11 de diciembre de 2009

ENTREVISTA - GEENOM - Parte B

LOS ARCHIVOS AKÁSHICOS
Si bien el primero que habló en los modernos círculos esotéricos de Occidente de los llamados “archivos akáshicos” fue el ocultista austriaco Rudolf Steiner (1861-1925), fundador de la Sociedad an-troposófica, quien estructuraría ese conocimiento milenario oriental sería la también ocultista Elena Petrova Blavatsky – fundadora en 1875 de la Sociedad Teosófica – en su popular obra La doctrina secreta. Pero, ¿qué son los llamados archivos o registros akáshicos? Pues sencillamente, y según la filosofía orien-tal, un “lugar” que existiría fuera del espacio-tiempo, cuya ubicación exacta nadie conoce y en el que permanecerían registrados todos los acontecimientos, sensaciones y sentimientos que han tenido lugar desde el inicio del universo. Algo así como el “disco duro” del gigantesco ordenador que sería el Cosmos.

¿Y de dónde – se preguntará el lector curioso – proviene el nombre de “akáshico”? La propia H.P. Blavasky lo explicaba: “El Akasha, la luz astral, puede definirse como el Alma Universal, la matriz del Universo, el Mysterium Mágnum del cual todo cuanto existe ha nacido por separación o diferenciación. Es la causa de la existencia: llena todo el espacio infinito; es el mismo Espacio”. Es decir, el Akasha vendría a ser el éter primordial que impregna todo el Cosmos, la sustancia pregenésica de la cual habrían surgido todas las manifestaciones de la existencia, incluidos el Tiempo y el Espacio. Y sería en esa matriz primi-genia en la que se encontraría ubicado ese registro – de ahí lo de akáshico – que guardaría la memoria de todo lo que ha sucedido desde el inicio del Big-Bang, desde el mismo instante de la creación. Y, donde, por tanto, estarían archivados en su totalidad y sin filtros interesados, con total precisión, además de los acaecidos en el resto de los planetas del universo, todos los acontecimientos de la Tierra, incluidos obviamente, cada uno de nuestros actos, pensamientos y sentimientos.

Bien. Supongamos que esos archivos akáshicos existiesen, algo que mi propio interlocutor – Gee-nom – asegura. Ello supondría que si mentalmente pudiese accederse a ellos, no podría tampoco descartarse que todos los contactos del Grupo Aztlán y la propia entrevista que yo he mantenido hubieran podido ser consecuencia de una incursión mental en ese archivo, ya que en él estarían todas las respuestas a cualquier posible pregunta. Otra cosa sería la explicación de cómo es eso realizable a voluntad y que la información se recibiese “personalizada”, es decir, que la fuente “se identificara” como alguien con “personalidad” definida. (En el caso del Grupo Aztlán, un extraterrestre; en algunos, un espíritu desencarna-do; en otros, una figura religiosa venerada...) ¿O no?

Claro que, para aceptar esta posibilidad, primero hay que admitir la existencia de ese archivo; segundo, que existiendo, es posible contactar con él mediante telepatía y, además, entablar un “diálogo”; y, tercero, que ese archivo es capaz de manifestar la “personalidad” adecuada en cada momento, en función de las expectativas de quien contacta con él.

¿Lo cree usted posible?

LOS CAMPOS MORFOGENÉTICOS
La teoría de los campos morfogenéticos propuesta recientemente por el británico Rupert Sheldra-ke en su obra La presencia del pasado (Ed. Kairós, 1990) escandalizó tanto a la comunidad científica que la conservadora revista Nature tachó su trabajo como “ejercicio de pseudociencia”, añadiendo que “su libro no sólo debería ser quemado, sino puesto en el índice de las aberraciones intelectuales”.

¿Y quién es ese personaje que ha logrado causar tanta indignación? Pues un graduado en Biología por la Universidad de Cambridge que un buen día se marchó a vivir varios años a la India, país en el que conocería a Krishnamurti, con quien trabajaría amistad, y al monje benedictino Bede Griffits, persona que influiría decisivamente en su formación y le iniciaría en el conocimiento de la filosofía oriental.

El caso es que Sheldrake, como tantos otros científicos, empezaría recordando que la clásica dis-tinción entre materia y espíritu es inexistente. “Estamos tan acostumbrados a la dicotomía cartesiana entre espíritu y materia –explicaba ya en su prime revolucionario libro Una nueva ciencia de la vida (Ed. Kairós) – que mucha gente piensa que la materia es algo diferente de los principios que la organizan. Sin embargo, hemos de tener en cuneta que la propia materia, de acuerdo con la Física moderna, no es más que energía organizada en campos. Campos que, por tanto, no son una entidad distinta responsable de la organización de la materia, sino que constituyen su propia esencia y no cabe establecer ninguna dicotomía entre campos y materia. Existen, eso sí, diferentes niveles de organización de campos; los campos de partículas de quántum están organizados por el campo atómico; después están los campos moleculares organizando los átomos; y los campos celulares organizando las moléculas; y los campos de tejidos organizando las células... Pero no es que haya nada inmaterial organizando las partículas: es que no exis-te la materia en el sentido tradicional.”

Sheldrake se pregunta después si realmente los genes, por sí solos, pueden decidir no sólo la forma, sino la conducta de un organismo. Y comenta cómo, por ejemplo, se pueden encontrar células idénticas – con el mismo ADN – en diferentes partes del cuerpo humano, que sin embargo se desarrollan de distinta forma y asumen distintas funciones. ¿Qué es lo que ordena a una célula –se pregunta – que el brazo tenga esa forma y la pierna o las manos las suyas? ¿Y de qué manera explicar, además, cosas como el comportamiento innato, el instinto de los animales, la migración de las aves, la habilidad natural para tragar o el hecho – en el ser humano – de caminar erecto?

Sheldrake añadiría que la concepción mecanicista del universo, que todo lo reduce a procesos químicos, tampoco explica hechos como la memoria, la herencia o el pensamiento. Y de ahí su sugerencia de que tal vez existan –y ésta es, precisamente, su revolucionaria propuesta – unos “campos” – que de-nominaría “mórficos” o “morfogenéticos” – en los que se acumularían las experiencias de los individuos de cada especie, dando lugar así a todos los sistemas naturales –sean las colonias de hormigas, los cangrejos, las orquídeas o las moléculas de insulina, por ejemplo – poseen un campo mórfico propio que sería el responsable de los comportamientos innatos de cada especie: “Una memoria colectiva – explicaría – de todas las cosas anteriores de su misma clase, sin importar lo lejos que puedan estar, ni el tiempo transcurrido desde que existieron”. Añadiendo que “cada tipo de sistema natural tiene su propia clase de campo; es decir, existe un campo de la insulina, un campo del haya, un campo de la golondrina, etc. Y tales campos confieren forma a los distintos tipos de átomos, moléculas, cristales, organismos vivos, sociedades, costumbres y hábitos mentales”.

Sheldrake establecía así una clara diferencia entre la genética y la herencia, planteando que la primera sería la responsable de la evolución fisiológica de los organismos, mientras que la segunda cons-tituiría la “memoria”, una herencia que no se transmitiría genéticamente sino por medio de lo que deno-mina “resonancia mórfica”. Mecanismo que explica con varios ejemplos en sus libros: “Si una araña – dice – inventa una nueva forma de tejer la tela, inmediatamente otras arañas, en otras partes del planeta, comenzarán a elaborar sus telarañas de esa forma. Y no importa que esa primera araña desaparezca: su innovación en el campo mórfico de las arañas permanecerá, independientemente del tiempo y del espacio”.

Es decir, que según esta hipótesis, una innovación en el campo mórfico humano afectaría a todo el colectivo: “Si una persona – dice Sheldrake – aprende algo nuevo, como por ejemplo a cabalgar sobre las olas en una tabla de windsurf, cuantas más personas aprendan a partir de ese momento dicha activi-dad, más fácil debería ser su aprendizaje”.

En suma, Sheldrake postula que los campos morfogenéticos modelarían la forma y la conducta de los organismos vivos, igual que los campos magnéticos –aunque no se detecten a simple vista – determi-nan el patrón de las limaduras de hierro en las líneas de fuerza que rodean un imán. Campos que, como los campos gravitacionales o los electromagnéticos, por poner dos ejemplos, habrían existido – y existirán – siempre, independientemente de que haya sido o no conocidos por la comunidad científica.

Pero Sheldrake va aún más allá y afirma que si, como él postula, los campos morfogenéticos van modificándose permanentemente, en un claro ejemplo de constante evolución, las llamadas “leyes de la Naturaleza” no tendrían carácter inmutable, sino que poseerían un carácter mutable y dinámico, por lo que no cabría hablar de “leyes de la Naturaleza” sino de “hábitos de la Naturaleza”.

Dejemos constancia, por cierto, de que esta idea no es en absoluto nueva. Ya en el siglo II antes de Cristo, un sabio llamado Patányali que recopiló enseñanzas dispersas procedentes de los Upanishads y otros textos hindúes antiguos, sistematizó éstas en sus famosos Aforismos, en los que explicaba que la mente no existe como entidad, sino que consiste en una serie ininterrumpida de ondas, movimientos o vibraciones – que llamaba Vrittis – que se producen en el marco de la sustancia mental – o Chitta – dan-do lugar al espacio/tiempo.

Recuérdese que, hasta bien poco, existían dos concepciones clásicas de la mente: la occidental y la oriental. La primera, basada en el paradigma mecanicista, consideraba al pensamiento el sorprendente resultado inmaterial de complejas interacciones químicas y bioeléctricas sin cuyo soporte no podría existir; la segunda, por el contrario, sostiene que la mente es anterior a la materia, por lo que el cuerpo y sus funciones no serían más que una materialización de nuestros deseos de ver, caminar, oler, etc. En el primer caso, se considera que la evolución comienza por lo más denso, la materia inerte, y evoluciona hasta lo más sutil: el pensamiento y la voluntad. En Oriente, en cambio, se cree que la evolución va en sentido contrario, de lo sutil, a lo denso. Aunque, en realidad, estas dos posturas confrontadas esconden algo de mayor calado: ¿existe el universo como realidad objetiva que los seres inteligentes somos capaces de percibir o bien los objetivos que percibimos son una proyección de nuestra mente, que nos engaña haciéndolos aparecer como “reales”? En pureza filosófica, sólo existe lo que es percibido. Para una mente que se desactiva, el mundo entero se desvanece. El gran misterio de este universo no es la constitución de la materia, sino la naturaleza de la mente capaz de crearla, percibirla y modificarla.

Volviendo, en cualquier caso, a las explicaciones de Sheldrake, ahora comprenderá el lector el re-chazo de la comunidad científica ortodoxa. Porque la aceptación de la existencia de los campos morfoge-néticos y de la resonancia mórfica, supondría no sólo que no hay leyes universales inmutables y peren-nes, sino incluso que existiría una especie de conexión invisible entre todos los seres vivos y, además, que todo lo que sucede – y ha sucedido – en el mundo puede influir, al no estar condicionado por el es-pacio ni el tiempo, sobre hechos futuros de características similares. Por cierto, que la teoría de la reso-nancia mórfica se apoyaría en el antiguo principio de analogía de los hermetistas e, igualmente, en la teoría jungiana de la sincronicidad, consideradas por la mayoría de los científicos conservadores como supercherías.

No debe extrañarnos, pues, que el científico Alex Conford escribiera: “Si Sheldrake hubiese dicho que la interconexión cuántica se podría extender a los macrosistemas, incluidos los sistemas biológicos, no creo que Nature hubiese sentido que su virginidad estaba en peligro”. Y es que, como bien dijo el es-critor Luis Racionero al respecto, “de la jerga con que se dicen las cosas depende a veces que el ‘esta-blishment’ científico sea más o menos tolerante”.

Ciertamente, el “error” de Sheldrake puede ser no haber omitido las implicaciones filosóficas, espirituales y religiosas de su hipótesis. Si lo hubiera hecho, tal vez no se hubiera encontrado con una reacción tan airada por parte de los fundamentalistas del viejo paradigma científico.

En cualquier caso, no dudamos de que el lector habrá encontrado significativos paralelismos entre las hipótesis del inconsciente colectivo, el archivo akáshico y la teoría del campo mórfico de Sheldrake, aunque éste se sienta incómodo ante esta comparación ya que la existencia de los dos primeros también ha sido puesta en tela de juicio por numerosos miembros actuales de la comunidad científica occidental. Y, sin embargo, todo pareciera indicar que la esencia subyacente en los tres casos fuera – básicamente – la misma. Es más: tanto el archivo akáshico como el inconsciente colectivo y los campos morfogenéticos plantean la existencia de unos invisibles – pero reales – lazos de unión universal entre todos los seres vivos.

Dicho esto, supongo que son muchos los que se preguntarán cómo encajan los campos morfoge-néticos y la resonancia mórfica en la experiencia del Grupo Aztlán. Bien. Obviamente, y en primer lugar, habría que aceptar su existencia. Y, en ese sentido, debo decir que las formulaciones de Rupert Sheldra-ke tienen suficiente soporte como para ser tenidas en cuenta y que el lector debe comprender igualmente que en tan limitado espacio no es posible desarrollar su hipótesis, ni exponer siquiera los numerosos hechos que le llevaron a plantearla, por lo que le sugiero la lectura completa de su obra.

En fin, el caso es que, si damos por asumida su existencia, el Grupo Aztlán podría, efectivamente, recibir la información conectando con el campo mórfico del ser humano – siempre en constante amplia-ción, no lo olvidemos –, en la medida en que éste albergaría todo el conocimiento adquirido por todos y cada uno de los miembros de la especie humana de la Tierra.

En cualquier caso, hay que decir que lo que en realidad diferenciaría a los campos morfogenéticos propugnados por Sheldrake del inconsciente colectivo o del registro akáshico es cuestión sólo de matiz. Diferencia que estriba en que mientras en el registro akáshico se encontraría almacenada toda la información del universo – de cualquier clase –, en el inconsciente colectivo y en los campos morfogenéticos se hallaría sólo la información acumulada por la especie humana. Lo que, para el caso que nos ocupa, es indiferente.

1 comentario:

Alexiis dijo...

Honestamente no entiendo qué es lo que quieres decir con este comentario, ¿qué tal si usas tus propias palabras? a lo mejor entonces podría responder a tu inquietud.
Alexiis