24 de julio de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 14

 

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

39.- CUANDO LAS ALMAS SE ENCUENTRAN

— ¿Te quedarás para siempre conmigo Matheo? —preguntaba Zebeo una noche a su hermano de fe y de ideales, mientras se encontraban solos en la Biblioteca y sala de estudios, a la espera de que fuera la hora de Academia reglamentaria en que concurrían los demás.

—Tal sería mi más vivo deseo, pero creo que no podré. Aún no te he dicho ciertos compromisos contraídos con otros servidores de nuestro Maestro y Señor, —le contestó Matheo con un dejo de tristeza y de inquietud. — ¿Qué te pasa? —Inquirió Zebeo—. Acaso yo pueda ayudarte y cuenta con que lo haré con toda la voluntad y amor que tuve siempre para ti. —Estoy encantado Zebeo de verte convertido en un vaso de amor tal como Nuestro Señor quería. Y estoy cierto que en tí se cumple su promesa eterna: "Si amáis como yo os amo, el Padre y Yo haremos nuestra morada en vuestro corazón". En ti vive el Padre Celestial y su Divino Hijo.

Y yo ¡pobre de mí! también he querido convertirme en un vaso de amor. Mi primera conquista fue mi fiel Agades y su anciano abuelo que por nada del mundo se desprenden de mí. Su absoluta dedicación a mí, me hizo comprender que yo podía hacer algo bueno y útil en esta vida, a pesar de no tener ya la mano del Maestro apoyando la mía, ni su sabiduría divina que iluminaba hasta el fondo del alma.

En la lejana Etiopía hice también algunas conquistas de amigos y de enemigos. La muerte del Rey Edipo ocasionó una espantosa lucha entre los partidarios de su hijo Pafnucio y los de su hermano Hitarco, triunfando estos últimos, por lo cual la Reina Candace y sus dos hijos Ifigenia y Pafnucio se han visto obligados a expatriarse, por temor a las represalias del usurpador. Por medio de los procedimientos que aprendimos de los Terapeutas Esenios, yo pude devolver la vida al hijo de los Reyes y este hecho me conquistó su absoluta protección.

La Reina Candace y sus dos hijos, con sus servidores fieles salieron secretamente de Nadaber a los pocos días de salir yo. Su viejo Castillo empotrado en la montaña de Ankober, tiene un gran túnel excavado en la roca misma y el cual tiene salida al brazo del gran Río que le llaman Nilo Azul por el color de sus aguas. Yo les esperaba en una caverna junto al nacimiento del río, con un velero que nos pasara a tierras de Egipto, y pudiéramos llegar a Sangha donde la Reina tiene un tío paterno, fundador y dueño de esa Aldea que lleva su nombre. Con ella, sus dos hijos Ifigenia y Pafnucio que estaban amenazados de muerte, hemos navegado más de dos meses Nilo abajo hasta llegar a Estambul, único sitio donde ellos podían ocultarse y permanecer seguros.

Ya me era conocido el Templo subterráneo y los Sacerdotes que lo guardaban y que diez años hace eran cuatro, o sea cuando yo me fui de Alejandría y me separé de ti. —Y allí has dejado oculta a esa Reina y sus hijos. —Allí están con catorce servidores fieles que los han seguido. Me han secundado en la tarea de la última enfermedad y muerte de los últimos Sacerdotes del antiguo culto egipcio que quedaban en esa región del Nilo. — ¿Y hace tres años que estáis con ellos allí? —preguntó Zebeo. —Tres años cumplidos en la luna pasada —contestó Matheo—. Bien ves hermano mío, que no puedo abandonar esos seres que han puesto toda su confianza en mí.

—Bien lo comprendo, como no puedo abandonar yo mi Aldea de los Esclavos. ¡Qué claro está para nosotros el camino que nos marca nuestro Maestro! ¿Y tenéis allí medios de vida? —volvió a preguntar Zebeo. — ¡Desde luego hermano! Las riberas del Nilo son muy ricas en todo sentido y con el oro que la Reina trajo con ella hay de sobra para que sus servidores se abran camino. Naturalmente que Estambul no es lo que fue en la época en que el Faraón Ramsés I la engrandeció con magníficas construcciones y restauró los Templos subterráneos que habían sido clausurados; pero es una ciudad de bastante comercio.

La explotación de los cañaverales de bambú, de junco y la pesca, dan lo suficiente para la vida. Y también aunque en menor escala, la fibra de la palmera para colchonetas de galeras y la preparación del papiro muy buscados por los escribas. —Más o menos lo mismo que por aquí —observó Zebeo.

—Te hablaré de mis esperanzas y de lo que más o menos preveo para un futuro cercano. La princesa Ifigenia que tiene diez y nueve años, fue pedida en matrimonio por su tío Hitarco, el usurpador, que es todavía joven, pues no pasa de los treinta años. La princesa es de muy buen talento y de mejor juicio, pues ha comprendido que no la pretende por amor, sino para asegurar de ese modo la posesión del reino en sus manos. Y siendo así, se ha negado a aceptarlo.

De ahí que el amante desairado empezara sus represalias. Mandó poner guardias en todas las puertas del parque inmenso que rodea el Castillo de Nadaber, como para hacer sentir a la familia real que es prisionera y que ha perdido su libertad. Otros servidores han llegado después de la salida secreta de la Reina y los suyos, y por ellos sabemos que el usurpador Hitarco ha instalado en el Castillo de Nadaber, su corte de concubinas con toda su servidumbre, apenas tuvo conocimiento de que la familia real había huido.

La princesa Ifigenia que me ha oído tantas veces referir, que en el Templo de Jerusalén y en los Santuarios Esenios hay viudas y doncellas consagradas de un modo especial al servicio del Señor, al estudio de los libros sagrados y a los himnos de liturgia, quiere hacerlo así ella misma con sus doncellas y camareras, y con otras doncellas virtuosas que tengan ese mismo ideal de vida. En Ipsambul nadie sabe que ellas son la viuda y la hija del Rey Egipto de Etiopía. Sólo saben que es una familia pudiente venida del sur, que han comprado todo el solar de tierras donde está el antiguo Templo. Los labriegos, los leñadores y pescadores de esa zona los consideran como sus amos y les han cobrado gran afecto.

De modo que allí hay para la siembra de la doctrina del Divino Maestro, tanto campo como tú tienes aquí Zebeo. ¿No crees tú que El me ha marcado bien claro el camino? — ¡Demasiado claro! —exclamó Zebeo— y no puedes hacer otra cosa sino seguirlo.

La hora de la Academia había llegado y la gran sala comenzó a llenarse. Los viajeros de Palestina y de Rafia acudían todos, y los viejos sillones de telas gastadas y respaldos lustrosos que fueron de Cleopatra y que rodeaban la mesa central, se iban ocupando por los hombres que ordenaban los rollos, las carpetas y todo aquel mundo de escrituras antiguas. Los estrados murales los ocupaban los numerosos oyentes, entre los cuales podemos ver las jóvenes parejas a quienes había respondido tan favorablemente la Esfinge de Ghisé.

Pudo notarse claramente la íntima amistad que se despertó entre Thabita, María y Agades. Las tres habían sido elegidas por la Ley Divina como instrumentos para curar las almas enfermas de tristeza y soledad, de tres Apóstoles elegidos del Ungido Divino, que al desaparecer del plano físico, quedaron sumidos en sombras de muerte que por sí solos no podían despejar. Fue necesario el calor de un amor santo; el agua dulce y fresca de una ternura femenina, que tenía en sí misma los reflejos divinos del amor maternal. Y las tres estaban tiernamente enamoradas de aquellas otras tres almas que habían hecho revivir para la obra excelsa del Cristo al que todos venían siguiendo.

Era de oír las secretas e íntimas confidencias, que las tres jóvenes se hacían sobre los prodigios de amor, de abnegación, de ternura y de olvido de sí mismas, que les fue necesario hacer ante la desolada tristeza y desamparo del alma de aquellos tres hombres, jóvenes, fuertes, sanos, y que al faltarles la divina fortaleza del Cristo, pareció faltarles todo, la fe, la esperanza y hasta la vida misma.

—Hubo momentos —decía María— en que Juan se arrebujaba en su manto y como un montoncito de trapos se ocultaba en cualquier matorral de las riberas del Lago, y pasaba todo un día sin ver a nadie y sin querer saber de nada, ni aún comer para sustentar la vida... —Y Matheo —decía Agades— se encerraba a llorar en la alcoba del maestro Filón en el Oasis de Baharijeh y no había medio de hacerle salir de allí, hasta que tenía yo que entrar arrastrándome con mi parálisis, por una oculta puertecita de la cocina que él no conocía y que yo podía abrir desde fuera. Que si no, allí se habría dejado morir sin comer ni beber días y más días… —En cuanto al Apóstol Zebeo —decía Thabita—, casi no puedo atribuirme el haber sido yo quién le hizo revivir a su verdadera vida, porque antes que yo… fue el pobre niño abandonado, Petiko, ese mismo que ahora es el Capitán Pedrito, el piloto de nuestra barca. El saberse necesario al infeliz huérfano, fue en verdad lo que hizo reaccionar a Zebeo. Más bien puedo decir… con toda verdad… que él me hizo revivir, a mí. El vio morir a mi madre, lo único que tenía en el mundo, y fue tal mi desolación, que a no haber sido por él, yo me habría dejado morir de hambre. Su bondad, su solicitud para conmigo, me llevó hasta amarle en tal forma, que tenía espanto de que él me diese como esposa a otro hombre, y me separase de él. Y hoy vivo porque sé que le soy útil y hasta necesaria en su vida. Tengo energía, fortaleza, buen ánimo y hasta una gran alegría de vivir, porque he llegado a comprender que de todo esto necesita él para llevar a cabo su apostolado del amor fraterno.

Estas tres jóvenes mujeres, encarnación viva del amor abnegado, leal, desinteresado y noble, son la prueba más evidente y real de que el amor es la savia de toda vida, y que en el origen, o en la iniciación de toda obra grande heroica y sublime realizada entre las humanidades, está siempre como un divino germen, algún grande amor oculto o manifiesto a las miradas de los hombres.

"Si os amáis como yo os amo, el Padre y Yo vendremos a vosotros y haremos nuestra morada en vuestro corazón". ¡Qué bien conocía el divino Maestro! la fuerza sobrehumana del amor...¡El Padre y El estaban en las almas puras de María, Agades y Thabita que así se convirtieron por amor, en madreselvas de paz, de bondad y de ternura, para aquellos que morían por la soledad y tristeza de sus vidas sin amor!

La augusta palabra del Cristo se cumplía en estos tres Apóstoles suyos, como se cumple en todas las almas, que desinteresadamente se acercan a Él en busca de su amor inmortal. "¡No os dejo huérfanos!... porque ¡Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los tiempos!"…

¿Quién estaba sino El… en el santo y puro amor de esas tres criaturas de Dios, que así se olvidaban de sí mismas para solo pensar en que los Apóstoles del Señor debían cumplir una larga y penosa jornada en medio de la humanidad incapaz de comprenderles?

María de Bethania,… la dulce pequeña María como la llamaban sus íntimos, sentada entre sus dos nuevas amigas, les diseñaba la personalidad augusta del Hijo de Dios, en su triple aspecto físico, moral y divino. Thabita y Agades no lo habían conocido. Pero lo conocieron y lo amaron a través de las palabras ardientes de amor y de fe de la dulce siria, que desgranaba para ellas las perlas vivas del recuerdo de todo cuanto había visto en el Divino Maestro.

—El más despreciable mendigo le interesaba y se desvivía por él —continuaba la voz suave de María. Sentía de lejos el clamor de un leproso a quien le era prohibido acercarse a los humanos, y El corría anhelante como si un huracán de fuego le impulsara a remediarle… ¡Nadie le oyó nunca decir que estuviera cansado y que no podía atender a la multitud de doloridos, enfermos, esclavos, viejos o niños, que el dolor humano reunía en torno suyo, como una turbia marejada capaz de espantar de horror a cualquiera que no fuera El!... Y cuando la pequeña María había agotado sus fuerzas y no su repertorio de sublimes bellezas vistas en la vida del Cristo, estrechaba a su pecho las cabezas de Thabita y Agades, y se echaba a llorar con indecible angustia, con amorosa ternura… porque en su débil corazón de carne, no cabía más aquella soberana inundación de amor que la hacía vibrar, como una arpa cólica suspendida en un pinar… Y de estas dulces confidencias, salían las tres convertidas en llamas vivas de amor a los que padecían desamparo, soledad, enfermedades.

¡Cuán cierto es, que un alma desbordante de amor noble, desinteresado y puro, puede atraer sobre la tierra, los dulces y suaves esplendores del cielo!

La gran sala de Academia del Castillo del Lago Merik, fue uno de los más bellos escenarios del amor del Cristo florecido en las almas de sus seguidores, como exuberante rosal bajo un sol de primavera.

Boanerges lo hacía florecer, en el alma sencilla y pura de Amada, cuya confiada ternura iba curándole aquella honda herida de amor que le hacía amarga y pesada la vida… Rhoda lo hacía florecer en el alma de Saúl, que aunque se contaba entre la numerosa familia carnal del Maestro, sus estudios en las Academias militares de Antioquía, lo mantuvieron alejado y absorbido por actividades ajenas a la vida apostólica del Ungido.

Y cuando llegó la sexta noche de Academia, los tres Apóstoles del Cristo, más Leandro, Narciso y los tres ex-cautivos, que con tanto afán exploraban las interminable galerías de la ciudad subterránea, tenían ya bien organizado el abundante material de estudio, que los viejos papiros de Nadaber, de Ipsambul y los que Zebeo había heredado del maestro Filón y del Príncipe Melchor, les habían venido providencialmente tal como si fuera una tarea que les estuviera destinada desde largo tiempo.

Era también un florecimiento del amor encendido por el Verbo de Dios, aquellas largas noches de vigilia que se imponían para buscar a través de las escrituras arcaicas, las sendas de luz que el Instructor y Guía de esta humanidad, había abierto siglo tras siglo, con inauditos esfuerzos y hasta con el sacrificio de la propia vida suya y de aquellos que le habían seguido… ¡Más todavía! Por la Eterna Ley de la preexistencia, las almas iban encontrándose alrededor del Hombre Luz, en etapas sucesivas como los eslabones de una cadena nunca interrumpida y eternamente renovada.

Leyendas, dramas, historias, poemas y tragedias, surgían como borbotones de luz de las viejas escrituras, donde las almas, chispas de luz de eterna vida, iban dejando algo de sí mismas en cada existencia, para encontrarlo en la siguiente y continuar así la obra empezada en siglos anteriores.

En las escrituras traídas por Matheo, aparecían las de Salomón en primer término, obsequio hecho por él mismo a Saba Reina de Etiopía. Y Saba estaba encarnada en la princesa Ifigenia.

En el pesado rodaje de los siglos y de las edades, surgía la luz, y las almas volvían a encontrarse como saliendo de entre los polvorientos papiros, donde otras almas compañeras habían estampado sus vidas, sus acciones buenas o malas, sus amores, sus angustias y toda esa enredada madeja que forma una vida humana.

Cuando los tres Apóstoles terminaron de verificar los diversos encuentros de ellos mismos, en las pasadas edades perdidas ya en la noche de los tiempos, se dijeron unos a otros con íntima satisfacción: — ¡Sea Dios bendito mil veces!... porque siempre fuimos compañeros y amigos, siguiendo de lejos o de cerca, felices o desventurados, grandes o pequeños, príncipes o esclavos… siguiendo siempre al Hombre Luz, Ungido del Eterno Poder como Guía de la humanidad terrestre.

40.- EL APÓSTOL PEDRO

Mientras… en la gran biblioteca del Lago Merik, descubren nuestros amigos el contenido de los numerosos rollos de papiro y carpetas de telas enceradas o de pieles de cordero, en que de remotos tiempos se venían escribiendo los hechos y vidas humanas, volvamos a la Palestina que había dejado de ser la tierra prometida a Israel, para tornarse en tierra de persecución y de muerte.

Desde la gran Asamblea de resoluciones definitivas en la casa de Nazareth, y debido al manifiesto deseo de todos los hermanos reunidos, Pedro había sentido caer sobre sus hombros gran parte de la responsabilidad de orden espiritual y material… respecto de sus hermanos.

Las violencias inauditas del Sanhedrín y del Rey Herodes Agripa, nieto del Idumeo, que culminaron en el asesinato del Diácono Stéfanos, apedreado en la plaza… hasta morir convertido en un montón de carne y huesos deshechos, entre un charco de sangre, la degollación del Apóstol Santiago y de sus diecisiete discípulos, en las criptas del Templo de Jerusalén, eran más que suficiente para que Pedro tomase medidas de seguridad, no solo para él… sino para todos aquellos que oyeron la voz del Maestro Divino y seguían la senda de amor fraterno marcada por El.

Fue en el año treinta y siete… que se iniciaron las emigraciones en grupos, desde la provincia de Judea, la más azotada por el odio y el furor de exterminio, que movía como una máquina de destrucción al Sanhedrín judío y que por medio de numerosos agentes iba extendiendo sus garras hasta más allá de los límites de Palestina.

La persecución llegó por el norte… hasta Damasco, a donde fue enviado Saulo de Tarso, joven fariseo, ardiente perseguidor de los amigos del Cristo, que fue el delator de Stéfanos y de Santiago y sus compañeros sacrificados con él. Y en secreta confidencia con Simónides el proveedor de todos los súbditos del Soberano Rey de Israel, dispusieron las nocturnas huidas de todos los que quisieron escapar de aquella piara de lobos enfurecidos.

Los unos hacia Raphona, Gerasa y Filadelfia… limitando con el Desierto de Arabia, bajo la protección del Scheiff Ilderín… Hippos y Pella no ofrecían mayor garantía a los amigos del Cristo, porque dependían del otro hijo de Herodes, el Tetrarca Felipe. Muchos de ellos solo se sintieron seguros entre las grutas de la cordillera Jebel o en los fértiles Montes Bazán, con sus oasis deliciosos y sus bosques de palmeras bajo las cuales abrían sus tiendas, volviendo a la vida nómada de los antiguos Patriarcas. Los más pudientes huyeron hacia Tiro, Sidón y Antioquía, porque sus oficios como artífices del oro y la plata, o tejedores de púrpura y de lino, o comerciantes en ricas telas traídas de otros países, sólo en las grandes capitales del Mediterráneo podían continuar sus actividades.

La patria del Hach-ben-Faqui, Cirenaica, atrajo también a muchos de los fugitivos; y los puertos de Rafia, Pelusio, Alejandría y Cirene en el África Norte, atrajeron a los primitivos cristianos, debido a la generosa intervención de Simónides, que con los barcos de la flota administrada por él, puso en seguridad a la mayoría de los fugitivos de la tierra natal.

Diríase… que este doloroso peregrinaje, hubiera entrado en los anchurosos campos del designio divino, con los fines de más rápida difusión del divino Mensaje del Cristo-Redentor,… como fue en efecto… Cada cristiano fugitivo en extranjera tierra, era como un heraldo suyo, que llevaba su mensaje de amor y la gloriosa noticia del Reino de Dios establecido en la Tierra.

Pedro y Simónides eran los últimos que despedían a los fugitivos, y entre ambos se decían: —Tú y yo somos Simón o sea "piedra", "fundamento" según lo interpretaba nuestro Rey y Señor. Tú eres piedra fundamental de su divina Idea de amor universal —decía Simónides, o Simón de En Rogel como era su verdadero nombre. —Y tú —decíale Pedro— eres piedra fundamental de cada familia cristiana que deja la patria poseída por fieras sanguinarias, para buscar su pan y su vida en tierras extranjeras.

Al decir así, Pedro aludía a los bolsos de monedas de oro que Simónides entregaba a cada familia que emigraba, reforzada además con epístolas recomendatorias para agentes comerciales suyos, o amigos particulares de la conocida Casa de Ithamar que administraba —Cuando las "golondrinas del Señor" estén en seguridad —decía tristemente Pedro— será llegada la hora de pensar en mi propia seguridad. —Y harás perfectamente bien —decíale Simónides—, porque no es muriendo descuartizados por estos bárbaros chacales, como hemos de divulgar las enseñanzas de nuestro Rey, sino viviendo y convenciendo a los hombres, de que solo de Él puede esperar esta humanidad su salvación y su entrada en el Reino de Dios.

Y Pedro partió para Joppe… después de haber escapado por dos veces de los calabozos de la Torre Antonia, y la última vez, estando ya sentenciado a ser degollado a la madrugada, y arrojado al muladar como lo hacían con todos los caídos bajo la cuchilla de los esbirros del Sanhedrín.

Y ellos eran los celosos guardianes de la Ley de Moisés, cuyo quinto mandato expresa: NO MATARAS. ¡Así se ciegan los hombres, cuando la ambición de oro y de poder encadena la inteligencia y la voluntad hasta convertirles en vampiros de sangre y de vidas, para colmar sus insaciables deseos!

En Joppe le esperaban Marcos y Ana, con todos los discípulos del Señor que residían en torno a ellos, viviendo discretamente, sin mayores alardes de su fe y su amor en el Cristo Ungido de Dios, a fin de no encender más el odio de los tiranos de Israel. La sede de los discípulos del Señor estaba detrás de los grandes almacenes de mercancías de la Santa Alianza, a los cuales tenían libre acceso todos los protegidos por ella. Y fue allí donde Pedro se puso en contacto con todos los discípulos de aquella primera hora. Y después de visitar las congregaciones de Lydia, Accarón, Jamia y Arimathea, volvió a Joppe para dejar a Marcos las instrucciones necesarias para representarle en su ausencia.

Pedro, José de Arimathea y Marcos… formaban también una triada de alianza, en beneficio de la causa que defendían, como la que formaron allá en la costa norte del África, Matheo, Zebeo y Juan. Entre aquellos tres amantes discípulos del Cristo, nació la idea de que Marcos, con los fieles datos de José de Arimathea, que conoció al Cristo desde su primera niñez, y los de Pedro, que le acompañó día por día en los tres años de su apostolado, más los de Ana su esposa, que tan de cerca lo vio en su vida de familia en Nazareth, escribiera en un libro el minucioso relato de su vida sublime de amor a los hombres y de entrega absoluta a su Padre Celestial. Difícilmente podrían encontrarse datos más exactos y fieles, a los cuales aún podían añadirse los que guardaba en su corazón como en un sagrado relicario, la heroica madre del Justo sacrificado por el odio del Sanhedrín.

Lector amigo… que me sigues con interés en este deshojar para ti, de hojas y más hojas de este árbol gigantesco de la Obra del Cristo Divino, en medio de la humanidad… ¿Has pensado acaso en que no haríamos la obra completa, relatando escuetamente las escenas, anécdotas y episodios relacionados con El y con los que fueron sus continuadores inmediatos, sin que a esos relatos deba ir unido el estudio de las almas que actuaron en ellos?

Yo lo he pensado profundamente… y así como hemos estudiado a los personajes que han ido desfilando por estas páginas, continuaremos haciéndolo con los que deben pasar ante nuestra vista en lo sucesivo, hasta el final de nuestros relatos…

Durante los años que el Apóstol Pedro vivió al lado de su adorable Maestro, su alma era como un vaso de agua cristalina… que rara vez se agitaba y que nunca se ponía turbia. Un rayo de sol la traspasaba dándole el colorido vivo de su dorado resplandor. El alma sencilla y noble de Pedro descansaba en El, vivía en El y para El… No conoció complicaciones, ni problemas, ni tormentas. Una brisa primaveral impulsó con mansas olas su barquilla de blancas velas.

Pero cuando aquel Piloto insustituible desapareció de su vista, a Pedro le pareció que el mundo se volvía al revés, y hasta creyó presentir que todo su universo se desquiciaría y que un espantoso caos vendría como lógica consecuencia del crimen horrendo, único, sin que nada le igualase en maldad y en perversidad… Y fue entonces que terminó de golpe la infancia tranquila y dulce del alma de Pedro, para pasar de un salto a la madurez, donde la incertidumbre, las vacilaciones, el recelo, la desconfianza, el temor, comenzaron a plantearle problemas y complicaciones, huracanes y tormentas, que era necesario afrontar serenamente y vencer.

Y la voluntad unánime de sus hermanos lo había puesto a él... ¡tan luego a él! ¡Como en reemplazo y sustitución de aquel Piloto insustituible!...Toda una luna larga y pesada le duró a Pedro el atolondramiento, desde que le vio desaparecer para siempre, en aquel ocaso inolvidable junto al Mar de Galilea.

Y no bien hubo vislumbrado su espíritu, un resquicio de claridad en la tiniebla que se había hecho en su vida, un hálito de calor y de vida… en aquel frío de sepulcro y de muerte que le rodeaba, su primera súplica al amado Señor, que se había ido a su Reino dejándole tan solo fue ésta:

— ¡Señor!... ¡Maestro mío!... ¡Hazme capaz de amar a mis hermanos como Tú nos amaste a todos!... ¡Sólo así podré ocupar, sin espanto, tu lugar en medio de ellos! ¡Señor!.,. ¡Hazlo conmigo así… por piedad de todos los que has dejado como hijos sin padre, como ovejas sin pastor!... ¡Que sea yo capaz de amarles con tu mismo amor, con tu mismo corazón!... ¡Si así no lo haces Señor, no podré ser tu piedra angular, tu cimiento, el fundamento de tu Obra, Señor, porque reconozco no ser más que un grano de arena en la inmensidad del desierto de esta vida!... Y el dolorido Pedro se doblaba sobre las lozas de piedra del pavimento de su alcoba y lloraba hasta quedar desfallecido y sin fuerzas nada más que para clamar: ¡Señor... mi Señor!...

Pero una tarde... ¡Oh que tarde aquella!... El sol se hundía en el ocaso y la alcoba de Pedro, en la casona de la orilla del mar de Galilea, se sumía lentamente en las penumbras del anochecer. El apóstol, repetía llorando su oración habitual. ¡Su alma no sabía decir otra! Su voz no acertaba a decir nada más, ni había en su corazón otro clamor sino éste, desde que tuvo la certeza de no tener al Maestro a su lado y de que sus hermanos lo habían designado en solemne asamblea para ocupar su lugar.

¡Su clamor fue interrumpido… de pronto, por una invisible presencia que llenaba su alma de paz y de vida!... Y al levantar del pavimento su faz inundada de llanto… ¡vio al Maestro ante él!… ¡que le tendía las manos y le abría los brazos, en un supremo anhelo de estrecharlo a su corazón!... ¡Y Pedro fue hacia El… y dejó caer su cabeza blanca entre aquellos brazos que lo llamaban, sobre aquel pecho sereno, santuario de la divinidad!... Y allí El le dejó llorar hasta que su llanto se agotó, se esfumó en esa divina y santa alegría que han llamado éxtasis, ¡ventura suprema, posesión completa de Dios… en un instante de inefable comunión con El! Y la esplendorosa visión sólo le dijo estas palabras: "En verdad te digo… que amarás a tus hermanos tanto, que querrás morir como Yo… para darles la vida eterna de dicha y de amor".

Tal fue el origen de la sobrehumana fortaleza del apóstol Pedro, que adquirió desde ese instante supremo, muy semejantes poderes supra normales a los que manifestara su Maestro y Señor sobre los más terribles males que afligen a la humanidad.

Y… como poseído de una fuerza nueva, comenzó a visitar todos los hogares donde había discípulos del Señor, y volviendo luego al palacio Henadad, trató de inducir a los que aún quedaban, de los más íntimos que no habían determinado con precisión el país o a donde debían dirigirse, que lo hicieran cuanto antes.

Habían pasado tres años de la partida del Señor a su Reino, y Jerusalén cada vez más endurecida en su soberbia y en su intransigencia, no pensaba sino en aniquilar hasta el recuerdo del hombre justo que habían sacrificado, creyendo matar con El su divina idea de fraternidad, de libertad y de igualdad humana.

El período de gobierno de Caifás, Sumo Sacerdote del Sanhedrín, había terminado, y le sucedió Jonathan, hijo del viejo Hainán, alma de chacal que solo con sangre y muertes se encontraba satisfecho.

El Legado Imperial de Siria era Lucio Vitelio, el cual envió a Pilatos a Roma, obedeciendo a las quejas del Sanhedrín contra él, porque no les daba libertad para perseguir y matar a los discípulos del Cristo. Con la subida de un hijo de Hainán al supremo poder, se desató la primera persecución, que dio como fruto sangriento el asesinato de Stéfanos, de Santiago y sus discípulos íntimos.

La perspectiva no podía ser más negra para los cristianos de Judea, que por insinuaciones de Pedro se dispersaron en las otras provincias de Palestina.

El Monte Carmelo, el Monte Tabor y el Monte Hermon, hospedaron a aquellos de los Doce que aún no habían salido de la tierra natal. El Monte Quarantana, que pertenecía a la provincia de Judea, era un paraje inhospitalario y pobre, donde no había mayores facilidades, ni abundantes medios de ganar la subsistencia para los que no eran nativos de aquella región y por tanto carecían de un solar de tierra, de una casa que les cobijara y donde pudieran trabajar… A pesar de esto, los Terapeutas Esenios condujeron a muchas familias de Jerusalén, que tenían sus ahorros y que a más vendieron cuanto poseían, a resguardar sus vidas en las grandes cavernas de minas explotadas siglos atrás, y que los hermanos Jacobo y Bartolomé encontraron años antes cuando aún vivía en la tierra el Divino Maestro.

Y cuando el Sanhedrín comenzó las primeras hostilidades con El,… ellos, sus hijos, con los Esenios del

Santuario y los cuatro amigos betlemitas, Josías, Eleázar, Efraín, su hijo artesano de la piedra, Alfeo y Elcana con sus jornaleros y sus criados, habían hecho de aquellas cavernas una fortaleza subterránea, que si no tenían las hermosas decoraciones con que Simónides adornara la Fortaleza del Rey Jebuz, ofrecían comodidades y seguridad para salvar la vida al Maestro y los suyos. También… todos ellos soñaron con salvarle de la muerte, y dispusieron los medios adecuados. Pero, ya lo dijo el Profeta Isaías y repetimos su frase lapidaria: "Los pensamientos de Dios no son los de los hombres, ni sus caminos son iguales".

Aquellas enormes cavernas que fueron preparadas para salvar al Maestro, dieron amparo y refugio a muchas familias de Jerusalén, que espantadas con la muerte de Stéfanos, de Santiago y sus discípulos, sacudieron el polvo de sus pies a las puertas de Jerusalén, como decía el Divino Maestro que debieran hacer, cuando la Verdad había llamado a una ciudad o pueblo, y se negaran a escucharla.

Nadie conoció tanto como Pedro, toda esta tremenda tragedia, que ha quedado perdida en el silencio y en la sombra, que envolvió como en un manto de tiniebla impenetrable a la mayoría de los discípulos íntimos del Cristo.

Podemos decir que el siglo II y III fueron como un inmenso sepulcro, en el cual quedaron sepultadas crónicas, leyendas, historias y tradiciones. Los cronistas cristianos escribieron mucho en el siglo I, que fue fecundo en la fe, heroísmo, abnegación y amor hacia el Cristo-Salvador de la Humanidad.

Y fue Pedro el confidente de todas las angustias, zozobras, vacilaciones y dudas, que se agitaron como alas fatídicas de terror y espanto sobre la grey del Maestro… ¿No le había pedido a Él, que lo hiciera capaz de amar a todos sus hermanos como Él les había amado?... ¿No se lo había suplicado llorando en todas sus plegarias de aquellos primeros años?...Y tan completamente se lo concedió El, que Pedro no tuvo sosiego ni descanso, de día o de noche, cuidando la vida de todos los que su Maestro le había confiado.

Había recibido el don divino del poder para curar enfermedades incurables, crónicas, o de nacimiento; y sobre todo esto, alguna crónica de aquel tiempo lo refiere sucintamente. Pero yo pienso que la grandeza y santidad del Apóstol Pedro, no está precisamente en esas obras hechas mediante el don divino que había recibido. Está en el inmenso amor que demostró a todos sus hermanos, imponiéndose enormes sacrificios, día tras día durante diez años, para que ninguno pereciera bajo el puñal asesino de los que se apellidaban “guardianes de la Ley de Moisés”.

Las grandes dificultades, por la lentitud de los medios de transporte de aquella época, debieron significar para el Apóstol, que ya estaba en el ocaso de la vida, un penoso esfuerzo de voluntad. Disfrazado de Terapeuta peregrino, con el capuchón calado y el bolso al hombro, Pedro recorría de noche las calles sombrías de Jerusalén, ya bajo los hielos del invierno o bajo el sol abrasador de medio día, en los meses de estío. Cuando la necesidad lo obligaba a salir a las ciudades o pueblos vecinos, corría al palacio Ithamar donde Simónides tenía siempre en los establos, caballos, mulos o asnos, en previsión de mensajes urgentes. Y Pedro, siempre encubierto con el oscuro sayal de los Terapeutas, corría a disputarles a los esbirros espías del Sanhedrín, las vidas de sus hermanos que sabía en peligro… ¿Cómo podía él enterarse de las disposiciones secretas de los jueces de Israel, para acudir a tiempo a realizar estos salvamentos?... Había suplicado tanto a su Maestro y Señor, amar a sus hermanos como Él les amó, que entre sus facultades superiores se manifestó en Pedro la auditiva y la visión a larga distancia. En la oración oía voces íntimas, profundas, cual si las escuchara en su mundo interno, y a veces las captaba del mundo exterior, como si ellas flotaran en la atmósfera que le rodeaba, en el vientecillo de las noches tibias, o en el rumor de los árboles agitados por las brisas del atardecer.

Creyó al principio, que sólo se trataba de su propia imaginación, inquieta y perturbada por la terrible amenaza de castigos y de muerte bajo la cual vivían; pero no tardó en convencerse, de que aquellas voces le anunciaban una verdad, una realidad, puesto que llegado al lugar del anuncio, encontraba todo como la voz le había dicho… ¡Qué de veces frustró las asechanzas, las celadas que Saulo de Tarso, agente del Sanhedrín, tendía a los cristianos de Palestina, cuando aún no se había transformado de perseguidor en ferviente seguidor del Cristo!

Y cuando… en diez años largos consiguió el Apóstol Pedro poner a salvo todas las golondrinas del Señor, según él decía, creyó llegada la hora de pensar en sí mismo, pero antes tenía otro sagrado deber que cumplir; visitar antes de partir, a la madre augusta de su Maestro y Señor. Y fue a Nazareth donde permaneció con ella y con Jaime, su viejo amigo, durante dos semanas. Las veladas en el gran cenáculo, después de la oración habitual, las empleaban en anotar todos los recuerdos que Myriam conservaba de la vida de su Hijo, de niño, adolescente y joven; anotaciones que tomaban Jaime y Pedro a la vez, para que ambos relatos fueran iguales, y uno saliera al exterior y otro quedase archivado, en el arca de la Casa de Nazareth.

Durante su permanencia allí, Pedro visitó la vieja casa de las orillas del Lago, arrendada a una familia de pescadores, de las favorecidas por ellos, cuando el Maestro vivía sobre la tierra y visitaba con tanto amor aquellos parajes inolvidables.

Visitó el Castillo de Mágdalo, triste y solitario, con sus parques amarillentos y desnudos de verdor, con sus grandes ramas descarnadas, como los largos brazos de esqueletos que se mantenían de pié. Entró sin llamar, por aquella gran avenida de cedros que le era tan conocida y que estaba interceptada por la glorieta de mirtos y rosales rojos de Irania, donde años atrás estuviera él sentado junto al Maestro que dialogaba con la castellana… El rosal rojo dejaba caer sus últimos pétalos, como las postreras gotas de sangre de un ser que moría poco a poco.

Un gran silencio lo envolvía todo, como un sudario ceniciento por el gris del espeso nublado de aquella tarde sin sol. Pedro no tenía nada de sentimental ni de romántico y, sin embargo, se sentía como dominado de algo extraño a su temperamento sereno, fuerte, bien equilibrado.

Caminó lentamente por aquella larga avenida, dio vuelta a la glorieta del rosal y a pocos pasos se halló ante el gran pórtico del Castillo… Todo estaba igual que lo vio antes, o sea doce años atrás. Sobre cuatro pedestales de mármol negro, los bustos en mármol blanco de Kermes, de Sócrates, de Orfeo y de Férieles… Hacia un lado, la amplia escalera que subía al piso superior; y del otro, una espléndida puerta de cedro con relieves y recuadros de brillante cobre y que se hallaba apenas entreabierta. Pedro la empujó suavemente hasta abrir una hoja... y se quedó paralizado, mudo de asombro, mientras sus azules ojos se fueron cristalizando de llanto...

En el centro del espacio que había entre la puerta y una pesada cortina de damasco púrpura, estaba sobre una plataforma de pórfido, una estatua de Jeshua tallada en madera, a tamaño natural y delicadamente pintada también al color natural, con su túnica y manto blanco, ceñida la frente por la diadema de siete estrellas de los Maestros de Divina Sabiduría. Pedro lo contempló en silencio un largo rato, y cuando no pudo más, cayó de rodillas, bajó hasta el suelo la frente y se echó a llorar a grandes sollozos.

De atrás de la cortina salió una mujer, que también en silencio, contempló al hombre postrado hasta el suelo que tan amargamente lloraba. No veía de él más que el oscuro manto y la cabeza blanca. Y le seguía mirando hasta que de sus ojos castaños empezaron también a correr lágrimas silenciosas. Cuando el hombre levantó la cabeza, ambos se miraron a través de sus lágrimas… ¡y se reconocieron!... — ¡María! —exclamó él dando un paso hacia la joven. — ¡Pedro! —susurró ella entre un hondo sollozo que fue a morir sobre el noble pecho del Apóstol, el cual la estrechó a su corazón como lo hubiera hecho con una de sus hijas. Cuando la poderosa ola de emoción se hubo calmado, ella habló primero... — ¡Pedro!..., hoy debemos conformarnos con una imagen fría, muda, sin vida... porque El ya no existe más en este mundo... Y la joven se echó a llorar nuevamente y se dejó caer de rodillas abrazada a los pies de la imagen del Profeta Nazareno.

Pedro no pudo olvidar nunca, en su larga vida, el cuadro de dolor y de angustia suprema que vio aquella tarde… Creyó volver a vivir la escena inolvidable de años atrás, cuando esa misma mujer fue a la casa de campo de Eleázar, el fariseo, y postrada a los pies del maestro, los ungió con sus perfumes y los secó con sus cabellos, llorando desconsoladamente. El acto era el mismo, y la mujer era también la misma. Sólo que el Profeta era una estatua muda, fría, sin más vida que la hábilmente simulada por el artista griego que la hizo, y que parecía haberla reconcentrado en los ojos claros de dulce mirar, que imitaban con toda realidad los divinos ojos del Profeta Nazareno.

Pedro intervino por fin. — ¡María!... El Maestro vive y tú lo lloras como a un muerto... ¿Es que no tienes fe en que El vive?... Ella levantó su rostro bañado en lágrimas y le contestó: — ¡Yo se que Él vive más allá de las estrellas, que alumbran por las noches la desolada tiniebla de mi vida solitaria! Yo sé que vive entre el esplendor radiante de su Reino Eterno, merecido por sus obras, por su santidad, por su tremendo sacrificio..., pero yo no le tengo más cerca de mí, en este negro desierto que es la vida sin Él, sin la luz de su mirada, sin el sonido de su voz, sabiendo que nunca más volveré a verle ni oírle, ni seguirle por los caminos de la llanura, ni en los senderos de la montaña, ni sobre las aguas del mar... ¡En todas partes le busco! ¡Y la brisa en las llanuras y los rumores del bosque y el murmullo de las olas me gritan hasta enloquecerme!: ¡nunca más!... ¡nunca más!... Y la angustiada mujer se desvaneció en un largo sollozo. Su cabeza quedó laciamente apoyada sobre los pies de la estatua, y su larga cabellera se extendió sobre el pedestal de pórfido que la sostenía.

Pedro miró hacia dentro de la cortina y vio que aquello era un Santuario, con el altar de las Tablas de la Ley, el candelabro de siete cirios y la lámpara cuya luz mortecina esparcía su dorada claridad. Los grandes estrados laterales estaban cubiertos de tapices y almohadones. Entonces se acercó a María y levantando su cuerpo exánime y frío, lo recostó en el estrado más inmediato, y se sentó allí a orar esperando que despertase. — ¡Maestro, Señor mío! ¡Hazle sentir que vives y ella se consolará de tu muerte!...

Fue la única oración de Pedro, que se adormeció también plácidamente. No podía precisar el tiempo que estuvo dormido; pero cuando se despertó, vio a María sentada ante la mesa central, escribiendo en un libreto de pergamino, unido por un cordón azul. Escribía rápidamente y seguía llorando. Sus lágrimas iban cayendo sobre el pergamino silenciosamente y ella seguía escribiendo. Cuando terminó, levantó la cabeza y vio a Pedro que la miraba con curiosidad.

Con el rostro sonriente, aunque bañado de lágrimas, ella le dijo señalando el libreto en que había escrito: — ¡Una epístola del Maestro! ¡La primera que me ha escrito en diez años que hace que lloro por El! ¡Vive, Pedro, vive, y aún se acuerda de mí!... —Y rompió a llorar nuevamente.

Pedro fue a la mesa, tomó el libreto y leyó, escritas en sirio caldeo, estas dulces palabras: "¡María!... ¡mi María!... Tu desesperación y tu poca fe, interceptan mi acercamiento a ti. La llegada oportuna de Pedro ha tendido un puente de cristal, para llegarme hasta ti y decirte,… ¡piensa en la Vida!... ¡no en la muerte! "¡Piensa en mi amor eterno, que llena todas las soledades y ante el cual no hay desamparo, ni hay olvido, ni hay ausencia, ni hay adiós!..."¡Mujer!...¡Ten fe, esperanza y amor, y me sentirás siempre a tu lado!... "Te bendigo en nombre de Dios… JESHUA"

La misiva amorosa y tierna, evaporó la tristeza y el llanto, como fugaces nubes negras que vienen y que van. Y sentados Pedro y María sobre el estrado, comenzaron a deshojar confidencias, recuerdos, noticias de los hermanos todos y esperanzas o temores para el futuro. A momentos lloraban con suprema angustia, luego se consolaban, volvían a llorar, ¡y continuaban recordando, pensando, amando y padeciendo!...

Ambos habían hecho de la personalidad adorable de Jeshua, el más noble y puro ideal de sus vidas humanas, y no sabían cómo podían seguir viviendo, después del tremendo arrancón que fue para ellos su terrible muerte. No obstante, el sereno temperamento de Pedro y su bien equilibrada mentalidad, al contacto con la vehemencia de María, que así en el dolor como en el amor vibraba con una intensidad extrema, hubo momentos en que el Apóstol creyó vivir de nuevo las horas angustiosas, desesperadas, de la prisión de su Maestro en Getsemaní, del patio del palacio de Caifás donde negó por tres veces su vinculación con Él... del camino doloroso hacia el Gólgota, donde le vio suspendido en lo alto del patíbulo, entre el fragor de truenos y relámpagos y las llamas de los cien fuegos sagrados que encendió Vercia, todo lo cual formaba un concierto de horrores, a tono con la tempestad interior de todos los corazones enamorados del Cristo, ¡que creían morir junto con Él!... Y sintiéndose desfallecer, Pedro clamó en alta voz:

— ¡Maestro!..., ¡mi Señor!... ¡Si tu poder infinito no manda callar nuestro dolor... voy a morir aquí mismo y aún no he hecho nada por Ti!...

Tomó suavemente la mano de María… y acariciando con su diestra aquella cabeza enloquecida por el recuerdo, le dijo como un padre a un hijo pequeño: — ¡María!... ¡tengamos piedad de nosotros mismos y no lloremos más la muerte del Maestro! ¡El no quiere que pensemos en su muerte, sino en su vida eterna, gloriosa y feliz! ... ¡Me apena mucho dejarte sola aquí, con seres que no son capaces de comprenderte y consolarte!... ¿Por qué no te vienes conmigo y me acompañas en todas mis andanzas, sembrando los campos del Señor? Diremos a todos que eres mi hija. ¿No puede ser esto así? ¿Has de pasar llorando toda tu vida, sola con tus criados, en este viejo Castillo poblado de recuerdos y de trágicos pensamientos?

¡María seguía llorando en silencio! — ¡Mira que el Maestro ha querido que yo, aunque el más indigno de todos, ocupe su lugar entre sus golondrinas viajeras y puedo mandarte en su Nombre!... ¿Serás capaz de obedecerme, por amor al Maestro?... Ella… secando sus lágrimas lo miró con inmensa ternura y le contestó:

—Sí, Pedro, soy capaz de obedecerte, por amor a Él, pero no me pidas que deje de llorar su muerte porque eso es superior a mis fuerzas… Llorar y padecer por El es el único consuelo que me ha quedado. No sé si tú podrás comprender esto, pero es así. —Sí, hija mía, te comprendo y padezco y lloro como tú, pero el Maestro no quiere nuestro llorar por El, sino que continuemos la obra de Él y le probemos de ese modo nuestro amor. Si accedes a venirte conmigo, cooperarás en todo cuanto yo debo hacer, cumpliendo la voluntad del Maestro. Y te prometo traerte yo mismo cuando tú quieras volver.

Al sentir María la ternura paternal de Pedro, le pareció que tenía de nuevo ante ella al Maestro mismo, porque sólo El había derramado ternura igual sobre ella, y dejándose caer de rodillas ante el Apóstol que lloraba con ella, le dijo con su voz entrecortada por los sollozos: — ¡Sí, Pedro, iré contigo a donde quieras llevarme, porque siento que el divino Maestro está dentro de ti! Y dobló su rubia cabeza sobre las rodillas del Apóstol, que continuó pasando suavemente su mano sobre aquella hermosa cabellera con la que un día ella había secado los pies de su Maestro.

Después de un breve silencio, Pedro levantó a María y le dijo: —Me quedaré hoy y mañana aquí, para darte tiempo a prepararte para nuestro viaje. De aquí iremos a la Casa de Nazareth a despedirnos de Ella; después a ver a Simónides, el gran padre de todos los hijos del Señor, y de allí a Joppe, donde nos embarcaremos para Tiro, Sidón y Antioquía. ¡Tenemos mucho que hacer hija mía… para glorificar al divino Maestro!

Y mientras tú te preparas, iré a visitar al buen compañero Hanani, que no le veo desde la muerte de su esposa. El quedará a cargo de los hermanos que quedan en Tiberias y a los cuales no puedo descuidar.

María tocó una campana en el pórtico, llamando a los moradores del Castillo para que vieran al Apóstol Pedro a quien todos amaban con reverente amor, ya por ser el de más edad entre los Doce íntimos del Señor, como porque sabían que era él quien le representaba entre sus amados de la Tierra.

Entre las doncellas compañeras, las viudas refugiadas, los huérfanos y los criados, eran treinta y siete personas. Pedro, enternecido casi hasta el llanto, porque sentía dentro de sí el amor del Cristo su Señor y Maestro, que lo impulsaba a ser para sus hermanos lo que Él había sido para todos, les abrazó uno por uno y se interesó por sus vidas venturosas o desdichadas, y tuvo para ellos palabras de ternura paternal, de consuelo y esperanza que inundaron las almas de jubilosa alegría.

Fatmé quiso tener una confidencia con él, un aparte en secreto y mientras las doncellas compañeras (sólo habían quedado tres) se ocupaban de hacer preparar la frugal comida de la noche, Pedro y Fatmé se retiraron al Cenáculo. —Como sé que eres tú, hermano Pedro, quien está al frente de la Congregación del Señor, creo que tu palabra será la que deba orientarnos a todos en la oscuridad en que hemos quedado después de su partida.

María me ha puesto al frente de su casa, desde la muerte de Elhida, su vieja haya, tarea en la cual me ayudan las tres doncellas, que no han querido tomar esposo. El Administrador es mi padre, con Boanerges el Notario y Jehiel el Mayordomo. En cuanto a esto, todo ha marchado en un orden admirable. Pero ¡Oh hermano Pedro! siento decirte esto, pero lo único que anda aquí mal es María, la pobre María que no tardará en volverse loca por completo. — ¡Ya lo sé hija mía! Todo lo se... —contestó Pedro. — ¿Cómo lo sabías si estabas lejos de nosotros? —Othoniel, de paso para el Lacio a reunirse con el Príncipe Judá me lo contó todo, el pobrecito se fue con el corazón deshecho, porque la amaba de verdad, desde hacía tiempo y ella se negó a escucharlo. —Es verdad —dijo Fatmé— ¡pero eso no es todo! — ¿Qué hay más? —interrogó con cierta alarma Pedro. —Que el hijo del Tetrarca Felipe vino también con proposiciones de matrimonio, y María creyendo que se trataba de intereses, por cuanto Galilea está bajo su dominio, hizo que mi padre lo atendiera, y cuando él le participó el motivo de la visita, le mandó con el mismo su negativa, pero en forma tan dura, que mi padre se vio en grande apuro para que no se diera por ofendido.

Lo atribuyó a la magia negra…que había sembrado el Profeta Galileo, y estuvo a punto de hacer denuncia al Sanhedrín, para que nos dispersaran de aquí a todos y dejáramos sola a María, a fin de dominarla por la fuerza… Se veía claro que estaba interesado en ella por la fortuna que tiene. Mi padre tuvo que inventar una historia que no es real, a fin de salvar la situación. Hizo llegar al interesado, de indirecta manera, la noticia de que María había vendido todas sus propiedades y derechos, a la Aldea de Mándalo, a Quintus Arrius, porque ella abandonaba el país para trasladarse al Lacio donde iba a desposarse con un hijo del Senador romano Lucio Galion. Esto nos salvó de ir a parar a los calabozos del Sanhedrín. Pero es la verdad, que vivimos temblando que se descubra que en toda esta historia no hay nada real.

—Está bien hija mía… lo que hizo tu padre…, pero no tengáis ningún temor en adelante. Yo me llevo a María... — ¿De veras? Y nosotros, Pedro, ¿qué haremos sin ella?—Seguir aquí, como antes. Nuestro Señor vela por todos, hija mía y El sabe las tristezas de todos…Yo me llevo a María, buscando hacer desaparecer de su espíritu ese estado mórbido, producido por la angustia desesperada de haber perdido el único amor de su vida, y por el espanto de presenciar tan de cerca, el cruel martirio a que fue sometido nuestro Maestro y Señor… ¡Fue en verdad bastante para volvernos locos a todos! —Es tal como dices —afirmó la joven— y aquí hemos padecido todos lo indecible.

Desde hoy, nuestro Señor quiere que viváis completamente tranquilos. Yo pediré a Simónides que extienda un documento en su calidad de Apoderado General en Palestina de Quintus Arrius, por el cual, nombra oficialmente a tu padre como representante suyo en la Aldea y Castillo de Mágdalo.

El actual Emperador Claudio ha renovado bajo su firma el salvoconducto, autorización y licencias que firmó Tiberio, para todo cuanto pertenece al hijo del Duunviro Quintus Arrius. De modo que nuestro príncipe Judá es invulnerable. Claro está que estos privilegios no han sido en homenaje a la memoria del Duunviro muerto, porque los Césares no respetan ni a los muertos ni a los vivos. Todo es debido a los talentos de oro que Simónides ha mandado a las arcas ministeriales. Simónides tiene documentos secretos, firmados por el César y sellados con su sello, con toda clase de franquicias para sus actividades comerciales, y para los que dependen de él. También esto te lo digo en secreto, a fin de que estéis aquí en paz y tranquilidad; secretos que sólo quedan entre tú y tu padre, al cual se lo diré ahora, cuando le visite… Y… ¡a no preocuparse por María!, que estará a mi cuidado y cuando la vea curada, os la traeré de nuevo.

— ¿Y sabes hermano Pedro cuándo vuelve Boanerges? —Pronto, ¡muy pronto! En Joppe espera a María una epístola de él. Las noticias que ha mandado Juan, son muy buenas y parece que nuestro Señor va despertando a todos los que estaban dormidos, al pie de su cruz de mártir.

Cuando llegó la hora de la comida nocturna, todos se sorprendieron de que María fuera guiando a Pedro hacia el comedor y después de hacerlo sentar en el sitio de honor, se sentó ella a su lado. En diez años que habían transcurrido, nunca pudieron conseguir que asistiera a las comidas, pues lo hacía sola en la salita de vestirse anexa a su alcoba dormitorio.

En el muro del comedor frente al sitio en que Pedro estaba sentado, ocupando todo el recuadro del muro aparecía un hermoso paisaje, tomado de una parte del bosque del Castillo donde estaba la fuente de las palomas… Había en el lienzo un solo personaje: el Maestro dando de comer a la multitud de palomas que lo cercaban por todas partes y algunas se habían posado en su hombro, y otra en su brazo izquierdo donde sostenía la cestilla llena de trigo, mientras con la diestra derramaba el grano alrededor de la fuente.

Fatmé, Jehiel, las doncellas y el Escriba auxiliar de Boanerges rodeaban la mesa, mientras dos criadas iban y venían sirviendo a los comensales. — ¡Y este lienzo!... —dijo Pedro contemplándolo con indecible amor. —Lo pintó a indicaciones mías el mismo que esculpió la estatua que está en el Cenáculo —dijo María—. El es mucho más bello aún; pero ¿quién puede copiar la luz de aquellos ojos y la irradiación divina de bondad que resplandece en toda su persona? — ¡Es verdad hija mía! Para pintar al Maestro tal como era, se necesita llevarlo en el corazón.

—Te haré ver el que está en mi salita de estudios y que lo he pintado yo, que aunque tengo condiciones de aficionada, no me considero profesional. —Acaso ése estará de acuerdo a la realidad —contestóle Pedro—. Pero come, hija, porque hemos hablado, pero ni tú ni yo hemos comido.

La conversación se hizo general, porque las miradas llenas de inteligencia y de bondad de Pedro, les insinuaban la conveniencia de formar un ambiente de sencilla familiaridad.

Al día siguiente Pedro fue a Tiberias, en uno de cuyos suburbios tenia Hanani su casa taller de tapicería.

Ya no era aquel hogar lleno de ternezas y alegrías, con una abuela que lo preveía todo, con una madre que ponía su nota de plácida cordialidad en todo momento; con unas hijas que cuidaban de que las flores y los pájaros embellecieran el hogar. Era sencillamente la casa de un hombre solo que vivía con una veintena de obreros de confianza durante el día, y cuando caía la tarde, los talleres se cerraban y los hermanos diseminados en la resplandeciente ciudad, llegaban a la oración conjunta de la noche.

La madre y la esposa de Hanani habían muerto, la hija menor se había casado y Fatmé vivía en el Castillo de Mágdalo, en calidad de dama de compañía de la Castellana.

La llegada de Pedro fue un gran acontecimiento, y aquellas dos cabezas blancas se confundieron en un largo abrazo… El día les fue corto para darse recíprocamente las noticias tristes o felices que cada uno tenía. —Hanani —le dijo Pedro al dueño de casa—. Yo debo ausentarme de nuestra amada Galilea quizá por un tiempo largo, y no sabes cuánto me duele esta ausencia. —Han pasado cuatro años sin verte Pedro, y me hablas de nueva ausencia ¿Es que los galileos no somos también la grey del divino Maestro?

— ¡Sí hombre!..., lo sois más que ninguno, porque en esta bendita tierra parece vibrar todavía su amor, como si estuviera prendido en las ramas de los árboles y en las velas blancas de las barcas que flotan en nuestro Lago… Pero precisamente por eso, en esta tierra no se agitan los aires envenenados de odio y de sangre… Es que gozáis aún de una relativa tranquilidad, y yo voy a dedicar todas mis fuerzas a socorrer a las víctimas de la maldad y odio, que serían innumerables si entre Simónides y yo no hubiéramos hecho prodigios de sagacidad y prudencia para anularlos en parte. ¿Cómo andan por aquí las cosas?

—Regular, no del todo bien —contestóle Hanani—. Cierto que aún no han ocurrido por aquí los graves atentados y crímenes en contra de nuestros hermanos, como ha ocurrido en Jerusalén; pero comienzan a germinar antagonismos y celos entre los hermanos, que a veces llevan a distanciarse y formar bandos con tendencias, no malas, pero que dividen y eso a mi juicio no está bien.

—Pero… ¿cuál es la causa de todo eso? El Padre Celestial es uno sólo. Su Hijo, su Verbo, el Cristo que hemos visto morir por amor de todos, es también uno sólo. ¿Dónde pues encuentran base para una división? — preguntó Pedro que soñaba con que en su amada Galilea no podía haber ninguno que se apartara del camino.

—Hay una desorientación muy grande, Pedro, desde que desapareció el Maestro de en medio de nosotros. Luego… la ausencia de aquellos que junto al Señor nos parecían tan grandes, como José de Arimathea, Nicodemus, Jaime, el Príncipe Judá, el Hach ben-Faqui, los maestros Esenios, tú mismo Pedro..., todos se eclipsaron de nuestro horizonte. Los Doce desaparecieron como si la tierra los hubiera tragado. Todo esto vino a raíz de la muerte de Stéfanos y de Santiago.

Y todos los que frecuentan este Oratorio, el de Mágdalo y otro que fundó Eleázar en su casa de campo, preguntan lo mismo: "¿Qué haremos?... ¿Quién es nuestro jefe si los que había se han ausentado?"

Y si esto pasa aquí… ¿qué será entre los que han emigrado al otro lado del Jordán, a los montes de Arabia y hacia países más lejos aún?

Pedro se había sumido en profundo silencio. Se veía claro cuánto le afectaban las palabras de Hanani, que encerraban toda la verdad. Después de un largo silencio Pedro habló y su voz destilaba tristeza y amargura…— ¡Cuan pequeños somos amigo mío, para continuar la obra grandiosa de nuestro Maestro y Señor! Pero si El nos eligió a nosotros para continuarla, debe haber estado seguro de lo que hacía. ¡Es el Hijo de Dios Vivo y no podemos pensar que El pueda equivocarse nunca!

—En cuanto a eso, estoy en pleno acuerdo contigo, hermano Pedro; pero creo que si El no se equivoca, somos nosotros los que con valentía y firmeza debemos tomar los caminos adecuados, para mantener la unión armónica y fuerte de todos los seguidores del Cristo Hijo de Dios.

—En verdad —dijo Pedro— yo he estado absorbido por completo en salvar las vidas de los discípulos de Judea, donde no han cesado el espionaje y la persecución desde la muerte de nuestro Señor. Pero conseguido esto, nos consagraremos en absoluto a su obra. Hoy me acompañarás al Oratorio de Eleázar, y vendrás conmigo a Mágdalo, para dejar establecido que tú, con Jaime y Eleázar, en acuerdo con la Madre del Señor, formaréis como un Consejo de gobierno para esta parte de la provincia de Galilea. Y así deberemos hacerlo en las demás regiones de la Palestina. Es necesario establecer este orden para evitar la desorientación de todos… Judas Tadeo, Matías y Felipe, están en el Santuario del Tabor; Tomás, Andrés y Bartolomé están en el Carmelo. Aquellos velarán por el norte hasta Cesárea de Filipo. Y los otros que veré al pasar para Antioquía, se encargarán de los que habitan los pueblos costaneros del Mar Grande.

¡Cuán pequeños somos para tan grande obra, Hanani!... Entre todos no somos capaces de llenar el vacío de un solo día de la vida de nuestro Maestro y Señor. Somos buenos para morir como corderos que llevan al matadero; pero necesitamos vivir y hacer florecer los campos del Señor, con el amor fraterno, la justicia, la verdad, la igualdad de derechos y de deberes entre todos los hombres, porque todos somos hijos de Dios, que no hizo esclavos ni príncipes, sino criaturas suyas con igual origen, y con el mismo destino inmortal y eterno...

La tarde caía silenciosamente y Pedro y Hanani caminaban por la orilla del Mar de Galilea, dirigiéndose al Castillo de Mágdalo. Un silencio de meditación les embargaba a los dos, de tal manera que ni una sola palabra acudía a sus labios. Pedro iba a alejarse de esos lugares santificados por la presencia del Maestro y acaso por largo tiempo.

Los recuerdos se erguían vivos y fascinantes, como hijos queridos que luchasen por retenerlo atado a ellos, con lazos de flores que tenían resistencia y fuerza de hierro.

Aquí… una verde colina coronada por un grupo de sicómoros a donde el Maestro subía con frecuencia a orar, mientras ellos en la playa asaban pescado para la frugal comida de la noche... Más allá un bosquecillo de encinas, donde en los ardientes días de estío se resguardaban con El de los abrasadores rayos del sol, mientras escuchaban su voz musical enseñándoles algo más de las grandezas divinas y de las pequeñeces humanas, con que debe luchar el alma que aspira a ser grande en los caminos de Dios.

En la bifurcación de dos caminos, las ruinas de una vieja cabaña sombreada por algunas higueras y vides, donde Pedro recordaba bien, haber tendido las colchonetas de su barca para que el Maestro descansara después de una larga andanza para curar a los dementes del Cerro Abedul.

Y Pedro no pudo dar un paso más y se sentó sobre el tronco de un árbol caído. — ¿Ves Hanani como es cierto lo que te dije antes?... ¡Que somos buenos para morir, pero flojos para vivir su vida y su obra de amor entre la humanidad mezquina y egoísta! ¡Cuánto no daría yo por morir suavemente bajo estas higueras y vides, donde el Maestro durmió sueños divinos, para que su alma de Hijo de Dios tendiera su vuelo al Infinito, o recorriera el mundo, destruyendo el odio y sembrando el amor!

—Pedro, hermano mío —le dijo Hanani— eres el mayor entre nosotros y si tú te dejas vencer por la fuerza de los recuerdos, ¿cómo nos alentarás a nosotros a continuar los caminos que nos conducirán al éxito que el Señor desea y que nosotros debemos querer también?

— ¡Es cierto, amigo, es cierto!... Pero tú no has vivido con El íntimamente durante más de tres años largos... tú no le tuviste en tus rodillas de niño, ni le viste vivir como yo su adolescencia y primera juventud en el Tabor, donde mi padre era guardián de la entrada… ¡Oh, Hanani!... ¡mi alma toda es un cofre de sus recuerdos y no puedes llegar a comprender cuánto me cuesta apartarme de estos lugares, y acaso para no volver! Pero El quiso poner sobre mi espalda la carga enorme de todos los que amó y le aman... y yo ¡pobre de mí! ¡tengo que correr como un caballo desbocado a enfrentarse con todos los odios, con todos los egoísmos y ferocidades humanas, para tratar de salvar a todos los que a Él le fueron confiados!

Hanani estaba visiblemente conmovido y guardaba silencio. —Y cuando yo esté lejos de aquí —continuó Pedro con una voz que lloraba— tú harás que todos los hermanos que contigo se reúnan a la oración, tengan un pensamiento de amor para este viejo discípulo del Señor, ¡que lleva una carga tan grande, cuando es el más flojo y cobarde de todos!

—Así lo hemos hecho Pedro… desde aquella gran asamblea que te confió a ti la carga que llevas —le contestó Hanani—. Y pienso que aunque tus hermanos fuéramos incapaces de ayudarte, el Cristo Señor nuestro es bastante para hacer de ti un gigante invencible, al frente de sus seguidores. —Que el Señor te compense por el aliento que me das… Vamos, que el sol acaba de esconderse y aún nos falta camino que andar hasta Mágdalo.

Anochecía… cuando Pedro y Hanani entraban al viejo Castillo, sumido en penumbras. Sólo se veía el

mortecino fulgor de la lámpara del Oratorio y una que otra hebra de luz escapándose de algún resquicio de

ventana entreabierta o de cortina corrida. Abrieron y cerraron la gran puerta de la verja de entrada… El silencio era imponente; y la suave penumbra del anochecer, parecía poblada de presencias invisibles, acariciantes y suaves, que llenaban el alma de infinita ternura.

Cuando se acercaron al pórtico sumido en penumbras, sintieron la melodiosa sinfonía de los laúdes y cítaras de las doncellas en el Oratorio. Era la hora de la oración de la tarde. Y con voces suaves y tiernas llenas de honda melancolía, Pedro y Hanani escucharon esta dolorida canción:

Mírame ¡Oh Señor!

Con tus ojos dulces llenos de piedad,

¡Que tú sólo sabes!

¡Como quiere mi alma

Tu dulce mirar!

Oscura es la senda

Sin los ojos tuyos pródigos de luz;

Reseca la fuente, sin flores el prado,

¡Cubierto de sombras

El inmenso azul!

Desde que te fuiste

A ese Reino tuyo, vivo sin vivir...

Como ave perdida en hoscos breñales...

¡Un hueco quisiera

Donde ir a morir!

¿Por qué me dejaste

Señor en la vida?

Si Tú ya sabías de mi hondo sentir

Si Tú eras la vida de la vida mía

¿Qué quieres que sea

Mi vida sin Ti?...

¡Te espero, te llamo!

Te busco en la aurora

Cuando viene el sol!...

Al lago y al bosque que besa la luna

Les pido tu vida...

¡Tu vida, Señor!...

¡Y nadie responde

A las ansias mías!

¡Desde que te fuiste tan lejos de mi!...

¡Déjame encontrarte una vez tan solo!,

¡Mirarme en tus ojos

Y después morir!

Aquellos dos hombres, fuertes, recios y serenos, no pudieron resistir la vibración tremenda de amor y de dolor que irradiaba aquella canción, y ambos habían caído de rodillas entre las densas penumbras del pórtico y dejaban correr su llanto silencioso, que se perdía en las guedejas de plata de su barba cana. Y era que aquellas estrofas, y aquella melodía de cuerdas y voces que en conjunto lloraban, era la viva expresión de lo que sus propias almas sentían.

Cuando se hizo el silencio profundo de la oración, Pedro y Hanani entraron en el Oratorio sin ruido alguno, y advirtiendo que el recinto estaba lleno con los aldeanos, pastores y labriegos, se quedaron en el pequeño estrado junto a la efigie del Maestro, ubicada de este lado de la cortina de púrpura, que cerraba el Oratorio propiamente dicho.

Una lámpara de plata pendiente de la techumbre, daba una tenue claridad al rostro de la imagen que en la suave penumbra parecía adquirir vida propia. Sus pies desaparecían entre una ánfora de anémonas rojas, cual si fueran corazones vibrantes de vida y de amor que pugnaban por subir hasta El, pues algunas de aquellas flores, más audaces que las otras, casi llegaban a tocar las líricas manos abiertas hacia adelante en esa dulce y sugestiva actitud de espera y llamada al acercamiento... ¡Todo aquel simbolismo sagrado hablaba muy alto del Amado ausente, viviendo en todas las almas que se le habían entregado en absoluta ofrenda de amor y de fe!...

Y como punto final de la oración de la tarde, la voz de Ezequiel, el Escriba que reemplazaba a Boanerges, recitaba con pausada y tranquila voz, la profesión de Fe que los Doce reunidos habían compuesto para todos los seguidores del Cristo, y finalmente cantaban a coro con las doncellas el "Miserere" con lo cual terminaba la oración de la tarde.

Tal se hacía en todos los Oratorios cristianos de aquella primera hora del Cristianismo, siguiendo las indicaciones de los Doce, antes de esparcirse por la tierra, herencia dejada a ellos por el Divino Maestro. Al día siguiente… cuando el sol asomaba sobre las copas de los corpulentos cedros y nogales, que daban sombra al vetusto Castillo de Mágdalo, salía por la gran puerta de la verja que daba sobre el camino del Lago, un carro de viaje llevando a Pedro y María por el sendero de Nazareth.

La túnica castaño oscura de los Esenios viajeros y la blanca toca que apenas aparecía bajo el manto de igual color, ocultaban la espléndida cabellera dorada con que en otra hora secara la castellana los cansados pies del Peregrino eterno. Ahora ya no era más la sacerdotisa de Apolo y de las Musas, alrededor de cuyas estatuas danzara envuelta en velos color del iris. Ahora era la hija de Simón, Pedro, el pescador del mar de Galilea, que acompañaba a su padre en un largo viaje. Y su vieja herida de amor, parecía dolerle menos sintiendo la suave presión de la voluntad de ese anciano, que la amaba como si fuera su padre y al cual voluntariamente se sometía.

Y Pedro… mientras recorrían el hermoso trayecto de Mágdalo a Nazareth, observaba a su compañera de viaje y pensaba: — ¡Cuán grande era la sabiduría de nuestro divino Maestro cuando decía: "¡El amor salva todos los abismos!"… ¡¿Quién me había de decir que yo; un viejo pescador de Galilea, podría ejercer dominio sobre la poderosa voluntad de esta mujer, habituada a ser absoluta dueña de sus actos desde la adolescencia?!...

Y es que Pedro, sencillo como un niño que no tiene aún la experiencia que da el roce con las almas

humanas, no sabía que los seres más sensitivos y vehementes, son los que más necesitan de la dominación de un amor fuerte y poderoso, en el cual ellos puedan descansar plenamente.

Precisamente, ese fue el escollo en que tropezaron los amantes de Jeshua, cuando El desapareció de su vista. Su amor fuerte y sereno, inconmovible, invariable y eterno, había sido el descanso, el sosiego y la paz absoluta de las almas más vehementes y emotivas que se habían prendido de El cómo débiles mariposillas en las frondosas ramas de un rosal en flor!

Ya en la suave quietud de la Casa de Nazareth, a los pies de la tierna y santa Madre de todos, ambos

viajeros vaciaron en su gran corazón cuantas incertidumbres, zozobras y dudas pudieran agitarles. —Ve, hija mía, vete con Pedro a sembrar la semilla que El nos dejó a montones. Vosotros podéis llevarla hasta muy lejos, mientras yo, entregada a mi silenciosa vida de oración y de lágrimas, os sirvo de resguardo en todos los peligros de cuerpo y alma en que podáis encontraros. ¿Qué otra cosa puedo hacer a mis años, sino permanecer aquí como una lamparilla encendida siempre en el altar santo de su recuerdo y de su amor?... Así habló la dulce Madre del Cristo Divino, al abrazar a Pedro y a María que fueron a despedirse de ella antes de partir.

Y en un aparte con Jaime, le dejó encargado que con Hanani, Eleázar y el consejo de Myriam, tendrían el deber de servir de orientación, a los hermanos de aquella parte de la provincia de Galilea.

Partieron al mediodía, por el viejo camino de las caravanas hacia Jerusalén, adonde María no había vuelto en los diez años transcurridos… — ¡No me hagas atravesar la ciudad, te lo pido por favor, Pedro! —había suplicado María cuando se acercaban a las murallas.

—Ya sabía yo eso —le contestó Pedro— y había pensado dejarte en el Kan del camino a Joppe donde el matrimonio portero es un viejo conocido mío. En nuestro carro de viaje, iré a ver a Simónides y enseguida estaré de vuelta para seguir viaje.

Pero el valiente anciano Simónides, tenía que ser el que despidiera a todos los sembradores de “su soberano Rey de Israel” y así que vio a Pedro y se enteró de que había conseguido arrancar a María de su tenaz enclaustramiento en completa soledad, subió con él al vehículo y fueron hacia la puerta de Joppe.

—¡Por esta misma puerta salimos con el Señor… acompañándole hacia la muerte! —dijo Pedro con honda amargura. —¡También lo pensé yo, sin querer expresarlo por no hacerte daño! —contestó el anciano, esforzándose por no dar salida a un sollozo que lo ahogaba.

—Veamos niña —decía Simónides a María— si entre dos viejos que te quieren como a una hija, somos capaces de desalojar la tristeza que ha hecho nido en tu corazón. Todos sentimos lo que tú sientes; pero comprendemos que solo los viejos, podemos acercarnos a tu corazón sin causarle nuevas heridas. ¿No es verdad hija mía, que el amor de estos dos viejos no te hace daño?... ¿Comprendes lo que quiero decir? — ¡Oh sí que lo comprendo muy bien y encuentro así mismo una gran verdad en cuanto dices Simónides! — ¡Bien, bien! Vete tranquila y confiada, que vas con un buen guardián, y dejas aquí otro para velar por tu casa y tus intereses… Yo tomaré todas las medidas, para que nadie moleste a tu gente de la Aldea de Mágdalo.

Hanani sabrá llevar todos los asuntos en perfecto acuerdo conmigo.

El hábil y experto administrador de los tesoros del Rey de Israel, entregó a María y a Pedro, letras a cobrar de los agentes suyos en Tiro, Sidón y Antioquía, para los "gastos que les ocasionara la siembra que harían en los campos del Señor"… Fueron sus palabras textuales.

El fuerte anciano, erguido y firme, apoyado en su bastón, les vio partir por el camino de Joppe, y cuando una nube de polvo que levantaba el galope de los caballos, le ocultó los pañuelos blancos que se agitaban diciéndole adiós, solo entonces dejó que dos gruesas lágrimas corrieran de sus ojos, llevándose la honda tristeza de su viejo corazón.

— ¡Mi soberano Rey de Israel! —exclamó con un acento de indecible angustia—. ¡Sólo por tu amor, por tu gloria… porque sea eterna tu memoria en la tierra, quiero vivir aunque sea arrastrando "este viejo cuerpo que tú Señor fortaleciste”, quizá para que fuera el baluarte en que se estrelle el odio de tus enemigos! La nube de polvo que envolvió a los viajeros, ya no se veía más, y el anciano, apoyado en su bastón, tornó paso a paso a la puerta de la ciudad por donde unos momentos antes, había salido la carroza que llevaba a Pedro y María.

Era poco después del mediodía, y el mercado aparecía en esa relativa quietud, después de la febril actividad de la mañana. Unos cuantos mendigos, a la sombra de las tiendas, se ocupaban en recoger de los cestos de desperdicios aquello que aún podía ser utilizable… El anciano se les acercó.

—Dejad esos cestos en paz —les dijo—. El hombre, aunque sea viejo y pobre, no debe jamás disputarles a los perrillos de la calle lo que ellos necesitan para vivir… ¿Sois nuevos en Jerusalén, que no sabéis que la Santa Alianza tiene casa y comida para los que no pueden ganarse el sustento?

Hemos llegado hace dos días de Herodium, donde han tirado abajo un castillo en ruinas donde vivíamos de las castañas, higueras y moreras que allí había. Aquí no tenemos donde cobijarnos. — ¡Ya veo, ya veo!... Muchos mármoles y muchos palacios aquí, pero los que ayudaron a construirlos cuando tuvieron fuerzas, deben hoy deambular por los mercados, comiendo los mendrugos disputados a los perros. Vio en ese instante un carro que acababa de descargar sacos de legumbres y cántaros de vino y de aceite en una tienda, y que cobrado el costo de su trabajo iba a marcharse. —Amigo —le dijo al carrero— si quieres ganarte algo más, antes de volver a tu casa, llévame estos viejecillos a mis almacenes Estrella Azul, detrás de la Torre de Goliat… Encantado el carrero, hizo subir a su carro la media docena de ancianos mendigos, y Simónides subió con ellos, con gran asombro de todos, de que un señor que vestía hermosa túnica color canela y manto de cachemira azul, con cinturón de plata y bastón de ébano, se sentara en un carro de carga al lado de seis mendigos. Y él muy tranquilo… seguía en su prédica sobre la dignidad humana.

— ¡Pues sí señor!... Nunca debe un hombre, por viejo y pobre que sea, quitar a los perros de la calle lo que ellos precisan para vivir. ¿Tenéis otros amigos mendigos como vosotros? Algunos dijeron que sí, otros que no. Les miró las manos a todos con gran cuidado. —Todavía vuestras manos pueden escardar lana y ovillar esparto. Aún podéis ganar un pequeño jornal diario, comer buen pan y buen vino y abrigar el cuerpo debidamente. Yo soy viejo como vosotros, pero la vida no ha podido conmigo. ¡No señor! El hombre de bien debe trabajar hasta el último aliento de su vida. Ya veréis, ya veréis como yo os voy a enseñar a vencer a la vida, como se vence al caballo que nos lleva en su lomo.

Los mendigos lo miraban asustados, quizá pensando que los haría esclavos. Pocos momentos después, se veían bien instalados entre otros muchos, en el Refugio que la Santa Alianza tenía en la vieja Fortaleza que fuera del Rey Jebuz…

Continuará…

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