12 de julio de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 12

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

34.- A BORDO DEL "QUINTUS ARRIUS"

Para los viajeros galileos, que nunca salieron de la tierra natal, la vista del mar con su anchurosa inmensidad, era en verdad un espectáculo grandioso que en los primeros momentos les exaltó casi hasta el delirio.

Era un hermoso amanecer de otoño, sereno, tranquilo, con la radiación oro y púrpura del sol naciente, que deshojaba rosas encarnadas sobre la movible superficie del Mar Grande en calma.

Nuestro irreemplazable Simónides, había dado las órdenes necesarias para que el Capitán del velero aceptase solo mercancías livianas y ningún pasajero, con el fin de que los súbditos de su Rey Eterno según él decía se sintieran como en su propia casa.

El "Quintus Arrius" era un barco pequeño de los usados para viajes ligeros, sin tener que detenerse para cargar y descargar en los puertos en que hiciera escala, sólo por el placer de los viajeros en conocer tierras extrañas.

El Capitán era uno de los hijos de aquel tío Cabes, que el Maestro sacó de la prisión mediante la reconstrucción de la destrozada estatua del rey Herodes, llamado el Grande. Su padre había muerto el año anterior, y Simónides… providencia viviente de sus compatriotas y más aún de la larga parentela de su Rey, los había empleado a todos en las vastas actividades del comercio honrado, que era su vida propia, y le había trasladado a Tiro, con el fin de preservarles de los odios de la tierra natal y también para facilitarles las tareas que había asignado a unos y otros, sin dejar inactiva a la viuda y sus hijas mujeres, que eran las encargadas de la Santa Alianza en aquella capital.

Tenía el joven Capitán solo veintinueve años y su nombre era Saúl. Era el mayor de los hijos del segundo matrimonio de Gabes, y como es natural, tenía sobre sí el peso y la responsabilidad del sostenimiento de la familia.

Había tenido un duro desengaño de amor, que juntamente con la reciente muerte de su padre, habían transformado su carácter, de expansivo y alegre en taciturno y reconcentrado en sí mismo. Pero una oportuna epístola de Simónides… recomendándole muy especialmente los pasajeros que conduciría hasta Alejandría, hizo que el joven Capitán reaccionara un tanto para hacerse amable a los viajeros.

Iba allí una porción de gente joven, si bien cargados todos de preocupaciones y dolores, como es natural en seres que llevaban en sí mismos tragedias terribles y que huían de la tierra natal donde hasta él estaba saturado de terror, de espanto y de sangre.

Los hombres jóvenes subieron de inmediato a la cubierta con Leandro. La pequeña María y Rhoda, que ocupaban la misma cámara, se tendieron en sus lechos porque un principio de mareo muy propio del que nunca ha viajado por mar, las invadió luego de salir del puerto. Enterado Leandro del pequeño incidente, les hizo beber un jarabe y mentalmente les mandó a dormir durante una hora.

Martha y Lázaro… muy apegados al terruño, donde quedaba todo su mundo de amores y de recuerdos, entraron a su cámara y durante un largo rato, la emoción de la partida no les permitió articular palabra. Por momentos les parecía una ligereza, una imprudencia, el haber abandonado su tierra, su hogar, sus intereses, para saltar como pájaros perseguidos por los buitres, a un país extranjero del cual apenas llegados estarían deseando volver.

Por fin Lázaro, que veía a la muerte perseguir de cerca a su adorada hermanita, que era como su hija única, pues quedó sola con él de pocos años tras la muerte de sus padres, reaccionó con ese doloroso recuerdo... —Martha —le dijo— ¡piensa que lo hacemos únicamente por María!… Si con esto podemos retenerla un poco más en la vida al lado nuestro, ¿debemos arrepentimos de este viaje hecho sólo con ese fin? — ¡Tienes razón Lázaro!... Por un momento he sido un poco egoísta, pensando en lo que dejo y no en lo que deseamos conseguir.

Nuestro Divino Maestro esperaba mucho de María, y en efecto: enferma y todo, la pobrecilla ha hecho revivir a otros que parecían más fuertes que ella. Pedro y todos los demás, tú sabes bien en el estado de desaliento en que estaban cuando el Señor partió a su Reino y cesaron las apariciones, y vieron partir al Príncipe Judá, al Hach-Ben-Faqui, al Scheiff Ilderin, a Vercia... Y de aquella confidencia secreta que tuvieron con nuestra pequeña María en el Cenáculo de Bethania salieron como transformados. Tú debes recordarlo bien.

—Si Martha, sí, y nunca he podido darme cuenta de lo que aquello pudo ser. Interrogué a María como tú sabes, pero ella sólo sabe decir que se pusieron en oración y ella se quedó dormida profundamente. Cuando se despertó vio que todos se abrazaban llorando y después, de hinojos, daban gracias al Señor por la fuerza, la luz y el amor que habían recibido en aquellos momentos de oración. Lástima grande que entonces no estuvo Juan allí, que acaso se hubiera reanimado también.

Y mientras los esposos departían confidencialmente, subamos a cubierta lector y observemos lo que allí pasa.

Era la mitad de la mañana y el sol brillaba como una lámpara de oro sobre el mar. Juan con Felipe y Nicanor, conversaban a media voz apoyados en la balaustrada del barco, que corría velozmente con sus blancas velas desplegadas al suave viento del sudeste que lo impulsaba en la marcha. Se habían quedado en la popa y seguían mirando la lejana costa de la tierra nativa, que se iba perdiendo de vista hasta quedar convertida en una línea oscura que se hundía en el mar.

Leandro con Boanerges y el joven Capitán, formaban hacia la proa un grupo aparte, semejando un padre austero y grave que abriendo las puertas de la Vida, señalara a sus jóvenes hijos los mil y mil senderos que se habría ante ellos y en todos los cuales podían encontrar innumerables tropiezos.

Era el primer viaje que hacía el Capitán y su barco hacia otros continentes, pues siempre viajó desde Joppe a Antioquía, como correo y pasaje simplemente.

En sus largos años de estudio y de perseverantes ejercicios atrevidos y audaces en los Templos egipcios, había dado Leandro un alto vuelo a sus facultades superiores, lo cual le permitía un regular dominio de las leyes, enigmas y misterios del mundo invisible, en relación con los encarnados en el plano físico. Y así pudo darse cuenta cabal del estado de decepciones y de profunda pena de Saúl, el joven Capitán, como así mismo de la angustia muda y torturante del joven trovador de Mágdalo.

El aura mental de ambos jóvenes era para Leandro un lienzo blanco en que esbozaban ellos mismos con sus pensamientos, todo cuanto vivía y palpitaba en lo más oculto de su mundo interno. Y su alma como un bajel fuerte y sereno, que ha logrado dominar muchas y bravías tempestades, se llenó de infinita compasión, al descubrir que tenía ante sí dos corazones nobles y buenos, dos claras inteligencias propicias para sembrar en ellas la Verdad, la Ciencia, la Sabiduría... toda la belleza de las eternas leyes del Cosmos que podía hacer de ellos grandes hombres conductores de pueblos, en medio de la desorientación y el pánico que se extendía como incontenible marejada en la humanidad.

Y vio a Boanerges como una hermosa ave de paraíso, caído en un valle desierto, con su ala rota, deshecha y moribunda, sin que hubiera alma viviente que conociera el secreto mal que minaba su existencia y entorpecía las grandes facultades de su espíritu.

Y vio al joven Capitán del "Quintus Arrius", como un tierno roble arraigado en un árido peñasco, en un clima de sequía, donde no llega a sus raíces el agua fresca del arroyuelo que serpentea por el valle, ni los rayos de un sol benéfico que derrita los hielos de un largo y pavoroso invierno.

Estas reflexiones ocuparon la mente de Leandro, durante el silencio que se hizo entre los tres, mientras miraban sin ver, la magnificencia del día tiñendo de oro y azul las tranquilas aguas del Mediterráneo.

El pensamiento de Boanerges, flotaba como una luz difusa por los jardines de Mágdalo, solitarios y tristes sin más notas ni más ecos, ni más sonidos que el canto de los pájaros en la verde espesura de sus bosques y el arrullo de las palomas en las arenas doradas por el sol, y en los bordes de las fuentes.

El pensamiento de Saúl, revoloteaba con ansias de muerte, como una mariposa enloquecida, en torno a la verja de un jardín de Antioquía, donde un príncipe extranjero retenía la mujer de sus sueños conquistada con la magnificencia de su oro, poder fatal contra el cual un joven sin fortuna no podía luchar.

Leandro se sabía fuerte y sereno, pero no pudo evitar que ante tales clarividencias, sus ojos se humedecieran de llanto y su corazón oprimido, tuvo necesidad de exhalar un largo suspiro. Ambos jóvenes salieron de su abstracción y le miraron al mismo tiempo.

— ¿Qué os pasa? ¿Os sentís mal? — preguntó el Capitán.

—Creo que sois vosotros dos los que os sentís mal, con lo mucho que padecéis sin beneficio para nadie y con gran daño para vosotros mismos— contestó el interrogado.

—El corazón humano por lo general no entiende de razones... ¡porque sólo sabe amar!... y a veces ama lo que nunca podrá conseguir —dijo Boanerges, desviando su mirada al lejano horizonte.

—Y también el corazón humano —añadió Saúl— ama a veces lo que no merece ser amado.

—Y en ambos casos, el amor se convierte en tormento, en decepción, en un negro pesimismo, que entorpece la inteligencia y corta las alas a la voluntad, — contestó Leandro… después de lo cual se hizo nuevamente un largo silencio. El fresco viento del sud-este se había paralizado por completo, y una inmensa quietud se extendía sobre el mar teñido de oro y turquí, por el doble resplandor del sol que subía al cenit y del azul celeste del espacio infinito.

Saúl se dirigió paso a paso hacia la proa, y subió al puente de mando donde hizo sonar la campana de los remeros. Aún no se había extinguido en el aire el eco del último toque, cuando el "Quintus Arrius" se estremeció en un poderoso impulso hacia adelante, porque un centenar de remos quebraron de pronto la quietud de las olas, y el blanco velero reinició su marcha veloz hacia occidente.

En el grupo de viajeros que se ubicaron en la popa, sólo para continuar mirando las costas de la tierra nativa que se iba perdiendo en la lejanía del horizonte, el tema de la conversación no era de orden sentimental.

Juan con Felipe y Nicanor… rememoraban los trágicos acontecimientos de los últimos años en las provincias de Palestina; mientras el jovenzuelo Adin estrechaba amistad con dos grumetes, ágiles, fuertes y alegres como son de ordinario los que han nacido y vivido entre las jarcias, las velas y los remos. En su interminable charla, los grumetes dejaron bien informado a Adin, de cuanto hubiera querido saber referente al Capitán y su Segundo de a bordo, del contramaestre, de los remeros, del cocinero y hasta el lava copas. Toda la tripulación era originaria de Antioquía, de aquel pintoresco arrabal de Gisiva y Carandama, que describe Arpas Eternas en el tomo II» donde el buen Simónides había recogido todas las víctimas de la prepotencia de los invasores.

De pronto aparecieron sobre cubierta Rhoda y María, como avecillas asustadas ante la imponente inmensidad que las rodeaba. — ¡Cielo y agua!— exclamaron ambas tomándose de la mano como para protegerse en su pequeñez y debilidad. — ¿Sabes Rhoda lo que pienso?... que tú y yo somos como dos mariposas que flotamos sobre una hoja de plátano, en este abismo azul que es agua y cielo… En sueños había visto el Mar Grande, pero encrespado y resonante como si un millar de dragones se revolvieran en su seno.

Los amigos que las vieron llegar, se acercaron con tierna solicitud a ellas, comprendiendo que un gran asombro les sobrecogía el alma, ante aquella inmensa manifestación de fuerza, de poder, de estupenda grandeza, en medio de la cual el velero que les conducía era en verdad como una hoja de plátano llevando imperceptibles insectos: Felipe habló breves palabras al oído de Adin y éste bajó rápido la escalerilla hacia los camarotes. Y cuando volvió a subir, llevaba en la mano el laúd de Boanerges que se absorbía de nuevo en su silenciosa contemplación del cielo y del mar.

—Me mandaron que te traiga esto— dijo el jovenzuelo entregándole el laúd... su precioso laúd de ébano con incrustaciones de nácar. Y Boanerges cantó en el grandioso silencio de aquel radiante medio día, entre el cielo y el mar, lo que la inspiración susurró a sus oídos y recogió en su corazón:

Como avecilla cantando en las ramas

Desgrana a los vientos su queja de amor,

Así llora mi alma bebiendo el suspiro

Del último adiós...

Y va la avecilla como enloquecida

Porque la tormenta todo lo llevó

El árbol, la rama y hasta aquel nidillo

¡Que guarda su amor!

Y así la avecilla volando muy bajo

Al dormir la tarde cuando el sol se va

Cansada y sin fuerza cayó en un peñasco.

Y ya nunca pudo volver a Volar.

La nieve y el frío de aquel abandono

Sin árbol, sin rama, sin nido de amor,

Abiertas las alas toda estremecida

También dio a la vida su último adiós.

El hombre y el ave son dos peregrinos

Que en vuelos gigantes se lanzan con fe...

Llega la tormenta que abate sus alas

¡Y caen vencidos por última vez!

Un murmullo de afectuosos comentarios, se hizo en torno del joven trovador… y mientras deshojaban todos para él las dulces madreselvas de una sincera amistad, Leandro tomó el laúd de Boanerges y le dijo:

—Ven conmigo a popa y preguntemos a este laúd ¡por qué ha cantado así! —El joven cantor sonrió ligeramente y siguió a Leandro que fue a detenerse en la balaustrada de popa examinando muy atentamente el laúd de Boanerges.

—Es un auténtico Vughi-Dana de Bombay. ¿Cómo lo has conseguido?

—Fue un regalo de un príncipe extranjero a la señora del Castillo —contestó.

—Dime niño... ¿No es verdad que en tus trovas sales tú mismo al aire y al sol?

— ¡A veces sí y a veces no!

— ¿Cómo explicas tú eso?

—No es tan fácil explicarlo — contestó pensativo el joven cantor— pero probaré de decir algo para complacerte.

En primer lugar, no creas que yo pueda cantar cada vez que me ponen el laúd en las manos. A veces es mi garganta la que emite las voces, pero las ideas y los pensamientos vienen de algo que en ese instante ha penetrado sigilosamente en mi cabeza y en mi corazón.

— ¿Por qué penetró? ¿De dónde vino? ¿Cómo tomó forma y melodía?... Yo mismo no lo sé.

—Analicemos —dijo Leandro—. El símil que has hecho en tus trovas es maravilloso y exacto. Pero esa última estrofa esboza mi propia vida con tal exactitud, que si no supiera que recién ahora me conoces, diría que has querido pintar mi tragedia íntima. Y lo has conseguido.

—Creí que tú eras el hombre-montaña, a quien no conmueven vientos ni tempestades —díjole Boanerges admirado de lo que oía.

—En verdad, hijo mío, algo de peñasco he llegado a ser después de años de soportar huracanes Internos y externos. Mi corteza es muy dura, es granito sin pulir, pero en lo hondo del alma vibra también una lira con cuerdas sutiles que a veces gimen, se quejan y se rompen... Y hubo un día en que yo pude decir como tu estrofa final:

El hombre y el ave son dos peregrinos

Que en vuelos gigantes se lanzan con fe,..

Llega la tormenta que abate sus alas

¡Y caen vencidos por última vez!...

¡Sí!... ¡por última vez!... Pero hay una fuerza soberana, un oculto poder que está muy por encima del alma humana y que en un momento determinado obra en ella, transformando sus tinieblas en una esplendorosa claridad.

Y a mí me ocurrió esto al contacto de tu compatriota Zebeo, que abrió la puerta de mi cárcel interior y por ella entró en mí la claridad de un nuevo día. Llamemos a esa claridad iluminación interior que llega a la Psiquis cautiva y encadenada por intermedio de seres, de almas que acaso nos están ligadas con cables de oro que cuentan siglos. Lo cierto es que creí haber caído vencido por última vez, y he aquí que de nuevo me veo de pié con un santo y bello ideal que ha retoñado desde el fondo de una oculta raíz, convenciéndome de que aún puedo ser capaz de crear, de generar, de producir. ¿Qué he de crear, generar y producir?

Los campos de la vida son inmensos, no tienen límite ni medida... ¡Por mucho que corras, no llegas al final jamás!... Y como fui yo un caído, un vencido, hay muchos caídos y vencidos a lo largo de los caminos interminables de la vida, en la cual no abundan los Zebeos que enciendan de nuevo la lámpara y den la mano al que en su oscuridad no encontraba una salida. ¿No podré yo tejer de nuevo la red de ilusiones deshechas y picoteadas, encender el cirio de la fe y del optimismo apagado por el viento, regar con agua clara el huerto abandonado y que de nuevo surja allí la vida en plantas, flores y frutas para quienes tengan sed de belleza y hambre de amor y de dicha?

Tú te crees también un vencido y eso a los veintinueve años de tu vida. El capitán que aquí viene, se cree también un vencido. Juan tu amigo, lo mismo... y esa pobre joven enlutada que acaba de ver al compañero cruelmente asesinado por los hombres del templo y del altar que la enseñaron a adorar al Dios Creador de todos los seres... que le enseñaron la Ley que dice ¡NO MATARÁS! - ¡AMARÁS A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO!... ¡Se comprende bien que el cirio bendito se haya apagado para ella, que por sí misma no pueda nunca encenderlo!... ¿Qué es un amor incomprendido, ignorado, que sólo vive en lo más hondo del corazón que le dio vida? - Como la flor de la luna sólo la noche y ella misma conoce el misterio de su vida...

Tú estás en este caso hijo mío, lo he comprendido bien. Y con la experiencia que da la propia vida te digo: Si ese oculto amor entra en el campo de las realizaciones humanas permitidas por una Ley Superior, tendrás un éxito completo, pero si no, esa misma Ley te dará compensaciones equivalentes o que excedan quizás a cuanto ese amor humano hubiera podido darte en dicha personal.

Boanerges continuaba en silencio. Después de breves momentos Leandro reanudó el hilo de sus pensamientos: —No quiero que pienses mal de mi insistencia en querer penetrar en tu jardín interior y por eso te haré una confidencia íntima: El deseo de conocer a fondo lo que es el ser humano, su vida y las causas y orígenes de esa vida, me hizo abandonar Caria mi tierra natal y sepultarme en los austeros claustros de los Templos de Osiris. Los libros secretos de Pitágoras me habían hecho vislumbrar los resplandores de sol dejados como una huella eterna en los antiguos templos de Menfis y de Tebas por Hermes, el iniciador de la Sabiduría Egipcia, por Asclepios su primer discípulo, por el gran Sacerdote Membra, Maestro de Osarsip, el Moisés hebreo, y por Moisés mismo, que no fue seguramente el menor de los grandes Iniciados en los templos de las orillas del Nilo.

La frase que aparece en el frontispicio del Templo de Delfos: "Conócete a ti mismo, y conocerás el

Universo y a los Dioses", produjo en mí la misma interna sacudida que en el ilustre sabio de Samos. Y como él, en busca de ese conocimiento atravesé el Mar Grande y me sepulté por diez años en el Templo de Osiris. Salí con la primera Consagración: era Pasta foro; y debí volver a la tierra natal por muerte de mi padre. Primogénito de la familia, fui reclamado por ella y obligado por las leyes del país.

Allí me esperaba la tormenta cuyas consecuencias han perdurado doce años, y de las cuales me ha liberado la Ley Divina por intermedio del dulce apóstol Zebeo cuando el ocaso de mi vida ha hecho ya declinar el sol en mi horizonte. Fui delincuente. El más grande amor de mi vida y el deseo de salvar a la que lo había encendido en mí, me puso en el trance de quitar la vida a un hombre. Según las leyes del Templo yo no podía recobrar la antigua situación espiritual o sea la Luz de Osiris, la Paz de Isis, la Sabiduría y el Amor, sino sometiéndome a la dura prueba del ostracismo absoluto hasta reparar el daño causado con mi delito.

Yo buscaba esta reparación en la austeridad de una vida ascética, de penitencia y de privación completa de todo goce del cuerpo y del alma. Me sepulté vivo en un viejo templo abandonado en la soledad de una isla del Lago Merik donde esperaba pacientemente el perdón de Dios y del hombre que fue mi víctima. El ideal divino del Apóstol Zebeo encendió una luz nueva en mi horizonte sombrío, y hoy... empiezo de verdad a reparar mi delito por un sendero sembrado de flores, en el cual voy recogiendo las más grandiosas compensaciones. Es sólo por esto, que busco solucionar los problemas íntimos de todas las almas que se cruzan en mi camino. Y como tú te has cruzado en él...

—Ahora comprendo en su verdadero y noble significado lo que en el primer momento pude calificar de simple curiosidad de un psicólogo ansioso de ampliar más y más sus experiencias —dijo Boanerges estrechando las manos de su nuevo amigo, al cual comenzaba a mirar como envuelto en un aura de amor paternal. Y no obstante, el trovador de Mágdalo cerró con doble llave su corazón herido por un amor que juzgaba atrevido y audaz al extremo de hacerlo imposible.

Leandro creyó haber leído en aquella hermosa faz contraída y en aquellos ojos de ámbar que esquivaban su mirada, la resolución invencible de que su secreto amor muriese con él, y le dijo con gran ternura: —Tú eres de aquellos que hacen del amor un cirio ardiente que se consume sobre un altar... Y como yo tengo que reparar las consecuencias fatales de un delito de amor, he de hacer con el favor divino, que tu cirio ardiente ilumine un sendero cubierto de rosas, que tú irás recogiendo una por una, para tejer con ella tu vestidura de gloriosa inmortalidad.

Los ojos de Boanerges se fijaron en el torbellino de espumas que como un ancho camino dejaba el velero al cortar velozmente las olas, y con una sonrisa llena de melancolía dijo a media voz: — ¡Ahí está el camino!... Siémbralo de rosas y verás como se van deshechas al fondo del mar.

— ¡Oh niño pesimista! —Exclamó Leandro—. ¡Tus veintinueve años no vieron aún la fortaleza de Psiquis, cuando bajo su velo teje sus alas y en un momento dado tiende el vuelo que nada ni nadie puede detener! ¡Te emplazo para ese día! ¿Acudirás a la cita? —Acudiré aunque sea envuelto en un sudario.

Era el medio día y sonó alegremente la campana que anunciaba a los pasajeros del "Quintus Arrius" que era llegada la hora de la comida. En su afán de observación Leandro se hizo a un lado cerca de la escalerilla para verles bajar a todos de uno en uno. Felipe hacía bajar cuidadosamente a Rhoda de cuyo semblante había desaparecido la palidez enfermiza y el círculo oscuro de sus ojos. Juan y María quedaron los últimos y Leandro les dijo: — ¿Se van las rosas o se quedan?

—Creo que florecen de nuevo —contestó la jovencita, con una dulce alegría de colegiala en vacaciones. — ¡Oh! —dijo Juan— ¡el mago de Osiris es bien capaz de hacer florecer hasta un leño seco! Antes de iniciar el descenso, el ex-sacerdote de Osiris miró el cielo azul dorado por el sol de medio día, y pensó con el alma henchida de agradecimiento: "¡Suprema Inteligencia, dueña soberana de cuánto alienta en la vida!... ¡Sólo Tú podías hacer fecunda la siembra de amor con que borro mi delito para siempre!"

35.- ENTRE CIELO Y MAR

Sobre la cubierta de un barco, a la opaca claridad de las estrellas, en el imponente silencio de una tibia noche de otoño se abrían las almas a las confidencias íntimas; y el amor tejía también sus redecillas de seda entre las cuales se curaban heridas dolorosas y nacían ilusiones y esperanzas blancas y puras como flores del aire que se abren en la montaña.

¡Oh! ¡Las divinas compensaciones emanadas de la Infinita Sabiduría… como un manantial caudaloso sobre las almas nobles y justas que saben esperar!...

Eran tres los grupos de viajeros que sobre la cubierta del "Quinfas Arrius" sostenían animadas conversaciones,… que creo de interés para nosotros lector amigo: Leandro con Boanerges y el Capitán Saúl; Juan con la pequeña María, y Rhoda con los diáconos Felipe y Nicanor.

Una mansa brisa nocturna hinchaba suavemente las velas, y sólo una docena de remos allá abajo rompían las olas haciendo más rápida la marcha hacia occidente. El piloto al timón; el vigía en su alto puesto de observación y todos los demás entregados al sueño.

—He estudiado a fondo vuestros problemas sentimentales íntimos —decía Leandro a sus dos jóvenes amigos— y como todo el que busca en la amorosa inmensidad de Dios, encuentra lo que busca, yo lo he encontrado para vosotros que por el momento no queréis buscar, porque desgraciadamente os encontráis en ese estado de ánimo en que el alma rehúsa todo alivio, porque encuentra un amargo placer en seguir padeciendo… Como ninguno contestara… Leandro continuó deshojando las madreselvas de la paz y del consuelo sobre aquellos corazones atormentados. —Tú Boanerges te has encerrado en la celdilla de pórfido con cerraduras de hierro de tu amor imposible… Mientras tú Saúl contemplas tu amor primero, enlodado, pisoteado y deshecho, por el bárbaro privilegio del oro, sobre las más nobles y bellas cualidades del ser humano… Y aunque a ti no te lo parezca, tu caso es más fácilmente curable que el de Boanerges, y te daré enseguida la explicación: Pasada la dolorosa ofuscación del primer momento, la reflexión como intangible visión meditativa y silenciosa se acerca a ti y te dice: el ser cuya pérdida lloras no vale nada,… estabas equivocado al elegirlo como lo único capaz de darte la dicha que anhelas. Buscabas amor y allí no había amor, porque el amor es fiel, inmensamente fiel, incapaz de desviarse ni un ápice de derecha a izquierda del camino.

Es como la flecha que una vez arrojada va derecha hacia el punto que le fue marcado. Es el tiro de una blanca piedrecilla que atraviesa en línea recta el aire y cae donde debe caer. Es el hilo de agua cristalina que desciende de tu copa al cáliz de la flor que quieres regar. Ni la flecha dorada, ni la piedrecilla blanca, ni el hilo de agua cristalina se detienen en su camino ante el brillante plumaje de las aves que cruzan el horizonte, ni de las bestias que caminan por la tierra chapoteando los pantanos... Al amor no le interesa nada de eso, porque al amor solo le interesa el amor.

Cuando tu corazón de entrada en sí mismo a este razonamiento, correrá él mismo el telón de tu pasado escenario, y la Divina Bondad esbozará para ti un nuevo diseño que te mostrará el amor verdadero, surgiendo para tí como una maravillosa revelación, cuando menos lo pienses y cuando menos lo esperes. Tal es, amigo mío, lo que nos enseña la experiencia recogida en los años vividos, si hemos tenido el acierto de escuchar sus lecciones. El mal nuestro radica justamente en que por lo general no tenemos en cuenta esa Inteligencia Suprema, esa Sabiduría Eterna, poder y fuerza invisible que obra silenciosamente en nosotros y fuera de nosotros, brindándonos a cada instante de nuestra vida, todo cuanto nos es necesario para alcanzar los fines que nos trajeron a la vida física.

El que estudia música… por ejemplo, ¿qué hace para obtener el éxito en la carrera que inicia? Se somete a las leyes que rigen el pentagrama y al profesor que le explica esas leyes y le enseña a ponerlas en práctica. Y la norma es idéntica en todo aprendizaje de las ciencias y de las artes que, tanto las unas como las otras, son alas que se teje la divina Psiquis para ayudarse a volar a las cumbres y abarcar la inmensidad, el Infinito, el Gran Todo Universal.

¿ Cómo es —pregunto yo— que sólo para obtener el hombre su paz, su bienestar interior, su dicha íntima, que lo es y lo será todo en su vida, no consulta ni practica ley ninguna, ni medita a solas consigo mismo en la posible o no posible realización de lo que anhela? ¡Esto lo quiero! —se dice, y se lanza a veces con ímpetu de huracán desatado en un desierto de movedizas arenas, sin contar para nada con esa Luz Increada y Eterna que tan dispuesta está siempre para iluminar nuestras vacilaciones en las tinieblas, para responder a nuestros interrogantes en los días largos y pesados de incertidumbres y de dudas...

— ¡Cuan doloroso me es reconocer —dijo por fin el Capitán Saúl— que todo cuanto acabas de decir es cierto, perfectamente cierto! — ¡Y tan cierto como que lo he vivido yo mismo, con todas las consecuencias y dolores que trae aparejado nuestro insensato modo de obrar! —afirmó nuevamente Leandro—. ¿Qué dices Boanerges? ¿No estás de acuerdo con mis experiencias?...

—El joven trovador dio un gran suspiro, como si ello le aliviara de un penoso cansancio interior—.

—En mis veintinueve años —dijo— también he recogido experiencias y certidumbres íntimas y convicciones profundas… He comprendido así mismo que hay leyes ocultas a la comprensión humana, o mejor dicho, que tienen su acción y su cumplimiento independiente de nuestra voluntad, de tal modo que uno mismo percibe y siente los efectos… pero desconoce la causa. Y desconociéndola, no puede impedirla ni destruirla y a veces tampoco huirla. Y es así como los efectos de esa causa desconocida e incomprendida ganan terreno día por día en nuestro mundo interno, hasta que un acontecimiento de grandes proporciones sacude fuertemente nuestro yo íntimo, y cae un telón que deja al descubierto la causa aquella que por tantos años ignoramos… Y entonces comienza para el alma la tragedia íntima y secreta que ha de acompañarle hasta la tumba.

Se hizo un hondo silencio sobre la cubierta del "Quintus Arrius", tal como si las palabras serenas y suaves de Boanerges, hubieran tenido el poder de adormecer todas las ideas y de acallar todas las voces.

El sereno azul estrellado, parecía haber descendido a la mansa superficie del mar en calma, y las radiantes estrellas de primera magnitud parpadeaban inmóviles en lo infinito, dando aún más la sensación de insignificancia y pequeñez de las criaturas humanas, que en alta mar y sobre la cubierta de un débil barco a vela, estaban enredadas y envueltas en una red sutil de ideas, de ansiedades, de inquietudes y también de certidumbres llegadas a un punto muerto que no podían borrar de su campo visual.

De pronto Boanerges extendió su mano y tomó de las rodillas de Leandro su laúd de ébano y nácar y al contacto de sus dedos que apenas se movían, las cuerdas fueron desgranando arpegios suavísimos, casi imperceptibles en el hondo silencio de la noche otoñal. ¡Era como el caer de agua cristalina sobre una fuente de plata! ¡Era el gemir de un pájaro moribundo al borde su nido solitario! ¡Era el rumor de alas cansadas buscando en el desierto, un árbol donde esconderse a morir!... Y la dulce voz del trovador de Mágdalo se elevó en las alas del silencio como si fuera su propia alma que volaba cantando entre el cielo y el mar:

"Yo a nadie pedí la vida

Y ella a mi quiso venir

Con pasos tan silenciosos

Que no los pude sentir.

No sé de dónde ha venido,

La trajo una tempestad,

Y entre tormentas bravías

La vida viviendo va...

¿Qué viene a pedir la vida

Al errante trovador…

Que va corriendo incesante

Tras una visión de amor?

¡Vagabunda mariposa!

¡Ve a posarte en un rosal!,

Donde florezcan las rosas

En la mañana estival...

Yo nada tengo que darte.

Porque nada tengo en mí...

¡No hay agüita fresca en mi fuente!

¡Ni hay flores en mi jardín!

¡Oh vida, vida has venido!

Buscando luz y calor

A un seco espino en que nunca

¡Se posó un rayo de sol!

El último arpegio del laúd… se esfumó en el suave rumor producido por el espolón de proa rompiendo incesantemente las olas… y Leandro fue el primero en hablar.

—Hijo mío —le dijo a Boanerges— son tus rimas un agua clara a través de la cual se percibe la fuente de donde salió. Y tú mismo nos has dejado beber en esa fuente maravillosa. Tu visión de amor inalcanzable te ha bajado a un valle oscuro y profundo, como una inaccesible garganta entre montañas que interceptan toda claridad. ¿Quieres que yo te haga ver el prisma de la vida de diferente manera a como hoy lo ves?

—Dudo que puedas hacerlo, a menos que, como dice Juan, el ex-mago de Osiris sea capaz de hacer florecer un leño seco. — ¡Es que tú no eres un leño seco sino un hombre en pleno vigor de juventud y de vida! ¿Crees que si tu alma fuera un leño seco cantarías como cantas? ¿Por qué estás así atormentado? Porque un gran amor te consume la vida. ¿Acaso puede amar un leño seco?

El amor es en la vida, un florecimiento maravilloso de todo lo más noble y mejor que esconde en sí misma el alma humana; y un grande amor inalcanzable y no obstante encendido como un cirio en un altar durante años y más años, demuestra hasta la evidencia una exuberante explosión de vida, de energía, de poderosa voluntad. Tu problema íntimo, hijo mío, debe ser analizado y resuelto por otros medios que los usados por ti hasta hoy. Y creo haber descubierto esa causa ignorada y desconocida por ti, que te ha producido los efectos que percibes y comprendes.

Tu amas a un ser que ignora tu amor, porque sólo ha tenido alma, corazón y vida para correr a su vez tras de otra visión de amor inalcanzable también. Y ambos habéis caído en la misma letárgica agonía y ambos necesitáis comprender el amor de una manera diferente a como lo habéis comprendido hasta hoy. ¡El amor es vida y trae consigo potentes manifestaciones de vida!... Habéis vivido días y años de gloria junto al Amor hecho corazón de hombre, al Amor convertido en una vida humana gloriosa, heroica y sublime y os permitís pensar que vivís muriendo en una penosa inacción, tras de visiones inalcanzables.

Eres un sujeto sensitivo, más que regular; eres algo así como tu laúd: un auténtico Vughi-Dana de Bombay. Creo que el símil es bien claro. Y como a ti te responde tu laúd, tú me responderás a mí en una experiencia metapsíquica que puedes hacer si tú te prestas a mí como tú laúd se te presta de buena voluntad… ¿Quieres que probemos?

— ¿Puedo yo presenciar esa experiencia? —preguntó Saúl.

—Creo que entre vuestras almas y la mía hay la suficiente confianza mutua y comprensión recíproca, para que no guardemos secretos en éste sentido —contestó Leandro.

—Es verdad —dijeron ambos jóvenes.

—Permitidme entonces… dar algunas indicaciones a mi segundo, referente al cambio de turno en los remeros, que pronto será hora.

—Bien, bien. Hazlo mientras yo empiezo a templar mi laúd viro.

—De modo —dijo Boanerges animándose visiblemente— que vas a poner de manifiesto tus poderes maravillosos de mago. — ¡No, no! ¡Nada de magia! ¡Ciencia pura!... realidad viva de las fuerzas y aptitudes latentes en el alma humana: la divina Psiquis como decimos en los Templos de Osiris.

— ¿Qué tengo yo que hacer? —preguntó Boanerges.

—Sencillamente quedarte quieto y sereno, como cuando oras, cuando te entregas a la adoración, al Infinito, al Amor Eterno, a la Luz Soberana… Así... como una lámpara ardiendo silenciosa sobre el altar, como una flor abriendo sus pétalos a la caricia del rocío, en un jardín solitario y silencioso. —La voz de Leandro se hacía cada vez más suave, más tenue, más apagada.

El capitán volvió caminando en puntillas, a una señal de silencio que Leandro le hizo...

—Así... tranquilo y confiado, como un niño que se duerme al dulce arrullo de la madre, que le abraza en su regazo... Así… como vibra tu laúd, al contacto de tus dedos y al soplo cálido de tu alma, que vacía en sus cuerdas el hondo sentir del corazón... Así,… como el alma se entrega al Infinito, en la adoración extática y profunda en que solo vive el Infinito para ella, y el Infinito la atrae, la absorbe, la sumerge en Sí Mismo en esas nupcias eternas y únicas del alma con Dios y Dios con el alma!...

Boanerges estaba dulcemente dormido, y su hermosa cabeza coronada de oscuros bucles, echada hacia atrás, se apoyaba en la balaustrada de la cubierta y en su rostro de marfil, caía como un velo transparente la suave claridad de las estrellas.

Leandro tomó un capote de marinero olvidado sobre un rollo de sogas, y cubrió a Boanerges hasta los hombros. Luego se cerró bien la capa, se caló el capuchón y sentado frente a él se concentró tan profundamente que el Capitán Saúl pensó:… "¡Duermen los dos!"...

Como si este pensamiento le hubiese llegado a Leandro, con cierta alarma del que lo emitió, abrió los ojos y en secreto le dijo: —Debes estar tranquilo y quieto… Yo velo…

Boanerges... en verdad… parecía un muerto sentado sobre cubierta. La oscura capa con que Leandro lo había cubierto, hacía resaltar aún más la blanca palidez de su rostro. No se percibía ni aún su respiración.

La radiante estrella solitaria que llegada al cenit, suele marcar a los marineros la media noche, resplandecía directamente encima del "Quintus Arrius" y aún parecía como si le fuera guiando en su majestuoso correr sobre las olas del mar, cubierto de un tenue resplandor plateado.

¡Miles y miles de lamparillas de oro brillando en los cielos y brillando en el mar alumbraban tímidamente el desprendimiento de una Psiquis humana que en busca de paz y sosiego había dejado su materia abandonada y corría hacia atrás desandando las edades, restando los siglos, desenterrando continentes hundidos en el octano, removiendo ruinas de ciudades milenarias convertidas en colinas cubiertas de césped y de flores silvestres!

¡Oh! ¡Cuán fuerte y poderosa es la Divina Psiquis, diminuta chispa de luz destinada a ser imagen y semejanza del Omnipotente Creador de los mundos, de los seres y las cosas!....

Al Capitán Saúl le pareció que largas horas habían transcurrido, cuando Boanerges exhaló un profundo suspiro y abrió los ojos… que de inmediato buscaron algo a su lado. — ¿Dónde está? — Preguntó— ¿Por que huye? ¿Visteis hacia donde fue?...

—Amigo mío —le dijo Leandro—. El Capitán y yo estamos aquí mismo… a tu lado… Boanerges guardó silencio. —Había olvidado —dijo sonriendo— que me entregué a tus bellas artes de mago, que me has hecho vivir sueños maravillosos. ¡He sido tan dichoso, tan feliz que no sé si será posible sentir de nuevo el peso de la vida, después de haber visto y poseído lo que yo he visto y poseído en mi sueño!

—Pero eso es tan sólo un sueño —dijo el Capitán… asombrado de que un muchacho inteligente como

Boanerges diera tan cabal importancia a un simple sueño, aunque fuera el más hermoso de todos los sueños.

— ¡Oh no!... —exclamó el trovador… ¡en cuyos ojos brillaba una radiante felicidad!—. ¡Esto no es un simple sueño! Yo he hablado con la señora del Castillo de Mágdalo y he visto su cuerpo dormido en su alcoba, y que su doble etéreo se levantaba ágil y sonriente y tomándose de mi mano me decía: "Salgamos de aquí y vamos a un jardín de reposo donde podamos hablar libremente". Como yo me extrañase de su familiaridad desusada para conmigo, volvió a decirme: "¡No te asustes! Ni estamos muertos ni vivimos en la carne en estos momentos. Ambos obedecemos a una inteligencia encarnada que nos ama a ti y a mí desde hace siglos, cuando un día siendo tú y yo, hijos de un pescador de perlas de Pasiliglos en el Golfo Pérsico, le salvamos de morir devorado por los tiburones. ¡Después él quiso ser nuestro padre y la Ley se lo concedió cuatro veces!"

Leandro escuchaba atentamente el relato de Boanerges, que parecía estar dispuesto a hablar y más hablar, contrariamente a su hábito de guardar casi siempre un obstinado silencio. Y continuó así: —Luego, ella se fue y quedé solo. La busqué y no la encontré. Y cuando pensaba en dónde podría estar, se me acercó un esbelto joven que me abrazó tiernamente llamándome padre. Le miré asombrado y me miré a mi mismo y ¡aquí ardió Troya! ¡Yo era un anciano de cabello y barba blanca que tocaba la lira y cantaba para ese hijo que había perdido y lo encontraba de nuevo! Y me sentía transportado de dicha por haberle encontrado. Y cuando se calmaron mis transportes de júbilo, pregunté al muchacho si había visto a la señora del Castillo que estaba allí mismo conmigo y se echó a reír; y más aún se atrevió a decirme: "¡Oh padre tontucio! ¡Parece que chocheas!.., ¿No ves que soy la misma avecilla con otro plumaje? "¿No es mucho más bello un muchacho que te llama padre y al cual puedes abrazar, besar y aún cascar a tu gusto y sabor, que una dama a la cual sólo puedes mirar de lejos y llamarla ceremoniosamente señora?”… ¡Oh padre Bohindra mi poeta — rey y cantor, tan grande y excelso ayer, y estás hoy como un pajarito mojado hecho un burbujeo de plumas rotas en vez de volar por la inmensidad infinita!"

Como yo no conseguía volver de mi asombro, el lindo muchacho me abrazó, me besó en la frente, en los ojos, en las manos, en la boca y me dijo: "¡Eres todo mi querer! y sólo hay un amor más grande que éste: ¡El Cristo Salvador de la humanidad!"… Y de nuevo me llevó a la alcoba de la señora del Castillo de donde salí apresuradamente, temblando de que alguno de la servidumbre pudiera verme en tan insolente y atrevida situación. Creí que el muchacho salía conmigo, pero parece que él quedó allá... ¿Por qué se quedaría allí? ¡Y ahora me veo solo aquí entre el Capitán y este maravilloso mago que me ha hecho vivir una hora de locura, pero debo confesar que fue una hermosa locura! Y el joven trovador se puso de pié y empezó a dar agitados paseos de un lado a otro de la cubierta.

— ¡Calma hijo mío, calma! —Le dijo Leandro con infinita ternura—. No olvides que debajo de nosotros todos duermen, y acaso tengan en este momento sueños tan hermosos como el tuyo. Y el amor fraterno que me hizo encontrar Zebeo, me obliga a no privarles de ese rinconcito de cielo.

A los comienzos de este capítulo… estaban también sobre cubierta, Juan con María, y Rhoda con Felipe y Nicanor. Y nuestro lector preguntará, acaso qué pensaban y hacían ellos mientras prestamos toda nuestra atención a los tres primeros personajes.

Juan y María… sentados de espalda a la balaustrada, hablaban a media voz. María muy arrebujada en su manto azul marino de suave lana, escuchaba en silencio la voz de Juan que decía tan quedo como si sólo hablase para sí mismo:

—He vivido como un niño hasta los veintiún años. Mi grande amor al Maestro no me dejó pensar en los años que corrían con tanta velocidad. Convencido de que no tenía nada más que hacer que amarle, servirle y obedecerle, no pensé nunca en lo que sería mi vida si me faltase su presencia. El Hijo del Altísimo, el Mesías anunciado por los Profetas y augures de todos los Templos de Sabiduría, debía ser exceptuado de todos los males de los hombres. Nuestros Libros Sagrados dicen que Elías Profeta fue preservado de la muerte. Henoth igualmente. Daniel arrojado a un foso lleno de fieras hambrientas, fue encontrado ileso... cantando himnos de acción de gracias. .. ¿Cómo pues podía yo pensar que el Hijo del Altísimo estuviera sujeto a la muerte? Y cuando ésta ocurrió... ¡Oh María!... ¡no puedes comprender tú hasta qué abismo de espanto se hundió mi espíritu!...

Durante todo el viernes y el sábado con sus terribles noches que nunca terminaban, no pude pensar ni creer que existía Dios más allá de este inmenso azul que nos envuelve. ¡En el mundo no existía para mi nada más que la maldad humana y después la muerte, el sepulcro, las cenizas, la nada! Los Sagrados Libros me causaban indecible horror. ¿Qué Jehová le hablaba a Abraham con promesas eternas y maravillosas, y dejaba que un puñado de viejos egoístas y malvados arrastraran a su Hijo a la infamia y a la muerte, cuando en un abrir y cerrar de ojos y con un soplo de su poder soberano podía reducirles a polvo? ¿Que Jehová habló a Moisés que abatió al Faraón, y dejó sin vida a todos los primogénitos de Egipto, y hundió en las olas del Mar Rojo a los poderosos ejércitos que perseguían a Israel?

Perdóname María, pero yo dije y grité y repetí cien veces: ¡mentira, mentira, mentira! ¿A qué Dios Poderoso clamaba en sus salmos el Rey David, pidiéndole misericordia y que le salvara de sus enemigos y le perdonara sus pecados?... ¡Oh María!... Aquel viernes y aquel sábado, creo que fui renegado, ateo, blasfemo, ¡todo!... ¡porque me era imposible concebir un Dios en los cielos, y su Hijo muerto y escarnecido en la tierra como un malhechor!...

—Pero el domingo al amanecer comenzaron las apariciones del Señor, y aunque en verdad que nuestra fe y nuestra esperanza cayeron a tierra, florecieron de nuevo en aquel glorioso amanecer —dijo María llena de místico fervor que casi era un arrobamiento. —Fue un éxtasis demasiado breve para equilibrar en mi yo íntimo la magnitud del dolor, de la amarga decepción, de la depresión moral que había sufrido. ¡Ni aún eso María, ni aún eso pudo borrar el horror y el espanto de aquella muerte! ¡Oh aquella muerte!... Juan se cubrió el rostro con ambas manos, como temeroso de volver a ver la espantosa visión de aquella hora.

María lloraba silenciosamente — ¡María! — Continuó Juan a media voz—. Yo quiero rehacer mi vida. Yo quiero borrar todo aquel horror, todo aquel espanto pensando solamente que El vive glorioso y feliz en el Reino de Dios… ¡Ayúdame María!... ¡Ayúdame a desear la vida, a amar la vida, a creer que esta vida mía puede servir para algo que merezca la pena de vivirla!...

María se secó las gotas de llanto que corrían en silencio y después de unos momentos habló con acento tan suave, tan tímido que Juan tuvo que inclinarse hacia ella para oiría… La dulce niña había apoyado su cabeza cubierta con el manto en el brazo de Juan para evitar su mirada: — ¡Juan! — le dijo— yo te daré el motivo para amar tu vida, para creerla hermosa, útil y necesaria. Y levantando un poco la voz que adquirió la solemnidad de un augurio, de una profecía, continuó—: ¡Yo necesito de tu vida Juan para vivir!... ¡Yo te pido que vivas para mí!... ¡Yo quiero que vivas y yo viviré hasta que hayas amado de nuevo la vida y quieras vivirla grande, fuerte, hermosa, llena de promesas, de luz y de gloria! ¡Quiero que vivas para amarme y yo viviré para ti!... Y rodeando con sus brazos el cuello de Juan, le dio un beso intenso, largo y mudo en el cual aquella débil y bella criatura dejó toda la fuerza de su heroica voluntad de dar del inagotable tesoro que guardaba su alma grande, pura y fuerte encerrada en tan frágil envoltura carnal.

Fue un esfuerzo demasiado grande. Se había sobrepuesto a su natural pudor y timidez para hacerle a Juan aquella franca y abierta declaración que a ningún hombre le hubiera hecho en su vida, con el único fin de que él amara de nuevo la vida creyendo que alguien en el mundo necesitaba de él para vivir.

Juan estrechó a su corazón la cabeza de María mientras le decía con su voz temblorosa de emoción: — ¡Sí María..., mi pequeña María! ¡Viviré para ti, viviré para ti, único ser que necesita de mi vida, de esta pobre vida que quiere huir de la tierra a cada instante!... Pero María no pudo oír hasta el final tan dulces promesas, porque había caído en uno de esos desvanecimientos, tan frecuentes en las naturalezas neuróticas.

Este incidente ocurría mientras en el otro extremo de la cubierta, Leandro tenía aquella confidencia íntima y secreta con Boanerges y el Capitán Saúl.

El momento de angustiosa espera que pasó Juan con la jovencita desmayada en sus brazos, no es para describirlo... — ¡Maestro mío! ¡Que ella viva para mí!... —clamaba Juan dejando correr sus lágrimas que sólo el viento de la noche recogía… ¡Ella es el único lazo que me une a la vida después de tu partida al Reino de Dios! Me dejaste solo, Señor, ¡y sólo ella necesita de mí!... ¡Te ofrecí mi vida tantas veces, Maestro, y no aceptaste mi ofrenda!... ¡que ella viva para mí!... ¡y yo viviré para ella!... Después de unos momentos que a Juan le parecieron horas, María abrió los ojos y se apartó rápida de Juan.

— ¿Por que lloras Juan?... ¿Te hice daño con mis palabras? —No, María. Me has hecho mucho bien y lloro de agradecimiento al Maestro y a ti. Tus desmayos me asustan mucho, porque se parecen a la muerte, y yo no quiero tu muerte sino tu vida... ¡Me has prometido vivir para que yo viva, María!... — ¡Sí, Juan, sí! ¡Yo viviré para que tú vivas!... ¡El Maestro me hará vivir para que tú vivas! Vamos con Rhoda, que tengo frío y quiero bajar a nuestra cámara.

Se acercaron al grupo de Rhoda, Felipe y Nicanor. —Acabamos de celebrar un acto —dijo Felipe muy animado.

—Lo celebraremos todos juntos abajo, en la cámara, porque María no se siente bien y tiene frío —contestó Juan… Y apercibiéndose de la confidencia íntima de Leandro con los dos muchachos, bajaron lo más discretamente que les fue posible, y Felipe, que había practicado varios meses con los Terapeutas del Santuario del Monte Ebath, en Samaria, preparó un licor tonificante para María, buscó fuego en la cocina, nueces y castañas en su bolso de viajero y entre asar castañas y romper nueces, y la charla amena de aquella juventud que despertaba, continuaron la amistosa y cálida velada comenzada en la cubierta a la luz de las estrellas.

El pacto de Felipe con Rhoda y Nicanor, consistía en que vivirían los tres en una granja que Felipe tenía en las cercanías de Sebaste, herencia de su padre. Serían tres hermanos, y Adin, hijo de los tres. Rhoda sería el ama de casa para cuidar de ellos, y ampliarían la Congregación que ya tenía fundada Felipe, aunque muy modesta y pequeña por falta de una mujer de confianza que hiciera de ama de casa para cuando Nicanor y él acudieran a la ciudad y aldeas vecinas en busca del dolor del prójimo y a enseñar la doctrina del Maestro.

—Juan y yo… hemos hecho también un pacto allá arriba a la luz de las estrellas —dijo María que se había reanimado por completo. — ¿Y ese pacto es?... —preguntaron Felipe y Nicanor… Juan sonreía mirando a María y deseando que ella hablase primero. —Nuestro pacto consiste en la promesa de vivir, Juan para mí y yo para él —dijo con toda franqueza la pequeña María. — ¡Hola! — exclamó Felipe alegremente— ¡Nupcias en el horizonte, muchachos! — ¡No! —dijo tranquilamente María— ¡nada de nupcias!... Para ayudarnos a vivir uno al otro no se necesitan las nupcias. Yo pediré a Lázaro que me deje vivir en la Casa de la Madre Myriam y cuidaré de la vida de Juan y él cuidará de mi vida. ¡Y las rosas de Nazareth no se irán más de nuestro jardín y los mirlos cantarán con nosotros unos hermosos salmos de amor y de gloria para el Maestro que juntos hemos amado!

¿No es esto, Juan, tener el cielo en la tierra? — ¡Tú lo has dicho María! —le contestó Juan con el rostro iluminado por una nueva luz—. Contigo a mi lado es como si volviera a vivir el Maestro, porque tú eres María, ¡un pedacito de su corazón!... ¡Y ya no podré pedirle nada más a la vida!... ¡Nada más!... — ¡Bravo, Joanín!..., ¡te despertaste, por fin!... —decía Felipe dando palmoteos de alborozada alegría contagiosa para los demás que aplaudían también. Juan sonreía como avergonzado al ver que todos se habían dado cuenta del estado en que estuvo durante tanto tiempo.

María, muy seria y grave, como una matrona de cincuenta años dijo: — ¡No veo la necesidad de que hagas tanto aspaviento, Felipe! ¡No es ninguna cosa del otro mundo!... — ¡Claro que no es del otro mundo, sino de éste! ¡Y bien de éste!... — Continuaba Felipe como si una explosión de gozo le forzara a desahogarlo— ¡Miren que dos tórtolos que se arrullan es cosa muy de este mundo! ¡Por el Rey Salomón!... ¡Que fue tan enamorado!... —Bueno, ¡basta ya! —ordenó María como una madre que pone orden en un alboroto infantil—. Aquí no tratamos de los amores de Salomón ni de cosa que se parezca. Cuando te haces el loco, Felipe ¡eres inaguantable! Dame castañas, que hasta ahora no me diste ninguna.

— ¡Perdón, madrecita!... ¡Olvidé que el amor despierta el apetito! —exclamó mimoso Felipe. —Si no te muerdes la lengua me voy —dijo María levantándose entre las risas contenidas de todos. — ¡No, no, por favor!... ¡Que ya me muerdo la lengua, me la trago y me hace la digestión! — ¡Parece mentira que seas el Diácono Felipe!... Repréndelo Rhoda, tú que eres la viuda de su hermano mayor —arguyó María esforzándose por mantener su gravedad. —Es que tú no conocías a Felipe en intimidad —intervino Juan temeroso de que una tensión de nervios le hiciera daño a María. Si aún en presencia del Maestro jugaba así… No te preocupes. Es su carácter. — ¡Gracias por la defensa amigo Juan!... ¡Te mereces cuatro castañas! ¡Toma!

Leandro entraba al comedor seguido de Boanerges y el Capitán. — ¡Gracias a Dios que veo, por fin, caras de fiesta! —dijo mirando a todos uno por uno… ¿Qué vientos habrán rozado las blancas velas de nuestro barco? —añadió sonriente. — ¡El vientecillo divino del amor, maestro Leandro!... —contestó de inmediato Felipe, que estaba en vena humorística y no podía cambiar.

— ¡Oh, muy bien! —exclamó Leandro—. Nuestro Capitán dice que mañana, antes del mediodía, estaremos

en el puerto de Rafia, y allí lo celebraremos como es debido. ¿Y quiénes son los que hicieron florecer el mirto? —Juan y María —dijo de nuevo Felipe, señalándolos con un ademán muy expresivo.

— ¡Señor!... —intervino grave y seria María— Felipe es un chiquillo juguetón y sólo busca contagiarnos a todos con su alegría. No le hagas caso, señor...

—Creo que hay algo más que juego —dijo Boanerges sentándose al lado de Juan—. Te veo más animado..., y también lo estoy yo, te lo aseguro.

—Parece que mi velero —añadió el Capitán— trae suerte a los que viajan en él. Que me la dé a mí también, y le haremos velas de púrpura —y los negros ojos de Saúl buscaron los de Rhoda, que los había

bajado a las ardientes ascuas que brillaban en el brasero.

Desde el primer día de viaje, al joven Capitán le había llamado la atención aquella suave belleza pálida, enlutada y silenciosa, que no atendía a nada más que al fino encaje que sus pequeñas manos tejían. Para ella no existía más que su libro de salmos y su cestilla de labor.

La curación de almas enfermas, emprendida valientemente por el ex sacerdote de Osiris, iba dando flores y frutos al ciento por uno. Y hablando consigo mismo se decía: — ¡Creo que cuando terminemos el viaje el único enfermo seré yo!... ¡Oh, Divino Maestro del Apóstol Zebeo, acuérdate también de mí que soy el más enfermo de todos!

36.- EN EL PUERTO DE RAFIA

Tal como anunciara el Capitán Saúl, a mitad de la mañana siguiente el "Quintus Arrius" echaba anclas en el hermoso puerto de Rafia, flanqueado al oriente por peñascosas colinas, últimas derivaciones de la cordillera que baja desde el alto Líbano hasta la Arabia de Piedra y remata en el histórico Monte Sinaí, sobre la costa del Mar Rojo.

Un hermoso sol de otoño, ponía tintes de oro en las movibles olas y en las copas de los árboles que a su vez se teñían del ámbar y carmesí que precede a la inevitable caída de su verde esplendor. Y nuestros viajeros aceptaron la invitación del Capitán Saúl para visitar el puerto y la ciudad que ostentaba con orgullo viejos esplendores de otra época de florecimiento, que terminó con la triste derrota del Faraón Sabacon por los ejércitos invasores del Rey Sargón de Asiría.

Y el puerto y la ciudad de Rafia, parecían conservar aún a través de siete siglos, los vestigios como recuerdos vivos de la barbarie inaudita de Sargón y de sus huestes guerreras, piratas organizados para la

devastación de ciudades y pueblos, con tan refinada crueldad que durante muchos siglos fueron el terror de los países más civilizado.

El Contramaestre del "Quintus Arrius", era originario de Rafia y había obtenido plaza en la flota de Ithamar, por recomendación del Príncipe Melchor... Fue, pues, el experto guía para la excursión de nuestros viajeros en este importante puerto de Arabia Pétrea.

Tenía allí su madre viuda y cuatro hermanos menores, tres varones y una mujer. Su situación era, pues, igual que la del Capitán Saúl, o sea que sobre él pesaba toda la responsabilidad de la familia. Era una de las características de nuestro amigo Simónides, el tomar con preferencia como colaboradores suyos en la vasta red comercial que manejaba, a aquellos que por circunstancias especiales atendían a la manutención de vida de su familia sin padre. El joven Contramaestre que sólo tenía veinticinco años, fue trasladado de un barco mercante al "Quintus Arrius" en su primer viaje al África. Y este traslado obedecía a dos motivos de importancia: a su pericia en la navegación de esa ruta y a que se le acordó una licencia de treinta días por grave enfermedad de su madre.

El "Quintus Arrius" hacía un viaje, que puede llamarse de recreo, y que no tenía prisa alguna de regreso. Todos estos pequeños detalles hacen ver a nuestro lector, cuan razonables eran las afirmaciones del anciano Administrador de la fortuna colosal de la Casa Ithamar, cuando le decía a su Soberano Rey de Israel años atrás: "Mis subordinados me sirven bien porque pago mejor aún que paga el César".

Simónides no olvidaba nunca, que sus subordinados tenían corazón dentro del pecho y sabía ponerse a tono con las afecciones, necesidades y anhelos de todos los seres humanos. Y en viajes de esta naturaleza surge espontáneo el compañerismo y una amistad tan franca y familiar, que nuestros viajeros, al bajar en Rafia, quisieron visitar la familia del Contramaestre y más aún teniendo conocimiento de la enfermedad de su madre.

Lo primero que se presentaba a la vista del viajero allí, como formando parte de las peñascosas colinas, eran las ruinas de una antiquísima fortaleza, que había sido el centinela avanzado que los Faraones de la vigésima quinta dinastía pusieron frente al mar y a la entrada de los caminos que venían del Norte.

Aquella Fortaleza en ruinas era también panteón sepulcral venerado por los raféanos, pues se conservaba la tradición de que allí se refugió el Faraón y su familia, y allí quedaron sepultados, cuando las asirías derribaron sus altivas torres y sus blancas almenas, que se hundieron entre la humareda y las llamas del incendio devastador.

A más de panteón sepulcral, era refugio de mendigos, de viejos paralíticos, de chicuelos raquíticos y sin padres y de perrillos sin dueño. Y estos míseros despojos de la sociedad humana, como raposas en sus cuevas, vivían bajo los escombros, ya que la fortaleza de aquellas construcciones aún en ruinas, son capaces de proteger de la intemperie a los que carecen de un techo que los cobije. Merodeaban por las inmediaciones del puerto, a la espera de la piedad de los viajeros. Y esta vez no esperaban en vano. Leandro, al verles, pensó en la Aldea de los esclavos y en el gozo que tendría el capitán Pedrito, si pudiera recogerles en su barcaza "Amare Victum", llevarles al vetusto Castillo del Lago Merik y decirles: "Vivid felices entre el amor y la paz. Yo fui un mendigo como vosotros y el amor de un hombre bueno me dio la dicha".

Nuestros amigos galileos pensaban a su vez, en la Santa Alianza de su tierra natal y decían: —Allí no hay ya mendigos ni enfermos abandonados… porque el amor del Hijo de Dios les dio a todos, trabajo honrado, pan, lumbre, y techo para que vivan su vida. Todos fueron socorridos, y nuestros viajeros les prometieron hacer algo más por ellos, en el tiempo que permanecieran en Rafia.

En la casa familiar del Contramaestre, encontraron inquietud, ansiedad, y un dolor no disimulado ante la grave enfermedad de la madre y la ausencia del hijo mayor… Leandro y Felipe intervinieron de inmediato acerca de la enferma que sufría ahogos horribles y dolorosos espasmos. Era cardíaca, y su débil corazón, afectado de muerte, amenazaba paralizar sus latidos de un momento a otro. Esperaba la llegada del hijo para morir tranquila. Según ella decía, era originaria del Estrecho de Mesina, sobre el Mar Jónico, y su familia, de elevada posición, en otros tiempos había emigrado al África, huyendo de luchas políticas y guerras civiles, que les hicieron imposible la vida. En Rafia se había casado con un marino, un excelente hombre que la dejó viuda con cuatro hijos de poca edad, con el añadido de una hermanita menor suya, que venía a ser como otra hija, pues era de la misma edad de su única hija mujer… Pero esta niña era muda de nacimiento.

Continúa…

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