Conclusión: La aplicación de la pena de muerte es un insulto al Creador. Otra conclusión derivada del mismo mandamiento, tú no matarás, es: La guerra y todos los actos que inundan la Tierra de sangre constituyen negaciones al principio divino y al mismo tiempo, asquerosas saturnales del espíritu en delirio. Pasemos ahora, hermanos míos, a hablar de la enfermedad de Simón.
Yo me había ausentado de Betania, llevando conmigo algunos de mis discípulos de Galilea. Teníamos que visitar las Sinagogas más cercanas de Jerusalén. En Galilea, la sencillez cordial de los habitantes, mi elocuencia casi siempre improvisada, mis preceptos de moral ampliamente desarrollados, con una familiaridad que no excluía el respeto debido a la palabra de Dios, mis conversaciones fácilmente concedidas por mí, el derecho que otorgaba a todos de observar mis actos humanos, así como de interrogar mi ciencia espiritual, nuestras reuniones íntimas, a las cuales yo daba a menudo participación a nuevos iniciados, con el objeto de iluminar al pueblo con testimonios insospechables de devoción anterior a mi persona, y, en fin, en el teatro estrecho de mi emanación de apóstol, todo había contribuido a mantener la persuasión de mi autoridad divina. Mas en Jerusalén y en sus alrededores, el pobre Galileo había de ser contradicho a cada instante. Las Sinagogas habían de serle hostiles, los fanáticos y los hipócritas le lanzarían injurias y el desprecio cuyo desenlace se apoyaría en estas palabras: Es mejor que un hombre perezca, antes que por él se conmueva la fe de una nación.
Fuimos tan mal recibidos en todas partes desde el principio de nuestra gira, que creíamos inútil el intentar nuevas pruebas en las Sinagogas, de las que nosotros constituíamos el escándalo, como decía la gente devota, y nos retiramos los dos hijos de Salomé, Mateo, Tomás, mi tío Jaime y yo en la ciudad de Efrón.
Permanecimos allí dos semanas y mientras gozábamos del reposo de la intimidad, tuvimos la satisfacción de aumentar el número de nuestros fieles. De una parte y de la otra nos dirigíamos las más tiernas despedidas, unidas a las más dulces promesas de volvernos a ver. Tan sólo yo sabía que no volvería. Mi hora se aproximaba. A este respecto, hermanos míos, es necesario hacer resaltar la lucidez del alma, la penetración del espíritu. Nunca debéis atribuir a causas extranaturales las faltas que son el fruto de vuestra incuria, las faltas cometidas por nuestro libre albedrío, los acontecimientos derivados de una acción de la voluntad, de un acuerdo o enredo de ideas, de un capricho furioso o de un estado de somnolencia.
Nuestro destino, es cierto, se apoya en el pasado, mas es también indiscutible que él mejora o se agrava debido a los honores o a las vergüenzas del espíritu y que estos honores y estas vergüenzas preparan el porvenir. Mi muerte voluntaria coronaría mi obra, pero nada me obligaba a una muerte voluntaria. Yo era todavía un Mesías destinado a sufrir por los hombres y también a morir por ellos, puesto que en la época que yo vine a la Tierra como Mesías, los hombres llevaban a la muerte a sus Mesías. Pero, lo repito, yo podía huir, y si mi hora estaba cercana era porque, queriendo elevarme por el martirio, veía que no era posible alargar la lucha.
Judas me traicionó, no porque estuviera fatalmente predestinado para semejante acto, dependiente de mi acto personal, sino porque, su carácter celoso lo empujaba a la venganza. Si yo hubiera evitado el suplicio, Judas habría encontrado otro medio para demostrar su resentimiento.
Supongamos a los hombres menos crueles ahora que cuando yo vine a la Tierra como Mesías, de lo cual debiera resultar algunas modificaciones en los sufrimientos preparatorios de la muerte y en los de la muerte misma. ¿Por qué los Mesías están destinados a grandes sufrimientos en los mundos inferiores? Porque los Mesías traen verdades y en los mundos dominados por las tradiciones de la ignorancia, no pueden ser aceptadas las verdades sino a fuerza de trabajos, de humillaciones, de luchas heroicas y de loca desesperación hasta la muerte, cualesquiera que sean las peripecias de esta muerte.
Regresé a Betania contento de encontrar allí a los que yo había dejado y evoqué las felices disposiciones de todos para festejar mi regreso. Llegamos por la tarde, recibiendo la primorosa acogida de mis discípulos, el abrazo efusivo de mi madre, y la emoción de las demás mujeres, aunque se percibía un malestar general.
«Pero Simón, grité, ¿dónde está Simón?» Marta, inundada en lágrimas, salió
de una sala contigua a la que nosotros ocupábamos. «Ven, dijo ella, por lo menos él morirá tranquilo, puesto que te llama».
María mi pobre pequeña María, se arrojó entre mis brazos gritando: «Sálvalo, Jesús, sálvalo».
Aparté a Marta y a María y entré en el cuarto de Simón. Mi amigo era presa de una fiebre ardiente, pero tranquilicé inmediatamente a todos haciéndome responsable de su salud. Me coloqué a su lado, permaneciendo así durante algunas horas y me hice dueño de ese delirio, que no anunciaba ninguna lesión mortal. Cualquier otro, conocedor como yo de las ciencias médicas, hubiera obtenido el mismo resultado.
Seis días después, Simón se encontraba convaleciente y la eficacia de mi cura fue reconocida con el mismo entusiasmo que siempre se daba a mis actos más sencillos, una trascendencia funesta para mi seguridad presente y para mi dignidad de espíritu ante la posteridad.
Para celebrar la buena salud de Simón, Marta tuvo la idea de dar un banquete en el que debía honrarme especialmente, y para disimular a mis ojos lo que había de ofensivo en tal acto para mis principios, Marta me recordó una costumbre a la que nosotros habíamos dejado de someternos a mi llegada, debido a la tristeza que dominaba en la casa.
Esta costumbre designaba al visitante, como a un amigo esperado desde mucho tiempo antes; estaban prescriptas demostraciones a que no podía sustraerse el huésped, bajo pena de desmerecer el carácter de amigo que le confería la hospitalidad.
Nos encontrábamos muchos en este banquete. Tomaron parte en él varios parientes, algunos notables del pueblo, todos mis discípulos de Galilea, Marcos, José de Arimatea, mi madre, Salomé, Verónica y muchas amigas y compañeras de Marta, formando en fin un total de treinta y nueve personas. Marta, que debía formar el número cuarenta, prefirió, según manifestaciones de ella al finalizar los preparativos, el honor de servirme, juntamente con María de Magdala, Juana, Débora y Fatmé.
María, hermana de Simón, permanecía casi constantemente detrás de él, que estaba sentado a mi frente, en el centro de la mesa. Su intención bien resuelta, era la de contemplar mi semblante, de sorprender mis más pequeños gestos, de saborear mis palabras, estudiando todas las graduaciones de mis impresiones, de abandonarse finalmente a ese instinto especulativo del alma, que desprecia las formas exteriores para elevar el pensamiento y concentrar su deseo en el sublime ideal.
La conversación debía naturalmente girar alrededor del motivo de la reunión. Mis conocimientos espirituales, mi dependencia divina, exaltaron las imaginaciones y me vi obligado a explicar el origen de mi fuerza moral, para luchar en contra de la efervescencia que pretendía hallar el don del milagro, en lo que tan sólo existía la armonía de las cualidades sensitivas del alma con la fácil penetración del espíritu.
Para mejor convencer a mis oyentes, pasé revista a mi vida de apóstol y di a cada uno de mis actos, tenidos por sobrenaturales, el justo valor que les correspondía dentro de mis afirmaciones. Me mostré como el Mesías preparado para su misión con sólidos estudios sobre el poder de los elementos, sobre la propiedad de las plantas, la debilidad del espíritu humano y el imperio de la voluntad. Hice depender todas mis alianzas espirituales de una misma fuente: la larga vida del espíritu, y todas mis manifestaciones ostensibles del encadenamiento práctico y sabio de las causas y de los efectos.
Deduje de la ciencia humana, los caracteres ostensibles de mis medios curativos y de la ciencia divina, la felicidad de mi alma, la cual arrojaba sus reflejos sobre las almas oprimidas y los espíritus enfermos. Establecí finalmente la grandeza de mi fe, la inmensidad de mis esperanzas con tan fogosas imágenes y con tales arranques de entusiasmo, que Simón, presentándome un vaso lleno, me suplicó que mojara en él mis labios, a fin de mezclar el soplo divino con el soplo mortal, y de confundir el salvador con él, el humilde resucitado, honor que él pedía, gracia que recibiría con la ardiente fe, con el amor inextinguible que le inspiraba el hijo de Dios.
En ese momento y después de haber contentado a Simón, oí como un sollozo a mi lado. Me di la vuelta y vi a María. Ella se había separado de su hermano para acercarse a quien había sido llamado salvador; su gratitud, su culto se traducían en acentos entrecortados, en espasmos de la voz, y su espíritu sobreexcitado por mis demostraciones, venía a implorar el apoyo de mi fuerza en contra de la violencia de sus ilusiones. Tomé a la niña entre mis brazos, su cabeza se inclinó y sus cabellos sueltos formaron un marco de ébano a su rostro inanimado. Todos los ojos quedaron fijos con semblantes ansiosos, a la espera del desenlace de tal crisis, cuyo final se anunció con algunas lágrimas y un débil sonrojo de la piel. María se despertó como de un sueño, sin darse cuenta de la emoción que había sufrido, y también con un sentimiento de felicidad. Expliqué a Simón la extremada sensibilidad de la hermana y le indiqué con insistencia que no debía jamás contrariar bruscamente en sus excentricidades a esa alma tan exuberantemente dotada, a ese espíritu tan despóticamente gobernado por el alma.
Apenas vuelta en sí, María desapareció. Me encontraba, por consiguiente, en buenas condiciones para hablar de un accidente que me sugirió numerosas observaciones sobre las naturalezas corporales, dominadas por visiones demasiado fuertes del alma y por ambiciones demasiado fuertes del espíritu. Enseguida me dejé transportar, como siempre, por mi movediza fantasía, hablando con frases sentenciosas y proféticas, en evocaciones de mi espíritu hacia el Ser Supremo.
Habíamos llegado al final del banquete, y nadie ya comía ni bebía, sino que todos habían quedado pendientes de mis palabras. Me elevé paulatinamente hacia lo absoluto de mis ideas, referente a las alianzas de los mundos y de los espíritus. Poco a poco me sentí como separado de los que fraternizaban conmigo en ese banquete, viéndome rodeado de los hombres del porvenir, y se me presentó, tras sucederse los siglos, mi emancipación de esta Tierra. Después, atraído por el sentimiento de la actualidad, hablé de mi muerte, rodeándola de todas las seducciones de la gloria inmortal. Les anuncié que casi todos me abandonarían, les prometí que los honraría en sus esfuerzos o los consolaría en sus arrepentimientos, que los dirigiría hacia la luz mediante los dones del espíritu para con el espíritu y que los elevaría con la persistencia de mi amor.
Juan como siempre, se encontraba a mi izquierda y se esforzaba en ese momento por conocer a los que yo había querido aludir al hablar de abandono. A este deseo, manifestado en una forma de pregunta, contesté que la presciencia respecto a los sucesos se hace fácil mediante el esfuerzo del espíritu en el estudio de los hombres y de las cosas.
«Muchos me abandonarán, añadí, porque muchos son débiles y miedosos». «Algunos me renegarán, otros me traicionarán, tal vez para eludir la responsabilidad o para satisfacer su hastío».
«Los hombres no son suficientemente creyentes en mi fuerza de Mesías y la proximidad del peligro los separará de mi lado».
«Pero después de mi muerte los hombres de quienes hablo, comprenderán la cobardía de su conducta y mi espíritu se les aproximará nuevamente para continuar la obra que he fundado».
Hermanos míos, yo no señalé de un modo más preciso los que me habían de abandonar, renegar o traicionar. La razón, os la doy con mi contestación, a ese discípulo tan audaz en su fanatismo, como exagerado en sus testimonios de amor. La luz que brilla de la ciencia espiritual es la guardiana de las fuerzas humanas para perseverar en las actividades del alma y en el heroísmo del espíritu, mas no podría determinar una violación de la ley que quiere que la materia sea un obstáculo para la visión completa del alma y del espíritu. Yo gozaba deliciosamente con los honores que se me prodigaban y cuando Marta derramó agua perfumada sobre mis manos y su joven hermana me la salpicó por la cabeza y por las ropas, me mostré feliz al contemplar la felicidad que ellas experimentaban. La tarde terminó en medio de una alegría expansiva, que nada vino a turbar.
Hermanos míos, en el capítulo trece de este libro pasaremos revista a las causas del odio de los sacerdotes y de mi condena. Después continuaremos la exposición de los hechos que precedieron a mi muerte.
CAPÍTULO XIII
EL DERECHO QUE LE ASISTE A JESÚS PARA SER JUZGADO
Hermanos míos, desarrollando las causas de mi condena y los juicios erróneos de mis actos, deseo que mis palabras no sean defendidas más que por mí mismo; es preciso, pues, dejarlas tal como yo las expongo.
Honrémonos por nuestro respeto hacia las órdenes de Dios, no busquemos ni facilitar la admiración de los hombres ni disminuir la maliciosa pretensión de algunos de ellos. Que únicamente el escritor sea el responsable. A la depositaria de mi narración no le permito ninguna adición o corrección. A todos los que formulen sus dudas y la voluntad seria de iluminarse, responderé yo mismo.
Sed los discípulos dóciles del enviado de Dios. Endulzad su repentina aparición en medio de un mundo frívolo y escéptico, atribuyendo su alianza con los espíritus cuya luz vosotros habéis ya demostrado, mas no alteréis nada en su modo de presentar los acontecimientos. La vida de Jesús debe ser precedida de comentarios humanos, para explicar el pensamiento que presidió a esta obra divina, y debe ser separada de toda comunicación que no sea del mismo espíritu.
Pasemos al examen de los motivos de mi condena. «Yo había facilitado las sediciones populares, haciendo caer sobre los sacerdotes sospechas con los paganos».
Sí, yo me había asociado a una muchedumbre de revolucionarios, cuyo objetivo común, idéntico al mío, no excluía intenciones culpables y peligrosos excesos. Pero ya el invasor se cansaba en las represiones de las sublevaciones, como en la sanción de los juicios del tribunal sagrado. El derecho político se establece sobre el derecho humano; las cargas, los empleos, se hicieron accesibles a todas las capacidades, y las facciones se debilitaron poco a poco bajo un gobierno más cuidadoso del bien general. Tan sólo el elemento religioso empezó a sembrar el desorden en los espíritus. El carácter eminentemente dominante del Gran Sacerdote creaba numerosos enemigos al poder sacerdotal; mas estos enemigos divididos por el espionaje, empleaban sus fuerzas en revueltas parciales, que atraían sobre sí sangrientas represalias, resultando inútiles para la obra definitiva.
Por prudencia Hanan fue depuesto, pero siguió ejerciendo su influencia durante el pontificado de Caifás, su yerno. En las discusiones de los artículos de la ley, el principio religioso sobre el que descansaba la misma ley, era inexpugnable. Los jefes de escuela encontraban numerosos contrincantes, cuyo objetivo era el de empujarlos hacia la negación y los fariseos sobresalían en este infame oficio. El Sanhedrín, tribunal sagrado, juzgaba los delitos de lesa majestad divina. Todas las infracciones referentes a la ley civil quedaban dentro del círculo de atribuciones de los tribunales ordinarios. Las penalidades se resentían de la diferencia establecida entre los delitos religiosos y los delitos previstos por la constitución del Estado. El fanatismo tenía que demostrarse más despiadado que el principio del orden social. Una ley decretada por el poder romano, castigaba con la muerte al asesino y al bandido armado, pero sucedía a menudo que, circunstancias hábilmente aprovechadas por la defensa desviasen de la cabeza del culpable la terrible expiación.
Ante los príncipes de los sacerdotes y de los fariseos, toda sublevación ostensible en contra de las prescripciones del culto mosaico, tenía por consecuencia la muerte. La ley era precisa, inexorable. En las causas mayores a los sesenta príncipes de los sacerdotes, fariseos y doctores de la ley que componían el Sanhedrín se agregaban algunos miembros suplementarios.
Se llamaban príncipes a los sacerdotes nobles de nacimiento o de reconocida capacidad, ejercida ésta desde larga fecha de ennoblecimiento. El fariseísmo era una secta piadosa y respetable en apariencia, hipócrita y depravada en realidad. Los doctores de la ley representaban la casta más erudita y más inteligente de la nación judaica. Se dividían las funciones difíciles del apostolado y de la magistratura sagrada. En el Templo ellos ejercían la verdadera autoridad, por cuanto los sacerdotes no eran más que servidores autómatas, más propensos a los honores mundanos y a los goces materiales, que deseosos de las prerrogativas de la ciencia y de la virtud. En las Sinagogas los doctores de la ley hacían preceder sus conferencias de algunas incitaciones hacia la curiosidad, que se referían a tales o cuales personalidades. En la vida retirada daban consejos y en la vida pública daban fe de sus creencias con elocuentes discursos. Las funciones de la magistratura sagrada los sometían a los deberes de jueces, de acusadores y de defensores. El prestigio de su talento establecía convencimientos y la marcha de los procedimientos dependía únicamente de ellos.
Hermanos míos, las participaciones de Jesús en las sublevaciones populares, que tuvieron lugar cuando tenía veinticuatro años de edad, fueron una consecuencia de su educación y de las ideas religiosas que él se empeñaba en levantar como una doctrina.
Jesús era revolucionario porque decía: «Los poderes de la Tierra se mantienen por la ignorancia de las masas».
Mas Jesús había bebido el principio democrático que lo hacía obrar en el principio divino de las alianzas celestes, mas el democrático Jesús quería la igualdad y la fraternidad entre los hombres porque los hombres son iguales delante de Dios, que es su Padre, mas el democrático Jesús profesaba el desprecio de los honores mundanos, porque esos honores paralizan las manifestaciones que adquieren los honores espirituales, porque apoyaba el elevado destino del espíritu sobre los deberes que le incumben a este espíritu en su marcha ascendente.
El revolucionario Jesús combatía la opresión, porque la opresión es contraria a la ley de Dios, pero ordenaba el perdón porque el perdón se encuentra en la ley de Dios. El revolucionario Jesús amaba a los pobres, porque los pobres eran para él hermanos desgraciados. Compadecía a los ricos, porque los ricos eran para él hermanos extraviados.
El democrático Jesús decía: «Los poderosos de este mundo serán los parias del otro mundo».
Y decía también: «Amaos los unos a los otros y mi Padre os amará. En la casa de mi Padre no hay pobres ni ricos, ni patrones ni sirvientes, sino espíritus, cuya ciencia habrá perfeccionado su propia virtud».
Aplicad, hermanos míos, las palabras de Jesús y sed revolucionarios como yo; es una cosa heroica el serlo. Pueblos y gobiernos de pueblos, deponed las armas y reflexionad finalmente en el objetivo de la existencia temporal.
¡Infelices envilecidos, negros negadores de la Providencia divina, levantaos y
adorad a Dios! Ricos, honrad la pobreza, y vosotros pobres, no envidiéis las riquezas. El poder y la grandeza humana, hacen decaer al espíritu no penetrado del poder divino y de las grandezas espirituales. La adversidad eleva al espíritu, que reconoce la justicia de Dios. El espíritu no puede adquirir la fuerza sino por medio de las pruebas de la vida corporal; el espíritu fuerte se hace pronto digno de la gloria de Dios.
Expliquemos, hermanos míos, el carácter y el valor del delito de la desviación del culto divino imputándole a Jesús. Desde tiempo inmemorial, el culto divino es una mezcla de supersticiosas devociones e interesadas mentiras. Desde tiempo inmemorial han existido hombres que han demostrado en nombre de Dios que la razón debe someterse a todas las deformidades del sentido intelectual, para la edificación de tal o cual doctrina religiosa. Desde tiempo inmemorial la fuerza suprime el derecho, la noche devora la luz, y la ayuda de Dios es invocada por los asesinos y por las tinieblas.
Dios es inmutable. Nuevas semillas llenan el vacío, la luz se reproduce en medio de las tinieblas; y la vida generada por la muerte, la luz victoriosa sobre la noche, deposita sobre la superficie de un mundo los vivos del Señor, los luchadores de las verdades eternas. Ello debe suceder, ello sucede y se llama progreso.
Todas las humanidades atraviesan por las fases de la niñez en medio de horizontes nublados, todas las humanidades se alejan del objetivo y se detienen indecisas, pero entonces luces repentinas iluminan el camino, y este camino vuelve a emprenderse y la verdad prepara su reino definitivo, bajo las miradas y el apoyo de Dios.
Jesús debía a preceptores ilustres sus primeros estudios serios y había madurado sus medios de perfeccionamiento con profundas meditaciones. Jesús debía a inspiraciones secretas, honradas por demostraciones palpables, la revelación de su misión divina, y se arrodillaba sobre el límite de la Patria Celeste para escuchar las órdenes de Dios; con el pensamiento volaba por encima de los siglos de ignorancia, para facilitar a los siglos siguientes la luz y la felicidad. El espíritu llegado al desarrollo moral e intelectual permanece fiel a las convicciones adquiridas por él mismo, hasta que la ciencia de Dios le dé la inmutabilidad de la fuerza y el empuje del fanatismo para sacrificar el presente al porvenir, para preparar el porvenir al precio de las más amargas desilusiones humanas. El espíritu desarrollado en un mundo carnal, designa un Mesías y este Mesías no puede huir de la persecución sino desertando de la causa a cuyo sostén se ha dedicado. Despreciando la muerte corporal, el espíritu adelantado en el sendero de la perfectibilidad, flaquea aun ante los asaltos que le llevan los seres inferiores, y su confianza engañada, su amor mal correspondido le pesan como remordimientos.
Permanezcamos, hermanos míos, en la creencia absoluta de las fuerzas individuales, desarrolladas con el ejercicio de la voluntad. Permanezcamos en la afirmación de la Justicia de Dios, ya sea que ella se establezca con pruebas o con beneficios pero afirmemos sobre todo, con fuerza, la libertad dada al hombre tanto cuando él lucha en contra de las presiones desorganizadoras del alma, como cuando él tenga que combatir principalmente en contra de las manifestaciones tumultuosas de la ignorancia y del odio. El espíritu adelantado se desliga de las dependencias humanas y se alimenta de las fuerzas de Dios, a medida que son mejor comprendidas la nada de la materia y la extensión de las posesiones espirituales.
Justicia de Dios, gloria a ti, tú eres explicable y todo lo explicas. Justicia de Dios, honor a los que te dedican su coraje y su resignación; ellos marchan por la vía afortunada del ensanchamiento de la dignidad del espíritu.
Jesús, hermanos míos, tenía conciencia de sus actos y de la fuerza de su sincera naturaleza cuando acusaba a los sacerdotes y a los fariseos. Respetuoso con el culto divino, pero contrariado al mismo tiempo, por la avidez y arrogancia de los ministros de ese culto, por la hipocresía oficial de una secta religiosa con gran poder, Jesús buscó en el mismo origen del culto y en la inexacta ponderación de los deberes humanos, las verdaderas causas de la disolución moral y de las vergüenzas intelectuales que él iba notando. En esta investigación Jesús se vio ayudado por los trabajos anteriores a los suyos, y por alianzas nuevas o renovadas en la vasta asociación de los espíritus y de los mundos. Jesús se prohibió en un principio el escrutar los misterios de la religión mosaica, después se dejó arrastrar por opiniones que respondían a su sentido moral. Enseguida circunstancias cada vez más favorables a su misión, le abrieron paso entre los escombros que caían y las piedras brutas del porvenir.
Jesús comprendió que era necesario conservar algunos vestigios del pasado para no encontrar obstáculos a su tarea de constructor. A menudo le faltaba la paciencia y decía:
«No se pueden hacer ropas nuevas con ropas viejas».
Jesús adoraba a su Padre en espíritu y en verdad, y cuando el pueblo ignorante le pedía explicaciones, contestaba: «Dios no tiene sino desprecio para los ofrecimientos y para las prácticas exteriores, cuando no las acompañan la virtud y la fuerza dimanada de la ciencia».
«Dios prohíbe el orar tan sólo con los labios, y los que entran en una sinagoga con el corazón lleno de odio y con las manos sucias por la rapiña y la sangre, merecen el castigo de Dios».
«Permaneced humildes y pacientes bajo el peso de la vida mortal. Amaos los unos a los otros, libertad a vuestra alma de los lazos vergonzosos, vuestros espíritus de las ambiciones injustas, y habréis servido a Dios y Dios os bendecirá en este mundo y en el mundo que para vosotros sucederá a éste».
«Dios quiere vuestros corazones por templo; adorad a Dios en el templo que ha elegido». «Las funciones del culto ponen en evidencia, la mayoría de veces, la ineptitud, la vanidad y la hipocresía. La adoración interna lleva siempre al espíritu por el sendero de la sencillez, de la dulzura, y de la sabiduría».
«Vosotros podéis orar juntos, pero no hagáis pompa con vuestras oraciones y no mezcléis las pompas mundanas con las cosas de Dios».
Hermanos míos, Jesús explicaba a Dios con la elevada inteligencia que de Dios le venía, pero bien sabía que no podía preservarse de los odios y venganzas de los que él acusaba por su orgullo y picardía, de los que eran comprendidos en sus demostraciones.
Jesús definía el amor como el gran motor de la religión universal, y enseñaba la igualdad de los espíritus, la comunidad de sus intereses delante de Dios, el desarrollo y el empleo de las facultades pensantes. Combatía por lo tanto los poderes fundados sobre el desprecio de las leyes de Dios y la inmovilidad del espíritu decretada por estos poderes.
Las religiones basadas sobre la divinidad de Jesús, así como todas las doctrinas ajenas a esas religiones, llevan consigo defectuosas apreciaciones sobre la justicia divina. Para que una religión sea en definitiva la fuente de la felicidad humana, es necesario que ella resulte de la razón misma, esencia de Dios.
Hagámonos nuevamente fuertes con la enunciación del elemento constitutivo de la razón divina y de la razón humana en su pureza. La razón divina es la preponderancia del amor en la obra de la creación. La razón humana, firmemente establecida, es la emulación del amor de las criaturas entre ellas, para responder al amor que el Creador desparrama sobre la creación. La justicia divina es una consecuencia del amor divino; los efectos de esta justicia demuestran el infalible raciocinio deducido de un poderoso trabajo de concepción infinita.
Que los mundos conformados para determinadas categorías de espíritus, reciban otros más desmaterializados para ayudarles en su progreso; que las moradas humanas escondan, de tiempo en tiempo, luminosas inteligencias; que las pruebas carnales representen una cadena continua de intermitencias de reposo y de espantosas catástrofes, ¡qué importa, desde el momento que es la justicia de Dios la que resuelve y es el amor el que dicta su justicia! ¡Qué importa desde el momento que los Mesías, expresan el amor de Dios hacia todas las inferioridades y que los sufrimientos humanos representan actos de reparación hacia la justicia de Dios!
Jesús, ya lo dije, fustigaba los poderes, establecidos por el esfacelo de las conciencias y por el abuso de la fuerza y encontraba en sí el más ardiente patriotismo del alma para abatir todos los despotismos y para compadecer todas las miserias de la humanidad. Mas los enemigos de Jesús afirmaban que él había atacado el dogma de la unidad de Dios, al decirse hijo de Dios y que había debilitado la fe religiosa favoreciendo la revuelta. Aquí, hermanos míos, vamos a reasumir las principales enseñanzas de Jesús, mas no volveremos sobre el carácter de hijo de Dios, tan mal interpretado en todo tiempo y que ya he explicado suficientemente.
Cuando Jesús dejó Jerusalén por primera vez y fue a países lejanos, adquirió la certidumbre de que las religiones no dividían a esos pueblos, por cuanto el amor de las artes y de las riquezas llevaba la preferencia con respecto a cualquier otra aplicación del espíritu. Cuando Jesús abandonó Jerusalén, por primera vez se vio libre y feliz en medio de los pueblos libres y llenos de fantasía. Él empezó proporcionando abundantes consuelos y manifestando su carácter llano y expansivo.
De su doctrina puso a la vista tan sólo lo que era necesario para establecer el amor como base del equilibrio humano; pero no determinó el amor como una obligación del completo sacrificio, desde que sabía muy bien que para hombres debilitados por los goces mundanos, debía hacer concordar la habitual expansión de sus espíritus con las primeras exigencias de la razón de éstos.
Jesús hacía necesario el amor por la necesidad que tenían los hombres de sostenerse los unos a los otros. ¿Acaso el amor no protegía los intereses del pobre, así como defendía al rico en contra de los insensatos deseos de igualdad material? Jesús defendía la esperanza como un remedio para todos los males. Dirigía las miradas del espíritu hacia la felicidad del porvenir, con palabras de misericordia y de aliento. Él hacía de la muerte una luminosa transformación. Por espacio de dos años, Jesús evitó las críticas del mundo frívolo y la desconfianza de la gente seria. De buen grado se escuchaba al dulce profeta que prometía la abundancia a los que proporcionaran alivio a los pobres, que concedía el perdón de Dios a los que perdonaran a sus enemigos, que anunciaba la paz y la felicidad a todos los hombres de buena voluntad, en nombre de Dios, Padre de ellos. Le seguían en los lugares públicos y en la plataforma de los edificios, al atrayente revelador de los destinos humanos, que explicaba la igualdad primitiva y la beatífica inmortalidad. Las jóvenes le llevaban a sus hijos y él los bendecía, los enfermos lo mandaban buscar y él se acercaba a ellos, los pobres lo tomaban como apoyo y los ricos se detenían para escucharlo predicar la fraternidad y el desinterés. Se le ofrecía siempre generosa hospitalidad al dispensador de la gracia de Dios, y tanto en las familias como en medio de las masas, Jesús se convertía en el padre, el amigo, el consejero y la alegría de los paganos, a quienes jamás habló del castigo y de la cólera divina.
Él guardó el recuerdo consolador de ese tiempo en medio de la agitación y de la tristeza que, más tarde, le oprimieron. Mas Jesús no podría llamar la atención del espíritu humano, sobre las personas que lo rodearon en ese tiempo, y ello porque el espíritu humano no tendría ningún fruto que recoger del conocimiento de las intimidades de Jesús, cuando esas intimidades no se encuentran ligadas con acontecimientos conocidos o que merezcan serlo. Conoció a Juan, por primera vez, a la edad de treinta años y a la de treinta y tres y algunos meses murió. Juan disipó las irresoluciones de Jesús respecto a su misión como hijo de Dios y él prometió a Juan que se atendría a algunas prácticas externas, si sobrevivía al apóstol, lo cual mereció del apóstol las siguientes palabras:
«Yo soy el precursor, tú eres el Mesías». «Te esperaba para continuar la obra y hacerla inmortal».
«Bendigamos a Dios que nos ha reunido y fundemos el porvenir con el precio de las tribulaciones y de las torturas de la muerte. Las tribulaciones, las torturas, la muerte, serán nuestros títulos para la gloria inmensa, para el poderío eterno».
Juan murió asesinado por los que él había señalado con desprecio ante el pueblo, un año después de su entrevista con Jesús. Éste quiso entonces tomar la dirección de los discípulos de Juan y juntarlos con los suyos, pero habría tenido que vencer la obstinación de espíritus sin sagacidad y sin grandeza moral, por lo cual se vio obligado a renunciar a ello. Jesús lo había dicho; sus discípulos de Galilea, tan sólo más tarde lo comprendieron, y su conformación verdadera en la fe, no tuvo lugar sino después de la muerte del que abandonaron casi todos en el camino del dolor. Mantenidos en la gratitud por el respeto que profesaban hacia la memoria de su maestro, los discípulos de Juan me siguieron a distancia y me dieron pruebas de afecto. Dos años consecutivos me trasladé a orillas del Jordán, para observar el ayuno y darles la acostumbrada solemnidad a las prácticas de Juan. En las dos veces fui acompañado por los discípulos de Juan, cuyo número no había disminuido.
Eran quince y el más anciano presidía las funciones de la doctrina, con el recogimiento a que lo había acostumbrado su preceptor de prudencia y saber. Estos hombres sobrios y severos daban a la virtud las lúgubres apariencias de venganzas celestes; depositarios de la voluntad de Juan, tenían que sufrir por las contradicciones que resultaban entre ellos y nosotros. Ellos querían la exterioridad de la contrición, el rigor de la forma, la evidencia del culto, nosotros la humildad en la penitencia, la plegaria de corazón, la libertad de los ejercicios religiosos, la abstención completa de pompa en los sacrificios y de métodos en la enseñanza.
De nuestros hábitos, de nuestra existencia, alegre en relación con la de ellos, los discípulos de Juan no sacaban conclusiones tristes para el porvenir y siguieron llamando siempre Mesías a quien su maestro había designado con ese mismo nombre.
Lo repito, los discípulos de Juan se mostraron muy superiores a los discípulos de Jesús. Dejando de lado el fanatismo que alejaba al pecador de la esperanza en Dios y la exageración criticable de las prácticas, ellos poseían todas las cualidades del espíritu que determinan la inviolabilidad de la conciencia. Los discípulos de Juan no me acompañaron durante los días nefastos que precedieron a mi suplicio, por cuanto se encontraban entonces dispersos y errantes. Un decreto lanzado en contra de ellos, mientras me encontraba en Betania, los había expulsado de la Judea. La persecución religiosa fue siempre en aumento desde esa época, ésta anunciaba la ruina de Jerusalén y la decadencia del pueblo hebreo.
Mis instrucciones, desde la separación de Juan hasta mi partida para Cafarnaúm, demuestran mi conocimiento en la ciencia divina, puesto que me dirigía a hombres capaces de comprenderme. Estos hombres, desgraciadamente, eran tímidos aliados o déspotas depravados, y los primeros no me podían sostener sino con la ayuda del pueblo. Apoyarme en el pueblo hubiera sido, tengo de ello la convicción hoy, crearme seguridades durante el tiempo necesario para la fundación de mi gloria humana como Mesías y revelador de la ley universal.
Cometí un gran error al alejarme de Jerusalén, y de este error dimanan las supersticiones que han mantenido alejados a los espíritus, del propósito latente de todas las humillaciones, la adoración de un solo Dios, el amor fraterno y el progreso en la adoración y en el amor.
De las enseñanzas de Jesús en esa época, deducimos que el pensamiento que dominaba en ellas, destruía desde la cima hasta la base, los preceptos de la antigua ley para reemplazarlos con los de la nueva. Se pronunciaron entonces estas palabras:
«La luz viene de Dios y yo soy la luz. Dios ha puesto en mí todas sus esperanzas, en el sentido de que la verdad se hiciera evidente para vosotros».
«Felices los que comprenderán la verdad. El hombre no sería hombre, si no hubiera aprendido algo antes de nacer. Haceos sabios para descubrir lo que ha precedido a vuestra actual existencia. El porvenir os será revelado por el conocimiento que adquiráis de vuestro pasado».
«Creed en la purificación por medio de las pruebas y jamás dudéis de la misericordia divina, pero retened bien esto: La purificación se opera lentamente y la misericordia divina no podría contrariar la ley de la organización y de la desorganización».
«Observad mi ley. Ésta dice: Orad en secreto, perdonad a vuestros enemigos y ayudad a vuestros hermanos».
«Os lo repetiré siempre: El que abandona al pobre será a su vez abandonado. Al que mata se le matará, el que maldiga será maldito. Este es un secreto divino que se explica no en una vida sino en muchas».
«Defendeos en contra de las supersticiones inferiores de la niñez de los pueblos, que asemejan a Dios con los miembros de la humanidad, y adorad a vuestro Padre, sin pedirle que altere cosa alguna de sus designios».
«Los hombres de buena voluntad levantarán un templo a Dios y el reinado de Dios se establecerá sobre la Tierra. Os lo digo: muchos de entre vosotros verán el reino de Dios, mas comprended bien mis palabras; estas palabras son de todo tiempo, porque el espíritu es inmortal, la vida sucede a la muerte, la luz disipa las tinieblas, y el santo nombre de Dios será bendecido por toda la Tierra».
«Alejaos de los falsos profetas. Los reconoceréis fácilmente. Ellos anuncian siempre el hambre, la peste y todos los flagelos. Invocan la cólera de Dios sobre los que han prevaricado y sobre los hombres que investigan los designios de ellos para dar a conocer su picardía. Afirman que Dios protege su poder y afectan grandes apariencias de virtud, mientras su corazón se encuentra sobrecargado de odios. Ahora os lo digo: Dios no tiene sino amor para sus criaturas. Él las castiga sin enojo y para llevarlas hacia el arrepentimiento. Todos recogen en un tiempo lo que han sembrado en otro. Todos deben cuidar los sembrados, para que el buen grano no se vea sofocado por la mala yerba. Seguid la ley de amor y Dios hablará a vuestros espíritus y os mandará mensajeros de su amor. La gracia de Dios es obra de Justicia».
«Felices los que desean la gracia y sabrán merecerla. La verdad les será revelada y ellos la desparramarán para confundir a los malos y a los hipócritas, para instruir a los ignorantes, para consolar a los pobres y a los pecadores, para facilitarles a los justos los medios para fundar el reino de Dios sobre la Tierra».
«La verdad se recomienda por sí misma, desde que habla en nombre de la razón, de la igualdad, de la fraternidad, de la inmortalidad, puesto que demuestra la felicidad futura, apoyando sus demostraciones sobre la justicia, sobre el amor y sobre la sabiduría del Creador; puesto que ella desliga la justicia de Dios de las feroces venganzas, el amor de Dios de las debilidades de las predilecciones, la sabiduría de Dios de las indecisiones y cambios de la voluntad».
Hermanos míos, estas instrucciones, todas ellas llenas de la llama divina, estas expansiones de un espíritu penetrado de las grandezas espirituales, tenían que resultar bastante incomprensibles para muchos hombres, mas estos hombres comprendían la oposición que yo les hacía a todos los abusos de autoridad, y me amaban por ello; mas estos hombres decían que yo era el Mesías anunciado por los Profetas y creían en mí. Si yo hubiera consentido dejarme rodear y defender y no obstante en mis triunfos populares hubiese permanecido dueño de mí mismo, mi muerte, inevitable resultado de la volubilidad de las opiniones humanas, hubiera sido la consagración de la alianza de los mundos y de los espíritus.
En los preparativos de mi alma para sufrir esta muerte, tuvieron lugar grandes luchas en mí. ¿Debía yo revelar públicamente mi ciencia o dejar a mis fieles el cuidado de divulgarla? El silencio que guardé me acusa de una culpa no menos grave que la de haber abandonado Jerusalén cuando era necesario el permanecer en ella.
Yo debía grabar mi semblante de Mesías sobre el porvenir, llenando de espanto a mis verdugos, con palabras que ellos hubieran sido impotentes para corromper. Ellos, lo mismo que los propagadores de mi origen celeste, no habrían podido demoler un conjunto de principios, desligados por mí de los errores de las primeras apreciaciones, y de las contradicciones establecidas dentro del propósito de la seguridad necesaria.
Dediquemos, hermanos míos, una atención seria a las faltas de Jesús. Ellas dan la medida de las concepciones del espíritu espiritualizado, pero circunscripto por las enfermedades humanas; ponen en luz la Justicia Eterna que concede al misionero la libre dirección de su tarea: prueba la ceguera de la clarividencia, la debilidad de la fuerza, la decadencia de la superioridad, por efecto de dos naturalezas opuestas en el mismo Ser. Jesús arrastró el peso de estas dos naturalezas y si alguna vez sucumbió bajo la presión de corrientes opuestas, siempre se levantó después de la caída, fortalecido por el presentimiento de su gloria cercana.
En Cafarnaúm y sus alrededores, tantas veces recorridos por mí, mis enseñanzas, se habían colocado al nivel de las personas a quienes me dirigía. Empecé en un principio con máximas aisladas y con consejos aplicables a todas las situaciones morales y a todos los sufrimientos físicos. Nadie en Galilea se ocupaba de la medicina propiamente dicha, pero todos los hombres que querían estar en auge con el pueblo, debían establecer su superioridad sobre el mismo con demostraciones ostensibles de alguna ciencia, y el arte de curar era lo que excitaba en el más alto grado la emoción popular.
La naturaleza me ofrecía en abundancia, en esos campos, plantas preciosas, y guiado por algunos estudios anteriores, obtuve éxitos, que más tarde, se tomaron como milagros y exorcismos. Con mis discípulos emprendí giras en los alrededores de Cafarnaúm. Visité sinagogas, estudié los alcances intelectuales del pueblo e hice uso, para hacerme querer, de una dulzura familiar, que me empujaba tanto hacia las fiestas como hacia la búsqueda de enfermos y de gente abandonada.
Mis parábolas se inspiraban en las mismas pasiones de mis oyentes, mediante un estilo imaginativo y breves comparaciones. Mis descripciones de los tormentos del infierno, mis éxtasis por las bellezas del cielo, los exaltaba, y me creían entonces cuando les decía:
«Los que me amen me seguirán y yo los llevaré a la verdadera vida».
«Yo soy el buen pastor. Cuando el buen pastor percibe que un cordero se ha extraviado, deja por un momento a los otros corderos para descubrir al perdido, y lo devuelve al corral».
«Pedid y se os dará. Llamad y se os abrirá. Yo soy el distribuidor de las esperanzas y de los consuelos».
Yo mezclaba a menudo lo que se encuentra entre líneas en la Doctrina pura con los dogmas ortodoxos; pero en las instrucciones más íntimas libraba la Doctrina de las obscuridades de que la veía rodeada. El anuncio del reino de Dios volvió entonces a figurar a menudo en mis discursos y recalqué con energía las siguientes palabras:
«Muchos entre vosotros verán el reino de Dios».
Lo repito, hermanos míos: «El reino de Dios se establecerá sobre la Tierra y muchos de vosotros verán el reino de Dios».
¿Por qué dieron a mis palabras un significado absurdo? Para descubrirme en el error ante la presente generación y ante la posteridad. Mas encontrándose ya claramente definida ahora mi doctrina, ¡haced lugar a los hombres de buena voluntad, vosotros hombres intrigantes, hombres de mala fe! ¡Haced lugar a la verdad, ella volverá a traer a la Tierra el reinado de Dios!
En el decimoquinto capítulo seguiremos tras los días dolorosos que llevaron a Jesús hasta el Calvario y asistiremos al gran acto de la expiación de los delitos de Jesús.
En el capítulo décimo sexto nos ocuparemos de la gloria del Mesías y diremos los motivos que lo han empujado para revelarse ahora.
Hermanos míos, os bendigo.
CAPÍTULO XIV
JESÚS CON SUS SERMONES, AJENO A TODA ORTODOXIA
Hermanos míos, el límite que he fijado a este trabajo me obligará al silencio si alguno de vosotros tuviera el deseo de mayores aclaraciones o de una nueva confirmación de los hechos que os he referido. En segundo lugar, el curso de los acontecimientos hasta el final de este libro, me dará motivos para numerosas digresiones con respecto del asunto que en él se desenvuelve. Nosotros limpiaremos el camino y ablandaremos el terreno; sembraremos por Dios.
Edificaremos la casa de nuestros hijos en la luz y acumularemos riquezas para ellos, derramando tesoros divinos sobre las riquezas humanas. Revelémonos tanto por la sencillez de nuestro estilo, como por el ardor de nuestro amor. Expliquemos nuestra defensa delante de los hombres que nos acusan, nuestra fuerza delante de los que nos niegan, nuestra afectuosa piedad ante los que deforman nuestra personalidad. Digámosles a todos, infelices o culpables, ignorantes o malvados:
«Acercaos, amigos míos, os daré la felicidad de creer en Dios nuestro Padre, principio y adorable fin de la creación, alianza y movimiento de las invisibles armonías e inconmensurables grandezas del Universo».
«Os demostraré la superioridad gradual y la afinidad de los espíritus entre ellos, la diversidad de los elementos, y la superioridad absoluta de la dirección de los globos planetarios, de los fosforescentes astros errantes, de las reconstituciones luminosas, del decrecimiento y de la regeneración de los mundos».
«Os enseñaré la vida espiritual en la materia y fuera de la materia, os referiré mis dudas, mis esperanzas, mis faltas, mi glorioso coronamiento, el martirio de mi alma, el triunfo de mi espíritu, las luchas de mi naturaleza carnal con las aspiraciones de mi pensamiento, la tendencia humana ardiendo en mi corazón, completamente lleno de los deseos de una pureza inmortal. Os describiré a Jesús como el más adelantado de los Mesías venidos a la Tierra y haré resplandecer la casa de Dios, libre de toda superstición hija de las criaturas; os volveré al sentimiento del deber y os convenceré de la felicidad que les espera a los fuertes, humildes y devotos observadores de las leyes de Dios».
«¡Al oír mi voz, sed consolados vosotros que lloráis, y caminad bajo mi tierna protección, oh, vosotros que gemís en el aislamiento y en la ingratitud, en el abandono y en la injusticia, en el agotamiento de las fuerzas físicas y en las amargas sensaciones del recuerdo y del remordimiento!. Yo quiero agotar toda creencia en lo maravilloso, haciéndome conocer tal cual soy y afirmando la gracia como un efecto de la justicia divina».
La gracia es el beneficio de la fuerza; la fuerza resulta del progreso del espíritu, y todos los espíritus se elevan mediante las pruebas de la vida carnal, cuando comprenden sus enseñanzas. Jesús, desde la felicidad espiritual, hacia la cual lo llevaron los oprobios humanos, tuvo que preparar sus derechos a una gloria cada vez más luminosa, así les sucederá a todos los que llegan al desarrollo de las fuerzas por medio de la voluntad.
En este capítulo, hermanos míos, tendremos que exponer la doctrina pura de Jesús, haciendo notar las manchas impresas en esta doctrina por los sucesores de Jesús y por él mismo en su última estada en Jerusalén.
Rodeado en Betania de sus amigos más queridos, Jesús no les abrió lo bastante el camino del porvenir mediante un amplio desarrollo de su doctrina y en Jerusalén cometió el error de no erigirse el fundador de una nueva religión. Jesús tenía que haber repudiado toda cohesión con el pueblo judío y morir afirmando su fe sobre otros principios, que no eran los de la ley mosaica.
Las palabras de sentido ambiguo, las parábolas desprovistas de elevación, porque derivaban de la vida exacta y regular de pueblos laboriosos, los discursos oscuros, la sublime teoría de la igualdad, de la fraternidad, de la libertad individual, que parecía hasta entonces urdida con poca habilidad a la organización viciosa e incorregible de la sociedad humana, todo tenía que desaparecer e iluminarse en medio de los últimos preparativos de la separación. ¡Ay de mí! Dios fue testigo de los dolores de mi alma, de los arrepentimientos de mi espíritu; mas Él consoló mi alma con su fuerza y reservó para mi espíritu el encargo de un perfecto cumplimiento. ¡Me complazco de las tinieblas al salir de las deslumbradoras luces! ¡Quiero desafiar el desmentido brutal y después de haber dejado los efluvios del amor independiente y generoso, me entrego a la humanidad terrestre para desmenuzar sus cadenas y mostrarles a su Creador!
Coloquemos debajo de nuestros ojos las semejanzas que existen entre la época de las pruebas humillantes de Jesús y los tiempos de espantosas y convulsivas torturas del estado social. La desconfianza del pueblo de Jerusalén se apoyaba en las pruebas que se le daban respecto a mis contradicciones. Mi firmeza en rechazar toda participación en los hechos milagrosos que se me habían atribuido, influyó aún más para aumentar la desconfianza del pueblo. ¿Por qué, repetía el pueblo, permitió él que se le presentara como un sanador inspirado, mientras afirma ahora no haber sanado a nadie de un modo sobrenatural?
José y Andrés se atribuían el honor, por burla, de ser los hijos de Dios. María, mi madre, parecía oprimida por la vergüenza y el disgusto. Las mujeres que me acompañaban temblaban presentándome un resguardo con sus cuerpos, y mis nuevos amigos se interponían entre la multitud irreverente y mis discípulos de Galilea. Tales fueron los preliminares de una justicia que se hizo fuerte con el gran nombre de Dios, para luchar en contra de su Mesías y en contra de los intereses de su pueblo, para abatir al defensor del pueblo.
Hoy, hermanos míos, la doctrina de Jesús, mal comprendida en principio, tanto por la natural debilidad de Jesús, como por efecto de sus más celosos defensores, la doctrina de Jesús, repito, es mal conocida hasta el punto de que Jesús es un Dios para algunos, un loco para otros y un mito para la mayoría. Los hombres que se creen capaces de dirigir a la humanidad, discuten el poder soberano o no hablan de él jamás; los de espíritu más independiente se inutilizan en las orgías, o dan muestras de sí con acciones miserables, los menos irreligiosos sostienen todas las instituciones en oprobio al Dios de amor y de paz, y la negación de mi presencia aquí descansa en la pretendida imposibilidad de las relaciones espirituales. En este dédalo de negras herejías, de despreciables defecciones, de absurdos errores, domina como en los días de la revuelta del pueblo de Jerusalén en contra de Jesús, el loco orgullo de las pasiones inconscientes y el desafío de delincuentes concupiscencias.
Jesús preparado para la lucha y profundamente convencido de su misión divina, hacía depender demasiado su coraje del coraje de los que él amaba y la idea democrática bebida por él en un sentimiento religioso exaltado, pero razonado, no se levantaba lo suficiente por encima de las alegrías del corazón. La ingratitud, el abandono, la calumnia, llenaron el alma de Jesús de una pretenciosa compasión y sellaron sus labios cuando justamente hubiera sido de la mayor habilidad, el anunciar la religión universal a todos los pueblos de la Tierra.
En este momento Jesús mira hacia la humanidad, presa toda ella en parte del ateísmo y en parte de la superstición y por más que él se sienta tan golpeado por los escépticos como por los relajados y por los hipócritas, permanece impasible en el poder de la idea, en la fuerza de la acción, las que no están ya sujetas a las debilidades de la naturaleza humana. El amor se vuelve una fuerza de entidad espiritual, y si de la enseñanza práctica de su vida de abnegación, Jesús no pudo recabar los honores populares con que contaba, no por eso resulta menos el dulce apoyo de los pobres y de los humildes, el juez severo de los prevaricadores y de los conquistadores.
Dictemos los principales pasajes de las últimas predicaciones de Jesús y sacaremos en consecuencia que las falsas estimaciones provienen, sobre todo, de las omisiones y de las referencias apócrifas. Cuando él quiso dar testimonio de su prestigio de hijo de Dios en Jerusalén, pronunció estas palabras:
«Yo soy aquel que mi Padre enviara para daros su ley; quien quiera que me siga verá a Dios. Yo camino por el sendero de la verdad y la luz resplandece en mí».
«Pedid y se os dará, buscad y encontraréis. Ello quiere decir que Dios es una ciencia y contesta a los que trabajan».
«Estudiad el origen de los males y el de los beneficios y reconoceréis la justicia de Dios».
«Alejaos de los vicios y de los ruidos de la Tierra para interrogar a Dios y escuchar lo que os contestará».
«Yo soy el hijo de Dios, pero este honor fue merecido por mí y os digo: Todos los hombres de buena voluntad pueden llegar a ser los hijos de Dios».
«No me preguntéis adónde voy y de dónde vengo. Tan sólo mi Padre conoce mi porvenir, y mi pasado permanece secreto para mí, mientras el polvo que envuelve mi espíritu se mezcla con el polvo de los muertos».
«Destruid en vosotros al hombre viejo y dejad hablar al hombre nuevo. Mientras quede en vosotros algo del hombre viejo, las pasiones serán las más fuertes y el viento soplará sobre vuestros proyectos».
«Humillaos delante de Dios y no busquéis la dominación entre los hombres».
«Arrojad lejos de vosotros las cosas inútiles y cumplid la ley del amor».
«Disminuid vuestros gastos para socorrer a los pobres; el que todo lo haya dado a los pobres será rico delante de Dios».
«Levantad lejos de aquí vuestra vivienda, puesto que, os lo digo, el hombre es pasajero sobre la Tierra. Su familia lo espera; su familia lo seguirá en otro lugar y tendrá aún que trabajar para reparar las pérdidas presentes».
«No debilitéis vuestra fe con investigaciones estériles, con un estancamiento más estéril aún, mas practicad los mandamientos de Dios y la luz os llegará, puesto que la luz es una mirada de Dios».
«Todo el que cumpla con la ley y desee la luz conquistará la ciencia, no esa ciencia banal que concluye con todas las cosas de este mundo, sino otra ciencia que lo explica todo».
«Felices los que comprenderán estas palabras».
«Felices los hombres de buena voluntad, el Reino de mi Padre les pertenecerá».
Ante estos sermones, ajenos a toda ortodoxia, los doctores de la ley me amenazaron con cerrarme las puertas del Templo. Si el pueblo me hubiera parecido deseoso de conocer la definición de la ciencia y de la luz de las que hablaba, yo habría desafiado la prohibición y habría hecho valer los derechos de un profesor religioso, que no atacaba ninguno de los dogmas reconocidos, pero las malas disposiciones del pueblo me sorprendieron y resolví retirarme a Betania.
Durante el período transcurrido entre la primera defección del pueblo y los actos atroces de que el mismo pueblo fue autor, Jesús no puso ya límites a sus expresiones y el mismo sentimiento de su elevación le inspiraba arranques de furor y profecías de desastres. Él fustigaba a su gusto a los que llamaba los hipócritas y los perversos, y señalaba con anticipación, casi como para oprimirlos después con el terror, a los frágiles en el amor, a los indecisos en la fe, a los desconfiados, a los ingratos, a toda esa masa de ignorantes y viles que habían de oprimir su cuerpo, sembrar la indecisión en su alma y debilitar casi su confianza en Dios.
«Sois sepulcros blanqueados que la herrumbre y los gusanos corroen su interior».
«Poseéis ropas, los pobres se encuentran desnudos, y os reís cuando los niños lloran de frío y de hambre».
«Andáis publicando a gritos vuestras obras, mientras en el interior de vuestras casas se esconden la orgía y el delito».
«Denunciáis ante el mundo a la mujer adúltera y engañáis a Dios con las apariencias de castidad, mientras vuestro espíritu se encuentra turbado por deseos impuros y ambiciones deshonestas».
«Condenáis el vicio de los pobres pero guardáis silencio respecto a los escandalosos desórdenes de los emperadores y de la vergonzosa servidumbre de los cortesanos».
«Os llamáis los sacerdotes de Dios, los privilegiados del Señor y amontonáis riquezas sobre riquezas e incensáis a los déspotas y conquistadores».
«Yo soy el Mesías, hijo de Dios, y os anuncio que este templo se derrumbará, que no quedará piedra sobre piedra de vuestros edificios, una nueva Jerusalén se levantará sobre las ruinas de la antigua; vuestros descendientes buscarán el lugar donde se ejercitaba vuestro poder y los fastos de vuestro orgullo se desvanecerán como una sombra».
«Tanto que me decretéis honores como que me condenéis a morir, mi nombre sobrevivirá a los vuestros y la ley que traigo prevalecerá sobre la que vosotros predicáis sin cumplirla».
«Hipócritas, que tenéis la boca llena de miel y el corazón lleno de ira y de odio. Déspotas, asesinos sin fe, vil majada de esclavos encadenados durante la noche, cueva infecta de bestias venenosas; despreciable caterva de gente embrutecida y apestada, sois el mundo que está por terminar y yo predico un mundo nuevo, una tierra prometida, la verdad, la justicia y el amor. Intérpretes de un Dios vengativo, implacables proveedores de la muerte, la ciencia de la inmortalidad os dirá a todos, que Dios es bueno y que la vida humana tiene que ser respetada».
En medio de otros excesos del lenguaje, Jesús acusaba a los pobres de seguir una miseria envilecedora, sin combatirla con el trabajo y con el ahorro del trabajo.
«Deseáis la holgura y pasáis el tiempo en el ocio y en la ebriedad. Detestáis a vuestros patrones, pero envidiáis su fortuna, y si os encontrarais en su lugar, procederíais como ellos, porque no poseéis la fe que proporciona el coraje en medio de la pobreza, y la modestia en medio de la opulencia».
«Os quejáis del orgullo y crueldad de los ricos y yo os digo que vosotros tenéis el alma enferma y el espíritu pervertido, propio de las naturalezas bajas y celosas».
«Los que entre vosotros comprenden la nada de las riquezas y el papel de los pobres, serán los primeros en el Reino de mi Padre; mas, lo repito, puesto que muchas veces lo he dicho: Muchos serán los llamados, pero pocos los elegidos».
«Baldón para los comerciantes de mala fe; el robo, bajo cualquier nombre que se le cubra, es una falta ante las prescripciones más elementales de la ley divina. Tan sólo la restitución y la caridad pueden descargar la conciencia del depositario infiel, del mercader desleal, del falsario, del hombre ambicioso e injusto».
«Pecadores de todas las condiciones, hombres de todos los tiempos, la moral se encierra en estas palabras: Haced a los demás lo que quisierais que se os hiciera a vosotros».
«¡Atrás, traficantes de las cosas santas en el templo del Señor!».
«La casa de mi Padre es una casa de oración y vosotros la convertís en una cueva de ladrones».
«Salid, salid os digo, de este lugar de paz y de retiro».
«Los sacrificios de carnes son impíos; la plegaria es un perfume del alma, un grito del corazón, un arrepentimiento del espíritu, que los ruidos del mundo no podrán acercársele sin alejarlo de Dios».
«¡Ay de vosotros y de todos los que torcerán de su verdadero objetivo las obras del Creador! ¡Ay de vosotros y de todos los que conviertan la devoción en un medio para adquirir fortuna temporal!»
La voz de Jesús tomaba entonces una entonación vibrante y sus ademanes se volvían amenazadores. En ninguna época de su vida de apóstol encontró tanta amargura en su alma y tanta indignación en su espíritu al revelar las vergüenzas de la humanidad, armándose en contra de ella con las prerrogativas que le daban su misión y la ciencia divina.
«Sois débiles y feroces. A la ignorancia de la juventud añadís la perversidad del orgullo, del avaro, del ambicioso, del disoluto, del asesino».
«¡Peleáis por la gloria ajena! ¿Qué es esta gloria?».
«Una espantosa demencia, un monstruoso asesinato».
«¡Adoráis un dios! ¿Quién es este dios?».
«Una imagen formada por espíritus en delirio, un ídolo a menudo furioso, siempre fácil para tranquilizarlo, accesible a todas las quejas, dispuesto a todas las concesiones. Un ídolo vestido con vuestros mismos vicios».
«Los altares de vuestro dios están inundados de sangre y vosotros le dedicáis hasta sacrificios humanos».
«¡Ah! ¡Me causáis horror! Me empeño por adelantar el momento de mi muerte, sabiendo bien que ella será dolorosa, y que después yo me veré libre de vuestro parentesco, rota una hermandad que me es odiosa, y entraré en la gloria de mi Padre».
«Pondréis en desnudez mi cuerpo, para alegrar vuestras miradas, someteréis a la suerte mis ropas para que pueda decirse que nada mío habéis dejado a mis siervos. Éstos desaparecerán y moriré abandonado por los hombres, puesto que está dicho: el Mesías morirá ignominiosamente; el Cielo y la Tierra guardarán silencio».
«No creáis que yo tengo temor a la muerte; más bien me asusta vuestro porvenir».
«No penséis que yo abrigue las intenciones de librarme de vuestros odios, mas comprended y recordad esto: Yo volveré después de mi muerte. Los que me reconozcan serán perdonados. Le corresponde al hijo de Dios levantar al pecador y bendecirlo, de facilitar el arrepentimiento y de proteger a los débiles».
Hermanos míos, la palabra de Jesús se hace sentenciosa y profética a medida que él se va acercando hacia el término de su vida terrestre, al mismo tiempo que sus afirmaciones se ven, mayormente libres del temor por las persecuciones y por las preferencias de su espíritu a favor de los desheredados. Anunciando él mismo la resurrección de su espíritu y prometiendo su participación en los progresos de la familia humana, dictaba su sentencia de muerte. Sus amigos, desde luego demasiado tímidos y descorazonados por la confusión de los espíritus, se sintieron impotentes ante esta terrible imputación.
«Se ha declarado Dios. Todos lo han oído. Tiene que morir».
Determinemos la confusión de los espíritus y hagamos distinción entre los partidarios y defensores de Jesús.
Los partidarios de Jesús amaban al hombre y habrían querido salvarlo del peligro inherente a las prerrogativas del Mesías. Los defensores de Jesús deducían con pruebas su superioridad y las demostraciones como apóstol; mas esta superioridad cada uno la explicaba a su modo y la lógica resultaba sacrificada a menudo ante el espíritu de partido y de disputas.
Los unos ignoraban la doctrina que le había proporcionado a Jesús sus más hermosas definiciones de la grandeza de Dios y lo tomaban por un Ser sabio, cuya vida había transcurrido en el estudio de las leyes orgánicas y de las dependencias de éstas. Admiraban el ardiente profesor de moralidad tan pura, mas rechazaban todo cuanto les parecía salir del círculo de los descubrimientos permitidos a la inteligencia del hombre. El destino humano después de la muerte corporal era para ellos un misterio que nadie podía penetrar. Atacando este misterio yo me convertía en reformador ante sus ojos, sosteniendo mis convicciones me volvía en un fanático para aquellos que no estaban en condiciones de comprenderme. Otros conocían las fuentes de mi ciencia, pero no reconocían a esta ciencia el poder de establecer demostraciones tan absolutas y tachaban de orgullosa pretensión mis alianzas de espíritus con espíritus más elevados.
Los primeros tenían la franqueza de sus opiniones, los últimos mezclaban a la consagración de un hecho innegable, las reticencias de espíritus estrechos y celosos. Los defensores reales de Jesús eran al mismo tiempo sus partidarios más instruidos. Hemos nombrado a José de Arimatea, Nicodemo, Marcos y Pedro. En los últimos días que pasé en Betania, Pedro y José recibieron de mí instrucciones definitivas respecto a lo que tenían que hacer después de mi muerte. Demostrar mi mensaje divino a estos dos depositarios de mi última voluntad era mi constante preocupación.
«Que desmerezcan no más en el cumplimiento de su misión, decía yo, pero que estén convencidos de mi resurrección espiritual, y esta doctrina, endeble como ellos al principio, se consolidará. ¡Oh, sí! El porvenir tendrá la cosecha de todo lo que yo recogí y puse en evidencia. El porvenir verá a nobles espíritus combatir lo que yo he combatido y poner en práctica lo que enseño, y yo me convertiré en su apoyo como los que me llevaron la delantera lo hicieron conmigo, a fin de dar perseverancia a la acción, la calma y la fuerza en medio de los vendavales».
«¡Oh, sí! Saldré victorioso de la muerte y descubriré ante el mundo los signos de mi inmortalidad».
Mis discípulos de Galilea (exceptuando a Pedro) me parecían incapaces para seguir mis prescripciones. Su ineptitud se hacía aún mayor por los deplorables celos, y siempre me había costado mucho trabajo una apariencia de unión entre ellos. Juan y el hermano se preocupaban en buscar los medios de elevarme ante la posteridad y predecían que yo resucitaría corporalmente, a los tres días después de mi muerte.
Mateo y Tomás me querían, me veneraban con una especie de adoración, pero no creían en mi lucidez con respecto a lo que se relacionaba con el porvenir. Felipe decía que era imposible efectuar alguna fundación con elementos conservadores tan limitados. Judo y Andrés, Alfeo y Tadeo permanecían indecisos sobre muchos puntos de la doctrina. Judas buscaba más que nunca, pocos días antes de nuestra salida, algún testimonio de afecto. ¡Ay de mí! Lo olvidé en medio de tantas preocupaciones. Mis amigos de Galilea eran superiores, en méritos espirituales, a todos mis discípulos de Galilea.
La casa de Simón se había llenado, debido a mí, de consuelos y esperanzas, pero ahí, como en las otras partes, los espíritus carecían de homogeneidad en la fe. Todos los que encontré en esta casa me fueron fieles y me sirvieron con devoción.
María murió poco tiempo después que yo. Marta y Simón encontraron fuerzas en las manifestaciones espirituales que yo les había prometido.
Hermanos míos, permanezcamos penetrados de la gracia divina, pero procuremos no ver en ella un trastorno de la naturaleza. La demostración de los destinos humanos puede ser hecha tan sólo por los delegados de Dios, a espíritus preparados para recibir esta demostración, y todos los espíritus tendrán que recorrer el camino que lleva a los honores de la revelación, hecha por los delegados de Dios.
La idea manifestada con la palabra milagro no existe en nuestra patria, donde las leyes del desarrollo y las de la desorganización son reconocidas como inviolables y donde el mantenimiento del equilibrio universal, se define por medio de un estado permanente de las propiedades de cada elemento, de las armonías de cada atmósfera, de los principios conservadores y de las causas morbíficas inherentes a la materia, de las afinidades y de las repulsiones propias del espíritu, de los senderos abiertos a la inteligencia colectiva y a las investigaciones individuales para conservar, preservar, reparar, sanar y vencer la destrucción, mediante la conquista de la espiritualidad pura.
La doctrina de Jesús explicaba el fasto de la imaginación para describir las alegrías de la espiritualidad pura; mas en la enseñanza de la adoración humana por medio de la divinidad y en la enseñanza de los deberes fraternos, la doctrina de Jesús, positiva en sus principios, desafiaba los equívocos mediante la aplicación de sus preceptos. Ella tomaba de las perfecciones de Dios la causa motriz de la perfectibilidad del espíritu humano. Reunía los atributos divinos para hacer con ellos un código de moral universal. Proclamaba la igualdad, explicando los orígenes y los destinos. Decía que el amor de las criaturas, entre ellas, es el único medio para atraer sobre las humanidades el amor del Creador.
«En vuestra adoración de un Dios justo, decía Jesús a sus discípulos, sed ajenos a los deseos contrarios a la justicia».
«En vuestra adoración del Autor de todas las cosas, rechazad las profanaciones y las crueldades».
«En vuestra adoración de un Dios fuerte, poderoso e inmutable, aliviad vuestra conciencia, dilatad vuestra alma, olvidad las mezquindades de la vida corporal».
«En vuestra adoración de un Dios de amor y de misericordia, daos en brazos de un ardoroso amor filial, de un amor grato, y perdonad a los que os han ofendido. Reunid a los fieles en mi nombre y repetid mis palabras sin quitarles ni añadirles nada».
«Id a la casa del pobre para consolarlo y bendecirlo. No os mezcléis en las cosas temporales más que para reunir nuevamente lo que hubiese sido desunido y para facilitar la concordia entre los hombres».
«Sed sobrios y discretos, pero no os impongáis sacrificios inútiles».
«Despreciad los honores del mundo y no seáis esclavos de prejuicios. Habitad con los enemigos de Dios para edificarlos con vuestra conducta y jamás maldigáis a alguien. Tomadme como ejemplo y seguidme, diversamente no seréis ya mis discípulos. Soy pobre, permaneced pobres, soy perseguido, sufrid las persecuciones, y desparramad entre todos los hombres la esperanza, la paz y la luz del espíritu».
Hermanos míos, el amor de Dios convierte el alma humana en creadora, después de haberla doblegado bajo las pruebas de un desarrollo dolorosamente laborioso. La inteligencia humana creadora es el acercamiento del espíritu creado y del espíritu creador, es la perfectibilidad orgánica, el desarrollo de las facultades, tal como el pensamiento estático había osado soñar; es la quimera de un vasto ideal convertida en una poesía seria del alma, dilatación devoradora del espíritu.
¡Oh, Dios mío! Cuánta distancia entre este pedestal levantado por tu amor a las generaciones ascendentes y los abismos hormigueantes de malhumorados insensatos, de enemigos despiadados, de héroes monstruosos. Cuánta distancia entre el esplendoroso vestíbulo de tu morada de glorias eternas y estas tinieblas de espanto, donde tu nombre, pronunciado con hipócrita dulzura, es acogido por las risas estúpidas de una muchedumbre que exhala nubes de polvo y ríos de sangre.
Dentro de poco volveré. Concluyo aquí mi decimocuarto capítulo.
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