27 de agosto de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 19

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

49.- EN EL PALACIO HENADAD

Para los lectores de "Arpas Eternas", este escenario es bien conocido. Flota dentro de sus muros y bajo sus soberbias arcadas algo así como un vapor de lágrimas mezclado al perfume inextinguible de los más hondos recuerdos. En su gran cenáculo tapizado de seda color naranja, tuvo lugar la última cena del gran Maestro con sus Doce íntimos. Allí fue su despedida, el tremendo adiós de su corazón de hombre, momentos antes de entregarse a la muerte en el huerto de Getsemaní.

Aquellos muros, aquellos cortinados debieron quedar saturados de dolor, de suprema angustia de madre, entregando a su adorable Hijo al sacrificio; zozobra, dolor, incertidumbre, desesperación de lo inevitable; todo quedó allí recogido y flotando como cendales color ceniza, impalpables y fríos, que aún años después, nadie que entraba allí podía eludir el sentirlos como un roce doloroso en el corazón.

A éste recinto de dolor y de amor supremos, entremos de nuevo, lector amigo, con Demetrio y Rhode que van en busca del apóstol Pedro.

Para seguridad de los discípulos del Maestro que se albergaban allí, Simónides, administrador de ésa propiedad, le había mandado colocar sobre su gran portada una lámina de mármol en la que se leía: Hospedería Internacional Sucesión del Duunviro Quintus Arrius… Y mediante sus ocultos donativos a la guarnición de la Torre Antonia, había conseguido que en la primera boca-calle cercana, tuviera garita de parada un representante de dicha guarnición que guardaba el orden. Esto era alguna garantía de seguridad para los habitantes de aquella mansión, pero no impedía el espionaje ordenado por el Sanhedrín, desde la muerte del Profeta Nazareno.

Los siete Diáconos, auxiliares de los Doce, se hospedaban en el palacio Henadad juntamente con Pedro, Santiago, Andrés y Matías, cuyos trabajos apostólicos se habían reducido hasta entonces, a enseñar a los adeptos dentro de los muros de la gran mansión, o en el palacio de Ithamar; en la que fue casa de la viuda Lía, convertida en Oratorio y Refugio de huérfanos y ancianos sin hogar, como así mismo en la casa paterna de Nicodemus, donde vimos celebrar reuniones a los dirigentes de la Santa Alianza, en los últimos años de la vida del Mesías Ungido de Dios. Estos eran los Oratorios principales y puntos de reunión de la primitiva Congregación cristiana de Jerusalén.

Cuando nuestro amigo Demetrio hacía su entrada en ella, llevando consigo a su prometida Rhode, Stéfanos, su hermanastro, le recibió con indecible amor, y tomó a su cargo la instrucción de Rhode en los principios de la nueva Doctrina, como preparación a su ingreso en las filas de los amantes de Cristo. Era Stéfanos de una belleza varonil tan perfecta, que en su patria lejana fue tomado muchas veces como modelo de los Apolos; de los Adonis que los artistas más notables esculpían para los templos paganos.

El segundo casamiento de su madre, y el rudo tratamiento que recibió de su padrastro, fue lo que lo impulsó a viajar hacia la opuesta ribera del Mediterráneo, donde su padre, el general Filemón, había permanecido largo tiempo en su juventud. Entre su testamento, el viejo militar había dejado un pliego cerrado y lacrado para su hijo único Stéfanos, que su madre le entregó sin abrir. Allí le decía entre otras cosas para su gobierno, que hiciera por llegar al país de Palestina y siguiera el curso del Jordán hasta la ciudad de Cesárea de Filipo, unida con el puerto de Tiro por una hermosa carretera.

"A una milla al este de Cesárea, encontrarás la Villa Dóride, entre un bosque de cipreses, olivos, vides y naranjos. Es mía y es mi herencia para ti. Adjunto está el título que lo acredita. Preséntate con él al Administrador residente en Antioquia, el naviero Simónides, el cual te pondrá en posesión de la Villa y de todo cuanto a ése día ha producido desde hace veintisiete años. En Cesárea tomé como segunda esposa una doncella persa, hija de un alto jefe militar, que estaba proscrito con su familia. Cuando se enteró, a su vuelta de una campaña, no estuvo conforme y mandó asesinarme en mi residencia de la Villa Dóride. Teníamos ya un niño dos años menor que tú, al que su madre Decelia llamó Boanerges. Los asaltantes me impidieron toda defensa y se llevaron a la madre y al niño. Nunca he podido saber nada de ellos. El reuma me imposibilitó de viajar y mis agentes no obtuvieron jamás una noticia favorable”.

“Si después de mis días, recorres aquellos países y la fortuna te favorece y encuentras a ése hermano tuyo, parte con él la herencia de tu padre, como he partido yo mi cariño entre tú y el hijo perdido; si acaso no fue muerto con su madre en aquella noche fatal."

Y fue éste, el segundo motivo que impulsó a Stéfanos hacia los puertos de Siria… Había encontrado la Villa Dóride, perfectamente cuidada y en plena producción. Sus tierras estaban regadas por un afluente del caudaloso río Nahr-el-Avag, que circundaba el Castillo como una defensa natural. Pero no encontró ni a Decelia, segunda esposa de su padre, ni al niño Boanerges. El único dato que le dieron fue, que el Administrador Simónides residía entonces en Jerusalén. Su representante en Antioquia reconoció los derechos de Stéfanos, pues estaba al tanto del negocio del General Filemón, y al entregarle sus rentas, le dio la noticia de que el anciano Simónides residía en Jerusalén, pero el joven se recluyó en su Villa Dóride. Tal fue el camino que hizo, antes de ser el jefe de Los Diáconos elegidos como auxiliares por los Apóstoles del Señor; Stéfanos de Corinto, que pocos años después fue el primer sacrificado por enrostrar al Sanhedrín judío el asesinato del Mesías, Hijo de Dios.

Este ferviente amador del Cristo era el alma, digámoslo así, de la organización de las primitivas Agrupaciones cristianas; por su preparación, por sus dotes intelectuales y morales, y más aún, por la poderosa atracción que ejercía su palabra de fuego; su brillante oratoria que convencía y subyugaba.

Era además un artista del clavicordio (1) y era el organizador de los coros de doncellas, que tan importante papel desempeñaban en los sencillos cultos de la primera hora cristiana, en que todo se reducía a leer los libros de los Profetas y explicarlos, y el canto de los Salmos. También tenían los Siete Diáconos, el cargo de instruir a los neófitos de origen griego, que aún no comprendían ni hablaban el sirio ni el hebreo. Fue de éste modo que Demetrio y Rhode se encontraron en el palacio Henadad, en medio de una escuela cristiana que hablaba la lengua nativa.

(1) Instrumento músico antiguo, similar al órgano de hoy.

Stéfanos, como artista de la armonía, se apercibió enseguida de la hermosa voz y buenas condiciones de Rhode, para los solos del Coro que cantaba los Salmos, y se esmeró en cultivarla. Este roce continuado y la atracción natural que ejercía Stéfanos sobre cuantos le trataban, hizo que Rhode le tomase gran afecto, al cual ella se dejó llevar sin temor alguno, por tratarse del hermano de su prometido esposo. Demetrio en cambio se entregó de lleno a inquirir y escuchar de los testigos oculares de la vida del Cristo, todo cuanto podía fortalecer sus convicciones, sobre la grandeza sobrehumana de aquel hombre extraordinario, que él vio morir sobre la montaña del Gólgota.

La mirada dulce y profunda de aquellos ojos llenos de dolor, parecía seguirle a todas partes. Y no perdía oportunidad de pedir relatos sobre El, a Pedro, a Santiago, a Andrés y Matías que eran los cuatro apóstoles que residían en el palacio Henadad. Le dijeron que en Nazareth de Galilea vivía aún la augusta madre del Señor… Que en Belén vivían una tranquila ancianidad, los que le conocieron desde la noche de su nacimiento… Que en los Santuarios Esenios del Quarantana y del Tabor, vivían aún algunos ancianos que fueron los maestros de la adolescencia y juventud del Mesías Ungido de Dios… Que en el palacio de Ithamar, en la misma Jerusalén, vivía el anciano Simónides que tanto conoció al Divino Maestro.

Demetrio se sintió como invadido de un ansia loca, que casi era fiebre de hablar con todas aquellas personas. El Apóstol Pedro no podía dedicarle mucho tiempo, porque se veía siempre rodeado de enfermos de toda especie, que acudían a él por alivio a sus males. Estaba ya reconocido como poseedor de los poderes del Señor, para aliviar los dolores humanos. Los otros apóstoles, tenían a su cargo la enseñanza en los demás Oratorios, que muy discretamente funcionaban en la Ciudad de los Profetas Mártires.

Hasta que un día, en íntima conversación con su hermano Stefano y su prometida Rhode, les dijo Demetrio: —Mientras dura la enseñanza de Rhode, y ya que ella está bien guardada en esta casa, entre las ancianas y las doncellas, yo haré algunos viajes, primeramente a Nazareth de Galilea a visitar a la Madre del Señor y otras personas que me han indicado residentes por allá. A mi regreso, será la ceremonia de nuestro bautismo y casamiento. ¿Estáis conformes? —Por mi parte lo estoy —contestó Stéfanos—. Rhode hablará por ella misma. —Si es tu deseo Demetrio, también estoy conforme yo. Basta que no te ocurra nada desagradable y que vuelvas pronto… Y Demetrio partió hacia Galilea, llevando epístolas para las Congregaciones de aquella región.

En el gran Cenáculo de la última cena del Cristo Divino con sus discípulos, convertido en uno de los primeros santuarios cristianos, continuaba a la mañana y a la noche, el fervoroso canto de los salmos; el relato de las más bellas parábolas del Divino Maestro; la lectura de las crónicas facilitadas por los Esenios, referentes a muchos pasajes de la vida que en medio de ellos había vivido Él, de niño, de adolescente y de joven.

El coro del palacio Henadad, compuesto de veinticuatro doncellas con Rhode como solista y Stéfanos como director y maestro de clavicordio, había comenzado a atraer numerosa concurrencia, no sólo de los demás oratorios, sino de personas que sin estar afiliados a tendencia religiosa determinada, gustaban de aquellas solemnes sinfonías, que eran una manifestación artística de muy buen gusto. A esto se añadió la palabra vibrante del orador, plena de encantos, de belleza y de verdad. De ésta manera fue conocido como músico y orador, Stéfanos el griego, como le llamaban vulgarmente.

Un día… hablando el apóstol Santiago con él, le dio a leer una canción escrita en sirio. Stéfanos la encontró hermosa y llena de un tal sentimiento de adoración al Señor, que preguntó quién era el autor. El apóstol le contestó: —Es un extraño y hermoso muchacho, que nació pastor y llegó a trovador. Le llaman el trovador de Mágdalo, porque vive allí casi desde niño… Su nombre es Boanerges.

Stéfanos saltó en su asiento, como si hubiera visto caer un rayo a su lado. — ¡Boanerges! —dijo— ¡Boanerges!... — ¿Tanto te asusta ese nombre? —le preguntó Santiago. —Llevo cinco años en ésta tierra, buscando a un Boanerges sin haberle encontrado, y tú me das una canción escrita por Boanerges. ¿Dónde está? —Ya te lo dije: en el Castillo que domina la aldea de Mágdalo. ¿Es algo tuyo?—. Y al decir así, Santiago clavó sus ojos en el hermoso rostro de Stéfanos. — ¡Es algo mío! —contestó éste muy pensativo. —Y a decir verdad, te le pareces mucho, con la diferencia de que tú eres rubio y ojos verdes, y él es castaño de cabellos y ojos oscuros. Y viste siempre a uso griego, como todos los habitantes del Castillo. — ¿Y tú de qué le conoces? —Éramos vecinos de las orillas del Mar de Galilea —contestó Santiago—. En el Castillo hay un oratorio de los nuestros, y tu hermano Demetrio irá seguramente por allí.

—De haber sabido ésto antes, hubiera ido yo con él o le habría recomendado de hablar con él. —Aún estás a tiempo. Vete ahora mismo. —No puedo, porque cuido de Rhode que pronto será la esposa de mi hermano, y la preparo para el bautismo en la próxima luna. Iré en cuanto termine mi obligación. Stéfanos no declaró nada más… ni el apóstol le hizo pregunta alguna.

Mientras tanto, en el alma pura y vehemente de Rhode se iba levantando como tenue luz difusa, una intensa admiración para su maestro de canto y de la doctrina del Cristo. Ella no alcanzó a conocer a ese hombre genial, único, que oyó mencionar tanto a Demetrio y continuaba oyéndolo en todos los labios, desde que había llegado a aquella tierra que El holló con sus pies.

Stéfanos mismo… hablaba con entusiasmo de la belleza divina del Señor. Y Rhode con sencilla candidez le preguntó: —Pero... ¿era más bello que tú? Stéfanos la miró asombrado, y al ver que un subido rubor tiñó aquel rostro, creyó adivinar lo que no hubiera pensado jamás, y gravemente le contestó: —Yo soy un simple mortal, y El era el Hijo de Dios… Y aparentando no dar importancia a ese breve cambio de palabras, continuó su ensayo con el coro de los himnos que cantaría en la oración de esa noche.

Cuando esa noche, llegó el momento de la meditación, que de ordinario se hacía sobre algún punto de la moral enseñada por el Cristo, Stéfanos tomó este tema: No debes hacer a tu hermano lo que no quieres que te hagan a ti. Es el fundamento, el esquema, la esencia del mandato divino, ley universal: "Ama a tu prójimo como a ti mismo".

Stéfanos hablaba con un fuego que traspasaba los corazones de parte a parte, porque él se hablaba a sí mismo, como si quisiera inyectar en su propio corazón, el mandato divino que todo el mundo conoce, pero que muy pocos en el mundo lo practican cumplidamente. —"Traspasa y pisotea ése mandato divino, fundamento de la moral del Cristo, Señor Nuestro, —decía Stéfanos con ardiente vehemencia— lo mismo el que quita un manto, una túnica, un denario a su hermano, que el que le quita el amor de la mujer elegida para compañera, o del hombre aceptado como esposo; que mayor pérdida es la del amor del ser amado, que la pérdida de un pedazo de tierra, de un buey, de un asno, de un talento de oro, o de un cofre con perlas y diamantes."

Stéfanos veía en todas partes, los ojos dulces y amorosos de Rhode, que le seguían como dos luceros en los sombríos caminos de la vida. —"No hagas a tu hermano lo que no quieres que te hagan a ti" —se repetía constantemente, como si fuera la queja, el reproche de su noble espíritu, al yo inferior que se deja deslumbrar por la efímera belleza de la materia.

Y al amanecer de una fría mañana nebulosa, se dirigió a la puerta de Jafa y salió fuera de la muralla de la ciudad. Se dirigía al Monte Gólgota, convertido entonces en tranquilo cementerio de todos los que morían en las filas de los amantes del Cristo… Abrió la puertecita de gruesos barrotes de hierro, y se quedó quieto mirando el pequeño obelisco de mármol, plantado en el mismo lugar en que estuvo el patíbulo del Divino Salvador. El corazón le sollozaba en lo hondo del pecho, y su alma le repetía, con la nota aguda del clarín que despierta a los dormidos: "No hagas a tu hermano lo que no quieres que te hagan a ti". Corrió hacia el obelisco, cayó de rodillas y se abrazó a él. Su hondo sollozar hubiera conmovido hasta a los menos sensibles, pero allí no había más que el enorme círculo de rocas grises y peladas, y las losas que cubrían la entrada a las sepulturas.

Allá… en la penumbra del oratorio, Rhode lloraba también. Se sentía triste y asustada, sin acertar el por qué. Era la hora de la acostumbrada oración, y allí faltaba Stéfanos, que era quien dirigía los cultos en el palacio Henadad. ¿Qué podría ocurrir?... Le reemplazó otro de los diáconos.

Mientras tanto, Stéfanos de rodillas al pié del obelisco, iba encontrando lentamente la quietud interior que le faltaba. — ¡Señor!... ¡Señor! —clamaba a media voz—. Soy un predicador de tu ley, de tu divina enseñanza, y mi corazón se ha prendido de la prometida esposa de mi hermano. ¡No quiero ser traidor a tu mandato, a tu doctrina, a tu ideal divino, del amor al prójimo como a mí mismo! ¡Defiéndeme Señor, por tu muerte heroica; por tu santo Nombre; por la gloria de tu Reino; por tu vida eterna de luz y de amor! ¡Y córtame la vida con un soplo de tu aliento soberano, si he de traicionar un día tu divino ideal!

La paz había vuelto a su agitado espíritu, y paso a paso se encaminó hacia la ciudad. Al llegar al cruce de las calles convergentes al palacio del Monte Sion, residencia del Sumo Sacerdote, vio a un guardia del palacio azotando ferozmente a un galileo casi anciano. Stéfanos tomó la defensa del infeliz, poniéndose entre ambos. —Es vergüenza que un guardia del Gran Sacerdote, representante de Dios, maltrate así a un pobre anciano —le dijo severamente… —Es un miserable blasfemo, que sube al trono de Jehová, al galileo impostor que ha trastornado a los estúpidos de ésta tierra… Antes de terminar la frase inicua, aquel guardia rodaba por el suelo, del tremendo bofetón que Stéfanos le aplicó, dando lugar así a que el anciano escapara.

La dignidad, la actitud de Stéfanos, su apariencia exterior de príncipe extranjero, y más que todo, la fuerte irradiación de poder y de dominio que emanaba de su persona, de su voz, de su mirada, de tal modo asustaron al guardia, que no fue capaz de contestar ni una palabra, y Stéfanos siguió su camino hacia el palacio Henadad.

Cuando llegó, estaban terminando el culto de la mañana. Penetró al Oratorio colocándose en último lugar junto a la puerta de entrada casi detrás del cortinado. Todos los asistentes fueron saliendo silenciosamente. Por fin el recinto quedó vacío. Entonces vio Stéfanos salir de la penumbra de un rincón una silueta fina, alta, grácil como una vara de nardo. Aquella silueta vestía túnica azul oscuro y en la cabeza el velo blanco de las doncellas esenias. La vio caer de rodillas ante el altar de las Tablas de la Ley, al pié de las cuales aparecía en letras doradas sobre una lámina de mármol negro la frase amada del Divino Maestro: "Ama a tu prójimo como a ti mismo".

Vio que aquella delicada silueta de mujer se doblaba como un junco al choque de los vientos, y hondos sollozos rompieron el profundo silencio del Oratorio. Stéfanos reconoció a Rhode, y suavemente se acercó a ella. — ¡Rhode! —le dijo—. ¿Por qué lloras? — ¡Stéfanos hermano mío!... ¡creí que no volvías más! —exclamó la joven secando su llanto. —Y ¿por qué no había de volver? Mi deber está aquí. Y como me siento responsable de ti ante mi hermano Demetrio, tu prometido esposo, es que te pregunto Rhode ¿por qué lloras? — ¡Es largo de explicar! —respondió ella con una forzada sonrisa. —Ven, siéntate aquí a mi lado y hablemos como dos buenos hermanos. —Y Stéfanos la ayudó a levantarse y junto al altar se sentaron. —Anduve desde el amanecer por nuestro Cementerio —continuó Stéfanos— porque necesitaba visitar otra vez el sitio del gran holocausto del Cristo Redentor, para hacer allí mismo el mío. Y una vez hecho estoy tranquilo Rhode, y no quiero verte sufrir por mí.

Ella se estremeció toda, como en un escalofrío, y con sus grandes y dulces ojos color topacio, nublados de llanto, lo miró sin contestarle, porque en su garganta se anudó un sollozo que se esforzaba en contener. Por fin dobló la cabeza velada de blanco, sobre el hombro de Stéfanos, y rompió a llorar con indecible angustia. El tomó entre las suyas aquellas lacias manos, frías como mármol, y le habló con la voz de un inspirado: —Rhode, hermana mía: nacidos tú y yo en la Grecia del Amor, de la Belleza y del Arte, no podemos librarnos de la sugestión de esos tres grandes poderes de la vida humana: el Arte, la Belleza y el Amor. Todo en nosotros se ha unido, para caer vencidos por esas tres potencias; pero no seremos vencidos Rhode, porque hay en nosotros algo mucho más fuerte que el Arte, la Belleza y el Amor. Y ése algo es ésta frase divina que vemos grabada sobre el altar, y que brotó del alma del Cristo, como una rosa de sangre que no ha de morir jamás… "Ama a tu prójimo como a ti mismo", que significa:- "No hagas a tu hermano lo que no quieres que te hagan a ti".

No merecemos el nombre glorioso de cristianos, si no somos fieles cumplidores de ese único mandato del Cristo. ¡Fue su testamento, su herencia, su legado eterno, el único precio puesto por Él a sus grandes promesas de amor, de dicha perdurable, de inefable bienaventuranza!... ¡Seamos valientes para el sacrificio Rhode, como lo fue el Señor… que en plena juventud lo renunció todo!... todo cuanto puede amar el hombre en su vida terrena. Y eso, no por un ser querido, sino por una humanidad embrutecida en la corrupción y el vicio, ciénaga inmunda de todas las aberraciones e iniquidades a que puede descender la larva humana, que aún arrastrándose en el polvo, sabe morder, herir, despedazar a su hermano!

De ese sacrificio fue capaz el Cristo Señor Nuestro, sabiendo que la gran mayoría de la humanidad no comprendería nunca, la grandeza sublime y única de su sacrificio. Voluntariamente te has prometido como esposa a mi hermano Demetrio, que es un vaso elegido de bondad, de nobleza, de lealtad y de amor. Y voluntariamente cumplirás tu promesa y seré yo mismo quien te entregue a él, que te ama y te espera como la única compensación de todos sus padecimientos.

Las teclas del clavicordio bajo mis manos, te hicieron subir en alas de la armonía a un mundo azul de visiones doradas de luz multicolor; como las vibraciones de tu voz de ángel me llevaron a mí a un paraíso de

Querubines, con alas de sol y jardines de estrellas... La Grecia de la Belleza y del Arte, despertó al niño de las flechas de oro que dormía en nosotros... Ahora estamos despiertos de nuevo Rhode, a la luz divina de la mirada del Cristo, que colocado entre tú y yo nos dice: ''Os hago parte de mi sacrificio, para que la tengáis también en mi gloria". ¿La rechazaremos Rhode ?...

Ella cayó arrodillada ante Stéfanos, y llena de emoción le dijo en entrecortadas frases: — ¡Te vi hermoso en tu físico, en tu música que habla, ríe y llora; pero te veo más hermoso aún en tu nobleza y lealtad, en la grandeza de tu alma para renunciarlo todo! Stéfanos estrechó a su pecho la bella cabeza tocada de blanco, besó sus ojos que lloraban y dijo a media voz: — ¡La visión querida se esfuma entre los brazos del Señor! Ahora sólo vives tú, la prometida esposa de mi hermano ausente. Y yo te guardo para él como a la niña de mis ojos. Ella salió del Oratorio, y Stéfanos se sentó al clavicordio para desahogar en torrentes de armonía la tragedia íntima de su alma, la angustia del renunciamiento, la tremenda soledad a que acababa de condenar a su propia vida. Y tuvo entonces la más hermosa visión que hubiera podido esperar.

Sus finas manos marfileñas, corrían sobre el teclado en una explosión de melodías, que ya eran el rugido del mar chocando en la costa brava del istmo de Corinto, o el gemido de los vientos en los cipreses de su tierra nativa, o el rumor de los arroyuelos saltando entre los peñascos. Y de sus ojos verde jade, corrían dos raudales de lágrimas que humedecían su plisada túnica blanca, y al embozo de su clámide púrpura en que iban a esconderse los bucles dorados de su cabellera… Una luz intensa le cegó de pronto, y al levantar la mirada, buscando la causa de aquel resplandor, vio de pié junto al clavicordio a Jeshua, joven, bello, resplandeciente, como le había conocido en Tiro la tarde aquella de la lucha de trirremes en la Naumaquia cuando El salía triunfante y feliz por haber salvado tantas vidas humanas, expuestas a perecer por la ambición de los poderosos.

La visión llevaba entre las manos abiertas, muchas rosas rojas y lirios blancos y dejándolas caer sobre el teclado pronunciaba estas palabras: —"Has triunfado de ti mismo Stéfanos, que es el mayor de los triunfos, y aquí tienes la primera recompensa". Y poniéndole la mano intangible y luminosa sobre la cabeza, se esfumó la visión.

El clavicordio seguía vertiendo melodías suavísimas como susurros de alas invisibles, y Stéfanos continuaba derramando su llanto, que no era ya de angustia, sino de esa íntima felicidad del alma que ha sentido un momento la Divina Presencia. ¡No estaba más en la tierra!... Sentíase flotar en un ambiente de luz y de paz infinita, a donde una fuerza superior le había subido, acaso para hacerle sentir cuán poco valen los goces materiales, comparados con los que al alma le esperan en la posesión del Reino de Dios.

¡La melodía suavísima que sus propias manos iban arrancando maquinalmente del teclado, como un

autómata, hacía el efecto de onda sutil, que intensificaba y prolongaba aquel estado semi estático de su espíritu, suspendido entre el cielo y la tierra como un celaje de luz que fluctúa, entre descender de nuevo hasta el polvo, o subir hasta sumergirse en la Luz increada!

Se vio a sí mismo, anciano venerable en una gruta iluminada por cuarenta cirios de dorada claridad,

rodeado de otros tantos ancianos que escuchaban su palabra. Era un Santuario en el Monte de las Abejas, en su Grecia eterna y gloriosa. Y se despedía de sus compañeros de soledad y de ideales, porque una visión radiante, la misma que acababa de ver de pié junto al clavicordio, le había anunciado que esa noche al llegar la luna llena al cenit, se desprendería de la vida para entrar en las moradas eternas del amor y de la luz; comprendió que era el mayor entre sus compañeros que le amaban, y padecían por su partida... Oía sus voces sollozantes que le decían: —"¡Bidkar!... no olvides nuestros pactos y vuelve a este monte otra vez; "¡Atlas que tuviste en tus brazos al bienvenido!... recuérdale sus promesas para sus Dacthylos del Monte de las Abejas!"

La sinfonía del clavicordio, seguía y seguía como el concierto maravilloso de cien liras unidas, y Stéfanos, con la mirada fija en la techumbre, solo sentía el amor en torno suyo; la claridad que le envolvía; la esencia de muchas flores que exhalaban sus perfumes para él; y el fresco de una brisa deliciosa de alas que se agitaban, de olas de luz que iban y venían, de voces divinas que cantaban a la dicha inefable de vivir y vivir eternamente en la paz y en el amor… Aquella maravillosa armonía no acostumbrada a esa hora, atrajo al Santuario a las doncellas del coro, y luego a otros de los moradores de aquella casa.

Rhode llegó también… y todos en profundo silencio fueron acercándose, hasta rodear el instrumento mago y al mago de las cuerdas, que le hacía vibrar tan maravillosamente. Rhode se acercó más aún, y si no hubiera sido por el suave movimiento de las manos sobre el teclado, habría creído que Stéfanos se había convertido en un hombre de mármol blanco... ¡Tan blanco parecía su rostro inmóvil coronado de cabellos de oro! ¡De pronto le sintieron exhalar un gran suspiro, y un vibrante acorde final puso silencio al clavicordio que habían trinado como cien ruiseñores en un rosedal en flor! Y la cabeza del músico cayó pesadamente sobre sus manos apoyadas aún en el teclado.

— ¿Qué pasa aquí? —se oyó la voz de Pedro, que acababa de llegar después de tres días de ausencia. — ¡Padre mío!... —gritó Rhode—, ¡Stéfanos se ha muerto!... ¡Despiértale a la vida, tú que puedes hacerlo en el nombre del Señor! El anciano se acercó al joven diácono y le llamó por su nombre. A la segunda vez, Stéfanos levantó la cabeza y Pedro vio su bello rostro bañado de lágrimas. — ¿Qué pasa hijo mío? —le preguntó con el dulce acento paternal que Pedro usaba con todos. — He vivido una hora de cielo, y me veo de nuevo en la tierra —contestó Stéfanos abrazándose del viejo apóstol de Cristo, que Él había dejado en lugar suyo para consolar todos los dolores de los que dejaba en la tierra.

Desde la partida del Mesías Hijo de Dios, venían presenciando sus amadores fervientes, ésta clase de manifestaciones en muchos de aquellos seres, que por su extrema sensibilidad y la vehemencia de sus sentimientos, están siempre más predispuestos para ellas. Pedro ya conocía todo esto y no se alarmó en modo alguno. Y con una breve disertación, trató de tranquilizar a todos haciéndoles comprender que así premiaba el Señor los sacrificios hechos por seguir los caminos marcados por El.

—Nuestro Diácono Stéfanos ha estado unos momentos con nuestro Rey inmortal en su Reino de Luz, a donde El le ha permitido subir en compensación sin duda, de algo muy grande que él ha sacrificado —dijo Pedro con una intuición maravillosa, de lo que debía ocurrir en el alma noble y pura de Stéfanos.

"A todos nos puede pasar algo semejante, cuando haciéndonos superiores a las inclinaciones de la materia o a las sugestiones de éste depravado mundo en que vivimos, seamos capaces de presentar al Señor la ofrenda de todo cuanto queremos, que esté en contra del mandato que nos ha dejado: "No hagas a tu hermano lo que no quieres que te hagan a ti".

Pedro amaba a Stéfanos como se ama a un hijo, y éste le devolvía su afecto con una ilimitada confianza en el anciano Apóstol. Le llamaba padre, y cuando todos se hubieron retirado del Oratorio, Pedro le dijo: —Hijo mío, yo sé que en tu alma tienes una desolación profunda, porque la siento gemir junto a mi corazón como una tórtola herida de muerte. El Señor nuestro Rey Eterno me ha dado el poder de curar los cuerpos enfermos. ¿No me dará también el de curar tu alma que me es tan querida?

El joven diácono se sentó junto a él, pero durante unos momentos la emoción no le dejaba articular palabra. Cuando pudo serenarse habló: —Padre —le dijo— si te digo lo que me sucede, temo que mueras de espanto. —No, hijo mío, no temas. Desde que tuve la inmerecida dicha de vivir en contacto con nuestro Divino Maestro, he aprendido a conocer todas las tempestades del alma y ya nada puede espantarme.

—Mi desdichado corazón de hombre, se ha prendido con un amor insensato, de la prometida esposa de mi hermano; y aunque hice a nuestro amado Señor, el sacrificio de ese amor, el sigue viviendo en mí, y

me abrasa todo con su llamarada viva… ¿Dónde está el Señor que no recibe mi holocausto, ni oye mis lamentos pidiéndole la paz interior que he perdido? Empiezo a creer que hay leyes supremas que desconocemos los hombres, debido a las cuales las inteligencias libres de la materia, no pueden percibir los quejidos de dolor de sus hermanos desterrados. ¡Padre!... Tú has presentido mi lucha interior y la angustia que me devora, y te apresuras a darme el consuelo y a buscar para mí la quietud perdida. ¿No lo haría lo mismo el Señor, y otros de los amados del espacio infinito, si pudieran hacerlo? ¿Cómo me explicas tú el silencio pavoroso de los cielos, en la honda tragedia de un alma llena de buena voluntad que se debate en la impotencia? ¡Yo no he buscado esta barrera que se interpone en mi camino! ¡Yo no quiero lo que la ley de Cristo no quiere! Yo acepto llevar en mi vida, el estigma de todos los dolores con que quiera cargarme la Ley, pero no quiero traicionar el ideal divino del Cristo Nuestro Señor. No quiero ser traidor, no quiero ser perjuro, no quiero ser falso, llamándole Maestro mi Señor con los labios, y que los actos de mi vida me desmientan, como a un falsario, como a un hipócrita, como a un vulgar embustero...

—Ten paz en tu alma, hijo mío, y escucha las palabras toscas y sencillas de este viejo discípulo del Señor: Yo le acompañé en la noche del Huerto de Getsemaní, adonde El iba sabiendo que iba a la muerte. Y en el silencio de esa noche pavorosa, bajo la sombría bóveda de los olivos centenarios, le escuché quejarse en suspiros que partían el alma. Su voz lloraba porque lloraba su corazón y le oí decir: "¡Padre mío! pase de mí este amargo cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya!"

En ese instante supremo, El sufría la soledad de alma que tú sufres hoy hijo mío, y de la cual te quejas tan amargamente. ¿Por qué el Padre le dejaba solo? ¿Por qué los Seres Superiores, sus hermanos de evolución y de ideales le dejaban solo?... No podemos pensar que no le vieran, ni le oyeran, ya que sabemos por El mismo que en el mundo espiritual y el mundo físico, aunque están separados, no existen entre ellos barreras al pensamiento humano, cuando tiende su vuelo al Infinito impulsado por un amor grande, desinteresado y puro. Toda la vida excelsa de Nuestro Señor y Maestro, estuvo día por día bajo la divina vigilancia, sin que ella le faltara ni un solo momento.

¿Podemos pensar que en la hora de sus angustias no fuera protegido ni escuchado? —Y si era escuchado —observó Stéfanos— ¿por qué estando ya pendiente de la cruz, dio aquel tremendo clamor que hizo desmayar a las piadosas mujeres y enloquecer a los hombres que le oyeron? "¡Padre mío! ¿Por qué me has abandonado?

—Ya sabía yo que llegarías a ésto, y estoy preparado para contestarte… Hijo mío, cada alma tiene su ley propia; la que ella misma aceptó de antemano al venir a éste mundo. El Señor, nuestro Maestro, vino a la tierra a enseñar a esta humanidad, a vivir de acuerdo con la Divina Ley y a enseñarle a morir si era preciso, por sostener el ideal que le trajo a la vida material.

Al enseñar y practicar la Ley, se puso frente a frente con los poderes constituidos en esta humanidad, los cuales luchan rabiosamente por sostener sus privilegios, y todas las ventajas materiales que la ignorancia de las muchedumbres les ha permitido tomar, de siglo en siglo a través de las edades. Todo esto el Señor lo sabía, lo había querido y aceptado, desde antes de encarnar en este mundo. Para entrar en la posesión absoluta del Reino de su Padre, para ser uno con El, le faltaba la última prueba de Amor Supremo, del Amor llevado a lo infinito, a lo ilimitado, y esa prueba debía darla El y quiso darla, y la dio tan completamente que antes de expirar tuvo la inefable visión de su holocausto aceptado y glorificado, y por eso exclamó con el alma que se le escapaba ya del cuerpo; "¡Todo fue consumado! ¡Padre mío! ¡En tus manos entrego mi espíritu!".

¡Todo esto nos lo ha explicado El mismo, después de su gloriosa libertad del sepulcro; en las muchas apariciones del Señor; en los momentos de nuestra oración de lágrimas y tristeza, por la soledad en que Él nos dejó! ¡Cuarenta días Stéfanos! cuarenta días después del martirio y del sepulcro, duró su divina enseñanza para sus amantes de la tierra. ¿No es ésto una solemne respuesta a tus dudas, de que las Inteligencias pobres de la carne no puedan ayudar a sus hermanos desterrados del plano material? ¿No podemos pensar que tú, al elegir tu camino a seguir, has pedido para ti algunas de las pruebas de amor supremo, que Nuestro Señor pidió para Sí? ¿No somos todos nosotros cooperadores suyos en la redención de ésta humanidad?

Si hemos actuado junto a Él, en sus gloriosas jornadas mesiánicas, viéndole vivir y morir heroicamente… ¿no habremos tenido alguna vez el valor de pedirle participación en sus sacrificios, en beneficio de ésta humanidad? Si hemos vivido entre los Profetas Planeos de Anfión, el Rey Santo; entre los Flámenes de Juno y de Numú; entre los Dacthylos de Antulio; entre los Kobdas místicos de Abel; en las Torres del Silencio de Krihsna; entre los errantes peregrinos de Blinda; entre los Esenios de Moisés… ¿qué alianzas, qué promesas, qué pruebas no habremos pedido en el deslumbramiento producido en nosotros por las heroicas vidas de amor que habremos visto tan de cerca, en el Eterno Ungido del Supremo Hacedor?

Lo que a ti te ocurre hijo mío, es sólo una chispa de fuego que hizo una llaga en tu corazón, y que no tardará en secarse, curada por tu misma voluntad. ¿No sientes ya la voz del Señor que te dice: "Confía y espera, que llegaré a ti cuando menos lo pienses?"...

Stéfanos dio un gran suspiro, y poniendo su mano en las del anciano le contestó: —Sí padre mío... creo sentir en lo hondo de mi mismo su voz divina que me dice: "Ya tengo abierta la entrada para ti. Pronto estarás conmino en mi Reino, preparado para los que viven y mueren en la Ley y en el Ideal".

Y desde ése instante solemne en la vida de Stéfanos, comenzó su ferviente apostolado en seguimiento de Cristo.

50.- STEFANOS DE CORINTO

Queriendo llenar su mente y su corazón con los dolores y tragedias del prójimo, como medio de pensar menos en las suyas propias, se lanzó Stéfanos con ardor a la busca de los mártires de la vida; los leprosos, los incurables en general, los proscriptos de la sociedad humana, los dementes que entonces llamaban endemoniados.

Para ésto debía salir a los extramuros de la ciudad, a las cavernas de los áridos peñascales del desierto de Judea, donde entre viejas sepulturas olvidadas, se refugiaban los que no tenían cabida entre la sociedad de los hombres. Stéfanos había sustituido su elegante vestidura estilo griego, por la rústica túnica y capuchón oscuro de los terapeutas peregrinos para pasar desapercibido.

Saliendo de Jerusalén hacia el sudoeste, en ésa época se encontraba un lugar pavoroso y tétrico, formado en el peñascoso rincón en que se juntaban los tres valles que rodean el Monte Sión, sobre el cual se asienta Jerusalén, El Valle del Hinon, del Cedrón y del Tirapeon.

Hay cierta similitud, entre un ser humano agitado por una tormenta interior, y ciertos parajes de la tierra que parecen revelar en su trágica aridez, y en el desconcertante conjunto de sus detalles, una pavorosa tragedia lejana, como de volcanes que estallan; de conmociones que abren de pronto las montañas, de forma que donde se alzaba un cerro, aparece un precipicio, o viceversa. Allí fue Stéfanos a detener sus agitados pasos. En su bolso de peregrino llevaba la botija del agua, pan, queso y frutas secas.

Se sentó sobre un trozo de roca, a la sombra de una encina raquítica y destrozada por los vientos, y se sumió en la meditación.

Creía haber equivocado en parte su camino, que hasta entonces había corrido como entre surcos de flores. Su hermano Demetrio había sufrido la humillación de la esclavitud, durante tres largos años. Su hermano Boanerges, que aún no conocía, era hasta entonces un hijo de nadie, soportando la orfandad, la miseria, el abandono propio de la situación en que llegó a la vida: un pastorcillo de cabras, lo más ínfimo que podía ser. Y comparaba la vida de ellos con la suya propia. La visión de la tierra natal se presentaba a su mente, y se veía a sí mismo en las solemnes fiestas organizadas por los hierofantes y sacerdotes del Templo de Delfos, a orillas del Golfo de Corinto. Y se veía a sí mismo un rubio y hermoso adolescente entre los maestros de Baco, vestidos de blanca túnica de lino, coronados de hiedra y con la copa de la vida en la mano, siguiendo la grandiosa procesión hacia el Parnaso, compuesta de todos los que sentían el ansia de acercarse al Dios Invisible, Desconocido y Eterno, que creían encontrar en los rumores del viento, entre los bosques de cipreses y de encinas, entre el canto de las olas, en la rutilante luz de las estrellas, o en las gasas plateadas de la luna.

Se veía luego sentado en los clavicordios de los pórticos sagrados, entre los amantes de Orfeo, el de la lira inmortal, mientras veía pasar la interminable fila silenciosa de las sombras blancas, a lo largo de la alameda que circundaba el Templo: las diaconisas y doncellas aspirantes a la iniciación en los misterios de Eleusis, que entraban una a una y se perdían en la sombra de las naves pobladas de armonías, de canciones a media voz, de perfume de cirios consumiéndose en los altares.

Y si había abandonado todo aquel esplendor, arrastrado por la magia divina de los ojos de un hombre, bello más que un dios del Olimpo y bueno y amante como El sólo y único pudo serlo, ¿qué hacía, qué esperaba, para lanzarse como un águila a colgar su nido en lo alto de las montañas; allá donde los cielos se unen con la tierra y detrás de cuyas colgaduras y arreboles de aurora y púrpuras de ocaso, debía encontrar el Reino eterno de gloria y de amor, prometido por el Señor a sus decididos seguidores?

Sumido Stéfanos en estos pensamientos, apenas si percibió las sombras oscuras y vacilantes, de seres humanos que salían de entre los sombríos peñascos y matorrales con un cantarillo a recoger agua de una pequeña vertiente que corría a pocos pasos de él. Y una de esas sombras, que sostenía a otras dos sombras encorvadas y temblorosas, que apenas podían sostenerse en pié, se detuvo cerca de él al pasar para preguntarle: —Hermano ¿eres también un enfermo? —No hermano, por bondad de Dios —contestó Stéfanos—. ¿Puedo servirte en algo? —Si quieres cargar con uno de éstos hermanos, que ya no pueden andar por sus pies, les llevaremos más pronto a refrescarse en la fuente porque les abraza la fiebre.

Stéfanos se despojó del manto y se acercó al grupo. De inmediato se dio cuenta que se trataba de enfermos del pecho, como se decía entonces de los atacados de tuberculosis avanzada. Eran hombres jóvenes, a lo sumo de veinticinco a treinta años. Cargaron con ellos y fueron a sentarles sobre el césped, a la orilla del pequeño remanso que se había formado con la débil filtración de agua que brotaba de la grieta de un peñasco. Stéfanos se sentó silencioso, sin atreverse a iniciar conversación alguna, por ignorar completamente entre quiénes se encontraba. El otro sujeto callaba también.

Por fin… uno de los enfermos, mientras recogía agua con un tazón y se humedecía con ella las manos, el rostro, el pecho, dijo: —Si estuviera en vida el Profeta que hacía bajar el ángel a la Piscina de Siloé, ésta fiebre maldita no quemaría así nuestras carnes. —Ya os he dicho —contestó el que les cuidaba— que uno de estos días vendrá el anciano Pedro, que tiene poder en sus manos para curar los males de los hombres. Tened un poco más de paciencia. —¡Es que nos estamos muriendo! —dijo con voz afónica el otro enfermo. —El Profeta que hacía bajar el ángel de la salud a la Piscina de Siloé —dijo Stéfanos— no ha muerto, sino que vive en su Reino de Luz y de Amor para siempre — ¡Lo mismo que nada! —Contestó el otro— pues no podemos ir hasta El… —Si le amáis y creéis en El, Él vendrá a vosotros —afirmó Stéfanos.

El cuidador de los enfermos, levantó un poco su capuchón que le caía hasta la nariz y miró a Stéfanos, de cuyo rostro solo veía la boca fina y la barbilla apenas cubierta con un ligero vello rubio. —Tú no eres, creo, de los Terapeutas esenios —dijo como interrogando.

—No hermano. Soy un hombre del montón, que se conduele de los que sufren —le contestó. —Estoy seguro que vienes aquí por primera vez, pues nunca te vi por aquí, y yo vengo cuatro veces cada semana. —Estás en lo cierto… Es la primera vez que vengo; pero sabiendo que puedo ser útil, vendré con frecuencia. ¿Hay muchos enfermos? — ¡Oh muchos! Del cuerpo y del alma — le contestó aquel hombre—. Así que se levante más el sol, los verás por tus propios ojos.

En efecto, fueron apareciendo poco a poco, como surgidos de entre las breñas y vericuetos de los peñascales, un buen número de lisiados, tullidos, contrahechos, ciegos, cancerosos, etc., etc. ¡Qué macabra procesión aquella, tan diferente de la que Stéfanos acababa de recordar, en sus días felices de la adolescencia, allí en su tierra lejana a orillas del Golfo de Corinto, encaminándose durante tres noches al Templo de Delfos!

De pronto sintió como una voz íntima, dulcísima que conmovía hasta el llanto: —"¡Si me amas y crees en Mí, cúrales a todos ellos, que te doy poder para hacerlo!"… Sintió como una llamarada de fuego que recorría todo su cuerpo, y echando atrás su capuchón, de pié sobre un peñasco, abrió sus brazos sobre aquel crecido grupo de enfermos y dijo… con la voz solemne de un inspirado: — ¡Cristo Ungido de Dios! ¡Si es tu voz la que he oído, demuéstralo Señor y seré para Ti lo que Tú quieres que sea!

Los infelices enfermos que estaban sentados en derredor del remanso, fueron cayendo sobre el césped sumidos en un suave sopor… Stéfanos y el cuidador de ellos se miraron mudos de asombro. —Eres un hombre de Dios —le dijo emocionado éste último—. El poder del Señor ha bajado hasta ti. ¡Cura mi alma, te ruego, de la incurable herida que me atormenta! —Y aquel hombre cayó de rodillas ante el Diácono, asombrado de lo que oía. —Hermano —le dijo Stéfanos—, También yo tengo una herida en el alma y no la puedo curar. ¿Cómo he de curar la tuya? — ¡Ninguna herida puede ser más grande y terrible que la mía. ¡Yo entregué al Señor a la muerte!... — ¡Judas!... —exclamó Stéfanos. — ¡Sí Judas!... —fue el grito sordo de esa alma atormentada, y sus sollozos rompieron el silencio de los peñascales desiertos.

Ambos hombres se habían abrazado, con la desesperación del dolor que cada cual sentía en lo profundo del alma, y no podían separarse más. ¡Cuán fuerte es el lazo que anuda el dolor entre las almas capaces de comprenderlo!... Y olvidando a los enfermos, que tranquilamente dormían en el suave sopor de la curación, ambos se sentaron en un peñasco, y después de calmada la intensa emoción, Stéfanos habló el primero. —El apóstol Pedro, nuestro padre común —dijo— me ha referido en la intimidad, pues soy un hijo para él, toda la tragedia sufrida por los que amaron al Señor y convivieron con El. Yo sé tú drama íntimo Judas y admiro tu fortaleza y tu valor para seguir viviendo. Como Pedro, comprendo la herida incurable de tu corazón... — ¡Tú también lo dices!... Es incurable mi herida y he de verla sangrar y atormentarme hasta el último aliento de mi vida. Pero aún así quiero vivir, años, muchos años, cientos de años para sentir siempre ese tormento horrible que es para mí, el repetirme en todo momento: "Yo entregué al Señor a la muerte". Y aquella palabra suya, la última que oí de sus labios, me persigue sin cesar: "¿Con un beso me entregas a mis enemigos?"... Y Judas enredaba sus dedos crispados en sus cabellos castaños, como si quisiera arrancarlos de su cabeza.

— ¡Cálmate hermano! —le dijo Stéfanos tomando suavemente aquellas manos crispadas, ásperas, deshechas por el rudo trabajo de escarbar piedras, a que se había sometido él mismo—. ¡Cálmate! Lo mismo hubiera muerto el Señor ése mismo día, aunque tú no hubieras guiado a sus enemigos al Huerto de los Olivos. — ¡La ambición me perdió!... ¡la ambición me aturdió, me enloqueció!... Quise subir de un salto y caí al abismo. ¡Quise ser más grande que mis hermanos ante El, ante el mundo entero y caí aplastado como una larva bajo un peñasco!... ¡Lo he merecido Señor!... ¡lo he merecido! ¡Sólo te pido que no sea mi crimen más fuerte que yo!... Que sea mi vida una tremenda expiación, que dure años y años, que me despedace cien veces, que me estrelle contra todos los peñascos, contra todas las barreras... ¡que no haya nadie que me compadezca, ni nadie que me ame nunca jamás!

—Nada de eso podrá ser, Judas hermano mío, mientras vivan en la tierra amadores de Cristo que le oyeron decir: "Ama a tu prójimo como te amas a ti mismo" —contestó Stéfanos—. Pedro te ama con entrañable amor Judas, y yo también te amo, con esa íntima comprensión del que lleva en su conciencia un pecado, del cual debe redimirse y lavarse como de una negra mancha recogida en el camino.

¡Ante la excelsa pureza del Señor, Judas, todos estamos cubiertos de llagas, de heridas que sangran, de fiebres que nos abrazan, de angustias que se nos clavan como puñales en el corazón!... Somos de carne, que es barro. Yodo, ciénaga de los caminos, retazos de pantano en las hondonadas sin luz y sin sol... Aves errantes en climas desconocidos, sin nido propio, anidando en los peñascos áridos, en los desiertos sin agua, entre barrizales donde duermen los reptiles...

El alma del hombre, chispa de amor, nacida del Amor Inconmensurable y Eterno, se olvida siempre de su origen y su destino; y en su alivio infinito de amor, se prende a un cendal de espuma, que se lleva la corriente; a una voluta de humo, que se desvanece con el viento; a una flor abierta, en el huerto cerrado del hermano que camina junto a nosotros, y entonces Judas... somos también como aves de rapiña en el jardín ajeno, y arrebatamos la flor que tiene dueño, y hasta queremos prenderla en nuestro pecho, y llevarla al ara de nuestro altar interior, donde sólo el Eterno Invisible debiera morar.

¿No es ésta la verdad desnuda de lo que somos las criaturas humanas, aún cuando creemos vivir la vida del Ideal Supremo, la vida del Cristo Señor nuestro, que nos dijo: “Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”? Tú hablas así para consolarme —dijo Judas— para que yo vea el pecado en vosotros y me parezca menos grave el mío.

Pero dime ¿no es terriblemente atroz, desesperante, enloquecedor, que amando a un extraordinario ser como yo amaba al Maestro; por una estúpida ambición le haya entregado a la muerte, apareciendo ante el mundo como un traidor vulgar, como un cínico descarado, que entrega a su propio Maestro con un beso sacrílego? ¿Qué ley terrible y qué tremenda maldición pesaba sobre mi vida, para que fuera yo el desventurado elegido como instrumento de un crimen semejante?

—Hay misteriosos enigmas para la mente humana, en la grandeza infinita del Eterno Invisible, Judas, y creo que el mejor camino a seguir, es doblar la frente al polvo de que estamos formados, y dejar al alma sumergirse en el mar ilimitado del Eterno Amor que nos dio la vida, para amarle sobre todas las cosas, hasta que el amor nos haya purificado, como el ardiente crisol purifica el oro… ¡Amar y dejarse amar! con el santo y puro amor del alma; que no espera ni pide satisfacción a los sentidos sino que se da generosamente, desinteresadamente; como se ofrendan las flores para ser colocadas sobre un altar; como se ofrenda el agua de la fuente para apagar nuestra sed; como se ofrenda la luz del faro que alumbra al navegante; como los pájaros nos brindan sus cantos y los niños sus risas de cristal.

Pienso que no todos estamos en la vida para crear una familia y dejar herederos de nuestro nombre y de nuestros bienes materiales, pero todos estamos para amar y ser amados. De éste modo entiendo yo el precepto fundamental del Cristo nuestro Señor: "Si sois capaces de amaros como yo os amo, el Padre y Yo vendremos a vosotros y haremos nuestra morada en vuestro corazón".

Esta palabra suya encierra, Judas, una promesa solemne de suprema felicidad, puesto que promete la posesión perfecta de Dios… ¿Cómo pues has dicho que no quieres que nadie te compadezca, ni te ame nunca jamás? ¿No comprendes que te pones así, fuera del mandato divino, y debido a eso es más cruel tu padecer? ¡Oh Judas, hermano mío!... ¡El amor cura todos los dolores humanos!... Ama y déjate amar, con el desinteresado y santo amor con que nos amó el Señor, hasta morir por todos, y verás como tu honda herida se cicatriza poco a poco, hasta llegar a sentir un secreto gozo, por haber sido tú el designado, para cargar con el oprobio de infame traidor ante el mundo, que ve las apariencias, pero ignora el secreto de tu corazón. En ese íntimo gozo tuyo, hay una noble ofrenda de amor para tus hermanos, que fueron libres de tu oprobio y tu baldón, porque tú cargaste con él. ¿No hay para ti consuelo en éstos pensamientos, que mi amor deshoja en tú corazón como humildes florecitas de mi jardín interior?

— ¡Sí hermano... me has consolado mucho! Nunca había pensado nada semejante a lo que acabas de decirme. ¡Amar y dejarme amar! Pero ¿a quién he de amar yo, y quien ha de amarme a mí? —El dolor te ha cegado hasta hoy Judas, y pienso que el Cristo nuestro Rey, está tomando mis manos para sacarte la venda de los ojos. ¿Preguntas a quién has de amar? Mira todos esos pobres seres, que dentro de unos momentos se despertarán curados por el amor del Cristo, ¿no han vivido hasta hoy porque tú les diste amor?

¿Y cuántos habrán pasado ante ti en más de dos años que han transcurrido, desde que llevas esta vida oscura de sacrificio desconocido por amor a tus semejantes? ¡Tus manos encallecidas y lastimadas, están gritando tu amor! ¡Tu espalda encorvada, de tanto cargar enfermos para cuidar, y muertos para sepultar, están gritando tu amor! ¡Oh Judas! Has llegado a amar heroicamente, desinteresadamente y no lo comprendiste hasta hoy.

¿Quién te amará? —preguntas… ¡Deja que despierten todos esos que allí duermen, y luego me dirás, si puedes preguntar quién podrá amarte! La dulzura de la voz musical de Stéfanos, tocó las fibras íntimas del entumecido corazón de Judas, y dos hilos de lágrimas comenzaron a rodar de sus ojos entornados. Por fin se inclinó hacia el amigo que tan dulcemente deshojaba sobre él flores de esperanza y de consuelo, y dejó caer su cansada cabeza sobre el noble pecho del joven griego que la estrechó con ternura, y ambos guardaron un largo silencio.

Un suave murmullo de voces, les sacó de sus silenciosas meditaciones. Los dormidos comenzaban a despertarse, llenos de animación y de vida. Luego fue un alegre concierto de bendiciones, de risas, de manifestaciones de dicha, de paz y de amor. Uno de aquellos dos tuberculosos, tenía allí mismo su madre casi ciega, que viendo a su hijo curado se abrazaba a él llorando de alegría. Una anciana reumática, que apenas podía andar, que vivía en una gruta con su hija demente, la contemplaba en un éxtasis de dicha, viéndola curada de su mal, que lavaba su rostro y su cabellera en el remanso y cortando hiedra y junquillos que allí había, se coronaba con ellos y besaba a su madre curada también, del viejo reuma que la tenía imposibilitada de andar.

Stéfanos y Judas miraban estas escenas mudos de asombro. Pronto se vieron rodeados por todos aquellos seres, que se durmieron sabiéndose castigados con males incurables, y se despertaban sanos... con la inmensa dicha de tener vida y salud. Judas continuaba llorando en silencio, sin poder analizar sus complejos sentimientos. Stéfanos se puso de pié y les habló:

—Hermanos, dad gracias al Profeta de Nazareth, que hizo bajar el ángel de la salud como en la Piscina de Siloé, para curar vuestros males. Aquí tenéis a vuestro cuidador, que sufre en su alma dolores de muerte, como sufríais vosotros en vuestro cuerpo. Vosotros le podéis curar con vuestro amor, con vuestra gratitud, con vuestra dulce compañía. Necesita de vuestro cariño, para vivir su vida en beneficio de otros muchos que sufren como vosotros sufríais. —El nos trajo el pan en nuestra miseria... él curaba nuestras llagas... él nos llevaba al remanso para beber... nos encendía lumbre... nos traía leña para el fuego... Y seguía y seguía, como una sarta de perlas, el agradecido clamor enumerando las piedades del desconocido que les sirvió de ángel tutelar en todas sus desventuras.

El llanto silencioso de Judas, seguía cayendo también, como una hilera de perlas de cristal que se perdían en su barba castaña y en su oscura túnica color de avellana.

Está enfermo de soledad, de tristeza, de abandono, de olvido, —continuaba diciendo la voz armoniosa de Stéfanos, con una vehemencia que iba subiendo de tono. Se apercibió de inmediato, que una onda de amor se extendía en torno del Solitario atormentado, pues en todos los ojos brillaba una lágrima contenida, hasta que del grupo se apartó la joven ex-demente, llevando de la mano a su madre. Ambas se acercaron a Judas y arrodillándose ante él, la joven le dijo con la voz que sollozaba: —Mi madre será tu madre y yo seré tú hermana, señor, si eso ha de consolar tu soledad.

Judas ya no pudo contenerse más. ¡Se cubrió el rostro con ambas manos, y lloró como lloran los niños cuando han perdido a su madre y vuelven a encontrarla! Ambas mujeres sentadas a sus pies, lloraban silenciosamente. Stéfanos dejaba volar su pensamiento al Cristo del Amor y decía: "¡El amor cura todas las heridas del alma, y hace brotar flores en los desiertos, entre las ruinas, y hasta en los sepulcros"...

El sol descendía lentamente y se perdía tras de las montañas, cuando Stéfanos se despedía de Judas,

dejándole entre el amor y la gratitud de los enfermos curados, que afanosamente recogían sus ropas y enseres, disponiéndose a volver a la aldea nativa, después de curados de enfermedades infecciosas. Y el joven griego alcanzó a oír la voz de Judas que les decía: —Los que no tengáis hogar, venid a mi casa que alcanza para todos. —Mi madre y yo señor, no tenemos techo que nos cobije —dijo la joven ex-demente con su vocecita llena de tristeza. Stéfanos se detuvo y volvió sus ojos hacia el campamento de los enfermos, tratando de escuchar… Y de nuevo oyó la voz de Judas que le traía suavemente el viento de la tarde: — ¿No acabas de decirme, que tu madre es mi madre y tú eres mi hermana?: Pues mi cabaña será vuestro hogar.

El Diácono exhaló un gran suspiro y dijo a media voz: — ¡Gracias Maestro, Señor nuestro, porque ha bajado tu amor sobre los cuerpos y las almas enfermas! Y apresuró sus pasos para llegar al Oratorio del Palacio Henadad, antes de comenzada la oración de la noche. Vio al entrar en el pórtico, que allá en el patio, bajo la columnata, las doncellas, las viudas y algunos de los Diáconos, repartían las provisiones ordenadas para cada familia de las que no vivían en la casa sino en sus hogares propios.

Una alegre algazara de niños, le indicaba la paz que allí reinaba. Pero su alma necesitaba silencio, meditación, sosiego, y sin ser apercibida su presencia, entró a la sala biblioteca y recibidor que estaba inmediato al pórtico. Desde allí podía pasar al Oratorio, sin ser visto. Por allí andaba Rhode con otra doncella, arreglando las cubiertas de lino del altar, las ánforas con flores y eligiendo los salmos que cantarían en la oración de esa noche. ¡Con qué piadoso amor le miraron aquellos dulces ojos de color topacio! — ¡Stéfanos! —exclamó—. Tu palidez asusta. ¿Qué estuviste haciendo, que desde la mañana no te hemos visto? —Salí fuera de la ciudad. Había muchos enfermos allá en el valle Hondo y no pude venir antes. —Tú no has comido —dijo ella. —Pero he bebido muchas lágrimas y eso alimenta como el pan —le contestó. —Pronto servirán la cena. Ya dispuse los salmos que más te agradan. Vamos allá que todos se alegrarán de verte. —Ahora, déjame aquí solo unos momentos, que luego iré con todos… Ambas doncellas se retiraron.

Stéfanos sentía algo extraño en sí mismo, que nunca antes le había acontecido. Le parecía que un sueño pesado le invadía, y se dejó caer sobre el estrado tapizado de pieles. Aquel misterioso sueño le venció por fin y se quedó dormido. Era una hipnosis profunda que él no conocía. En tal estado, se puso de pie y caminó hacia una mesa que había en un ángulo del vasto recinto; sacó una hoja de pergamino y se sentó a escribir. Cuando terminó, se dirigió al clavicordio y colocó la hoja escrita en el soporte de los salmos. Volvió al estrado y se sentó nuevamente. A poco se despertó.

— ¡Qué sueño más extraño!... —dijo. He soñado con ese hermano que no conozco y que se llama Boanerges. Será efecto de que pienso tanto en él y tanto deseo verle. Me parecía ver que me escribía una epístola. ¡Qué extraño es todo esto! Y al dirigirse al clavicordio, para ver qué salmos había preparado Rhode, encontró en el sostenedor, la hoja que él acababa de escribir en estado de hipnosis. Reconoció su propia letra; pero él no lo había escrito. Eran estrofas, y él no era trovador. Y le daba vueltas y vueltas, sin entender aquello. Por fin se puso a leerlo. Estaba escrito en puro y elegante griego, como sólo se escribía en las Academias de Atenas, de Tesalia, o en los Templos de Delfos. Y leyó a media voz:

¡Gracias Señor porque en la senda mía

Has abierto una fuente de salud

Para el alma que avanza solitaria

Cargada con su cruz!

Consuelo y esperanza has derramado

Sobre aquellos que sufren más que yo...

Si ellos vuelven felices a la vida

¿Qué importa mi dolor?...

Llevar la paz al que de angustias muere

Llevar la vida al que se ve morir,

¡Oh Señor, es la gloria que te pido

Si tengo que vivir!

¡Yo quiero ver que de mi pena brota

Un raudal infinito de piedad

Para aquellos que nada en ésta vida

Les puede consolar!

¡Acéptame Señor como una ofrenda

A cambio de la paz y del amor

Para aquellos que nunca recogieron

En su vida una flor!

Boanerges

Stéfanos se quedó perplejo, cuando leyó ése nombre al pié de las estrofas. ¿Qué significaba todo esto? Todo lo habría comprendido, si hubiera podido ver, que a muchas millas de distancia, allá a orillas del mar de Galilea, en el Oratorio del Castillo de Mágdalo, resonaban las cítaras y laúdes en la oración del anochecer, y que el Trovador de Mágdalo, su hermano Boanerges, se había desdoblado, y su doble espiritual había corrido a su lado, obedeciendo a su constante evocación. Al contacto de su aura mental, comprendió y sintió el amor agradecido de Stéfanos por todo el consuelo y la paz que derramó esa tarde Sobre Judas y cuantos le rodeaban; y de todos esos elementos tomó el motivo para sus tiernas y conmovedoras estrofas.

Pensó profundamente y a poco se fue haciendo en él la claridad. — ¡Señor!... ¿qué son las distancias para las almas de tus amigos, de tus discípulos, de tus amadores? Y… ¿qué es el alma humana, sino un rayo de luz que se enciende donde quiere, donde puede, donde vibra el Amor Supremo, la Energía que es Vida Eterna, en todos los mundos surgidos de tu poder soberano?

Pedro entró a buscarle, sabiendo por Rhode que el Diácono estaba allí. — ¿Qué ocurre hijo? —le preguntó viéndolo tan excitado. — ¡Oh, padre nuestro! —exclamó Stéfanos, alargándole la hoja de papiro—. Ocurre, que me estoy convenciendo, de que el alma del hombre es un reflejo de Dios, un retazo de Dios, y corre como una bestia al pasto y al barro, sin pensar en que sus alas poderosas pueden escalar las más altas cumbres. —Así es hijo, así es. Quizá conviene que así sea, para que el hombre aprenda a humillarse hasta el barro de donde salió… Y ambos salieron en silencio hacia el comedor, donde esperaban a Pedro para que bendijera la mesa y partiera el pan.

Y Stéfanos continuó con creciente fervor su vida de misionero de Cristo. Las elegantes y delicadas prendas de su traje griego, desaparecieron en el fondo de los enormes guardarropas del Palacio Henadad. Lo sustituyó con el burdo sayal de los Terapeutas peregrinos, que según él creía, le daría más libertad de acción y le pondría más a tono, con las necesidades del momento por que pasaban los discípulos del Profeta, que fuera muerto como un vulgar malhechor. Además con su fino tacto de observador y psicólogo, comprendió que los Adeptos de origen extranjero para Israel, no acababan de conquistarse la confianza de sus hermanos de ideales, que eran de raza y de religión hebrea. Y creyó que desapareciendo en absoluto su indumentaria de griego de cuna ilustre, se acercaba más a la mayoría de los discípulos del Señor, casi todos provincianos galileos.

Stéfanos, no tenía en cuenta que su larga evolución, con bases morales y espirituales tan fuertes, unidas a la educación y cultura de la vida actual, le daban una superioridad tan destacada, que el modesto ropaje de los esenios no era bastante para ocultarlo. Andrés, uno de los cuatro Apóstoles residentes entonces en Jerusalén, observando el cambio, le preguntaba en una reunión privada con los Diáconos: —Stéfanos ¿Es que reniegas de tu patria de origen? ¿No la amas más? Y él contestaba:

—Mi Grecia inmortal es una visión hermosa de mi pasado. Pero ya no soy discípulo de Orfeo, ni aspiro a los misterios de Eleusis, ni a la iniciación en el Templo de Delfos. Ahora Soy estudiante en la Escuela del Profeta de Nazareth, encarnación del Cristo, del Mesías Ungido del Eterno Creador. Y pienso que, tanto en el exterior como en mi mundo interno, debo ponerme a tono con el nuevo sendero que he tomado.

Siendo Stéfanos el hermano mayor entre los Diáconos, todos fueron siguiendo su ejemplo. Felipe y Nicanor, que desde niños vivieron entre las provincias de Samaria y Galilea, hacía tiempo que habían adoptado muchas de sus costumbres. Parmenas las adoptó también al desposarse con Rhodas, la joven sonámbula que aterró al Sanhedrín con sus extraordinarios fenómenos.

El mismo día que Stéfanos abandonó sus vestiduras griegas, tuvo el asentimiento del apóstol Pedro y sus compañeros, para que Stéfanos y Felipe se encargaran de la enseñanza de la doctrina del Cristo, tal como ellos la oyeron de sus labios. Felipe fue enviado a las Sinagogas particulares de Samaria, y Stéfanos se hizo cargo en las de Jerusalén… Pronto fue conocida en Jerusalén, la destacada personalidad de Stéfanos, cuya elocuencia y galano decir atraía numerosa concurrencia. Y no tardó mucho tiempo en llegar a miembros del Sanhedrín, que un desconocido orador, discípulo del Profeta Nazareno ajusticiado por ellos tres años atrás, atraía a numerosos israelitas hacia la doctrina enseñada por El. Y el fuego ardiente de su palabra iba encendiendo la chispa del amor fraterno, y de la igualdad de todos los hombres, ante la majestad de la Ley Divina enseñada por el Profeta Galileo.

Y el Sanhedrín nombró tres de sus miembros, como inspectores delegados para escuchar y estudiar las predicaciones del flamante filósofo; y también para invitarlo a acercarse al alto cuerpo sacerdotal, con la

promesa de que si sus conocimientos y sabiduría estaban a la altura de ellos, podían concederle el título de Ley y formar con ellos la suprema autoridad Legislativa y judicial que gobernaba la Nación de Israel.

Primeramente fueron designados para esta misión, tres jóvenes doctores de los últimamente egresados de las austeras aulas del Gran Colegio de Jerusalén, donde años atrás ocuparon puestos destacados, los grandes amigos de Jeshua, José de Arimathea, Nicodemus y Gamaliel, los cuales fueron expulsados de las aulas y del Templo, a causa de su oposición a la muerte del Maestro y de su ardiente defensa de Él y de su doctrina.

De esta primera inspección y estudio de los delegados, resultó que los tres volvieron con la noticia de que el novel orador era un mago de la palabra, que atraía y subyugaba tan poderosamente, que los oyentes no podían en modo alguno resistir a la sugestión de su vibrante oratoria.

Ellos habían querido suscitar debates según era costumbre, y de tal manera les había respondido, y explicado los puntos en cuestión, con una lógica tan clara e irresistible, con una tan marcada evidencia en todas sus afirmaciones, que los tres jóvenes doctores enviados por el Sanhedrín, confesaban plenamente su convicción de que el nuevo orador, les sugería la idea de ser el mismo Profeta Nazareno resucitado, o uno de los antiguos Profetas, reencarnado nuevamente. Para colmo de dudas, Stéfanos era rubio y hermoso como hermoso y rubio era el Profeta Nazareno. Y el viejo Hainán, que aún vivía y mandaba en el Sanhedrín, porque su hijo Jonathan era el Pontífice, se llenó de terrible espanto, recordando cómo se vio aplastado por la superioridad moral de Jeshua de Nazareth, aquel día de la curación del niño sordomudo, que él quería proclamar Mesías de Israel. Recordó que su úlcera Cancerosa fue curada por El y aún seguía con plena salud; recordó todas sus viles intrigas y maquinaciones para perder al Justo. Había pagado con el oro del Templo, a los presidiarios cedidos por Herodes, para que ahogaran la voz del pueblo con su infernal griterío, pidiendo la muerte infame de la cruz, para el hombre santo que le salvó la vida, que el cáncer devoraba. El fantasma del mártir heroico y sublime, se levantaba de nuevo, acaso para descargar sobre él la justicia de Jehová.

Y los delegados, fueron sustituidos por otros más atrevidos y audaces a su juicio, para promover debates y polémicas con el nuevo orador popular, que levantaba su voz en defensa de lo que él..., el prepotente amo de Israel, había querido hundir en el polvo del olvido para siempre. Les dio dos semanas de plazo para volver trayéndole la noticia de haber aventado como polvo al viento, las nuevas teorías que exaltaban la pobreza; el desprendimiento de los bienes materiales; la anulación de lo tuyo y lo mío; la anulación de privilegios y de castas; la anulación de la esclavitud; en cumplimiento de una ley de amor y de igualdad; que llamaba latrocinio, el acrecentar enormes riquezas producidas por el sudor y la miseria de las

clases trabajadoras; que execraba la compra-venta de esclavos, como el más espantoso atentado contra la

dignidad del hombre, creación cumbre del Eterno Hacedor, con infinitos destinos a su eterno Reino de dicha y

de amor; lo mismo el rey que el mendigo; lo mismo el más poderoso magnate que su desventurado esclavo.

Y los nuevos delegados, regresaron diciendo que la lógica del hermoso orador era invencible; que sus argumentos eran de hierro, y estaban fundamentados en las auténticas escrituras de los más antiguos Profetas; en la tradición de los primeros Patriarcas de Israel, cuyas vidas las tenía el creador en la punta de su lengua, que quemaba como un dardo de fuego. Era imposible luchar con él, y más imposible aún, vencer aquel coloso de la palabra, fortalecida con las verdaderas leyes de Moisés, que quién sabe por qué arte mágica, las había desenterrado del archivo milenario de Hur, el fiel compañero de Moisés en el éxodo del desierto; el primer mártir de la adoración de un solo Dios Verdadero, arrastrado por el pueblo enloquecido ante el becerro de oro.

Y el alto Consejo del Sanhedrín, se reunió con la misma mala fe con que lo hizo tres años atrás, para buscar los medios de hacer callar la voz del Ungido Divino. Primeramente, fueron clausurando una tras otra las sinagogas particulares que habían puesto sus cátedras a disposición del Diácono Stéfanos. Esto solo constituía un inaudito atropello, puesto que aquellos recintos no dependían, ni eran costeados por el Sanhedrín. Algunas de ellas, como las Sinagogas de Nehemías y la de Zorobabel, tan preferidas por el Divino Maestro y consagradas con su presencia años atrás, fueron respetadas durante un tiempo, en atención a la gloriosa tradición que las envolvía, con una aureola desde varios siglos, pero fueron amenazadas de ser clausuradas, si continuaban permitiendo la escandalosa prédica, que atentaba contra viejos principios establecidos como dogmas.

Conocedor nuestro inolvidable amigo Simónides, de éstos abusos de autoridad de parte del Sanhedrín, se puso en campaña para pararles los pies. —Aquí no está ya mi soberano Rey de Israel, que tenía marcado el día para reunirse con su Padre Celestial en su reino eterno, y nos mandaba callar cuando levantábamos nuestra voz de protesta —decía él—. Ahora estamos nosotros como defensores de sus derechos, y no han de ser esos perros rabiosos, quienes hagan callar la voz de los misioneros del Señor. Ya me olvidé de mis miembros dislocados por orden de Valerio Graco, oprobio de Roma. Y hoy es más noble el corazón de un romano, que la entraña de hiena de esos renegados hijos de Satanás y no de Abraham.

Y de acuerdo con los dueños de las dos Sinagogas nombradas, y de otras tres no tan célebres como esas, pero sí muy concurridas, simularon una compra-venta, por la cual los mencionados edificios pasaban a ser propiedad de la sucesión del Duunviro Quintus Arrius. Lucio Vitelio, padre del que más tarde fue emperador, era por entonces delegado imperial de Siria, el mismo que quiso librar a Pilatos de las garras del Sanhedrín, y lo sustituyó por el Cónsul Marcelo de Toscana. Y hasta él llegó Simónides, para refrendar con su autorización, la escritura de compra de las cinco Sinagogas mencionadas, en las cuales debían instalarse salas-hospicios, para huérfanos, viudas y ancianos sin recursos y sin familia, y con el carácter de Internacional, donde podían pedir albergue individuos de todos los países sometidos y amigos de Roma. Añadía a ésto el pago de los impuestos correspondientes a diez años por adelantado…Y en el cofre mismo de las monedas de oro con el busto de César, con que efectuaba el pago, iba un cinturón de red de oro, cuajado de rubíes, destinado al uso del Delegado Imperial Lucio Vitelio.

Ya comprenderá el lector, que todo fue hecho a gusto y paladar de nuestro viejo amigo. Y acto seguido, apareció sobre los mencionados edificios, ésta leyenda grabada sobre una placa de mármol: "Hospedería Internacional "Duunviro Quintus Arrius"…

El viejo Hainán, y la jauría que le acompañaba en el Sanhedrín, bramaban de rabia y de coraje, como toros furiosos al contacto de las picas. —Que los diablos se lleven al maldito viejo, que siempre se interpone en mi camino de la justicia —rugía Hainán, viéndose nuevamente vencido por el consecuente servidor del Soberano Rey de Israel.

Pero todos conocemos la tenacidad y astucia diabólica, de que están animados los seres que a más de un ciego fanatismo, son adoradores de sí mismos, en forma tan desmedida, que su ambición de oro y de poder, no reconoce límites… Una vez que han conseguido adueñarse del poder civil o religioso, por los más innobles y a veces delictuosos medios, tratan de perpetuarse en él, a ser posible durante toda su vida. Y entonces se inicia el rápido descenso al abismo, de todos los atropellos, vejaciones y crímenes, para apartar del camino y acallar toda voz que pueda poner un freno a su desmedida ambición.

El Sanhedrín judío, creía haber sofocado para siempre la voz del dulce Rabí Galileo, que hacía revivir el olvidado precepto de la Divina Ley: "Ama a tu prójimo como a ti mismo". Esa voz que desenterraba de entre el polvo de los siglos, la voz del Profeta Isaías, que clamaba en nombre de Dios: "¡Harto estoy de holocaustos, ofrecidos por manos que destilan sangre!" Y veían y oían que otra voz semejante a aquella se levantaba de nuevo, con iguales tonalidades de clarín despertador de durmientes; y ésta voz era una amenaza nueva para sus poderes vitalicios, como los de un amo sobre un rebaño que le pertenece hasta la muerte.

Ya no mandarían delegados jóvenes a discutir con aquel audaz amotinador de pueblos, porque se dejaban seducir por él y se agrupaban en torno a su bandera, llamada de amor y de paz; pero era de discordia y de insurrección, por cuanto levantaba a las clases bajas contra sus mandatarios y dirigentes; a los esclavos contra los amos; a los jornaleros contra sus patrones... ¡Oh no! ¡ésto no podía consentirse nunca jamás! Y fueron designados otros tres delegados, elegidos entre los hombres maduros que formaban el Alto Consejo del Sanhedrín, para escuchar a Stéfanos a la segunda hora de la mañana, cuando disertaba sobre la Ley y los Profetas en una u otra de las Sinagogas transformadas en "Hospederías Internacionales" y adquiridas en propiedad por la Sucesión del Duunviro Quintus Arrius. ¡Qué de anatemas y maldiciones, vomitaron sobre el ilustre y glorioso marino, que limpió el Mediterráneo de piratas y asesinos, y que aún después de diez años de muerto, su nombre se levantaba como una valla de acero en defensa de profetas espúreos, perturbadores del orden y la sumisión del pueblo, para sus mandatarios legales!

Y nuevamente comenzaron a aparecer cruces pintadas con brea, en muros, puertas y pavimentos; en las inmediaciones del Templo; en los claustros del Gran Colegio; en las Sinagogas oficiales, que el Sanhedrín

sostenía en los diversos barrios de Jerusalén. Y los Zelotes del Templo, recorrían por las noches aquellos lugares, para borrar con brochazos de cal, aquel insulto mudo que les resultaba como el grito fatídico de: ¡Asesinos!

El alma ingenua y sencilla de Pedro, se refugiaba en la oración, y exhortaba a todos los hermanos a la fortaleza sin violencias, a la calma sin debilidad, porque él presentía una nueva borrasca, como la que abatió a los amigos del Maestro en los días aciagos de su muerte. Las doncellas, las viudas, los ancianos y los niños, se constituyeron en mensajeros de los consejos y advertencias de los Apóstoles del Señor, para el caso de que el Sanhedrín desatara sus lebreles de caza contra los amigos del Maestro… Pedro suplicaba, que no se provocaran las iras del Sanhedrín, con la aparición de las cruces de brea, pero esa lucha sorda, continuaba entre los Zelotes del Templo, que las borraban por las noches con un brochazo de cal, y aparecían al día siguiente pintadas de nuevo.

Para nuestro asiduo lector, descubriremos el secreto misterio de las cruces de brea. El lector de "Arpas Eternas", recordará muy bien a los guardianes del Santuario del Quarantana, Jacobo y Bartolomé y recordarán también a Efraín, el hijo menor de Eleazar, uno de los cuatro Betlehemitas que fueron testigos de la aparición del Avatar Divino sobre la tierra. Los hijos varones de Jacobo y Bartolomé, con Efraín el artesano de la piedra, vivían por entonces en el palacio de Ithamar, contratados por Simónides para las reparaciones continuas de las numerosas propiedades, administradas por él en la ciudad y fuera de ella. Ellos eran los autores de las cruces de brea en determinados lugares de Jerusalén. Habían bebido del alma de sus padres, como un licor de indignación y rebeldía, contra los asesinos del Hombre de Dios que pasó por la tierra como una bendición, y habían reunido secretamente algunos de aquellos fuertes montañeses galileos, adiestrados en la milicia por el Príncipe Judá, con la idea de Servir de protección a los misioneros del Señor, cuando se vieran en peligro. Eran todos ellos trabajadores dependientes de Simónides, que fue el pan sobre la mesa para todos los servidores del Rey de Israel como él decía.

Y cuando algunos se encontraban libres de trabajos materiales, acudían a los sitios donde los Apóstoles o los Diáconos explicaban la Ley Divina y los Profetas, interpretándolos según la enseñanza del Mesías enviado de Dios. Llegados a éste punto, comenzaban las discusiones, pues las autoridades del Sanhedrín, habían declarado formalmente que el Mesías aún no había venido al mundo, y que todo aquel que lo afirmase, era un blasfemo; un idólatra que inducía al pueblo a rendir a un simple mortal, la adoración que sólo se debía al altísimo Dios, adorado por Abraham, Isaac y Jacob, los grandes Patriarcas de Israel.

Continuará…

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