16 de julio de 2010

ARPAS ETERNAS N°4 – PARTE 13

CUMBRES Y LLANURAS

JOSEFA ROSALÍA LUQUE ALVAREZ

HILARIÓN de MONTE NEBO

LOS AMIGOS DE JESHUA

2a parte de Arpas Eternas

TOMO 1

El Contramaestre… hizo las presentaciones de su numerosa familia a sus amables compañeros de viaje, que tan piadosamente compartían su dolor. Su madre se llamaba Cecilia de Reggio, ciudad puerto del Estrecho de Mesina; pero su hermanita Amada, lo mismo que todos sus hijos habían nacido en Rafia, donde ella encontró al que fue su marido.

Leandro, que había sido Pastoforio en los Templos de Osiris, tenía avanzados conocimientos en la Terapéutica de aquellos tiempos y sobre todo en las enfermedades mentales y relacionadas con el sistema

nervioso. Felipe, con una larga práctica como auxiliar de los Terapeutas Esenios y más, con cierta facultad intuitiva y fuerza magnética natural, pudieron darse cuenta de inmediato de que la muerte rondaba muy de cerca a la madre de Lucrecio, el Contramaestre, y trataban de aliviarla así mismo de los ataques de ahogos que la acometían a cada instante.

La situación financiera, sin ser desesperante, era algo estrecha, pues sólo trabajaban con eficiencia para el hogar los tres hijos mayores. El tercero era pequeño, y la hija mujer con la niña muda, atendía el hogar y a la madre enferma.

Era una familia de marinos y de músicos. Nazario… el hijo segundo, era Oficial primero en un velero destinado a correo y pasaje, entre los puertos de Rafia, Pelusio, Canope y Alejandría. Amada, hermana de Cecilia y casi su hija, pues la crió desde la cuna, donde quedó recién nacida a la muerte de su madre, tocaba

admirablemente el arpa, acompañada por la sobrina de su misma edad y por el niño menor de trece años, que ambos dominaban regularmente la cítara y el laúd. Y Boanerges, no obstante el ambiente de inquietud y de tristeza de la casa, se sintió en un rincón del cielo entre aquellos tres compañeros de arte.

En la tristeza dulce y suave de Amada la pobrecita muda, que no pudiendo expresar con palabras sus sentimientos, lo hacía con las cuerdas doradas de su arpa, encontró el trovador de Mágdalo tal similitud con su propio sentir, que se estableció de inmediato entre ellos una dulce corriente simpática. Era una lánguida belleza tropical, de cabellos y ojos castaño claro, que eran el precioso ornato de una delicada fisonomía blanco-marfil, que el rubor teñía suavemente cuando tocaba el arpa en presencia de extraños.

Y mientras Leandro y Felipe, con el médico de cabecera y el Contramaestre conferenciaban aparte sobre el estado de la enferma, Amada y Boanerges, junto a su lecho le daban una magnífica serenata, como si siempre, de toda la vida, se hubiesen acompañado en un dúo maravilloso.

Olvidando Boanerges que era muda, le hablaba expresándole su admiración por lo magníficamente que tocaba el arpa. Ella lo miraba tristemente limitándose a hacer señales que querían significar su agradecimiento, y colocaba su frágil manita sobre las cuerdas como mandándole callar. — ¡Qué tristeza no poder hablar! —exclamó Boanerges de pronto y como desesperado… Amada movió la cabeza negativamente, pero no obstante sus ojos se cristalizaron de lágrimas.

La enferma… que los observaba les dijo: —Si escribes la lengua de Roma, ella lee y escribe. Además, se expresa muy bien en el lenguaje mudo… Amada —dijo— pregúntale a este joven cómo se llama y de dónde viene… Ella se sonrojó visiblemente y miró a su hermana con una mirada de suave reproche. —Es sólo para que él vea cómo es el lenguaje mudo —añadió la enferma. Entonces Amada hizo una serie de rápidos movimientos con sus dedos ágiles y finos. —Le pregunta en qué país nació y cómo es su nombre. —Nací en Siria Norte, a orillas del río Abana; pero como desde niño he vivido en Mágdalo de Galilea, me llaman Boanerges de Mágdalo.

— ¡Oh, de Mágdalo! —exclamó la enferma—. Allí vivía una hermana de mi madre, casada con un griego ilustre, descendiente de los Homéridas; pero murió muy joven dejando una hijita de pocos años. Mi madre era de Lucania, en el Golfo de Tarento, pero mi padre era de Regio, en Mesina, y las hermanas se separaron para siempre. La vida nos separa inexorablemente. Mi madre recordaba siempre con inmenso cariño, a su hermana menor Niela que el griego se la llevó al otro lado del mar.

—Me cabe la satisfacción —contestó Boanerges— de decirte, señora, que el Castillo de Mágdalo, donde fui acogido de niño, era la casa de esa hermana de tu madre y que hoy lo posee su hija Niela María, como única dueña, pues su padre murió hace varios años.

— ¡Oh! ¡qué maravillosa casualidad! —exclamó gozosa la pobre enferma—. A mi madre la afectó mucho la muerte de Niela y pensaba siempre en lo que sería de su hija sin madre. ¡Oh, qué cruel es la vida que nos separa siempre! ¿Y es dichosa Niela María? ¿No se ha casado? ¿Qué clase de mujer es?...

Eran muchas preguntas para contestar, así, de improviso, y además el sensible trovador de Mágdalo venía luchando por curar su vieja herida de amor, que inconsciente… la pobre enferma desgarraba de nuevo.

—Tiene mucha fortuna. La aldea de Mágdalo con los campos y bosques que le rodean son suyos. Hasta hoy no ha querido casarse, aunque ha tenido buenas oportunidades de hacerlo. Su alma era toda de la Grecia de Orfeo y de Hornero. En su Castillo se respiraba el aire de la Fuente Castalia y del Monte Parnaso. Pero después..., pasó por la Siria un personaje que los griegos de Delfos llamarían Apolo..., algo así como un Dios de Amor que obró en ella una completa transformación.

— Pero… ¿es feliz? —volvió a preguntar la enferma. —Eso..., eso señora sólo puede saberlo ella misma. Vive sola con su servidumbre, entre la cual me he contado yo, hasta hace siete años en que ella me hizo notario auxiliar de su Administrador general.

—No sé por qué me parece que no es feliz la pobrecita. Si vuelves a Siria, quisiera acercarme a ella. ¡Pero soy tan enferma!...

—Tal como yo la conozco a ella, creo que le daríais una grande alegría y ¡quién sabe!... Acaso fuera conveniente para ambas ese acercamiento —contestó Boanerges.

La entrada del médico con el Contramaestre, puso fin a la conversación. Boanerges y Amada se retiraron hacia el interior de la casa a un amplio patio sombreado de acacias que perdían las hojas y donde Leandro y Felipe conversaban animadamente, mientras Rhoda y María, con Juan y Nicanor se divertían con dos pequeños antílopes que jugueteaban sobre el verde césped más allá del jardín.

Una infinita compasión ponía su nota suave de ternura en la voz y los ojos de Boanerges mientras caminaba junto a Amada sin hablar palabra. ¡Ella era muda! —Yo hablaré para ti, si es de tu gusto —le dijo.

Ella hizo con la cabeza señal afirmativa. —Me gustaría mucho aprender a interpretar las señales de tu lenguaje… ¿Querrás enseñármelas? ¿Desde cuándo tocas el arpa?... Amada contó los cinco dedos de su mano izquierda y luego dos de su derecha. — ¿Siete años? —preguntó Boanerges. La cabecita castaña de sedosos bucles afirmó que sí. — ¿Sufres mucho por no poder hablar? La jovencita no contestó, pero miró a Boanerges con sus dulces ojos llenos de tristeza y de lágrimas.

— Tu hermana acaba de decir, que vuestra madre era hermana de la madre de María de Mágdalo. ¿He comprendido bien? Amada afirmó que sí. —En tal caso, tú eres prima de ella y hasta creo que te le pareces bastante. ¿Te gustaría ir a verla? Una ráfaga de luminosa alegría apareció en los dulces ojos de Amada y fue bastante clara contestación para Boanerges. — ¿Quieres que te llevemos hacia ella a nuestro regreso? Contestó con movimientos de cabeza que sí. — ¿Cuántos años tienes de edad? La joven puso ante Boanerges sus dos manos con los dedos abiertos. Luego cerró las manos y las volvió a abrir en igual forma. Luego levantó su índice. Boanerges contó mentalmente: dos veces diez y más uno. —Veintiún años —dijo.

La niña afirmó que sí.

Boanerges refirió a la joven, tan claramente como le fue posible, el inmenso dolor en que vivía su prima desde diez años atrás, debido a la espantosa tragedia de injusticia y de crimen que terminó en el Gólgota… El joven trovador deshojaba como perlas negras, como hojas secas de un rosal muerto, los dolorosos recuerdos que vivían intensos en su alma sensitiva, y su mirada se perdía a lo lejos como enredada en las amarillentas copas de los árboles del huerto, que el viento del otoño iba desnudando lentamente.

Sintió un hondo sollozo a su lado y volvió la cabeza. Vio el rostro de Amada bañado en llanto, que ella dejaba correr en silencio... — ¡Perdón! —Clamó Boanerges— ¡no creí lastimarte tanto!... ¡pobre niña que tienes demasiado con tu propio dolor! Y aún vengo yo a aumentarlo con una historia de angustia. La joven se sentó en un banco del jardín y puso su mano en el espacio vacío mirando a Boanerges con su sonrisa que aún lloraba. El comprendió la señal y se sentó a su lado. —Veo Amada —le dijo— que tú padeces más que yo, doblemente más, porque estás impedida de expresar con palabras lo que siente tu corazón… La muda afirmo que sí.

—Tú piensas en que al desaparecer tu hermana, cuyo mal es muy grave, quedas sola en el mundo, ¿no es verdad?... El bello rostro de Amada se contrajo en una angustia suprema y sus labios temblaron como los de un niño que va a llorar desesperadamente. —Lo he comprendido bien —continuó Boanerges—. Los hijos de tu hermana seguirán sus caminos por el mundo, y tú ¡pobre niña! sin voz, sin palabra...; muda ¿qué podrías hacer para afrontar la vida?

Ella tomó suavemente una mano de Boanerges y buscó sus ojos, con tan indefinible mirada de súplica, de ruego, de infinita angustia, que él no pudo contenerse, y arrodillándose ante aquella atormentada criatura, estrechando sus frágiles manitas heladas entre las suyas, le dijo con voz quebrada en la garganta por la emoción que le embargaba: —No padezcas así, ¡te lo ruego! Yo sufro también, y soy quizá más pobre que tú, más insignificante que tú, más humillado por la vida que tú,… ¡porque no conocí jamás a mis padres, ni sé de dónde vine, ni por qué vine, ni a donde voy!... ¡Pero así como soy, te juro por este sol que nos alumbra, que yo velaré por ti y cuidaré de ti todos los días de mi vida...; ¿Aceptarás mi ofrecimiento?... La pobre niña muda, ahogada por los sollozos, reposó su cabecita orlada de bucles castaños, sobre aquel pecho amigo que tan noblemente le ofrecía amparo a su soledad. Y sus pequeñas manos que temblaban, se apretaron más a la diestra franca y generosa del extranjero desconocido, que así le brindaba amparo cuando

estaba al borde de un abismo.

Cuando aquella explosión de dolor se hubo calmado, Amada se levantó haciendo a Boanerges señal de seguirla. Le condujo a una pequeña salita, al fondo de la cual caía hasta el suelo una pesada cortina, que él pensó escondía una alcoba. Como respaldo de un pupitre de caoba, había un lienzo pintado al óleo que

representaba dos bellas jóvenes, ataviadas con los trajes típicos usados por las mujeres del Golfo de Tarento en la fiesta clásica de la Primavera.

Aparecían coronadas de rosas y llevando cada una al brazo, una cesta tejida de cintas y llena de palomas blancas, cuyos negros ojillos vivos y atrevidos daban la impresión de un ansia inquieta de tender el vuelo. Aquellas imágenes sonreían felices ante la vida, que era de seguro para ellas una interminable primavera.

Boanerges contempló aquel lienzo y meditó en silencio. La intuición acudió en su ayuda. — ¿Quién pintó este lienzo? Amada se señaló a sí misma con una palmadita en su pecho. — Entonces ¿eres música y pintora?... La niña sonriendo graciosamente afirmó que sí, y le hizo ver unos cuantos lienzos de paisajes regionales que había en los marcos y algunos en un rincón de la salita.

Boanerges volvió a mirar el gran lienzo. Encontró que las dos jóvenes, una era rubia y la otra de cabello castaño, muy parecidas entre ellas. Se veía claro que eran hermanas. Y Boanerges dijo sin temor de equivocarse: —Esta debe ser tu madre; y esta otra es la madre de María de Mágdalo. ¿Acerté? —Una viva expresión de júbilo en el rostro de Amada le contestó que era así.

—Si tú accedes a venir con nosotros a Palestina, llevaremos este lienzo a la señora del Castillo. ¿Estás de acuerdo? La niña muda contestó que sí. Luego entró detrás de la cortina que ocultaba la alcoba y sacó un cofrecito lleno de documentos y en el fondo brillaban unas cuantas monedas de oro. La joven ató los documentos con una cinta. Los envolvió en un fajo de tela de lino y se lo dio. — ¿Qué hago con esto? —preguntó Boanerges. La niña pensó, vaciló un momento, lo miró a los ojos, y luego con un ligero temblor en las manos, abrió en el pecho el cierre de la túnica de Boanerges y escondió allí el fajo de documentos. Lo volvió a mirar como para asegurarse de que no lo había disgustado. —Está bien, está bien— le contestó él.

La jovencita tomó las monedas de oro que eran diez, las escondió en un bolsillo pequeño y tomando la mano de Boanerges, lo puso en la palma y cerró los dedos. — ¡No! ¡Esto no! —le dijo él—. Esto guárdalo para ti, es tuyo y puedes necesitarlo. Ella demostró inquietud y deseo de ser comprendida. Vacilaba... pensaba… Y por fin hizo una señal con la mano… como a larga distancia. — ¡Ya comprendo! —le dijo él— ¿Piensas que estas monedas son para pagar tu viaje? La niña rió contenta de ser entendida. —No es necesario querida mía. En Palestina formamos una Hermandad, en la cual tenemos cuanto necesitamos, si somos fieles al ideal sustentado por ella. El velero en que viajamos es pues como nuestro, y no pagamos nada.

El rostro bello y suave como un lirio, tomó una expresión de gozo divino y dejó caer el pequeño bolso en el cofre, como convencida de que en aquel extraño país el oro no era necesario para la vida. —También en Alejandría y en algunas capitales de Arabia, el Príncipe Melchor fundó la misma Hermandad. El conoció al hijo de tu hermana, que por recomendación de él está al servicio de nuestra Hermandad. La muda hizo señal afirmativa y rápidamente descubrió un lienzo que estaba en su soporte, y se lo señaló a Boanerges. Era un retrato del Príncipe Melchor con la vestidura de los hierofantes del Templo de Osiris.

— ¡El Príncipe Melchor! —exclamó Boanerges— ¿Cómo has pintado esto?... La niña le enseñó un pequeño rectángulo de loza en que aparecía en miniatura la misma imagen que ella había copiado en el lienzo.

Mientras ocurría esto, en un rinconcillo apartado de la casa, el Capitán con Nicanor, Juan, María y Rhoda, paseaban por el hermoso parquecito que la rodeaba, circundado por una buena balaustrada de piedra. María con Juan y Nicanor caminaban muy despacio y a ratos se sentaban en el borde de una fuente o en alguno de los bancos solitarios sobre los cuales se deshojaban los árboles, cuidando de no fatigar a María.

De pronto, les alcanzó Felipe, en cuyo alterado semblante conocieron que algo grave ocurría en la casa. - ¡Ya terminó todo! —les dijo—. ¡Qué triste augurio para un viaje! ¡Venir a presenciar una muerte! — ¡Pobres hijos! —exclamó María y se dejó caer sin fuerzas sobre un banco.

Sabiendo Felipe, que de todos los presentes ella era el punto más débil, se le acercó enseguida—.

—No te impresiones, no te asustes, domina tu sensibilidad. Bebe esto —le dijo y la joven obedeció—. Llévala al barco Juan, que nada bueno puede sacar de las escenas que aquí verá —añadió Felipe. — ¡No! —dijo María—. Sería una cobardía imperdonable no compartir con el Contramaestre y sus hermanos el dolor de este momento. No, no me iré. —Y ¿si te enfermas? —preguntó Juan todo asustado. —Nuestro Divino Señor me dará la fuerza necesaria para consolar a los que sufren—.

El Capitán tomó de la mano a Rhoda, que tampoco se demostraba muy serena. Advirtiéndolo Felipe, la obligó a beber el tonificante que había bebido María —Vamos todos allá —dijo. Pero Rhoda se quedaba atrás vacilante. — ¿Te sientes mal? —le preguntó Saúl. —Hace tan poco —dijo ella— que presencié dolorosas escenas de muerte y de llanto, que no me siento con valor. — ¿Quieres volver al barco? —le preguntó de nuevo Saúl. —Sería mejor —dijo ella—. Yo no significo nada aquí en estas circunstancias y creo que la familia

comprenderá este momento mío de debilidad.

El puerto quedaba a doscientos pasos escasos y Saúl se disponía a llevar a Rhoda, cuando apareció

Leandro a buscarlo. —Capitán Saúl —le dijo— creo que es necesaria tu presencia. El Contramaestre se quiere matar sobre el cadáver de su madre y su hermano lucha con él.

Saúl corrió desesperado y Leandro se encargó de Rhoda y llamó a Juan y a María. —Ninguna de ellas dos —dijo— deben entrar en la alcoba mortuoria. Quédate aquí con ellas, que Felipe, Nicanor y yo hacemos falta allá adentro… Y rápido se fueron los tres.

Boanerges y Amada entraban al mismo tiempo a la alcoba, por una puerta interior… La pobre niña muda se acercó lentamente al lecho y miró con sus ojos espantados muy abiertos el cadáver de su hermana. Un grito agudo… como un quejido, exhaló de sus labios y cayó de rodillas junto al lecho, descansando su cabeza sobre la mano tibia, laciamente abandonada por la vida. Y una tempestad de sollozos sacudió aquel frágil cuerpo arrodillado, que en ese instante no era más que un montoncito de angustia, ante el triste despojo de la muerte. Boanerges se acercó a ella y le dijo al oído, buscando consolarla: —Piensa que no estás sola en el mundo, porque yo estoy aquí. En ese momento se le acercó el hijo menor, de doce años y abrazándose del cuello de Amada le dijo entre su llanto: —Ya no tengo madre, Amada. ¿No serás tú la madre mía de hoy en adelante? La niña muda lo miró con asombrados ojos llenos de llanto, y miró luego a Boanerges que estaba a su lado.

Este comprendió lo que esa mirada significaba y contestó al niño angustiado: — ¡Si, hijo mío, ella será tu madre! Y fue entonces que el llanto contenido durante tanto tiempo se desbordó como un torrente del corazón de Boanerges, y abrazando las cabezas unidas de Amada y del pobre niño sin madre, lloró como hacía diez años que no lloraba. Había llorado con igual angustia, cuando vio morir al Divino Maestro que había sido el árbol frondoso que le diera sombra desde su niñez desvalida y solitaria.

Sólo El supo comprender las ansias infinitas y jamás satisfechas de su corazón de visionario, de soñador, de incansable buscador, de algo que en la tierra no había para él. La angustia de aquel niño, que perdía la sombra augusta y piadosa de su madre, le despertó vivo y desgarrador todo el mundo de dolorosos recuerdos, que desde diez años atrás dormían en su yo íntimo, y todo ello unido a ese oculto amor que vivía como una llama encendida en un sagrario, ignorado, incomprendido de todos, era ya demasiado para que él tuviera la fuerza de aquietarse y ocultarlo. Y entonces fue Amada, la pobre niña muda, quien le devolvió sin hablar la misma frase de consuelo que él le había dado cuando dijo: "Piensa que no estás sola en el mundo, porque yo estoy aquí".

Se acercó a él, le apartó del rostro las manos que lo ocultaban y lo obligó a mirarla. La hermosa cabeza del trovador, como un pájaro herido que busca un sitio para morir, se apoyó sobre el hombro de Amada, mientras le decía a media voz: —Te he comprendido… Ya sé que estás a mi lado para unir tu soledad a la mía… Dos días después, aquella casa quedaba cerrada al cuidado de antiguos criados fieles, y partían todos juntos hacia Alejandría, donde en quietud y reposo, organizarían de nuevo la vida aquellos a quienes la muerte había dejado sin madre.

Durante los dos días que estuvieron en Rafia, Felipe se dio cuenta de que al Capitán Saúl no le era indiferente su cuñada, la dulce Rhoda que tanto merecía el amor y la confianza de un hombre noble, inteligente y fiel… Y con su chispa habitual, que se despertaba de nuevo después de las tristezas mortuorias que acababan de pasar, le decía en secreto a Leandro con el cual había hecho una firme amistad: —Parece que el Capitán Saúl me exime con ventaja, del deber que me impone la Ley. Creo que no seré yo el nuevo esposo de Rhoda. —Así lo creo también. —Le contestaba Leandro con grande satisfacción de los dos.

Antes de partir de Rafia, Juan, Felipe y Nicanor, visitaron el recinto de la Santa Alianza, que en Arabia se llamaba "Espiral de Incienso", fundada por el Príncipe Melchor, cuando el Divino Maestro le visitó en su gran Santuario del Monte Hor. Era director el maestro Nerebín, que conoció el Cristo Ungido de Dios en su estadía en el Santuario del Monte Hor. Por entonces, era sólo uno de los discípulos adelantados de esa Escuela de Divina Sabiduría, en la que fue consagrado maestro dos años después.

Le secundaban eficazmente, en su tarea de enseñanza espiritual y moral, los alumnos de una de las Escuelas de enseñanza superior, que el Príncipe Melchor tenia fundada en Rafia, desde veinte años atrás. Esta cordial visita de los hermanos de Palestina, estrechó los vínculos entre ambas Instituciones, cuyos principios eran iguales, como lo eran así mismas las obras de misericordia que constituían su principal objetivo. Y la Espiral de Incienso, precioso recuerdo del Príncipe Melchor, envolvió amorosamente a los mendigos y huérfanos, que nuestros viajeros encontraron entre los escombros cubiertos de hiedra de la Fortaleza del Faraón Sabacon.

Y el maestro Nerebín decía a Juan, Felipe y Nicanor: —Creedme que nos cuesta aclimatar en nuestros refugios, a estas avecillas vagabundas que parecen hallar placer en andar por las calles exhibiendo su dolor y su miseria. No les es fácil adaptarse a una vida metódica y ordenada, después de haber pasado años comiendo cuando encontraban un mendrugo y durmiendo cuando les vencía el sueño.

La extrema escasez y miseria en que han vivido, ha creado en ellos hábitos de tal egoísmo y mezquindad, de hurto y de rapiña, que cuesta mucho convencerles de que en los Refugios no tienen necesidad ni de acaparar, ni de robar comestibles o ropas, pues que de todo se les provee cuando lo necesitan. Hechos a vivir en una triste promiscuidad de edades y sexos, encuentran un excesivo rigorismo en las ordenanzas y disciplina, que necesariamente se imponen en toda institución, tendiente a educar y moralizar a las muchedumbres.

No sé si a vosotros os ocurrirá lo mismo en Palestina —terminó diciendo el maestro Nerebín. —De nosotros tres —respondió Felipe— soy yo el que más he intervenido en los protegidos de la Santa Alianza, y puedo deciros que las costumbres hebreas se han mantenido hasta hoy un poco más elevadas creo, que el resto del mundo…

Y pienso que esto se debe en gran parte, a la obra silenciosa y desconocida de los Terapeutas Esenios, que alrededor de cada Santuario oculto en las montañas, ellos han acercado las familias humildes del bajo pueblo; y la esperanza del Mesías prometido desde años atrás, y después el contacto con el mismo Divino Ungido, que anduvo entre ellos remediándoles sus necesidades y aliviándoles su pena y su dolor, ha debido influir necesariamente en esa masa popular, modificándola y purificándola.

—Es indudable —dijo Nerebín— que el pueblo escogido por el Señor para tomar allí cuerpo físico, debía ser algo superior a los demás pueblos. Esperemos que su doctrina de salvación se haga carne en todos los pueblos de la tierra. — De pronto se absorbió mirando sobre la cabeza de Juan con gran fijeza—. Me parece —le dijo— que tú estás destinado a volar muy alto. — ¿Yo? —preguntó Juan extrañado—. Pues hasta ahora estuve a menor altura que todos, porque la terrible tragedia que puso fin a la vida de nuestro Señor y Maestro, me ha tenido enfermo del alma durante diez años.

—Lo comprendo… Nuestro Maestro Melchor, que era fuerte como un roble, vino muriendo y costó hacerle reaccionar. Te lo he dicho porque hubo un momento en que vi detrás de tu cabeza dos alas como dos llamas de fuego. Y en nuestro simbolismo esotérico, eso significa un gran vuelo espiritual.

—Juan es uno de los Doce íntimos del Divino Maestro —dijo Felipe—. Es el más joven de todos ellos. —Si —dijo Juan— y también el que no hizo nada por Él hasta ahora… —Ya lo harás en adelante —añadió el maestro Nerebín—. Y cuando esas alas de fuego se tiendan a volar, acuérdate de mí, quiero entonces estar a tu lado. —No lo olvidaré —dijo Juan estrechando la mano que Nerebín le tendía.

Durante esta conversación, Nicanor había buscado y traído a los mendigos y chicuelos harapientos, que encontraron en las ruinas, para dejarles ya seguros al amparo de aquella Institución de socorros, hermana de la Santa Alianza… Después de visitar los distintos pabellones de los refugiados, se despidieron prometiendo una segunda visita al regreso de Alejandría.

37.- EL CAPITÁN PEDRITO ESPERABA

Dos días antes de zarpar el velero "Quintus Arrius" del Puerto de Joppe, Leandro entregó a un buque de pasaje y carga, una epístola para Zebeo, dirigida a la Escuela que conservaba el recuerdo y el nombre del

maestro Filón. El antiguo portero, visitante asiduo de la Aldea de los Esclavos, se la haría llegar. En ella anunciaba el regreso, acompañado de los viajeros galileos.

Los viajeros que se añadieron en Rafia, serían una sorpresa inesperada, pero en el viejo castillo de la princesa Thimetis transformado en Escuela-Refugio y Santuario, estaba seguro Leandro de que todos cabían

holgadamente. Y en el corazón de Zebeo, ¡no se diga!... Era un huerto de amor donde cabían todos los que

buscaban amor, consuelo y esperanza.

Y desde que la epístola de Leandro llegó a manos de Zebeo, el Capitán Pedrito con su barcaza "Amare Victum" y sus veinte remeros, anclaban en el puerto de Alejandría a la espera de los viajeros. Sabían que venían hermanos de su padre Zebeo; lo veía a él ebrio de gozo cada vez que mencionaba los nombres de Juan, de la pequeña María, de Martha y Lázaro de la Aldea de Bethania, el reposo dulce del Divino Maestro, del trovador Boanerges, el de las canciones como gorjeos de ruiseñores en el dormido silencio de las noches de luna, de Felipe, Nicanor y Adin formando un alegre trío dispuestos a la jovialidad propia de los corazones sanos, sinceros y nobles.

¿Cómo no habría de estar Pedrito con el corazón como una flor de esperanza y con ansia loca de conocer aquellos hermanos sirios de su buen padre Zebeo?... La barcaza como una matrona antigua vestía toda de gala, y sus cabinas habían sido adornadas de cortinillas nuevas, de nuevos espartos en el piso, de lindas cubiertas recién tejidas sus divanes, mesas y bancos de reposo.

Las habitaciones del Castillo brillaban de limpias. El oratorio rebosaba de flores y de cirios nuevos; el

Comedor como un jardín de invierno poblado de helechos y begonias, y los viejos muros orlados de guirnaldas de madreselvas y rosas.

Thabita y Pedrito eran felices, con el gozo de su padre Zebeo - que a los diez años de dejar su tierra natal recibía de su Maestro la divina compensación del abrazo de sus hermanos.

La Aldea de los Esclavos, se veía por vez primera en víspera de una fiesta, y el humilde caserío y las tiendas, ostentaban en mástiles plantados de ex profeso, pabelloncitos amarillos con una estrella azul al centro. Con inauditos esfuerzos, entre todos los hombres habían trasladado los obeliscos pequeños que desde innumerables años servían de adorno en el parque del Castillo, y con ellos habían formado un frente a la entrada de la aldea, intercalados con palmeritas nuevas, que le daban el lucido aspecto de entrada a un parque de recreo.

El director de estos trabajos de embellecimiento de la humilde Aldea era Narciso el compañero de Leandro, que por su amor al hijo de Liana, se sentía capaz de remover el mundo. — ¡Oh los prodigios del amor! —decía Zebeo… contemplando como en un éxtasis, las transformaciones de las almas al impulso poderoso del amor ofrendado con absoluto desinterés.

Y por fin, a mitad de una dorada mañana otoñal, tibia y risueña, avistaron de lejos la barcaza "Amare

Victum" que se acercaba majestuosamente por el canal, con todas sus velas desplegadas, y flameando en el palo mayor el pabellón de la estrella azul, que era la señal convenida de que volvía con los viajeros a bordo.

Toda la Aldea y los habitantes del Castillo rodeaban el pequeño muelle; y en la borda del "Amare Victum" se agitaban muchos pañuelos blancos, como alas que ansiaban volar.

¡El abrazo de Juan y Zebeo era digno de ser inmortalizado en un lienzo! ¡Se habían amado tanto en los años felices que vivieron juntos en torno al Divino Maestro, y hacía diez años que no se veían!... Cuando se desprendieron uno de otro, ambos tenían el rostro bañado en llanto. Y después desfilaron por los brazos de Zebeo, Lázaro, Martha, Boanerges, la pequeña María, Felipe, Nicanor, Adin... — ¿Y para mí ya no queda nada? —preguntó Leandro, acercándose sonriente a Zebeo… su gran amigo de última hora. — ¡Oh, también alcanza para ti el montoncito de tierra! —le contestó el Apóstol abrazándole cariñosamente.

Después vinieron las presentaciones habituales. Pedrito ya se había hecho amigo de todos

estaba encantado de los hermanos de su padre Zebeo.

Con los de Rafia, que estaba aún tan doloridos por la reciente muerte de su madre, naturalmente la entrevista primera tuvo dejos de tristeza y de amarguras. No obstante, a Pedrito le cayó muy en gracia el

Contramaestre Lucrecio, por su pericia como marino, del cual podía tomar buenas lecciones.

Las tres jóvenes… María, Amada y Alvina le parecieron hadas de algún paraíso escondido, que tendría el Padre Celestial quien sabe dónde.. ¡Oh todos eran una maravilla para el noble y sano corazón de Pedrito!

¡Nunca se vio la Aldea de los Esclavos con tanta felicidad como aquel día!... Thabita, a su vez, como ama de casa, con todas sus compañeras del coro y de los talleres, se multiplicaban para hacer dulce y amable la llegada de los viajeros.

— ¡Zebeo hermano mío!... —decía entusiasmado Juan—. Todo esto que veo es un maravilloso prodigio, un estupendo milagro que has hecho en homenaje a nuestro divino Señor!... —¡Oh… que lo ha hecho Él para levantarme a mí, que estaba como un lagarto dormido en un pajonal! —le contestaba Zebeo—. ¡Oh Juan! ¡Tú no sabes como yo estaba! —No estarías seguramente peor que yo, aletargado en completa inercia durante los diez largos años que han pasado. — ¿Y ahora ?... —preguntó Zebeo. —Ahora vengo a contagiarme de tu optimismo, de tu esperanza... Vengo para que me ayudes a vivir de nuevo Zebeo, ¡para Él... sólo para Él!...

Las doncellas del Coro, compañeras de Thabita, se llenaron de júbilo al ver el arpa de Amada, la cítara y los laudes de Boanerges, Alvina y Fidel. ¡Toda una familia de músicos! — ¡Oh! ¡Nuestra aldea hasta puede organizar un concierto rival del que nos brindan todos los días los ruiseñores del parque al amanecer!

Pero cuando supieron que la jovencita del arpa era muda, en todos los rostros murió la alegría y hasta en

algunos ojos aparecieron lágrimas. — ¡Pobrecita!... —fue la frase que sonó en todos los labios.

Boanerges que estaba a su lado, pasó el brazo por su espalda como en un suave abrazo de protección y dijo; —Ella habla con el arpa y si vierais ¡qué bien se hace comprender!

Thabita se le acercó maternalmente y le dijo acariciándola: — ¡No importa! El hablar no es toda la dicha de la vida. Y aquí hemos aprendido del Apóstol Zebeo a hacer dichosos a todos, ¡aún a los que no saben hablar! Que lo diga sino mi padre Leandro que os ha traído a todos y también el maestro Narciso que ninguno de los dos hablaban.

Todos festejaron la oportuna alusión de Thabita, y como una bandada de golondrinas se dispersaron, por el Castillo, por el parque, pasaron al viejo templo convertido en Refugio de ancianos y taller de carpintería, a los huertos tapizados de frescas hortalizas, a los pequeños botes de cruzar el lago, á los depósitos de leña preparada para arder en las estufas en el próximo invierno y hasta visitaron el gran horno donde se doraba el pan familiar que habían de ver sobre la mesa del festín en ese mismo día.

El ambiente de paz, de compañerismo, de fraternal amor que se respiraba a pleno pulmón en la Aldea de los Esclavos, fue el más poderoso fortificante para las almas deprimidas y tristes que habían venido de tierras lejanas donde el veneno del egoísmo y del odio iba envenenando lentamente los corazones.

El lector se pintará por sí mismo, imaginativamente, lo que fue la comida del mediodía. La llegada al comedor fue una sorpresa tan admirable que los dejó a todos en suspenso, agrupados en la gran puerta de entrada abierta de par en par por Zebeo.

Aparecía al frente un lienzo pintado al óleo por el maestro Aldebarán, uno de los alumnos del Príncipe

Melchor, que se consagró maestro en el Monte Hor poco después de la estadía del Verbo de Dios en dicho

Santuario. Había conservado en su retina la visión de aquella fisonomía única y sobre todo su mirada llena de luz y de dulzura infinita. Representaba al Maestro de frente y de pié sobre una verde colina, con sus manos tendidas hacia adelante como incitando a acercarse a Él. Y al pié del lienzo estas palabras suyas pronunciadas ante una multitud doliente a orillas del Mar de Galilea: "Venid a Mí los que estáis cansados porque lleváis pesadas cargas y yo os aliviaré".

Zebeo le había escuchado decir esas palabras, y fue el inspirador de ese lienzo en tal actitud. Los tres más aventajados discípulos del Príncipe Melchor: Yúsufu-Dan, Nerebín y Aldebarán, fueron tres fuertes báculos para Matheo y Zebeo, en el desenvolvimiento de su apostolado en el África. El cambio de escenario y de vida, fue de tanta eficacia para los viajeros, aún para los que tenían la honda pena de la reciente muerte de la madre, que seis días después organizaban una excursión al Valle de las Pirámides.

Les condujo el Capitán Pedrito en su barcaza "Amare Victum", saliendo muy de madrugada con la idea de pasar allí todo el día y regresar a la noche con la luz de la luna. En todos los corazones se atenuaron las penas y el más dichoso de todos era el apóstol Zebeo, viendo aquel florecimiento de amor y de esperanza que era para él como una divina compensación de su Maestro, a lo poco que había podido hacer su montoncito de tierra.

Los músicos llevaron sus instrumentos y en el Valle de las Pirámides, escuchando el rumor de las olas del Nilo, organizaron un concierto que tuvo profundas repercusiones en tantos corazones jóvenes, que esperaban el amor con la misma placidez y quietud con que los antiguos patriarcas nómades, esperaban a la puerta de sus tiendas las primeras brisas primaverales y la vuelta de las golondrinas en busca de las tibiezas del estío.

Y el amor llegó para ellos a la dulce sombra del alma de Zebeo, apóstol de Cristo, en la que tan hondamente quedara grabada la Idea Divina del Verbo Luz del mundo: "EL AMOR SALVA TODOS LOS ABISMOS".

Boanerges fue designado director de orquesta y desempeñó su papel con la eficiente cooperación de Amada, la niña muda, de su sobrina Alvina, del pequeño Fidel, de algunas de las doncellas del Coro, que tocaban la ocarina, la cítara y el laúd. El Capitán Pedrito había olvidado su barcaza y cuanto a ella concernía y sentado en la arena de la playa estaba en éxtasis, escuchando el concierto maravilloso de las cuerdas y sintiendo el concierto más maravilloso aún de los corazones que vibraban al unísono. Boanerges cantó a dúo con Alvina, una antigua canción que él había compuesto en los jardines rumorosos de Mágdalo, cuando aún vivía en la tierra el Divino Maestro:

Sosiega el alma y descansa

Cuando ha sentido al amor

Que viene sembrando rosas

Del color de su ilusión.

El rosal perdía vida

Sus capullos el color...

Todo moría en el huerto

Porque faltaba el amor

Hoy la lámpara ha encendido

Su radiante claridad

Que nunca los vendavales

Podrán de nuevo apagar.

Estaba seca la fuente

Y ha brotado el manantial

Que la llena de agua clara

Hasta hacerla desbordar!...

Canta el alma como el ave

En las ramas del pinar

Cuando siente al ave hermana

Que responde a su cantar!

Un estruendo de aplausos premió a los trovadores. El Nilo seguía murmurando canciones, el sol de otoño resplandecía como polvo de oro sobre los viejos monumentos funerarios de los Faraones, y en algunas almas que en éxtasis bebían las tiernas estrofas de Boanerges aleteaba febrilmente la ilusión...y el hada blanca de la esperanza tejía su guirnalda de mirtos y de rosas para anudar corazones que lloraban en la soledad... ¡Oh caprichos traviesos de la traviesa casualidad!...

Sin que nadie supiera cómo ni cuándo, la canción del trovador de Mágdalo había llevado al Capitán Saúl junto a Rhoda, a Juan junto a María; en las rodillas de Boanerges se apoyaba el arpa de Amada y el Capitán Pedrito jugueteaba distraídamente con el borde del manto color violeta, que cubría los hombros de la dulce Alvina, sentada en la arena mientras cantaba... ¡Oh! El Capitán Pedrito había esperado tantos días en la rada de Alejandría y ahora... ¡Esperaba que el alma hermana... respondiera a su cantar!...

El apóstol Zebeo… sentado junto a Thabita, su lamparilla de amor abnegado y silencioso que se daba entero sin pedir nada; con Leandro y Narciso al lado, parecía un sereno patriarca de otras edades, que contemplaba aquellos cuadros de ternura como miniaturas luminosas en la grisácea inmensidad del desierto, mientras su voz temblando de emoción repetía a sus dos compañeros de apostolado las palabras que ocho mil años atrás dijera Bohindra, el Rey Kobda de la prehistoria: —"¡Basta Señor basta!... ¡que en este corazón de arcilla no cabe ni una gota más!"

¡Tales son las divinas compensaciones, cuando el alma entregada a la Suprema Voluntad manifestada en la Ley Eterna y en los acontecimientos no buscados, sino encontrados como una perla entre guijarros, camina sin desviaciones, sin interés y sin cálculos egoístas, por el iluminado senderillo de los designios divinos!...

Cuando el sol comenzaba a declinar, aquella alborozada juventud, que por breves horas olvidara sus tristezas del momento, aquietaba las alas blancas y tenues de la fantasía y sentándose en parejas o en grupos, en los bloques removidos de los viejos monumentos funerarios, se abstraían en serias meditaciones provocadas por los recuerdos que ellos despertaban.

Juan y la pequeña María, Lázaro y Martha, recordaban muy bien haber escuchado de los labios del Divino Maestro, el relato de su breve estadía en el Valle de las Pirámides, donde abrieron las tiendas con el Príncipe Melchor, el maestro Filón y el Arqueólogo del Museo de Alejandría.

El amor daba vida nueva a aquellos recuerdos, y los de más viva imaginación creían verle aparecer por momentos, con su túnica blanca y su manto azul, a la sombra de los grandes colosos faraónicos que fueron testigos de sus luminosos pensamientos y de sus desbordamientos de amor para sus semejantes.

La imaginación de Juan empezó a revolotear como un pajarillo enjaulado, y de pronto se levantó sin decir palabra y comenzó a medir con largos pasos, desde la gran pirámide hacia occidente en línea recta. Cuando contó cincuenta pasos se detuvo y quedó allí plantado como una estatua. María se levantó a su vez y fue hacia él, adivinando la borrasca que de nuevo se levantaba en el mundo interno de Juan. — ¿Puedo saber yo lo que estás pensando Juan? —le preguntó dulcemente.

Con una voz queda y trémula que casi lloraba le contestó: —En este mismo sitio donde estamos parados tú y yo, estuvo la tienda donde nuestro Señor vivió, comió, durmió durante algunos días. Y estas movibles arenas frías y mudas, no han guardado las huellas de sus pies; ni el aire el eco de su voz, ni la luz su imagen querida... ¡Oh María! ... ¡Tengo que convencerme de verdad que a mi Maestro no lo tengo más!... ¡que pasó como un luminoso cometa por mi oscuro horizonte, y que de Él solo me queda el recuerdo!...

¡Oh por qué María!... ¿por que no está El con nosotros?...

Juan apoyó su cabeza dorada por los últimos resplandores del sol, sobre la cabecita tocada de blanco que estaba a su lado y en la cual fueron cayendo las gotas ardientes de su llanto silencioso. Las lágrimas de ambos cayeron sobre aquellas mudas arenas que los pies del amado Maestro habían hollado... Algo así como un vivo resplandor del ocaso les envolvió de pronto, produciéndoles un gozoso deslumbramiento. Y entre ese sutil velo de oro que les envolvía, percibieron la faz resplandeciente del Cristo que les sonreía mientras sus brazos etéreos unían las dos cabezas de carne a la suya intangible, y una voz muy honda dulce y suave resonaba en lo más profundo de sus almas: "No lloréis con tanta amargura que yo estoy con vosotros"... Los dos cayeron de rodillas sobre la arena, con las manos enlazadas para aprisionar la imagen querida que estaba entre ellos.

Lázaro y Martha… que habían estado mirándoles desde que caminaron los cincuenta pasos hacia occidente, no les vieron de pronto. El sol del ocaso parecía haberlos envuelto en un resplandor de oro. Sus ávidos ojos miraban ansiosamente hacia aquel sitio, donde poco a poco aparecieron Juan y María de rodillas y como absortos en una contemplación extática.

Lázaro y Martha se les acercaron con ojos inquisidores. — ¿Qué os pasa? ¿Qué hacéis? — ¡Le hemos visto!... ¡Estuvo aquí!... ¡Aquí mismo!... —continuó María entre un mar de lágrimas... Juan los miraba sin hablar con los ojos inundados de llanto.

Cuando la ola intensa de emoción hubo pasado, Lázaro dominando también su emoción les dijo: —El Señor bendice en la soledad inmensa del desierto la unión de vuestras dos almas, para que Juan responda de una vez a lo que El espera de ti. — ¡Ahora responderé!... Lo prometo a la última claridad de este sol poniente, entre cuyos resplandores habló a mi alma la voz divina del Hijo de Dios —contestó el joven apóstol, como el que pronuncia un voto solemne, un juramento sagrado, una profecía que cortaba el aire como el eco de una clarinada de triunfo.

Y fue en verdad el corte definitivo de todas las vacilaciones, los pesimismos y desalientos de Juan. Desde esa hora feliz e inolvidable de su vida, el dilecto apóstol de Cristo, comenzó a extender sus alas dormidas que ya no sintieron el cansancio de volar, que ya nunca se cerraron, hasta escalar la cima luminosa de la unión íntima con la Divinidad.

Los cuatro se acercaron al grupo patriarcal de Zebeo, Leandro, Narciso y Felipe, que ya había vuelto de la Esfinge con la respuesta esperada. —La Esfinge piensa como yo —dijo— ¡o sea que la Justicia Divina tardará aún unos pocos años, pero cuando llegue será como un huracán de sangre y fuego que no dejará piedra sobre piedra, tal como lo dijo nuestro inolvidable Señor! —Exacto. Felipe, exacto —dijo Zebeo.

Al mismo momento que Juan y María escuchaban la voz íntima del Divino Maestro, que en el fondo de sus corazones respondía a su llorar por El, otros corazones anhelantes de unos mendrugos de dicha que todos indistintamente buscaban, se interrogaban en silencio a sí mismos: —"¿Realizaré esta unión? ¿Me traerá la felicidad o la desdicha? ¿Deberé realizarla, cuando el alma conserva vivo el recuerdo de otro amor? ¿Tendré la capacidad de hacer la felicidad del corazón que se me entrega tan absoluta y confiadamente? ¿Será ese corazón perseverante en sus sentimientos hasta el final de la vida?"

El sol descendía en el ocaso, la suave penumbra de esa hora solemne y melancólica, que tiene mucho de místicas resonancias y de invisibles presencias de santuario solitario, pareció aquietar todas las jubilosas

Alegrías, que una hora antes llenaban el aire del desierto Valle de las Pirámides con risas cristalinas y voces que llamaban o que reían.

—Entre los nativos de este país —dijo de pronto el Capitán Pedrito— hay una tradición antigua y popular, y consiste en preguntar a esta colosal Esfinge, eternamente echada sobre sus patas mirando al mar, si los pensamientos más importantes y decisivos de la vida traen consigo la felicidad.

— ¡Vaya una ocurrencia! Y ¿qué respuesta puede dar esa gigantesca mole de piedra? —arguyó Nicanor. —Si fuera posible que de ese monstruo de piedra saliera alguna voz —dijo Felipe— yo preguntaría dos cosas: Cuando terminarán los poderes extraños en nuestro país y la prepotencia del viejo Hainán y el Sanhedrín.

— ¿Te gustaría que preguntáramos algo, Rhoda? —interrogó el capitán Saúl… Y antes de que ella contestara, el Capitán Pedrito, que ese día esperaba "importantes soluciones” dijo: —Preguntemos todos y que nadie averigüe el contenido de las preguntas.

— ¡Aceptado! —dijeron muchas voces a la vez, y al mismo tiempo se cruzaron miradas inteligentes, de ojos que sonreían al ver como el rubor coloreaba los semblantes femeninos… Boanerges intervino: —También preguntaremos nosotros… ¿quieres Amada?... Moviendo el índice de un lado al otro, ella contestó que no. — ¿Por qué? ¿Tienes miedo de la respuesta? Otra vez dijo que no. La niña muda se apartó hacia atrás de la Esfinge y con un palillo escribió en la arena: "Ya resolvimos todo".

Boanerges leyó lo que Amada había escrito y una dulce alegría pasó rápida por su rostro lleno siempre de melancolía. — ¡Es cierto! —dijo tomándole la mano, mientras ella borraba con el pié la escritura sobre la arena. —Tú no quieres que la Esfinge modifique lo que ya tenemos resuelto ¿verdad Amada? Ella movió un rato con señal negativa su cabecita lánguida de lirio invernal. —Yo tampoco quiero nada de la Esfinge. La piedra no nos dirá nada más de lo que hay aquí dentro — respondió el trovador tocando con la punta de sus dedos el pecho de la joven cuyo rostro se iluminó con una ráfaga de ternura indefinible.

Boanerges se inclinó hacia ella para besar su frente, que se tiñó de suave carmín y Amada echó a correr alrededor del coloso de granito, hasta aparecer por el lado contrario donde tropezó con Alvina y Pedrito, que con los ojos cerrados como dos estatuas inmóviles, esperaban junto a la Esfinge.

Como el que huye de sorprender un secreto, la joven siguió corriendo y al volver en redondo al sitio de partida, se encontró con Boanerges que la esperaba. —La Esfinge es de piedra —dijo él— pero nos ha contestado… Huiste de aquí y al volver me encuentras en el sitio donde me dejaste. Ella se arrodilló y escribió de nuevo en la arena: ¡Es el corazón quien contesta! —Acabas de decir una gran verdad —le contestó él y tomándose de las manos, siguieron caminando hacia la orilla del Nilo donde los pescadores recogían las redes y amarraban sus botes para tornar al hogar llevando la pesca del día.

Mientras tanto… el Capitán Saúl y Rhoda habían subido a sentarse entre las patas delanteras de la gran Esfinge, donde se abría un pequeño templo, y unos bloques de piedra sacados de su sitio les ofrecían cómodo asiento. —Rhoda —dijo Saúl— yo te he referido la historia de mi corazón, sin omitir nada, y tú me has referido los fenómenos raros que te ocurren a veces durante el sueño. Estamos en igual caso. Yo no soy tu primer amor, puesto que tuviste un esposo por tan breve tiempo; ni eres tú el primer amor mío, por cuanto fui olvidado por la mujer que amé en la primera juventud. Así y todo, no pienso como tú que levantamos el santuario del hogar sobre un montón de ruinas… Rhoda, un verdadero amor hace florecer las ruinas y en el alma humana pueden retoñar los rosales muchas veces. Yo estoy de acuerdo con los que dicen que se ama una sola vez en la vida.

—En cuanto a eso, estoy de acuerdo contigo —le contestó ella—, pero la ley de mi raza ordena a la viuda que desea casarse, hacerlo con un hermano del esposo fallecido. Pero el amor no habló al corazón de Felipe ni tampoco al mío. Por eso habíamos resuelto vivir bajo el mismo techo, acompañados por Nicanor y Adin, para dar cumplimiento aparente a la Ley. Es verdad que para los discípulos del Mesías Ungido de Dios, las ordenanzas de la Ley han perdido su fuerza, en gran parte, porque El nos ha enseñado que la única Ley Divina, es el Decálogo traído por Moisés. Todo lo demás es creación de los hombres como disciplina social para los pueblos.

En vez de hacerle preguntas a la Esfinge, te las hago a ti misma Rhoda, porque tu voz me sonará mejor que el crujido de piedra de este monumento milenario. ¿No crees tú que sea yo el que merezca la respuesta de tu corazón? Los ojos de Rhoda miraron a lo lejos la inmensa soledad del desierto. Así como esa soledad era de inmensa la suya. Miró arriba hacia los ojos de piedra de la Esfinge que miraban al mar lejano, inmenso también y mudo como el desierto. Su almita débil tembló ante tantas soledades y volviendo sus ojos en los que temblaba una lágrima hacia Saúl, que esperaba una respuesta, le tendió su mano en silencio, y él la estrechó ansiosamente: —Como la vida de la Esfinge —dijo ella a media voz— ¡Para siempre!

— ¡Oh amada mía! ¡Como la vida de nuestras almas que no mueren jamás! —exclamó Saúl con amorosa intensidad. Y tomados de la mano, de pié sobre los bloques de granito a la puerta del milenario monumento, contemplaron el dorado disco del sol que derramaba sobre el desierto y el río los últimos resplandores, que parecían condensarse como una aureola de oro, sobre las cabezas juveniles.

Al mismo tiempo… Pedrito palmoteaba con infantil alegría, saliendo del otro lado de la Esfinge, mientras Alvina continuaba como extática mirando hacia la enorme bóveda de piedra que era la cabeza del gran coloso. Al tiempo que ellos quietos y con los ojos cerrados, esperaban la respuesta de la Esfinge, una pareja de mirlos azules aleteando alegremente se posaron juntos allí y entonaron un vibrante gorjeo a dúo, que interrumpió su silencio de espera. — ¡La respuesta de la Esfinge! —Gritó Pedrito—. ¡Los mirlos cantan cuando llega el amor! ¡Bravo!

La niña siguió mirando cómo se acariciaban los pajarillos y preguntó con encantadora ingenuidad:

— ¿Así contesta la Esfinge? — ¡Si Alvina querida! Así contesta la Esfinge —dijo con gran solemnidad el Capitán Pedrito. Y siguieron todos juntos hacia el muelle donde estaba anclada "Amare Victum" cuya planchuela de embarque tendieron los grumetes, que con los remeros habían corrido largas carreras de botes celebrando alegremente la quietud serena del río y la dulce paz de todos los corazones.

Las almas florecían de promesas, de augurios, de dulce esperanza. Y la barcaza se deslizaba majestuosamente por el canal hacia la Aldea de los Esclavos. El Capitán Pedrito en el puente de mando, sentía que el corazón no le cabía en el pecho y quería desahogar en alguien aquella inmensidad que le ahogaba. Zebeo que parecía adivinarlo se le acercó, y el joven bajando un escalón le dijo al oído: — ¡Padre!... yo estoy loquito por ese ángel de Dios que se llama Alvina, y ella lo está a medias también por mí. ¿Qué dices a esto? — ¡Pues que esa locura sea completa en los dos hijo mío y yo les bendigo con todo mi corazón!...

Pedrito saltó de nuevo a su puesto y gritó con todas sus fuerzas: — ¡A cantar muchachos! Y los veinte remeros, golpeando las aguas serenas del canal, entonaron un cantar jubiloso de los boteros del Nilo:

Rosas de oro sobre el río

El Sol poniente dejó,

Y aquí en el corazón mío

¡Un nuevo sol se encendió!...

38.- LA HORA DE ACADEMIA

El apóstol Zebeo, siempre fiel a las normas de vida que aprendiera de su Divino Maestro, tenía presente en todo momento el viejo axioma de la Sabiduría: "El orden es fuerza constructiva. El desorden es fuerza destructora".

Había pues días y horas de expansión y de joviales entretenimientos, horas de estudio, de trabajo y de meditación. La vida en el Castillo del Lago Merik no era vida monástica, pero sí era una vida ordenada, laboriosa y útil.

Cuando volvieron de la excursión era la hora de la comida nocturna, realizada en la más franca y cordial alegría, pasada la cual se acallaban todas las voces, las risas, los murmullos. Las lámparas del Oratorio se encendían y sin ningún llamado previo, acudían todos a aquel silencioso y tranquilo recinto de oración.

Zebeo, Narciso o Leandro, eran casi siempre los lectores que iniciaban la hora de meditación, con una

evocación a la Divinidad, con la lectura de un salmo, de un pasaje de Moisés o de los Profetas y después se

hacía el silencio para que cada alma, a solas con Dios, tratase de conocerse a sí misma para corregir sus faltas y disponerse a la purificación, mediante el amor a Dios y al prójimo como a sí mismo.

Después sonaba suavemente un laúd y las doncellas del Coro cantaban el salmo de alabanza y acción de gracias por los beneficios recibidos durante el día. Y cuando había resonado la última nota de la canción y de la música, recitaba el apóstol Zebeo la oración enseñada al pueblo por el Divino Maestro:

"Padre Nuestro que estás en los cielos,

santificado sea tu Nombre;

venga a nosotros tu Reino:

y hágase tu Voluntad

así en la tierra como en el cielo.

El pan nuestro de cada día dánoslo hoy;

perdona nuestras deudas

como nosotros perdonamos a nuestros deudores;

no nos dejes caer en la tentación

y líbranos de todo mal.

Así sea."

Los ancianos y los niños se retiraban a sus habitaciones; las mujeres más jóvenes y las doncellas del Coro, a sus labores manuales durante una o dos horas más. Y aquellos que deseaban estudiar, conocer, saber algo más de las leyes divinas y de las historia de los mundos y de las humanidades, acudían a la Biblioteca que era también sala de estudio y despacho del apóstol Zebeo y de sus auxiliares, en la obra que realizaba para gloria de su Divino Maestro- el Verbo de Dios.

Y era a esta hora de estudio, de comentarios, de lecturas, lo que llamaban: La hora de Academia. Tenía allí el Apóstol Zebeo un nutrido material, que muy poco tiempo había tenido para revisar y estudiar. Los escritos todos del maestro Filón y los del Príncipe Melchor, las Escrituras del Patriarca Adis, que el Maestro Jeshua llevara como obsequio al filósofo Alejandrino, en la visita que le hizo a los veinte años de edad; y todavía los rollos de papiros antiguos que en aquella misma visita del Mesías, descubrieron entre los sarcófagos del hipogeo de Mizraim, era más que suficiente para ocupar noches y más noches en la austera sala de estudio del viejo Castillo de la princesa Thimetis.

Allí podía verse la magnitud de la obra literaria, filosófica, histórica y mística de Filón de Alejandría. Todos eran tratados pequeños en cuanto a su formato, pero muy grandes en su contenido. Sólo era extenso su libro "La vida de Moisés y Comentario del Pentateuco", también sus estudios históricos con el título: "La humanidad en e! Planeta". Su libro apocalíptico titulado "Las Profecías", era como un destejer redes sutiles para poder apreciar debidamente la naturaleza de los hilos, de las hebras, de las doradas cuerdas con que fueron tejidas, y detrás de las cuales, aparece siempre la Divina Sabiduría, marcando derroteros a la humanidad; el Amor Eterno creando, impulsando, transformando sus propias creaciones con majestuosa lentitud durante el pesado rodaje de las edades y de los siglos.

Su biografía del Patriarca Abraham, fundador de la raza hebrea, titulada "Los días de Abraham", es una emocionante apología de la sencillez y honradez de vida de aquellos hombres de gran corazón y de alma pura, que merecieron captar la esencia de amor y de paternal providencia de la Divinidad sobre sus criaturas. Era Dios hablando al corazón humano. Era Dios haciéndose sentir de las almas sin doblez y sin engaño. Era su Eterna Voluntad, grabada en el alma humana limpia de falsedad y de mentira, que desde la aurora hasta el ocaso, convivía con la Naturaleza, obra de Dios, y no añadía ni quitaba ni una brizna de paja a lo que en el corazón humano había escrito el Supremo Creador de los mundos, los seres y las cosas.

Su ''Alegorías Sagradas"… que comprendían los maravillosos Seis días de la Creación y su interpretación más conforme con la lógica y con la razón. "Alegorías de Las Leyes Divinas", que son un estudio y a la vez meditación sobre las manifestaciones de Inteligencias Superiores, que el autor llama Querubines de la espada de fuego, Arcángeles y Potestades, en relación con el hombre terrestre. "Heredero de las cosas divinas" es una brillante apología del Verbo de Dios, del Divino Logos que el autor presintió desde mis días tempranos y que después vio con ojos de carne, tal como lo había soñado.

Su libro “La Vida que Dios quiere" es un admirable tratado de moral que diseña al hombre perfecto, al verdadero santo. En él se explaya en consideraciones sobre Abel y Caín, como prototipos del hombre puro y del hombre ruin.

Estudia todas las debilidades humanas, las tentaciones, las asechanzas del mal para destruir el Bien, las causas y daños de la prostitución, de la embriaguez, y en general de los vicios más comunes en el linaje humano, basándose siempre en hechos reales y vividos por hombres y mujeres de la antigüedad. Las desviaciones morales conocidas y que tienen una triste celebridad, como la embriaguez de Noé, las desviaciones morales del Rey David, del Rey Salomón, ambición y corrupción de las reinas Jezabel y Atalía,

las debilidades de hombres buenos de corazón pero flojos de voluntad, entran en el círculo visual del admirable psicólogo alejandrino.

Y finalmente su libro de la ancianidad que él llamó: "Acercándome a Dios", relata con maravillosa claridad hasta donde él pudo llegar a la comprensión y conocimiento de Dios. Es como un sumergimiento completo en la grandeza infinita del Poder Creador, del Amor inefable y de la Suprema Bondad, océano ilimitado sin principio ni fin, donde el autor confiesa humildemente que se desvanece y se pierde tal como un viajero en la inmensidad del desierto en una noche nublada sin luz de luna ni claridad de las estrellas. Y como notas difusas y prolongaciones del mismo asunto, trata de los sueños que a veces pueden ser revelaciones vagas, lejanas, incoloras, de esa misma infinita grandeza; y estudia así mismo las alianzas de las almas desde antes de comenzar sus encarnaciones conscientes en los planos físicos, y con fines de instrucción, de ayuda mutua y de progreso.

Trata también de las compensaciones divinas que la Divina Bondad derrama abundante y generosamente sobre aquellos que se mantienen dentro de la ruta que la Ley y su propia elección les marcó, desde antes de descender a la vida en la carne. Lástima grande que tal tesoro de conocimientos de todo orden hayan sido destruidos por la barbarie o incomprensión humana, ya reducidos a cenizas entre las llamas de devoradores incendios, o destrozados por la humedad en archivos subterráneos donde no puede llegar la avidez de conocimiento y de sabiduría de las almas sinceras que buscan ansiosamente el bien, la verdad, la justicia y la luz.

Pero el Apóstol Zebeo, el Nataniel que decía el Maestro, sin dobleces en su corazón, tuvo esos tesoros de sabiduría en sus manos; el Apóstol Juan también se empapó en ellos y ¡quién sabe! si con ellos crecieron las alas espirituales de Juan, que fue calificado Águila por la altura a que se elevó entre todos los que trataron de diseñar aunque vagamente la excelsa grandeza del Hijo de Dios.

Magnifica herencia que el gran hombre dejó al hijo de su vejez, como él llamaba a Zebeo, que aún en medio de las penosas y rústicas tareas que se impuso, en el primer tiempo de la organización de los humildes elementos con que contaba en la mísera Aldea de los Esclavos, supo encontrar horas libres en el día o en la noche para acudir al cenáculo del maestro Filón a escuchar la lectura de sus libros.

Juan, María, Felipe, Amada, Thabita, Boanerges y Nicanor fueron asiduos concurrentes a aquellos estudios en los que Leandro, Narciso y Zebeo, tenían a su cargo las directivas. La Aldea de los Esclavos era también un pequeño Liceo.

Los manuscritos originales estaban en lengua hebrea, pero algunos de ellos, el mismo Filón los había hecho traducir al copto antiquísimo y que era el idioma usado en la liturgia y ciencias sacerdotales del antiguo Egipto. Otros habían sido traducidos por él al armenio, al sirio y al arameo, lenguas que él dominaba

perfectamente.

El príncipe Melchor a su vez, había dejado como recuerdo suyo a Zebeo y Matheo, los dos Apóstoles del Cristo que llevaron su doctrina al África, copias de todos sus escritos y una renta vitalicia para que ellos la emplacen en proteger la orfandad, la ancianidad y con preferencia la dotación de doncellas pobres que

quisieran formar hogar.

Las Escrituras del Príncipe Melchor consistían en un volumen escrito en árabe y que era la Biografía del caudillo prehistórico Beni-Abad, fundador de la raza árabe y civilizadora de la región costanera del Mar Rojo y de la montañosa península denominada hoy Arabia de Piedra, que en pasadas edades se llamó País de Arab.

La Biografía de Miffraín, el fundador de la raza egipcia y que era la más directa prolongación o reflejo de los Kobdas del Nilo, aquella gran Fraternidad de filántropos sabios que en un milenio y medio de años extendieron la Ciencia de hacer el Bien por tres Continentes. La Biografía de Mermes Thot, el descubridor del mundo ideal, del mundo invisible, desconocidos e insospechados para la humanidad inmediata posterior al período Neolítico.

Kermes y Mizraim, descendientes directos de discípulos de la Escuela Antuliana, hicieron del Egipto antiguo, la Escuela Madre de la Iniciación a los superiores conocimientos de la Suprema Potencia, como Causa Única de todo cuanto existe; y de las inteligencias todas como reflejos y derivaciones suyas en los globos siderales llegados a la edad conveniente para albergar seres orgánicos.

"Histeria de mis años terrestres", era su propia auto-biografía con el relato de la fundación de los Santuarios, Escuelas, Serapeum y Refugios que estableció en distintos parajes de Egipto y de Arabia, países a los cuales estuvo ligado íntimamente por sus progenitores, siendo su madre una princesa árabe y su padre un hierofante egipcio.

En la segunda noche de Academia… cuando estaban todos absorbidos en la tarea de ordenar aquel inmenso número de rollos manuscritos, carpetas de telas impermeables llenas de escrituras en diversos estilos, lenguas y formas, resonaron en el lago ruido de remos y silbidos de llamada. Era una canoa que traía tres viajeros, con varios fardos de equipaje que ya empezaba a descargar en el muelle el marinero.

Pedrito con Adin y algunos de los muchachos remeros de la barcaza acudieron al llamado. Era un hombre alto y fuerte vestido como un berberisco, una joven embozada con un manto oscuro y un anciano con casacón y capucha. — ¿Qué deseabais? —preguntó Pedrito. —Hablar con Zebeo de Palestina —contestó el hombre haciendo bajar a la joven y al anciano. Uno de los muchachos fue a dar el aviso. El viajero pagó al hombre de la canoa que dio media vuelta hacia el canal. Esto hizo comprender a Pedrito que los viajeros pensaban ser huéspedes del Castillo.

Zebeo salió inmediatamente pensando encontrarse con gentes de Alejandría. — ¿Quién me llama? —preguntó levantando el farolillo que llevaba en la mano. —Yo, Matheo tu hermano —le contestó el viajero. El farolillo rodó por el suelo, porque Zebeo abrió los brazos para estrechar al gran compañero y hermano de otras horas, de entonces y de siempre. Aquel largo abrazo mudo en el muelle del Lago, a la opaca claridad de las estrellas, con los sollozos contenidos de aquellos dos hombres que tanto se amaban y después de diez largos años de ausencia, no es fácil describirlo con frías y breves palabras, que nunca expresarían fielmente el lenguaje de los corazones.

La joven también comenzó a llorar en silencio, y el anciano se soltó a llorar llantos que parecían lamentos hondamente sentidos. Cuando los amigos se separaron, Matheo habló el primero: —Mi hija adoptiva y su abuelito —dijo indicando a los que les acompañaban. Zebeo abrazó al anciano y a la joven y mandó a Pedrito a dar aviso de tan importante acontecimiento. Unos momentos después se producía el encuentro con Juan, con María, Lábaro, Martha y Boanerges. — ¡Oh! —exclamaba, Matéu — ¡toda la familia del Maestro! —Faltan muchos aún —contestaba Zebeo llorando lágrimas de gozo, de ternura, de inmensa gratitud al Maestro, que así colmaba su copa de inesperada felicidad.

La llegada de Matheo aumentó considerablemente el interés a la Hora de Academia que desde entonces dejó de llamarse hora para decir: Noches de Academia, pues casi siempre los trabajos de ese orden, se prolongaban desde terminada la oración hasta la media noche. También traía él importantes copias y algunos originales de relatos y poemas antiguos encontrados en los archivos de los Reyes de Etiopía, desde la Reina de Saba, tan amada por Salomón Rey de Israel, que fue la época en que se estableció ordenadamente y sin interrupción la dinastía real de aquella nación del África Oriental.

Bianchi, Sabacon y Taharqua, Reyes-Sacerdotes que hicieron sus estudios y recibieron la Iniciación en los Templos de Luxor y de Estambul, establecieron su corte y su sede en Napata, capital de la Etiopía de entonces o sea entre el octavo y séptimo siglo antes de la era cristiana. Estos tres Faraones, los más notables de la época preponderante de la Etiopía sobre el país del Nilo, dieron un gran impulso a las ciencias sagradas, a las artes y a las letras en general, y enriquecieron sus grandes bibliotecas y museos con los más antiguos manuscritos provenientes de las Torres del Silencio de Bombay, de los Santuarios de las montañas del Nepal en la India, de los Templos y Archivos de Caldea, bajo las ruinas de Nínive, de Calak y Babilonia, transportados a los Templos subterráneos de Estambul erigidos por los últimos Faraones Ramsés de la vigésima dinastía.

Y el Faraón Sabacon que tuvo especial predilección por el pueblo de Israel, su historia, sus costumbres, sus leyes, sus profetas y sus reyes de los que fue aliado contra Asiría, había hecho prolija recolección de toda escritura hebraica: Salmos, Poemas, historias de guerra y romances de amor, Profecías y libros de ciencias sagradas y de liturgia.

Y el Apóstol Matheo, en dos años de convivencia con los últimos sacerdotes del único Templo, que en

Estambul se mantenía en condiciones de ofrecer habitación en sus viejos claustros solitarios, se adueñó de todo este tesoro de ciencias antiguas, religiosas y profanas que por la muerte de los dos postreros guardianes, quedaban abandonados al azar. Durante esos dos años Matheo se constituyó en hijo, médico y enfermero de los dos ancianos sacerdotes, cuya edad cercana a los cien años, les había permitido ver la decadencia y precaria situación de los Templos y del Sacerdocio egipcio, que en sus gloriosos tiempos de esplendor fueron la cuna de mármol y de oro de la Sabiduría para los países de occidente.

Cuando en compañía de Zebeo y de Juan, Matheo revisaba enseñándoles los viejos papiros, decía:

—He aquí tres israelitas de pura cepa que venimos a conocer nuestras propias escrituras, en país extranjero, en los Archivos de Templos ajenos a nuestra fe, a nuestras leyes y costumbres. — ¡Oh "los caminos de Dios no son los caminos de los hombres, ni son sus pensamientos como los nuestros"! dijo el Profeta Isaías, recordó Zebeo ante la extraña circunstancia observada por los tres.

Las escrituras de Salomón Rey de Israel estaban completas, y Matheo las había obtenido en los Archivos de Nadaber, importante ciudad de Etiopía, donde la Reina Candace tenía su palacio y su Templo particular, siguiendo la antiquísima tradición de que en él vivió en soledad y retiro la Reina Saba, la heroica cuando su hijo único David, hijo del Rey Salomón, asumió el gobierno llegado a su mayoría de edad.

La Reina Candace y su hija Ifigenia, mantenían la fe de sus remotos antepasados, en un Dios Único, Eterno, Invisible, que Salomón Rey de los Hebreos había hecho comprender a Saba, su gran amor de la tarde de la vida.

Debido a todo esto, Matheo pudo realizar en Etiopía, con relativa facilidad, su apostolado pues la Reina y su hija lo acogieron con tan grande benevolencia como si de muchos años le conocieran y le esperasen. Todo, esto y mucho más refería Matheo en la Hora de Academia del Castillo del Lago Merik; hora que fue atrayendo poco a poco a los moradores del viejo Castillo y aún de la Aldea, o sea los que Zebeo, Leandro y Narciso creyeron capacitados para comprender y guardar tales enseñanzas.

La Ley divina había reunido en la pobre Aldea de los Esclavos, olvidada y despreciada de las grandes

capitales, a tres de los Doce íntimos del Cristo Ungido de Dios, y esta reunión providencial no podía menos que ser una base fuertemente solidaria y bien fundamentada como lo demostraron los siglos I, II y III en que aparecieron en el África del Norte, como luminarias de primer orden en el cielo del Cristianismo, hombres de gran talento, filósofos, escritores, teólogos, místicos y santos.

Zebeo, Nataniel, Matheo el Levita y Juan de Tiberiades, formaron entre el Colegio Apostólico, una admirable y solidaria tríada que dio el ciento por uno en flores y frutos en los tres primeros siglos de la Era

Cristiana.

Continúa…

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