11 de septiembre de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 21

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

54.- EL HUERTO ILUMINADO

Sigamos lector… al joven héroe de ésta jornada, Stéfanos de Corinto. —Has triunfado, hermano, sobre los lobos del Sanhedrín —decíanle la mayoría de sus hermanos. —Todavía no —contestaba él—. Apenas hemos comenzado a desdoblar el mantel. Cuando esté abierto sobre la mesa, veremos. Pero los ancianos como Simónides, Pedro, José de Arimathea y Nicodemus, conocedores de los entretelones del Sanhedrín y de la dura intransigencia de sus autoridades, no veían en Stéfanos un triunfador, humanamente hablando, pero sí un triunfador al estilo del Cristo Ungido de Dios; heroico paladín de su ideal, en cuyas aras consumió todo cuanto pudo dar en su vida, en su muerte, y también después del sepulcro.

El joven Diácono también lo comprendió así. Y cuando dispersados todos los hermanos, cada cual a su residencia particular, él volvió al palacio He-nadad, compartió la cena con todos ellos, y acompañó con el órgano el canto de los salmos y la oración de la noche… Agotados por las emociones de la tarde, ancianos y jóvenes se retiraron al descanso.

Pero Stéfanos volvió al Oratorio, y se sentó en el más apartado rincón del estrado, a donde llegaba apenas una débil claridad de la lamparilla de aceite encendida ante las tablas de la Ley. Había dado de sí mismo cuanto puede dar de energías y de amor un ser humano que ama el Ideal Supremo encontrado a lo largo del camino eterno… ¡había dado tanto y necesitaba recibir! ¡Sentía su alma despojada, hambrienta, devorada de sed!

Entristecido su corazón hasta lo sumo, el desconsuelo le envolvió en sus velos helados como un sudario, y Stéfanos comenzó a llorar silenciosamente. En aquel tibio vapor de lágrimas se fue esfumando lentamente toda su amargura, y sintió que su alma se revestía de nuevo, de algo que hubiera dejado como una vestidura prendida en los zarzales del camino. Su sed ardiente se iba apagando, como si un agua dulce y fresca fuera derramada gota a gota en sus labios. Intangibles manjares sin color ni forma saciaban su hambre casi infinita, y un suavísimo descanso invadía todo su ser.

Le pareció que su alma se había cubierto de nuevo, con una vestidura muy suave y tibia. ¡Y ya no tenía frío, ni hambre, ni sed! Sintió que se había recuperado espiritualmente, y una alegría intensa como el reír de los niños, se desbordó sobre él en ondas suavísimas, indefinible mezcla de esencias, de armonías, de rumores... Se sintió de nuevo fuerte, lleno de energía y de valor. Y el pensamiento comenzó su tarea.

Entró en el huerto iluminado de la meditación, buscando a tientas al Ideal Supremo, a la Luz Increada, al Amor Eterno… ¡Y le encontró de inmediato!... ¡Le estaba esperando!... Porque Él sale al encuentro del que le busca, y se da sin medida al que con amor se le entrega.

El pensamiento de Stéfanos recorrió toda su vida… A los doce años vio morir a su padre, y recordaba bien todas las tristezas de la inhumación en la necrópolis de Atenas; entre los mil sarcófagos en que reposaban las cenizas de gloriosos militares del pasado… La triste vuelta al solitario hogar de Corinto, donde veía el continuado llorar de su madre… Le había sido arrancado el amor de su padre, que no era ya más que un puñado de cenizas dos años después; la situación económica, obligaba a su madre a contraer segundas nupcias, por temor al derrumbe del que se veía amenazada, y en el cual creía arrastrar a su hijo que estudiaba Ciencias y música en la Academia de Platón.

La madre… enamorada de su hijo, no pudo darse por completo al segundo esposo; y el descontento empezó a romper las dulces redes de armonía de la familia. El padrastro no pudo amar al hijastro, ni estuvo de acuerdo en compartir con él, los cuidados y el amor de la esposa elegida. El tesoro moral y material que significaba aquella mujer, lo quería sólo para él. Y ése egoísmo in crescendo, comenzó a ser amargura para la madre y para el hijo…

Stéfanos vio con dolor, que le sería también arrancado el dulce amor de su madre, a la cual pidió permiso para viajar por las ciudades en que existían Escuelas notables, en las que podría ampliar mucho sus conocimientos, y perfeccionarse en la música a la que era notablemente inclinado. Tenía dieciséis años. Su madre le entregó cuanto pudo de su herencia paterna, junto con un pergamino cerrado y lacrado, que su padre dejara para su hijo Stéfanos cuando fuera mayor.

La muerte le había obligado a su primera renuncia: el amor de su padre. La vida le obligaba también, a la segunda más dolorosa aún: el amor de su madre.

Con su alma herida y deshecha, partió Stéfanos de Corinto a Atenas, de Atenas a Samos donde aún resplandecía medio oculta la ciencia de Pitágoras; de Samos pasó a Pérgamo. Ya estaba el mar Egeo entre su madre y él. Las epístolas eran menos frecuentes. Le había nacido el primer hijo del segundo matrimonio:

Demetrio. A través del mar que los separaba, le seguía el amor materno, como una luz mortecina envuelta en una niebla de llanto, pero le seguía siempre. En cada carta materna, encontraba Stéfanos una rosa encarnada, un cactus rojo, o una ramita de mirto. Y últimamente, encontró en ella un ricito de cabello negro del hermanito de tres años.

De Pérgamo bajó a Esmirna, de Esmirna a Rhodas; siempre a orillas del mar, desde donde miraba la costa de Grecia; sus altas montañas de mármol coronadas de cipreses, de mirtos y laureles... Su corazón se iba desprendiendo poco a poco. De Rhodas dio un salto hasta Páfos en la Isla de Chipre. Y de Páfos a Siria, donde resplandecía aún oculta, la luz del Avatar Divino que empezaba a clarear en Palestina. Llegó a Tiro, cuando el Divino Maestro se encontraba en dicha capital con el tío Jaime y Zebeo.

Le conoció la tarde del gran torneo en la Naumaquia, y quedó preocupado. Recordó a Hermes, y pensó si sería un Hermes reencarnado. Recordó a Orfeo, y pensó si los dioses del Olimpo habían traído de nuevo a la tierra, al místico bardo de la antigüedad, para anular el frío egoísmo de los hombres. Una vez le oyó hablar en una sinagoga particular en Tiro, y se sintió como deslumbrado. Después le perdió de vista, como si el astro se hubiera ocultado detrás de una nube parda.

En su carta póstuma, su padre le refería la existencia de una heredad en Siria, en el valle de Damasco, donde se extiende la red de afluentes del Río Abana. Era la Villa Dónde, donde él había tenido un segundo amor, y un hijo que conoció apenas nacido. Sus deberes militares le habían llamado a la patria, y cuando regresó, no encontró más que la heredad solitaria; un paraíso abandonado, del cual se habían apoderado la hiedra, la selva vigorosa, las gacelas, y las gaviotas del valle de Abana. El pensamiento de Stéfanos, seguía y seguía recorriendo el sendero largo y triste de su vida… Las epístolas maternas, habían tenido el epílogo profundo del silencio. Un compañero de academia le avisó de su muerte.

Ya no pudo llorar más de lo que por ella había llorado. La separación por el egoísmo de un hombre y la separación por la muerte, poca diferencia tenían. Nuestro lector conoce ya, lo demás que seguiría pensando Stéfanos en la solitaria penumbra del Oratorio, donde rememoraba todos los pasos de su vida, que a él le parecía muy larga, pero que no era más que de veintinueve años.

Se detuvo por fin… en el pensamiento del hermano que acababa de conocer, Boanerges; y en Demetrio, que pronto regresaría de su viaje por Galilea y Samaria, a reclamar a Rhode que le había dejado en custodia, y la que había significado para él una renuncia más, en aras del sublime ideal encerrado en estas palabras: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". "No desearás para ti la mujer de tu hermano". Pensó profundamente acerca de Boanerges. ¡Qué hermoso tesoro de belleza, de bondad y de amor significaba para él, que sentía su alma lastimada aún por su última renuncia!

Su amor sería como un bálsamo para su alma herida. A través de sus trovas llenas de dulce melancolía, que destilaban a veces Sotas de llanto, le adivinaba tal como Boanerges era: alma de bardo, mezcla de amor y de anhelos inalcanzables; enamorado de la armonía del verso y de la armonía de las cuerdas, con su lira esbozaba su propio retrato... ¡Cuán amable era este hermano a su corazón! Pero en la lucidez serena de la meditación, Stéfanos veía su fin muy cercano. Estaba ya enredado, en el zarzal donde dejaría su vida como un rosal bermejo, en plena floración, en aras del Cristo; visión de luz y de gloria que lo había deslumbrado.

¿Por qué iba a destrozar esa otra vida más breve que la suya, dándose a conocer como hermano, para abandonarle pronto con una muerte acaso espantosa, que le quedara en el corazón como un tormento eterno? ¿No era más noble, más generoso, más fraternal, dejarle ignorar el vínculo de la sangre que les unía, hasta pasada la tormenta que se avecinaba?... "Si la Divina Ley —decía Stéfanos— me permite iluminar a los dirigentes de ésta nación, entonces me daré a conocer a él y continuaremos juntos la senda de nuestra vida, si él se complace en vivir a mi lado en nuestra Villa Dónde”..."Si he de entregar mi vida en ésta jornada, en esta encrucijada que yo no he buscado y que me ha salido al encuentro, le dejaré una carta póstuma como me dejó mi padre, haciéndole dueño de lo que él me dio para ambos, y así llegaré al Reino de Dios sin deuda ninguna; sin llevar ningún abrojo, ninguna mancha de lodo en la vestidura nupcial, con que debo presentarme a las bodas divinas". Así pensó Stéfanos en su meditación de ésa noche.

Nadie sabía su secreto, pues sólo al Apóstol Santiago le había hablado de Boanerges, por ser vecinos de las orillas de Mar de Galilea. “Ese nombre andaba buscando" había dicho él, pero nadie le preguntó por qué le buscaba, ni él dio razón ninguna de ello.

Cuando llegara el momento, encargaría a su compatriota y compañero de Academia y de Apostolado,

Parmenas, que fuera el depositario de su secreto y trasmisor de su voluntad, respecto del joven trovador. En la diáfana lucidez de aquella meditación solitaria, el joven diácono hojeó toda su vida como un libro abierto, y cuando hubo tomado todas las resoluciones que creyó justas, para no dejar ningún hilo sin anudar, ninguna hoja sin repasar y corregir, dio un gran suspiro, como si se descargara de un peso enorme. — ¡Señor!... ¡dueño de todas las vidas y de todas las cosas!... He puesto sobre tu altar soberano todos mis renunciamientos, como un ramo de flores de mi humilde huerto espiritual; todos mis sacrificios y dolores. Y pongo también todas mis debilidades, mezquindades y egoísmos, conocidos e ignorados. ¿Cuáles pesarán más? Señor, sea tu Bondad Divina quien juzgue y reciba mis dos ofrendas: lo bueno y lo malo de mi vida…

¡Señor!... ¡Que tu claridad divina caiga como lluvia de estrellas sobre mi huerto interior, y que él sea iluminado por Ti con claridades eternas! Y Stéfanos salió del Oratorio, y atravesando el claustro solitario bañado por la luz de la luna, entró silenciosamente en la alcoba donde descansaba el Apóstol Pedro, que era su compañero de habitación. En la unión con la Divinidad, su pobre alma había descansado, y en el sueño físico descansó también su materia.

A la primera hora de la mañana siguiente, Stéfanos y Boanerges se quedaron solos en el Oratorio, cuando después de la acostumbrada oración del amanecer, se retiraron los demás. El trovador de Mágdalo, deseaba tener copias de las composiciones musicales de Stéfanos. Allá en la Aldea de la orilla del Mar de Galilea, era él quien dirigía el coro del Oratorio. Y el diácono a su vez, quería copias de las canciones compuestas por Boanerges. Tal era el motivo porque se buscaban recíprocamente. Almas de artistas, de grande anhelos, de enseñanzas irreales en éste mundo, pero muy reales y verdaderas en otros planos de vida superior; la atracción en ellos era lógica y natural. Y se cambiaron entre ellos las carpetas respectivas. Hojeando Stéfanos las trovas de Boanerges, encontró ésta:

"Amar como aman las flores

Que perfuman las praderas

Como ama el ave en los bosques

Y en el cielo las estrellas;

Amar por amar es agua

Que no conocen los hombres...

Amar por amar es agua

Que solo beben los dioses".

La leyó y releyó varias veces, mientras Boanerges examinaba las composiciones musicales. — ¿Me quieres explicar por qué escribiste ésto, y hasta dónde llegaba tu pensamiento al escribirlo? — preguntó Stéfanos al joven trovador. —Es una honda pregunta la que me haces, y algo difícil de contestar hermano, pero creo que te sabré responder aunque no vuelo tan alto como tú.

—Eso es lo que crees —díjole Stéfanos— pero éste verso me indica que aunque eres tan joven, tus alas son capaces de subir a gran altura… —Este verso —dijo Boanerges— encierra un pensamiento que nació en mí, al convencerme de que yo amaba y que nunca sería correspondido. Y entonces ensayé hacer de ése amor, un idealismo puro que vive de sí mismo, sin necesidad de encontrar en el ser amado, la vibración, la nota, el eco que responde a ése amor… No sé si me comprendes. — ¡Oh... te comprendo tanto! Y me afirmo en lo que antes te dije: eres muy joven, pero tus alas son fuertes y vuelan alto. ¿Dónde has estudiado? —En la biblioteca del Castillo de Mágdalo, donde vivo desde que tenía doce años. Allí todo es griego y romano. Un maestro griego de las Escuelas de Atenas, de Samos, de Páfos y de Siracusa, daba sus lecciones a la joven castellana y a sus doncellas compañeras, y me era permitido asistir a esas lecciones. Pero te aseguro que tengo la idea de que esas lecciones no han hecho más que avivar los recuerdos de algo que me era conocido. Y cuando he comprendido la ley de la preexistencia, me he explicado ésto muy satisfactoriamente.

—Luego, ¿estás convencido de que en épocas pasadas, conocías las ciencias llamadas ocultas?... —Justamente. —Pero éste "Amar como aman las flores" ¿qué quieres decir con ésto? —preguntó Stéfanos. —Hago una sencilla comparación, entre las flores que se nos dan en todo cuanto tienen de belleza y de perfumes, sin pedirnos nada a cambio. El darse es amor. El no pedir nada a cambio de lo que se da, es no-egoísmo, desinterés, amor puro y perfecto. ¿No lo entiendes tú así?

En las creaciones del Supremo Hacedor, hay mucho de ése amor que se da sin pedir ni esperar nada.

—Es verdad, ¡mucha verdad! —contestó pensativo Stéfanos—. Pero creo que la criatura humana de ésta época, no podrá comprender a fondo ése verso tuyo, y ahí tienes la razón de lo que te he dicho antes: tú vuelas muy alto. Tu huerto interior, debe estar iluminado de cierta clase de luz, que deslumbraría a las almas encarnadas en éste tiempo. —El verso lo dice —contestó Boanerges—:

"Amar por amar es agua

Que no conocen los hombres,

Amar por amar es agua

Que sólo beben los dioses."

—Si tu alma es capaz de vivir en paz, con ése sublime amor que está mucho más allá de los planos físicos, te has adelantado a la vida en veinte siglos por lo menos —dijo Stéfanos. Una sonrisa dolorosa vagó por la hermosa faz de Boanerges, que guardó unos momentos de silencio. —Hasta hoy —dijo— he sido capaz de vivir tranquilo y feliz con ése amor. Pero a veces temo que no lo seré por mucho tiempo. Y entonces... —Entonces ¿qué? —Comenzará el padecer, y con el padecer, el deseo de morir, para no seguir padeciendo, dijo Boanerges. —A éste punto crucial quería que llegaras, y esperaba que llegarías —contestó Stéfanos pesando sus palabras—. Y como no podemos morir cuando queremos ¿cómo te defenderás tú de un amor que se agranda día por día, hasta llenar por completo tu vida? —Me dejaré consumir por él como un cirio sobre un altar. — ¡Oh! Es fácil decirlo, pero no es fácil vivirlo te lo aseguro. —Creo estar adivinando, que por una extraña casualidad, estamos ambos en igual situación; o sea un amor que deberá mantenerse siempre, como un perfume en el aire —dijo Boanerges—.

Es verdad quizá, que nuestro huerto interior está iluminado por claridades, no comunes a todos los hombres de ésta tierra —añadió después de un breve silencio— y creo que podemos esperar que ésas claridades, nos hagan capaces de beber tranquilos de ésa agua que sólo beben los dioses, según dice mi verso. —Estoy seguro de no haber llegado a ésas alturas —afirmó el Diácono—, por eso estaré contento de morir pronto.

Te aseguro que no quiero fracasar en mi vida espiritual, como he fracasado en lo material. Y el Dueño Eterno de toda vida sabe ésto mejor que lo sé yo. — ¿A qué le llamarías tú un fracaso en la vida espiritual? —preguntó Boanerges. —Mira, te lo diré claro. Tengo clavado en el corazón, como un dardo ardiente, un amor fuera de ley. Amo a la prometida esposa de mi hermano Demetrio. — ¡Cómo!... ¿Demetrio es hermano tuyo? Lo tuvimos tres días hospedado en el Castillo. Es un jovencito encantador, y como somos casi de la misma edad, fácilmente nos hicimos amigos. ¿Dónde está la prometida de él? —Aquí mismo —contestó el Diácono—. ¿Has observado a la doncella que canta los solos en el Coro? — ¡Oh si! Tiene la voz de un ángel y canta con tanto amor y dulzura que hace llorar. Además tiene una belleza nada común.

—Es la que será esposa de mi hermano, así que llegue de su viaje. Ya no tardará —añadió Boanerges— porque cuando me despedí de él, iba a Naín a visitar a una viuda, cuyo hijo fue vuelto a la vida por el Cristo nuestro Señor, y Demetrio quiere tomar nota de los testigos oculares de las grandes obras realizadas por El. Me dijo que de Naín, vendría enseguida a Jerusalén, donde esperaba encontrar a la Madre del Señor y a Pedro a quien él ama mucho.

— ¿Sabes Boanerges que espero con espanto ese día?, no obstante haber renunciado a ése amor, ¡porque comprendo demasiado, la infamia que se encierra en querer lo que pertenece a otro! ¡Cuán lejos estoy amigo mío, de poder beber esa agua que sólo beben los dioses!... ¡Tú eres más fuerte que yo, a pesar de ser más joven! ¡Ayúdame te ruego… a amar como aman las flores, como las aves que nos dan sus cantos y las estrellas su luz!...

— ¡Stéfanos! —dijo Boanerges enternecido— también yo amo sin esperanza ni recompensa; pero yo vivo tranquilo, porque nadie es dueño del ser amado y porque tengo la certeza de que a nadie amará jamás. Pero créeme, que tendría el mismo espanto que tú si viera llegar el día en que otro hombre como yo, se hiciera dueño de su amor y de ella misma. —Y ¿en qué base te afirmas para asegurar que ella no amará nunca? —preguntó el Diácono.

—Ya lo verás. Cuando ella conoció al Profeta Nazareno, que es el Cristo que tanto amamos todos, cambió como de la noche al día y su corazón se prendió de Él, en tal forma que lo abandonó todo y se entregó por completo a la adoración de aquel hombre genial, único, sin nada semejante en la tierra. ¡Era natural y lógico! ¿Quién que lo conozca y lo comprenda, no le amará de igual manera?

El presenciar su atroz martirio, la ha dejado como enloquecida, hasta el punto de no querer saber nada de nadie, y vive absorbida por los recuerdos. Ella me amparó en mi orfandad y me hace vivir como un familiar en su casa. Nada me falta. Sólo puedo verla o escucharle una palabra, cuando baja al Oratorio a los cultos del anochecer… Desde la muerte de Nuestro Señor, tal es la vida en el Castillo de Mágdalo.—Y tú, ¿te adaptaste a esa vida de soledad entre los que te rodean?

—Yo vivo de ése amor sin esperanza, amando con el amor de las flores que hago venir de donde sé que las hay, exóticas y maravillosas, para adornar una imagen del Cristo que ella hizo esculpir en mármol del más fino del Pentélico, pintado al color natural y con ojos de esmalte que miran con una dulzura infinita... ¡Se llega a soñar con que es Él mismo! El darle ese contento es mi felicidad. Y como los ruiseñores que pueblan nuestro parque, que nos dan sus trinos sin esperar nada, mi lira y mis trovas, son también ruiseñores que cantan sin pedir nada. Pero confieso que no estoy seguro de tener esta paz serena y tranquila, si la viera entregarse a otro hombre como yo. Del Divino Señor, nadie puede tener celos... porque Él merece todos los amores, todos los holocaustos, todas las consagraciones… ¿No piensas tú como yo?

¡Exactamente lo mismo! —contestó Stéfanos—. Quizá yo lo haría igual, pero mi sacrificio ha sido ese que tú no estás seguro si lo podrías hacer, entregar yo mismo a otro hombre como yo, el ser amado. El la eligió antes y la amó antes. Y es él mi hermano menor, que ha sufrido la esclavitud hasta hoy; que por sus buenos servicios y noble conducta, su amo, un distinguido Tribuno militar, le ha dado la libertad y lo toma a su cargo como gerente de su casa. ¿Cómo puedo yo obrar de otra manera? ¿No dice la ley: "No hagas a tu hermano lo que no quieras que te hagan a ti"? Y ¿"Ama a tu prójimo como te amas a ti mismo"? — Sí, es así —afirmó Boanerges… y se quedó muy pensativo.

Luego continuó como si hablase consigo mismo: — ¡Qué pálida estrella de tristeza y de lágrimas hemos traído Stéfanos y yo! ¿A quién le hace bien nuestro dolor, nuestra incertidumbre del mañana, la soledad de nuestro corazón? ¡Nadie se beneficia con ello!... ¡Seguramente que no!... — Todo cuanto nos atormenta hoy, debió atormentar a otros por culpa nuestra, en pasadas edades en que hemos vivido en la carne como hoy —dijo Stéfanos contestando al soliloquio de Boanerges—. Si nuestro sufrimiento no da beneficio a nadie, quizá nos hace bien a nosotros mismos. Seguramente no pensarás, que satisfaciendo todos nuestros deseos y aspiraciones, hemos de obtener la purificación de nuestro Yo.

El oro se purifica en el crisol ardiente; el hierro se forja en el yunque, el artista modela su estatua con el cincel y el buril, que va quebrando a pedazos el mármol, hasta quedar la imagen perfecta de un modelo vivo. ¿No te parece que así lo hace el Eterno Dueño de nuestras vidas, para acelerar nuestra perfección de criaturas suyas con inteligencia y voluntad, destinadas a ser colaboradoras en la marcha evolutiva de todas las humanidades?

—No hay duda que es así, y que debe ser así —contestó Boanerges—. Porque de otra manera no podríamos encontrar lógica ni justicia en padecimientos inútiles. No podemos creer ni pensar que el Eterno Poder, que es Sabiduría Infinita, puede hacer nada inútil e injusto. ¡El alma del hombre debe necesitar quemarse en muchos fuegos; recibir los golpes del martillo sobre el yunque; del cincel sobre la piedra; del corte audaz de una podadora, en los retoños perjudiciales del arbolillo de nuestra vida!... ¿Acaso no lo hace así el hombre mismo, en toda obra que quiere sacar perfecta?... ¡Stéfanos amigo mío! ¡Algo debe haber de enigmático en la similitud de nuestras dos vidas, y en la pálida estrella de soledad y de tristeza de nuestro ciclo!

Stéfanos estuvo a punto de revelarle a Boanerges el vínculo de sangre que les unía, pero con un gran esfuerzo se sobrepuso a ello. Le veía tan joven, tan generoso y tan noble, con una exquisita sensibilidad que hacía de él un arpa viva de emociones profundas, que le pareció injusto añadir una copa más de dolor en aquel corazón sufriente desde sus primeros años. —"Mi próxima muerte será para él otro desgarramiento atroz —pensó el joven Diácono— y yo sé que la muerte se acerca hacia mí con acelerados pasos..."

La llegada de Nicodemus y José en busca de Stéfanos, puso fin a la intima confidencia de ambos jóvenes en el Oratorio del palacio Henadad. Boanerges se retiró a la Biblioteca, con el fin de copiar la música de Stéfanos que formaba una voluminosa carpeta.

55.- GERIFALTES Y PALOMAS

Los dos ancianos Doctores de la Ley, que acompañaron al Cristo Divino desde la cuna al sepulcro, sentían una grande alarma al ver el peligroso acercamiento del Sanhedrín Judío a la naciente Congregación Cristiana. Y antes de volverse a sus respectivos hogares en Arimathea y Nicópolis quisieron tener una entrevista con Stéfanos, Pedro y los ancianos Esenios que le rodeaban. Por éste motivo acudían muy de mañana al palacio Henadad, la Casa de los Hermanos, como le llamaban entonces.

Nos encontramos pues con ellos en el Oratorio, donde acostumbraban celebrar siempre ésta clase de reuniones íntimas, relacionadas con la enseñanza de la Doctrina del Cristo. —Venimos a vosotros —decía José— para recobrar nuestra tranquilidad. Tres años que han transcurrido desde la muerte de nuestro adorable Jeshua, no han borrado por cierto el recuerdo de todas las felonías y maquinaciones del Sanhedrín para hacerle callar con la muerte. Y estamos viendo los mismos procedimientos para hacer callar a Stéfanos.

—Y no es posible —añadió Nicodemus— que nos dejemos atropellar nuevamente por esa jauría de perros rabiosos.

Todos miraron al joven Diácono que demostraba completa tranquilidad. —Venís en busca de sosiego y de calma, y creedme que yo mismo no los tengo —contestóles Pedro—. Me limito a decir como nuestro Divino Maestro en su oración última del Monte de los Olivos. ¡"Hágase tu voluntad, Señor, y no la mía"! —Es lo que debemos decir todos —dijo el anciano Esenio Harmodio— pero no por eso debemos olvidar que es nuestro deber, no arrojarnos temerariamente a las fauces de las fieras, sino tratar de evitar cuanto se pueda, encolerizarlas. Es lo que nosotros venimos haciendo desde muchos años. Y no por eso hemos perdido el tiempo. Hemos preparado el camino al Cristo.

—La situación de hoy es diferente de la nuestra —observó el Esenio Melkisedek. Nosotros esperábamos la llegada del que debía dictar enseñanzas a la humanidad. El vino, enseñó y se fue, dejándonos un legado eterno que hemos aceptado voluntariamente: enseñar a los hombres su doctrina, sintetizada en la Universal Paternidad de Dios, y en la Hermandad de todos los hombres. El primero de estos principios será aceptado con menos dificultad; pero el segundo es como ponernos frente a un ejército de arqueros, prontos a disparar las flechas.

—En verdad —afirmó el anciano Tholemi—. El hombre en general no ha llegado ni a comprender siquiera, la posibilidad de establecer iguales condiciones de derechos y deberes para todos, y menos aún, el de llegar a amarse los unos a los otros; siquiera en el grado primero, o sea, no causarse daño recíprocamente.

—Nuestro Señor y Maestro —observó Pedro— insistía mucho, como todos sabéis, en el amor de los unos para los otros, porque en eso está la felicidad que todos deseamos. Pero ¿cómo complacer a los potentados, con nuestra prédica de justicia y equidad para con sus esclavos, sus jornaleros, sus servidores en general? Nosotros debemos sostener y decir que es criminal la esclavitud, que hace de la mitad de la humanidad una majada de bestias; que la otra mitad tiene derecho de explotación, de compra y venta, de vida y muerte sobre ella. Los dirigentes del mundo, ven en ésta prédica, una sublevación de las masas vejadas y oprimidas, y nos llaman agitadores, revoltosos, perturbadores de la paz; que incitamos a los pueblos a la insubordinación, a la rebeldía. Caemos pues en la categoría de seres dañinos para sus intereses. Y como a tales, creen justo exterminarnos, hacernos desaparecer. Yo veo así nuestra situación en seguimiento del Divino Maestro.

—Muy bien lo piensas Pedro —dijo José de Arimathea—. El adorable Jeshua insistía mucho, en preparar a nuestro pueblo para gobernarse a sí mismo, para dejar de ser masa anónima, ignorante, sin voluntad ni ideas propias, como una majada de ovejas que camina hacia donde sopla el viento. Y fundó la Santa Alianza en primer lugar, para levantar el nivel moral y social de nuestro pueblo. En segundo lugar, para aliviar su desesperada situación económica, que es de miseria y de hambre como todos sabemos, debido a los onerosos tributos al César, al Rey, al Templo, y en general al sistema de explotación del hombre por el hombre desde lejanas épocas.

El formar en las filas renovadoras de éste estado de cosas, es poner el pecho ante las flechas enemigas. Y muchos caeremos. No podemos hacernos la ilusión de que todos los mandatarios del mundo se someterían a bajar de sus pedestales de oro, de poder y de fuerza, y caminar por el llano donde los pies se enlodan, y la frente se cubre de sudor por el esfuerzo y la fatiga.

—Es tal como lo dices José y creo que todos lo vemos de igual manera. Nosotros queremos continuar la obra de redención humana comenzada por el Mesías Ungido de Dios, porque redimir es libertar. La gran mayoría de la humanidad vive esclava de la escasa minoría que ha tenido la audacia y la astucia para adueñarse de situaciones especiales y desde allí tender redes en las que caen a ciegas, las masas ignorantes de todos los países de la tierra.

Esta es, a mi juicio, la redención humana que el Cristo Señor Nuestro ha venido a traer a éste mundo. Nosotros todos hemos aceptado ser apóstoles de esta obra grandiosa y sublime de liberación humana, que no creo podamos hacerla completa ni en la vida actual ni en muchas otras que deberemos vivir en los veinte siglos que El nos ha dado como plazo para realizarla.

El gran Ungido, eligió doce Apóstoles íntimos y los eligió entre aquellos que nada tenían que dejar, según sus propias palabras. "Para seguirme —decía El— no quiero que dejéis rastros de dolor en pos de vosotros. El que tenga esposa, hijos, o padres ancianos que necesitan de él, cumpla con la ley del amor fraterno que debe empezar por los que le están ligados". Pero como tenemos muchas existencias sucesivas, lo que no podamos hacer en ésta lo haremos en otra en que estando libres de vínculos de familia, continuemos la Obra del Cristo, sin dejar rastros de dolor tras de nosotros, como El decía.

—Yo, el más joven de todos, escucho para aprender —dijo por fin Stéfanos—, y se me ocurre una pregunta sugerida por todo cuanto estoy escuchando: ¿Qué me corresponde hacer a mí, en la situación en que me encuentro, que sin salir al público, y hablar sólo en Oratorios particulares, he sido llamado a un acercamiento con las autoridades religiosas y civiles del pueblo de Israel?... Bien sabéis que yo no he buscado tal situación. Ella me ha salido al encuentro.

— ¡Que hable Pedro! —dijeron varías voces a la vez—. El Señor le confió a él el cuidado inmediato de su grey… Emocionado el anciano Apóstol, guardó silencio por unos momentos. Cuando pudo hablar, su voz temblaba. —Hijo mío —dijo a Stéfanos—. Creo que tú estás entre los que el Señor decía, que no debían dejar rastros de dolor tras de sí. No tienes esposa, ni hijos, ni padres para cuidar. Si hubieras estado cerca de Él cuando vivía en la carne, te habría elegido entre sus íntimos seguramente. También yo he tenido el cuidado al elegir nuestros Diáconos, entre los que no tenían vínculos de familia. Por tal razón no estuve de acuerdo con el casamiento de Parmenas; pero, callé porque no me consideré con derecho para oponerme abiertamente.

El no podrá entregarse al apostolado, como puedes hacerlo tú por ejemplo, que no has acercado otra vida a tu vida. Te diré hijo mío, lo que yo haría en tu situación actual: No provocar ni despertar la cólera de los mandatarios. "Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", —dijo Él. Pero si fuese interrogado y obligado a decir la verdad, respecto de la Ley Divina o del Cristo Ungido de Dios, lo diría tal como es, aún sabiendo que me costaría la vida.

— ¡Gracias padre mío!... —exclamó Stéfanos abrazándose de Pedro, cuyos sollozos se sintieron por unos momentos. Cuando se serenó continuó así:

—Yo sé hijo mío, que mis palabras significan para ti, la insinuación de que caminas a la muerte... La voz de Pedro se quebró en un sollozo, que él se esforzaba en contener—. Pero Nuestro Señor, nos lo anunció ya: "No ha de ser el discípulo mejor tratado que su Maestro”, "ni el siervo más que su amo". Y tú hijo mío, que fuiste el primero en pedirme formar entre los auxiliares de los Doce, recordarás el interrogatorio que te hice: ¿Tienes padres? —No. ¿Tienes esposa e hijos? —No. ¿No tienes vínculo ninguno que te ate a la vida? —No. Entonces, ven hijo mío, te dije, a formar entre los que debemos defender la Obra del Cristo hasta morir por Él… Puesto ya en el despeñadero, debes tener prudencia y la tendremos todos contigo, en forma que no seas tú el que busque la muerte, sino que ella venga a ti cuando no se la pueda evitar, porque ella esté en tu Ley de esta hora.

—La Sabiduría Divina habló por tu boca Pedro —dijo José—… Por eso los que estamos ligados a una familia, debemos mantenernos en la sombra y trabajar oculta y silenciosamente. —Escribir para el futuro, y aún para el presente, puede ser el trabajo de los que estamos impedidos de hacerlo públicamente —añadió Nicodemus—… La casa de José y la mía, son laboratorios de copias, y los mayores de nuestros hijos, son agentes viajeros en el país, recogiendo datos, versiones, relatos de hechos que han quedado en el olvido durante la vida misionera de nuestro gran Apóstol Nazareno.

Y nuestros Santuarios de toda Siria, que han quedado formados sólo por los más ancianos, estamos consagrados al trabajo del pensamiento, y también a escribir cuanto hemos visto y oído del Divino Maestro — dijo Harmodio, el Servidor del Carmelo… Nuestra oración acompaña, como una lucecita de cirio a los misioneros del Señor, y ofrecemos el abrigo de nuestras grutas, a los que se vean perseguidos o enfermos —añadió el anciano Tholemi que era por entonces Servidor del Monte Tabor.

—Quiere decir, que tenemos formada una fuerte cadena mental de ayuda y protección —observó Melkisedek—. Porque no debemos olvidar, que el Sanhedrín soltará su bandada de gerifaltes, para atrapar en pleno vuelo a las palomas mensajeras del Cristo. Los tienen ya bien amaestrados, y andan como espías a todo lo largo del país. — ¡Gerifaltes y palomas!... —exclamó Pedro—. Eso es toda la humanidad y lo fue siempre ¡Víctimas y verdugos!... ¡Santos y malvados!... ¡Oh Señor!... ¿Cuándo vendrá tu Reino a darnos el amor y la paz?...

Mientras ocurría ésto en el Oratorio, veamos lo que pasaba en el ala izquierda del vasto edificio, donde tenían sus habitaciones las doncellas del coro, las viudas que les hacían de madres, y entre las que estaba entonces la santa Madre del Señor, según la expresión de todos sus discípulos.

De tanto en tanto, alguna de las jóvenes tomaba esposo, y si ella no tenía padres, Simónides o la Santa Alianza le proporcionaba la dote, y el palacio Henadad la habitación que ocuparía el nuevo matrimonio, si el esposo no la conducía a una casa particular. Este fue el caso de Rhodas y de Parmenas uno de los siete Diáconos auxiliares de los Doce.

Había entre las jóvenes y las viudas, una gran alarma por la amenaza que veían cernirse sobre la naciente Congregación Cristiana… Rhode sobre todo, la prometida de Demetrio, el jovencito griego, lloraba y gemía tristemente. Pero el tormento suyo tenía además otra causa. Ella esperaba ver llegar a su prometido de un día a otro, y sentía que su corazón no era ya de Demetrio sino de su hermano Stéfanos. El alma de Rhode estaba pues sombría y desolada. Y mientras sus manos se movían sobre el telar o hacía bailar el huso y sostenía la rueca, su pensamiento tejía y destejía la dolorosa tragedia de su vida breve, de diez y siete años. Su esclavitud de cinco años, en la lujosa mansión del General Galo en el Monte Palatino, entre el Foro de Saturno, no le traía tan negros recuerdos, pues allí más que una esclava, fue la doncella íntima de la bella Diana de Pouzoli, que se había desposado recientemente en la Villa Astrea del Lacio, mansión del Príncipe Judá.

En la esclavitud, tuvo lugar su encuentro con Demetrio, esclavo del Tribuno Militar Marcelo Galion. Corintio como ella y de familias amigas desde años, fueron en la niñez compañeros de juegos y de travesuras. Más… unidos aún por el dolor de saberse esclavos, en el tiempo que pasó al lado de Diana entre las intrigas y espionaje de la Isla de Capri, en los últimos días de Tiberio César, y principio del desastroso reinado de Calígula, había aceptado complacida la tierna amistad de Demetrio, y aún el ofrecimiento de hacerla su esposa. Pero ahora Rhode comprendía bien, que aquél sentimiento no fue amor, sino tan sólo amistad y dulce compañerismo.

Pero conoció a Stéfanos en Jerusalén. Lo escuchó hablar en las Sinagogas y en el Oratorio mismo. Lo vio sentado al clavicordio, al que arrancaba melodías como cantos del alma, como gemidos de un corazón que sufre, como los silbos del viento en los pinares de su tierra, como el rumor de las olas bravías al chocar con la costa brava del Istmo de Corinto. Lo tuvo como maestro de música y de canto, en el Oratorio del palacio Henadad, y su corazón que no había amado nunca, se desbordó hacia él, tan digno de ser amado por las mil cualidades sobresalientes que adornaban al joven griego.

¿Quién podía condenar ése amor? No obstante, la nobleza y dignidad de Stéfanos, lo condenó como un delito contra la ley del amor fraterno, que le decía: "No hagas a tu hermano lo que no quieras que se haga contigo".

El lector… conoce ya la fuerza moral de Stéfanos, que hizo sin vacilar el sacrificio de aquél amor, porque también él amó a Rhode, con la intensidad con que sólo se ama una vez en la vida. Ella era más débil, y aunque aparentemente aceptó sumisa la resolución del joven Diácono, el corazón de la pobre niña lloraba en silencio y deseaba que se alargase indefinidamente la ausencia de Demetrio. Era hermoso, bueno y había sido para ella un gran compañero, un escudo de defensa en la turbia y trágica estadía de la Isla de Capri… Recordaba la huida por el acantilado de la isla, en la oscuridad de la noche y todo cuanto él había hecho para salvarla. Su corazoncito se estrujaba de angustia, en la imposibilidad de corresponder con amor a ese amor decidido, abnegado y perseverante.

El tormento interior de Rhode la consumía día por día. —Demetrio adivinará todo en Cuanto llegue, se decía ella misma— y yo no sabré qué contestarle… Myriam la observaba en silencio, y adivinaba que un secreto dolor la consumía. Ella sería llamada a lo largo de todos los siglos, Dolorosa, Madre de la Misericordia, Consuelo de los afligidos, Reina de los mártires, y se sentía dueña y merecedora de todos esos nombres. Y un día llamó a Rhode a su alcoba. —Ven hija mía a hacerme compañía, porque me encuentro muy triste y sola —le dijo. Y la joven llevando la cestilla de su labor, siguió como un corderito a la dulce Madre del Profeta Nazareno, bien ignorante por cierto, de que ella había descubierto su pena.

— ¡Tú eres joven, comienzas tu vida, y yo he visto ya tan destrozada y deshecha la mía!... —Así comenzó Myriam su plática de consuelo—. El dolor nos sale al paso sin buscarlo, hija mía; es lo más seguro y cierto que hay en la vida humana sobre ésta tierra. Y sin embargo, nunca estamos preparados para esperar al dolor… Siempre nos toma por sorpresa, porque sólo conocemos su llegada, cuando nos estruja el corazón.

Rhode comenzó a llorar silenciosamente, y por fin dobló su cabecita rubia sobre las rodillas de Myriam, y sus sollozos, como suave rumor de alas que se abren y se despliegan, se oyeron levemente en el silencio de aquella alcoba. La diestra de Myriam, con suavidad de lirio, pasaba y repasaba sobre aquella cabeza sollozante, que se refugiaba en su regazo como una paloma herida... con sus alas rotas, impedida para volar. —El dolor vaciado en otra alma, capaz de comprenderlo y sentirlo, es más suave hija mía, y acaso éste corazón mío que ha gemido tanto y tanto sin consuelo posible, pueda encontrar el medio de consolar éste dolor tuyo, que lo estoy sintiendo desde que llegué y te conocí.

Mi hijo… que consolaba todos los dolores y angustias aparecidos en su camino, quizá podrá consolar tu pena. ¿Es que no te encuentras a gusto aquí? ¿Quieres venir conmigo a Nazareth, antes o después que te hayas casado?... El llorar de Rhode se hacía más y más intenso... Myriam calló un momento y pensó... Por fin le preguntó: — ¿Es que ya no quieres ser la esposa del joven a quien estás prometida? ¿No le amas acaso? La joven doncella se estremeció con violencia, y abrazándose de Myriam nerviosamente, rompió a llorar con una angustia que partía el corazón.

Los dulces ojos de Myriam, la miraban con ternura y compasión, y se daba cuenta de que había acertado con la causa de aquél dolor. —Tu dolor es de aquellos que sólo Dios puede curar; y como sólo El merece toda nuestra confianza, confía hija mía en que Él pondrá un remedio a tu mal. — ¡Si Él me hiciera morir, madre mía!... —murmuró entre su llanto la entristecida joven. —Ten confianza en Él y deja entrar en tí la serenidad y la paz —le dijo la augusta señora… Rhode se calmó y comenzó a contarle la historia de su corta vida, que ya el lector conoce.

Al escuchar los elogios que ella hacía de Demetrio, su prometido, Myriam intervino discretamente. Mira hija mía, no tienes motivo para tanto padecimiento. Veo que hay en ti un gran aprecio para él, porque reconoces todas sus bellas cualidades. La unión con un hombre bueno, que aprecias y estimas en lo que vale, puede convertirse en amor y traer para ambos la dicha relativa que es posible en la tierra, si tú te esfuerzas en cumplir tus deberes para con él. ¿No lo crees tú así?

Rhode sin hablar, movió la cabeza en señal negativa. —Tantas mujeres hay, que hemos aceptado la unión con un hombre que nos ha pedido en matrimonio, y que nos han dicho nuestros mayores, que era el destinado por Dios para nosotras... ¿Por qué tu no podrías hacer lo mismo, para no atormentarle con una negativa sin motivo justo?... Porque él sufrirá tanto o más de lo que tú sufres ahora. — ¡Madre!... —clamó por fin la atormentada Rhode—. He dado entrada en mi corazón a otro amor mucho más grande, que la amistad de la niñez y la admiración que sentí siempre por las cualidades de Demetrio... ¿Cómo puede mi corazón mentirle un amor que es todo entero para su hermano Stéfanos?...

— ¡Hija!... ¡pobre hija mía! —exclamó Myriam envolviéndola en sus brazos como si quisiera defenderla de aquella acerada angustia—. Lo había sospechado sin querer creerlo, porque comprendo que es un terrible dolor para los dos. La joven, con esa fría calma del que se ve ante lo irremediable dijo: —Stéfanos es fuerte y noble hasta lo sumo, y ha renunciado a éste amor: y él mismo, encargado de mi persona por Demetrio, está dispuesto a entregarme a él así que llegue. Por eso pido al cielo el milagro de que él no llegue nunca, o que yo muera antes de su llegada. ¿Qué podré decirle cuando le vea ante mí?

—No padezcas hija por lo que aún no ha llegado. El Señor que lo ve todo, guía a sus hijos que confían en El —díjole Myriam con una seguridad que sólo Ella podía sentir. Al mismo tiempo llegó a la puerta de la alcoba una de las compañeras de Rhode, que dijo: —Acaba de llegar un viajero de Galilea, y trae epístolas de Naim y de la orilla del Mar: una para Madre Myriam y la otra para ti Rhode. —Y se las entregó.

Cada cual leyó la suya—. La de Myriam era de Juan, en que le daba breves noticias de sus padres, y muy largas de su propia tristeza incurable, que parecía llevarle a la muerte en breve tiempo. No podía consolarse de la ausencia de su Maestro que había sido la luz de su vida, la fuerza que le hacía vivir.

La de Rhode era de Demetrio, en la cual le daba excusas por su tardanza en volver. Leámosla juntamente con ella:

"Amada de mi alma; Rhode mi dulce amiguita de la infancia, mi estrella de la esclavitud; no te alarmes porque pasan los días y no vuelvo a cumplir mi palabra. Somos tan jóvenes y tenemos mucho tiempo para ser felices. Sabiendo como sé que estás bien guardada por mi hermano, en ésa casa de santos, permíteme que dedique éste precioso tiempo, para recoger detalladamente todo cuanto concierne a la obra misionera, que ha realizado en éste venturoso país, el gran Profeta Ungido de Dios para salvar a la humanidad. Yo lo vi morir Rhode, y recibí una de sus postreras miradas, porque logré colocarme aquel día fatal junto a un grupo de mujeres que lloraban por El. Ya te referí ésto: yo quise creer que en ésa mirada me pedía algo, y le prometí llorando que yo defendería su nombre de santo y de mártir, hasta la última gota de mi sangre.

Sabes ya, que he prometido también al que fue mi noble amo en la esclavitud, llevarle el detalle de cuanto hizo el Profeta por la humanidad, porque él sueña con rehabilitar su nombre ante el gobierno romano, para descargar su conciencia de haber sido el que mandaba la ejecución.

Te hice saber por un viajero, que de Naim regresaría a ésa; pero me sale la oportunidad de llegar hasta Cesárea de Filipos, donde un anciano de nombre Nabad tiene una carpeta con relatos del Profeta, de los cuales ha sido testigo ocular.

Un hermano suyo me lleva hasta su casa, donde pasaré unos días que gastaré en sacar copia de todo aquello. Darás a leer ésta epístola a mi hermano Stéfanos, para que él conozca los motivos de mi tardanza. El Ungido de Dios, por cuya gloria y amor retardamos nuestra feliz unión, nos tomará bajo su amparo ahora y cuando formemos nuestro soñado hogar. Tuyo para siempre…

Demetrio”

Cuando Rhode terminó de leer ésta carta, se la alargó a Myriam, y ella la leyó también. —Es una noble alma la de tu prometido, hija mía. ¿Cuántos años cuenta? —Va para los veinte, y tú que lo conoces Madre, le darás veinticinco, según es alto, fuerte y decidido. —Es verdad —contestó Myriam pensativamente—. Debes tranquilizarte Rhode porque él es muy bueno; tú eres buena también, y Stéfanos es una grande alma sometida en absoluto a la voluntad divina. Nuestro Padre Celestial facilitará el modo de que los tres cumpláis con vuestro deber. Ten paz en tu alma hija mía y no te atormentes más.

—Tenéis mucha razón Madre, pero mi situación sigue como antes, y Stéfanos sigue también con la amenaza de la ira del Sanhedrín. Tú que eres la Madre del Señor ¿no podrías cambiar todas éstas cosas? Y Rhode, al hacer ésta pregunta, se dejó caer sobre el tapiz del pavimento, y cruzó sus manos sobre las rodillas de Myriam sentada en un silloncito. —Hija mía, óyeme —dijo la dulce Madre del inolvidable Jeshua—.

Yo soy su Madre y no pude impedir que muriera en el patíbulo. Soy su Madre y compartí con Él todo el horror de su terrible muerte. Soy su Madre… y lloro todavía la angustia indecible de su ausencia.

Los designios divinos ignorados por nosotros, se cumplen indefectiblemente en el día prefijado para ello. Antes de llegar a la vida material, hemos aceptado las condiciones de ésa vida, aunque envueltos en la pesadez de la carne, no lo recordemos ni lo tengamos en cuenta.

Cada alma trae su camino marcado por la Ley Eterna, y aceptado voluntariamente por aquella. El alma sabe pues lo que encontrará en ése camino, que será siempre para su progreso y adelanto en la senda eterna que ha de recorrer.

En el mundo espiritual no se tienen en cuenta los padecimientos de la existencia terrestre, sino el resultado final de ésa existencia.

Si mi Hijo vino a ésta última vida a enderezar los caminos torcidos de la humanidad, aceptó anticipadamente todos los tropiezos que debía encontrar. Y en ésta tierra hija mía, no siempre se salva de la muerte, el que se arroja voluntariamente en una selva poblada de fieras, con el ansia de domesticarlas; ni se salva de morir abrasado, el que se tira entre un incendio con el ansia de apagarlo. ¿Comprendes? Él vino para ser la luz de éste mundo, y los que veían sus maldades descubiertas por esa luz, quisieron apagarla para siempre.

El vino para hacer resplandecer de nuevo la Verdad Divina, sepultada bajo montañas de arena por los poderosos dominadores de muchedumbres, interesados en mantenerlas en completa ignorancia para así engañarlas y dominarlas con facilidad. Y los malvados que no quieren la Verdad, aniquilaron al Mensajero divino que la traía.

Así ves claro hija mía, cómo es un error el confiar en un ser que creemos influyente y poderoso, para cambiar lo que es un designio divino que no puede ser cambiado.

Te digo ésto para que no me creas capaz de cambiar el curso de tu vida, por el sólo hecho de ser la madre de un hijo tan grande y tan excelso como es mi Hijo. Puedo sí recabar de Él la fuerza necesaria para que tú, tu prometido y Stéfanos cumplan con valor y abnegación, todos los deberes que vosotros mismos os habéis marcado de acuerdo con el designio divino, antes de tomar la materia que revestís hoy.

Los Ancianos, con Pedro y los otros, temen que este estado de cosas lleve al joven diácono a la muerte. Si él aceptó anticipadamente el sacrificio, por sostener la Verdad, tal como lo hizo mi Hijo, el sacrificio llegará seguramente a la hora debida. Y en este caso... tu dolor se asemejará al mío... pero quedará libre tu corazón y sentirá menos penoso el sacrificio de aceptar como esposo a tu prometido Demetrio... — ¡No Madre, no! —Clamó en un grito de angustia la pobre Rhode—... ¡Si Stéfanos muere yo moriré con él!

—También yo lo decía así, hija mía y ya ves que aún vivo llevando la carga penosa de mis días de amarga soledad sin Él.

Rhode arrodillada se abrazó a Myriam, y la solitaria alcoba se impregnó de un vapor de lágrimas y del apagado rumor de sus sollozos tan hondos. La madre y la novia lloraban desconsoladamente. El amor es siempre el mismo en el sensible corazón de una mujer, cuando es capaz de un amor profundo y verdadero.

¡La madre, la novia, la esposa, la hija, todas aman y sufren igualmente cuando un grande amor, ha encontrado en ellas un santuario digno y capaz de encerrar en sí toda su grandeza!...

Continuará…

No hay comentarios: