De Tamara Hache
El hombre parece vivir desamparado. Parece que en él no queda ningún rastro de la divinidad que le fue prometida, ningún indicio, ningún guiño celestial.
Pero así como en una novela, los indicios, las anticipaciones y prolepsis están ahí, donde todos miran pero muy pocos leen. En la herrumbre del atardecer, en ese oro triste, hay un haz de divinidad: nuestros ojos pueden tolerar, aunque sea por unos instantes, mirar al sol directamente. Y en ese preciso momento, accedemos a aquello que creíamos inaprensible, aquello que estaba vedado ante los ojos del hombre… Incluso parece que nuestra alma de desamparado no quiere soltar ese indicio, como quien lee y relee una pequeña anticipación escondida entre las líneas de un cuento, porque queda grabada en la retina aquella moneda de bronce con el signo del universo; queda grabada en la retina la sensación de haberle robado al mismo cielo.
En el cielo a veces podemos ver, también, a la niña colorida cruzada de sol y de lluvia, que nos recuerda que lo hermoso pareciera ser infinito por no tener comienzo ni final. Pero, una vez más, hay raras ocasiones en las que aquel hombre puede ver el incierto nacimiento del arco iris: la cuna de donde parece brotar este torrente de magia ancestral, sin ollas de oro, pero con el sublime arcano de ese mismo universo que antes nos hacía desamparados. Entonces, le arrancamos otro trozo de divinidad, nos quedamos con la picardía de un hurto sutil… Y comprendemos. Comprendemos que así como el alma humana necesita, precariamente, de un medio físico para expresarse, también el alma divina tiene esta pequeña precariedad. Precariedad que no le quita su perfección, porque sigue siendo exactamente como debería ser (¿qué más es la perfección, sino?). Susurra con una voz a la que solamente las hiladas divinas del alma humana son sensibles, para que ésta responda y la pueda entrever, por un instante de eternidad.
Dicen que al hombre se le puede reprochar el ser ciego, muchas veces, ante la dimensión de la belleza de su propia vida. Lo bello es, en realidad, eterno; necesariamente, será lo eterno del alma lo que puede percibir lo bello. Pero si el hombre es ciego es porque ha perdido la sensibilidad: la carga estética que contiene su alma, aquella tan precaria para tener que depender de lo perecedero, y tan sutil para contener a la divinidad, se ha desgastado y se ha vuelto ciega ante lo eterno. Y así volvemos al hombre desamparado.
El hombre seguirá en busca de lo eterno, en busca de lo bello. Será por eso que Nietzsche planteó una filosofía de retorno incesante, de la que a veces tenemos memorias, fragmentos inconexos que se reflejan en raras ocasiones, y llamamos vulgarmente un dejà vu: un ya visto, la me-moria del eterno retorno. Pero sí: el hombre construye su vida según los preceptos de la belleza incluso sin saberlo… Podemos enceguecer ante los guiños de la divinidad, pero habrá un fuego secreto desde lo más íntimo de aquellas hiladas eternas que mantendrá vivo el susurro, el canto: aquello que resuena dentro cuando vemos un símbolo oculto.
Entonces, encontraremos otra letra de la cifra divina en el próximo ocaso, el próximo arco iris, el próximo poema. Porque todos miran, pero sólo aquellas almas sensibles a la voz de lo eter-no, pueden leer.
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