de: Alexiis
wayran@gmail.com
En la Patria del Yeti
La India milenaria se encarama hacia Oriente, rompiéndose y empinándose en desfiladeros, cordones de elevados riscos, selvas colgantes que acaban por meterse resueltamente en los comienzos de las altas nieves, donde reina el Abeto Tibetano, ese árbol que llega a crecer más arriba que ningún otro. También la India se rompe en reinos e historias distintas, hasta que llega a compartir los Himalayas con Nepal, China y el Tibet.
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En la Patria del Yeti
La India milenaria se encarama hacia Oriente, rompiéndose y empinándose en desfiladeros, cordones de elevados riscos, selvas colgantes que acaban por meterse resueltamente en los comienzos de las altas nieves, donde reina el Abeto Tibetano, ese árbol que llega a crecer más arriba que ningún otro. También la India se rompe en reinos e historias distintas, hasta que llega a compartir los Himalayas con Nepal, China y el Tibet.
Los Himalayas, esa majestuosa cordillera que ostenta las cumbres más elevadas del planeta, fueron siempre motivo de fascinación y desafío para los occidentales. Los montes Anapurna y Everest fueron el premio místico del europeo así como los inaccesibles lamasterios y conventos-fortalezas eran las rutas místicas del pueblo nativo.
Más arriba de la selva y el abeto, en los vertiginosos campos de las nieves eternas, resulta casi imposible describir el paisaje. La altura es superior a los cinco mil metros, y sin embargo se tiene la sensación de estar sobre colinas y tierras planas, suavemente onduladas, que aquí y allá tropieza con los grandes montes vedados para el hombre. Sólo dos o tres rutas pueden hallarse, practicables únicamente bajo las más propicias condiciones climáticas, para los ma-jestuosos gigantes.
En aquel paisaje impera una fauna zoológica que ha sido satisfactoriamente estudiada. Pero también hay allí otros moradores para quienes los Lamas, sacerdotes de las diversas formas del budismo, tienen nombres inquietantes: los Tchang-Po, “devoradores del aliento vital”, demonios que persiguen implacablemente a los desdichados que se extravían en aquellas soledades, y que acechan también a los agonizantes para “cazarles el alma y comérsela”.
Es allí, en los venerables montes Himalaya, donde sin duda alguna está la Patria del Yeti, el “Abominable Hombre de las Nieves”, el “Metoh Kangmi”, de los porteadores nativos.
Fue precisamente Sir Edmund Hillary, el primer conquistador del Monte Everest, quien difun-dió al mundo el nombre “Yeti” para designar al “Metoh Kangmi”. Según refiere el valeroso explorador británico, fue cuando habían sobrepasado ya las últimas filas de abetos tibetanos y se adentraban en la desolación de la blancura eterna, que las presencias extrañas comenzaron a dejarse sentir, aunque sin dar ninguna muestra visible o audible de su existencia. Era más bien una sensación de estar siendo observados, que afectaba tanto a los nativos como a los europeos de la expedición.
Sólo la gran fatiga, el esfuerzo sostenido que exigía centrar toda la atención en cada paso, impidió que se posesionara de todos una neurosis colectiva. El cansancio dejaba muy poco lugar para el enervamiento.
Sin embargo, una noche el campamento fue visitado mientras todos dormían extenuados. Algunos admitieron haber sentido ruidos leves, semidormidos, pero no atinaron a reaccionar. No obstante, al amanecer, descubrieron en torno del campamento una serie de huellas enormes que habían roto la gruesa costra de nieve endurecida.
Aunque la nieve no resultaba un buen material para preservar con nitidez la forma de las huellas, éstas daban la impresión de corresponder a enormes pies desnudos, casi desprovistos de arco plantar, con un dedo mayor muy pronunciado y al parecer sólo tres dedos más. Sir Edmund y varios de los otros europeos eran hombres habituados a las montañas de muchas latitudes del mundo, y no confundirían fácilmente las huellas de un gran oso con las de pies humanos desnudos. Tampoco los Sherpas que hacían de guías baqueanos. Por otra parte, fuera de un oso de gran tamaño, no había ningún otro animal conocido que tuviera una corpulencia y un peso tan grandes como para romper la costra de nieve sólida en la cual los pasos humanos apenas si dejaban un tenue rastro con las botas reforzadas.
A la vista de las huellas, los porteadores nativos se dieron a la fuga, contra los esfuerzos y amenazas de los europeos que veían con desesperación cómo equipos y alimentos valiosos quedaban abandonados y perdidos. De los sherpas, sólo se mantuvo al lado de los europeos su jefe, Ten Sing, quien por orgullo y sentido de la lealtad se sobrepuso al temor.
Mientras huían, los porteadores gritaban llenos de pavor: “¡Yeti!... ¡Yeti!”.
El Yeti es la bestia-humanoide, el “Pithecantropus” mejor conocido, mas también es uno de los menos vistos. No obstante, hay una gran cantidad de huellas, recogidas por viajeros a quienes muy difícilmente imaginaría uno en ánimo de andar gastando bromas.
Entre los primeros relatos occidentales al respecto, está el publicado en 1889 por el Coronel británico L.A. Waddell, bajo el título “Among The Himalayas”, en que reporta sus experiencias al efectuar la travesía de la región montañosa entre el Darjeeling, en la India, y el Sikkim, donde Persia y China se fundieron durante siglos. El Cnel. Waddell informa así sus propios hallazgos de las huellas del Yeti:
“Cruzaban nuestro camino, alejándose hacia las cimas más altas, algunas huellas grandes en la nieve. De acuerdo con los nativos, se suponía que eran los rastros dejados por hombres salvajes y peludos que se cree viven en las nieves perpetuas, así como los míticos leones blancos cuyo rugido tiene fama de hacerse oír durante las tormentas. Todos los tibetanos creen en esas criaturas.”
Hay abundantes relatos posteriores de europeos que encontraron nativos y sacerdotes que afirmaron haber visto directamente a las misteriosas criaturas que dejaban tales huellas. Mas por ahora prestemos atención a los rastros mismos.
En 1972, una fundación norteamericana de protección e investigación sobre la vida silvestre envió una expedición a los Himalayas, encabezada por los doctores en zoología E.W. Cronin y Howard Emery. En el reporte de su investigación, que titularon “Evidencia Reciente sobre el Yeti, un Primate desconocido de los Himalayas”, informaron que a tres mil seiscientos metros de altura, al Oriente del Nepal, en la región llamada Kongmaa Laa, su campamento amaneció rodeado de extrañas huellas, de 25.5 centímetros de largo, en que se evidenciaban claramente un grueso dedo gordo, cuatro dedos más pequeños y un talón ancho y redondeado. Calcularon que se trataba del rastro de un ser bípedo de un peso aproximado de 75 kilos. Ambos zoólogos concordaron en que habían recibido la visita de un Yeti de pequeño tamaño.
En 1975, los integrantes de una expedición polaca al Monte Everest reportaron haber hallado huellas semejantes aunque mucho mayores: cuarenta y dos centímetros de largo.
El jefe de equipo de esta expedición, Andrew Dzávada, hizo el siguiente comentario a los pe-riodistas, en marzo de 1975:
“Las huellas eran claras durante más de una milla, y constatamos que pertenecían a una criatura muy pesada que caminaba normalmente en dos pies. En mis 29 años de experiencia como escalador en Europa y Asia, he visto huellas de muchas clases, y por cierto también las huellas de diferentes clases de oso, pero esas huellas que vi en la base del Everest me obligan a creer en lo increíble.”
Algo más que huellas
Y dos años después, a principios de 1977, los montañistas Joe Tasker y Peter Boardman tu-vieron una experiencia bastante más impactante mientras acampaban en el Changabang, a 5.100 metros de altura en los Himalayas, en un campo de hielo y nieve endurecida que for-maba abruptos muros con una temperatura de 18 grados Celcius bajo cero.
A medianoche fueron despertados por un estrépito del equipo de cocina al ser arrojado al suelo, y escucharon gruñidos rabiosos, como si hubiera una pelea bestial afuera de las tiendas. Con mucha sensatez optaron por no salir a investigar hasta que estuviera claro. A la salida del sol descubrieron que todo había sido rudamente trajinado aunque sólo faltaba una caja en la que guardaban 36 barras de chocolate dulce. Encontraron asimismo una serie de huellas de 36 centímetros de largo que se acercaban y alejaban del campamento. Eran huellas de pies desnudos.
“Ningún ser vivo podría subsistir a esta altura y con esta temperatura. Bueno, pero hubo alguien allí. Quizá haya sido un Yeti. Pero sabía lo que estaba buscando, pues los chocolates estaban empaquetados en plástico, dentro de las mochilas, junto a los demás alimentos.”
Así lo comentó Joe Tasker, y agregó que, un año antes, en la región del Dunagiri, él y su compañero Dick Renshaw habían sido ya visitados durante la noche por merodeadores de esta misma naturaleza que también habían sustraído cuantos chocolates pudieron encontrar.
Huella de 38 cm. de largo encontrada en California
Son muy numerosos los testimonios sobre huellas y visitas misteriosas, de las cuales se infiere que estas criaturas sienten curiosidad por los seres humanos y de paso estiman que la presencia de humanos significa una posible comida tan fácil como exótica y deliciosa.
De los encuentros directos con los “Pithecantropus” Yeti, uno de los más interesantes data de 1921, referido por el Teniente Coronel británico C.K. Howard-Bury, quien, con un grupo de escaladores expertos intentaba conquistar la vertiente Norte del Monte Everest. Divisaron a lo lejos un grupo de puntos oscuros que se movían en la nieve a una altura aproximada de 6.900 metros. Al observarlos con prismáticos, les pareció que se trataba de alguna especie de monos. Cuando llegaron allí encontraron huellas “enormes”. Desgraciadamente no indicaron el tamaño exacto que querían decir con “enorme”.
Otra observación digna de confianza fue hecha por N.A. Tombazi, miembro de la Royal Geographical Society, durante una expedición fotográfica a los Himalayas. Cerca del glaciar Zemu, a 4.500 metros de altura, los sherpas le advirtieron la presencia de una figura humana a no más de 270 metros de distancia. En su reporte a la Royal Geographical Society de Londres, el fotógrafo señaló que la criatura caminaba erguida arrastrando unas matas de rododendro. Iba desnuda y parecía oscura contra la nieve. Al sentirse observada, la criatura se esfumó entre el denso matorral, antes de que Tombazi pudiera fotografiarla. Cuando éste llegó al lugar donde había estado la criatura encontró huellas semejantes a las humanas pero de 17 a 21 centímetros de largo.
Un testigo sherpa, Pasang Nyima, nepalés, informó al zoólogo Charles Stonor que había visto un Yeti tres meses antes. Tenía la estatura de un humano pequeño, como de un metro cin-cuenta, con pelos largos en la cabeza, cuerpo y piernas, pero no en el pecho ni en el rostro. Caminaba erguido y parecía ocupado en desenterrar raíces. Cuando advirtió que lo espiaban, lanzó un grito y se metió corriendo en el bosque, siempre erguido.
El mismo Stonor recogió otro testimonio de un aldeano de Pangboche, de apellido Mingma, quien pudo observar a un Yeti de pequeño tamaño desde el interior de un refugio. Señala que la criatura se movía a zancadas largas y ligeramente inclinada. Pudo distinguir bien su rostro, con nariz aplastada, muy hundida en su nacimiento; la cabeza cónica y puntiaguda con una cresta de pelos. Vello castaño en el rostro y dientes grandes y planos, como de caballo aun-que con colmillos bastantes destacados.
El más alto número de testigos se reunió en el lamasterio de Thyangboche, situado a casi 4.000 metros de altura, durante una fiesta religiosa, en noviembre de 1949. Los testigos, unos 140 sherpas y una docena de monjes budistas tántricos, señalan que el Yeti salió súbi-tamente del bosque. Tenía el pelaje gris y su estatura alrededor de 1.80 metros. Parecía des-preocupado y de buen humor, y se paseó sobre la nieve rascándose, gruñendo y jugando con montones de nieve fresca. Los monjes entonces hicieron sonar gongs, valvas y trompetas, y el Yeti se alejó. Los lamas tántricos suelen depositar alimentos en lugares especiales para que los recojan los Yetis.
De los Yetis, fuera de sus huellas y avistamientos ocasionales, lo único concreto que se ha encontrado hasta ahora son muestras de su excremento, que no deja de ser un factor impor-tante para reconocer a las especies zoológicas. En este caso, los excrementos del Yeti son por completo distintos de cualquier otro de origen animal. Al ser analizados indicaron una dieta a base de materia vegetal, insectos, ratones, aves y... tierra. Es posible que coman tierra para compensar algunas carencias de minerales. Se sospecha también que roban ocasionalmente ganado, en especial yaks, terneros, ciervos y carneros. Lo más probable es que sean omnívo-ros y coman cuanto puedan hallar.
Otro testigo ocular de gran prestigio es el célebre montañista británico Don Whillans, quien observó un Yeti de gran tamaño, alrededor de tres metros, recortado contra el cielo claro, junto a un abeto que le permitió calcular la estatura del ente. Lo escuchó asimismo lanzar un grito muy extraño, como canto de un pájaro. Bien iluminado por la luna, el enorme corpachón se veía desnudo aunque cubierto de pelos, y su apariencia era vagamente humana. Pudo ob-servarlo alrededor de 20 minutos, hasta que el ser misterioso desapareció moviéndose a gran velocidad. Al día siguiente, encontró huellas de 52 centímetros hundidas profundamente en la nieve. Este relato lo hace el célebre escalador luego de haber conquistado la cima del Anapur-na, en su expedición de 1970.
En su libro “Where the Gods are Mountains”, el profesor René von Nebesky-Wojkowitz, quien realizó investigaciones de terreno durante tres años en la zona del Tibet y Sikkim, entre 1953 y 1956, afirma que el Yeti es un Pithecantropus real, un ser que, sin ser del todo humano, es mucho más que un mono. Señala que su habitat está en los bosques más espesos de la zona alta en los Himalayas. Su estatura media es de 2.25 metros. Está cubierto de pelaje castaño oscuro; tiene brazos largos y cabeza puntiaguda, rematada en un cono cubierto de termina-ciones musculares. El rostro es simiesco pero mucho más humano que el de un chimpancé o un orangután. Duerme durante el día y se desplaza de noche. Suele adentrarse en las nieves en busca de un liquen rico en ciertas vitaminas.
Por su parte, el investigador francés Heuvelman, en “En el Rastro de los Animales Desconocidos”, menciona que los lamas del Tibet hablan de tres tipos diferentes de Yeti. Unos son gi-gantes carnívoros y pueden ser muy peligrosos en ciertas circunstancias. Miden entre 3.9 y 4.8 metros y viven sólo en las zonas nevadas arriba de los cuatro mil metros. A estos gigan-tes los llaman Nyalmo. La segunda clase son los llamados Rimi, que miden desde 2.10 a 2.70 metros, habitan entre los tres mil y cuatro mil metros, alimentándose de animales, insectos y plantas. Bajo el nivel de los 3.000 metros viven los Yeti de menor tamaño, como los humanos o menos, se les llama Rackshi bompo, a los que los sherpas llaman Yehteh o Mih-teh. Son los que dejan las huellas más pequeñas, que se pueden hallar con mayor frecuencia. Es posible, señala Heuvelman, que estos Rackshi bompo sean hijos de los Rimi, en su etapa de creci-miento, que viven en zonas más llevaderas y protegidas por las espesas selvas.
El Yeti tras la Cortina de Hierro
Los Himalayas se enlazan con otra cordillera que, si bien no tiene su sobrecogedora majestad, es también una cadena imponente que se extiende desde el Asia Central hacia el Oriente, separando China de Rusia. Desde Mongolia, al norte del desolado desierto de Gobi y los mon-tes Altái, la cadena montañosa recorre el sur de la ex-URSS: Kazajstán, Tayikistán (Pamir), Uzbekistán, hasta llegar a hundirse en las planices caucásicas, entre el mar Caspio y el mar Negro.
Y esas montañas son también morada de los Pithecantropus, aunque aquí ya no reciben el nombre de Yeti sino el apelativo eslavo de Almas, aunque los campesinos siberianos suelen llamarlos también “Snezhnyi Chelovek” —hombre de la nieve—, en los Montes Pamir les dicen “Dev”, y en los montes del Cáucaso se refieren a ellos como “Kaptar”.
Al parecer la ex-URSS es el único lugar del mundo donde son más abundantes los encuentros visuales y aun los contactos inmediatos con estas criaturas, que el número de simples huellas reportadas. Hasta tal extremo que, antes de la Revolución Bolchevique, ya el profesor de Ana-tomía Animal Comparada Dr. V.A. Khakhlov, se abocó al estudio de lo que llamó “bestias humanoides en el Este de Asia” y envió un informe extenso y detallado a la Academia Imperial Rusa de Ciencias. Los académicos moscovitas de la época le recomendaron que olvidara el asunto, por el bien de su prestigio. Afortunadamente los trabajos del Dr. Khakhlov fueron conservados.
Años después, en pleno periodo de Stalin, un académico de la Universidad de Ulan Bator, Arkady Rinchen, reunió abundante información sistemática sobre los Almas del Desierto de Gobi y zonas aledañas, pero sus trabajos no fueron tomados en serio. En su caso no hubo material rescatado, al menos en conocimiento de occidentales.
De los informes del Dr. Khakhlov es digno de nota el relato de la captura de un Almas macho, en el Cáucaso, al que persiguieron a lomo de camello utilizando lazos para atraparlo. Indicó el científico que finalmente los cazadores debieron dejar en libertad al espécimen a instancias de los pobladores de las aldeas vecinas, quienes señalaron que el Almas era una criatura de influencia benéfica, que eran bien conocidos de todos y que jamás representaron peligro para el hombre. Señala Khakhlov que el Almas cautivo era un individuo bajo, cubierto de pelo como el de un camello joven. Largos brazos, postura inclinada hacia adelante, pecho angosto, frente plana, gran mandíbula inferior sin barbilla. Nariz corta con anchas fosas, orejas grandes, aguzadas y echadas hacia atrás como las de un zorro. Tenía una extraña protuberancia bajo la nuca. Caminaba con las rodillas flectadas y los dedos de los pies estaban muy separados.
Otro caso señalado por el informe del Dr. Khakhlov reviste gran interés. Se trata de una Almas hembra, capturada en las cercanías del río Manas. También este espécimen hubo de ser puesto en libertad por la presión casi beligerante de las gentes del lugar. Pero alcanzó a ser observada durante varios meses. Señala que generalmente estaba tranquila aunque enseñaba los dientes y gritaba cuando alguien se le acercaba. Dormía como un camello, sobre el suelo, apoyándose en rodillas y codos, cubriéndose la nuca con los puños. Comía carne cruda, ce-reales y algunas hortalizas. Atrapaba insectos y se los comía. Para beber lamía el agua o bien metía los brazos en ella y los langüeteaba.
De estos informes, que datan de entre 1905 y 1913, podemos saltar al informe dado por el profesor Anatoly Pechersky, en 1972. Refiere el profesor que, yendo de excursión por los montes Kighiz en compañía de dos de sus estudiantes, en julio, es decir pleno verano ruso, fueron seguidos persistentemente por un Almas macho que parecía viejo y asmático. Durante la noche, esta criatura intentó robarles comida de la tienda de campaña, y a la luz de una linterna eléctrica pudieron ver claramente el largo brazo peludo introduciéndose por la abertura. Dos días después, el Almas se acercó al fuego del campamento hasta llegar a menos de cuatro metros, pero el profesor se asustó y fue a su carpa en procura de su escopeta. El ser, comprendiendo el peligro, huyó rápidamente y no volvieron a verlo.
Los testimonios de personas sencillas, campesinos, cazadores y aldeanos, son abundantes y notablemente similares en los detalles. Pero quizás el informe más impresionante sea el del médico del Ejército Soviético V.S. Karapetyan, cuyo grado era Teniente Coronel. Señala el oficial médico que en noviembre de 1941 se encontraba con su batallón en las cercanías de la ciudad de Buinaksk en el Daguestán y fue llamado por las autoridades a examinar a un prisionero muy extraño. Fue hasta la ciudad y encontró que tenían al individuo en un cobertizo casi a la intemperie. Preguntó por qué se le daba ese trato y le respondieron que el prisionero no soportaba el calor del interior de las cabañas.
“Sin duda era un hombre —escribe el oficial—, pues toda su forma era humana. Sin embargo el pecho, la espalda y los hombros los tenía cubiertos de un pelo lanudo color castaño oscuro. Parecía la piel de un oso y el pelo medía unos 3 centímetros de largo. Bajo el pecho el pelaje era más delgado y suave. Las muñecas eran muy fuertes y apenas mostraban pilosidad. Carecía de pelo en las palmas de pies y manos. El pelo de la cabeza le llegaba hasta los hombros y cubría parcialmente la frente, siendo muy grueso y áspero. El rostro estaba cubierto de un ligero vello y el pelo que le rodeaba la boca era ralo y corto.
”Su postura era totalmente erguida, con los brazos colgando y su estatura era de 1.80 metros. Era notablemente fornido, de pecho poderoso. Los dedos eran fuertes, gruesos y extra-ordinariamente grandes. Se notaba más corpulento que cualquiera de los habitantes locales.
”Sus ojos eran inexpresivos, apagados y vacíos, como los de un animal. A mi me pareció que en su mente era un animal y nada más.
”Me informaron que se había negado a recibir alimentos o bebida desde su captura. No decía nada ni pedía nada. Llegué a la conclusión que se trataba de algún tipo de hombre salvaje. Extendí mi informe y regresé a mi unidad.”
Finalmente, el Tte. Coronel Karapetyan señala que, años más tarde, se enteró de que al infortunado prisionero lo habían fusilado... por si acaso hubiese sido un espía.
Otro testimonio de indudable valor es el del profesor V.K. Leontiev, especialista en ecología y conservación de la vida silvestre. Señala que durante el verano de 1957, durante unas inves-tigaciones en el Daguestán, explorando las fuentes del río Jurmut, escuchó una noche un grito extraño, muy agudo: “No era el de un animal. Ningún pájaro o mamífero silvestre que yo co-nociera podría hacer ese ruido. Y tampoco era humano”.
Al día siguiente vio a un ser que cruzaba un espacio nevado, a más o menos 50 metros de distancia. “Caminaba erguido, balanceando los largos brazos. Sus hombros eran extremadamente anchos. Tenía el cuerpo cubierto de un largo pelaje oscuro. Media dos metros veinte centímetros”. El profesor Leontiev hizo un disparo a los pies de la criatura, pensando que podría inmovilizarla. Pero ésta se atemorizó y escapó a gran velocidad.
La actitud de los campesinos y pastores respecto de los Almas es de simpatía. De hecho, muy a menudo dejan para ellos, como los lamas de los Himalayas, recipientes con alimentos en lugares bien elegidos. Señalan que en general los Almas viven en cuevas de las montañas, en cañadas y bosques inaccesibles.
Para los ecologistas rusos actuales, los Almas distan mucho de ser un mito. Se les tiene como una especie muy poco estudiada que, por encontrarse en peligro inminente de extinción, debe ser investigada con las mayores precauciones. Estiman que en la región del Cáucaso no queda una población de más de doscientos Almas que podrían prosperar pues no tienen más enemigos naturales que el hombre. Sin embargo, según avanza la civilización, el habitat de los Almas disminuye y quizás la extinción sea inevitable.
El primo Ucu Viajó a Sudamérica
En la revista Contactos Extraterrestres, del 16 de abril de 1980, el antropólogo Pablo Latapi Ortega publicó un interesante trabajo titulado “Ucumar, el Yeti de Argentina”. En dicho trabajo, cita parte del material recogido por la antropóloga Silvia Alicia Barrios en las regiones montañosas del Norte argentino, en donde obtuvo diversas referencias a un extraño mono llamado Ucumar o Ucu.
Uno de sus entrevistados, un baqueano llamado Don Pepe, es experto en las serranías que conforman la frontera argentino boliviana. Respecto del extraño ser se expresó así:
“El Ucu vive en las colinas detrás del El Chorro (una serranía selvática) y le gusta gritarle a las vacas y los pollos. Es un animal rezuncho (fornido a grueso) y no corre mucho, pero es muy forzudo. A mi no se me ha acercado nunca, pero a algunos de mis paisanos, si. Yo he visto Ucus, y los he visto a los Ucus atrapando gente. Cuando un Ucu lo atrapa a uno, lo mejor es orinarse, porque entonces lo suelta a uno... Es grande, con el pelo como el de un perro lanudo, y siempre camina sobre sus patas de atrás, como la gente.”
Según los antropólogos argentinos, el nombre Ucu o Ucumar está relacionado al sonido que suele hacer cuando deambula oculto por la vegetación, un grito ululante Uhú, o Ughuú. Semejante al grito que describen los “Maricoxi” de la jungla matogrosense y de Goias, en el Brasil.
Respecto de estas criaturas, las descripciones acumuladas los muestran como seres notablemente más humanizados que sus parientes del Himalaya o de las montañas del Asia Central.
En particular es significativa la narración hecha por el célebre explorador de la Amazonia y el Mato Grosso, P.H. Fawcett, quien, en su última expedición a las selvas del interior brasilero, desapareció para siempre.
En el curso de una expedición desde la región boliviana del Beni hacia el Mato Grosso, el coronel Fawcett tuvo un encuentro inesperado con cierta extraña clase de nativos, mientras cruzaban una región boscosa que se suponía deshabitada. Se trataba precisamente de los Maricoxi. La descripción de Fawcett es la siguiente:
“Al vernos se quedaron inmóviles y rápidamente pusieron flechas en sus arcos, mientras yo les gritaba en lengua Macubi. No podíamos verles claramente por las sombras que moteaban sus cuerpos, pero me pareció que eran unos hombres grandes y peludos, de brazos excepcionalmente largos y frentes echadas hacia atrás con órbitas oculares pronunciadas; hombres verdaderamente primitivos, que iban desnudos. De pronto se dieron vuelta y se perdieron en la espesura.”
Agrega el explorador que al día siguiente llegaron a una aldea primitiva en la cual unos “gran-des brutos con aspecto de monos” se dedicaban a distintos quehaceres.
“Toqué un silbato y una criatura enorme, peluda como un perro, apareció en la choza más próxima. En un instante puso una flecha en su arco y vino danzando con una y otra pierna hasta que estuvo a sólo unos cuatro metros. Emitiendo sonidos que se oían como ‘¡Eugh! ¡Eugh! ¡Eugh!’, siguió bailando allí, y de pronto todo el bosque que nos rodeaba pareció cobrar vida con esos horribles hombres mono, gritando todos ¡Eugh! ¡Eugh! y bailando sobre una y otra pierna mientras ponían flechas en sus arcos. Parecía una situación muy delicada para nosotros y me pregunté si habría llegado el fin. Hice amables presentaciones en lengua Macubi, pero no prestaron atención. Era como si el lenguaje humano estuviera más allá de su entendimiento.”
El hombre-mono levantó dos veces su arco haciendo ademán de disparar, pero no llegando a hacerlo. Fawcett pensó que una tercera vez probablemente dispararía el flechazo, de modo que extrajo su revólver e hizo un disparo a los pies de la criatura.
“El efecto fue instantáneo. Una mirada de completo asombro se reflejó en su cara, y abrió los pequeños ojos. Dejó caer el arco y las flechas y corrió con la velocidad de un gato a esconderse detrás de un árbol. Entonces empezaron a volar las flechas. Disparamos unas cuantas ráfagas contra las ramas, esperando que el ruido asustara a los salvajes y los hiciera más receptivos, pero no parecían de ningún modo dispuestos a aceptarnos, por ello ordené la retirada antes de que alguien fuera herido. Tomamos el mismo camino hasta que el campamento quedó fuera de la vista.”
Luego de publicados los relatos del Coronel Fawcett, éste recibió numerosas cartas y sostuvo entrevistas con personas que tenían información sobre gentes muy primitivas que vivían en aquella zona selvática y con frecuencia pantanosa.
El investigador Iván Sanderson, especialista en el tema de los Pithecantropus, escribió sobre los Maricoxi en su libro “Cosas”: “La única conclusión final que podemos extraer es que en 1914 hubo en el Mato Grosso algunos grupos subhumanos del tipo neandertaloide. No hay razón para suponer que no sigan viviendo ahí”.
Llama la atención el recordar la descripción hecha en 1796 por el Dr. Edward Bancroft, sobre un supuesto “orangután” de la Guayana británica. El Dr. Bancroft señala:
“Mucho más grande que el africano o el de las islas orientales, si podemos fiarnos de los relatos de los nativos. Dicen los indios que mide alrededor de cinco pies de estatura (1.5 mts.) mantiene una posición erguida, tiene forma humana y está recubierto por un pelo corto y negro; pero sospecho que la altura se ha exagerado por el miedo de los indios, que sienten un gran pavor ante él...”
En general las descripciones de los Ucu o Maricoxi hablan de seres de baja estatura. El naturalista alemán Alejandro Von Humboldt efectuó una expedición, por desgracia infructuosa, al Orinoco, siguiendo los indicios que ya se propalaban con insistencia a fines del siglo 19, sobre la existencia de estos antropoides. Hay testimonios de encuentros con estos seres por parte de funcionarios coloniales británicos en Guayana (Guyana) y en Honduras Británicas (Belice), donde reciben el nombre de Dwendis, sin duda a partir de la palabra castellana “Duendes”. Varios relatos plausibles procedentes de Venezuela coinciden en los detalles más significativos de las descripciones, aunque algunos tienen detalles truculentos que pueden ser fruto de la imaginación, como es el caso de un tal Emelino Martínez que cuenta haber sido atacado por dos “animales humanos peludos”, el 10 de abril de 1954, cuando regresaba a su coche de una partida de caza en las colinas. Dice el venezolano que lo agarraron justo cuanto iba a entrar a su auto. Lucharon y él logró zafarse hiriendo a uno de los hombres mono con una piedra en la cabeza. Así pudo poner en marcha el vehículo y escapar mientras los seres peludos golpeaban las ventanas con los puños.
Las únicas descripciones que salen de este contexto provienen de la región selvática del noreste del Perú, que geográficamente está unificada con la amazonia brasilera.
De aquella región informó el explorador peruano Carlos Torrealba, quien señaló que estando perdido en la jungla, en abril de 1976, en la región de san Martín, en la vertiente oriental de los Andes, había encontrado una comunidad de “gigantes de la edad de piedra”. Dijo que los hombres eran de piel olivácea, de pies grandes y desnudos y caminaban con la espalda inclinada. Tenían una estatura entre 1.90 y 2 metros, tenían el pelo rojizo y vestían pieles de animales. Janet y Colin Bord, en su libro sobre “los Yeti”, señalan que en esa misma época un guía indígena, de nombre Encarnación Mapuri, había dado cuenta de que una banda de 15 gigantes había atacado un campamento de cazadores profesionales.
¿Es posible que el explorador peruano, que no da muchos detalles sobre su encuentro con los gigantes, haya tenido algunas fallas de observación? ¿Es posible que tales gigantes no hayan estado vestidos con pieles de animales, sino que se encontraban desnudos y las supuestas pieles fuesen la pelambrera natural de sus cuerpos?
Si así fuese, querría decir que también en Sudamérica existirían dos razas distintas de Pithecantropus. Unos de estatura elevada, agresivos, y otra más tímida de individuos de estatura mucho menor, apenas unos cinco pies.
Pie Grande en la Televisión
Si dijimos que el Himalaya es la Patria del Yeti, debemos agregar que Norteamérica es la Patria de Sasquatch el Patón. El Pie Grande.
Sólo en los Estados Unidos hay recopilados más de tres mil testimonios de encuentros con esta clase de seres. Y se trata de testimonios cuidadosamente analizados y clasificados. Inclu-so mucho del material norteameriano es enviado, en canje, a los institutos rusos correspondientes en el área de la investigación zoológica, la ecología y la conservación de la vida silvestre.
A diferencia de los casos en el sur de Siberia, en que se mencionan numerosos casos de Almas abatidos a tiros, en Estados Unidos no se ha obtenido ni una sola muestra física de las criaturas, excepto algunas fotografías y una notable película filmada por Roger Patterson, el 20 de octubre de 1967 en Bluff Creek, al Norte de California.
Una de las razones más poderosas que inhibe al eventual cazador norteamericano de “Pies Grandes” es la formación cristiana y la mentalidad respecto de la justicia. En efecto, la mayo-ría de los testimonios refieren que el monstruo es demasiado humano para considerarlo un animal. En caso de darle muerte, si resulta ser demasiado humano, el cazador habrá cometido un asesinato y en consecuencia podrá ser sometido a juicio por ello.
Pero más allá del temor a la ley, está la resistencia moral. De hecho, el cazador rara vez se resuelve a disparar, y si lo hace está en un estado tal de shock que es muy probable que yerre el tiro.
La abundancia de testimonios norteamericanos es demasiado grande e incluye un número demasiado alto de casos de alta calidad para que resulte tarea fácil hacer un muestrario casuístico.
Quizás uno de los testimonios más valiosos sea el del propio Roger Patterson, autor de la filmación que mencionamos antes.
Patterson refiere que en el otoño de 1967 se dirigió a Bluff Creek, California, acompañado de Bob Gimlin, continuando investigaciones sobre los Pies Grandes que habían iniciado hacía ya más de diez años.
Viajaban a caballo por caminos, senderos y lechos de riachuelos, y cuando iban por uno de estos últimos, vieron a una hembra Pie Grande agachada junto al agua. Los caballos retrocedieron alarmados y Patterson se apresuró en extraer del árguena de su silla de montar la filmadora que llevaba permanentemente pronta.
Cuando desmontó, ya la hembra caminaba alejándose por un banco de arena y Patterson tuvo que correr tras ella para obtener tomas cercanas y detalladas. Pero a medida que corría iba filmando. Esto explica la imprecisión de las tomas de la mayor parte de la película. Cuan-do se había acercado hasta unos 24 metros, Patterson dejó de correr y la hembra Pie Grande se volvió hacia atrás a mirarlo. Es la parte del film en que la criatura da varios pasos acercándose al borde de la línea de árboles, y es la más clara de las tomas. Por desgracia la criatura se ve oscurecida por subexposición, aunque se definen muy bien sus facciones.
Finalmente, aquel ser se metió entre los árboles y se perdió de vista a gran velocidad.
Ambos investigadores fotografiaron también las huellas de la criatura y sacaron moldes en escayola de las mismas. Tienen 43 centímetros de largo por 17 de ancho. Asimismo se advierte que mientras las huellas se hunden dos o tres centímetros en la arena, las huellas de los hombres dejaban una leve marca en cambio.
Al principio, la película provocó una reacción de escepticismo y burla. Sin embargo, fueron analistas rusos quienes prestaron atención más que a la nitidez de los detalles, a la forma en que el sujeto filmado se desplazaba, el control de su musculatura y la forma en que desplazaba sus centros de equilibrio. Analizando esos factores, resultaba completamente claro que allí no había ningún oso, ni un ser humano disfrazado. La conducta motora de la hembra Pie Grande demostraba que se estaba ante un ser de características musculares y óseas definidas y distintas de cualquier otro animal.
Esto fue ratificado de una manera pintoresca, cuando se llevó la filmación a los expertos en disfraces y trucos de los estudios cinematográficos de Walt Disney. Allí, los más hábiles expertos concordaron en que no existe truco cinematográfico capaz de reproducir los movimientos de masas musculares como aparecía en aquella filmación, y al mismo tiempo, que ninguna persona de tanta corpulencia podría moverse con la agilidad del personaje.
Fue así como los grandes maestros de la farsa concordaron con los científicos rusos en de-mostrar que allí se tenía una auténtica filmación, la primera en el mundo, de un Sasquatch o Pie Grande, versión norteamericana del Yeti, en plena vida y movimiento.
¿Se acerca ya el momento en que se descubrirá definitivamente la verdad de estos seres?
¿Son acaso descendientes del arcaico Hombre de Neanderthal, que se suponía tan extinguido como el Celacanto, y que podría estar tan vivo como aquel pez?
¿Hay todavía espacio en esta Tierra superpoblada y súper explorada, para nuevos descubrimientos zoológicos? Recordemos la sorpresa del mundo cuando fue descubierta la iguana gigante de las Islas Cómodo, capaces de devorar a un turista desaprensivo, a un venado o a un cerdo salvaje.
Lo que es importante es que, si hemos de saber finalmente la verdad sobre el Yeti, ello ocurra sin que a estos extraños seres les cueste la vida el haber sido descubiertos.
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