosas, pero conservé tan sólo las que me pertenecían, por la distancia que establecí entre ellas.

El lavado de pies era celebrado por mí y mis discípulos todos los años, tan sólo en la vigilia del gran sábado de Pascua. La Cena o gran comida de la noche, precedía a esta función.

Nuestra comida de la noche tenía una especie de solemnidad, debido a la exclusión de toda otra persona, que siempre habíamos mantenido durante nuestra vida nómada, cuando nos encontrábamos todos reunidos.

Mis primeros doce discípulos y mi tío Jaime se manifestaban felices por la resolución tomada por mí de no admitir a ningún extraño en nuestra comida nocturna, y ellos aprovechaban esos instantes que alargaban a su gusto, para identificarse mejor con las palabras y las intenciones del Maestro. En esos momentos, precisamente, se dijeron y se repitieron recomendaciones, promesas y prédicas, basadas en el conocimiento profundo de la naturaleza humana. El viernes anual del lavado de pies me parecía demasiado lejos. Sentía que un peligro inminente me amenazaba, y quería dar a mis últimos días los caracteres de una fatal precisión en los acontecimientos. Por eso pedí a mis discípulos que procedieran en esa misma noche al lavado de pies. La sorpresa de todos me afligió, porque me dejaba entrever sus presentimientos y Judas me inspiró aún más piedad que desprecio en esos momentos solemnes, en que manifesté la casi certidumbre de ser pronto apresado. El afecto de mis discípulos de Galilea era sincero; mas dudé, con razón, de su firmeza.

En esa reunión de la tarde, que fue la última, yo les conferí el título de Apóstoles, entrando en particularidades referentes a lo que mi espíritu entendía de los trabajos y sacrificios que debían llevarse a cabo, de lo que mi alma encerraba de solicitud y amor, prometiéndoles el poder de gobernar el mundo.

«Haced de mis instrucciones la regla de vuestra conducta y llamadme cuando tengáis que discutir con los hombres de mala fe».

«Ya sea que permanezcáis unidos, ya sea que os separéis por la buena causa, yo me encontraré en medio de vosotros y con cada uno de vosotros».

«La fe no perecerá nunca, pero se tornará obscura por la falsa dirección dada a mis enseñanzas».

«A los que sostendrán la verdad yo les retribuiré con largueza mis consuelos y esperanzas, pero ¡Ay del que se aleje de mí! La voz del espíritu retumbará en el espíritu y los acontecimientos se encadenarán de tal manera, que la verdad se restablecerá, los impostores serán confundidos, los creyentes serán recompensados y castigados los tibios».

«La malicia y la perversidad del mundo os preparan malos días. Conservad vuestra fe pura de todo fingimiento y no pongáis límites a vuestra caridad. La fuerza viene de Dios y yo os trasmitiré la fuerza».

«Pedid los tesoros de Dios y despreciad las riquezas de la Tierra. Quien quiera elevarse entre los hombres será rebajado delante de Dios».

«Vosotros sois mis apóstoles; predicad la palabra de Dios y anunciad su reino por toda la Tierra».

«Vosotros sois mis discípulos queridos. Ayudad a los pobres, ellos son mis miembros. Facilitad el arrepentimiento, prometed el perdón en nombre de Dios,

nuestro Padre».

«Todo lo que vosotros hayáis remitido, será remitido, y la gracia os acompañará en la paz y en los peligros».

«No devolváis jamás mal por mal, mas forzad a vuestros enemigos a que os respeten. Confirmad vuestra fe, más con las obras que con los discursos, y en el extremo infortunio, recordad mis promesas y mi martirio».

«Estas promesas las cumpliré si sois fuertes y habéis comprendido y practicado lo que os ordeno y lo que yo mismo he practicado».

«Una vida tranquila no es una vida de apóstol y la regularidad de la conducta no constituye la virtud de un discípulo. Son necesarias al apóstol fuerzas y coraje para afrontar la burla, el desprecio, la persecución, la esclavitud y la muerte; el heroísmo debe caracterizar a los discípulos de Jesús».

«El apóstol demostrará a Dios y sufrirá por la verdad».

«El discípulo abandonará los bienes del mundo y los honores del mundo. Abandonará al padre, a la madre, a la mujer y a los hijos, antes que renegar de mi doctrina, ya sea con los actos, ya sea con las palabras, ya sea con abstención y con el silencio».

«Vosotros sois mis apóstoles y mis discípulos; yo tendré que contar con vosotros y no obstante… Yo sé que muchos de vosotros me traicionaréis».

Me encontraba en la mesa, rodeado por los doce; mi tío Jaime formaba el décimo tercero y estaba por romper el pan para empezar la comida. Mis apóstoles se levantaron bruscamente.

«¡Señor!, ¡Señor!, – prorrumpieron – ¿Por qué nos produces esta tortura? ¿Por qué llamarnos traidores, después de habernos confiado el éxito de tu obra?».

«Los que me traicionarán por debilidad, contesté yo, se arrepentirán; tan sólo el que me habrá traicionado por venganza sucumbirá bajo el peso de su delito».

Judas mantenía los ojos bajos, pero nadie hizo atención en ello fuera de mí. Recomendé a mis apóstoles guardar el recuerdo de esa noche y les ofrecí el pan; Judas, que se encontraba a mi derecha, se sirvió primero. Juan colocado a mi izquierda, como siempre, se inclinó hacia mí y me dijo: «¿En quién de nosotros has pensado tú al hablar de traición?».

Le contesté a Juan: «El que me traicionará ocupa en este momento un lugar de honor pero otros también me traicionarán más tarde y muchos me abandonarán cobardemente a lo largo del camino del sacrificio».

Continué sirviéndoles a mis apóstoles e insistí para que se me dejara esa tarea. Pedro, al frente mío, estaba distraído, no comía ni bebía; le dirigí estas palabras:

«Tú ya no eres pescador de peces amigo mío, hete aquí convertido en

pescador de hombres. Tus redes serán ahora los argumentos, y recogerás en tu barca a los pobres náufragos, tus compañeros te ayudarán en la ardua lucha que habrá que sostener en contra de los elementos; vosotros no imitaréis a esos espíritus orgullosos y escépticos, que se preocuparán de las causas de la caída y de la enfermedad, antes de socorrer al herido y de aliviar al enfermo».

«¡Feliz de aquel que comprenda estas palabras y las ponga en práctica!».

¡Felices los fuertes! Ellos someterán sus pasiones a la razón y verán a otros tantos hermanos en todos los hombres. Llevar hacia Dios a los insensatos que lo desconocen, impíos que lo ultrajan y librar la Tierra del fermento de disolución es cooperar poderosamente a la concordia universal».

«Convertíos en pescadores de hombres, todos vosotros amigos míos, y reunid el mayor número de espíritus que podáis».

«Para ser hábiles en el oficio de pescador de hombres, es necesario tener el don de la dulzura y de la firmeza, el derecho de hablar y de hacerse escuchar».

«Tendréis el derecho de hablar cuando vuestra conciencia se encuentre tranquila, y seréis escuchados si vosotros mismos estáis convencidos de la verdad que enseñáis».

«La elevada posición de un siervo de Dios, no resalta en el mundo, porque la fuerza y la luz que se encuentran en él, no las emplea jamás para proporcionarse algún poderío. Los honores y las riquezas no podrían por lo tanto ser el privilegio de mis apóstoles, y si yo les aseguro el imperio del mundo, es con la condición de que sean dulces de corazón, firmes de espíritu y que conserven el derecho de hablar y el don de ser escuchados».

«Los perezosos se convertirán fatalmente en hipócritas. No habiendo tenido el coraje de seguirme, dejarán que se desparramen dudas respecto a mi persona; y el deseo de alegrías mundanas, la sed de honores, el amor a las riquezas, los arrastrarán a las prevaricaciones, a la vergüenza de parecer discípulos míos, y mientras, me negarán con acciones ocultas».

«Porque habrá perezosos e hipócritas, Jesús se manifestará nuevamente para separar el buen grano del malo».

«El que no esté conmigo estará en mi contra. Todo equívoco es una mentira; la verdad soy yo».

«Nada temáis, os sostendré y os guareceré, y mi espíritu mantendrá el lugar que ocupa ahora mi cuerpo y mi espíritu en medio de vosotros».

«He aquí la hora; su aproximación me llena de angustia, no por mí sino por vosotros. Nunca, como ahora, os he amado. Honradme, cuando no esté ya entre vosotros, amándoos los unos a los otros y perdonando a los que os habrán ofendido».

«Permaneced fieles a mi voz y adorad al Señor nuestro Padre, predicando en todas partes la paz y el amor».

«No tomaré más de este jugo de uva con vosotros; mas cuando vosotros os

reunáis en mi recuerdo, sentiréis mi presencia en la alegría que se filtrará en vuestras almas, en la seguridad de vuestros espíritus sobre todas las cosas».

«Comprenderéis mis palabras en la actividad del apostolado lo mismo que en el silencio de vuestro recogimiento, y lo que pidiereis para el servicio de Dios os lo concederé. Mas no debilitéis vuestros conocimientos de las cosas espirituales, mezclándolos con las cosas de la Tierra. Nuestra alianza tiene este precio, es decir, que debéis despreciar lo que yo he despreciado y honrar lo que yo he honrado».

«Los discípulos no son más que el maestro, enseñad pues mis doctrinas sin quitarles ni añadirles nada y refutad las dudas y los errores de manera que podáis convencer a los incrédulos respecto a vuestra ciencia. Esta ciencia no os abandonará; el espíritu beberá en el espíritu, y, hasta el fin de los siglos, la gracia resplandecerá para los hombres de buena voluntad».

«Mis queridos discípulos: mañana, tal vez, nos separemos. Amadme como os he amado, y confundid a todos los hombres con vuestro amor, en mi recuerdo. Os doy el mundo para conquistar y mi luz os guiará. Os prometo la gloria de Dios».

«Os nombro mis sucesores y os bendigo».

«Que la paz sea con vosotros y con vuestro espíritu».

«Venid a darme el beso de la despedida».

Mis apóstoles se precipitaron sobre mí. Yo permanecí de pie y mi semblante reflejaba una intensa emoción. Judas me besó como todos. Era la medianoche cuando secamos los pies a mis apóstoles. Digo secamos porque mi tío Jaime, cuya ternura por mí se asociaba a un profundo sentimiento de devoción práctica, me ayudaba toda vez que debía manifestar con una tarea personal el culto de una idea religiosa. En esta ocasión me suplicó que le cediera la mayor parte del sacerdocio; es la palabra que empleó.

Yo me limité en servir a Judas, Pedro y Felipe, dando como motivo de mi elección la edad más madura de esos tres apóstoles. Todos mis esfuerzos tenían que resultar vanos. Judas no quiso creer en mi cariño, ni comprender que yo le había adivinado, ni admitir que me sentía pesaroso por mis anteriores predilecciones, ni acallar el orgullo para escuchar a la conciencia.

El jueves por la mañana me sentí algo consolado de la ingratitud debido a una prueba de amor.

Simón de Betania y su pariente Eleazar vinieron a visitarnos. Mi madre y las demás mujeres me hacían suplicar que las recibiera en mi retiro y mis tres hermanos mayores deseaban reunirse conmigo en medio de la suerte adversa. Marta se hallaba mientras tanto en Betania, debido a su debilidad, encontrándose cada vez más enfermiza en la casa de la hermana, a quien había ocultado mi fuga de Jerusalén.

Confié a Simón el encargo doloroso de preparar a mis amigos para el fatal desenlace y volví sobre el tema diciendo que el día estaba próximo, que mis horas estaban contadas y que la reunión de nuestros espíritus tendría lugar en la casa de mi Padre.

Estas palabras provocaron la tierna emoción de Simón, lo tuve abrazado por largo rato y mis lágrimas se confundieron con las suyas. Algunos instantes después, Simón y Eleazar emprendían el camino de regreso a Jerusalén.

Yo les había negado a todos el permiso para seguirme a Gethsemaní, porque quería consagrar el tiempo que me quedaba libre, a las expansiones de mi alma delante de los que nombré como mis sucesores. Existía aun otro motivo para esta disposición de mis últimos días: la presencia de mi madre y de mis santas compañeras habría constituido un peligro real en los momentos en que el apóstol, el fundador, el hombre, debía concentrar sus fuerzas para llenar la misión de hijo de Dios. Jamás mi confianza y mi amor, se habían traducido con tanto abandono y ardor, jamás la demostración del porvenir se manifestó tan clara entre el encadenamiento de mis visiones espirituales.

«Vosotros sois mi carne, sois mi sangre, decía yo, mi espíritu está en vosotros y todas las potencias de la Tierra no conseguirán el predominio sobre vuestro poder, que será universal».

«Si no recordáis todas mis palabras, conservad su espíritu, escoged entre mi persona y el mundo, para no servir a dos dueños».

«Aunque os separarais de mí por algún tiempo más o menos largo, mi doctrina no vendría a menos por eso, porque es la luz del mundo, y otros vendrán después que vosotros que repondrán lo que vosotros hubierais quitado y escucharán mi voz. Yo les diré todo lo que a vosotros os dije y Dios tendrá su Templo en toda la Tierra».

«El mundo está poblado de hipócritas. Ellos hacen lo contrario de lo que se manda, otros honran públicamente lo que reniegan en el secreto de su conciencia. Mis discípulos tendrán que proclamar la verdad y seguir la moral que ella encierra; a estos yo los reconoceré».

«El mundo está poblado de fanáticos, de supersticiosos y de incrédulos. Mis discípulos tendrán que instruir a los ignorantes y convencer a los incrédulos con ejemplos de virtud y con la referencia de nuestra alianza, antes y después de la muerte corporal».

«Favoreceré tan sólo a aquellos, cuyo espíritu siga mi sendero y compartan, desde el fondo de su alma, todos los infortunios».

«Os concedo mi poder, pero si os volvierais infieles, yo os lo retiraría, y mi luz sería retardada en el mundo, y el nombre de Dios sería blasfemado, y la desolación, la confusión, el delito y la impiedad reinarían en todas partes».

«Sed mis sustitutos, y no tan sólo mis sucesores y decid: Somos su carne, su sangre, su espíritu. Lo que nosotros hacemos en su memoria, el Señor lo ordena y lo cumple en nosotros».

Hermanos míos, el sentido de estas palabras: Vosotros sois mi carne, mi sangre, mi espíritu, el sentido de estas palabras repetidas muchas veces durante mis últimos días, fue tergiversado, con el objeto de erigir un dogma impío y al mismo tiempo, falto de razón.

«Haced todas las cosas en mi nombre, obrad como si me encontrara visiblemente entre vosotros», son formas que yo empleaba a menudo para dar a la presencia de mi espíritu la autoridad del recuerdo de mi voluntad inmutable, para incrustar en el pensamiento de mis apóstoles el más irresistible de mis medios de acción sobre sus prácticas futuras. Es justamente por el imperio ejercido por mi promesa renovada, de encontrarme siempre entre ellos, a lo que debe atribuirse la docilidad ferviente de mis representantes inmediatos.

El paseo proyectado debía tener lugar al caer el día. Mis apóstoles parecían haberlo olvidado y el mismo Judas permanecía bajo el encanto de las melodías del alma.

Yo evocaba la realidad del pasado y los fantasmas del porvenir. Todos participaban por igual de mis transportes de ternura, y mis miradas y mis sonrisas les llenaban de alegría.

Yo tenía la seguridad de que se ocultaba una sorpresa bajo las apariencias de una descuidada curiosidad, cuando recordé a mis discípulos la hora favorable para que nuestra excursión no se viera turbada por importunos, ni amenazada por una completa oscuridad al regreso.

Salimos, los unos alegres con la idea de que mis presentimientos del día anterior no se vieran confirmados, los otros silenciosos, casi tristes.

Manifesté a Judas mi deseo de hacer con él el camino hasta el jardín de Gethsemaní y me apoyé en su brazo. Hablamos de cosas enteramente secundarias, durante casi cuarenta minutos de marcha, después me senté a la sombra de una higuera y mis apóstoles tomaron asiento sobre diversos montones de piedras. Judas se alejó de mí; yo había previsto esto. Dirigía alrededor miradas distraídas hacia los tupidos bosquecillos de olivos, cuya extensión y espesura impedía la vista por todas partes.

Me levanté al cabo de algunos instantes de descanso, llamando a Judas mi compañero de camino. Pero fue llamado inútilmente. Entonces pronuncié palabras acusadoras que no podían ser alteradas por ninguna duda en su claridad.

«El que vosotros llamáis, está aquí cerca, él está por venir. Cuando lo veáis, la víctima será entregada al verdugo».

Los gritos, las imprecaciones de mis apóstoles se dejaron oír al mismo tiempo que llegaba hasta nosotros, el ruido del paso pesado de muchos hombres. Judas no apareció; le había faltado la audacia del delito en el último momento.

Los soldados, con divisas romanas, eran en número de ocho; dos familiares del Santo Oficio los acompañaban. Estos últimos me señalaron a la tropa armada y un soldado me puso encima las manos. Pedro golpeó a este hombre; yo me apresuré a reprender a mi apóstol con estas palabras:

«Estate quieto, amigo mío, la resistencia es inútil. Sin agachar la cabeza como culpables, conviene saber sufrir la ley humana con resignación».

Juan me rodeó con sus brazos, mi tío Jaime imploraba a Dios de rodillas y mi hermano echó a correr en dirección a Jerusalén. Todos los demás parecían presa del terror. Mateo, Tomás, Alfeo, Jaime y el hermano de Juan, me acompañaron hasta la casa del Gran Sacerdote Caifás. Tadeo, Felipe, Judas y Andrés, volvieron a Gethsemaní, y después de mi muerte fueron a juntarse con los que permanecían escondidos en Jerusalén.

Se les hizo sentar a mis discípulos en un banco del patio y se me introdujo a mí en una espaciosa sala, donde se encontraban reunidos Caifás, el Gran Sacerdote Hanan, yerno de Caifás y una delegación del Sanedrín compuesta de veinte miembros. El Gran Sacerdote procedió inmediatamente a mi interrogatorio:

«Jesús de Nazaret, eres culpable de seducción, de profanación de maleficios y como tal se os condena a la pena de muerte».

«Para obedecer a la ley que te castiga, debemos oír tu defensa personal y facilitar tus confesiones mediante la exposición de las acusaciones que pesan sobre ti. He aquí el resultado de las testificaciones que hemos recogido».

«El nazareno Jesús, se asoció desde un principio a los factores de desorden, que tenía por propósito probado el de sublevar al pueblo en contra de las leyes del Estado».

«Nunca el nazareno Jesús, se ha pronunciado públicamente en contra del respeto debido a los poderes civiles. Se ha dicho reformador de la ley mosaica, mediador entre Dios y los hombres, hijo de Dios, al fin».

«Apoyado sobre este título monstruoso por su impiedad, el nazareno Jesús se convirtió en el ídolo de un pueblo ignorante al que anunciaba el pretendido reino de Dios consiguiendo cautivarlo, cada vez más, con la apariencia sobrenatural de sus actos y de sus predicciones».

«Jesús de Nazaret, ¿osas sostener que eres hijo de Dios? Te interrogo, contesta».

Esta frase era provocada por mi silencio; mi silencio continuó.

«Y tus milagros, demuéstralos pues, añadió con dureza el Gran Sacerdote. Di lo que puedas para atenuar tus delitos y demuestra la ciencia de que pretendes ser poseedor, siguió Hanan».

«Si produces un milagro, siguió Caifás, nosotros creeremos en ti y proclamaremos tu filiación divina».

Una despreciativa sonrisa acompañó estas palabras. Levanté la cabeza y miré a mis jueces.

Muchos gritaron: ¡Nos provoca, no hace caso de la justicia de Dios, merece el suplicio destinado a los más grandes delincuentes, a los más endurecidos malhechores!. Se ordenó a los soldados que me llevaran.

Desde una sala baja que daba sobre el patio, me fue fácil comprender los propósitos que abrigaban a mis apóstoles y los subalternos de la casa del Gran Sacerdote. Los soldados de guardia se habían puesto a jugar y parecían haberme olvidado.

–¿Acompañáis vosotros al condenado?, preguntó alguien a Pedro.

–No conozco a ese hombre, contestó mi apóstol. Juan y su hermano parecían estar en buenas relaciones con una persona que les aconsejaba salir para no comprometerse. Ellos siguieron el consejo. Mi tío Jaime renovó delante de todos, el juramento de morir antes de renegar su alianza conmigo. Arrastrados por este acto de coraje y lealtad, Marcos, Alfeo y Tomás asintieron de que eran mis discípulos y añadieron que no me abandonarían.

Pedro y los dos hijos de Salomé eran los que más habían demostrado, exteriormente, su ternura por mí, dando a la amistad las delicadas formas de la feliz expresión del semblante y de las dulces inflexiones de la voz. Haciendo de la sumisión el atractivo, más importante en la ocupación de su tiempo, había tenido que vencer muchas dificultades, para que la excesiva ingenuidad de Pedro diera lugar a la independencia del pensamiento, para que la fogosa imaginación de los dos hermanos se aproximara al entusiasmo de las naturalezas generosas, para llevarlos hasta confundir conmigo su voluntad y sus esperanzas. Esta debilidad en la última hora sobrepasó mis previsiones.

Las diversiones de los soldados cubrieron los ruidos exteriores, y después de asistir a escenas triviales de jugadores ebrios, me hicieron el blanco de las gracias groseras de esos hombres estúpidos y feroces.

Cuando amaneció, muchos dormían, otros se habían puesto nuevamente a beber, y querían obligarme a que bebiera con ellos.

Me ataron juntas las manos para llevarme ante el procurador romano. La arquitectura del pretorio era del estilo griego, del que tomaba sus columnas cargadas de ornatos; bloques de piedra simulaban balcones en todas las ventanas, encornizamientos en todas las plataformas que ligaban, en todos los pisos, dos cuerpos de construcción paralelos.

El pretorio ocupaba un espacio bastante extenso.

Había una sala abierta para todo el mundo, que ofrecía la facilidad de reunirse y charlar, mientras llegaba el momento de comparecer, por sí mismo o por intermedio de otros, en algún asunto contencioso o delictuoso.

Los juicios civiles eran, previa apelación, confirmados o reformados por la alta magistratura civil, que tenía su asiento en el pretorio y que pronunciaba, resolviendo fallo definitivo.

Los castigos corporales y la pena de muerte, cualquiera que fuese la religión del condenado y la autoridad que hubiera impuesto el castigo, debían recibir la conformidad del delegado de la soberanía imperial romana, y este delegado era entonces Poncio Pilato.

Poncio tenía cuarenta y dos años. Era un hombre de recto sentir, de carácter débil, dulce y afable, pero ambicioso y siempre dispuesto a sacrificar sus convicciones para conservar el puesto, que se había hecho de difícil desempeño debido a las disidencias que diariamente se suscitaban entre los intereses opuestos de un pueblo mixto y en pugna con las exigencias del partido hebreo. Poncio detestaba a los hebreos, pero no quería ponerse muy abiertamente en pugna con ellos, porque había sido ya señalado por antiguas comunicaciones emanadas del ex Gran Sacerdote Hanan, como un enemigo sistemático de las formas religiosas y de las disputas teológicas, cuestiones que decían las comunicaciones, que no le correspondían al procurador.

Apenas Poncio me vio, se pasó la mano por la frente como para desechar un pensamiento, cuyo recuerdo le produce cansancio. Enseguida me dirigió las preguntas acostumbradas, a las que contesté sencillamente y sin excitación.

« ¿Qué delito ha cometido este hombre?» – preguntó Poncio, dirigiéndose a un personaje, cuya misión parecía ser la de acusarme y la de estipular la naturaleza de mi condena.

«Jesús de Nazaret, contestó el interpelado, es un revolucionario, un renegado, un fabricante de milagros. Comprometió la seguridad pública y se erigió en poder divino».

«El sobornador, el impostor, ha sido juzgado por derecho sagrado, pero el demostrador de las libertades humanas, que dice estar por encima de las potencias humanas, el devastador de las leyes sociales, el predicador de la igualdad, el desmoralizador de las clases pobres se encuentra bajo juicio ante el representante del emperador Tiberio».

« ¿Jesús, el hijo de Dios, será lapidado como impío, o Jesús de Nazaret, culpable ante Dios y ante el emperador sufrirá más bien el suplicio de la cruz?

Nosotros apelaremos ante el pueblo si fuese necesario».

Poncio quedó estupefacto ante tanta audacia. De esta manera ni aún su opinión se le pedía antes de apelar al pueblo. Este pueblo, gritando desaforadamente recogía las palabras que lo instituían juez supremo, palabras que habían sido pronunciadas al aire libre, sobre una de las plataformas de que hemos hablado.

« ¡Que se le crucifique! Este grito fue inmediatamente repetido por todas partes».

«¡Se ha llamado Dios y Rey; ha hecho alarde de destruir el Templo y de reedificarlo en tres días!».

Poncio habiendo contestado que el título de Rey le parecía un término de elevación tan sólo entre los hebreos, este modo de eludir la cuestión del cargo político que se me reprochaba, levantó en mi contra las más formidables amenazas y los más amargos sarcasmos.

«Y bien, si es nuestro Rey pongámosle una corona, démosle un cetro y saludémosle al mismo tiempo Rey de los hebreos e hijo de Dios».

«Dinos, pues, hijo de Dios, hubiese sido por lo menos necesario esconder a tu madre, tus hermanos y hermanas. ¡Ah! ¡Ya te daremos reinado, hasta tu entrada en el reino de tu Padre, doble Rey, doble impostor!».

Poncio estaba desesperado por la inutilidad de sus esfuerzos. De repente dio orden para que me desataran las manos y anunció que quería interrogarme a solas. Entré precedido por Poncio en una pieza amueblada con severidad, cuyas salidas estaban todas cerradas. La puerta fue cerrada por el lado de adentro por el procurador, quien me ordenó amablemente que me sentara, declarándome que allí no había más que dos hombres, de los que el uno preguntaba a otro los motivos que lo indujeran a buscar la muerte, atacando la misma esencia de la ley mosaica, y a persistir en el propósito de morir, puesto que había desperdiciado las posibilidades de huir de sus enemigos.

Expliqué a Poncio mis inspiraciones de niño, mis estudios de hombre, mis alianzas, mis esperanzas de espíritu en la luz infinita; le hice a grandes rasgos un extracto de mi doctrina, de las relaciones entre los mundos y los espíritus, y presenté la muerte ignominiosa, que me esperaba, como el glorioso coronamiento de mis honores como Mesías.

« ¿Y si yo consiguiera salvaros?», interrumpió Poncio. «No lo intentéis, le contesté yo, tú mismo te verías arrastrado por el huracán popular… Escucha...»

Poncio sonrió despreciativamente. «Consiente en vivir retirado, dijo, ganaré tiempo y emplearé la fuerza».

«Por otra parte, añadió Poncio, he tenido un sueño anoche respecto a ti y siento que una pesada responsabilidad me incumbe en el presente y para el porvenir».

«Estos sacerdotes que quieren tu perdición me despreciarán por haber tenido miedo de ellos; este pueblo se arrepentirá y la posteridad me acusará, cuando menos, de debilidad».

«La posteridad, grité, sabrá que tú me has ofrecido la vida y que yo quise morir».

«Para mí la muerte es una aureola: para mí la vida sería una deserción, una cobardía, una caída irreparable».

Me levanté, indicando así yo mismo el fin de la entrevista, y agregué:

Desde la casa de mi Padre, en la que estoy por entrar, te bendeciré, porque has comprendido la verdad y la has defendido con coraje».

Volvimos al lugar que habíamos dejado, hacía menos de una hora. La muchedumbre era más compacta y la gritería se tornaba sediciosa; se amenazaba a Poncio, se le pedía que yo les fuera inmediatamente entregado.

Habiendo obtenido un poco de silencio, Poncio pronunció estas palabras:

«Este hombre cuya muerte vosotros pedís es un justo».

«No tendréis de mí un decreto afirmativo en nombre del emperador. La sangre inocente que estáis por derramar que caiga sobre vosotros; me lavo las manos por todo lo que sucederá».

Y Poncio Pilato se hizo derramar agua sobre las manos en presencia del pueblo que redobló sus vociferaciones.

Poncio volvió a entrar en sus departamentos. La persona encargada de dirigir los preparativos de las ejecuciones, preguntó al pueblo que a quién de los cuatro delincuentes, cuya muerte estaba señalada para ese día, quería que se le hiciera gracia de acuerdo con la costumbre.

«No a nuestro rey, exclamó la multitud; libertad a aquel entre los tres restantes que más te plazca».

Ahora, como entre esos tres se encontraba un ladrón, asesino de los más peligrosos y perfectamente conocido, se tuvo la idea de oponerlos el uno al otro; para despertar, si aun existía en ese pueblo, un sentimiento de justicia.

Pues bien ¡El pueblo me condenó una vez más!

Desde ese momento me convertí en el juguete de una muchedumbre insensata, y los soldados encargados de mi custodia, se unieron al populacho.

Sobre mi cabeza fue colocada una corona de espinas, sobre mis hombros una manta de color escarlata (ello tenía lugar en uno de los patios del pretorio), y todos se inclinaban delante de mí, diciendo:

«Te saludo, Rey de los hebreos».

Muchos me golpearon, uno me escupió en la cara.

Al cabo de dos horas de diversiones abyectas y crueles, se me despojó de mis vestidos y sobre mi cuerpo, completamente desnudo, se aplicó la tortura de la flagelación. Dos lágrimas me quemaron los carrillos. Fueron las últimas.

Era mediodía cuando llegué al Gólgota.

Mis fuerzas estaban exhaustas y no me habían permitido llevar el instrumento de mi suplicio, que era un tronco de árbol, dividido y ajustado en forma de cruz, y yo apenas podía sostenerme en pie, cuando mi cuerpo desnudo fue expuesto a las burlas más innobles de la más asquerosa plebe. Mas esta vez, por lo menos, mi espíritu concentrado en radiantes perspectivas, perdía de vista a los hombres y a sus espantosas demencias.

Mis pensamientos sobre la cruz tuvieron al principio por objetivo a los autores de mi martirio, a los ingratos y a los débiles, y grité:

« ¡Perdónales, Padre mío, porque no saben lo que hacen!».

Mis sufrimientos sobre la cruz fueron la causa de la debilidad del espíritu y dije:

«Padre mío: ¿Por qué me has abandonado?».

Mis consuelos sobre la cruz fueron el recuerdo de mis amigos, mi confianza en sus promesas. Divisando mis santas compañeras y mi madre protegida y sostenida en medio de ellas, Jaime, el digno hermano de la heroica María, Marcos, Pedro, y los dos hijos de Salomé, bendije a los arrepentidos y, más que nunca, creí en la inquebrantable fidelidad futura de todos.

Se me seguía injuriando siempre… un escrito que llevaba estas palabras: ¡He aquí al Rey de los judíos!, fue colocado sobre mi cabeza.

Dos delincuentes sufrían a mi lado mi mismo suplicio; pero contrariamente a lo que se dice, ellos no me insultaron.

Los soldados que me habían crucificado se repartían mis ropas y, lúgubres burlones me dirigían palabras como estas:

«Baja de la cruz y creeremos en tu divinidad».

«Llama a tu Padre para que venga a libertarte y pronuncia nuestra condena haciéndonos morir antes que tú».

«Danos una tarjeta de entrada Jesús, a fin de que se nos conceda gozar de tu triunfo en el reino de tu Padre». Mis ojos se nublaron; una opresión más violenta que las otras me confundió y me dormí en las tinieblas humanas para despertarme en el seno de las luminosidades divinas.

Eran la tres de la tarde.

CAPÍTULO XVI

PASIÓN Y MUERTE DE JESÚS

Hermanos míos, la muerte revela al espíritu su pasado y su porvenir. La muerte desata el alma de la materia y la liga estrechamente al espíritu, de manera que el espíritu se vuelve invulnerable mediante el alma. Quiere decir que no tiene más falta de memoria, ímpetus furiosos, interrupciones o disminuciones en su penetración y actividad, porque el alma libre de los decaimientos que le imprimía la naturaleza corporal, se dilata constantemente al contacto de las perfectibilidades de la inteligencia.

El alma asociada al cuerpo se atrofia en la atmósfera de las causas mórbidas y el espíritu se hace pesado por la ebriedad de los sentidos materiales, deja de ser productor y se arroja en los brazos de extravagantes demostraciones.

La muerte vuelve al alma y al espíritu a la naturaleza que les es inherente.

La una contemplativa, la otra laboriosa; la una de origen divino y la otra de destino inmortal. Las dos se alimentan del principio espiritual, hasta su próxima nueva dependencia de la naturaleza humana. Tras la muerte guarda el espíritu sus recuerdos consoladores y asimismo los funestos. Para un ser malvado, el recuerdo es un castigo; para los fuertes y los justos es el consejo y el engrandecimiento.

El remordimiento toma formas diferentes, todas basadas sobre las impresiones de los recuerdos, y el beneficio de la esperanza no existe para los infelices que se encuentran embargados por la visión del delito y del temor de la represalia. La luz del porvenir se hace más o menos clara para los espíritus vueltos a la libertad debido a la muerte corporal.

La libertad conquistada en la lucha de la inteligencia con los instintos carnales, prepara al espíritu para la audacia de todas las tentativas y al alma para la fuerza de todas las sensaciones.

La ciencia nace de la libertad del espíritu y de la fuerza del alma. Ella desilusiona a la criatura de las grandezas efímeras y le da el desprecio por las cosas humanas.

Los desviados del sentido moral, los hambrientos de alegrías mundanas, los indignos poseedores de las facultades intelectuales, los héroes asesinos, todos los impíos de la ociosidad, todos los incapaces por cobardía, se encuentran dominados por el terror en la vida espiritual, hasta su primera enmienda para vencer el orgullo, que señala la primera impresión corroborante de su alma, el primer esfuerzo de su espíritu para comprender algo más de lo que le rodea.

La fácil comprensión de su transformación, abrevia para el espíritu el momento de la penosa sorpresa, al mismo tiempo que cierta prontitud de juicio lo dispone para la resignación, para el coraje, para el estudio. En todas las mansiones espirituales se encuentran mezclados espíritus de aptitudes diversas. En cada etapa de la vida humana se mantienen espíritus superiores a la generalidad del pueblo. La Tierra recibe espíritus nuevos, obligados a emanciparse con pruebas, cuya duración y rigor lo establece la justicia de Dios.

La Tierra recibe en su seno espíritus pervertidos, señalados con un estigma por la justicia de Dios que sólo se borrará después de numerosas existencias entre los hombres.

A parte de estos dos aspectos de la humanidad terrestre, los espíritus se distinguen por sus grados de adelanto. Inmediatamente después de los espíritus demasiado nuevos para comprender el principio espiritual, tenemos al espíritu perezoso, al espíritu escéptico por orgullo, al espíritu supersticioso por debilidad, todos responsables de sus actos y que puedan mejorar en la vida espiritual. Los inteligentes, los investigadores, los sabios, los apóstoles y los mesías aletean en las mansiones materiales y constituyen los focos del progreso. Los espíritus considerados capaces de colaborar al progreso universal, se encuentran repartidos y colocados en los mundos carnales, de acuerdo con las fuerzas que cada uno dispone y según el engrandecimiento moral que debe resultar de su acción, en los determinados centros humanos, mediante el buen cumplimiento de su misión. A ellos les corresponde el penetrar en el misterio de la vida y de la muerte, aún rodeados de tinieblas; les corresponde asimismo el hacer conocer y adorar el principio creador e inteligente, fuente de ciencia y de inmortalidad, desmenuzar los ídolos y erigir un templo a Dios.

Si desvían sus miradas del objetivo que les está señalado, si se apartan del progreso para seguir las viejas trapisondas de las pasiones corporales, si se forman un ideal de gloria personal con el desprecio de esa sublime tradición de sus predecesores, esto es: «Que hay que vencer o morir por la verdad, cualquiera que sea el precio impuesto a las victorias o a las derrotas; que hay que sacrificar el interés personal ante el interés general y elevarse entre los hombres, humillándose delante de Dios». Si finalmente, ellos pierden la fe y el coraje, si sucumben, Dios los borra, momentáneamente, de la gran falange de sus mandatarios.

La Tierra tuvo y tiene todavía muchos mesías, apóstoles, científicos, investigadores e inteligentes. Mas, se pueden contar fácilmente los espíritus que, mediante una fuerza de voluntad persistente, han determinado movimientos sensibles en la marcha ascendente de la humanidad.

Estos espíritus meditativos o agitadores, que traen la buena nueva para el porvenir, raras veces se ven honradas y seguidas durante su pasaje humano. Casi siempre se extinguen en una obscuridad miserable o mueren ignominiosamente delante del pueblo.

Hemos hecho la narración de la muerte de Jesús teniendo por espectador al pueblo; ocupémonos, hermanos míos, de la felicidad de Jesús después de su muerte corporal y de los recuerdos que conservó, después de siglos de transfiguración, sin exagerar la parte de esta confidencia de mi espíritu para con los vuestros.

Os demostré mi personalidad, os afirmé mi identidad, os conté mis debilidades, mis sufrimientos, mis horas dulces, mis relámpagos entre las sombras de la naturaleza humana y mi martirio sobre la cruz. ¿No tendré que contemplar ahora mi obra iniciándoos en las delicias de mi alma, en los honores de mi espíritu, ávido de amor y de descubrimientos?

La muerte corporal causa el aniquilamiento de la facultad pensante y del resorte del alma. La materia duerme para siempre, el alma y el espíritu duermen durante una temporada limitada por la justicia Divina. El alma y el espíritu de Jesús durmieron durante algunas horas. Borrar las escenas terribles a las que había asistido Jesús como autor principal, fue el primer beneficio de su despertar y la seguridad de su felicidad le vino del recuerdo de su memoria.

Jesús olvidaba su reciente pasado, mientras recordaba las promesas hechas a su laboriosa actuación. Jesús nada percibía ya de las torturas humanas y su alma parecía volver a un hermoso sueño, al mismo tiempo que su espíritu buscaba el motivo del movimiento que se producía a su alrededor y la causa de las excitaciones de su voluntad para sacudir el embotamiento que lo mantenía inmóvil.

Poco a poco el sentimiento de su propia fuerza se mezcló con los deseos de Jesús, y manifestó su presencia con una invocación de pocas palabras:

« ¡Padre mío!»

Muchas voces le contestaron:

« ¡Dios te ama y te bendice!»

Muchas caras se inclinaron sobre la suya, las reconoció y les sonrió… Y la luz hecha ya se tornó intensa.

Espíritus diseminados se reunían; la armonía de los colores y de los sonidos inundó el alma de Jesús en un éxtasis divino y su espíritu clarividente midió la extensión de las conquistas de la inteligencia, llegada a la posesión de la fuerza espiritual, libre de las debilidades de la naturaleza material. La independencia de su alma descubrió a Dios y su libertad espiritual entrevió en el infinito los trabajos innumerables de la ciencia infinita.

Las emanaciones sensitivas de las perfecciones de Dios, resultan como una palanca para alcanzar los honores de la perfección de Dios y la vida espiritual sin regreso posible a la vida material constituye un éxtasis completo formado por los tesoros del amor de Dios.

Jesús empezó con demostraciones restringidas en medio de su familia espiritual, después se elevó en la jerarquía espiritual, estudiando los principios generales del Universo.

Todos los espíritus, en tal estado, sin posible regreso a la vida carnal, están dispuestos para el estudio y colocan en común sus fuerzas para fecundar el camino de los mundos.

Todos están ligados por el amor fraterno y se fortalecen por una continua dedicación hacia las cosas inferiores dentro del orden universal, todos deben o pueden describir las armonías de la creación. Pero si los seres en el estado espiritual, permanecen íntimamente ligados en sus fuerzas para concurrir a la gloria del Creador, acontece con ellos lo que con todos los seres de una misma categoría: los entusiastas van delante de los tímidos y los retardativos se ven estimulados por el ejemplo y animados por el amor.

Que una sombra entre tantas sombras, que una luz en medio de tantas luces, atraiga más especialmente las investigaciones del espíritu, este espíritu aunque precedido y seguido por miles de otros, puede iniciarse uno de los primeros en las causas de las sombras, y en las fases de la luz.

Generalmente, la sombra anuncia un germen de futuras explosiones, o un mundo espiritual transitorio o un mundo carnal en decrepitud.

La luz indecisa y parcial indica la incertidumbre de los principios conservadores y fructíferos, tanto sea de un mundo espiritual como de uno carnal.

La magnificencia de Dios se manifiesta principalmente donde resplandecen los soles y los mundos de primera magnitud. Estos soles y estos mundos no son iguales, y sus evoluciones siguen la posición o están en relación con la posición que ocupan en los planos del Éter.

Jesús debía recordar su anterior mansión bastante pronto para cumplir las promesas que había hecho a muchos, bastante tarde para que su espíritu no se viera turbado por imágenes de muerte.

Desde la elevada esfera habitada por él, Jesús descubrió la Tierra y buscó medios para revelarse a sus amigos. La manifestación del pensamiento pocos preparativos exige, ya que sólo hace falta alguna semejanza con los deseos en el mismo instante, para que el espíritu libre de las ligaduras materiales se identifique fácilmente con el espíritu humano.

Las manifestaciones más raras del pensamiento para con éste evidenciadas con formas ostensibles, dependen de una facultad preventiva o accidental, que el espíritu humano honra y de la cual hace mal uso.

No es esta la oportunidad para indicar los peligros y los escollos de cualquier manifestación provocada con propósitos fútiles de curiosidad o de intereses temporales, pero lo que debo afirmar es que los espíritus de luz no emplean las manifestaciones materialmente comprobadas sino para la gloria de Dios y en cumplimiento de un deber fraternal.

Jesús, acostumbrado a leer en el espíritu de sus amigos más queridos, los encontró dispuestos a reconocer los beneficios de sus inspiraciones, y los consoló y sostuvo en las pruebas que tuvieron que soportar y consolidó su fe; colocó también en el alma de muchos de los que lo habían perseguido el remordimiento del delito y el deseo de su reparación. Jesús iluminó a los ignorantes y a los débiles; Jesús se comunicó con las almas amantes y estas almas amantes se arrancaron de la visión de la cruz para comunicarse con su predilecto. Jesús honró a todos los que le habían dado una parte de su confianza y afecto. La muerte corporal de sus perseguidores arrepentidos no le hizo poner en olvido la deuda del corazón y el apoyo fraternal que les debía. A través de los diferentes pueblos por los que pasaron, a través de los honores y humillaciones que se atrajeron con sus trabajos y virtudes, todos descansaron a menudo en una mansión preparada por Jesús. A cada etapa espiritual del viaje ellos gozaron de las dulzuras de la reunión.

Firmemente convencido de los decretos de Dios y de la justicia de estos decretos, Jesús permaneció plácido y espectador de las debilidades, de los errores, de los delitos… y siempre, honrado por su misión, esperó con paciencia que llegara la hora de mostrarse.

En medio de las persecuciones, entre los resplandores siniestros de las llamas, los pueblos duermen en el embrutecimiento. Despertados poco a poco por el eco de las alegrías principescas, los pueblos aspiran el odio y siembran el terror entre los representantes del orden social. En el reposo que sigue a las revoluciones humanas, la sabiduría se impone y el escritor, el pensador, el filósofo, piden al pasado enseñanza para el porvenir. La libertad de los pueblos, mediante las luces de la razón se efectúa también gradualmente, y la alianza de los mundos carnales con los mundos espirituales estimula la marcha intermitente del progreso.

Jesús había conservado relaciones de siglo en siglo, pero no podía detener los movimientos de revuelta, sin moderar los efectos del abuso de autoridad, puesto que su mediación directa y persistente no llegaba a vencer las dificultades de la hora, demasiado temprana para desempeñarse como parlamentario manifiesto.

Muchas veces en el siglo en que nos encontramos intentó manifestarse. Estas pruebas fueron alteradas, y en el día de hoy mismo su narración contiene abstracciones de forma, juicios incompletos, porque el espíritu depositario, luchando sin descanso en contra de obstáculos materiales, precisaba que Jesús usara de cautela al hacerle llegar su palabra, para que el mismo depositario no tuviera que sucumbir bajo el peso de emociones demasiado fuertes y por demás multiplicadas.

Los honores de la mediumnidad no se adquieren sin causar trastornos al organismo humano y esos trastornos determinan a menudo el desequilibrio de las facultades mentales.

Los escollos contra los que tropiezan tantos espíritus, aunque predispuestos para la mediumnidad, tenían que ser evitados por los que Jesús favorecía con su palabra. ¡Cuán necesario fue alentarlos de continuo, sostenerlos, prometerles y hasta rodearlos de precauciones!. ¿Acaso la naturaleza humana no es presa de todos los sufrimientos de la contradicción, de todos los flagelos de los estados mórbidos, de todas las causas, de todos los efectos de las pasiones terrestres y carnales?

Espantosos sofismas preparan las tempestades; Jesús hace oír su voz de apóstol de Dios a la humanidad, de la que es siempre el Mesías y ello por las expansiones de su espíritu en un espíritu humano. Este espíritu depositario posee todas las facultades inherentes a la comprensión de las obras de Jesús. Es de condición obscura entre los hombres y se encuentra ligado a Jesús por dependencias de orden espiritual.

A pesar de ello, como las disposiciones de todo espíritu depositario, no presentan para las manifestaciones de orden superior o las agotan rápidamente, el espíritu humano depositario de la palabra de Jesús tenía que preferir el aislamiento al ruido y hacer prevalecer las luces de la verdad sobre los intereses temporales, sin lo cual las tentativas de Jesús habrían resultado vanas.

Hermanos míos, bendecid la majestuosa alianza de vuestro Mesías con Dios y recoged los frutos de la dulce alianza de Jesús con un espíritu humano.

He mantenido mi palabra de manifestaros porqué he venido en este tiempo y en tal lugar más bien que en otro.

Debo añadir que vuestra actual situación atrae la compasión de todos los espíritus dignos del amor de Dios.

Que la paz sea con vosotros, hermanos míos.

Jamás esta palabra había sido de una aplicación tan necesaria.

Que la paz sea con vosotros y que la ciencia os abra los senderos de la felicidad.

¡Que la paz sea con vosotros! Y que la muerte de aquí, os dé la vida libre bajo las miradas de Dios.

ÍNDICE

Prólogo

Prefacio del señor Volpi

Capítulo I. Jesús habla de su nacimiento y de su familia

Capítulo II. El Maestro manifiesta su libertad de conciencia

Capítulo III. Apostolado de Jesús en Damasco

Capítulo IV. Habla Juan el Bautista

Capítulo V. El Maestro se ocupa de su mesianismo

Capítulo VI. Los primeros apóstoles de Jesús

Capítulo VII. El prestigio del Mesías fue debido al Bautista

Capítulo VIII Jesús define el origen y desarrollo del espíritu

Capítulo IX. Continúa el desarrollo de la misión de Jesús

Capítulo X. El Mesías define su personalidad

Capítulo XI. Jesús personándose a José de Arimatea

Capítulo XII. Causas de la muerte de Jesús

Capítulo XIII. El derecho que le asiste a Jesús para ser juzgado

Capítulo XIV. Jesús con sus sermones, ajeno a toda ortodoxia

Capítulo XV. Jesús cede una vez más a los ruegos de sus amigos

Capítulo XVI. Pasión y muerte de Jesús

Título «Vida de Jesús dictada por el mismo»

Traducido del original en italiano por:

Centro Espírita la Luz del Camino

Primera edición 2008

Tirada 5.000 ejemplares

Depósito Legal: MU-1.851-2008

Impreso en España – Printed in Spain

Imprime: F.G. Graf, S.L.

fggraf@gmail.com

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