22 de agosto de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 18

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

47.- "ACERCÁNDOME A DIOS"

Los mismos comentarios que hará nuestro lector ante los archivos de Melchor y de Filón, los hicieron hasta la media noche nuestros amigos de la humilde Academia del Lago Merik. Hasta que una noche propuso Matheo:

—Oír leer éstas maravillas de antigua sabiduría es mucho y es grande; pero creo que hay algo más que podemos hacer nosotros. —Dilo, y lo haremos —dijeron varias voces a la vez. —Nuestro destino es separarnos —prosiguió Matheo—. Este paraíso de nuestro hermano Zebeo, es un oasis en el desierto árido y penoso de nuestras vidas. Cuando sintamos el corazón encogido de penas, y que el alma llora a gritos por su destierro, vendremos al viejo Castillo del Lago Merik donde Thimetis lloró tantos años la ausencia de su bien amado hijo Moisés. Pero eso será tan sólo un paréntesis a nuestras tareas apostólicas; breves descansos a nuestras fatigas y tristezas de la vida.

Y estando todos convencidos de que debemos separarnos, para seguir cada cual su camino, propongo que algunos de nosotros nos preocupemos de sacar buenas copias, añadiéndoles los comentarios que aquí mismo hemos hecho todos en conjunto. —Es una gran idea la tuya Matheo —exclamó el primero Zebeo, siguiéndole los demás, sin que hubiera ninguno en desacuerdo.

Matheo, Juan, Leandro, Narciso y Felipe, se encargaron de las copias. Dionisio de Caria, Marcelo de Ostia y Livio de Marsella, los tres excursionistas de la ciudad subterránea, tomaron a su cargo la copia de croquis, de mapas, de rutas diversas y diseños que abundaban en el Archivo del Príncipe Melchor. Resuelto esto, tomó Zebeo del cartapacio de Filón unas hojas de pergamino unidas con una cinta de púrpura.

—Dos noches hemos gastado en lectura de comentarios de orden prehistórico antiquísimo. Creo que será agradable para todos recoger en el huerto místico del maestro Filón, algunas rosas de ésas que no se secan, nunca porque hay en ellas soplos del aliento divino.

(7)El pulpo.

(8)Especie de cangrejo.

Pero ésto será el programa para mañana… Todos aplaudieron la idea, y Zebeo continuó: —Como yo conozco el pergamino que leeremos mañana, propongo que terminemos esa velada con algo hermoso que pueda darnos la orquesta de Boanerges. Las almas venusinas estamos siempre sedientas de armonía y de amor.

— ¡Aprobado! ¡Magnífico! ¡Muy bien! —fueron las frases que acogieron la indicación de Zebeo.

— ¡Oh mi gran padre! —exclamó Thabita, acariciando la cabeza de Zebeo—. Tú siempre aciertas con lo que María, Rhoda y yo queremos. — ¿Y a mí me dejáis fuera del trío? —preguntó Amada con su voz infantil. — ¡Oh querida! —le contestó Thabita—, ¡tú tienes el ruiseñor al lado y estás envuelta toda en sus cantares de amor!

Boanerges y Amada se miraron sonriendo y él prometió: —Os prometo para terminar la velada de mañana, un retazo de nuestro poema de amor.

A la hora de costumbre a la noche siguiente, y en medio de un religioso silencio, Zebeo abrió los pergaminos del Maestro Filón y buscó la hoja que decía:

"ACERCÁNDOME A DIOS"

Comenzaba así:

Energía que mueves los mundos creados, y arrancas de Tí Mismo las chispas que formarán los mundos que hoy sólo existen en tu eterna idea! ¡Esencia sutil, infinita, de flores inmortales desconocidas del hombre terrestre! ¡Luz inextinguible de las esferas radiantes, que alumbran las noches de los valles de la Tierra!”...

"¡Sinfonía eterna que vibra en el aire; en la luz, en los vientos, en los mares, sin enmudecer jamás en las edades y los siglos!”...

"¡Quiero comprenderte… aunque sólo soy una chispa errante de Tí Misma! ¡Quiero sentirte, aunque no soy más que una fibra del cordaje de oro de tus arpas invisibles!”…

"¡Quiero conocerte, aunque mis alas de luciérnaga se consumen como polvo en la llama viva de tu vida Eterna!”…

"¡Comprenderte, sentirte, conocerte, es y será la gloria del alma que te ha presentido; Visión Divina que huyes siempre... que te esparces como un perfume, que te diluyes como el Iris en el azul infinito... y te apagas como el sonido de una melodía, que se aleja y se aleja indefinidamente”...

"¡Yo era niño y te encontraba en los ojos de mi madre que me sonreía en la cuna! ¡En el rumor del arroyuelo que saltaba espumoso entre las piedras!... ¡En el perfume de las rosas asomando por mi ventana!”...

“¡En el canto de los pájaros jugueteando en el huerto familiar!”...

"¡Fui adolescente y soñé entre cortinas y velos de opalinas transparencias!... ¡Fui joven y viví y deseé y lloré y corrí en muchas direcciones, buscándote sin encontrarte, porque debí ser una momia sonámbula errante, andariega hecha de cristal de piedra!”

"¡Pero llegó un día!... (Si ojos humanos revisan ésta escritura, que el alma de esos ojos beba en el agua de mi vida, en la sangre de mi corazón)”.

"Dos grandes y santos amores, encontré en mi desesperada carrera buscando a Dios”.

"La madre que me sonreía en la cuna, dormía en el sepulcro de sus mayores cuando yo apenas dejaba la cuna”.

"Mi padre se absorbía en el gobierno de los pueblos, y en grandes combinaciones comerciales por la tierra y por el mar.

"La soledad fue mi nodriza y mi tutora… y fue también mi maestra, mi novia y mi esposa. ¡Todo fue para mí la soledad!”...

"Una niña pastora de antílopes, se presentó a mi vida solitaria en el oasis de Baharijeh, como un blanco nenúfar de la fuente. Mis diecisiete años la recibieron como una visión del paraíso. Y nació el amor entre ambos como una caricia de la luz de amanecer, con el perfume de los lotos que bordaban las orillas de la fuente, como el ruido de alas de cisnes sacudiéndose en las ondas cristalinas”.

"Y en la austera Escuela de Alejandría donde estaba pupilo, otro amor apareció en mi soledad. Era la hermana mayor del Director del Gran Establecimiento docente, el más célebre de ese tiempo”.

"La niña del oasis de Baharijeh, era un amor de doce años”.

"La mujer de la Escuela de Alejandría, que podía ser mi madre, tenia treinta y cinco años, era un amor protector, previsor, dulce y suave como una canción de cuna. Ambas eran hermosas, con ésa doble hermosura del cuerpo y del alma, que es como un privilegio de Dios sobre la tierra; y ejercieron en mi vida tan poderoso influjo, que por ellas dos llegué a ser lo que soy; por ellas dos me acerqué a Dios, sentí a Dios, lo comprendí, lo conocí y lo amé”.

"¡Elba y Noa!... ¡Visiones amadas de mi primera juventud!... Mirando ya cercano el sepulcro, rememoro vuestros nombres y os bendigo para siempre. Me precedisteis en la entrada a la feliz eternidad”...

"¡Salidme al encuentro, os ruego, cuando los ángeles de Dios abran para mí la puerta dorada y formaremos entonces la más feliz trilogía de amor que hayan florecido en los cielos de Dios!”

"Vine como un navegante, a merced de las olas del inmenso mar de aquellos dos amores”.

"Mi corazón de hombre se lanzaba alegre como un cervatillo en las praderas, hacia las olas saltarinas y azules de la fuente fresca, que era para mí el tierno amor de Elba, la pastorcilla de antílopes del oasis de Baharijeh.

"¡Y la leche, la manteca y el queso de su rebaño; el dorado pan de su fuego, la miel de su colmena, los frutos de su huerto, las gardenias y junquillos de su lago, eran para mí tan dulces, como los castos besos de sus labios que reían siempre, y como la tierna mirada de sus ojos de gacela, que no lloraban nunca!”...

"Me maravillaba verla siempre feliz en su pobreza, y en sus afanes del trabajo diario. — ¿Cual es el secreto niña de que ríes siempre y no lloras nunca? —le pregunté un día”.

"Hiso un gran silencio y sonriendo siempre, pero con sus dulces ojos negros mojados de llanto, me contestó así:

—"Río siempre cuando tú me miras; pero lloro siempre cuando te vas de mi lado”.

"¡Tales palabras descorrieron el velo! Tras de ése amor estaba Dios escondido para mí. En ése amor de doce años… que no pedía nada, que no tenía el interés de la posesión ni la esperanza de la recompensa; que amaba por amar, como las flores al darnos sus perfumes, como el vientecillo de la noche al refrescar nuestra frente abrazada por el sol; como la fuente al brindarnos la frescura de sus aguas, estaba Dios el Eterno Dador de todo cuanto hay de grande, bello y bueno en la vida del hombre sobre la tierra!”

"Y la amé con infinita locura y ansias supremas de amor. Debía ser la esposa que mi corazón de carne reclamaba”.

"Y mirándonos ambos en la fuente en que el sol del ocaso se miraba, le dije tomando sus manitas en las mías: —Cuando seas mayor, te haré mi esposa”.

"— ¿Qué es ser la esposa? —me preguntó con deliciosa candidez en su inocencia de niña”.

—"Es vivir juntos siempre; es no apartarme nunca de tu lado; es vivir tú sólo para mí, y yo sólo para tí —le contesté”.

"Y fijando en mis ojos, sus ojos asombrados, grandes, llenos de luz y de interrogantes, me contestó:

—"Debe ser bueno, muy bueno ser la esposa que tú dices. Entonces sí tendré risa para tí siempre, y no podré llorar nunca más… porque nunca te irás de mi lado”.

"Yo besé sus manos, su frente, su boca que reía, y eché a correr al desierto como un ciervo feliz, que bebió en la fuente cuanta agua necesitaba su sed”.

"Y cuando estuve solo en el desierto, vi que anochecía, y que la primera estrella, el lucero de la tarde estaba rojizo como una brillante amatista”.

"¡Lámpara hermosa de Dios! —le dije— ¡Yo también tengo resplandores de lámpara en mi corazón, en mi rostro, en mis ojos, en mi boca; porque encontré el bien, la luz, la paz y el amor, y todo eso es Dios en su criatura humana! ¡Es Dios en el hombre creado por El a semejanza suya!”

"Volví a la Escuela más tarde que de costumbre, porque la dicha de vivir para éste amor, me hizo vagar como enloquecido por entre los peñascos y las dunas, hasta que otro compañero se unió a mí y me avisó que íbamos retrasados”.

"Todo era sombra y silencio en los claustros y columnatas de la Escuela de Alejandría”.

"Dejé a mi compañero en su alcoba solitaria y pasé a la mía en la columnata de la izquierda habitada por los alumnos menores”.

"En mi alcoba había una lamparilla encendida; un mantelito blanco sobre mi mesa de estudio; una cesta de pan, queso y dátiles, un jarro de vino con miel y una esquelita que decía: "He pedido todo esto al cocinero para ti, porque te veo tan débil y no te está bien acostarte sin cenar. Come tranquilo y bendice a Dios que te da una madre para velar por ti. Noa".

"Ver todo esto y echarme a llorar como un chiquillo, fue todo uno y en el mismo momento. Cuando pasó el acceso de llanto me vino un aluvión de grandes pensamientos”.

—"He aquí otro amor bello y sublime que me sale al paso y en el cual también está Dios. ¿Por qué Noa hará esto conmigo y no con los demás? ¿Será porque sabe que yo no tengo madre y que mi padre pasa tiempo sin venir a 'verme?”

"El compañero que acaba de venir conmigo no tiene padre ni madre, y su alcoba estaba a oscuras, y su mesa vacía. Todo esto es el bien, la paz, la dicha y el amor. También está Dios en el amor de Noa, porque ella hace esto porque me ama”.

"¿Por qué me amará Noa si yo nada soy para ella? ¿Qué puede esperar de mí? Su hermano Director de la más célebre Escuela de Ciencias y Letras, es un gran personaje de renombre bien merecido. Reyes y Príncipes le confían sus hijos. Ella su hermana, tan ilustre como él, está mirada como una estrella de éste y del otro lado del Mar Grande. Estuvo en las gradas del trono de Cilicia, prometida esposa al heredero fallecido en vísperas de la boda. ¿Por qué iba a amarme a mí una mujer de tal altura?...”

"Después de tejer todos estos pensamientos, comí lo que ella había puesto sobre mi mesa y pasé a mi alcoba. Allí encontré otro desbordamiento de su amor.”

Las blancas cortinas de mi lecho estaban limpias y recién colocadas. El tapiz del pavimento era nuevo y mullido como lanilla de los corderos de Persia. Mi túnica parda y mi pelerín blanca tendidas sobre el diván, eran nuevas y de preciosas telas de Cachemira. Todo admirablemente ordenado y hasta un ánfora de cristal con rosas de Ipsambul, en una repisa de bronce que yo no había colocado”.

"—Todo esto —me decía yo mismo— es el bien, la dicha, la alegría, la paz y el amor. Y Dios es todo esto para su criatura que vive la triste vida de la tierra. ¿Por qué ha de amarme Noa si ella es tan grande, tan noble, tan amada de todos, y yo soy un jovenzuelo sin ningún valor, porque aún no he tenido tiempo de conquistarlo?”

"¡He aquí otro amor como el de la pequeña Elba, que no pide nada, que no espera compensación, que ama por amar, como las flores que se dan sin pedir nada, como la luz del día, como el agua de la fuente, como el gemir de los pinos cuando el viento los sacude!”

"¡El amor que no pide ni espera recompensa, porque de nada necesita, es Dios envolviendo a su criatura en la infinita suavidad de su esencia que es luz en el éter, frescura en el agua, perfume en la brisa que pasa rumorosa por los jardines en flor!...”

"Y vencido por el sueño y el cansancio de aquel día de asueto, me dejé caer al lecho y quedé dormido”.

"Soñé que dos hadas muy bellas, velaban tranquila y dulcemente mí sueño. Y acercándose la una me

decía: "Yo te amo porque soy la esposa que reclama tu corazón de hombre". Y la otra se acercaba también y

me decía: "Yo te amo porque fui en otra hora la esposa que reclamó tu corazón de hombre; y hoy debo ser una luz en tu sendero, agua fresca en tu fuente; mano piadosa en que te apoyas para subir la cuesta, abrigo para el frío de tus decepciones, escudo de diamante que te defienda de las flechas enemigas; llave de oro que te abra el templo de la ciencia, ala de plata que te suba a la cumbre".

—"¡Qué sueño magnífico! —exclamé al despertarme. Pero entonces no fui aún capaz de comprender su significado. No había aún cumplido los diecisiete años y era más niño que hombre”.

"Dos años después, Elba moría víctima de una fiebre maligna, que la llevó al sepulcro en treinta y tres días, sin que ningún médico de Alejandría le pudiera conservar la vida. Por amor a mí la trajo Noa a su casa y fue una madre para ella. Yo fui como el cirio que velaba junto a su lecho y cuando todo terminó, fui una lámpara de su tumba y la siempreviva esparcida sobre la losa que la cubría”.

"Mi corazón de hombre no reclamaba ya ninguna esposa, porque la que hubo de serlo, me había dejado dentro del pecho su corazón palpitante y vivo al partir, y sintiendo yo su vivir dentro de mí, no quería ya otro corazón”.

"El amor de Noa se hizo más grande y suave como el mar en calma, para llenar él sólo, el vacío de la que ya no estaba en la vida. Pero sabiendo bien que no podía llenarlo, pintó para mí su imagen, a la orilla de una fuente bordeada de lotos y con cisnes que sacudían sus alas sobre la mansa corriente. Y los negros ojos de aquel amor mío de doce años, siguieron mirándome en la penumbra de mi alcoba solitaria, y Noa siguió colocando ante el lienzo, día a día, el ánfora de cristal con rosas de Ipsambul”.

"Este santo y desinteresado amor me fascinaba, casi hasta enloquecerme. —"¡Noa! —le dije un día cuando cumplía mis veinte años y la muerte de mi padre me dejaba dueño de un nombre honorable y de grandes bienes de fortuna”.

"¡Noa! ¿Piensas pasar toda tu vida en soledad?”

—"No estoy sola —me contestó— pues tengo a mi hermano que me ama y a ti que también me amas”

"¿Crees acaso que puedo pensar en un marido, cuando tengo el amor de mi hermano y también el tuyo?”

—"Es que puedo yo ser tu esposo y seguirás teniendo a tu hermano y a mí.”

“Ella me miró asombrada, y sus dulces ojos color de topacio se llenaron de luz y de interrogantes, tal como tres años antes los ojos oscuros de Elba me habían mirado, cuando le hablé de hacerla mi esposa”.

—"¿Y qué necesidad tenemos ni tú ni yo de atarnos con un lazo que nos imponga el amor obligado ante las gentes, cuando es más verdadero, noble y grande, el amor sin mandato que le obligue; el amor que se da sin pedir nada, sin esperar recompensa, y sólo por la dicha inmensa de amar? ¿Te ha faltado algo para tu carrera, tus estudios, tus viajes, para el cuidado de tu persona y de tu vida?”

—"¡Es verdad Noa! Has pensado en todo y no has dejado faltarme nada”. "Creí que tu corazón podía echar de menos la compañía de un esposo”. —"Calla niño” —me dijo— que aún no sabes lo que dices. Tu consagración a la Ciencia, tu ansia de conocimientos y de Divina Sabiduría, tus éxitos prematuros, tu tierno amor por mis solicitudes, tu delicada comprensión de lo que soy para ti, sobrepasa la medida de cuanto anhelo en ésta vida mía”.

"Además, mi edad dobla la tuya y aún viven los que me oyeron decir, al cerrarse la losa funeraria del único hombre con quien pensé desposarme: "Serás mi esposo en el recuerdo, todos los días que me restan de vida".

"Yo no pienso que las palabras dichas sobre el sepulcro de un ser querido se las lleva el viento, sino que ellas viven tanto como dura nuestra vida”.

—"¿Qué eres entonces Noa para mí? —osé preguntarle acaso como un insensato”.

—"¿Qué soy yo, ¡Oh mi amado Filón, niño grande de veinte años, pero niño siempre!? ¿No has comprendido que soy para ti como la lamparilla que arde siempre en tu mesa de estudio, como la caricia materna que endulza tu vida, como la guardia fiel que impide llegar hasta tu pecho las flechas enemigas?”

"¿No ves que yo aparto las piedras de tu camino y tiendo puentecillos invisibles, para que vadees sin enlodarte los arroyos cenagosos de la vida?”

—"¡Es cierto Noa! Es cierto —le dije cayendo de rodillas a sus pies, mientras ella sentada en mi salita de estudio me miraba amorosamente”.

"¡Mujer admirable! —le dije— que vives la grandeza del amor sin mezquinos intereses, sin deseos, sin egoísmos de ninguna especie; que vives el rumor que es Dios en la criatura humana, ¡que es Dios en la vida del hombre! Si un millar de mujeres como tú estuvieran esparcidas en el mundo, no había tiranos ni conquistadores, ni corrupción, ni esclavitudes, ni miseria, ni dolor, porque este amor tuyo que es soplo de Dios en la tierra, aniquilaría para siempre todo lo que no es de Dios”.

"Noa estrechó mi cabeza sobre su pecho y me dijo con su voz que temblaba de emoción”:

—"¡Bendita sea esta hora en que me das la dicha suprema, de haber comprendido que hay un amor más alto, más noble y puro que el amor de los sentidos; tan fugaz y pasajero como una ráfaga de viento!”

"Cinco años después… cuando yo llegaba a los veinticinco años de mi vida, esta gran mujer, prototipo y símbolo del amor sin interés, que se da sin pedir nada, abandonaba la vida física en la cual seguramente nada más podría hacer, que fuera más grande, bello y puro que lo que había hecho”.

"Era otra tumba abierta en mi camino, que se hubiera tornado pavoroso y desesperante, si no hubiera llegado el mismo día a mi lado, un Melchor de Horeb que me dijera: —Ha bajado el amor a la tierra. Ha nacido el Avatar Divino en el país de Israel. ¿Quieres venir como Escriba mío, a buscarle para llenar con El todos los abismos que abrió la vida en tu corazón y en el mío?”

—"¡Sí…vamos! —le dije— ¡vamos ahora mismo; salgamos de este lugar donde dos tumbas han sepultado mi corazón para siempre!”

—"No hables así Filón —me dijo el—. Solo tienes veinticinco años y a esa edad el corazón no muere para siempre. El Amor ha bajado ahora a la tierra y El sacará tu corazón de la tumba”.

—"El corazón del hombre muere —le dije con voz quebrada por el dolor— pero no muere nunca el amor”.

"Busqué al Eterno Invisible en todas las cosas, y le encontré escondido en las dos mujeres que amé y me amaron con el más grande desinterés que pude jamás soñar que encontraría en mi vida”.

"Le referí la historia breve y luminosa de mis dos amores, y cuando hube terminado, el Príncipe Melchor se abrazó a mí, llorando angustiosamente mientras me decía: —"¡Feliz de ti que encontraste a Dios oculto en tus santos amores! ¡Mientras que yo causé la muerte de dos criaturas de Dios, por un amor que no era santo!”

"Por tercera vez encontré a Dios en el alma justa, noble y sincera del Príncipe Melchor, que desde ese

instante me brindó su amor de amigo, de confidente y de padre, hasta el último instante de su heroica vida; que no sólo es heroísmo el morir por una causa justa, sino también el vivir una vida de sacrificio y de amor,

consagrada al bien, a la justicia, a la Verdad. Y fue la tercera tumba abierta en mi camino, después de haberme dado ésas tres vidas, lo más grande, lo más hermoso, lo más excelso que puede esperar la humana criatura en su pasaje terrestre: me han hecho sentir a Dios; me han acercado a Dios, tanto... tanto, que en los soles refulgentes creo ver su vestidura, y su aliento en el céfiro nocturno, y su amor inefable en el amor desinteresado y puro de todas las madres de la tierra”.

"¡Oh hermosa trilogía de amor! ¡Elba, Noa, Melchor! ¡Estrellas doradas de mi cielo, que sostuvisteis mi vacilante vida, hasta que pude ver con mis ojos de carne y palpar con mis manos de carne al Hijo de Dios hecho hombre, con un corazón de carne como el mío y ansias supremas de vida imperecedera, de luz inextinguible, de amor infinito y Eterno!”

"¡Por ellas tuve al Dios-Hombre al alcance de mi voz, de mis miradas, de sus brazos!...”

"Y es El la más viva imagen del Eterno Invisible, su Pensamiento, su Idea, su Verbo Divino”.

"¡Cuán grande es el amor desinteresado y puro, que nos hace sentir y comprender a Dios!... ¡Que nos acerca a Dios y nos lleva hasta morir en Dios!”

"La lobreguez de la tumba, la losa de sus sepulcros, no tuvieron fuerza ni acción ninguna sobre aquellos dos grandes amores de mi primera juventud”.

"Quiero creer que me velaban durante el sueño, pues en él les vi muchas veces y más aún en momentos, horas y días en que tuve que vencer grandes dificultades”.

"En mis penosos y largos viajes, a través de desiertos y peñascales pavorosos, se me presentaban en el sueño para avisarme a veces de un peligro de muerte, o para indicarme el sitio preciso en que encontraría la entrada a una antigua cripta bajo un templo derruido, donde creía encontrar preciosos documentos de sabiduría antigua”.

"Como me tuviese algo intrigado ésta vigilancia espiritual ejercida hacia mi persona, así que me encontré con el Ungido Divino, ya joven de veinte años, le referí lo que me sucedía, deseando oír de su boca si esto podía ser algo real y verdadero o era solamente una consecuencia de mi vivo recuerdo de ellas. Y Él me contestó”:

"—El amor del Padre tiene ternuras maternales para sus hijos, y algunos de éstos hicieron merecimientos para que El les conceda, como ángeles guardianes, a aquellos seres que mucho les amaron y fueron amados de ellos."…

El pergamino de Filón había concluido y de nuevo el silencio profundo se establecía en la sala, como si estuviera vacía completamente… Pasados unos momentos, oían en un rincón de la vasta sala, donde las penumbras formaban como un suave encortinado de oscuros pliegues, las primeras notas del laúd de Boanerges, acompañado del arpa de Amada. Y luego se aireaba la voz de barítono, plena, suave, cristalina; del trovador que cantaba en cumplimiento de su promesa de la noche anterior:

¡Amar como aman las flores!

Que perfuman las praderas,

Como ama el ave en los bosques

¡Y en el cielo las estrellas!...

Nada reclaman las rosas

Cuando nos brindan esencias,

Y el iris de sus colores

Y su radiante belleza.

Nada reclaman las aves

Que nos dan sus melodías

Desde la umbrosa arboleda

Que sombrea las colinas.

Y las estrellas nos brindan

Con amor sus resplandores

Cual si fueran en los cielos

Palpitantes corazones.

Y la fuente la frescura

De su linfa cristalina

Y los montes gigantescos

El alba nieve de su cima.

Sólo el hombre pide siempre

Recompensa por su amor

Y ambulante va en la vida

Buscando compensaciones.

Amar por amar es agua

Que no conocen los hombres;

Amar por amar es agua

Que sólo beben los dioses.

La voz de cristal calló, pero el laúd y el arpa continuaban la rima suave de las estrofas, como si esperasen una nueva palpitación del corazón de Boanerges, que parecía ser una inagotable fuente de vida, de armonía y de amor.

— ¡Oh, Boanerges! —le dijo Zebeo— ¡Cuánto vamos a echarte de menos en la humilde Aldea de los Esclavos, cuando tiendas tu vuelo hacia la patria lejana!

—No sólo yo partiré —contestó emocionado él—. Somos varios los que volaremos hacia aquellas tierras… Pero si tanto vais a sentirlo, Amada y yo os prometemos volver; si el Capitán Saúl quiere traernos en su barco.

—Ya lo sabéis —contestó éste—. Cada dos lunas mi barco suelta amarras en Joppe y boga hacia Alejandría. —Y cada luna —dijo el Capitán Pedrito— nuestra barcaza "Amare Victum" amarra en el puerto de

Alejandría, esperando viajeros.

—Verdaderamente —añadió Matheo— somos tan pequeños, que la grandeza de ésta Tierra nos hace daño. Estaríamos más a gusto en un pequeñito globo de cien estadios, donde nunca tuviéramos que decirnos

adiós.

—Entonces le encontraríamos pequeño para nuestras ambiciones —dijo Leandro—. Hay que convencerse que el alma humana vive insatisfecha siempre, y siempre deseando lo que no puede tener.

—Hay que pensar en lo que sucedería en éste mundo si nadie deseara nada —observó Felipe.

—Pues que todos nos volveríamos de piedra como la Esfinge y entonces ¿quién trabajaría? —dijo con mucha gracia el Capitán Pedrito.

—No, no —dijo Juan—. Nada de irse a los extremos en ningún asunto. Los términos medios son los mejores. — ¿Y lo dices tú, querido Joanín? —Interrogó María—-. Esto quiere decir que olvidaste por completo los diez años que pasaste como una piedra, que nada quiere de nadie ni con nadie. —Justamente porque lo recuerdo bien, es que digo que todos los extremos son malos, o sea, desear mucho y no desear nada.

—Entonces para entendernos —observó Narciso—, debemos querer y desear lo que es razonable y justo querer y desear. Entonces el equilibrio será perfecto entre nuestros deseos, nuestras posibilidades y el bien que de realizarlos pueda resultar. — ¡Justo! Esa es la tecla que faltaba por sonar.

Aquella memorable velada fue a terminar al Oratorio contiguo, al pie del Altar de las Tablas de la Ley, con una breve plegaria mental en que cada alma buscó en el Amor Supremo; en la Eterna Energía, lo que creía necesitar para el fiel cumplimiento de los deberes voluntariamente aceptados.

48.- LOS CAMINOS DE DIOS

Para seguir los pasos de otros amigos de Jeshua de la primera hora, nos es necesario, lector amigo, volver la vista atrás y desandar el tiempo andado. O sea… que debemos retroceder al día aquel que en la Villa Astrea del Lacio, el Príncipe Judá unía en matrimonio a Diana de Pouzoli con el Tribuno Militar Marcelo Gallón.

En el viejo Castillo del Lago Merik, dejamos grandes amigos y un hermoso campo de acción de los obreros de Cristo, y a su debido tiempo volveremos a encontrarles y apreciar el progreso en sus silenciosos y meritorios trabajos.

Para que nuestro cuadro sea completo, debemos andar por los caminos que todos ellos anduvieron, sin dejar olvidado a ninguno.

Recordará seguramente el lector, al esclavo griego Demetrio de Corinto, que se despidió de su amo el Tribuno Marcelo y del Príncipe Judá y volvió a la Isla de Capri, a recoger a la esclava griega Rhode que lo ayudó en la salvación de Diana.

Demetrio era por su madre, medio hermano con Stéfanos, uno de los Siete Diáconos de la Congregación Cristiana primitiva de Jerusalén.

Y habiéndonos sido preciso retroceder al año dos, después de la muerte del Cristo Hijo de Dios, no habían comenzado aún las terribles persecuciones del Sanhedrín contra los discípulos del Gran Mártir, si bien había una tenaz vigilancia y espionaje sobre ellos.

Demetrio alquiló un asno entre los labriegos dependientes de la Villa Astrea y se dirigió a Gaeta por la amplia carretera desde Roma a Nápoles. Allí se vistió como un labrador; alquiló otro asno que cargó de ropas y comestibles, y marchó directamente a Nápoles, donde contaba con un amigo griego también, que tenía un comercio de vinos y frutas secas de Corinto. Allí guardó los asnos y alquiló una canoa con cabina, para cruzar hasta la costa norte de la Isla imperial, donde esperaba encontrar a Rhode en el refugio que le había aconsejado.

El mar batía con fuerza las olas cuando Demetrio a bordo de su canoa, remaba desesperadamente tratando de cortar con la proa el alterado oleaje. Cerraba la noche oscura y sombría, pues el menguante era avanzado y la luna salía muy tarde. La marea estaba muy alta lo cual favorecía la empresa, pues no tendría Demetrio que trepar tan largo trecho del áspero acantilado, para llegar hasta la gruta refugio de la esclava Rhode. Ella… desde su escondite vio la luz de la linterna, que Demetrio enfocaba de tanto en tanto en ésa dirección, como un aviso de su llegada. Pero la infeliz joven estaba herida en la espalda por una flecha que le había disparado uno de los guardias de la Isla, en los momentos que descubrieron la huida de Diana. Y en tres días sin curarse, la herida, aunque no era mortal, le había producido fiebre. Así la encontró Demetrio.

— ¡No podemos esperar ni un momento más! —le dijo— porque al salir la luna podemos ser vistos desde arriba. Los guardias tendrán órdenes terminantes.

—Hubiera sido mejor morir —le contestó Rhode—, pues ahora sólo te serviré de estorbo en tu fuga.

— ¡Rhode! —exclamó espantado Demetrio—. Desde que te conozco, te vengo hablando de un hombre genio, que fue sereno a la muerte por enseñar a la humanidad el amor de los unos a los otros, ¿y tú me hablas así?

A la luz de la linterna examinó la herida, y él como estudiante adelantado de las Escuelas de Medicina de Atenas, comprendió enseguida que no era mortal pues aparecía en el lado derecho casi llegando al hombro. Pero estaba inflamada y le producía intenso dolor.

—Si tuviera aquí la túnica del Santo, ésto desaparecería en un abrir y cerrar de ojos —murmuró a media voz. Recordó en ese instante las palabras que oyó decir al apóstol Pedro, su maestro en la Escuela de Cristo: "Si tienes fe y amor, todo lo puedes" y doblando su cabeza sobre el hombro herido de Rhode pensó fuertemente: — ¡Te amo, Señor, y tengo fe en Ti!...

Un suave sopor le invadió como un sueño, que no pudo precisar el tiempo que duró. Tampoco Rhode se movía. Ambos estaban como sumidos en un suave letargo. El chisporroteo de la linterna que se apagaba les despertó. Demetrio la llenó de nuevo de aceite y a la viva llamarada que ardió, examinó el rostro de Rhode que le sonreía. Tocó su frente y ya no tenía fiebre. La herida no aparecía inflamada y el dolor había desaparecido.

—Creo que he dormido —dijo Rhode— y me he despertado bien.

— ¡El Señor te ha curado! —exclamó Demetrio—. Sólo Él podía hacerlo. Vamos, vamos enseguida. Te bajaré en brazos a la canoa. —No es necesario —dijo ella—. Baja tú primero. El agua ha subido tanto que la canoa casi llega a la gruta.

Demetrio asió la soga y la acercó más aún… Saltó a ella con el pequeño fardo de ropas de Rhode y la recibió en brazos, cuando ella se arrojó desde el último escalón de la roca.

Así realizó un segundo salvamento de otra cautiva del despotismo de los poderosos. Remó vigorosamente y cuando la luna salía, estaban entrando al Golfo de Nápoles.

La luz de la luna menguante envolvía en su amarillento velo la gruesa columna de humo que subía del Vesubio, claramente destacándose sobre el azul del cielo, como una cabeza de gigante con un penacho de negras plumas.

Las primeras luces del amanecer, les encontraron llegando a la ciudad en uno de cuyos suburbios estaba el comercio del compatriota de Demetrio. Entraron por la puerta de la caballeriza y allí donde los asnos y unas cabras descansaban rumiando la ración de la noche, Demetrio y Rhode se dejaron caer sobre un montón de heno seco donde esperarían el amanecer.

Allí en una mísera caballeriza, entre el fuerte respirar de las bestias, aquellos dos seres humanos, proscriptos de la sociedad de los hombres, encontraron paz, sosiego y casi alegría.

Ninguno de los dos había nacido en la esclavitud. Demetrio, hijo del magistrado Heraclio de Corinto y de Fedra, viuda de un general ateniense, había recibido una esmerada educación y últimamente estudiaba Medicina en uno de los mejores Institutos de la ciencia de Hipócrates. Fue hecho esclavo por la felonía de un cónsul romano, a quien su padre falló en contra en un litigio, que más bien era una estafa declarada. Su padre fue asesinado y el hijo vendido como esclavo en un mercado de Roma. Su madre murió juntamente con él, y su hermano mayor Stéfanos, que no fue persona grata a su padrastro, residía desde tiempo en Tiro donde conoció a Jeshua en su última estadía en dicha capital, y se afilió a la Santa Alianza. El lector habrá comprendido que Stéfanos, medio hermano de Demetrio, es el mismo diácono Esteban, que el Sanhedrín Judío mató á pedradas pocos años después.

Rhode había nacido entre el poderoso laberinto de serranías de los Montes Pindo, en la región de Ambracia, sobre el golfo de este nombre. Y su niñez transcurrió serena y feliz, entre aquel soberbio paisaje de montaña, cubiertas de olivos, de naranjos, de vides, y las rumorosas aguas del Golfo de Ambracia que recibía en su seno al Río Dodoma venido del norte.

Pero su padre era un artista de la cerámica y en general de toda obra de alfarería, y fue contratado por una empresa marmolera de Beocia y del Ática para establecer un gran comercio internacional de urnas funerarias, vasos, ánforas, cofres de mármol, de cristal, de oro y de plata que producía grandes riquezas. Es por demás sabido, que la ambición de fortuna ha traído muchas veces la ruina de innumerables familias y aún ciudades, pueblos y países.

Trasladarse desde el Golfo de Ambracia a la Beocia y al Ática en aquella época, era como trasladarse a otro continente, a través de grandes montañas, de arriesgados desfiladeros, y turbulentos riachos que estorbaban el paso cuando bajaban desbordados de las altas cumbres.

Por tal camino, llegó Rhode con trece años a Helicón, sobre el Golfo de Corinto, residencia del General Filemón, uno de los propietarios de las montañas de mármol, y esposo de Atenea, padre del que fue Stéfanos, el primer mártir del Cristianismo naciente, más conocido por el Diácono Esteban; que con Felipe, Parmenas, Nicanor y otros, fueron grandes auxiliares de los Doce, en la primera hora después de Cristo. A la muerte del general Filemón, su viuda Atenea se había casado, por conveniencias materiales, con su cuñado Aristarco, socio de su difunto marido en la propiedad de las canteras de mármol. Este Aristarco fue el padre de nuestro amigo Demetrio, el cual quiso ser un hombre de letras como él lo era, que había llegado al alto cargo de magistrado de Areópago.

Le había hecho estudiar en Liceos y Academias, buscando despertar en él una vocación bien definida, con el fin de que siguiéndola llegara a destacarse, a descollar en una alta y distinguida posición.

Por fin, el joven Demetrio que había desempeñado correctamente los años de Efebo (1) se decidió por la Medicina. (1) Estudiantes de gimnasia esgrima y artes militares en general.

En ésta situación se encontraron con Rhode, en la ciudad de Corinto sobre el Golfo de este nombre, y natural y fácilmente hubo una gran amistad entre las familias de Heraclio, el artista de alfarería, y la de Aristarco, el magistrado y propietario de la empresa marmolera ya mencionada.

El mismo delito de asesinato y despojo, que ejecutó en Judea el procurador romano Valerio Graco, con la familia del príncipe Ithamar, que conocemos en "Arpas Eternas", lo cometió el Cónsul Vitelio Casio con estas dos familias, a las que despojó de sus riquezas y asesinó a los padres que podían reclamarlas. Los jornaleros y servidores fueron vendidos como esclavos, y esparcidos por distintos mercados del mundo de entonces.

Demetrio y Rhode… para salvarse de la muerte se confundieron entre la servidumbre, y como todos ellos, fueron llevados a Roma y vendidos como esclavos de precio, por su físico y educación.

Por ese entonces, Stéfanos había llegado desde Tiro hasta la Judea, poco antes de la muerte del Cristo, y Demetrio y Rhode habían sido comprados como esclavos por el Senador Galion, que los ofreció como regalo a su hijo el Tribuno Marcelo y a su novia Diana de Pouzoli.

De ésta manera se unieron de nuevo los caminos de Demetrio y Rhode, cumpliéndose en ellos el viejo adagio: “Lo que Dios ha unido, nadie lo puede separar”.

¿Cómo llegó a conocer el esclavo Demetrio al Mesías Ungido de Israel? Poco antes del asesinato de Cayo Druso, el heredero de Tiberio César, en los días azarosos aquellos en que el príncipe Judá esperaba que el César firmara la aceptación de Jeshua como Rey de Palestina, llegaba a la Judea el Tribuno Militar Marcelo Galion, con destino al fuerte de Minoa en Gaza, como una venganza de Cayo Druso porque Galion había conquistado a Diana, que él quería para sí. El General Galo, su padre, era por entonces el primer Jefe Militar del Imperio Romano, respetado y admirado por todas las legiones; y como el viejo César tenía ya poca vida, su heredero planeaba ya la alianza de seguridad futura, casándose con la hija del celebrado militar. A veces la Ley Divina utiliza estas innobles y egoístas combinaciones, para conducir a los que deben ser sus apóstoles

Misioneros, al lugar o sitios en que ellos deben actuar.

El tribuno Galion llevaba consigo a su esclavo Demetrio, que desde el primer momento fue el amigo de confianza para su amo, que supo comprender y valorar su capacidad y sus méritos; de la misma manera que Diana, comprendió y amó a su esclava Rhode, por sus finos modales y la dulzura de su carácter.

¡Cuál no sería la amargura de Stéfanos, que presenció el desembarco en Gaza del Tribuno Marcelo Galion, cuando vio a su hermano Demetrio cargando las maletas de viaje de su amo, sus armas y llevándolos al carro que del Fuerte habían mandado a esperarle!

En pocas palabras, Stéfanos lo comprendió todo, y condolido hondamente decía abrazando una y otra vez a su hermano menor: —Esta desgracia la ha traído la soberbia y la dureza de tu padre que tan cruel e injustamente me apartó de nuestra madre, por el vil interés de los bienes materiales qué no quería dividir conmigo, ¿qué tiene ahora?

— ¡Nada! —contestó Demetrio—. Una mísera sepultura en el hueco de una roca, donde descansa con nuestra pobre madre que pereció junto con él la terrible noche del asalto a nuestra casa.

En medio de tanto mal, he tenido la suerte de caer en una buena casa; la del Senador Galion, antigua familia patricia de las que ya quedan pocas en Roma… Aunque soy un esclavo, no me tratan como a esclavo.

—Yo pagaré tu rescate —dijo de pronto Stéfanos—. Pertenezco a una institución que va siendo poderosa en Palestina y que al parecer dispone de grandes capitales, pues rescatan esclavos por centenares.

Hay aquí acontecimientos grandes que tú desconoces. ¿Dónde podremos encontrarnos nuevamente?

—Yo voy con el Tribuno Galion al Fuerte de Minoa. Es lo único que puedo decirte —contestóle Demetrio.

—Y yo me hospedo en este barrancón a orillas del mar, y soy el escriba del curtidor Simónides, que provee de pieles a todos los ricos de Judea.

Todo éste relato que acabo de hacer, era el tema de conversación a media voz que hacían Demetrio y Rhode, sentados sobre el montón de heno en el establo del suburbio de Nápoles, donde se refugiaron después del peligroso salvamento de la segunda cautiva en la Isla de Capri.

El lector habrá comprendido, que Demetrio había vuelto de la Palestina acompañando a su amo, y refería a Rhode los acontecimientos en el país de Israel.

Pocas veces y a hurtadillas, como vulgarmente se dice, habían podido hablar de lo que les había acontecido a ambos durante la separación, siendo esclavos de amos diferentes.

En la Isla imperial, nada se sabía de los últimos acontecimientos de Palestina, ¿Quién podía ocuparse allí, del Mesías enviado por el Eterno Dueño de los Mundos, para liberar de sus cadenas de ignorancia y de atraso a la humanidad terrestre? Allí sólo se comentaban los gloriosos triunfos de las legiones romanas en los países conquistados; los millares de esclavos que entraban mes a mes por las puertas de la gran metrópoli señora del mundo; de las luchas de los gladiadores; de los héroes victoriosos en las carreras de cuadrigas del Circo, máxime de las intrigas políticas entre Senadores, Cónsules y Tribunos; de los amores clandestinos de la nueva aristocracia, que relegando hacia un lado el viejo y noble patriciado romano, con sus austeras matronas y sus honrados caballeros, imponía sus depravadas costumbres, copia del lejano oriente en decadencia.

¿Quién podía ocuparse allí de un Rabí galileo, que repudiaba fe, esclavitud, las tiranías, las autocracias, el insultante lujo de los ricos, junto a la miseria hambrienta de los pobres?

Y avivando dolorosos recuerdos, Demetrio iba deshojando tristezas como flores marchitas que guardaba cuidadosamente en el cofre de su corazón. Quería llevar a Rhoda a las mismas grandes convicciones que él tenía, desde que su hermano Stéfanos le había hablado de ese hombre genial, que arrastraba muchedumbres con su palabra y al cual no resistían ni las más terribles enfermedades, ni aún la muerte misma.

Y cuando Demetrio refería con detalles el día trágico del martirio de aquel Genio del bien y del amor, Rhode indignada y casi llorando le preguntó: — ¿Y el tribuno Marcelo y tú, le dejasteis abandonado así entre esos chacales enfurecidos?

—Tú no sabes Rhoda la fuerza que tiene en aquel país el fanatismo religioso, unido a la ambición de oro y de poder. El Gobernador Pilatos no quería condenarle, pero los príncipes sacerdotales del Templo de Jerusalén, le amenazaron de tal manera, que el hombre tuvo miedo de caer en desgracia del César y sabiéndole inocente, firmó la sentencia. Y el hombre de los ojos puros y de la palabra que destilaba miel sobre todos los dolores humanos, fue colgado de un madero, como los esclavos rebeldes, como los bandoleros asaltantes de caminos, como los piratas asesinos en alta mar.

Rhode, enternecida, comenzó a sollozar. — ¡Y El tenía madre Rhode!... ¡era ella la imagen de la piedad, sentada sobre un trozo de roca a diez pasos del madero donde agonizaba su hijo! ¡Y tenía amigos enloquecidos de dolor, y mujeres que lloraban a grandes lamentos!...

— ¡Calla Demetrio, calla por favor, que me siento morir de espanto! ¡No me digas nada más, que me arrepentiré de no haberme tirado al precipicio desde el alto acantilado de la Isla de Capri!... ¿Quién puede amar la vida entre los salvajes hombres de la tierra?

— ¡Cálmate Rhode! No todos son salvajes y malvados. Vi a mi amo el Tribuno Marcelo, que mandaba obligado la ejecución de aquel hombre, beberse una bota de caña india, y beodo como enloquecido, emprenderla a fustazos con cuantos se le pusieron delante. Vi otro Tribuno de gallarda presencia, montado en un corcel negro que parecía tener fuego en sus patas, arremeter contra un pelotón de populacho que vociferaba impulsado por los príncipes sacerdotales que habían pedido la muerte del hombre santo. Y un caudillo árabe, lo secundaba en la dura refriega de azotes y sablazos contra aquella piara de chacales, hambrientos de sangre como tú dices.

Los cielos… Rhode, se volvieron negros, y el trueno retumbaba en los espacios y los, relámpagos escribían con fuego la tremenda maldición del Dios del Profeta mártir, para los malvados que le quitaron la vida… Fue algo espantoso que no se me olvidara jamás. En todos los barrancos alrededor de la montaña del suplicio, ardían llamaradas que subían hasta las nubes ennegrecidas. El fuego hacía saltar las piedras; se desmoronaban trozos de roca, donde había grutas que eran sepulturas viejas de ajusticiados en aquella montaña, y saltaban huesos de muertos, cráneos blancos, trozos de esqueletos. Que se despedazaban al chocar de nuevo contra las piedras.

La multitud corría despavorida, temiendo ser aplastada por aquel terrible cataclismo de los cielos; de los barrancos que saltaban en pedazos; de las llamas que se extendían como las olas embravecidas de un mar sangriento.

¡Oh, Rhode! ¡Aquel hombre era el Hijo de Dios y la naturaleza toda estallaba de furor por su muerte!

— ¿Y ese Dios que tú dices, no tenía poder para impedir que su Hijo fuera así martirizado y muerto?

—Ese es el misterio y el enigma que aún no he podido comprender —contestó Demetrio con profunda

amargura.

—Apenas levante el sol, partiremos hacia la Villa Astrea en el Lacio, donde nos esperan nuestros amos que ahora son esposos. Ya tienen allí preparadas nuestras cartas de manumisión que nos harán libres a ti y a mí.

El dueño de la Villa Astrea es el gallardo Tribuno que azotaba al feroz populacho el día que ajusticiaron al Santo, y él debe saber muchas cosas que yo ignoro en éste asunto. Enseguida que me vea hombre libre, volveré a Palestina para que los maestros de mi hermano Stéfanos me declaren todo cuanto ignoro y necesito saber.

— ¿Y yo Demetrio? —preguntó Rhode desconsolada—. ¿Vas a dejarme sola otra vez?

—Yo he velado por ti cuanto he podido, mientras eras esclava como yo. Ahora que serás libre, elige tu camino Rhode. Yo no puedo obligarte a nada.

Se hizo un breve silencio.

—Muy bien, Demetrio. Si soy libre, elijo mi camino y me obligo yo misma... Iré contigo a Palestina.

Demetrio, en silencio, hondamente conmovido le tomó las manos y las besó con un beso largo y mudo, mientras se secaba con ellas dos lágrimas que rodaban de sus ojos... Eran las únicas que había llorado en presencia de otra persona, desde el día que fue vendido como esclavo.

¡Qué fuerte lo había hecho el dolor tan estoicamente soportado!

Al anochecer del mismo día, llegaban a las altas verjas de la Villa Astrea, dos muchachos labriegos con los gorros campesinos atados bajo la barbilla y montados en asnos, con abultadas alforjas. El uno alto y fuerte; el otro de menor talla y al parecer endeble y delicado.

Al guardián portero de los jardines, pidieron hablar con el Tribuno Marcelo Galion y su esposa, por un

importante mensaje que debían entregarles.

Temeroso el mayordomo de que se encerrara una celada, ya que todos estaban al tanto de lo que ocurría en Roma en aquellos días, hizo las averiguaciones del caso.

Rhode no pudo soportar más y sacándose el gorro, dejó caer su rubia cabellera.

— ¡Una mujer! —exclamó asustado el mayordomo.

—Es mi novia —dijo tranquilamente Demetrio, quitándose el gorro y dejando al descubierto su rostro.

— ¡Oh, valiente Demetrio! —gritó el mayordomo al reconocerlo.

¡Pasad, pasad! que los señores han comentado ayer y hoy tu aventura y temían que no volvieras.

Ya se imaginará el lector la escena que siguió después en la Villa Astrea, la hermosa mansión señorial del Príncipe Judá. Todos habían cobrado un sincero afecto a Demetrio y Rhode por la lealtad y nobleza con que habían obrado en todo momento, aún bajo la humilde condición en que tan injustamente se veían sumidos.

El príncipe Judá y su anciana madre Noemí, que años atrás habían soportado el mismo inicuo atropello, comprendían y valoraban la fuerza de voluntad de aquellos dos jóvenes de veinticuatro años él y diecinueve ella, con que supieron triunfar de las maldades humanas y conquistar el afecto de aquellos que les conocieron de cerca.

—Es justo que demos gracias al Señor, por la feliz terminación de toda ésta terrible aventura —insinuó la anciana Noemí, cuyo profundo sentimiento religioso se manifestaba en todas las oportunidades.

Y cuando Demetrio y Rhode se habían despojado de sus disfraces y tomado sus trajes habituales, la anciana tomó a ambos de las manos y les acercó al altar de las Tablas de la Ley.

Sobre el altar estaba extendida la túnica azul del Cristo Mártir y sobre ella dos rollos de pergamino atados con cintas rosadas. Todos habían elegido a la anciana abuela para hacer de sacerdotisa en esta sencilla ceremonia de justificación y de amor.

De pie ante el altar y teniendo a ambos jóvenes a su lado, recitó con honda emoción el salmo de acción de gracias que repetían todos en alta voz.

Cuando se extinguió el eco de la plegaria, la anciana tomó los dos pergaminos y entregándolos a sus dueños, les dijo con la voz que temblaba y los ojos llenos de llanto: —Ahora no sois más esclavos. El Cristo del Amor os ha hecho libres y dueños de vuestras vidas.

Diana sollozando se precipitó hacia Rhode y la estrechó fuertemente a su corazón. El Tribuno Marcelo Galion se acercó a Demetrio y estrechando sus dos manos le dijo:

—iAmigo!... Este momento lo he deseado desde que mi padre te puso junto a mí. Y como no creo terminado mi deber para contigo, te ofrezco a mi lado el puesto de Secretario privado, si quieres continuar conmigo; o que aceptes mi ayuda para abrirte camino en la vida, si quieres marchar solo.

Demetrio tardó un poco en reponerse para contestar.

—Acepto ser tu secretario, Tribuno Marcelo Galion, pero quiero antes hacer un viaje a la Palestina llevando a Rhode conmigo, para ser ambos bautizados por el Apóstol Pedro, de quien recabaré muchas explicaciones que mi conciencia reclama.

—Muy bien, Demetrio, muy bien. A tu vuelta serás tú quien me instruya a mí que estoy tan necesitado como tú de saber muchas verdades —le contestó el Tribuno.

—Demetrio —dijo el Príncipe Judá—. Marcelo y yo hemos convenido que tú eres el hombre indicado, para secundarnos en una empresa, mitad idealista y mitad material, que comenzaremos pronto.

— ¿Puedo saber de qué se trata? —preguntó él.

—Todo gira alrededor del Cristo Hijo de Dios, que hemos visto morir heroicamente en Palestina.

¿Aceptarás?

—Acepto aunque deba morir como El —contestó serenamente Demetrio.

Judá le estrechó las manos emocionado mientras le decía: —Hemos nacido juntos el día de su muerte, al pie de su cadalso de mártir.

Nebai y Diana se habían llevado a Rhode al interior de la casa, para vestirle de manera conveniente, mientras Demetrio haría lo mismo, pues en la cena de esa noche celebrarían los esponsales de ambos, a fin de que hicieran el proyectado del viaje, siendo ya prometidos esposos.

La austera corrección de costumbres, de la antigua aristocracia romana, judía y griega, así lo exigía…

Continuará….

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